CAPÍTULO XVII

LOS RESTOS DE UNA ANTIGUA COLONIA

AQUELLAS plantas que la avizorada mirada del veneciano, descubriera entre los árboles que rodeaban el pequeño descampado, tenían una elevación de cinco o seis metros, derecho el tronco, opuestas las hojas, éstas ovales, de un tono verde intenso, relucientes y semejantes a las de los laureles y cerezos.

Algunas de dichas plantas. Que estaban situadas en la sombra, hallábanse cubiertas de flores blancas, que exhalaban un perfume parecido al delicado del jazmín pero otras más expuestas al sol, tenían las ramas llenas de grupitos de cierta fruta semejante a la cereza, en el tamaño y el color.

El veneciano arrancó algunos frutos de aquéllos, los abrió fácilmente, y enseñó a sus compañeros una especie de nuez pequeña, pero que parecía formada por una simple película.

—He aquí el café —dijo.

—¡Café! —exclamaron los dos marineros—. Pero no se parece a los granos que tostamos y molemos por allá.

Sonrióse el señor Albani. Rompió la película, e hizo salir dos granos semiovales, todavía un poco tiernos, blanco-verdosos, pero que adquirían enseguida una consistencia cornea, tan pronto como los expusiesen al sol.

—Pues es el verdadero café —exclamó el genovés, en el colmo de la alegría—. Pero ¿cómo es que se encuentran estas plantas en esta isla? Indudablemente, crecen en estado salvaje.

—En su país de origen, esto es en Arabia, sí; pero aquí, no, Enrique. Estas plantas han sido transportadas y cultivadas.

—Pero ¿por quién?

—Por los que han desbrozado y cultivado estos campos.

—Pero ¿de donde han venido? —insistió el marinero.

—Probablemente de Mindanao, de Palaván, o de las Filipinas. Desde la llegada de los hombres blancos a casi todas las islas de la Sonda y del archipiélago del mar meridional de China, en mayor o menor escala se cultiva el café.

—¿Habrán sido devorados por las fieras esos cultivadores?

—Pueden haber abandonado la isla, o haber sido exterminados o reducidos a la esclavitud por los piratas de las islas Zulú.

—Sería curioso encontrar sus rastros, señor Albani. Por lo menos nos aseguraríamos de si esta isla está habitada todavía, o si está desierta.

—Explorando las costas lo sabremos, Enrique. ¿Quieres que hagamos recolección de café? Veo un gran número de frutas en perfecta madurez, y que ya no necesitan más que ponerlas al sol para que se sequen.

—Pero dentro de dos horas será ya de noche.

—Nadie nos prohíbe que acampemos aquí.

—Cierto señor, cojamos nuestro moka.

Ataron a un árbol los dos osos, y, ayudados por «Sciancatello», se pusieron a coger fruta, echándola en la lona de la tienda. Entretanto el muchacho cortaba ramas y hojas e improvisaba un asilo para defenderse de la humedad de la noche.

A las siete terminaron la recolección. A ojo pudo calcularse que habían recogido unos diez o doce kilogramos.

—¡Vaya paseo afortunado! —exclamaba el buen marinero, que parecía lleno de entusiasmo—. ¡Cáspita que lujo! Hasta café; y el azúcar no falta. Si encontráramos tabaco, yo sería el hombre más feliz de la tierra.

—Será difícil que lo encontremos, pues no lo usan los pueblos de estas regiones; pero buscaremos algo que pueda sustituirlo, Enrique —dijo el señor Albani—. Llevemos nuestro Moka debajo del techado, y comamos algunos bizcochos mojados en miel.

—¡También usted le llama moka, lo mismo que nosotros, los marineros! —dijo Enrique, mientras cargaba la lona de la tienda llena de café.

—Como que es su verdadero nombre, pues las primeras plantas se descubrieron precisamente en la costa arábiga, donde se halla la ciudad de Moka.

—¿Fue algún hombre de ciencia quien lo descubrió?

—Nada de eso, un pobre pastor de cabras. Por mejor decir, lo descubrieron las cabras.

—¡Oh! Eso es curioso.

—Tú, por lo visto no conoces la historia del café.

—No, señor.

—Te diré, ante todo, que el descubrimiento del aromático grano, hoy convertido en artículo de primera necesidad para la mitad de la población de nuestro globo, ocurrió hace siglos. Cuentan los árabes que un pobre pastor de cabras, desesperado por no haber podido casarse con una prima suya, pasaba todo el día durmiendo para olvidar su dolor. Una vez se despertó antes de tiempo, y, con gran sorpresa, vió que todas sus cabras daban saltos, como si se hubieran vuelto locas. Se levantó para averiguar la causa de aquella locura alegre, y se fijó en que algunas comían unas frutas esféricas, de color escarlata, y enseguida se reunían con las otras cabras y se ponían a saltar, tomando parte en la danza general. A su vez el pastor comió algunas de las frutas dichas, y sintió que le desaparecían la somnolencia y la melancolía. Al día siguiente comió más, y así continuó durante muchos días, experimentando siempre un contento cada vez mayor. Pasó por allí un peregrino, y sorprendido al ver saltar juntamente al pastor y a las cabras, quiso conocer el motivo de aquella alegría; satisfecha su curiosidad hizo una gran recolección de café, y se lo llevó en sus alforjas. Nunca había podido rezar, pues el buen mahometano se dormía al comenzar la plegaria; pero desde entonces rezó, pues la prodigiosa fruta le tenía siempre despierto. Aquel peregrino fue el primero que lo tostó, pues como tenía muy pocos dientes le era muy difícil romper los granos. Los redujo a polvo, probó a mezclarlos con agua caliente, y así se obtuvo la primera taza de café. Después hizo conocer a otros monjes de su religión el prodigioso descubrimiento, y estos lo adoptaron enseguida, extendiéndose su uso en Europa por los peregrinos musulmanes.

—¿Tardó mucho en adoptarse en Europa? —preguntó Enrique.

—Hacia el año mil quinientos, pero antes se corrió el peligro de que fuese prohibido incluso en Arabia.

—¿No gustaba?

—Al contrario; pero como primero se introdujo su uso en Turquía, los «ulemas» o sacerdotes musulmanes trataron de prohibirlo, porque era una bebida excitante; pero el sultán Solimán tuvo el buen acuerdo de dar permiso para que se abriesen en Constantinopla los primeros cincuenta cafés que ha habido, y en mil seiscientos cincuenta se extendió definitivamente el uso del brebaje en toda Europa.

¿Se pagaba muy caro entonces?

—Muchísimo Una libra costaba ciento veinte pesetas[8].

—¡Hubiera preferido comprar un barril de vino! —dijo, riendo, Enrique—. Y en estas islas de la Sonda, ¿hace mucho tiempo que se cultiva?

—Desde mil seiscientos noventa, en que los holandeses plantaron las primeras plantas en su magnífica y espléndida isla de Java, hoy célebre por sus ricas plantaciones de moka.

—Señor Albani —dijo el marinero, deteniéndose ante la tienda construida por Piccolo Tonno—, ¿habrá más plantas preciosas en estos contornos? Lo digo, porque los antiguos colonos pudieran haberlas transportado y cultivado.

—Es posible, Enrique. Mañana daremos un paseo por estos alrededores.

Hallándose muy cansados por tan larga caminata, se apresuraron a comer algunos bizcochos mojados en la perfumada miel de las abejas salvajes, dando algunos a «Sciancatello», a los dos monos y a los osos; enseguida se tumbaron sobre un lecho fresco de hojas, sin tomarse cuidado de montar guardia, pues sabían que «Sciancatello» no dejaba acercarse a nadie.

Con las primeras luces del alba, después de un parco desayuno, el señor Albani y Enrique se pusieron en camino para explorar aquella parte de los bosques, y el mozo se quedó de guardia de los osos, con «Sciancatello» y los dos monos.

A cada paso que daban a lo largo de los márgenes de la floresta, encontraban señales evidentes de que aquellas tierras habían sido cultivadas. Se veían surcos, pero ya medio borrados, probablemente por las lluvias, y por la invasión de los vegetales; veíanse troncos cortados, pero ya medio podridos, y hechos guaridas de millares de insectos; agujeros profundos, acaso trampas para cazar animales salvajes, ramas muy bien cortadas y colocadas en cierto orden, como si estuviesen puestas a secar.

No había duda de que en un tiempo habían crecido muchas plantas útiles en aquellos trozos de tierra descampados; pero los «rotangs» y las malas hierbas las habían ahogado desde que abandonaron el cultivo de los colonos.

El señor Albani observaba todo con gran atención esperando descubrir otras plantas. De pronto, en medio de un caos de altas gramíneas, de plantas trepadoras y de enormes raíces, descubrió unos grupos de hojas acanaladas, guarnecidas de pequeñas espinas oscuras, verdes por la parte superior y blancuzcas por la inferior, rodeando una fruta oval, larga, como del tamaño de dieciséis pulgadas, de un diámetro de diez, y de color amarillo dorado muy bello.

—¡Ananás! —exclamó, acercándose y apartando raíces y hierbas.

—Son deliciosas —dijo el marinero, que ya las había comido—. Me gustan mucho, señor Albani. ¿Habrán nacido…?

—Sí, importadas por esos misteriosos colonos que desembarazaron y trabajaron estas tierras. Probablemente se habrán vuelto bravas; pero transplantándolas a otro terreno y cultivándolas, serán exquisitas.

Recogió algunas de aquellas frutas, que exhalaban un olor agradabilísimo, probó una. La pulpa que se deshacía en la boca, era muy gustosa, pero tan áspera que hacía sangrar las encías, lo mismo que las ananás blancas de la India.

—Cultivadas en nuestro huerto, resultarán muy buenas —dijo el veneciano—. Cuando llegue el momento de plantarlas, vendremos a buscarlas.

Hicieron una recolección de fruta madura, y prosiguieron la exploración, yendo hacia la playa, que aparecía siempre coronada de altísimas rocas, sobre las cuales anidaban centenares de golondrinas marinas.

Iban a emprender la ascensión a una de aquellas rocas, para echar una mirada al mar y a la costa, cuando al marinero le pareció ver una pequeña abertura muy oscura, semicubierta por el hacinamiento de plantas trepadoras, que se habían adherido tenazmente alas grietas.

—¿Una caverna? —se preguntó, deteniéndose.

—Sería un hermoso descubrimiento —dijo Albani.

—¿Porqué, señor?

—Porque podría servir de almacén y en caso de peligro de refugio.

Efectivamente no estamos lejos de nuestra cabaña aérea. Habrá unos mil doscientos o mil trescientos pasos de distancia. Acabo de ver el techo de nuestra vivienda.

—No creía yo que estuviéramos tan cerca. Vamos a examinar la caverna.

—Se necesitará luz, señor.

—Mira allí hay un árbol gumífero, que puede proveerte de una buena antorcha —dijo el veneciano indicándole una «isonandra gutta».

El marinero cortó algunas ramas, y encendió una de ellas; enseguida separó la cortina de plantas trepadoras y entró por aquella abertura, que parecía internarse entre las grandes rocas.

Un olor extraño y poco agradable hirió la pituitaria de los náufragos; pero adelantando la antorcha, por miedo a caer en cualquier precipicio, siguieron avanzando con desconfianza.

Delante de ellos se abría un corredor estrecho y de metro y medio de elevación, el cual descendía suavemente. Era muy liso de paredes, y no se veían estalactitas ni estalagmitas, cuya ausencia indicaba que no hacía humedad.

Recorrieron diez pasos, y se hallaron de improviso ante una gruta circular, cuya bóveda era muy alta, y el suelo estaba cubierto de arena blanca y perfectamente seca.

Iban a continuar la exploración, pues habían visto en una de las extremidades una oscurísima abertura, que debía de ser un segundo corredor, cuando salió de aquella parte una multitud de enormes murciélagos llamados por los malasianos «kulang» y por los naturalistas «pteropus eduli».

Apenas tuvieron tiempo de hacerse a un lado y de bajar la antorcha. Aquellos horribles volátiles atravesaron la gruta batiendo vivamente sus inmensas alas membranas, desarrollando una rápida corriente de aire, y huyeron por el corredor que daba al campo.

—¡Al diablo con esos pájaros! —exclamó el marinero—. ¿No habrá más?

—No lo creo —respondió Albani—. Vamos adelante, Enrique.

El marinero y su acompañante penetraron en el segundo corredor, que era bajo y estrecho como el primero, pero que descendía más rápidamente, y se encontraron en una segunda caverna, también circular, pero más amplia que la primera, pues medía una circunferencia de cuarenta metros, por lo menos.

Aquella caverna debía de encontrarse casi al nivel del mar, pues se oían dentro rumores prolongados, producidos sin duda alguna, por los olas, que se estrellaban al pie de la roca.

—Allí hay un agujero —dijo el marinero, indicando una abertura irregular, del tamaño de un duro, por donde penetraba un poco de luz diurna—. Vamos a ver si se distingue el mar.

—Se había acercado a la pared, con objeto de subirse sobre unas piedras que había debajo de l agujero. Cuando Albani le vió detenerse en el acto, y hacerse atrás vivamente, exclamando:

—¡Terremotos y truenos! ¡Un cadáver!