A TRAVÉS DE LOS BOSQUES
EL 18 de septiembre, veinticinco días después de su llegada a la isla, los náufragos se ponían en marcha para explorar sus dominios, sino en total, por lo menos parcialmente.
Ignorando todavía la extensión de aquellas tierras, decidieron alcanzar la cumbre de la montaña, seguros de que podrían abarcar toda la costa y de ese modo formarse una idea aproximada de la posesión.
Se habían provisto de unos treinta kilogramos de pan, encerrados en sólidos sacos de tela, fuertemente cosidos (pues ya se habían procurado las agujas); llevaban armas con flechas envenenadas y sin envenenar, para dar caza a los pájaros que necesitasen, ya que no pudiesen hacerlo con animales salvajes de mayor importancia; llevaban así mismo algunos litros de «tuwak», un licor fuerte y excelente, hecho con el jugo fermentado de la «arenga sacharífera», sal y carne, pues le habían retorcido el pescuezo a las aves mas gruesas que poseían.
Los dos monos los seguían, cargando sus respectivos sacos, y en ellos la marmita, algunos platos y los tenedores. «Sciancatello» llevaba la tienda y una parte del pan.
En un principio, los dos monos se habían mostrado rebeldes para cargar con su parte del bagaje; pero el orangután, que iba armado de una estaca, los hizo entrar enseguida en razón y se pusieron en marcha bajo su vigilancia. Por su parte, «mias» parecía dispuesto a tocarles sobre los lomos un trozo musical que les hubiera arrancado chillidos de dolor.
El mundo alado, despertaba. En medio de los árboles y de la alta maleza, cubiertos con las brillantes gotas de rocío nocturno, volaban en grupos los pájaros más lindos, cuyas plumas, pintadas y con reflejos de oro, de plata y de carmín, chispeaban vagamente bajo los primeros resplandores luminosos del astro del día, que se erguía en el horizonte.
Los graciosos «epimachus» atusaban sus plumas brillantes y aterciopeladas, que parecían espolvoreadas con polvillo de oro; los bellísimos «quimacus», del tamaño de un pichón, con la parte superior del cuerpo negra, estriada en oro, y la inferior muy blanca, y cuya cola la forman rizadísimas barbas, se peinaban recíprocamente con sus finos y largos picos; los «cannasyna», de la especie de los papagayos, con plumas rosa y amarillas, estriadas de negro, comenzaban su charla desacordada y molesta, mientras los espléndidos «parocia dorados» brillaban con sus mil colores en las copas de los árboles más altos, mirando al sol, y dejando que la brisa marina les hiciese ondear las cinco sutiles plumas que tienen en la cabeza, y que terminan en una especie de fleco.
Miríadas de insectos volaban en todas direcciones; mariposas deslumbradoras, de extraordinarias dimensiones, se cruzaban en sus giros sobre las flores y alrededor de los vasos vegetales de los «calamas», todavía abiertos; mariposillas más pequeñas, color de rosa, amarillas y azules, y batallones de luciérnagas aladas, llamadas «draco» por los indígenas de Malasia, que alcanzan hasta veinte centímetros de longitud, y tienen las patitas unidas por una membrana, que les permite dar vuelos de mas de treinta metros, describían en el aire graciosas líneas, danzando de una parte a otra.
Los náufragos, rebasada ya la plantación de bambúes, que se extendía en un gran trecho por la costa, se internaron en los bosques, dirigiéndose ligeramente hacia levante, en la persuasión de que por aquel lado había de ser menos áspera y menos boscosa la montaña.
Bien pronto se vieron obligados a moderar la marcha; el gran bosque ofrecía una espesura de tal naturaleza, que les impedía seguir su camino en línea recta.
Miles y miles de árboles cruzaban y entrecruzaban ramas y hojas de tal modo, que ni un solo rayo de sol se veía bajo la apretada bóveda de verdura. La varia y riquísima flora Malasiana se mostraba allí en todo su esplendor.
Se veían los bellísimos árboles del alcanfor, que exhalaban un fuerte perfume, y cuyos troncos no podían abrazar cinco hombres, los espléndidos «sunda-matune», o árboles tristes, así llamados porque sus flores, que tienen un aroma exquisito, no se abren sino por la noche; los arbustos de la pimienta, planta sarmentosa, la cual se halla en la vecindad de los grandes árboles, que tienen la hoja parecida a las de los albaricoqueros, y cuyos granos aromáticos, dispuestos en pequeños racimos, son verdes primero, rosados después, y castaños cuando están maduros; los grandes «upas», llamados también «bolou upas», de treinta metros de alto, cubiertos de anchísimas hojas, que forman un soberbio quitasol; nueces moscadas, plantas semejantes al laurel, de seis o siete metros de elevación, cargadas de nueces maduras, que exhalaban un perfume penetrante; en fin, confusamente mezclados, estrechamente envueltos por larguísimos «rotangs», que formaban verdaderas redes, se veían por centenares los árboles que producen el benjuí, los de canela, los algodoneros, que producen una especie de algodón sedoso, tejos colosales, de madera incorruptible, árboles de hierro, cuyas ramas no se pueden desgajar, y con las que se construyen mazas pesadísimas, y otra infinidad de árboles gumíferos.
No faltaban árboles frutales, De cuando en cuando, en medio de aquella vegetación caótica, los náufragos descubrían «mangostanos», cargados de su deliciosa fruta, de pulpa blanca, dividida en pedazos, y que se funde en la boca como si fuese un helado; mangos, llamados por los malasianos «buamamplau», pero de inferior calidad, pues huelen generalmente a resina; «pombos», o sea, grosísismos naranjos, y «nefeliums» que produce una fruta de pulpa blanca, transparente, jugosa pero un poco acidulada.
Los náufragos no dejaron escapar aquellas ocasiones e hicieron una gran recolección de las mejores frutas. De esta labor se encargó «Sciancatello», quien se prestaba con la mejor gracia del mundo, subiéndose a las más altas copas de los árboles y arbustos para escoger la fruta más grande y la más madura.
Hacia las diez de la mañana, ya llevaban recorridos unos seis kilómetros, distancia muy apreciable si se piensa en los enormes zigzag que tenían que hacer para encontrar paso, cuando dieron en una floresta llena de árboles de gigantescas hojas y de majestuoso aspecto. Al divisarlos, el señor Albani no pudo contener una exclamación de contento.
—¡Un bosque de plátanos! —dijo—. Nos daremos una panzada de esta deliciosa fruta, amigos míos; además, puede servirnos para alternarlos con el pan.
—¿Los plátanos? —preguntó el marinero.
—Sí, Enrique.
—Yo nunca los he comido más que como fruta.
—Pues yo te digo que también pueden sustituir al pan, y que, además, sirven para hacer con ellos exquisitos platos. Cuando están maduros, esto es, cuando les ha desaparecido el almidón, trocándose en materia azucarada. No sirven para otra cosa que para fruta; pero cuando los extremos los tienen todavía verdes, puestos a asar entre las cenizas, sustituyen al pan, pues son ricos en fécula. En ese periodo, también se pueden cortar y secar al sol y conservarlos mucho tiempo.
Cuando están enteramente verdes, se pueden poner en salsa, y ya cercanos a la madurez, se fríen y resultan un bocado exquisito. Vamos a hacer una buena recolección, amigos míos.
Aquel bosque era maravilloso; estaba formado por millares de plantas. Entre ellas, ninguna rivalizaba con los plátanos en la riqueza de la hoja y en la majestad de su forma.
Esta planta alcanza proporciones gigantescas en los climas cálidos, y no es raro que sus hojas midan de cuatro a cinco metros de largo, por uno o más de ancho.
Muchos de dichos árboles apenas podían sostener los enormes racimos de la alargada fruta, un poco curva. Había plátanos de varias especies, pero el señor Albani saqueó los llamados «pissang-mas», que producen la fruta más pequeña y de un precioso color de oro, y que son los mejores.
Encendieron fuego a la sombra de un árbol que tenia hojas enormes, y se atracaron de plátanos maduros y de plátanos verdes asados debajo de la ceniza. A los monos y a «Sciancatello» no se les olvidó, y se dieron un hartazgo de fruta.
Faltaba agua a pesar de que el terreno era húmedo, pero el señor Albani descubrió enseguida en una orilla del bosque, una planta llamada «neptenes».
Estas plantas son de las más bella y extraordinarias que se pueda imaginar. Pertenecen a las trepadoras, y sus hojas se redondean por si mismas, adoptando la forma de un vaso, que tiene una especie de tapadera, la cual se baja por la noche y se abre por el día.
Durante la noche, estas plantas absorben la humedad del suelo, y la recogen en aquel vaso, en el cual no suele caber mas de medio litro. No es sin embargo aquella agua límpida y fresca, como generalmente se cree, pues dicho recipiente sirve de tumba a numerosos insectos; pero basta para aplacar la sed, pues aparte de lo dicho, el agua es muy buena.
Después de haber descansado unas horas, volvieron a ponerse en marcha, llegando a los primeros contrafuertes de la montaña, pero yendo constantemente a través de un bosque siempre umbrío y muy intrincado.
Llevaban recorrido ya un kilómetro cuando se detuvo bruscamente «Sciancatello» emitiendo sordos gruñidos y dando muestras de alguna agitación.
—¡Eh, «Sciancatello»! ¿Qué sucede? —preguntó el marinero—. ¿Has presagiado algún tigre?
El «mias» escuchaba con gran atención, como si tratase de recoger un rumor no muy claro. Miraba a las copas de los árboles, después observaba la maleza, y las copas de los árboles y su rostro expresaba, ya cólera ya contento.
—¿Se habrá vuelto loco? —preguntó Piccolo Tonno.
—¿O tendrá algún cólico? —preguntó a su vez el marinero—. Ha devorado demasiados plátanos.
—No —dijo Albani—. Ha oído algo.
—Pues yo ni oigo ni veo nada.
—¿Si pretenderás tener un oído tan fino como el de este hijo de los bosques, Enrique?…
De repente dilató el orangután hasta las orejas su inmensa boca, y soltó un golpe de risa, que parecía un terremoto.
—¡Eh, «Sciancatello»! —gritó el marinero—. Parece que los plátanos le han producido el efecto de una borrachera. Si estás beodo hijo mío te daremos una ducha.
El orangután no le escuchaba. Con un gesto imperioso había hecho una seña a los monos para que le siguiesen, y se dirigió hacia un árbol elevadísimo, cubierto de un follaje muy espeso, y se puso a observarlo, manifestando su alegría con risotadas.
—¿Será que haya arriba una fruta que les gusta a los monos? —dijo el marinero.
—Yo no veo más que hojas —repuso el mozo—. Pero… ¿no oís ese zumbido?
—Sí… —dijo el veneciano—. ¡Oh! ¡Ahora comprendo! ¿No veis allá arriba una nube de insectos?
—Sí, sí —afirmaron los dos marineros.
—Son abejas salvajes, y nuestro orangután se prepara para saquear el panal y comerse la miel.
—¡Que goloso! —exclamó el marinero—. Pero yo no le permitiré que se lo coma todo. ¡Demonio! Quiero hacer pasteles.
—¡Silencio! —dijo el veneciano.
—¿Qué es lo que ha oído?
Un gruñido.
—¿Dónde?
—Allá arriba, entre las hojas.
—¿Habrá encontrado «Sciancatello» un competidor?
—Eso creo, Enrique, porque me parece que vuelan muy espantadas aquellas abejas.
—¿Algún «mias»?…
—No lo sé.
—Será un encuentro bien desagradable, señor Albani.
—Tenemos flechas mortales.
—¡«Sciancatello» sube! —dijo el muchacho.
En efecto; el orangután, después de haber dudado un poco comenzó la ascensión, pero procediendo con cierta parsimonia, y llevando consigo la estaca.
De trecho en trecho se detenía para escuchar; alzaba la cara, como si tratase de adivinar que animales eran los que se escondían entre el follaje, y volvía de nuevo a emprender la subida.
En lo alto se oyeron gruñidos, y poco después se vió descender una masa por el tronco abajo.
—¡Una bestia! —gritó el muchacho.
«Sciancatello», viéndose a tiro de aquél animal, le aplicó un leñazo tan tremendo, que le hizo dar un grito; enseguida trató de precipitarle, dándole una patada, pero el otro se asía fuertemente al tronco.
Pero a poco se le vió escurrirse con gran rapidez a lo largo del árbol, y, por último, merced a otra fuerte sacudida del orangután, caer a tierra.