UN DRAMA EN EL MAR
—¡FUEGO!
—¡Eh!… ¡Tonico!… ¿Sueñas o duermes?
—¡Fuego!
—¡Pero tú has bebido, tunante!
—¡No! ¡Veo el humo!
—¡Con esta oscuridad!… ¡El muchacho se ha vuelto loco!
Una voz que tenía el acento duro de nuestras gentes del Mediodía, gritó furiosa, en la toldilla del barco:
—¡La chalupa grande huye!… ¡San Genaro eche a pique a esos malditos!…
—¿A quien van a echar a pique? —preguntó otra voz a la proa.
—¡Huyen! ¡Allí van de arrancada! ¡Que el diablo acompañe a esa canalla!
—¡Tenemos fuego a bordo!…
Una exclamación general se alzó en las tinieblas.
—¡Los miserables!…
—¡Han incendiado el bergantín!…
—¡No es posible!
—¡Sí!… ¡Sale humo de la despensa!
—¡Capitán!… ¡Oficial de cuarto!…
—¡Ohé…; sobre cubierta todo el mundo!…
—¡San Marcos nos ayude!…
—¡A las bombas! ¡A las bombas!
—¡Y aquellos miserables huyen!
Un hombre medio desnudo de mediana estatura, pero tan fuerte y robusto como un novillo y con la cara cubierta por fosca barba, se lanzó fuera de la camareta de popa gritando:
—¿Qué es lo que sucede?
El oficial de cuarto que abandonaba en aquel momento el castillo de proa, se precipitó a su encuentro diciendo con voz ronca:
—¡Capitán… los rebeldes se han escapado!
—¡Los dos malteses!
—¡Sí capitán!
—Pero… ¿Cuándo?
—¡Ahora mismo!
—¿Por donde? ¿No estaban encadenados?
—¡Sí señor! pero creo que han roto las cadenas.
—¡Mil bombas! ¡Traedme un fusil y dad orden para perseguirlos, o yo…!
—¡Es imposible, capitán!
—¿Quién dice eso? —gritó el capitán.
—¡Tenemos fuego a bordo!
Al oír esto el capitán dio algunos pasos atrás, y su enérgica y bronceada fisonomía palideció.
—¿Fuego a bordo? —exclamó—. ¿Y la pólvora que traemos?… ¡Seis quintales!… Lo bastante para hacernos saltar a todos hasta las nubes. Sígame señor Balbo, y tu nostramo[1], manda preparar las bombas y echar al agua la manga.
Dicho esto, se lanzó en el castillo de proa, y echó una rápida mirada sobre el mar. A quinientos metros de la nave se veía alejarse rápidamente hacia el Sur una mancha oscura, que se confundía con el color de tinta del agua.
—¡Miserables! —dijo el capitán, lleno de furor—. ¡Y no hace ni la más ligera brisa en este condenado mar, que nos permita soltar las velas!
—¡Déjelos que se vayan a otra parte a que los ahorquen, capitán Martín! —dijo el segundo.
—¿Y si se pierde el barco?… Nos han privado de la única chalupa que teníamos. Ya sabe usted que el bote se lo llevó una ola la semana última.
—Construiremos una balsa.
—Si… —dijo el capitán, como si hablase consigo mismo—. ¡Faltará tiempo!… ¡A las bombas, o estamos perdidos!
Iba a descender del castillo cuando se le ocurrió una idea que le dio cierta esperanza.
—Señor Balbo, deme el portavoz.
—¿Qué quiere usted hacer?
—¡Silencio…; listo!
El segundo se deslizó sobre la cubierta para no perder tiempo en descender por la escalerilla, entró en la cámara común de la tripulación, cogió el portavoz del nostramo y se lo llevó al capitán.
La robusta voz de aquel hombre de mar hizo vibrar el eco como una tromba, apagando las órdenes precipitadas del nostramo, los gritos de los marineros y el ruido de las bombas, que ya comenzaban a absorber el agua.
—¡A bordo! —tronaba el capitán—. ¡A bordo, u os mando ahorcar en los penoles del contrapapahigo!
Una voz lejana, que venia de muy lejos, y que tenía una entonación de ironía, contestó:
—¡Que tengáis buena suerte!
—¡A bordo y os perdono todo!
—¡No!…
—¡Os seguiremos, canallas, y moriréis!
Esta última amenaza no tuvo contestación. La chalupa había desaparecido en las tinieblas.
—¡Dios os castigará! —dijo el capitán sordamente—. ¡A las bombas, y que Dios nos proteja!
Entre tanto el nostramo había mandado preparar las bombas de popa y proa, sumergir en el mar la manga y subir al puente cuantos baldes y cubos había disponibles.
Los doce marineros que componían el equipaje de la embarcación ya estaban dispuestos en la barra y esperaban anhelantes las órdenes del capitán.
Por las junturas de la escotilla grande se escapaba a intervalos un humo denso, impregnado de un fuerte olor a alquitrán y a materias grasas. El fuego debía de haber estallado en la despensa, que estaba inmediata a la cámara general de la tripulación, y, probablemente, se habría comunicado a la carga de la estiba.
El capitán ordenó que se abriese la escotilla para poder apreciar la gravedad del incendio. El nostramo y algunos marineros. El nostramo y algunos marineros estaban levantando ya los pasadores de hierro que sujetaban la cubierta. Bajo sus pies se escuchaban golpes y como sordos silbidos; enseguida se oyeron detonaciones cual si estallaran recipientes llenos de alcohol y el alquitrán de las comisuras de la toldilla comenzó a licuarse y a hervir con el calor de dentro.
Nadie decía palabra; pero en los rostros de aquellos hombres se veía la angustia. Las caras bronceadas por el sol ecuatorial y por los vientos del mar, estaban pálidas y sus frentes, generalmente serenas, aún en medio de las tempestades, se tornaron sombrías.
No faltaba por levantar más que la última barra, cuando la tapa de la escotilla se alzó violentamente, volcándose sobre la cubierta como empujada por una fuerza misteriosa.
De repente, una llamarada enorme, una verdadera columna de fuego, ascendió impetuosamente desde las profundidades de la estiba[2] y se alargó hasta las velas de la gavia del palo mayor, iluminando con siniestros resplandores la noche y tiñendo las olas con reflejos sanguíneos.
Una exclamación de horror, se angustia y de espanto resonó sobre la toldilla de la desagraciada nave, perdiéndose sus ecos en los confines del mar.
Todos se habían guarecido para no verse envueltos por aquella llama monstruosa, que se retorcía con salvajes contorsiones de serpiente, y hasta los hombres de la bomba abandonaron esta precipitadamente.
—¡Todo el mundo a su puesto!… —gritó el capitán.
Solamente el nostramo, viejo de blanca barba, pero de enérgicas líneas se movió para colocar la manga sobre el borde de la bodega.
El capitán palideció.
Cogió un hacha olvidada sobre la guía, y levantándola amenazador, repitió con un tono que no admitía réplica:
—¡Todo el mundo a su puesto, u os hago sentir lo que pesa este arma!…
La tripulación sabía prácticamente que con el capitán no había medio de bromearse. Después de una breve excitación, volvió la gente a las bombas, mientras que dos o tres marineros que no encontraron puesto, se dirigieron a los mástiles.
La columna de fuego, después de haber amenazado la gran gavia, había descendido poco a poco a la bodega; pero por la boca de la escotilla salían a intervalos pesadas columnas de humo denso y negro, que una calma absoluta mantenía sobre la toldilla, y ramilletes de chispas, que, alzándose lentamente, se dispersaban sobre las tenebrosas aguas del océano.
Pasado el primer instante de terror, todos se habían puesto al trabajo con ansia febril, pues sabían que si no lograban dominar el incendio los esperaba una muerte horrible, sobre todo no habiendo, como no había a bordo, ninguna chalupa para poder salvarse.
Las bombas funcionaban rabiosamente, sin cesar, vertiendo torrentes de agua en las profundidades de la incendiada bodega, mientras que los hombres subidos en los mástiles, avanzando entre el humo y las chispas, se afanaban en vaciar baldes y cubos en aquel horno.
El capitán y su segundo, que se habían retirado a popa, echaban al suelo, a fuerza de hachazos, una parte de la amura[3], como si tuviesen intención de allegar materiales para construir una balsa. Se disponían a atacar la amura cuando un nuevo personaje apareció en la toldilla.
Era un hombre que debía de tener treinta y tantos años, de estatura menos que mediana, con el pecho muy desarrollado, de anchas espaldas y miembros musculosos, sin llegar a ser grueso.
Su rostro, un poco anguloso y con la barbilla muy pronunciada, era pálido y ligeramente bronceado por las sales marinas; su frente amplia, en la cual se dibujaba apenas una arruga precoz, que indicaba un hombre inclinado a la reflexión; sus ojos que coronaban espesas cejas, las cuales avanzaban en los arcos supraciliares, tenían un mirar profundo, y entonces brillaban de tal modo, que parecía como que querían sondear lo más íntimo de los corazones; sus labios finos, sombreados por una ligera barba rubia, decían que aquel desconocido debía de poseer una energía increíble.
Al ver aquella nube de humo y aquellos haces de chispas que se elevaban a través de la arboladura del velero y los reflejos sanguinolentos que proyectaban sobre las caras de los marineros, arrugó la frente, pero sin manifestar señal alguna de terror.
—¿Un incendio? —dijo volviéndose hacia el capitán—. Si no me despierto habríais dejado que me asara tranquilamente en mi camarote, ¿verdad?
—¿Es usted, señor Albani? —preguntó el comandante, apartándose del costado del barco.
—En persona comandante.
—Pues venga a ayudarnos, porque peligra la piel.
—¿Es grave la cosa?
—Gravísima, señor. La estiba está ardiendo, y…
—¿Qué?
—Que corremos el peligro de ir por los aires —dijo el capitán en voz baja para que no le oyesen los marineros.
—¿Qué dice usted?
—Digo que llevamos seis quintales de pólvora debajo del cargamento de algodón.
El llamado señor Albani se lanzó por la escalera con una agilidad digna del mejor gaviero, y se reunió con los dos comandantes.
—Entonces estamos en manos de Dios —dijo, empuñando un hacha.
—Sí; y no sé si tendremos tiempo de acabar la balsa.
—He sido oficial de marina, como usted, capitán y entiendo de construcciones semejantes. ¡Al agua el botalón, y en seguida picaremos el palo mayor! Así tendremos un punto de apoyo si nos vamos al mar.
—¡Bien dicho, señor!
Arrancaron el botalón, que arrojaron al agua, sujetándolo con una cuerda; enseguida se pusieron los tres hombres a la tarea de cortar el gran palo.
Ya no había tiempo para ocuparse del velero, pues no se forjaban ilusiones acerca de su salvación. El incendio, aun cuando vigorosamente combatido por el esquife, que no cesaba de hacer maniobrar las bombas, ganaba rápidamente terreno y amenazaba a la arboladura.
Domadas por un momento las grandes llamas, volvieron de nuevo a hacer irrupción a través de la escotilla, quemando las velas y el cordaje. La espantosa explosión iba a estallar de un momento a otro.
El capitán y el segundo, que manejaban furiosamente las hachas, palidecían a ojos vistas, y su compañero comenzaba a perder su admirable calma. Algunos momentos se detenían para escuchar mejor los sordos rumores de las devoradoras llamas y los crujidos y el fragor de los puntales que caían a pares.
—¡Pronto! ¡Pronto!… —repetía el capitán.
El palo mayor osciló con gran estrépito, y el enorme tronco se tumbó sobre el áncora de babor, haciéndola pedazos, introduciendo un extremo en el agua, iluminada por el incendio y arrastrando consigo los faroles, las velas y el cordaje.
Casi en aquel instante se oyó una detonación sorda en el vientre del inflamado barco. ¿Habría hecho explosión una parte de la pólvora?
El capitán lanzó un grito de angustia.
—¡Todos al agua!… ¡La pólvora! ¡La pó…!
No concluyó la palabra. Mientras algunos hombres, más ágiles que otros se lanzaban sobre la obra muerta, una explosión espantosa resonó en la superficie del mar.
Una llamarada gigantesca, lívida salió por la escotilla; el puente y los costados del velero se cuartearon con violencia indecible, y aquella masa flotante se elevó sobre las aguas.
Durante unos instantes, una enorme nube de humo ondeó sobre el océano; enseguida, una lluvia de fragmentos incandescentes cayó silbando en las olas, y el esqueleto de la nave reventada, invadida en un abrir y cerrar de ojos por el salobre elemento, desapareció en las profundidades del mar Zulú.