CAPÍTULO IV

¡TIERRA!… ¡TIERRA!…

¿LE había vuelto loco el miedo o sus ojos habían visto, efectivamente, un hacha?… El marinero y el señor Albani, que se habían subido a toda prisa en el árbol, buscaron a su compañero, y le vieron correr, manteniéndose derecho mejor que un equilibrista japonés, hacia la extremidad del tronco, bajarse rápidamente y hacer esfuerzos desesperados, como si quisiera arrancar un objeto profundamente adherido al árbol.

—¡Eh, tú, Piccolo Tonno! —gritó el marinero.

—¿Quieres que te trague un tiburón?

—¡Un hacha!… ¡Un hacha!… —repetía el mozo, redoblando sus esfuerzos.

—Pero ¿dónde está? —Preguntó el señor Albani.

—Aquí, clavada en el palo.

—¿Un hacha ahí?…

—Si, señor Albani.

—¡Escapa, mi Piccolo Tonno! —gritó el marinero—. ¡El tiburón va a volver a acometernos!

El mozo reunió todas sus fuerzas, y con un tirón irresistible arrancó el hacha. Se enderezó, gritando de júbilo, y se la llevó a l señor Albani.

El escualo, desembarazado de ya de las cuerdas que le habían aprisionado bajo la aletas triangular del penol, volvió hacia el árbol para intentar un tercero y, probablemente más peligroso salto. Nadó como unos diez o doce pasos para distanciarse de los náufragos, se sumergió y, renovando el coletazo, se arrojó hacia delante, y fue a caer precisamente sobre el palo, que se hundió bajo aquel enorme peso.

El marinero y el joven cayeron al agua; pero el ex marino se estuvo quieto, sujetándose enérgicamente con las piernas, y rápido como un relámpago, levantó el hacha y la dejó caer con desesperada violencia sobre el escualo que le pasaba por delante.

Resonó un golpe sordo y un chorro de sangre saltó en el aire.

El monstruo agitó furioso la potente cola, rompiendo con un golpetazo el penol del papahigo, que se destacaba en alto, y desapareció, dejando tras sí un remolino de espuma.

—¿Ha muerto? —preguntaron el marinero y el muchacho, que habían ganado la superficie.

—No lo creo; pero supongo que tiene bastante por ahora, y que no tendrá ganas de volver a atacarnos —respondió Albani.

—¿Y el hacha? ¿Se ha perdido?

—No, Enrique; es un arma demasiado preciosa para no conservarla.

—Pero ¿cómo pudo quedar ese arma clavada en el árbol?

—Creo que era la que tenia el nostramo, me acuerdo de que cuando, picado el mástil, se vino abajo, se alejó precipitadamente para que no le aplastase el penol de la gavia.

—¡Pero que no se haya podido matar al escualo!

—Te digo que no se atreverá a volver.

—Me figuré que había muerto. Por lo menos habríamos tenido carne en abundancia.

—Más coriácea que la de un mulo viejo.

—Pero a falta de otra mejor, nos hubiera servido, señor Albani. ¡Oh!…

—¿Sucede algo más todavía?

—Se levanta la brisa.

—Y sopla de Poniente —dijo el muchacho.

—¡Eso es bueno! —exclamó Albani—. Nos llevará mas deprisa hacia el archipiélago Zulú.

—¡Una idea, señor!

—Habla, Enrique.

—Ahí está el pedazo del penol del papahigo, roto por la cola del escualo.

—Bueno, ¿y que quieres decir con eso?

—Que no faltan cordeles ni vela.

Efectivamente; ¡apresurémonos, amigos!

Sin pérdida de un momento, los tres se pusieron a trabajar, pues sabían por experiencia que en aquel clima cálido las brisas nocturnas cesan al levantarse el sol.

Retiraron el penol roto, que estaba sostenido por una cuerda, y lo rizaron, sujetando una extremidad entre la cruceta, la cual en cierto modo, les servia de verga. Lo aseguraron con pedazos de cuerdas; sacaron del agua la vela de la gavia, y sirviéndose del pequeño palo como de antena, la desplegaron lo mejor que pudieron, tratando de extender lo más posible su extremidad inferior.

La brisa, que soplaba con gran regularidad, era bastante fresca, y no tardó en hinchar la lona; y el palo comenzó a enfilarse hacia el Este, dejando tras de sí una ligera estela.

No seguía una línea derecha, como puede imaginarse, derivando con frecuencia por falta de timón o, por lo menos, de un remo, pero avanzaba siempre, a lo que le ayudaba la corriente.

Los tres náufragos, que ya tenían la escota largada, se alegraban ya de aquella carrera, cuando vieron aparecer de improviso al escualo.

—¡Todavía! —exclamó el marinero, tendiéndole el puño—. No quiere dejarnos ese condenado tragahombres. ¿Necesitará que le hundan el cráneo para hacerle renunciar a esta caza encarnizada?

—Tiene hambre —dijo Albani— y cuando tienen apetito esos monstruos, siguen su presa con increíble constancia.

—¿Sin embargo de haberle acariciado como lo ha hecho?

—¡Bah! Tienen una vitalidad extraordinaria, y como no se les hiera en el corazón o en el cerebro, no mueren. Añade a eso que somos náufragos, y que cuándo persiguen el resto de un barco o de una balsa, no lo dejan ya, porque están seguros de que más tarde o más pronto, han de apoderarse de la presa.

—En ese caso, ¿espera que una tempestad estalle y deshaga este árbol en el que vamos?

—Sin duda, Enrique.

—Afortunadamente no está el tiempo para cambiar, al menos por ahora.

—Y si cambiase, ya nos encontraremos entonces muy cerca de las islas Zulú, y allí ya no debemos temerle.

—¡Ah!… ¡Si ese tiburón acercase su cabeza al árbol!…

—Déjale que nade a su gusto, Enrique. Te aseguro que no ha de inquietarte. Ocupémonos de que nuestra lona vaya tirante.

La brisa nocturna se mantenía constante, y aún tendía a aumentar, aún cuando faltaban pocas horas para la venida del día.

El casco, que mantenía aún su estabilidad por efecto del tonel y del trozo de castillo, que le servían como de balancín, seguía avanzando con una velocidad de dos o tres nudos, ganando terreno hacia Levante.

Por su parte la corriente le ayudaba, facilitando la carrera.

Habían transcurrido otras dos horas cuando Piccolo Tonno que se ponía frecuentemente de pie para abarcar mayor horizonte, esperando divisar algún punto luminoso que le indicase la presencia de algún barco, señaló algunos pájaros que se dirigían hacia el Este.

—¿Son pájaros costeros? —preguntó Enrique.

—Está demasiado oscuro para que se les pueda distinguir —respondió Albani, que los miraba con gran atención—. Por su vuelo pesado no me parecen procelares ni costeros.

—¿Se hallan siempre muy lejos de las costas esos animales?

—Ordinariamente si, porque se encuentran hasta a quinientas o seiscientas millas de las islas y de los continentes.

—Entonces, aquellos pájaros que huyen hacia Levante, ¿serán del archipiélago?

—Pueden ser aves emigrantes, amigo mío, y dirigirse Dios sabe adónde.

—¡Señor! —exclamó en aquel momento el muchacho con voz llena de emoción.

—¿Qué es? —preguntó Albani.

—¡Allí!… ¡Allí!… ¡Mirad!

—¿Adonde?

—¡Delante de nosotros!… ¡Póngase en pié!…

Albani y el marinero, se apresuraron a obedecerle, y vieron que a gran distancia emergía en el horizonte una masa oscura, la cual se destacaba sobre las aguas que iluminaba la luna.

—¡Una isla!… —exclamó el marinero con voz sofocada.

El ex marino no contestó. Levantada la cabeza y con la vista fija, miraba con profunda atención aquella masa negruzca, que se parecía vagamente a la cresta de una montaña.

—¿Una isla? —repitió el marinero con ansiedad creciente.

—Si —respondió al cabo el veneciano—. ¡No!… No podemos equivocarnos; aquello es tierra.

Dos gritos de alegría salieron de los pechos de ambos marineros.

—¡Viva! ¡Gracias a Dios, nos hemos salvado!

—Si —repitió Albani, que seguía mirando—. ¡Tierra! ¡Aquello es tierra!…

—¡Déjeme que el abrace, señor Albani!… —gritó el marinero, que parecía loco de alegría.

—Sin embargo es preciso no caerse —dijo, riendo el veneciano—. El tiburón nos sigue todavía.

—¡Ya no le temo!

El marinero le echó los brazos al cuello, y después volviéndose hacia el muchacho:

—¡Un abrazo también a ti, mi Piccolo Tonno!… —dijo.

—¡Vaya!… Me haces abandonar la escota.

—Volveremos a cogerla después.

Y el expansivo marinero estrechó también al mozo contra su pecho.

El casco continuaba enfilando directamente a la isla, empujándole precisamente el viento, que era favorable.

La cresta de la montaña parecía erguirse por instantes sobre el horizonte. ¿Qué tierra sería aquélla, que allí surgía casi de un modo inopinado? ¿Era una isla perteneciente al archipiélago Zulú y habitada, o era una escollera desierta de las que abundan en aquellos mares? Por el momento les importaba muy poco a los náufragos el averiguarlo; les bastaba con poder saltar a tierra para descansar y apagar las sed pues estaban seguros de que encontrarían un poco de agua, o, por lo menos, fruta.

Albani, en pié cerca del penol del papahigo, miraba con atención creciente al picacho, que se destacaba a cada instante con más limpieza sobre el horizonte, el cual comenzaba a clarear con la proximidad de la aurora. Parecía como si quisiera adivinar a que tierra pertenecía.

—¿Divisa usted algo, señor? —preguntó el marinero, que no podía permanecer callado.

—Nada —respondió el veneciano.

—¿Ni un punto luminoso?

—No.

—¿Parece grande esa isla?

—No me lo parece.

—¿Estará desierta?

—Te lo diré cuando hayamos desembarcado.

—Yo la preferiría deshabitada, señor —dijo el muchacho.

—¡Guasón! ¿Cómo te arreglarías para procurarte víveres si no tenemos un fusil?

—Tenemos un hacha y dos cuchillos.

—¡Qué miserables Robinsones!… Crusoe tenía por lo menos, armas de fuego y la despensa de la nave.

—No la echaremos de menos.

—Quiero verte en la prueba.

—Veo las escolleras de la isla —dijo en aquel momento el marinero.

El señor Albani y el muchacho, ayudándose a sostenerse mutuamente en equilibrio, se pusieron en pié.

La isla no distaba ya más de cinco o seis millas, y se distinguía perfectamente.

No parecía grande, pues su frente se extendía tan solo unas cuantas millas al Este y al Oeste, y el monte tendría una elevación de trescientos o cuatrocientos metros, formando cerca de la cumbre dos puntas dentelladas como si fueran dientes.

Delante de la playa se veían sobresalir masas oscuras, probablemente escolleras coralíferas, y alrededor deshacerse el agua en espuma en un largo espacio.

—Debe de ser violenta la resaca —dijo el marinero—; pero aproaremos lo mismo, Piccolo Tonno, deja ir la escota, Andaremos más.

La brisa, que había aumentado en lugar de disminuir, daba en la vela con cierta violencia, imprimiendo bruscas sacudidas a la extraña embarcación. La superficie del mar, tranquila hasta entonces, comenzaba a romper, y se formaban largas olas, que corrían de Levante a Poniente.

A las cuatro de la mañana, cuando a la primera luz del alba principiaban a palidecer los astros, los tres náufragos llegaban ante la primera escollera de la isla.

La resaca se hacía sentir con violencia; las olas y las contraolas chocaban furiosas, rompiéndose y elevándose con gran estruendo y cubriéndose de espuma.

El casco sacudido por todas partes, bailaba desordenadamente, y amenazaba arrojar al agua a los náufragos. Ya se habían caído el penol y la vela por efecto de las sacudidas.

De repente el palo tocó; se había encajado en la arena de un bajo fondo.

—¡Al agua! —gritó el señor Albani.

El marinero metió el cuchillo en el cinturón y abandonó el árbol. Esperó a que pasara la ola de la resaca y se lanzó hacia la playa, deteniéndose delante de una especie de caverna, en la cual el agua se precipitaba con largos mugidos.

Sus compañeros le habían seguido corriendo.