LOS MONSTRUOS DEL OCÉANO
A primera vista, aquella parte de la isla no ofrecía paso alguno para subir o bajar a la costa, pues los acantilados eran muy altos y casi cortados a pico.
Por el momento, el único refugio estaba en aquella caverna que, seguramente habían socavado las impetuosas olas.
Ni a derecha ni a izquierda se veía trozo alguno de tierra lo suficientemente espacioso para que los náufragos pudieran sentarse, y mucho menos tumbarse a descansar.
Aun cuando entraban las olas en la caverna, el marinero entró también, por sí al cabo encontraba dentro algún sitio, por pequeño que fuese, que les permitiera dormir.
Esperó a que la oleada saliese, y al punto se dirigió atrevidamente al interior, seguido por el señor Albani y el muchacho; pero de repente se hizo atrás dando un grito de terror y de sorpresa.
Algo semejante a un brazo muy grueso, que apenas se distinguía a la pálida luz diurna que penetraba hasta allí por la boca de la gruta, le había cogido estrechándole por la mitad del cuerpo.
Al pronto, el marinero creyó que era un brazo humano, pero enseguida se dio cuenta de su engaño; delante de él brillaban dos ojos grandes, redondos, fosforescentes, los cuales le miraban de tal modo, que parecía como que querían fascinarle.
El marinero era animoso; pero encontrarse frente a frente con aquél monstruo envuelto por la semioscuridad, con las olas que rugían alrededor suyo, amenazando con arrastrarle, y con aquel brazo que le estrujaba de un modo terrible, sintió que se le paralizaba la sangre y que se le erizaba el cabello.
—¡Señor Albani! —gritó con voz ronca.
—¿Qué te sucede? —preguntó el veneciano, que no había podido ver nada todavía por encontrarse detrás de él.
El marinero no pudo contestar, Aquel brazo le apretaba con tal fuerza, que le ahogaba, produciéndole un dolor agudísimo en los riñones, cual si le chupasen la sangre.
Sin embargo aún tuvo alientos. Hizo un esfuerzo desesperado; extrajo el cuchillo del cinto, y, con un tajo rápido cortó por entero aquel miembro, que tan extraordinaria fuerza tenía.
El veneciano corrió entonces en su socorro, empuñando el hacha. De un solo golpe de vista se hizo cargo del formidable adversario con que tenía que luchar.
—¡Atrás! —gritó.
El marinero giró sobre sus talones, lanzándose hacia la salida de la gruta; pero otros dos brazos le aferraron tratando de levantarle, mientras tres brazos mas caían sobre su compañero.
—¡Ah… canalla! —gritó, furioso, Albani.
No obedeciendo mas que a la rabia de que estaba poseído, comenzó a luchar cuerpo a cuerpo contra aquellos dos grandes ojos que brillaban en la oscuridad, tirándoles hachazos desesperados, mientras el marinero agitaba como un loco el cuchillo y se lo hundía al monstruo en todas partes.
De repente se sintieron acariciados por una inundación de un líquido denso que despedía un fuerte olor a musgo, y los brazos que los sujetaban cayeron inertes.
Medio sofocados, buscaron a tientas la salida, en la cual se había detenido el mozo gritando como un poseído.
—¡Rayos de Génova! —exclamó el marinero corriendo a meterse en las olas—. ¿Qué será lo que me ha dejado ciego?
—¡Pero está usted inundado de tinta! —gritó el chico—. ¿Qué es lo que ha sucedido?
—¡Espera para que me lave!… ¡Infame Bribón! Estoy tan perfumado como un caimán.
El veneciano por su parte, se había lanzado al agua, y se frotaba vigorosamente la cara, el pelo y la ropa.
—Pero ¿qué es lo que les ha sucedido? —repetía el mozo, que miraba lleno de miedo, hacia la caverna.
—¡Auff! —exclamó por fin el marinero, mirando a los peñascos—. ¡Era tinta de primera clase!…
—Pero ¿han luchado ustedes con tinteros? Preguntó el muchacho, que ya reía a carcajadas.
—No; contra un tintero solo. Pero si tú lo hubieras visto, muchachito mío, no te hubiera quedado una sola gota de sangre en el cuerpo… ¡Qué brazos!… ¡Qué ojos!… Si me aprieta un poco más, te aseguro que me hace echar los intestinos por la boca.
—Entonces, ¿era un pulpo formidable?
—Enorme.
—¿Y lo han matado?
—Así lo creo.
—Por lo visto, estaba en esa gruta como en su casa.
—Precisamente, Piccolo Tonno.
—¡Ay!… ¡San Jenaro, socórreme!
—¿Qué es?
—¡Oh! ¡El monstruo… el horrible monstruo!
—¡Rayos!… ¡Él todavía… señor Albani!
Albani, que acababa de lavarse en aquel momento, ganó rápidamente la orilla, pero se detuvo en el acto.
De la caverna marina salía el monstruo que hacía un instante los acometiera, tratando de volver al mar.
Aquél calamar gigantesco daba miedo, era de enormes dimensiones, pues debía de pesar mil kilogramos, blancuzco, casi gelatinoso; con brazos de seis metros por lo menos de largo, provistos de un número grande de ventosas, destinadas a chupar la sangre de sus víctimas; con un pico tremendo, formado por una sustancia córnea, que se parecía en la forma al de los papagayos, y con dos ojos grandes, aplastados, de glaucos colores.
Avanzaba penosamente por la falta de los tres brazos, y trataba de aprovechar las olas que la resaca enviaba a la caverna.
—¡Huid! —gritó el señor Albani.
Sobre el flanco derecho de la gruta se desarrollaba una fila de pequeños escollos, ligados unos con otros con bancos de arena, que la baja marea había dejado al descubierto, y que iban a parar al pié de otro parapeto de roca.
Afortunadamente, el calamar gigante no parecía dispuesto a una segunda batalla, sino a meterse en el mar. Esperó a que una nueva ola llegase hasta cerca de la caverna, y cuando la vió retirarse se dejó llevar por ella.
Durante algunos instantes se vieron sus brazos agitándose entre la espuma, y enseguida la masa entera desapareció en el agua.
—¡Buen viaje! —gritó el marinero, respirando libremente—. ¡Rayos!… ¡Que feo era!… ¡No he visto otro semejante nunca!…
—Los cefalópodos son siempre extraños —dijo Albani.
—¿Esos monstruos se llaman cefalópodos?
—Sí, Enrique.
—¿Y son peligrosos?
—Tienen tal fuerza en sus brazos o tentáculos, que pueden descoyuntar al hombre más robusto. Añade a eso que donde aplican las ventosas y si no hubieses estado vestido lo hubieses sabido a tu costa.
—Pero ese maldito, con las mutilaciones que le hicimos, no podrá vivir.
—No creas tal cosa, amigo mío. Los cefalópodos tienen la vida dura, y para matarlos es preciso herirlos en el corazón o, mejor dicho, en los corazones, puesto que tienen tres.
—Pero ha perdido tres brazos, señor.
—Volverán a salirle con el tiempo.
—¿Qué dice usted?… ¿Volverán a crecerle los brazos?
—Sí; dentro de siete años. Pero dejemos ir al cefalópodo y tratemos de escalar esta muralla de peñas. Allá arriba veo árboles que nos prometen fruta, si no me engaño.
—Señor, somos marineros y espero que hemos de poder subir.
El sol comenzaba a despuntar, iluminando el mar y la isla. Levantando la vista hacia la elevada muralla rocosa, los náufragos distinguieron perfectamente moles enormes de árboles cubiertos de grandes hojas, en medio de las cuales asomaban gruesas frutas espinosas de forma un poco alargada.
—Si no me engaño, son «duriones» —dijo el señor Emilio—. Será un poco difícil hacer caer esa fruta; pero quizá haya alguna en el suelo que podamos recoger.
Se pusieron a mirar con detenimiento la roca; pero era tan lisa en la base, que no ofrecía ni el más pequeño saliente ni intersticio al cual pudiera agarrarse un gato ni una mona. Tan solo a los cuatro metros de altura comenzaban las arrugas de la peña, las raíces y los raigones, los cuales podían servir de escala y de asidero.
—¡Cuerpo de…! —exclamaba el marinero, que se rompía inútilmente las uñas contra aquella pared lisa y dura—. Qué ¿no hemos de poder llegar hasta allá arriba?
—Con paciencia llegaremos —dijo el señor Albani—. ¿Dónde están los restos del barco?
—Están en la arena, cerca de la caverna —respondió el muchacho.
—Ve corriendo a cortar una de las cuerdas del árbol.
El muchacho se fue hacia la caverna, y al poco tiempo volvió tirando del grueso cable embreado.
—Ahora vamos a hacer una escala humana —dijo el veneciano—. Tú, Enrique, apóyate en la roca; yo me subo en tus hombros, y Piccolo Tonno en los mis llevando consigo el cable.
—¿Serás capaz de subir? —preguntó el marinero al muchacho.
—Me basta con meter un pié y una mano en cualquiera de aquellas hendiduras —respondió Piccolo Tonno.
—¡Adelante entonces!
El marinero se apoyó contra la roca, encorvado su torso robusto, es señor Albani se le subió de un solo brinco, y enseguida el muchacho, que se había liado la cuerda al cuerpo, gateó con la agilidad de una ardilla, agarrándose a una raíz, y poniendo el pié desnudo en una grieta.
—¿Estás? —preguntó el marinero.
—¡Ya! —respondió el mozo.
El señor Emilio saltó a tierra y miró hacia arriba.
Piccolo Tonno gateaba sobre el flanco de la roca con seguridad y con sorprendente rapidez, cogiéndose fuertemente a las raíces y a las rugosidades y aprovechando el mas pequeño relieve y las más leve hendidura.
A los pocos instantes llegó con felicidad a la cumbre de la gran roca.
—¿Qué es lo que ves? —le preguntó el marinero con impaciencia.
—Muchos árboles y cañas enormes.
—¿Hay cabañas? —preguntó a su vez el señor Emilio.
No veo ninguna.
—Ata la cuerda y, después arroja el cabo.
—Qué, ¿hay algo todavía?
—Veo monos.
—No valen lo que el «glupin»[4]; pero por ahora, bastará con ellos para calmar nuestros estómagos —dijo el marinero—. Echa la cuerda, muchachillo.
Piccolo Tonno ató una punta de la cuerda una roca y arrojó el otro extremo, que cayó en el agua.
—Usted, señor Albani —dijo Enrique.
Albani agarró el cable y comenzó a subir con una ligereza que demostraba lo familiarizado que aquel hombre estaba con los ejercicios gimnásticos, reuniéndose al mozo. Éste seguía asombrado con la vista a algunos pájaros de espléndido plumaje, los cuales revoloteaban alrededor de los árboles.
Aquella parte de la isla, cuyo acantilado era tan alto, parecía ser muy accidentada y como si fuese la última pendiente de la montaña, la cual se erguía a menos de una milla de distancia del mar.
Dicho terreno iba en marcha ascendente, formando ondulaciones muy acentuadas; estaba cubierto de espesos boscajes, que trepaban por los flancos del monte.
Veíanse entrecruzarse ramas de árboles de todas las especies, tan juntos crecían. Unos eran altísimos; otros anchos y bajos; otros nudosos y retorcidos, y todos cubiertos por plantas trepadoras, que los decoraban con los más pintorescos festones que pueden imaginarse.
Muchos pájaros de especies diversas volaban acá y allá, escondiéndose entre las hojas de los árboles más espesos, en tanto que sobre las peñas de la costa revoloteaban bandadas de golondrinas, gaviotas y otras aves acuáticas.
En aquella parte no se vislumbraban trazas de habitantes; ni una canoa, ni una cabaña. Ni humo que delatase la presencia de seres humanos. En cambio veíanse numerosos simios, de los llamados narigudos («Nasalis lardatus»), de cómica fisonomía con la nariz larga y gruesa y la punta redonda y rosada, como la de los borrachos, muy ocupados en entrar a saco en la fruta de los árboles.
—¿No hay habitantes, señor? —preguntó el marinero, reuniéndose con Albani.
—Hasta ahora, no —respondió éste.
—¿Y algo que poner entre los dientes tampoco?… Le aseguro que un apetito formidable y que daría un año de vida por una sopera de aquel «giupin» que tan deliciosamente sabía hacer papá Merlotti.
—Y yo dos por un plato de macarrones con tomate —dijo el mozo.
—Por ahora os contentareis con la fruta de estos «duriones» —respondió sonriendo, Albani.
—¿Es buena siquiera? Preguntó el marinero.
—La mejor y más nutritiva de todas las frutas; pero…
—¿Hay un «pero»?
—No sé si sabréis dominar el mal efecto del ingrato olor que exhalan.
—¡Ta, ta!… ¡Son la fruta más exquisita y tienen un perfume que no todos pueden soportar!… ¿Qué especie de fruta es ésa entonces?
—Ya te lo he dicho: deliciosa.
—Aunque sea alquitrán, yo la comeré —dijo el muchacho—. Tengo vacío el estómago, y me reclama con imperio la comida.