LOS ROBINSONES SUIZOS
CERCA de un pequeño altozano había un grupo de árboles elevadísimos, de gruesos troncos y perfectamente lisos, que le cubrían a una altura de sesenta o setenta palmos con sus espesas hojas.
Caídas a los pies de aquellos colosos veíanse gruesas frutas, del volumen de la cabeza de un hombre, pero de forma oblonga y cubiertas por una cáscara verdosa amarillenta llena de agudas y finísimas puntas de varios centímetros de largo.
Algunas estaban cerradas y enteras; pero otras presentaban una hendidura, por la que salía un olor nada agradable, pues se parecía mucho al que exhala la masa de los quesos podridos o del ajo pasado. Al través de aquella abertura se veía una pulpa blancuzca que parecía sabrosa.
—¡Que olor! —exclamó el marinero acariciándose la nariz y haciendo una mueca—. Parece que este árbol produce queso de Gorgonzola un poco pasado.
—O «Cacio Caballo»[5] podrido —agregó el mozo.
—¡Vaya! —exclamó el veneciano—; os ofrezco la mejor y más delicada fruta de la flora malasiana, y ya comenzáis a protestar.
—Señor, esas frutas serán exquisitas; pero huelen de tal modo que su olor es capaz de hacer huir a un perro.
—Y yo te digo, Enrique, que meterían el diente enseguida, y con mucho gusto a la pulpa de esa fruta todos los perros del mundo, pues tiene sabor, más que de sustancia vegetal, de sustancia animal. ¡Vamos, no te hagas el melindroso!
El señor Albani mondó uno de los frutos, utilizando el hacha para no herirse las manos con aquellas púas peligrosas; después extrajo la pulpa, haciendo saltar las gruesas semillas que envolvía una ligera película.
—Comete esa pulpa —dijo ofreciéndosela al marinero—. Si el olor te incomoda tápate las narices.
El marinero aún cuando tenia sus dudas acerca de la exquisitez de aquella fruta, se puso un pedazo en la boca, y contra todo lo previsto se la tragó con avidez.
—¡Que delicia! —exclamó—. Es mejor que la crema más delicada y perfumada de las mas preciadas frutas de nuestro país. ¡Come, Piccolo Tonno; como!… Los helados de tu bella Nápoles no resisten la comparación.
El muchacho, animado con estas palabras, se tapó la nariz y trincó un bocado.
—¡Quién diría que esta fruta tan pestilente había de ser tan buena!… —exclamó—. ¡Más, señor Albani; todavía más!
Como abundaba la fruta y poseían el hacha, los náufragos la abrían enseguida. Habituáronse pronto a aquél olor ingrato, y se dieron un atracón con la tierna y delicada pulpa.
—Pero ¿no se comen también las semillas? —preguntó el marinero.
—Si —repuso Albani—; se asan como las castañas, y tienen casi el mismo sabor.
—Señor Albani, hagamos una recolección de esas frutas.
—Se pasan muy pronto, Enrique y no vale la pena; además, esto es sustancioso hasta cierto punto. Es preciso encontrar otra cosa más sólida.
—¿Sólida? ¿Carne? ¿Cree que haya animales a propósito para ser asados ene esta isla?
—Y ¿porqué no? Encontraremos babirusas, tapires, simios y también animales peligrosos: tigres, por ejemplo.
—¡Tigres!… ¡Demonio!… ¡Y nosotros, que no tenemos más que un hacha y dos cuchillos! No sé qué nos sucedería si nos acometiese uno de esos animales. Me parece que no es muy brillante nuestra situación.
—Sentaos y escuchadme, amigos míos —dijo Albani—. Yo no sé a que isla hemos arribado; pero creo que es una de las que componen el archipiélago Zulú, y que está deshabitada.
Puede ser que me engañe; pero temo que estemos destinados a hacer vida de Robinsones, y a emprender una verdadera lucha, que tendrá grandes dificultades.
Como este mar es poco transitado por las naves, y como estamos lejos de la ruta que siguen ordinariamente los veleros que van de las islas de Sonda a las Filipinas, no creo que tengamos tan pronto ocasión de que nos recojan, y quizá nos veamos precisados a estar aquí largo tiempo.
Afortunadamente, si esta isla parece deshabitada, en cambio es muy rica en plantas, y la flora malasiana puede proveer, a quien sepa aprovecharse de ella, de mil cosas suficientes para cubrir las necesidades de la vida.
No hay que desanimarse; se trata de trabajar, y si Dios nos protege, espero que podré haceros pasar, sin temores ni sufrimientos, todo el tiempo que tengamos que estar aislados ene esta isla.
Somos los más pobres de los Robinsones; porque los otros, comenzando por Selkirk, el maestro y concluyendo por el héroe de Daniel de Foe, todos poseían, por lo menos, armas de fuego y mil cosas utilísimas que llevaban en sus navíos naufragados; pero con entereza y con voluntad, no tendremos que envidiarlos.
Entretanto, amigos míos, pensemos en construir un cobertizo en el que guarecernos, que es lo que más nos urge. Con el tiempo fabricaremos armas, porque los fusiles…
—¿Armas?… —exclamaron a la vez los dos marineros—. Pero ¿donde va usted a encontrarlas?
—A su tiempo lo sabréis —repuso Albani— después buscaremos pan.
—¡Pan también!…
—Sí, amigos míos; y os aseguro que el horno que construyamos tendrá mucho trabajo.
—¡Rayos!
—¡Terremoto del Vesubio!
—Después vendrá el resto. Tendremos vino, aceite, luz, vajilla, etc. Conozco la flora malasiana, y se las cosas indispensables que para la vida puede producir. La Naturaleza se encargará de darnos todo lo necesario.
—¡Es usted un grande hombre, señor! —exclamó el marinero.
—No he hecho nada aún para merecer esos elogios —repuso sonriendo Albani—. He viajado bastante, especialmente por la Malasia, y me aprovecharé de todo cuanto he aprendido en mis excursiones. ¡A trabajar amigos!… Es preciso tener donde cobijarse antes de que llegue la noche.
—Pero todavía no hemos bebido, señor —dijo el marinero—. Y yo tengo gran deseo de pagar las sed abrasadora con unos cuantos tragos de agua.
—He aquí una planta que te dará un agua muy exquisita —repuso el veneciano—. La naturaleza comienza a ofrecernos pródigamente lo que tiene.
Se habían acercado a una especie de liana muy ramosa, que trepaba por un «durión», formando graciosos festones; el señor Albani empuñó el cuchillo del mozo.
—Preparaos a beber —dijo.
Con un golpe seco seccionó la liana, y de los dos extremos cortados se vió caer enseguida un agua limpísima.
—¿No será venenosa, señor? —preguntó el marinero, temeroso.
—No, hombre desconfiado; bebe sin miedo y con comodidad, que hay para todos.
Enrique y el muchacho aplicaron los labios, cada uno a un extremo de la liana, y bebieron ávidamente; después dejaron el puesto al señor Albani, que no quiso beber primero.
—Efectivamente, es agua, señor —dijo el marinero—. ¿Qué especie de planta es esta que hace las veces de fuente?
—Los habitantes de la Molucas la llaman «aier» pero es poco conocida por los naturalistas europeos; Solamente Rusufio y nuestro compatriota Rienzi, el valeroso explorador de estas regiones, la han señalado. Pero es muy común y los isleños utilizan el agua que contiene cuando escasea en los depósitos de los torrentes.
Además, la fruta de esta liana contiene mucho jugo acuoso.
—¡Que planta tan extraña! —Exclamó Piccolo Tonno.
—Ya encontraremos otras que también nos darán agua. Seguidme amigos…
—¿Adónde nos lleva?
—En busca de los materiales para nuestra cabaña. Ved allí una plantación de bambúes con cañas robustísimas y fáciles de transportar, que nos servirán a maravilla.
—Y los restos del barco ¿no pueden servirnos?
El veneciano se detuvo ante aquella pregunta.
—Es verdad —dijo—. Tenemos el cordaje, las velas y las astas de hierro del penol, que podemos emplear en muchos usos. Es preciso que traslademos todo eso a tierra antes de que la marea se lo lleve mar a dentro. Esta noche nos contentaremos con una tienda de campaña.
Volvieron hacia la playa, buscando una salida que les permitiese bajar al mar, y la encontraron a doscientos pasos de la gran roca. Allí, el acantilado descendía suavemente, formando una pequeña cala o ensenada, dentro de la cual podría abrigarse cómodamente un barco pequeño, pues estaba defendida por una doble línea de escolleras.
Se arremangaron los pantalones, encontrando sumergidos los bancos arenosos que costeaban el acantilado; así, pues, se dirigieron hacia la caverna, delante de la cual hallaron todavía embarrancado el palo y los restos a él adheridos.
Se pusieron enseguida al trabajo, para recoger todo lo que podía serles necesario. El maderaje era inútil, habiendo como había, tanta abundancia en la isla, y, sobre todo, bambúes, que se prestaban mejor que nada a la construcción de la cabaña; pero, en cambio, se apoderaron de las cuerdas, de los cables y de los cordeles, que habían de serles muy útiles, así como de todo el herraje de los penoles, especialmente de la barra de apoyo de los gavieros y de las velas, que eran tres: la de la gavia, la del papahigo y la del contrapapahigo.
—Nos servirán para hacernos hamacas y vestidos —dijo el veneciano—. La tela se halla todavía en buen estado.
—Pero nos faltan las agujas, señor —dijo el muchacho.
—Ya encontraremos el modo de fabricarlas.
—¿De acero?
—De acero, no, pero hay ciertas espinas de pescado que servirán lo mismo.
—¿Lo dice en serio? —preguntó Enrique.
—En serio, marinero incrédulo, los habitantes del Norte, los esquimales, por ejemplo, ¿piensas que tienen agujas de acero? No; se sirven de huesos de pescados, y nosotros les imitaremos.
—¿Y el hilo?
—Nos lo darán las velas. Aún cuando estoy seguro de que encontraremos árboles que también nos lo darán. La «arenga sacarífera» produce una sustancia algodonosa, que los malasianos utilizan como yesca, y que se puede hilar.
—Usted, señor Emilio, es un hombre milagroso. Sabe encontrarlo todo aún en una isla desierta.
—Si, pero que tenga árboles, —contestó, riendo, el veneciano—. Ahora, volvamos al acantilado.
Cargaron con una parte de los objetos recogidos y volvieron al grupo de los «duriones», cerca del cual pensaban acampar hasta que encontrasen otro sitio mejor.
Después de descansar un poco, bajaron de nuevo y se llevaron lo restante.
A juzgar por la altura del sol, eran las cuatro de la tarde. Hallándose demasiado fatigados para comenzar nuevos trabajos, con la vela de la gavia, que era muy grande, y con algunas ramas de árbol improvisaron una tienda cómoda, e hicieron una recolecta de leña seca para mantener encendido el fuego toda la noche, por temor a una visita peligrosa de parte de los habitantes de cuatro patas que había en el bosque. Por fortuna, les era fácil encender una hoguera, pues el marinero encontró en uno de los bolsillos, la piedra de chispa y la yesca, que conservaba en una cajita metálica, juntamente con la pipa; objeto inútil ya, ¡ay de mí!, faltando el tabaco.
Aquella noche, la cena fue muy escasa; pero hubo que contentarse con ella. El menú era sencillísimo. Cangrejos de mar asados en los carbones, ostras pequeñas y fruta de «durión», regado todo con un trago de agua de otra liana que encontraron cerca de la plantación de bambúes.
—¿Quién hace el primer cuarto de guardia? —preguntó Albani—. Porque no es prudente que nos durmamos todos, no sabiendo que animales se ocultan en los bosques, y que hombres habitan esta isla.
—Lo haré yo —dijo el marinero.
—Cuidado con dejar apagar el fuego.
—No tenga cuidado.
—Y si ves una cosa sospechosa, llama enseguida.
—Duerma tranquilo.
El señor Albani y el muchacho se deslizaron bajo la tienda, mientras el marinero se colocaba cerca del fuego con el hacha en la mano.