CAPÍTULO II

SOBRE EL PALO MAYOR

EL «Liguria» había zarpado de Singapoore, el 24 de agosto de 1840, con rumbo a Agaña, la ciudad más populosa de las islas Marianas, llevando a bordo un cargamento de algodón elaborado para los principales comerciantes de dichas islas, una gran partida de armas y seis quintales de pólvora para las guarniciones españolas.

Aun cuando nueve años antes la nave estuviera varada en un astillero genovés, era todavía en aquella época un hermoso velero, de construcción sólida y de forma elegante, como lo son todos los barcos que se construyen en la Liguria, con un fortísimo espolón, y llevaba gallardamente su arboladura de bergantín.

El capitán Martín Talcone, uno de esos lobos de mar de la Riviera, lleno de audacia y de energía, adquirió el barco con sus ahorros, y verdadero descendiente del gran Colón, había emprendido las más lejanas y peligrosas navegaciones, pero también las mejor remuneradas del grande y pequeño cabotaje.

Compuesta la tripulación de escogidos marineros del Adriático y del Tirreno, realizó atrevidos viajes a la India, al Extremo Oriente y también al gran océano Pacífico, burlándose de las tempestades, de los tifones de los mares de China y de las peligrosas costas, llenas de escollos, de la Malasia y la Polinesia.

Durante nueve años recorrió con envidiable fortuna todos aquellos mares, acumulando grandes sumas, afrontando victoriosamente las iras oceánicas y las furias de los vientos, sin tener que cambiar su brava tripulación, de la cual no tenía la menor queja; pero en su penúltimo viaje la fortuna comenzó a abandonarle.

Aquella desgracia debía de serle fatal.

Dos de sus mejores marineros, cansados de aquel reposo prolongado, habían roto el contrato y se habían enrolado en otros barcos, así que, llegado el momento de ponerse de viaje, se vió en la necesidad de admitir a otros dos para completar la tripulación.

La mala suerte le hizo dar con dos marineros malteses, que desembarcaron unas semanas antes de un barco inglés. ¿Porqué habían dejado la nave que desde las costas del Mediterráneo los llevara a la costa de Malaca?… Nadie lo sabía, y el capitán Martín, que prefería a bordo marineros del Mediterráneo, y, siendo posible, italianos, no tardó en saber el motivo, tanto mas cuanto que el barco inglés zarpó del puerto tres semanas antes con rumbo a otros del Celeste Imperio. Pocos días después tuvo que arrepentirse de haber contratado a aquellos hombres. Apenas llegados a alta mar y fuera de la vista de la costa, los malteses comenzaron a insubordinarse.

Trabajaban lo menos posible; no cumplían por entero su cuarto de guardia, fuese diurna o nocturna; se rebelaban contra las ordenes del nostramo, primero; después contra las del segundo, y por último, concluyeron desobedeciendo al capitán.

Como debían detenerse en Varaimí para recoger una considerable carga de aceite alcanforado con destino a los isleños de las islas Marianas, decidió deshacerse allí de ellos; peor, ya cercanos al puerto de la capital de la isla de Borneo, los dos malteses, que hacia algunos días que parecían como arrepentidos, hicieron mil promesas, decididos a que los conservaran a bordo.

Precisamente en Varaimí fue donde el capitán Martín había tomado en calidad de pasajero a aquel hombre a quien hemos oído llamar señor Emilio, y que le había sido muy recomendado por el cónsul holandés.

Dicho pasajero no era holandés, sino italiano, como toda la tripulación. Nacido en Venecia, hacía algunos años que se había establecido en Borneo, donde había reunido una fortuna considerable traficando en alcanfor.

Antiguo oficial de marina, primero; después, explorador por cuenta del Gobierno de Holanda; últimamente, negociante riquísimo, se había embarcado para realizar por su cuenta algunas exploraciones en las islas del gran Océano.

Hombre instruidísimo, amable, tan enérgico como el capitán, había sido un buen compañero para todos, haciéndose querer de los marineros y de los oficiales.

La navegación había vuelto a reanudarse bajo los mejores auspicios, pues el mar estaba tranquilo y el viento era favorable.

Había perdido de vista el «Liguria» las costas de Borneo y atravesaba el mar Zulú, comprendido entre el vasto grupo de las islas Filipinas, al Norte y al Este; la larga isla Palaván, al Oeste, y los parapetos septentrionales de Borneo, cuando estalló a bordo una disputa violentísima por causa de los dos turbulentos malteses, y que más tarde debía de tener terribles consecuencias.

Como aquellos dos hombres se habían negado a tomar parte en la maniobra mientras el «Liguria» corría largas bordadas con viento contrario, un palarmitano de sangre caliente, cansado de ver a ambos bribones con las manos en los bolsillos, les había soltado un par de puñetazos.

Los dos malteses, más fogosos todavía que el siciliano, echaron mano a los cuchillos, y asesinaron a un marinero de Catania que había corrido en socorro de su compatriota.

El capitán atraído por los gritos de los combatientes, apareció sobre el puente, y descargándoles sabiamente dos palos en las costillas con una manivela de hierro, los derribó, los hizo trincar y los metió en la sentina, pensando en entregarlos a las autoridades españolas de Guam.

Parecía que todo había concluido, cuando una noche mientras el «Liguria» apenas se movía por efecto de una calma chicha que les sorprendió en medio del mar Zulú, los malteses que, por lo visto, poseían una lima, resolvieron escaparse del barco, embarcándose en la única chalupa que había quedado a bordo, y que según es costumbre en nuestras naves iba amarrada en la popa.

Pero esto no era todo: ambos miserables, para vengarse del golpe con el que el capitán los había tumbado, pusieron fuego a la despensa y a la carga de algodón.

Los lectores ya saben lo que sucedió después: la nave saltaba por los aires dos horas más tarde por efecto de la explosión de la pólvora, y la humeante cáscara se hundía bajo las tenebrosas ondas del mar.

* * *

Apenas cesaron los ecos que reproducían el ruido de la explosión y se apagó la lluvia de restos incandescentes, cuando, en medio del enorme remolino que había formado el barco al hundirse, se oyó una voz humana. Ya resonaba aguda y clara, ya medio ahogada, como si la persona que la emitía le invadiese el agua la garganta de cuando en cuando.

Una forma oscura se agitaba entre la espuma, y desaparecía un instante para volver a aparecer agitando enérgicamente los brazos.

¿Quién era aquél desgraciado que sobrevivía a la horrible catástrofe, mientras que, probablemente, los demás habían seguido a los profundos abismos del mar a la pobre nave?

La luz de la luna, que comenzaba entonces a levantarse sobre el horizonte, esparciendo sobre las aguas la plata fundida de sus rayos, permitió ver a aquél superviviente de la tremenda explosión.

Era un marinero, joven todavía, que tendría unos veintiséis o veintiocho años, con la tez muy bronceada, pronunciadas facciones, ojos negros y vivos, y negros también el pelo y la barba. Uno de esos tipos que se encuentran muy a menudo en las riveras de Levante o de Poniente de Liguria; verdaderos tipos de marineros llenos de fuego y de audacia.

Aun cuando apenas había escapado del horroroso peligro y aun se veía solo sobre aquel mar, en el que existían bastantes tiburones, muy comunes en las aguas de China y de la Malasia, parecía tranquilo, nadaba con sobrehumana energía, alzándose sobre las ondas para mirar en torno de si rápidamente, y entre una brazada y otra, gritaba:

—¡Ohé!… ¡Hacia este lado!

Sin embargo, nadie respondía a sus voces, sino el gorgoteo del agua, agitada todavía por el remolino que hiciera el bergantín al hundirse. Por lo visto, ¿perecieron todos los marineros y oficiales del «Liguria»? ¡Mil maldiciones sobre los miserables que habían ocasionado el incendio y la explosión!…

El marinero avanzaba siempre en busca de algún resto de la desgraciada nave que le ofreciese siquiera un punto de apoyo; pero la claridad de la luna, todavía no era suficiente para alumbrar la extensión del mar, y pensaba esperar a que se elevase más sobre el horizonte.

Por vigésima vez había gritado llamando, cuando le pareció oír a distancia otra voz.

Se detuvo anhelante, conteniendo la respiración, volviéndose sobre el dorso para mantenerse así sin tener que mover piernas ni brazos. Y escuchó con profunda ansiedad.

¡No, no se había engañado!… Delante de él, a unos trescientos o cuatrocientos metros, se oían voces.

—¡Compañeros! —exclamó, emocionado—, ¿conque no han muerto todos en la explosión?

Merced a un golpe de talones se irguió sobre una ola que iba a cubrirle y lanzó una mirada hacia delante.

Sobre las aguas argentadas por los rayos del astro nocturno le pareció distinguir una forma humana y una masa negruzca con antenas levantadas. Un grito se le escapó del pecho:

—¡Ohé!… ¡Ohé!… ¡Ayudadme, camaradas!

Una voz sonora, aguda, que venia de lejos, le contestó inmediatamente:

—¿Hacia dónde?

—¿Quiénes sois?

—Albani y Piccolo Tonno.

—¡El señor Emilio y el pequeño! —murmuró el marinero. Después, alzando la voz:

—¿Y el capitán?

—¡Desapareció!

—¿Habéis encontrado algún tablón?

—El palo mayor, ¡apresúrate!

El marinero nadaba siempre, y con mayor vigor, agotando las últimas fuerzas. Pero ya, a la lis azulada de la luna, distinguía perfectamente a sus compañeros, los cuales se sostenían a caballo sobre el palo mayor.

No distaba ya más del largo de un cable, cuando se le figuró oír detrás de sí un ruido y un suspiro ronco.

Se volvió rápidamente; pero no vió más que una estela de espuma que se alargaba describiendo un círculo.

—¿Algún cadáver que flota de espaldas? —se preguntó, volviendo a mirar.

Un grito que partió del palo mayor se escuchó en el silencio de la noche.

—¡Atención marinero!…

—¿Qué habéis visto?

—¡Tienes un tiburón a tus alcances!

—¡Gran Dios!…

—¿Llevas un cuchillo?

—El mío de maniobras.

—¡Sácale pronto! ¡Voy en tu socorro!

Se oyó el golpe de un chapuzón en el agua, y ésta saltó brilladora, Emilio había abandonado el palo y nadaba con afán hacia el marinero para ayudarle contra el ataque del hambriento escualo.

El nadador, presa de terrible ansiedad, sabiendo perfectamente con qué formidable enemigo tenia que luchar, se había detenido, encogiendo las piernas por miedo de sentírselas triturar de un momento a otro.

Sin embargo había sacado del cinto el cuchillo de maniobra, una especie de navaja española, afiladísima y como de medio pié de larga, arma poderosa en manos de un hombre resuelto. Ningún otro rumor oía; pero crecía su ansiedad por momentos, porque el escualo podía cogerle por debajo de las aguas y partirle en dos con un solo golpe de sus mandíbulas.

De repente vió emerger bruscamente y a menos de diez pasos una enorme cabeza, bajo la cual se habría una boca tan grande como un tonel sin fondo y guarnecida de varias filas de dientes triangulares.

—¡Socorro!… —gritó el desgraciado.

—¡No temas! —respondió una voz—; ¡somos dos para combatirlo!