EL «MIAS PAPPAN» Y EL «BOA CONSTRICTOR»
TAN pronto como se puso el sol, se acostaron, pensando en levantarse con el alba para dedicarse al trabajo. Dormían profundamente, soñando con trampas llenas de animales y corrales poblados de tapires, babirusas, monos de toda especie y pájaros, cuando una sacudida, que hizo oscilar completamente la construcción aérea, despertó de un modo brusco al mozo, que se había dormido en la plataforma exterior para gozar del fresco de la noche.
Primero, creyó que había soñado, y se limitó a echar en torno suyo una mirada soñolienta; pero un segundo crujido, que hizo gemir los bambúes de la cabaña, le obligó a levantarse para ver que sucedía.
Se asomó al borde de la plataforma y miró para abajo.
La luna había salido, y alumbraba el paisaje de tal modo, que podía distinguirse el menor detalle. Suponed cuál sería el asombro del muchacho al descubrir, agarrado a las traviesas que servían de apoyo ala cabaña, a un animal extraño, que se parecía a un hombre.
—¡To!… —exclamó, más maravillado que aterrado—. ¡Un salvaje que se divierte haciendo gimnasia debajo de nosotros!… A lo que parece, es un señor alegre.
Aquel ser singular, que, en lugar de dormir, se divertía en dar volteretas, en hacer planchas y dominaciones con una ligereza que causaría la envidia de un maestro de gimnasia, parecía muy ocupado, al menos por el momento, en averiguar qué cosa era aquella construcción suspendida entre el cielo y la tierra. Saltaba de un bambú a otro, seguido el salto de volteretas admirables, y parecía demostrar su satisfacción con ciertos gruñidos y soplidos poderosos, que producían cierta inquietud en el muchacho.
—¡Lava del Vesubio! —exclamaba éste—. ¿Qué voz tiene este hombre? Cualquiera creería que tiene en la garganta un cañón de órgano o un contrabajo.
Se levantó para ir a despertar a sus compañeros; pero una sacudida y un crujido más violentos le hicieron caer de bruces en la plataforma.
—¡Cuerpo de papahigo! —exclamó—. ¡Va a derribar la cabaña!
Casi al mismo tiempo se oyó gritar al marinero:
—¡En pie! ¡El terremoto!
Se lanzó sobre la plataforma, seguido del señor Albani, que no creía por el momento en tal cosa, y que por lo tanto se había armado con una cerbatana y algunas flechas mojadas en jugo del «upas».
—¿Qué es lo que sucede, Piccolo Tonno? —preguntó Enrique, viendo al mozo—. ¿Es un terremoto?
—Sí; pero un terremoto de cuatro patas, que está haciendo una gimnasia endiablada —repuso el muchacho.
—¿Qué quieres decir con eso? —dijo Albani.
—Que ahí abajo hay una especie de hombre que se divierte en hacer crujir la cabaña.
—¡Un hombre! —exclamaron el veneciano y el marinero.
—Pueden verlo; está debajo de nosotros.
Se apresuraron ambos a asomarse al borde de la plataforma; pero retrocedieron rápidamente. El misterioso personaje, oyendo sin duda las voces, había trepado hasta la plataforma, asomando la cabeza. ¡Demonio con el hombre! Aquella cabeza se parecía a una cabeza humana, ¡pero muy fea!… Era un cabezón enorme, cubierto de espesos pelos rojizos, de cara larga, con los pómulos muy salientes, lleno de arrugas profundas, y con una boca que le llegaba a las orejas, armada de una doble fila de blanquísimos dientes, tan agudos como los de los tigres.
La expresión de aquel rostro era tan feroz, que helaba la sangre.
—¡Trueno de Génova! —exclamó el marinero—. ¿Qué clase de hombre es éste?
—¡Adentro! —gritó Albani, con voz alterada—. El «mias pappan» es más peligroso que los tigres.
El marinero y el mozo, aun cuando ignorasen que cosa fuese un «mias pappan», giraron rápidamente sobre los talones.
El monstruo miró a los tres náufragos con ojos en que brillaban siniestros resplandores, e hizo oír un gruñido ronco. Enseguida desapareció, pero imprimiendo a los bambúes tal sacudida, que parecía que se desarticulaba la cabaña.
—¡Rayos! —gritó el marinero, precipitándose hacia el hacha.
—Otra sacudida como ésta y nos rompemos las piernas —gritó el muchacho.
El señor Albani, que parecía presa de una gran agitación, había introducido rápidamente una flecha en la cerbatana, y se colocó cerca del borde de la plataforma.
Parecía como que esperaba a que volviese a aparecer el formidable monstruo para lanzarle la flecha mortal.
Pero el «mias» no tenía prisa por dejar los bambúes de sustentación, y se le oía gruñir y resoplar precisamente debajo de la plataforma. Parecía estar ocupado en algo: en desligar, probablemente, los postes porque la cabaña seguía retemblando, sacudida con fuerza.
—Señor —exclamó el marinero, volviéndose hacia Albani, el cual trataba de hacer puntería con su cerbatana—. Si continúan estas sacudidas, nuestra cabaña va a dar una formidable voltereta.
—Lo sé, pero no acierto a descubrir a ese condenado orangután —repuso el veneciano.
—Entonces ¿se trata de un mono?
—Pero de los más formidables, y que puede hacer frente a diez hombres armados de fusiles.
—¡Rayos!
—¡Chist!
En medio del césped, que crecía cerca del recinto, se había oído un grito, una especie de alarido quejumbroso, que tenía algo de humano.
—¿Quién se lamenta? —preguntó el marinero, estupefacto.
—Parece que ocurre algo entre la maleza —dijo Albani.
—¡El monstruo! —exclamó Piccolo Tonno—. ¡Miradle allí!
En efecto, el orangután se había lanzado, dando un salto colosal, sobre los bambúes exteriores, y se deslizaba por ellos con la rapidez del rayo.
Aquel mono daba miedo, era tan alto como un hombre de mediana estatura; tenía el pecho amplio, mal hecho, pero musculoso y excesivamente grueso, y cubierto de un pelaje largo y rojizo; sus espaldas eran anchas, poderosas, diseñándole una osamenta hercúlea, que indicaba un vigor extraordinario, incalculable, los brazos de más de un metro, nudosos como el tronco de un árbol, llenos de músculos, que terminaban en una especie de manaza, armada de fuertes uñas ligeramente curvas, y sus piernas, macizas, enormes, concluían en unos pies de exageradas dimensiones, armados también de fuertes uñas.
Estos monazos, que los malasianos y los Dayaki llaman «mias pappan» o «mias kassá», viven ocultos en lo más espeso de las florestas de Borneo y de las islas vecinas, hallándose casi siempre sobre los árboles.
Dotados de un vigor tremendo y de una agilidad maravillosa, suben con la rapidez del rayo a los árboles más elevados para proveerse de frutas, y son capaces de recorrer un bosque entero sin descender a tierra.
Sin embargo, en tierra no se encuentran a disgusto, y corren con facilidad, no manteniéndose derechos, sino a cuatro pies. Su galope es extravagante y ridículo, porque mueven simultáneamente el brazo y la pierna derechos, y parece que marchan en línea oblicua.
Conocedores de la fuerza que tienen, afrontan con valor a las fieras más formidables de los bosques; no temen ni a los hombres, ni a los cocodrilos, ni a las serpientes, ni a los tigres; y cuando se ven acometidos, son de una ferocidad espantosa.
Si se los deja tranquilos, no atacan a nadie; y si encuentran hombres, se limitan a mirarlos como chicos curiosos, y prosiguen tranquilamente su camino.
El «mias», que había saltado sobre los bambúes atraído, sin duda, por irresistible curiosidad, debió de tener muy graves motivos para descender tan precipitadamente; así lo pensó el veneciano, quien en lugar de enviarle la flecha mortal, levantó la cerbatana, lleno del deseo de saber qué era lo que iba a ocurrir.
Ya en tierra, el «mias pappan», atravesó de un salto el recinto y se precipitó hacia la maleza, emitiendo una especie de ladrido furioso.
De repente un objeto largo y grueso le cayó encima, envolviéndole de la cabeza a los pies.
—¡Una boa!… —exclamó el veneciano.
—¿Una serpiente? —preguntaron el marinero y el mozo.
—Sí amigos; es un adversario digno del «mias».
El veneciano no se equivocaba. El «boa constrictor» es un adversario es un adversario capaz de batirse con los tigres y con los mismos orangutanes, porque tienen tal fuerza de estrangulación, que pueden reventar a un buey.
Son las serpientes más largas y gruesas, pues alcanzan a veces nueve y diez metros de longitud, y tienen una circunferencia, aproximadamente, como el cuerpo de un hombre. No son venenosas, pero son más peligrosas que las otras, porque cuando se proponen alcanzar una presa, no la dejan. Sin embargo, se contentan con presas pequeñas, como topos, ranas y monos; pero si se deciden, no dejan huir ni a los tigres ni a las babirusas, ni a los tapires ni al «mias», aun cuando sucumben con frecuencia en su lucha con estos últimos.
El orangután, al sentirse aprisionado de golpe por la boa, y viendo sobre la cabeza, retorciéndosela como si fuese una paja; pero los anillos no se aflojaron; al contrario, apretaron con mayor fuerza, haciendo crujir la poderosa osamenta del hombre de los bosques.
Aquel abrazo debía de ser tremendo, porque se vió al monazo dilatar de un modo espantoso la boca, como si le faltase el aire, y sus ojos, que relumbraban, siniestros casi se le saltaron de las órbitas.
Su robusta mano aferró la cabeza del reptil y la quebró como si fuese una nuez; después con los pies, armados con aquellas fortísimas uñas curvas que de un solo golpe abren el vientre de un hombre, se puso a rasgarle la cola, haciéndosela tiras.
La serpiente silbaba de rabia, y perdía sangre a torrentes por ambas extremidades, pero no se decidía a soltar a su adversario; parecía como si aprovechase las últimas convulsiones de la agonía para redoblar el irresistible abrazo.
De repente se sintió como u crujido de huesos quebrados, y el reptil y el «mias» cayeron ambos en tierra, todavía estrechamente abrazados.
—¿Muertos? —preguntaron el marinero y mozo que habían seguido con viva ansiedad las fases de aquella tremenda lucha.
—Me parece que oigo la respiración del «mias» —respondió el veneciano—. Será prudente que antes de bajar le lancemos una flecha.
Levantó la cerbatana y sopló con fuerza. El dardo, silencioso, partió rápido, y fue a clavarse en el pecho del hombre de los bosques.
Se oyó un sordo gruñido, y poco después, la respiración del simio gigante cesó.
—Ahora ya podemos bajar —dijo Albani.
—No, señor —exclamó el mozo.
—¿Porqué? Ambos han muerto.
—Miren allí, cerca de la maleza.
El veneciano y el marinero miraron en aquella dirección, y vieron entre la maleza un mono, que tenía ya una estatura superior a un metro y de robusta complexión.
Avanzaba titubeando hacia el grupo que formaban el «mias» y la boa, exhalando gemidos que tenían algo de humanos.
—Es el hijo del orangután —dijo Albani.
—Entonces era hembra —dijo el marinero—. ¡Pobre pequeño!… ¿Podrá vivir solo?
—Está ya muy desarrollado —respondió Albani.
—¿Le dejamos marchar?
—Creo que podrá sernos útil, Enrique.
—¿Ese monote?
—Haremos de él un servidor valiente y fuerte.
—Pero cuando se haya desarrollado por completo se escapará, señor.
—Los Dayaki los adoptan, y jamas han tenido que quejarse de ellos. En la esclavitud pierden sus instintos feroces. Ese «mias» con su fuerza extraordinaria, podrá servirnos de mucho.
—En ese caso, vamos a cogerle.
—Yo le cuidaré, señor —dijo Piccolo Tonno—. Me gustan mucho los monos.
Se deslizaron por los bambúes que les servían como escala y se acercaron al joven «mias», que proseguía dando vueltas alrededor de su madre muerta, lanzando agudos gemidos.
El marino lo cogió por un brazo y trató de llevárselo al recinto, pero recibió un encontronazo tan fuerte, que cayó con los pies por alto.
—¡Terremoto, que fuerza! —exclamó.
—¡Cojámosle por las buenas! —dijo Albani.
Se puso a acariciarle, y le ofreció fruta. El pequeño «mias» se mostraba desconfiado; pero terminó por aceptarla, y devoró con glotonería la deliciosa pulpa del «durión».
Poco a poco, y ofreciéndole siempre nueva fruta, fueron atrayéndole al recinto, donde el marinero lo ató con una fuerte cuerda, sin recibir ningún otro empujón.
—Se acostumbrará pronto —dijo Albani—. Dentro de un par de semanas nos seguirá como un perrillo, y antes de un mes tendremos un magnífico servidor y un hábil proveedor de frutas. Dejémosle tranquilo ahora y volvamos a dormir.