LOS ÁRBOLES DEL VENENO
APENAS cesaban los gritos estridentes de las aves nocturnas, los náufragos abandonaban la cabaña para ir en busca del árbol que había de proporcionarles las armas que necesitaban.
Todavía luchaban las sombras de la noche con la luz diurna, que invadía rápidamente el espacio, tiñendo las aguas del mar con reflejos perlinos y plateados, y que a toda prisa se convertían en lumbres de oro.
Aun volaban pesadamente algunos pájaros, llamados por los malasianos «kuleng», y por los naturalistas «pteropus edulis», pájaros feísimos, que tienen el cuerpo del tamaño de un perro mediano, y cuyas alas miden, desplegadas ambas, un metro o un metro treinta centímetros. Pero ya entre las ramas de los árboles comenzaban a saltar bandadas de papagayos, de espléndidas plumas, y numerosos y admirables «chirnancus albos», del tamaño de los pichones, con el pico largo y finísimo, las plumas negras con reflejos verdes hasta la mitad del cuerpo, y la parte posterior de éste más blanco que la nieve, terminando en dos largas plumas rizadas; «epimachus especiosus», del grosor de un halcón común, con las plumas negras, que parecen de seda, de un esfumado de indefinibles cambiantes, con largas colas de más de medio metro, finísimas y tornasoladas de oro, graciosos «cicinnurus regius», del tamaño de nuestros tordos, con la plumas del lomo rojo brillante y bordeadas de plata, con un collar verde dorado, el pecho blanco, y dos gruesos moños rosáceos y verdes bajo el cuello.
Todos estos bellísimos pájaros volaban sin manifestar temor alguno, acercándose algunas veces a los náufragos como si no temiesen nada de aquellos hombres, lo cual indicaba que nunca habían visto ninguno.
Transpuesta la plantación de bambúes, Albani, seguido de sus compañeros, se dirigió al centro de un bosque, cuyos árboles tenían casi unidos los troncos, haciéndose difícil el paso a través de la espesura.
Las ramas y las hojas de aquellas plantas se cruzaban y entrecruzaban de un modo indescriptible, e impedían que la luz llegase hasta el suelo, mientras que miles y miles de «rotangs» se enroscaban alrededor de los troncos, o se tendían largamente sobre los arbustos y el césped, o pendían, lanzando festones y verdaderas redes, contra cuyas mallas era impotente algunas veces el hacha.
La flora indomalasiana, ten rica y tan varia, parecía haberse reconcentrado en aquella floresta, lo cual hacía creer que su extensión alcanzaba a la isla entera.
Allí había plantas que hubiesen provisto de mil cosas utilísimas a los pobres náufragos; pero el señor Albani no se ocupaba en aquellos momentos de nada, ni se detenía delante de aquellas, ni respondía a las preguntas de sus compañeros, quienes a pesar de sus escasos conocimientos de la flora, habían descubierto mangos y cocos y otras frutas deliciosas.
De repente, el veneciano dejó oír un grito:
—¡Por fin!
Estaban en el borde de una pequeña plazoleta o campo, en medio del cual se levantaba aislado un árbol de más de treinta metros, de tronco derecho y sin nudo alguno hasta unos dos tercios de la altura total, y cubierto por un follaje de color verde sombrío.
En un radio de treinta o más metros no se veía ni un vegetal y las pocas plantas que allí crecían, aparecían como enfermas, con las hojas amarillentas, como si la vida fuese penosa al lado de aquél solitario.
—No os descubrías al acercaros —dijo Albani.
—¿Por qué motivo, señor? —preguntó el marinero.
—Porque las emanaciones de este árbol os producirían una jaqueca aguda.
—¿Qué clase de árbol es ése?
—Uno de los más venenosos que existen: es el «bahon upos».
—Viremos de bordo, señor.
—Al contrario, Enrique. Esta es la planta que yo buscaba para la fabricación de nuestras armas.
—Que, ¿quiere usted sacar veneno de ese árbol?
—Sí, y te aseguro que es activísimo.
—En Java yo había oído hablar de este «upas», y también en Sumatra.
—Lo creo.
—¿Va usted a envenenar las flechas con su jugo?
—Sí, Enrique.
—Pero ¿cómo vamos a arreglarnos para extraer el veneno?
—Como lo hacen los salvajes de Borneo; ahora verás.
El veneciano había llevado consigo una cazuelita y una caña de bambú, cortada por el centro y aguzada por un extremo. Cogió el hacha, y con ella hizo en el tronco una incisión profunda, introduciendo la caña. Debajo puso la cazuelita, y enseguida se retiró a la espesura, mandando a sus compañeros que le siguiesen.
—No es bueno recibir las emanaciones de ese jugo venenoso —dijo—; se corre el peligro de perder la dentadura y de contraer dolores de muy difícil curación. Esperemos a que se llene el recipiente.
—Pero ¿tan poderosa es la actividad del veneno de ese árbol? —preguntó el marinero.
—Tan potente que, como veis, no puede crecer a su sombra ninguna planta, y los pájaros que inadvertidamente se posan en sus ramas, caen muertos. Si tu hubieras descansado bajo ese árbol, no hubieras tardado en sentir dolores; y si llevases la cabeza descubierta, hubieras perdido el pelo.
—¿Y usted usará ese veneno?
—Se como debe de emplearse, pues varias veces lo he visto a los «kajan» de Borneo cogerlo y manipularlo.
—Un hombrea quien se le hiere con una flecha mojada en el jugo del «upas», ¿muere?
—Sí, a los diez o quince minutos. Parece ser que el principio venenoso del «upas», según los últimos trabajos hechos por los naturalistas acerca del particular, consiste en un alcaloide vegetal y de un ácido que todavía no ha sido calificado. La persona herida con una flecha envenenada, experimenta enseguida un temblor convulsivo, una debilidad extrema, una ansiedad penosa y dificultad en la respiración, y, por último, después de sufrir vómitos y convulsiones tetánicas, expira entre atroces dolores.
—¿Y no hay remedio contra ese veneno? —preguntó Enrique.
—Es de difícil curación; pero algunos heridos han sobrevivido propinándoles grandes cantidades de bebidas alcohólicas. También se dice que el amoniaco ha dado buenos resultados.
—Pero ¿basta bañar la flecha con ese jugo para hacerla mortífera?
—No; primero es preciso dejar que se condense el jugo al sol; después hay que mezclarlo con otros. Si tuviésemos tabaco escogido, disuelto en un poco de agua bastaría; pero como no lo poseemos, busco otra cosa mejor.
—¿Otra planta venenosa?
—No; el jugo del «gambir». He visto ya alguna de esas plantas, y sé dónde encontrarlas.
—¿Es decir, no basta con el jugo del «upas» solamente?
—Sí bastaría pero pierde con facilidad su cualidad venenosa, mientras que mezclado con el «gambir», la conserva durante un año. Vamos a ver si se ha llenado la cazuelita.
El recipiente estaba casi colmado de un jugo lechoso que continuaba cayendo con abundancia por la incisión.
El veneciano lo revolvió con un palito, y enseguida dio el recipiente al muchacho, diciéndole:
—No temas nada; este jugo recién extraído no tiene eficacia, aun que te cayeran varias gotas en las manos no nada te ocurriría.
Se pusieron en camino para la cabaña; pero el señor Albani seguía mirando a los árboles, como si buscase otro vegetal. Ya habían andado como cosa de medio kilómetro, cuando indicó a sus compañeros una planta sarmentosa, que tenía la corteza rojo oscura, y pequeñas ramas cilíndricas con las hojas ovales, terminadas en una punta muy aguda, y lisas por ambos lados, pero armadas de espinas hacia su extremidad superior.
—He aquí un «gambir» —exclamó—. Vamos a coger estas hojas.
Iba a levantar la mano, cuando se volvió bruscamente.
—¡Oh! ¡Oh!… —exclamó—. Ese arbusto doblará la potencia del veneno del «upas».
—¿Otra planta venenosa? —preguntó el marinero.
—Y mucho más terrible, Enrique, pues se asegura, que su jugo, introducido en la circulación de la sangre, tiene un efecto más rápido, produciendo casi instantáneamente el tétanos, y, por consiguiente la, muerte. Tu coge las hojas del «gambir», mientras yo mezclo al jugo del «upas» algunas gotas de esto, del «cetting» (strichnos tiente).
Hizo una incisión en el arbusto, que se había enroscado en una palma «sontar», y dejó que el nuevo jugo se mezclase al del «upas», en tanto que los marineros hacían una buena provisión de hojas de «gambir».
Cuando terminaron, abandonaron la floresta, no sin antes haber cogido fruta de «durión» y naranjas.
Ya en la cabaña, y regalados al medio día con ostras, crustáceos y frutas, el señor Albani se puso a la obra de preparar las armas.
Expuso el veneno al sol, para que se condensase, y puso a cocer en la marmita las hojas de gambir, de las cuales se extrae, después de una cocción de sesenta horas, esa sustancia morena oscura, de consistencia elástica, que en el comercio se conoce como goma de «gambir», y que sirve para fijar los colores, especialmente sobre las telas de seda, pero que los habitantes de Borneo y los de Malasia emplean a veces para que se adhiera mejor a sus flechas y lanzas, el jugo venenoso.
Hecho esto, encendieron un gran fuego, y Albani puso a enrojecer dos de la barras de hierro de los pañoles, escogidas entre las más regulares y más delgadas.
—¿Qué es lo que hace usted? —preguntaba con insistencia el marinero, que miraba con gran curiosidad las diversas operaciones del veneciano, pero sin entender gran cosa de ellas.
—¡Aguarda un poco! —respondió Albani.
Había cortado de una planta dos ramas de un diámetro de tres centímetros y como de un metro y medio de largas, muy derechas ambas, despojándolas de las hojas. Esperó a que los hierros estuviesen bien rojos y comenzó a horadar uno de aquellos bastones, invitando al marinero a que hiciese lo mismo con el otro bastón.
Después de dos horas de trabajo, ambos bastones quedaron perforados.
—Ya está hecho lo principal —dijo el veneciano—. Ahora hay que fabricar las flechas.
—Una palabra, señor —dijo el marinero—. ¿Dónde están los arcos? Estos bastones agujereados no se doblan.
—No hay necesidad de arcos.
El marinero y el mozo le miraron, estupefactos.
—Los arcos son difíciles de manejar, y, además, se necesita una madera especial, que estas plantas no pueden proporcionarnos. He preferido hacer los llamados «súmpitan» que se usan en todos los pueblos de la Malasia.
—Y ¿qué son esos «súmpitan»?
—Pues son cerbatanas; armas de gran precisión, que se manejan con mucha facilidad.
—¡Es usted un hombre extraordinario, señor Albani! —exclamó Enrique—. ¿Y cree usted que podrá matar animales feroces con esas cerbatanas?
—¡Ya lo creo amigo mío!
—Y los animales heridos con las flechas envenenadas, ¿se pueden comer?
—No; pero emplearemos flechas que no tengan veneno. Basta; continuemos nuestro trabajo.
El señor Albani había cogido delgadísimas cañas de bambúes jóvenes, y las había cortado dándoles un tamaño de veinte centímetros.
A la extremidad de cada una de las cañas, acopió un espino agudísimo, cogido en los bambúes salvajes, y en el otro extremo les puso como una especie de tapón de pulpa vegetal, del calibre de la cerbatana.
Cogió su arma y sus dardos, e invitó a sus amigos a que lo siguiesen. Cerca de un gran grupo de palmas, una bandada de cacatúas negras, hermosos pájaros del tamaño de un búho. Que tienen en la cabeza un gran moño de plumas, estaba chillando a todo chillar entre las ramas.
El veneciano introdujo una flecha en la cerbatana, puso esta en los labios, y después de haber mirado con gran atención, sopló con fuerza.
El ligero dardo salió rápidamente, y fue a herir a una de las cacatúas más gordas. El pájaro, tocado debajo del cuello con precisión tan extraordinaria que indicaba claramente que el cazador era muy ducho en el manejo de aquella arma, interrumpió bruscamente su charloteo, y cayó a tierra, moviendo las alas con desesperación.
El muchacho cogió el ave, y echó a correr hacia la cabaña, gritando:
—¡Voy a ponerla al fuego!
—¡Un golpe maestro! —exclamó el marinero, cuya sorpresa no tenía límites—. Usted ha empleado ya otras veces esas cañas, ¿verdad?
—Sí, en Pontranak —repuso el veneciano, sonriendo.
—¿Y cree que yo llegue a saber cazar de ese modo a los pájaros?
—La cosa no es difícil. Dentro de tres semanas, ejercitándote diariamente, llegarás a ser un hábil cazador.
—Y ya que poseemos armas, ¿qué otra cosa piensa en procurarnos, señor Albani?
—El pan.
—¡El pan!… ¿Y lo encontrará?
—Ya he visto plantas que contienen la harina, y mañana iremos a cortarlas. Después, si no sobreviene algún accidente, pensaremos en lo demás. Vamos a cenar, Enrique; tenemos necesidad de un asado, después de tantos días de moluscos y frutas.