CAPÍTULO XVIII

LA SERPIENTE DE ANTEOJOS

EL señor Albani, al oír aquella exclamación, se acercó, lleno de la más viva curiosidad.

Allí, al lado de la pared, tendido sobre un lecho de hojas secas, yacía, en efecto, un cadáver, enteramente desnudo y reducido al estado de momia.

Era un hombre de baja estatura, membrudo, de ancho pecho, con la cara huesuda y casi cuadrada, la nariz aplastada, la boca muy grande, mostrando unos agudos y magníficos dientes, pero que en lugar de ser blancos, eran negros, como los de todos los naturales de los pueblos donde existe el hábito de mascar «betel».

Su epidermis era rojo-oscura con un ligero tinte verdoso.

Al lado de la momia se veía uno de esos puñales de un pié de longitud, de lámina serpenteante, de finísimo acero, que usan los malayos, y que llaman «kriss» y una cerbatana rota por la mitad.

—¡Un malayo! —exclamó Albani—. ¿Será uno de los colonos que devastaron la parte de la floresta donde hemos visto las plantas de café?

—Pero ese hombre ha de haber muerto hace mucho tiempo —observó el marinero que se tenía a respetable distancia.

—Probablemente hace varios lustros.

—¿Y como se ha conservado tan bien?

—Esta caverna es muy seca, poco aireada y fresquísima y por eso, el cadáver en lugar de pudrirse, ha ido desecándose lentamente.

—¿Habrán matado a ese pobre diablo?

—No le veo ninguna herida en el cuerpo.

—¿Todavía piensa en utilizar esta tumba?

—Esta tumba como tú la llamas, será un soberbio depósito para conservar nuestros víveres. Enterraremos la momia si te disgusta y después transportaremos aquí nuestras provisiones.

—¡Ese muerto me produce cierta aprensión, señor Albani!

—¡Bah! ¡Salgamos, y vámonos en busca de Piccolo Tonno!

Dieron una vuelta por la gruta para ver si había alguna otra momia, cogieron el «kriss», arma preciosa para quienes no tenían mas que un hacha y dos cuchillos, por entonces sin filo, y entraron en la segunda caverna; iban a salir ya del corredor, cuando el marinero se detuvo de pronto dando un grito de dolor.

—¡Enrique! —exclamó el veneciano, saltando hacia fuera con el «kriss» empuñado.

—¡Aquí: socorro!… ¡Me muerde!… —gritó el genovés con voz ronca.

El señor Albani bajó la mirada, y palideció de un modo espantoso. Una serpiente, lanzándose por encima de las plantas trepadoras que obstruían el ingreso en la caverna, había clavado sus dientes venenosos en la pantorrilla izquierda del desgraciado marinero.

Aquel traidor reptil era del grueso de una botella, y de poco más de dos metros de largo; tenía el cuerpo cubierto de escamas de un color amarillo oscuro, que brillaban como lentejuelas de oro, y dos círculos blanquecinos situados en la parte de atrás de la cabeza, representando perfectamente un par de anteojos.

El veneciano, sin reparar en el tremendo peligro se precipitó hacia delante.

Había reconocido en aquel reptil a la terrible «serpiente de anteojos», cuya mordedura a muy pocos perdona la vida.

El monstruo, viendo aquel nuevo enemigo, dejó al marinero y se irguió sobre sus anillos, dilatando de un modo enorme la garganta y abriendo la boca, pues a voluntad pueden abrirla hasta los dos primeros anillos del cuello.

Rápido como un relámpago, Albani extendió el brazo y de un solo tajo la decapitó; enseguida, saltando sobre el cuerpo, que se retorcía rabiosamente, sostuvo entre sus brazos al marinero.

Sin perder un momento, lo tendió sobre un montón de hojas secas, le arremangó los calzones, poniendo al desnudo la pantorrilla, rasgó el pañuelo, el único que poseía y ligó fuertemente la pierna.

Hecho esto, y sin pensar en que podía envenenarse, aplicó sus labios a la herida, en el mismo lugar donde se veían dos puntitos sanguinolentos, e hizo una fuerte succión, escupiendo enseguida.

El marinero, medio desvanecido, no parecía ver nada. Pálido como un cadáver, con las facciones alteradas, los ojos vidriosos, la frente cubierta de sudor que debía de ser frío, respiraba anhelosamente.

No estaba menos pálido que el marinero el señor Albani ni menos alterado. También tenia bañada la frente en frío sudor; pero seguía operando sin perder segundo. No ignoraba las terribles consecuencias del veneno de las «serpientes de anteojos»; sabía que inyectado en cierta cantidad produce la muerte en menos de un cuarto de hora.

Tentaba todos los recursos que le sugería la experiencia; pero tenía muy poca esperanza en poder salvar a su compañero. Tan solo un milagro podía arrebatárselo a la muerte.

Hecha la succión de la herida, medio heroico, pero peligrosísimo, porque basta una imperceptible herida en los labios o en las encías para que se envenene la persona que la realiza, empuñó el cuchillo e hizo en la pantorrilla una incisión profunda en forma de cruz.

Con los dedos alargó el corte, obligando a salir fuera la sangre por medio de una presión enérgica; enseguida cogió la tea, que aun no se había apagado, y la punta que estaba enrojecida la aplicó sobre la incisión.

El marinero al sentirse quemar la carne viva, medio saltó como si hubiese sufrido una descarga eléctrica de gran fuerza, gritando con voz entrecortada:

—¿Qué es… lo que… hace usted…, señor?…

—Cálmate, Enrique; trato de salvarte —respondió Albani con voz conmovida.

—Me… quema… las carnes…, señor.

—Es preciso, amigo mío.

El marinero se movía; pero el veneciano le tenía sujeto con su diestra, mientras que con la mano izquierda continuaba quemando la carne.

—¡Terremoto…, basta! —gritó el marinero.

—Sí basta —respondió Albani, retirando el tizón.

—Sufro… me parece que el corazón se me hiela… Señor Albani, se ha concluido… Éramos… tan… felices… ¿La ha… muerto?

—Sí —respondió el veneciano, limpiándose rápidamente dos lágrimas que le rondaban por las mejillas.

—Señor…, la cabeza me da vueltas… Me parece que me arde… el cerebro… ¡Piccolo Tonno!… Quiero verle…, quiero…

No pudo concluir. De improviso, las fuerzas le abandonaron, y cayó hacia atrás con los ojos extraviados y alteradas las líneas del semblante. Su cuerpo, rígido, de cuando en cuando, sufría estremecimientos, y los labios daban paso a la respiración, entrecortada y anhelosa.

El señor Albani le miraba con ojos amortiguados, temiendo ver morir de un momento a otro a su desgraciado compañero.

Un grito le sacó de su muda desesperación. Piccolo Tonno había apareciendo de improviso en la floresta.

—¡Gran Dios! —exclamó el mozo—. ¿Qué es lo que ha sucedido, señor?

—Que le ha mordido una serpiente.

—¿Y se muere?

—No desesperemos, muchacho mío —dijo Albani refrenando las lágrimas.

—¡Ah! ¡Sálvele, señor Albani! —exclamó el mozo rompiendo en sollozos—. ¡Usted, que sabe tantas cosas, puede arrancárselo a la muerte!

—He hecho todo lo que he podido hacer.

—Pero ¿tiene alguna esperanza?

—Puede ser.

—Dígame…

—Calla, Piccolo Tonno. Ve a buscar agua.

—Tengo mi cantarilla llena. Tome usted, señor.

Albani cogió el receptáculo que le alargaba el muchacho y lavó la sangre que continuaba brotando de la herida; después, viendo que la pantorrilla del marinero se había hinchado mucho, desató el pañuelo y lo anudó más arriba, para evitar la pérdida del miembro herido.

Enrique parecía desvanecido todavía, pero a poco la palidez de su rostro fue adquiriendo un tono menos transparente, y su respiración anhelosa antes, comenzaba a ser más tranquila y regular.

Albani le tomó el pulso, y observó que no estaba más agitado. Una viva emoción se le pintó en el rostro.

—Piccolo Tonno —dijo al mozo, que continuaba llorando—. Va a realizarse un milagro, que hace muy pocos minutos no esperaba.

—¿Llegará usted a salvar a Enrique?

—Empiezo a tener esperanza.

—Entonces ¿no era venenosa la serpiente?

—De las más venenosas, porque las «serpientes de anteojos» matan al hombre más robusto en un cuarto de hora, y casi nunca se puede salvar a las personas a quienes muerden.

—Pero ¿está usted seguro de que no morirá?

—Ya ha transcurrido el cuarto de hora, y Enrique vive todavía, y aun parece que está mejor. Mira: ahora duerme.

En efecto el marinero había caído en un letargo profundo, pero se le había vuelto el color al rostro, y la respiración era por momentos más regular. ¿Cómo había escapado de la muerte? ¿Qué milagro se había realizado? Cierto que Albani había acudido rápidamente, intentando todos los medios conocidos, pero no siempre eficaces, especialmente contra las mordeduras de esas terribles serpientes de los trópicos, cuyo veneno es diez veces más peligroso y activo que el de nuestras víboras.

O los calzones del marinero, hechos de tela gruesa, absorbieron gran parte del líquido mortal en el momento en que los dientes del reptil los atravesaban, o bien el reptil se había descargado del veneno poco tiempo antes.

—Ve a mirar debajo de aquellas plantas trepadoras —dijo Albani al mozo—. Quiero encontrar la causa de esta curación maravillosa. La serpiente salió de allí cuando Enrique pasaba.

—¿Qué es lo que espera usted que encuentre? —preguntó el muchacho, sorprendido ¿Algún remedio?

Piccolo Tonno se armó con una rama gruesa, y se metió entre las plantas que descendían a lo largo de las rocas, formando una tupida cortina. Poco después volvía, trayendo cogida por la cola una gruesa ardilla voladora, de las llamadas «pteromys».

—Señor Albani —dijo—, he encontrado este animal, que nos servirá para comer, me parece que ha sido muerto hace poco tiempo.

—Dámelo, muchacho —repuso el veneciano, lleno de alegría.

Cogió el «pteromys» y observó que aun estaba ligeramente tibio, señal evidente que no hacía media hora que lo mataron.

Lo examinó, y vió en uno de sus costados dos profundos agujeros, de los cuales salían algunas gotas de sangre.

—Este ha salvado a Enrique —exclamó, muy alegre.

—¡Cómo! ¿Esa ardilla ha salvado a nuestro compañero? —preguntó Piccolo Tonno, siempre admiradísimo.

—Sí, Piccolo mío, sí. La serpiente, pocos momentos ante de que nosotros saliésemos de la caverna, había sorprendido a este animal, descargando o vaciando en él toda su provisión de veneno; así que cuando mordió a Enrique, no se hallaba en condiciones para hacer mortal su mordedura. Alegrémonos, Piccolo Tonno. Enrique sanará, y me parece que muy pronto. Mi cura ha bastado para evitarle la muerte.

—Efectivamente, señor, ahora duerme tranquilo.

—Y le dejaremos dormir. Por ahora haremos aquí nuestro campamento.

—¿Quiere que vaya a la cabaña a por algo?

—Sí, Piccolo Tonno. Ve a buscar un pedazo de lona de las velas para quitar el sol a Enrique, trae provisiones, y retuércele el cuello a un par de tucanes, para preparar caldo para nuestro enfermo.

—Y llevaré los osos al recinto.

El muchacho marchó corriendo hacia donde estaban los osos y los monos, y el señor Albani, se sentó junto al marinero, esperando con ansia a que despertase.

Ya estaba seguro de la curación del mordido, pues tan solo pudo inyectarle el reptil una parte infinitamente pequeña de veneno. El genovés había vuelto a recobrar su color, un hermoso color moreno, ligeramente tostado; tenía el pulso regular, la respiración libre y natural, y habían desaparecido las rigideces y el sudor frío que inundara la frente.

Aquel reposo, que tanto se prolongaba, debía producirle una mejoría notable y reponerle las fuerzas.

Una hora después llegó Piccolo Tonno, acompañado de «Sciancatello» y de los dos monos, cargados de provisiones. Había llevado los osos al recinto; hizo una visita a la cabaña aérea, encontrándolo todo en el estado en que lo dejaran, y bajó a retorcer el pescuezo a dos gruesos tucanes, como le habían dicho.

Se armó la tienda para proteger al marinero contra el sol. Encendieron lumbre, y se pusieron a cocer el volátil más craso, para preparar una buena sopa al pobre enfermo.

Hecho todo esto, se sentaron a la sombra, esperando pacientemente a que su compañero se despertase.