CAPÍTULO X

EL PAN DE LOS ROBINSONES

AL día siguiente, armados con sus cerbatanas y numerosas flechas, dejaron la cabaña para ir en busca de la harina, pues todos tenían el deseo de tener pan o alguna sustancia que pudiera sustituirlo.

El gran bosque no estaba lejos, así que en pocos minutos se hallaron bajo su bóveda de verdura.

Antes de ponerse a la busca de la planta que ya había visto, el previsor veneciano quiso asegurarse de que no les faltaría agua corriente y limpia, porque las lianas, a las cuales habían recurrido hasta entonces para apagar las sed, comenzaban a escasear, y el pequeño pozo del cual habían extraído la arcilla, se había secado a toda prisa.

No tardaron mucho en encontrar el agua. No muy lejos, en un ángulo de la floresta, descubrieron una mina de agua corriente, situada en la cima de una ondulación del terreno, lo cual permitía hacerla descender hasta la cabaña, empleando como conductos cañas de bambú.

Contentísimos por este descubrimiento, se dedicaron a buscar el árbol del cual debían extraer la harina; árboles muy numerosos y variados, que crecen sin cultivo alguno en todas las islas del gran archipiélago indomalasiano.

Desgraciadamente, parecían faltar en aquella isla las especies más apreciadas, pues el señor Albani no lograba descubrir ni el «metroxilon sagus» ni el «metroxilon rumphil», que son los árboles «sagú» más productores y también los más comunes.

Miraba a todos los árboles con gran atención, se ocultaba en medio de los grupos más espesos, volvía sobre sus pasos; pero todo en vano. Se subía a los más elevados árboles, con la esperanza de descubrir las gigantescas hojas de aquella preciosa planta; pero nada.

—Amigos míos —dijo desanimado—; temo que no pueda cumplir mi promesa.

—¿No encontrará usted la planta? —preguntó el marinero.

Creía haber visto «sagú»; pero me he engañado.

—Pero ¿qué son esos «sagú»?

—Son árboles que contienen en su interior una especie de harina excelente y en gran cantidad. Son las plantas más preciosas, pues con una sola puede obtenerse pan suficiente para mantener a un hombre un año entero.

—¡Terremoto de Génova!

—Así como te lo cuento, amigo, Es una planta tan grande, que se necesitan ocho o diez días para convertir en pan toda la harina que contiene, pues produce trescientos kilogramos de fécula muy nutritiva, o sea, mil ochocientos panes, y cuatro o cinco de éstos son bastantes para el gasto diario de una persona. Se ha calculado lo que costaría el trabajo de extracción de la fécula y de la fabricación del pan, y se sabe que con trece liras se puede obtener buen bizcocho para todo el año.

—Pero ¿dónde crecen esos árboles prodigiosos?

—En toda la Malasia.

—Si se pudieran aclimatar en Italia, nadie pasaría hambre. Con cinco árboles tendría suficiente una familia.

—Cierto, Enrique, pero nadie ha intentado el cultivo del «sagú» en nuestros climas, aunque creo que podría desarrollarse muy bien en Sicilia.

—¿Y es bueno el pan de «sagú»?

—Excelente, ya comienza a difundirse, sin embargo, en Europa. Ahora utilizan la harina granulada en las sopas, pero vendrá día en que veamos en el comercio el pan de este árbol.

—Y nosotros que nos encontramos aquí, en el país donde crecen esas plantas, ¿no las encontraremos?… Eso me disgusta, señor Albani. Sentía necesidad de un poco de pan.

—Tendréis pan; pero será de calidad inferior.

—No importa —dijeron el marinero y el muchacho.

—Pues seguidme; he visto varios «arenghe sacarifero», que nos proveerá de harina y de alguna otra cosa no menos importante.

Volvió sobre sus pasos, hizo atravesar a sus compañeros por entre varios grupos de árboles grandísimos y de majestuoso aspecto, que se parecían a las palmas, y que tenían el tronco liso y las hojas plumíferas, entre las cuales asomaban racimos de redondas frutas.

—Aquí tenéis unos árboles preciosismos —dijo el veneciano— son probablemente los más útiles de cuantos crecen en el archipiélago de la Sonda.

—Yo no veo más que fruta, señor —repuso el marinero—. ¿Es con ella con la que se hace el pan?

—No, aun cuando también la fruta esa es comestible, quitándole con cuidado la corteza, que es venenosa. Escuchadme, y os diré cuantas cosas podemos obtener de esos árboles; en el tronco está la fécula nutritiva, que las gentes pobres de las islas comen, ya en forma de pan, ya en forma de sopa. No es tan delicada como la de los «sagú», pero tampoco es mala, nosotros nos habituaremos pronto a ella.

—¡Bueno! —exclamó el marinero—. Haremos sopa.

—Y macarrones —dijo el mozo.

—Haciendo una incisión sobre el tronco se obtiene un jugo muy dulce, claro y transparente, el cual mediante evaporación, se puede transformar en jarabe.

—Haremos pasteles —exclamó Piccolo Tonno—. ¡Cómo me gustan, señor Albani!

—Y caramelos como los que se comen en el Piamonte —dijo el marinero.

—Dejando fermentar ese jugo, que los malasianos llaman «toddi», obtendremos un licor que emborracha, y muy apreciado, cuyo nombre es «tuwak». Se parece al «arak».

—¡Oh! A mí me gusta mucho el «arak», señor —dijo Enrique—. ¡Terremoto de Génova! ¡Que árbol tan milagroso!

—No he concluido todavía —prosiguió el veneciano—. De las hojas podemos extraer «gómuli», unas fibras susceptibles de ser hiladas, y que sirven para fabricar cordeles, muy resistentes; y con las hojas se fabrican cortinas, entrelazando unas con otras. ¿Queréis más?

—Pues si todas estas plantas pudiesen crecer en Italia, no habría miseria —exclamó el marinero—. ¡Estas tierras parecen paraísos terrenales!…

—De los que disfrutaremos, marinero —dijo Albani—. Mano al hacha, y a cortar uno de estos árboles.

El marinero, cogió el hacha y atacó el árbol más grueso, dándole formidables golpes. La corteza era dura; pero el genovés tenía sólido músculos, y al cabo de un cuarto de hora, el árbol caía al suelo con gran estrépito.

El señor Albani les mostró una masa blancuzca, harinosa, metida en la corteza del árbol.

—He aquí el trigo para hacer nuestro pan —dijo—. Dadme ahora el hacha. Es preciso cortar ahora el árbol en pedazos de un metro de largo. El marinero le sustituía de cuando en cuando en labor tan dura.

Cortados siete cilindros de un tamaño casi idéntico, el veneciano, que parecía incansable, partió una rama muy gruesa, que debía servir de pilón, y se puso enseguida a sacudir fuertemente la fécula de aquellos troncos, haciéndola caer.

El muchacho había ido en busca de varias hojas de plátanos silvestres, de grandes dimensiones, y las recogía con gran cuidado. Aquella sustancia farinácea no estaba todavía en condiciones de ser empleada, porque iba llena de fibras vegetales, que había que eliminar.

Cuando se puso el sol, habían recogido ya unos cien kilogramos. Los empaquetaron en las hojas, y volvieron a la cabaña, muy cargados, si, pero contentísimos de poseer aquella preciosa provisión, que les aseguraba un sustancioso pan, ya que no tan delicioso como el que se obtiene de la harina de trigo.

A la mañana siguiente se apresuraron a construir una criba con fibras de «rotang», y desembarazaron la fécula de las fibras vegetales. Impacientes por comer pan, hicieron tortas, amasadas con un poco de agua de mar, a falta de sal, y a mediodía pudieron paladear la harina.

Fue un éxito completo. El muchacho y el marinero devoraron varias hogazas, declarando que eran excelentes. La fécula no era tan gustosa como la harina; recordaba un poco a la de patata; pero lo principal era que poseía cualidades muy nutritivas.

En vista del éxito de sus trabajos y descubrimientos, se decidió la construcción de un horno para hacer bizcochos que pudieran conservarse. El señor Albani no tuvo inconveniente alguno para realizar la obra.

Las valvas de las ostras y otras conchas se calcinaron en una gran hoguera, proporcionando una magnifica cal; la playa dio la arena, y entre las rocas recogieron las piedras necesarias. Dos días después el horno funcionaba perfectamente, y los bizcochos se acumulaban en una pequeña cabaña construida bajo la aérea, y que se destinó a almacén.

Pero si abundaba el pan, en cambio la carne escaseaba. Habían comido demasiada fruta y demasiados crustáceos, y la necesidad de otros alimentos se imponía. No menos insoportable era la falta de sal, que no habían podido encontrar por ninguna parte.

Afortunadamente, el mar estaba a dos pasos, y podía darles la sal que quisieran; por toneladas si les fuere necesario. Bastaba con hacer une estanque diminuto, llenarlo de agua salada y dejar que el sol la evaporase.

La construcción de dicho recipiente no se hizo esperar. Buscaron un terreno rocoso, lo socavaron parcialmente, estropeando los cuchillos, y sirviéndose de baldes de bambú, echaron allí el agua de mar que cupo. Cuatro días después el inconveniente de la sal se había resuelto. Poseían algunos kilogramos, y muy pronto tendrían bastantes más; pues como la temperatura era muy elevada, la evaporación se efectuaba con rapidez.

—Ahora que ya tenemos armas, pan y sal, las cosas más precisas para la existencia en esta isla —dijo el veneciano—, nos ocuparemos en procurarnos animales. Me parece que abundan aquí las reses salvajes, y no sería difícil tender las redes que sean necesarias en medio del bosque.

—Pero ¿cómo prepararemos las trampas? —preguntó el marinero.

—Haciendo pozos hondos, como de dos o tres metros de profundidad, y cubriéndolos con un ligero techo de bambú.

—Pero, señor, ¿usted no ha pensado en una cosa?

—¿En cual?

—En que no tenemos ni un azadón ni una pala.

—¡Cáspita! Es verdad, Enrique.

—Si tenemos que hacerlos con nuestros pobres cuchillos y con las manos, necesitaremos lo menos quince días.

—Tienes razón.

—Es preciso que nos hagamos todo en esta isla.

—Somos, o, mejor dicho, éramos, más pobres de los Robinsones.

—Y sin trampas, ¿no podemos matar algunos animales?

—Sí, con las flechas; pero a los grandes no se les caza con flechas tan poco poderosas, y, además, es preciso no destruirlos todos, porque la isla puede ser pequeña y pudiese llegar el día que no hubiese carne.

—¡Diablo! —exclamó el marinero, que se rascaba, furioso, la cabeza.

—Quiero reunir varios animales, Enrique, y dejarlos multiplicarse, matando solamente algunos en caso de necesidad.

—Pero sin azadón… ¡Vaya!… ¿Y porqué no? Podemos hacerlo.

—¿Con qué?

—Con las barras de hierro de nuestros pañoles, señor.

—Es verdad, Enrique.

—Pero falta el martillo.

—Lo tenemos. El dorso del hacha puede bastar.

—Pero ¿podemos construir una pala?

—La haremos de una madera muy dura. Árboles que tengan la fibra dura no faltan.

—¡Somos unos hombres milagrosos, señor!

—La necesidad aguza el ingenio —dijo Albani—. Hoy descansaremos; pero mañana haremos nuestros azadones, y puede que pasado mañana ya tengamos animales vivos.

—Y pájaros ¿cuándo?

—Cuando haya hecho la liga, con paciencia y perseverancia lo tendremos todo.