CAPÍTULO XV

UN CUARTO DE HORA TERRIBLE

APENAS estuvieron sobre la más alta roca de la cumbre, la cual se erguía aislada en medio de las florestas, echaron alrededor una mirada de viva curiosidad, en la seguridad de que al cabo podrían divisar los contornos de su posesión.

Sus previsiones habían resultado cumplidas: aquella tierra que los albergaba no era un continente, sino una isla, pues se prolongaba un buen trecho hacia el Sur. Su forma se parecía vagamente a la de un cuchillo enorme, alargándose hacia el Norte y restringiéndose hacia el Mediodía, pero con dentelladas más o menos pronunciadas, que formaban bahías pequeñas, y cercanos, algunos islotes microscópicos, diseminados aquí y allá, y adheridos a fuertes escolleras.

Hasta donde podían alcanzar las miradas de los náufragos, no se descubrían más que bosques, cuyos límites eran los acantilados de la costa, impidiendo ver si aquella tierra estaba o no habitada. Al parecer, no había ríos grandes ni chicos, pero se distinguían pequeños lagos y estanques, probablemente de agua salada, porque estaban en la proximidad del mar.

El veneciano aguzaba la mirada, con la esperanza de descubrir alguna otra isla; pero en vano. Al Este y al Oeste, como al Norte y al Sur, no aparecía mas tierra.

—Y bien, señor —preguntó el mozo—; ¿sabéis ahora donde nos encontramos?

—En una isla como lo habíamos supuesto; pero en cuál lo ignoro —respondió Albani.

—Pero ¿en dónde creéis que se halla situada esta isla?

—En el mar Zulú, de eso estoy seguro.

—¿Hay muchas islas esparcidas por este mar?

—Unas ciento; pero muchas no han sido visitadas hasta ahora. Hállanse divididas en cuatro grupos distintos; Cagayán, Basilán, Holo y Tawi Tawi.

—¿Y están todas habitadas?

La mayor parte y por intrépidos piratas, que recorren la mar hasta las mismas costas de las Filipinas. No hay mas que una isla cuyos habitantes eran de costumbres más blandas, y que fue descubierta por un compatriota nuestro, cuyo nombre lleva.

—¿De un italiano?

—Sí, Piccolo Tonno, de Rienzi, explorador intrépido, que visitó casi todas las islas Zulú. Esta isla se halla situada a los seis grados y veintiséis minutos de latitud Norte y ciento dieciocho grados y treinta y tres minutos de longitud Este del meridiano de París. Forma parte del grupo Basilán. Cuando nuestro compatriota descubrió y desembarcó en ella, un jefe de la isla, le salió al encuentro, y al saber quién era, quiso según costumbre del país, cambiar de nombre, lo cual hizo, gritando; «Yo me llamo datou Rienzi», y se dio en el pecho; después, dando otro pequeño golpe en el viajero dijo: «Tú eres el datou[7] Maulat». Después le ofreció su kriss, y Rienzi le regaló sus pistolas. Desde entonces la isla se llama Rienzi, y todavía hoy conserva su nombre.

—Causa alegría, señor Albani, saber que nuestros compatriotas han hecho descubrimientos en estos sitios tan apartados.

—Te creo Piccolo Tonno; pero… ¡mira! O mis ojos me engañan, o es humo aquello que se ve allá abajo…

—¿Dónde, señor Emilio?

—Hacia aquella punta lejana, al Sur, detrás de aquellos bosques.

El mozo levantó la cabeza, y dirigió la mirada en aquella dirección. Las sombras que comenzaban a envolver la isla, sin embargo, divisó algo como si fuese un ligero penacho azulado.

—¡Humo! —exclamó, asombrado, el mozo—. ¡Entonces esta isla está habitada!

—¿O es niebla? —dijo el señor Albani, que se había quedado pensativo.

—Eso es lo que yo quisiera saber, señor.

—Para saberlo hay que recorrer por lo menos quince millas a través de los bosques, Piccolo Tonno. Me resisto a creer que esté habitada la isla.

—¿Por qué?

—Porque ya habríamos encontrado a alguien, mientras que hasta ahora no hemos visto más que monos.

—Pudieran ser pescadores que hayan desembarcado.

—O piratas, si quieres.

—¡Malísima compañía, señor!

—Si son piratas, no tardaran en embarcarse. Ardo en deseos de tener una canoa para dar una vuelta alrededor de la isla.

—La construiremos.

—Sí, Piccolo Tonno; pero cuando hallamos encontrado piedra en que afilar nuestra pobre hacha, ahora sin filo apenas. Acamparemos ya, y mañana temprano iremos en busca de Enrique.

—¿No correrá peligro el marinero, solo en medio del bosque?

—Está con él «Sciancatello» y el «mias» es ahora lo suficientemente robusto para poner en fuga a los mismísimos tigres, manejando su estaca. Además, Enrique lleva su cerbatana. Preparémonos un rincón para descansar.

Abandonaron la cumbre, que estaba absolutamente desnuda, y volvieron al bosque, donde con palos recubiertos con media docena de hojas de árbol del pan construyeron una especie de cobertizo.

Comieron unos bizcochos, encendieron una hoguera para alejar las fieras, y Albani se acostó bajo aquella improvisada tienda, poniéndose al lado la cerbatana, en la que había introducido una flecha envenenada. El mozo hacía el primer cuarto de guardia.

En la cima de la montaña, todo estaba tranquilo; no se oía más que el susurro de las hojas de los árboles mecidas por la brisa nocturna.

De cuando en cuando se dirigía hacia la margen de la maleza, y escuchaba, con la esperanza de oír el eco lejano de la voz del marinero; pero sin resultado. Sin duda alguna, el genovés dormía tranquilamente, soñando con hornos llenos de pasteles, y bajo la vigilancia de «Sciancatello».

El sueño le acometía con frecuencia, y a pesar de los esfuerzos que hacía, los párpados se le cerraban.

Se había sentado a pocos pasos de distancia, apoyándose en el tronco de un árbol semicarcomido, que formaba como una especie de silla. Silbaba entre los dientes una especie de barcarola para luchar contra el sueño; pero eran aquellos los últimos esfuerzos. Involuntariamente, cerró los ojos, y se durmió soñando con su lejana isla nativa.

¿Cuánto durmió? No pudo saberlo nunca; pero al despertar tuvo una horrible sorpresa. A quince pasos, un animal grueso, de pelaje amarillento y negro, con la cabeza parecida a la de un gato, pero mucho más grande, estaba tendido en el suelo, mirándole con sus dos ojos, que tenían reflejos verdosos, y que revelaban un deseo ardiente.

El pobre muchacho, al ver ante sí aquel animal, que parecía dispuesto a saltar sobre él para hacerle probar sus tremendas garras, palideció horriblemente, y quedó rígido, pegado al árbol, murmurando con un suspiro imperceptible:

—¡Muerto soy!

Había reconocido un tigre en el formidable adversario.

Echó en su torno una mirada de angustia; el señor Albani roncaba tranquilo y descuidado, bajo la pequeña tienda vegetal, y el fuego estaba extinguiéndose, lanzando sus últimos y moribundos reflejos.

Miró a sus pies para ver si estaba próxima la cerbatana; pero la cilíndrica arma se le había caído de las rodillas, y rodando por la pendiente, había ido a parar al pie de un «sontar», a cerca de diez metros de distancia.

El desgraciado muchacho sintió erizársele el cabello, y le pareció que se le clavaban en los miembros los dientes de la terrible fiera.

—¡Soy hombre muerto! —repitió.

Y podía considerarse despedazado, pues el primer movimiento que hubiese hecho para coger la cerbatana, o el primer grito que hubiese lanzado para despertar al veneciano, el tigre le acometería en el acto.

Volvió lentamente la cabeza, y miró a la fiera. Estaba tendido en el mismo sitio; pero parecía que no tenía prisa por acometer. Se estiraba como un gato que ha dormido bien, ondulaba muellemente la cola, se peinaba el pelo del pecho y de los costados con graciosa coquetería; en fin parecía no hacer caso alguno de la futura víctima.

De repente, pareció como si la cerbatana le llamase la atención. Hallábase esta, como hemos dicho, al pie de un árbol, y en una de sus extremidades tenía sujeto el cuchillo del mozo. Aquella lámina de acero, que un rayo de luna hacía brillar como un espejito, despertó efectivamente su curiosidad.

Se dirigió hacia el árbol con paso silencioso, pero como si vacilase, volviendo de cuando en cuando la cabeza hacia el muchacho, que se mantenía en una absoluta inmovilidad; después alargó una zarpa, y se llevó tras sí el arma. Viendo rodar aquella caña y aparecer y desaparecer la luz de la hoja del cuchillo, se puso a jugar, cual si hubiera olvidado a la víctima, haciendo un profundo «rom rom» de contento.

Cualquiera que lo viese creería que era un gatazo juguetón, y no un tigre sanguinario.

Piccolo Tonno, más sorprendido que nunca, comenzaba a respirar y a tener alguna esperanza. Si aquella fiera estaba de buen humor, aun podría salvarse. Sin embargo no osaba moverse todavía, porque el maldito tigre, a pesar de su juego, volvía de rato en rato la cabeza hacia él, como si quisiera asegurarse de que no se había marchado.

—¿Querrá asustarme solamente? —pensaba el muchacho—. ¡Oh! ¡Si pudiera escurrirme bajo la tienda y despertar al señor Albani!

Pero no encontraba medio alguno de advertir a su compañero del tremendo peligro que corrían. Acostado de lado, con un brazo bajo la cabeza, el veneciano continuaba durmiendo tranquilamente, y no daba señales de despertar.

De repente, una idea atravesó el cerebro del muchacho.

—¡Dios me ayude! —murmuró.

Mirando siempre a la fiera, se inclinó lentamente, con infinitas precauciones, hacia tierra. El corazón le latía con fuerza; un temblor nervioso le sacudía los miembros, y gruesas y abundantes gotas de sudor frío le bañaban la frente; pero continuaba bajándose, mientras que con una mano no cesaba de tantear el terreno.

Bajo sus dedos sintió un objeto duro; retiró el brazo lentamente, mirando siempre al tigre que seguía jugando con el arma.

—¡Una piedra! —exclamó—. ¡No fallemos el golpe!

Esperó un momento en que el tigre le volvía el dorso, y rápido como el relámpago arrojó la piedra bajo la tienda. El señor Albani, sintiendo que le caía en la cara una cosa, se levantó bruscamente, echando una mirada en rededor. ¿Comprendió lo que sucedía? Es probable, porque sin pronunciar palabra, sin hacer un gesto al mozo, cogió su cerbatana, y sosteniéndose acostado, como si durmiese todavía, acercó el arma a los labios.

Un instante después se oyó un ligero silbido, y el tigre interrumpió de repente sus juegos, mirándose alrededor de su cuerpo. Al ver aquella ligerísima caña suspendida de su costado, la arrancó de un zarpazo, y volvió a jugar, como si la cosa hubiese sido el picotazo de un simple mosquito.

No transcurrieron dos minutos, cuando se le vió dar un salto enorme, lanzando un rugido ronco, después de caer de costado, y enseguida revolcarse, presa de tremendas convulsiones.

Piccolo Tonno se lanzó hacia la techumbre, bajo la cual estaba el veneciano, gritando:

—¡Ah…, señor Emilio!

El veneciano había saltado fuera. Abrió los brazos y le estrechó, exclamando:

—¡Gracias mi valiente muchacho!

En aquel instante, el tigre herido por el poderoso veneno del «upas» y del «cetting» cesaba de vivir.