CAPÍTULO VII

EL TIGRE

NADA hacía sospechar que aquella noche, la primera pasada por los náufragos en la costa de la isla desconocida, dejase de transcurrir tranquila, pues no se escuchaba rumor alguno hacia la parte de los bosques que se extendían en dirección de la montaña, cuya masa dibujábase claramente sobre el estrellado cielo.

Sin embargo, el marinero, no seguro del todo con aquel silencio, vigilaba atentamente, pues no ignoraba en las regiones chinomalasianas son numerosos y formidables los animales que viven en los cañaverales y en las selvas.

A cada momento atizaba el fuego, única muralla que podía defenderlos contra una agresión, pues era muy poca la eficacia de un hacha en caso de verse acometidos. Así pensando, aguzaba la mirada, dirigiéndola bien hacia la plantación de bambúes bien hacia los grandes árboles, y al propio tiempo escuchaba atentamente.

Llevaba vigilando hacía dos horas, cuando oyó, y no a mucha distancia, un grito ronco semejante al maullido de un gato, pero muchísimo más poderoso que el que emiten estos animales.

El marinero se levantó escapado, arrojando en torno suyo una ojeada de inquietud. La nota gutural, breve, sonó otra vez: era el grito del tigre.

—¡Mil terremotos! —exclamó palideciendo—. He ahí un vecino peligroso de veras, y que estaría muy bien en casa del señor Belcebú… ¡Si se acerca, no sé si nos servirán hacha y cuchillos para impedirle que nos devore…! ¡Si tuviéramos una lanza…! ¡Ta, ta…! ¿Y porqué no…? ¡La cosa parece posible!

Sus ojos se habían posado sobre la leña recogida para alimentar la hoguera, y en medio de la leña divisó dos bambúes jóvenes y como de dos o tres metros de largo; cañas muy ligeras, es verdad, pero de una resistencia a toda prueba; como que los javaneses y los indios hacen de ellas las astas de sus picas.

—Esto es lo que se me ocurre para tener una buena arma, y superior al hacha.

Cogió una de aquellas cañas, la despojó de las hojas, sacó de un bolsillo un cordel, y en un momento sujetó con gran solidez su cuchillo en la extremidad de aquella asta.

Apenas había terminado la operación, cuando vió salir de una espesa mata una sombra que avanzaba hacia el fuego con gran lentitud, y en cuyos ojos brillaban reflejos verdes. La sombra se alzaba y se bajaba hasta tocar la tierra con el vientre; después se detenía, como si estuviese indecisa o ventease, se estiraba como un gato y agitaba su larga y fina cola.

Sin embargo parecía como que no tenía gran prisa por acercarse al sitio del fuego, acaso por respeto a éste, que iluminaba con rojos resplandores las plantas vecinas.

—¿Es un tigre o un gran gato salvaje? —se preguntó el marinero, cuyas inquietudes aumentaban—. ¡Demonio…! La cosa se pone seria, me parece que vale la pena ir a tirar de las piernas a los compañeros.

Se deslizó rápidamente bajo la tienda y sacudió vigorosamente a Albani y al muchacho, diciendo:

—¡Salid enseguida!… ¡Nos amenaza un gran peligro!

—¿Quién…? ¿Qué es lo que sucede? —preguntó el ex marino, frotándose con fuerza los ojos.

—Creo que se trata de un tigre, señor.

—¿De un tigre? ¡Salgamos!

Cuando salieron al descubierto, vieron al animal tranquilamente acurrucado a unos treinta pasos del fuego.

Ya no había posibilidad de equivocarse, viéndole a plena luz. Era un verdadero tigre, pero de raza malasiana, más pesado, mas bajo de patas y menos elegante que los tigres reales de Bengala.

Los del archipiélago de Sonda tienen el pelo mas largo y más espeso, los vientos menos desarrollados y el pelo de los costados y del vientre, más ralo.

Son tan feroces como los otros; pero infunden mas miedo, porque tienen una mirada tan falsa y tan amenazadora que hace daño verla, ordinariamente les cuelga la lengua, y llevan baja la cola.

La fiera, al distinguir a los dos hombres y al muchacho, había alzado la cabeza y lanzado un gruñido que nada bueno pronosticaba; pero no se levantó. Solamente agitó la cola, batiendo con ella la tierra convulsivamente, como si estuviese inquieta o en la inminencia de un acceso de cólera.

—Es un vecino muy peligroso —dijo el señor Albani, quien no parecía muy asustado.

—¡San Jenaro nos proteja! —murmuró el mozo, dando diente con diente.

—¿Qué debemos de hacer? —preguntó el marinero que había perdido el color del rostro.

—Estemos tranquilos —repuso el veneciano—; no se atreverá a acercarse al fuego.

—¿No nos atacará?

—No lo creo; pero no os mováis, porque estos animales, tan temibles si se creen amenazados, no asaltan si no se los excita.

—¡Y nosotros sin un fusil…, sin una pistola siquiera…! Señor Albani, es preciso encontrar el modo de fabricar armas antes de nada o nos comerán los tigres.

—Después de la cabaña vendrán las armas, y os prometo que han de ser más formidable que los fusiles.

—Pero ¿dónde va usted a encontraras?

—A su debido tiempo lo sabrás, y…

—¡Chist, señor! —interrumpióle el mozo.

Del lado de la plantación de bambúes se había oído un ruido de hojas, como si un animal grande tratase de abrirse paso. El tigre había vuelto la cabeza hacia aquellas gigantescas cañas; después se levantó agitando la cola con rapidez.

—Qué, ¿se acerca otro tigre? —preguntó el marinero.

—O alguna presa —dijo el veneciano—. ¡Que sea bienvenida!

—¿Para el tigre?

—Y para nosotros también, porque así se llevará este vecino incómodo.

Las cañas seguían agitándose, las hojas susurraban, y el feroz tigre redoblaba mas su atención.

De pronto, una gran sombra apareció en el borde de la plantación, y después de una breve duda se dirigió hacia el fuego, como impulsada por una gran curiosidad.

Las tinieblas eran demasiado densas para que se pudiera distinguirle bien; pero por su forma se asemejaba a un tapir o a una babirusa, animales ambos muy comunes en el archipiélago chinomalasiano.

Aquel animal estaba ya a cien o ciento veinte pasos, cuando dijo el marinero:

—¡Mirad al tigre!

El felino se había retirado rápidamente, y sin hacer el menor ruido, detrás de una fila de arbustos, y avanzaba de un modo silencioso, pegándose, como quien dice, contra la tierra.

De pronto, se detuvo, se recogió sobre sí mismo, y se lanzó, describiendo una larga parábola, hasta caer con precisión matemática sobre el dorso del otro animal.

Se oyó un mugido agudo, seguido del grito gutural del felino; después se vió luchar a ambos adversarios durante algunos instantes, y caer uno sobre otro.

—¿Han muerto los dos? —preguntaron el muchacho y el marinero.

—No —repuso Albani—; el tigre está desangrando la presa.

—¡Canalla! —exclamó el marinero—. ¡Ah, si tuviese ahora un fusil…!

—¡Míralo; ya se levanta! —dijo el mozo.

En efecto; el formidable felino, después de haber bebido la sangre caliente de la víctima, se había levantado. Dio dos o tres vueltas en rededor de la presa, la cogió por la nuca, y, a pesar de que era mucho más grande que él, le clavó los dientes y la arrastró hasta el centro de la plantación de cañas para devorarla tranquilamente.

—¡Que aproveche! —dijo el muchacho.

—¿Y qué nos deja a nosotros? —preguntó el marinero.

—Así que esté satisfecho y haya aplacado el hambre, se marchará, sin preocuparse de lo que le sobre. Tengo la seguridad de que mañana he de encontrar una buena parte del desgraciado animal. Idos a dormir amigos míos, Ahora me toca a mi cuarto de guardia.

—¿No volverá el tigre?

—No lo espero; mas si hubiese peligro, os llamaré.

Los dos marineros se metieron bajo la lona de la tienda y el veneciano se sentó cerca del fuego, después de haber echado sobre las brasas más leña seca.

El resto de la noche transcurrió sin más alarmas. Albani y Piccolo Tonno oyeron bufidos de tigres, gruñidos y silbidos que procedían del interior de la selva, lo que indicaba que aquella isla debía ser muy abundante en animales salvajes de toda especie, y también de animales peligrosos. Urgía, pues, edificar pronto una sólida cabaña para no correr el peligro de verse asaltados, o de pasar las noches en continua alarma.

—Amigos míos, vamos a trabajar —dijo el veneciano tan pronto como despuntó el sol—. Es preciso que tengamos donde guarecernos antes de que llegue la noche.

—Pero no nos olvidemos de la carne que haya dejado el tigre, señor Albani —dijo el marinero—; porque si seguimos comiendo fruta, no podremos mover los pies.

—Con un poco de paciencia, nos procuraremos todo, Enrique. Recuerda que estamos desprovistos de todo, que somos los más pobres de los Robinsones, y que debemos principiar por lo más preciso. Dentro de un mes, espero que no te oiré quejarte.

—Es muy largo un mes, señor. ¿No sabe que comienzo a sentir la falta de pan?

—Dentro de muy pocos días lo tendrás en abundancia.

—¿Lo dice usted en serio?

—En serio; pero antes tenemos que construir el horno, y por ahora prefiero tener una cabaña.

—¡También un horno! Mucho hay que trabajar antes de que poseamos cuanto nos hace falta para nuestra existencia.

—¡En marcha!

Dejaron la tienda, y armados con la lanza y el hacha se dirigieron se dirigieron hacia la plantación de bambúes, que era muy grande y costeaba un pantano desecado, pero que todavía conservaba alguna humedad.

Veíase en aquella plantación varias especies de bambúes. Había «tuldos» que son los mayores, y que en treinta días solamente alcanzan una altura de quince a veinte metros y un grueso de treinta centímetros; había «valcuas», llamados por los indígenas «balcasbans», también muy altos, pero más delgados; había «huimes», conocidos así mismo por el nombre de «hauertgintgink», armados de espinas corvas y cubiertos de hojas muy estrechas; había bambúes salvajes, llamados «tebateba», torcidos y espinosos; y, por último, veíase también la especie más gigantesca y gruesa de todas, pues generalmente alcanza una elevación de treinta metros y una circunferencia de metro y medio a dos metros, pero son las cañas menos sólidas de todas.

—Aquí tenemos cuanto necesitamos por ahora —dijo el veneciano—. No podéis imaginaros qué de cosas utilísimas pueden ofrecernos estas plantas.

—Esas cañas —exclamó el marinero con aire de incredulidad— me parece que para lo que más que nos servirán será para construir la cabaña.

—Te equivocas Enrique; y te diré más: te diré que pocas plantas existen que sean tan preciosas y útiles como éstas.

—Tengo curiosidad por saber para qué otras cosas podrán servirnos.

—Comencemos por los brotes si te parece. ¿Te gustan los espárragos?

—¡Los espárragos!… ¿Qué cosa hay más deliciosa?

—¡Vamos…, te gustan mucho! —Le interrumpió el señor Albani—. Pues bien: los brotes tiernos de estas cañas, cocidos en agua, se parecen en el sabor a nuestros espárragos.

—¡Vaya, usted bromea!

—Ni mucho menos; cuando tengamos una marmita y aceite, te los haré comer.

—¡Aceite!… —exclamaron los marineros, estupefactos—. ¿Pero aquí cree usted encontrar aceite de olivas?

—De olivas, no, porque no crece en este país; pero lo encontraré de otra clase.

—¡Es usted un hombre milagroso! —exclamó Enrique.

—De estos bambúes, especialmente de los comunes, se puede extraer azúcar, o mejor dicho una materia azucarada, que los indios llaman «tabascir».

—¡Terremoto de Génova!

—Calla, marinero, La semilla de bambú común la comen como el arroz en muchos pueblos de Indochina.

—¿Arroz también?

—No es eso todo, con las hojas y los tallos, rajados a lo largo y en tenues tiras, metidos en agua, machacados y mezclados con algodón, se obtiene un papel que usan mucho los chinos. Con las cañas abiertas por la mitad, se hacen conductos de agua o canalillos para regar los campos; también se construyen tejas, o se hacen cabañas tan sólidas como ligeras, astas para lanzas, escalas y empalizadas; y las cañas espinosas sirven para construir formidables muros, ante los cuales se detienen los asaltantes, sean quienes quieran. Con las hojas se hacen paneras, estuches, etc. ¿Es preciso un recipiente? Basta con cortar un bambú por encima y debajo de los dos nudos y se tiene un barril admirable, donde se conserva muy bien el agua. ¿Se quiere una barca? Se corta un bambú gigante se le tapan a la caña las extremidades, o se le conservan los nudos de popa y proa, y tenéis una soberbia chalupa. ¿Qué más quieres que te den estas plantas?

—Efectivamente; esas cañas son maravillosas, señor —exclamó el marinero—. ¡Que utilidad reporta saber estas cosas! ¡Yo no hubiera hecho ni un bastón con estas cañas, y son de tantas aplicaciones! ¿Bastará con esos bambúes para que tengamos todo lo que nos hace falta?

—No, Enrique; no basta. En los bosques encontraremos otras plantas más preciosas, que nos proveerán de lo que éstas no puedan darnos. Basta; vamos a trabajar, amigos.