CAPÍTULO VIII

LA CABAÑA AÉREA

LOS tres hombres se pusieron a trabajar, cortando un gran número de bambúes, especialmente de los más altos; pero también muchos espinosos, pues el señor Albani quería construir un recinto para defenderse mejor de los asaltos de los tigres, y que pudiera servir al propio tiempo para encerrar los animales que pensaban domesticar.

En tierra las cañas, el marinero y el muchacho comenzaron a transportarlas a la playa, que daba frente a la pequeña cala, pues habían escogido aquel lugar para levantar la cabaña, Mientras tanto el señor Albani, armado con la lanza, se internaba en la plantación, en busca de los restos de la presa que la noche anterior hiciera el tigre.

Debía pensar también en otra cosa, porque de cuando en cuando se detenía, dejaba la lanza y examinaba el terreno con profunda atención, escarbando aquí y allá, haciendo agujeros, algunos bastante hondos. Parecía como si quisiera darse cuenta de la calidad del terreno sobre el cual crecían las gigantescas cañas.

Llevaba ya largo tiempo haciendo agujeros, cuando se detuvo delante de un pequeño estanque lleno de agua, que había en lo mas interno de la plantación.

Examinó el fondo, pues el agua era limpia y cristalina, y se levantó, murmurando varias veces:

—¡Creo que he encontrado mi marmita!… Esta agua no la ha absorbido el terreno, y esto es señal de que bajo la capa de tierra hay otra impermeable —se arremangó la camisa y metió el brazo desnudo en el agua, removiendo la tierra del fondo. Excavó durante algunos minutos, examinando siempre el fango que cogía, hasta que extrajo una materia grisácea, ligeramente crasa—. ¡Arcilla! —dijo, con cierta satisfacción—. No me había engañado; he encontrado mi marmita.

Continuó excavando, cogió mas arcilla, hizo con ella una pelota grande, y la guardó en un ancho saquete. Después continuó internándose en la plantación, siguiendo una especie de sendero lleno de bambúes inclinados y rotos, que seguramente rompió el felino al arrastrar su presa y al abrirse paso. Al cabo de diez minutos llegó a un pequeño claro, en medio del cual, y a la vista, estaba caída una gran osamenta, semidevorada y llena de sangre.

—¡Cuidado! —murmuró, esgrimiendo la lanza—. ¡El tigre puede estar cerca!

Olfateó varias veces el aire para darse cuenta, por el olor salvaje que exhalan dichas fieras felinas, de la presencia de ellas, y avanzó cautelosamente, mirando adelante, a derecha e izquierda.

La presa muerta por el tigre era una babirusa, animal tan grande como un ciervo adulto, cuya carne, excelente, tiene un gusto muy parecido a la del jabalí. Adherida a los huesos, había carne todavía carne bastante para satisfacer el hambre de diez hombres.

Cortó un buen pedazo, que pesaba varios kilogramos y enseguida abandonó aquel lugar peligroso, temiendo que le sorprendiese el felino, el cual debía de estar dormitando en los alrededores.

Cuando salió de la plantación, el marinero y el mozo se llevaban los últimos bambúes.

—Señor, ¿ha encontrado usted la comida? —preguntó Enrique.

—Sí, amigo mío; y también cazuelas.

—¡Cazuelas!… Vaya, ¿quiere usted divertirse a nuestra costa?

—No he dicho que las haya encontrado hechas ya, en disposición de ponerlas en el fuego; pero traigo arcilla con que fabricarlas.

—Pero ¿usted es la Providencia en persona, señor? Mi Piccolo Tonno, tu comerás el «giupin», ¡terremoto de Génova!, y te chuparás los dedos.

—¿Y los macarrones, señor Albani?… ¡Ah! ¡Lo que daría por comer un plato de ellos! Mejor que el «giupin».

—¡Eh tunante! No desprecies el «giupin» —exclamó el marinero.

—No vale lo que los macarrones —replicó el mozo—. Quisiera poder prepararte un plato de ellos a mi modo, apuesto a que te comerías el plato inclusive, marinero.

—¡Cosas de napolitano!

—¡Lava del Vesubio! ¡Despreciar los macarrones! Tú pierdes la cabeza, marinero.

—¡Te digo que el «giupin»…!

—¡Los macarrones!

—¿Habéis concluido? —preguntó riendo, el señor Albani, viéndolos defender con tanto ardor sus platos favoritos—. Estáis discutiendo por los macarrones y por la sopa a la marinera, y no podemos hacer ni un plato ni otro, pues ni aún tenemos recipientes en qué guisarlos. Calmaos, muchachos, y pensemos en construirnos la casita antes que nada.

—Creo que tiene usted razón, señor Albani —dijo el marinero—. Hablamos de osas que están muy lejos, o que quizá no tendremos nunca.

—Con el tiempo…, ¡quién sabe!

—¿Espera usted que pueda comer la sopa?

—Y los macarrones también, probablemente.

—¡Ah señor! —exclamó el mozo con la mirada muy alegre.

—Basta; vamos a la playa.

El marinero y el muchacho cargaron con los últimos bambúes, y se dirigieron hacia la costa, mientras el señor Albani se encaminaba hacia un espeso grupo de árboles, de los cuales prendían numerosas cuerdas vegetales, que tenían una largura extraordinaria.

—He aquí cuerdas para atar nuestras cañas —murmuró—. Todo lo tenemos a la mano.

Aquella especie de lianas eran «rotang»[6], fibras muy resistentes, que pertenecen a la familia de las palmas, muy comunes en todo el archipiélago indomalasiano. Son trepadoras, y de un grueso de pocos centímetros; pero son las más largas, pues llegan a tener muy cerca de trescientos metros.

Duran mucho, aún metidas en el agua, por cuya razón los habitantes de Malasia, los javaneses y otros se sirven de ellas para ligar las trabazones de sus pequeños veleros.

Cortó varias, y enseguida se volvió con sus compañeros para dar comienzo al instante a la construcción de la cabaña, pues quería que antes que llegase la noche pudiese estar la fábrica de modo que los pusiese a cubierto de un ataque del tigre o de otros animales de su especie.

Para poder trabajar con mayor rapidez, hizo primero una larga escala, utilizando cuatro larguísimos bambúes y otros delgaditos para los travesaños; después trazó sobre el terreno las cuatro líneas de un rectángulo perfecto, que debía servir de base a toda la cabaña.

—Trabajemos los dos, Enrique —dijo—. Y tú, Piccolo Tonno, ve entretanto a traer los «rotang» que he cortado.

Escogió treinta bambúes de la especie gigante y los hizo cortar de modo que todos tuviesen el mismo tamaño, distribuyéndolos enseguida a lo largo de las líneas del rectángulo, mientras el marinero, subido en la escalera, los cruzaba en su mitad, atándolos sólidamente con las cuerdas de «rotang» que trajera el muchacho.

Así que aquella operación se concluyó, todos los bambúes representaban otras tantas X, cuyas bases o extremos inferiores estaban fortísimamente introducidos en el suelo, en tanto que los extremos superiores debían servir para recibir las traviesas de sostenimiento del piso de la cabaña. Hecho esto, se regalaron con un trozo de babirusa asado por el muchacho, y volvieron a la tarea con actividad febril, trabajando entonces ya encima de los bambúes.

A las cuatro de la tarde estaban unidas entre sí todas las puntas por medio de traviesas. Entonces comenzaron a llenar los vacíos, colocando los bambúes más gruesos para formar el pavimento de la cabaña aérea, reforzándolo todo con fuertes ligaduras.

Cuando concluían de colocar el último bambú, los sorprendió la noche.

—¡Basta! —dijo el señor Albani, que estaba empapado en sudor—. En esta jornada por ser la primera, hemos trabajado, hasta si se quiere, demasiado, y es preciso no extremar los esfuerzos. Por esta noche nos contentaremos con dormir a cielo descubierto.

—Es una construcción admirable, señor —dijo el marinero, que estaba orgulloso de su tarea.

—Sólida, ligera y segura.

—¿No la asaltarán los tigres?

—Estamos a doce metros del suelo, y no creo que de un salto puedan llegar hasta nosotros —dijo el ex marino.

—Pero… ¿y la cocina? ¿No se incendiará la cabaña encendiendo fuego aquí encima?

—Podemos construirla con piedras, pero prefiero fabricarla en el recinto, Enrique.

—¡Ah!… Entonces ¿levantaremos una empalizada?

—Sí; es necesaria para nuestros animales.

—¿Para cuáles? —preguntó estupefacto, el marinero.

—Para los que cojamos; y construiremos también una pajarera.

—Que podamos cazar cuadrúpedos, pase; pero pájaros… ¿Va usted a fabricar redes?

—Redes, no; pero tendremos liga. He visto un árbol que nos dará la que necesitemos.

—¡Fuego de Júpiter! Ya comienzo a creer que voy a engordar en esta isla desierta… ¡Cuántos Robinsones nos envidiarían! ¡Y decir que hemos desembarcado con una triste hacha y dos cuchillo!… Señor Albani, si usted realiza todas sus promesas, yo no abandono ya esta isla aun cuando vengan a buscarme diez navíos.

—Espero que dentro de un mes no te faltará nada.

Aquella noche, la cena fue muy poca cosa, pues no habían tenido tiempo ni de procurarse alguna fruta; pero se resignaron. Conversaron un poco, levantaron la tienda encima del pavimento de la cabaña y se durmieron profundamente.

Ningún acontecimiento les interrumpió el sueño. El tigre había vuelto; pero no se atrevió a asaltar aquella habitación, que debía de ofrecer, por lo menos de noche un aspecto formidable.

A la mañana siguiente, apenas salió el sol, se pusieron a la tarea con nuevo ahínco. No siendo ya la ayuda del mozo, pues se habían fijado sobre la plataforma todos los bambúes del esqueleto, le mandaron a la playa a que hiciese recolección de ostras, cangrejos, y, si era posible, de huevos de pájaros, pues habían descubierto numerosos nidos de volátiles.

Durante la mañana, Albani y el marinero levantaron los pies derechos de las paredes y colocaron las traviesas del techo, que debía ser a dos aguas, y aún prepararon cierto número de tejas, abriendo por la mitad algunos bambúes de un volumen determinado. Entre tanto el muchacho no perdió el tiempo, pues hizo una gran provisión de crustáceos, ostras y también de huevos de aves marinas, que había encontrado entre los las rocas de la costa. Así mismo, llevó varias especies de naranjas, conocidas por los malasianos con el nombre de «giaruk», algunas de las cuales son tan grandes como la cabeza de un niño, producto del «citrus docunanus», que también conocen los indígenas con el nombre de «bua kadarigsa».

Aun en pleno mediodía prosiguió el trabajo. El veneciano y el marinero cubrieron el techo con las tejas de bambú, sobreponiéndoles anchas y largas hojas de plátanos, traídas por Piccolo Tonno; enseguida construyeron las paredes, entrelazando cañas y hojas, reservándose reforzarlas más tarde con bambúes más resistentes, para, en un caso dado, poder resistir y hacer frente a un ataque violento, bien fuese por parte de las fieras, bien por parte de los hombres.

Faltaba por construir la empalizada; pero, como por el momento no era precisa, decidieron levantarla más adelante, y ocuparse entonces de las armas, porque habían notado numerosos rastros de grandes bestias en aquellos contornos. Como se encontraban demasiado cansados para emprender una marcha a través de la isla, pues el señor Albani dijo que antes tenía que buscar un árbol que no había visto en los alrededores, emplearon el día tercero en fabricarse la vajilla. No se habían olvidado de la arcilla. El previsor italiano la conservaba guardada en la sombra, entre el césped, en un lugar húmedo.

Fue en busca de la arcilla, la mojó bien, y se puso a moldear una especie de marmita, que le salió un poco deforme, es verdad, pero suficiente para su objeto; después hizo otras dos cazuelas más pequeñitas y, por último, tres platos.

Tres horas después, los náufragos del «Liguria» utilizaban aquellos cacharros juntamente con cucharas y tenedores de palo, hechos por el marinero con la madera de la «nipa» especie de palma que crecía cerca de la costa, y que es sumamente dura. Aquel día tuvieron caldo, el primero que tomaban en la isla, pues habían tenido la suerte de cazar, con una pedrada certera, una cacatúa negra, que se escondía entre las hojas de un arbusto espinoso. Los Robinsones comenzaban a estar satisfechos.