LOS MONOS PESCANDO CANGREJOS
HABÍAN transcurrido diez días desde la captura del pequeño «mias», y todavía nuestros Robinsones no se decidieron a abandonar la costa para intentar una exploración de los grandes bosques del Sur, en los cuales podrían encontrar preciosos y múltiples recursos. Sin embargo durante ese tiempo no habían estado ociosos.
Fabricaron diversos objetos que les eran indispensables: una mesa, asientos y recipientes, empleando para ello bambúes gigantes; hamacas cómodas, con trozos de velas; un conducto para el agua, que partía del manantial descubierto en medio del bosque y desaguaba en el recinto. Además, roturaron un trozo de tierra con los azadones construidos con las astas de hierro de los pañoles, y socavaron varias trampas; pero sin resultado alguno, pues parecía que los grandes animales salvajes habían abandonado aquella costa.
Sin embargo, resolvieron coger algunos pájaros, con objeto de encerrarlos en una pajarera, que con gran paciencia, empleando fibras de «rotang» y bambúes jóvenes, había hecho el marinero.
Para apoderarse de las aves se procuraron una liga muy fuerte, extraída de la «giunta wan» («Erceolea elástica»), planta trepadora perteneciente a la familia de las apocináceas, y que contiene una especie de goma, que los malasianos utilizan precisamente para cazar vivos a los pájaros.
Con dicha liga habían logrado apoderarse de varias parejas de «buceros rhinoceros», llamados comúnmente tucanes, pájaros gruesos y extravagantes de forma, que tienen negras las plumas del lomo y blancas las del vientre, y una cola de más de treinta centímetros de largo; el pico es del tamaño del cuerpo en su longitud, y de color amarillo rosáceo.
También habían capturado los llamados «argos gigantescos», soberbios pájaros, del tamaño de los pavos, que parece que tienen un manto de plumas estriadas de blanco con manchas rosa oscuro; sus colas miden medio metro comúnmente, y terminan con dos plumas ligeramente curvas.
Por último, cazaron asimismo varias parejas de palomas, llamadas «magníficas», porque son las más bellas y graciosas de todas. Son del tamaño de los pichones de España; pero tienen las plumas del pecho teñidas de un tinte azulado, con reflejos carmíneos, y las del dorso son verde oscuro, con cambiantes de oro.
Todos estos pájaros se habían acostumbrado pronto a su nueva situación y no huían, aun cuando se acercaba a ellos el muchacho llevándoles una buena cantidad de semillas, gusanos de tierra y migas de pan.
El marinero, había observado que los monos se dirigían frecuentemente hacia la playa antes de que despuntase el día; pero no se había decidido a acercarse ni a averiguar qué era lo que iban a hacer a la orilla del agua.
Lleno de curiosidad, se propuso esconderse cerca de alguna escollera en compañía de Piccolo Tonno.
Puestos de acuerdo, una mañana se ocultaron detrás de unos peñascos, en espera de la llegada de los cuadrúmanos.
—Vamos a ver que es lo que vienen a buscar —dijo el marinero al mozo.
—¿Vendrán a bañarse? —preguntó Piccolo Tonno.
—Yo no he visto nunca que un mono se meta en el agua, y se me figura que la temen tanto como los gatos.
—Entonces vendrán a purgarse con agua salada. Tú sabes que es un purgante admirable.
—¡Claro, burlón!
—¿Tendrán alguna canoa y se dedicarán al deporte marítimo?
—¡Calla! ¡Ahí están!
Ya va a despuntar el alba.
En efecto, llegaban los simios. Eran diez o doce, como de cuarenta a cincuenta centímetros de alto, y con el pelaje oscuro. Se parecían a los cercopitecos.
Avanzaron en fila, con una gravedad cómica, y silenciosamente, se repartieron por los escollos y se pusieron a examinar atentamente el agua.
Los dos marineros, presa de la más viva curiosidad, no perdían un solo movimiento de los animales.
De repente, los vieron que se ponían de espaldas al mar y que metían los rabos en el agua.
—Ya te decía yo que venían a tomar un baño —murmuró Piccolo Tonno.
—¡Un baño de rabo! —exclamó Enrique, rascándose la cabeza—. Yo creo que hacen otra cosa. ¡Ah!… ¡Y es extraño! ¿Has visto nunca que los monos pesquen?
Uno de los cuadrumanos, después de haber hecho una feísima mueca, cual si hubiese sentido un dolor muy agudo, sacó con rapidez la cola, imprimiéndole un movimiento, no menos rápido, de adelante a atrás. Un objeto que se había adherido al apéndice del simio saltó en el aire y cayó contra una roca próxima, produciendo un ligero ruido.
—¡Cuerno de ciervo! —exclamó el marinero, estupefacto—. ¡Están pescando cangrejos!…
Era verdad, en efecto; aquella banda de monos pescaba cangrejos poniendo en práctica un procedimiento curiosísimo, aun cuando doloroso.
Como los cangrejos se hallaban entre las grietas de las rocas sumergidas, los cuadrumanos los fustigaban con los rabos, y cuando sentían que los crustáceos se les agarraban, con la ligereza de un rayo los sacaban del agua, y describiendo un movimiento rotatorio, los estrellaba contra las rocas de la playa.
Hecho esto, les extraían la carne con los dedos y la devoraban con avidez.
—Jamás he visto nada semejante —decía el marinero, siempre admirado.
—¿Y si nosotros les imitásemos? —exclamó el mozo.
—¿Qué rabo ibas a meter?
—Las manos.
—¿Para que te las mordiesen? ¿crees tú que a esos monos no les duele? Mira qué muecas tan raras hacen cuando sienten que les atenazan las colas. Pero… ¡calla! ¡Parece que la pesca no marcha bien!
Dos monos, que habían sumergido sus colas respectivas, chillaban de un modo desesperado, sin poder retirar los apéndices; a lo que se adivinaba, los cangrejos no querían salir del agua ni de sus agujeros.
Sus compañeros iban a precipitarse en su socorro, cuando el marinero saltó fuera del escondite, gritando:
—¡A ellos, Piccolo Tonno!
La banda huyó a todo correr; pero los dos prisioneros, no obstante sus esfuerzos, permanecieron en la playa.
Los marineros les cogieron, y gracias a un par de tirones les liberaron los rabos, sacando adheridos otros tantos cangrejos, tan grandes y tan gruesos como un sombrero, que no soltaron la presa sino después de muertos.
—Venid con nosotros, queridos —dijo Enrique—. Os llevaremos a que hagáis compañía al «mias».
Cogieron por los brazos a ambos monos, y estos a pesar de sus protestas y mordiscos, no tuvieron mas remedio que entrar en el recinto.
—¿Más criados? —preguntó el veneciano que descendía de la cabaña.
—No señor —dijo, riendo, el marinero—. Traemos dos pescadores, que nos proveerán de muy buenos cangrejos. ¿Ha visto usted pescar a los monos?
—¿Cangrejos?
—Sí.
—Los he visto varias veces, especialmente en Java.
—¡Adiós!… ¡Y yo que creía que le contaba a usted una novedad extraordinaria!
—Es una novedad muy vieja para mí —dijo Albani—. ¡«Sciancatello»!
El que se llamaba de aquella manera era el «mias». Le había puesto Piccolo Tonno tal nombre, porque el gran mono era un poco derrengado, probablemente a causa de alguna voltereta dada desde la punta de algún árbol elevado.
El joven «mias» que ya había empezado a aficionarse a sus dueños, aun cuando siempre estuviera triste y melancólico, como todos los de su especie, y que se paseaba libremente por el recinto sin alejarse jamás, al oír la voz del veneciano abandonó la caseta que le habían construido, y se puso a mirar con curiosidad a los recién venidos.
Estos, viendo al «mias», manifestaron al principio gran inquietud, y, sintiéndose libres, trataron de encaramarse por la empalizada del recinto, para ponerse en salvo en los bosques vecinos; pero «Sciancatello», como buen guardián, anduvo más listo, los cogió por los rabos, y tiró de ellos, anunciando su cólera por medio de sordos gruñidos; enseguida, para hacerles comprender que le debían obediencia, administró a cada uno un puntapié tan magistral, que les hizo dar dos piruetas en el aire.
—¡Bravo, «Sciancatello»! —gritaron los marineros riendo a carcajadas.
—Con un maestro como ese, se harán dóciles muy pronto —dijo el veneciano.
—¿Lo cree usted, señor? —preguntó el marinero.
—Ciertamente y cuento con su docilidad para emprender la proyectada expedición a la cima del monte.
—¿Para dejarlos aquí en compañía de «Sciancatello»?
—Al contrario, Enrique; pienso que vengan con nosotros, y en confiarles una parte de nuestro bagaje.
Los dos marineros rompieron a reír con carcajadas homéricas.
—Lo digo en serio —dijo Albani—. Nuestros monos nos seguirán con el bagaje.
—Entonces les enseñaré a guisar, señor —dijo el mozo.
—¡Para comer más pelos de rabo que sopa! —exclamó el marinero—. No; no quiero semejantes ayudas. Mejor les enseño a que recojan leña seca para el fuego.
—Y a ir por agua a la fuente.
—También, Piccolo Tonno. ¡Que criados tan buenos!… Señor Albani, le aseguro que no pensaba que pudiéramos tener criados, pan, y tantas cosas de utilidad como usted nos ha procurado.
—Te contentas fácilmente.
—¿Le parece que me puedo quejar?
—No; pero aun pienso en proporcionarte más. Creo que de nuestra visita a los bosques hemos de traer muchas cosas que aun necesitamos. Quiero que reine la abundancia, y que nada nos falte, a pesar de nuestros hábitos y costumbres de hombres civilizados.
—Pero ¿qué más quiere que nos den las plantas?
—Mucho todavía.
—Me pone usted en curiosidad. ¿Cuándo emprenderemos la excursión?
—Dentro de un par de días. Me apremia la necesidad de conocer esta isla, pues aun no sabemos si es grande o pequeña, si está habitada o deshabitada. Hoy comenzaremos a hacer los aperitivos.
—No falta nada, señor. Tenemos pan, podemos llevar pájaros con nosotros, el agua está a nuestra disposición, y hasta tenemos licores. ¿Qué más hace falta?
—Una tienda.
—Todavía tenemos lona de las velas.
—Cierto; pero necesitaremos sacos para llevar en ellos las provisiones.
—Con las velas los haremos.
—¿Y como coséis la lona?
—¡Demonio!… ¡La misma historia de siempre! Carecemos de todo. ¿Y donde vamos a encontrar las agujas?… Esas sí que no podemos fabricarlas.
—Hace falta buscarlas.
—Pero ¿dónde?
—Nos proveerán de ellas los peces con sus espinas. Los pueblos del Norte, como por ejemplo, los esquimales, cosen sus vestidos, ya te lo he dicho, sirviéndose de espinas de pescado, y nosotros haremos lo mismo.
—Pero es preciso pescar esos pescados, y nosotros no tenemos anzuelos.
—Perfectamente; pues, en ese caso, los anzuelos nos los proporcionarán las plantas.
—¿Cuáles? —preguntó entusiasmado el marinero.
—El bambú; los bambúes llamados «hauer tgiutgiuk», o de Blume, tiene espinas muy curvadas, y pueden hacer el oficio de anzuelos.
—Pues vamos a buscarlos, señor, y después iremos a pescar. Estoy impaciente por ponerme de viaje, para conocer un poco la tierra que nos da hospitalidad.
—¡Andando, Enrique! También yo ardo en deseos de conocer los dominios de los Robinsones italianos.