MIEL Y PATATAS DULCES
AQUEL animal que pretendía defraudar a «Sciancatello», comiéndose la miel, era del tamaño y volumen de un perro de Terranova, pero más bajo de patas, con el hocico más puntiagudo, y con el pelo negro y muy luciente.
En todo se asemejaba a los osos negros; sin embargo era más largo y parecía mucho más ágil.
Apenas se encontró en tierra, no trató de hacer frente a los hombres, sino de meterse corriendo en el bosque; pero el señor Albani, que sabía con que especie de animal, se las había, le hizo rodar por el suelo con cuatro estacazos, y sacando del bolsillo una cuerda delgada, se la ató al cuello, diciendo:
—¡Cuidado, querido mío; tenemos un corral en nuestra cabaña, donde estarás admirablemente!
En aquel instante se oyó al orangután sacudir el árbol, todavía con mas furia que antes, lanzar gritos de coraje, y, por último, un golpe sordo, que parecía un leñazo espantoso.
Otro animal parecido al primero descendía precipitadamente a lo largo del tronco, concluyendo por caer casi a los pies del marinero. Éste creyó oportuno imitar al veneciano, con dos bastonazos aturdió al dispersador de abejas, y lo ató fuertemente con una cuerda, ayudándole el mozo en la operación.
—¡Bravo amigos! —dijo Albani—. Un macho y una hembra. Habrá crías y dentro de unos pocos meses tendremos una excelente carne.
—Pero ¿quiere usted decirnos que clase de bestias son estas? —preguntó el marinero.
—Son osos.
—¡Terremoto! ¡Osos! —exclamó el marinero, dando un salto atrás.
—¿Tienes miedo?
—Si son osos me parece que tengo motivo para asustarme.
—Son inofensivos, Enrique. Los osos de Borneo y los de todas las islas de la Malasia no son feroces como los otros. Ya ves; son más pequeños que los demás de su especie, y aun cuando tienen dientes y garras, no se sirven de ellas casi nunca, y huyen del hombre. Esta doble captura nos será muy ventajosa, porque tendremos oseznos, que de cuando en cuando estarán suculentos mezclándolos con arroz en nuestra cazuela.
—¿Y la miel? —preguntó el mozo—. Ese bribón de «Sciancatello» se la comerá toda.
—¡Eh! ¡Tunante! —gritó el marinero—. ¡Que te comes mis pasteles! ¡Eh, «Sciancatello», baja, o te rompo el palo en la grupa! ¡Feo! ¡Glotón!
El orangután parecía que se había vuelto sordo. En cambio, se le oía romper ramas y arrancar hojas, mientras que las abejas huían zumbando. Sin duda alguna el muy glotón estaba muy ocupado en saquear el panal.
El marinero, furioso por que temía quedarse sin la miel, y por tanto sin pasteles, trataba de sacudir el árbol para obligar al orangután a descender. ¡Todo en vano!
El veneciano y el muchacho reían a todo reír.
—¡Basta goloso! —continuaba gritando el marinero—. ¡Baja o te envío a reunirte con tu madre! ¡Baja, ladrón, tragón!
Pero el «mias» proseguía sordo ante aquella tempestad de invectivas y de amenazas, y el marinero pataleaba, cada vez más furioso, creyéndole ocupado en zamparse la miel.
—¡Adiós pasteles! —decía, riendo siempre, el mozo—. Por esta vez «Sciancatello» se come el dulce.
—¡Terremoto de Génova! —tronó el marinero—. Le daré una lección suficientemente enérgica para hacerle vomitar toda la miel. ¡Le romperé los huesos!
—¡Mírale, ya baja! —dijo Albani—. Parece que ya ha terminado de almorzar.
En efecto «Sciancatello» descendía a través de las ramas y de las hojas, pero sin prisa. Parecía que le embarazaba algo, pues sostenía con una mano un paquete voluminoso.
—¿Qué es lo que remolca ese tunante? —preguntó el marinero.
—Nos traerá cera, para que hagamos velas con ella —dijo Piccolo Tonno.
—Se la haré comer detrás de la miel. La cera me importa un higo… ¡Baja canalla, que voy a acariciarte las costillas!…
—«Sciancatello» descendía, pero siempre con grandes precauciones y sujetando el paquete.
—¡Mira el guasón! —exclamó el muchacho—. ¡Y aun dicen que los monos son menos inteligentes que los hombres!
—¿Porqué? —preguntó Enrique.
¿No ves que ha metido los panales de miel en la lona de la tienda que llevaba en bandolera?
—¡Eh! ¿Qué es esto? ¡Una gota!… ¡Rayos! ¡Es miel!
El marinero que estaba debajo del árbol, había sentido caerle una gota en la cara, y se encontró con que era de miel. Instantáneamente se tranquilizó.
—¿Si será «Sciancatello» mas honrado de lo que yo creía? —murmuró.
El «mias», que ya había salido de entre las ramas se dejó deslizar a lo largo del tronco como un verdadero gimnasta, y, ya en tierra, abrió la tienda que trasudaba miel por todas partes.
Estaba llena de panales.
Estaba llena de panales, pero no vacíos del delicioso jugo, sino completamente llenos. El marinero dio cuatro saltos alrededor del árbol, y enseguida, abriendo los brazos, estrechó contra su pecho al monazo, exclamando:
—¡Dame un abrazo, hijo mío! Eres el más honrado de todos los monos y de todos los orangutanes de la Tierra.
«Sciancatello» merecía el elogio, porque en lugar de saquear los panales por cuenta propia; los traía intactos para sus señores.
El marinero no perdió el tiempo. Se subió las mangas, se hizo dar la marmita, y se puso a extraer la miel estrujando la cera, de la que caían grandes y perfumados goterones.
Enseguida se vió que no era bastante la marmita para contener todo aquel sabroso jugo; pero el señor Albani se apresuró a proporcionar otros recipientes, haciendo varios cartuchos impermeables con las hojas de un árbol.
Cuando se terminó la operación, calcularon a cuanto alcanzaría la miel reunida; aproximadamente, serían unos doce kilogramos, de los cuales se apartaron algunos, con los que regalaron a «Sciancatello» y a los otros dos monos.
—¡Cuantos pasteles! —exclamó el marinero.
—¡Cáspita! Vamos a comer pasteles hasta saciarnos.
—Pero no has pensado en una cosa, Enrique —dijo Albani—. ¿Cómo vamos a atravesar los bosques con estos recipientes? La montaña está lejos todavía, y, además es muy alta.
—¡Rayos! Pues yo no dejo aquí mi miel, señor. Se la comerían los osos o los monos.
—¡Ya lo creo! Además tampoco podemos llevar con nosotros a los osos.
—Yo me quedo aquí, y usted subirá a la montaña.
—¿No tendrás miedo a los tigres?
—Tengo la cerbatana y las flechas envenenadas.
—Te dejaremos también a «Sciancatello». Es un buen compañero que, sabe manejar muy bien su estaca.
—¿Cuándo volverían?
—Me figuro que nos veremos obligados a acampar en la cima de la montaña. Mañana al amanecer, emprenderemos la vuelta.
—¿Serán capaces de encontrarme? ¿No se extraviarán en estos bosques?
—Conozco el medio para guiarnos. Adiós, Enrique.
—Buen viaje, señor. Le prepararé entretanto algunos pasteles. ¡Ya verán que deliciosos son!… Yo entiendo de eso…
Se despidieron otra vez, y el veneciano y el mozo se pusieron en camino, dejando al marinero, y a los dos monos también, quienes podrían aprovecharse de la ausencia del orangután para emprender la huida.
Al mismo tiempo que marchaban rápidamente, el señor Albani hacía señales en los troncos de los árboles, pero siempre sobre los que se encontraban a la derecha. De este modo no corría el peligro de no encontrar el camino al regresar.
El terreno comenzaba a elevarse, pero siempre cubierto de alta manigua y por grandes grupos de árboles, que ostentaban hojas enormes, de cuando en cuando interrumpían el camino masas colosales de naturaleza volcánica y hendiduras profundas, las cuales debían servir de lecho a los torrentes durante la época de las lluvias.
En aquellas pendientes abundaban las plantas gumíferas, sobre todo la «insonandra gutta», cuyo tronco tiene un jugo muy parecido al que produce el caucho.
El señor Albani, en su marcha, miraba atentamente todos los vegetales, y descubrió algunos árboles para ellos inestimables, porque podían proporcionarles un alimento que sustituyese al pan hecho con la fécula de la «arenga sacarifera».
Dichos árboles eran los llamados por los malasianos «bua kalusci», y por los botánicos «arctocarpus incisa» que produce una fruta muy grande, sin semilla, y que contiene una pulpa amarillenta que sabe algo a azúcar.
Más arriba descubrió también otros árboles que pertenecían a la misma especie, pero más productivos. Eran los «bua naglesa» o «artacarpus integriofolia», muy conocidos con el nombre de árboles del pan; plantas disformes, cuya fruta es la mayor de todas las de los vegetales, es redonda, de corteza escamosa y muy pesada; tanto, que no siempre pueden levantarla dos hombres.
—Si nos cae una sobre la cabeza, nos la quiebra como si fuese una nuez —dijo el mozo—. Jamás he visto una fruta tan grande, señor Emilio.
—Nos harán sudar para llevarlas a la cabaña, Piccolo Tonno —respondió el veneciano.
—¿Pensáis en venir a buscarlas?
—En eso pienso.
—Son buenas, por lo visto.
—Tienen el sabor del corazón de las alcachofas, y su pulpa, asada sobre los carbones, puede suplir al pan.
—Pero no se conservará.
—Los habitantes de la Polinesia la conservan en agujeros hechos en la tierra. Cierto que adquiere un sabor acidulado; pero para quien se acostumbra a él, no resulta desagradable.
—Serán precisos mozos de cuerda para transportar esos frutos hasta la cabaña.
—Si no tenemos mozos de cuerda, tendremos animales y una carreta.
—¿Una carreta?
—¿Y porqué no?
—Pero ¿quién va a tirar de ella? ¿El monazo?
—¿Quién?… He visto pisadas de babirusa, y si acertamos a coger dos, ya verás que hermoso tiro para el carro, Piccolo Tonno, te haré andar en carro, ya que no en coche.
—Pero vos queréis rodearnos de miles de comodidades, señor.
—Eso es lo que pienso. Ahora continuemos la marcha, o si no, vamos a llegar muy tarde a la cumbre. La montaña está muy alta todavía.
Volvieron a emprender la ascensión a través de aquella selva, que a cada momento era más intrincada y difícil, viéndose obligados a cortar los «rotangs» que algunas veces formaban redes inextricables, y haciendo huir con su presencia grandes bandadas de aves, especialmente de «podargus», pájaros feísimos, de cabeza gorda, pico corto y ancho, como si fuese una boca, con pocos pelos en la cabeza, y las plumas, rígidas y negruzcas.
Algunas águilas enormes, armadas de fuertes garras, con la cola larga y negra, y el vientre y el pecho de color rojizo, volaban, lanzando agudos chillidos.
En la mitad de la pendiente se encontraron numerosos grupos de monos, muy ocupados en saquear los árboles frutales. Los había de distintas especies, y huían rápidamente tan pronto como alcanzaban a ver a los dos náufragos, yendo a esconderse a lo más espeso de la floresta.
A las cuatro de la tarde, mientras descansaban a la sombra de tupidas ramas, el señor Albani señaló con el dedo un arbusto cuyas hojas ostentaban un verde muy bello, diciendo con voz alegre:
—Hemos hecho un descubrimiento. Haremos una plantación.
—Parece una planta del tabaco —dijo el mozo—. ¡Que fortuna para Enrique, que no piensa más que en la pipa y en los cigarros!
—No es tabaco, es una cosa mejor, ¡excava!
Piccolo Tonno desenvainó su cuchillo y se puso a excavar en la tierra que rodeaba planta. Poco después puso al descubierto un tubérculo bastante grueso, que pesaría un kilogramo largo, y que se parecía a una patata.
—¿Qué es esto? —exclamó sorprendido.
—Un «ubis» —respondió Albani.
—No entiendo.
—Una patata dulce.
—¡Lava del Vesubio!… ¡Una patata!
Y de las mejores muchacho.
—La asaremos entre las cenizas.
—Nada de eso, goloso. La conservaremos; trabajaremos un trozo de tierra, y dentro de tres o cuatro meses haremos la recolección.
—¿Esperáis encontrar más?
—Ciertamente Piccolo Tonno. Adelante y mirando siempre alrededor nuestro.
El mozo se metió en la bolsa el precioso tubérculo y volvieron a ponerse en marcha, mirando a diestra y siniestra.
Tres horas después llegaban a la cumbre de la montaña, cargados con otros siete «ubis» que descubrieron entre la maleza.