CAPÍTULO III

ASALTO DEL TIBURÓN

EL señor Albani, ex oficial de Marina, que debía ser un gran nadador, se había sumergido de improvisto detrás del escualo. La luna hacía brillar el cuchillo que tenía entre los dientes.

Dando una brazada se colocó detrás del monstruo en el momento en que éste se disponía a llegar al marinero, quien no se atrevía a moverse, pero conservaba el arma empuñada.

—¡No temas, Enrique! Si te asalta el escualo, llevará su merecido —dijo el señor Albani tranquilamente.

—¿Qué hay debajo? —preguntó el marinero que había recobrado el ánimo sabiendo que tenía a su lado un compañero valiente.

—La luna ilumina el agua y podremos verlo, espera.

Dio un chapuzón y miró rápidamente debajo del agua.

Volvió a salir y a mirar, y vió formarse a unos veinte pasos un remolino, que indicaba la inminente aparición de un cuerpo gigantesco.

—Lo tenemos a la espalda —dijo—. Ponte el cuchillo entre los dientes y a batirnos en retirada a toda prisa en dirección al palo.

—¿No nos veremos asaltados?

—No lo creo; encontrará numerosos cadáveres, sin que tenga que atacar a los vivos —repuso el señor Albani dando un suspiro.

—Pero ¿cree usted que todos hayan muerto?

—Lo creo; pero apresurémonos.

Se pusieron a nadar con rapidez, volviendo de cuando en cuando la cabeza para ver si los seguía el tiburón; pero parecía que el monstruo no pensaba ya en ellos.

Aparecía y desaparecía lanzando roncos suspiros; azotaba a intervalos el agua con la cola, levantando verdaderas olas; pero se mantenía a distancia. Probablemente había encontrado otra presa que no ofreciera peligro.

En pocos minutos ambos nadadores recorrieron la distancia que los separaba del palo sobre el cual se sostenía su otro compañero, a quien hemos oído llamar Piccolo Tonno.

Este último de los supervivientes era el grumete del «Liguria»: un muchacho de quince o dieciséis años, ágil como una ardilla, bien desarrollado y de rostro inteligente y burlón.

Tenía grandes ojos negros de forma de almendra; un perfil de una regularidad admirable, que recordaba el de la raza grecoalbanesa; una boca de mujer de labios muy rojos; las mejillas, un poco tostadas y llenas, y el pelo, negro.

El fallecido capitán Talcone le había embarcado. Le recogió casi muerto de hambre sobre la playa de Ischia. No conoció ni a su padre ni a su madre, y solamente se acordaba de haber pasado su niñez en compañía de un viejo pescador, con el que había vivido hasta que el pobre anciano expiró.

Solo en el mundo, había vagado a su capricho sobre la playa o en los campos de la isla, viviendo con los cangrejos que cogía y con la fruta que robaba por las noches, hasta que llegado el invierno, extenuado, no conservaba mas que la piel y los huesos, había caído medio muerto en la orilla del mar, donde el capitán, que había ido a ver a una parienta suya, le había encontrado.

Ubaldo, llamado Piccolo Tonno —tal era su nombre, pues jamás había tenido otro—, ayudó a sus compañeros a subirse sobre los restos del bergantín, tratando al mismo tiempo de que el palo no girase sobre si mismo.

—¡Auf! —exclamó el marinero, escurriéndose el agua que le había empapado la ropa—; media hora más y corro el peligro de irme a pique como una bala de cañón.

—Y de quedar partido en dos por aquel comedor de hombres; ¿verdad camarada? —dijo el mozo.

—Sin el señor Albani, no sé si a estas horas conservaría las piernas. Gracias, señor; no lo olvidaré nunca…

—Déjate de eso, Enrique —dijo Albani, interrumpiéndole–. Pensemos en el modo de salir de esta situación, que no es muy alegre.

—No pido otra cosa.

—¿No han oído un grito?

—Ninguno, señor, Yo creo que nuestros desgraciados compañeros han muerto todos.

—¡Pobre capitán y pobres marineros!… ¡Malditos sean aquellos traidores!…

—¡Dios los castigará! Aun cuando vayan en la chalupa, no deben de ir muy lejos, pues no llevaron víveres apenas.

—En la chalupa no había mas que una botella vacía; la vi ayer por la mañana cuando hizo pié la embarcación.

—¿No veis restos del barco? —preguntó el señor Emilio.

—No veo flotar mas que un tonel —dijo el marinero.

—¡Si al menos estuviese lleno!…

—Me parece que está vacío, porque se ve fuera del agua mas de la mitad.

—Sin embargo debe de haber restos del bergantín. Los penoles y el palo del trinquete por fuerza han de sobrenadar, y deben verse primero que otra cosa.

—¿Qué es lo que espera, señor?

—Que pueda haber algún náufrago que recoger.

—No lo creo —dijo el marinero, moviendo la cabeza—. Hubiera contestado a las llamadas mías y a las de ustedes.

—Los restos quedarán ya lejos, y… Pero ¿no le parece que estamos a mucha distancia del sitio donde ocurrió la catástrofe?

—Ciertamente, señor, se me figura que nos alejamos.

—Por fuerza nos lleva alguna corriente.

—También lo creo.

—Pues eso es grave.

—¿Porqué?

—Porque nos aleja de los restos del barco, mientras que, de otro modo, podríamos recoger madera suficiente para construir una balsa o encontrar un cajón o algún barril con víveres.

—Probemos a llamar, señor —dijo Ubaldo Piccolo Tonno—. Si se ha salvado algún compañero, trataremos de acercarnos a él o el procurará llegar hasta nosotros.

—Probemos, sí —dijo Albani.

Tres llamadas atronadoras despertaron los ecos del dormido mar.

—¡Ohé!… ¡Ohé!… ¡Ohé!…

Escucharon atentamente; pero ninguna voz respondió.

Volvieron a llamar con mayor fuerza; pero en vano; solamente el rumor de las aguas y los roncos resoplidos del escualo contestaron a los náufragos.

—¡Han perecido todos! —dijo el marinero—. ¡No vive nadie más que nosotros, pero perdidos en la inmensidad de este mar, y sabe Dios cuál será nuestra suerte!

—No desesperemos —respondió el señor Albani—; si Dios nos ha conservado la vida, no habrá sido para hacernos morir de hambre, de sed o en los dientes de un tiburón.

—Pero ¿cómo hemos podido salvarnos y huir de la catástrofe?

—Porque nos hemos arrojado al mar antes de que hiciese explosión el barco.

—Usted, sí, señor; pero yo, no —dijo Enrique—, iba a saltar por la amura de proa, cuando me sentí lanzado al aire en medio de una nube de humo y caer enseguida sobre las olas, mientras alrededor mío llovían fragmentos de madera abrasados. ¿Cómo he vuelto a la superficie vivo todavía? Yo no lo sé.

—Ha sido un milagro que no te haya matado un madero.

—Lo creo, señor. Pero ¿qué haremos ahora? ¿Llegaremos a vernos a salvo? ¿O nos estará reservada una agonía lenta y horrorosa?

El señor Albani no contestó; con la mirada fija en la luna, que seguía su curso en medio de un cielo sin nubes, parecía meditar profundamente.

¿Pensaba en el medio de salir de aquella apurada situación, que de hora en hora se hacía mas grave, o en las últimas palabras del marinero?

Sus compañeros, también pensativos y tristes, sosteniéndose a horcajadas sobre aquel resto del «Liguria», echaban inquietas miradas a la ilimitada extensión del mar, con la esperanza de ver aparecer en la argentada línea del horizonte alguna mancha oscura o algún punto luminoso que indicara la presencia de alguna nave salvadora.

—Escuchadme —dijo de repente el ex oficial de marina—. ¿Sabéis de algún modo preciso en qué punto se encontraba el «Liguria» en el momento del desastre?

—Al Este de las islas Zulú —respondió el marinero.

—¿Sabrías decirme a que distancia?

—Lo ignoro, señor. Cuando el capitán hizo el cálculo yo no estaba presente.

—Ni yo tampoco —dijo Piccolo Tonno.

—Deberemos estar a doscientas o trescientas millas de aquel archipiélago —dijo el señor Albani, como si hablase consigo mismo.

—Eso creo respondió Enrique.

—Una distancia enorme para que puedan recorrerla unos hombres que no tienen ni una canoa siquiera y que carecen de agua y de bizcochos.

—Sin contar —añadió el marinero— que el archipiélago Zulú está lleno de los piratas más terribles de la Malasia.

—Veamos —dijo el señor Albani—, ¿adónde nos llevará esta corriente, que nos aleja del sitio del desastre?

—Aguarde usted, señor —dijo el mozo—; tengo en el bolsillo una brujulita que me regaló el capitán.

Sacó el precioso objeto, lo expuso a los rayos de la luna y miró la aguja.

—Vamos hacia el Este —respondió.

—¿Hacia el archipiélago? —preguntó el marinero.

—Sí —afirmó el señor Albani.

—¿Qué velocidad cree usted que tenga esta corriente?

—Tendrá milla y media por hora.

—Suponiendo que se halle a una distancia de trescientas millas, ¿qué tiempo emplearemos en recorrerlas?

—Doscientas horas, ósea ocho días y ocho horas.

—¡Vientre de tiburón! —exclamó el marinero—. ¡Tanto da morir de hambre como con toda comodidad!

—Si no de hambre, por lo menos de sed —dijo el señor Albani—. Con los calores que siempre reinan en estos mares, no podremos resistir.

—¡Y ocho días sin pegar los ojos! —añadió Piccolo Tonno—. Se me figura que no vuelvo a ver ni a Ischia ni a Nápoles.

—Ni yo a papá Meslotti, el tabernero de la vía Sottoripa, mi buen amigo —dijo el marinero—. ¡Adiós Génova!…

—Hay tiempo todavía para morir, amigos míos —dijo el ex marino—. Cierto que este mar es poco frecuentado por los barcos; pero podríamos ser recogido por alguno o ir a parar a cualquier isla del archipiélago.

—Me parece que no estamos muy lejos del grupo principal, y quizás se halle próxima alguna.

—Por ahora no la veo, señor.

—No hace más de media hora que navegamos, Enrique. Espera a mañana o a pasado mañana.

—Pero no tenemos nada que comer, señor.

—En dos o tres días no se muere nadie de hambre.

—Pero ¿y de sueño? ¿Seremos capaces de resistir al sueño?

—Sujetas al palo hay algunas cuerdas y un pedazo de vela; cuando haga falta podemos fabricar una hamaca y suspenderla de los dos penoles o entre la cruceta y una antena.

—Es verdad —dijo el mozo.

—¡Chist! —dijo el marinero.

—¿Qué has oído? —preguntó Albani.

Detrás del árbol se oyó un chapuzón. Los tres náufragos se volvieron a un mismo tiempo y vieron una masa negruzca que emergía a pocos pasos de distancia, fijando sobre ellos dos ojos redondos, con las pupilas azuladas y el iris verde oscuro. Una boca semicircular y enorme se abrió para dar paso a un ronco gruñido mostrando una corona de dientes planos, triangulares, desordenados, que se movían como si gustasen por adelantado de la ansiada presa.

—¡Ese maldito tiburón todavía! —exclamó el marinero, palideciendo—. ¿Porqué no nos dejará?

—¡Cuidado con las piernas! —dijo Albani.

—¡Y con su cola! —añadió el mozo.

El escualo, que debía de haber ido siguiendo aquél resto de barco con la esperanza de que pronto o tarde, había de apoderarse de los náufragos, alargó la enorme cabeza hacia el palo, cual si se tratase de ver más de cerca de sus víctimas, y con un poderoso coletazo se alzó mas de la mitad sobre el agua.

Los tres náufragos, por un movimiento instintivo, pero sosteniéndose siempre a caballo en el árbol, se habían retirado hacia atrás, agarrándose al cordaje del penol de gavia, que se mantenía derecho, mientras la otra mitad iba sumergida.

—¡Teneos! —gritó Albani.

—¡Rayos!

—¡San Jenaro confunda a ese tragahombres!

El escualo iba a intentar el asalto por segunda vez, y con más ímpetu que la primera; pues aún cuando esos monstruos pesan quinientos o seiscientos kilogramos, están dotados de una agilidad extraordinaria. Con un golpe de la potente cola se lanzan a varios metros de altura fuera de las aguas; y una vez se vió a uno de ellos dar un salto tan grande, que tocó en la extremidad del penol del trinquete de un barco negrero para apoderarse de un cadáver que a propósito se había colocado en aquél sitio. Los ojos del tragahombres indicaban un ardiente deseo, y su boca, desmesuradamente abierta, aparecía iluminada con esa luz fosforescente y siniestra que todos sus similares proyectan durante la noche. Se sumergió un momento como si quisiera tomar mayor empuje, y se lanzó, saliendo por completo del agua; pero en vez de hacer presa en los náufragos, que se arrojaron con rapidez al mar, atravesó por encima del palo y cayó del otro lado, enredándose entre los brazos del penol, el cordaje y las astillas flotantes. Casi al mismo tiempo se oyó gritar a Piccolo Tonno:

—¡Un hacha! ¡Un hacha!