«A veces mi paciencia se veía recompensada Mi madre avanzaba sola por el largo pasillo que atravesaba el piso de punta a punta Un pasillo en forma de L mayúscula L de lila de luminiscencia o de lapislázuli A la izquierda del pasillo se encontraban las habitaciones que daban a la calle Alfonso XI La rama más corta de la L daba a la calle Juan de Mena.
»A veces.
»A veces mi madre avanzaba sola por el largo pasillo penumbroso que atravesaba el piso de punta a punta Que comenzaba en el vestíbulo y desembocaba en la puerta del dormitorio de mis padres antes de formar un ángulo recto Cuando murió mi madre ese dormitorio fue cerrado durante dos largos años Vaciado de sus muebles Con las persianas de la calle cerradas Con la puerta del pasillo cerrada con llave y además obturada por bandas de papel pegadas en todas las rendijas y junturas Nadie nos había explicado las razones de tan implacable clausura sin duda destinada a protegernos de los efluvios deletéreos de una agonía interminable y dolorosa Yo pasaba ante la puerta de la habitación de mi madre Su habitación conyugal y mortuoria Temblando pasaba varias veces por día ante esa puerta cerrada sobre los secretos de la muerte Sobre el intolerable secreto de la muerte…»
Pero estaba ante dicha puerta, una vida más tarde.
Años antes, había escrito una novela, La algarabía, para poder hablar de ese pasillo, de ese dormitorio, de ese recuerdo mortal. Y ahora estaba en el pasillo de esa novela, en el dormitorio materno de esa novela. Estaba allí de verdad, medio siglo más tarde.
El jueves 14 de marzo de 1991, recorrí el piso de mi infancia. Lo había abandonado en 1936, para las vacaciones de verano. En 1953, me había paseado bajo sus balcones, durante mi primer viaje clandestino a España. Luego, a veces, pasando por la calle Alfonso XI, camino del Prado, tal vez, o hacia el Retiro, a lo largo de los años, había levantado la vista, había contemplado la larga hilera de balcones. Y finalmente, en julio de 1988, había vuelto a vivir frente a la casa de mi infancia.
El 14 de marzo de 1991, la víspera de mi regreso a París, recorrí el piso de mi infancia. La casa había sido vendida, poco tiempo antes, a una sociedad inmobiliaria que iba a transformarla en inmueble de oficinas. Los inquilinos se habían mudado, unos tras otros. Las obras no tardarían en comenzar. Yo había pedido autorización para visitar la casa donde había transcurrido mi infancia.
Me acompañaban los fantasmas del pasado: todos los muertos que habían vivido ahí conmigo. Eran fantasmas apaciguados, como si su larga muerte los hubiera reconciliado con la vida. Con las beatitudes, pero también con las violencias de la vida. Caminaban a mi lado, ligeramente. No habían envejecido, durante su larga muerte. Aquellos muertos eran todos más jóvenes que yo.
«A veces.
»A veces mi paciencia se veía recompensada Mi madre avanzaba sola por el largo pasillo que atravesaba el piso de punta a punta…»
Se sucedían las habitaciones. Estaban vacías, algo deterioradas. La obra de rehabilitación todavía no había comenzado, pero ya habían desaparecido las puertas, se habían arrancado los revestimientos de madera. Ese aire de devastación me convenía. Quiero decir: convenía al momento, a la situación. A la naturaleza nostálgica de mis sentimientos.
Me acerqué a una ventana que daba a la calle Alfonso XI. Antaño, estaba aquí el cuarto de estudio de los hermanos mayores. Vi frente a mí, al otro lado de la calle, las ventanas del piso oficial. Tuve la impresión, fugaz pero violenta —deliciosamente violenta—, de que estaba fuera. Fuera de mi propia vida, se entiende. Frente a mi propia vida. Al otro lado de la vida, ya.
¿Había aprendido algo esencial durante mis años ministeriales?
Nada esencial, a mi entender. Nada sobre el poder, en todo caso. Nada que no supiera ya por los libros. De Platón a Dante, de Bodin a Max Weber, de Maquiavelo a Montesquieu, de Tocqueville a Lenin —no pretendo hacer la bibliografía completa de la cuestión—, todo está en los tratados y en los libros. Las razones del poder, su oscura o irradiante racionalidad. En cuanto a las sinrazones, basta con leer a Sófocles y a Shakespeare.
¿Había conseguido dejar una huella de mi paso por el poder, marcar mi impronta en las actividades del ministerio?
Alguien ha dicho, creo recordar que André Malraux, que un ministerio para los asuntos culturales es un lujo inútil si no se les puede dar a los ministros un presupuesto decente y tiempo para trabajar. Porque el tiempo de las reformas es largo, en este terreno; no se trata tan sólo de intervenir en la materialidad de los lugares y de los objetos, sino también en el espíritu de la sociedad: en los gustos, las creencias y los fantasmas colectivos.
No había tenido tiempo, ni había tenido un presupuesto conveniente, a pesar de la comprensión y acaso la ayuda de Felipe González y de Carlos Solchaga. Pero incluso a éstos, como a la mayor parte de la clase política española, les faltó una visión global de la cultura. Sólo tenían una visión instrumental. Ni siquiera los socialdemócratas han comprendido todavía, tal vez porque no lo han pensado, el papel crucial que podría desempeñar, en una fase de modernización, un ministerio de asuntos culturales que formara parte de una estrategia coordinada del servicio público, desde la enseñanza primaria a la televisión y las nuevas industrias de comunicación.
Yo había puesto en marcha, sin duda, un cierto número de reformas (cinematografía, organización y autonomía de los museos, relaciones con las comunidades autónomas, nueva legislación sobre mecenazgo, etc.), cuyo común denominador era fácil de señalar: se trataba de utilizar todos los resortes del Estado para desestatalizar las empresas culturales, para devolver la iniciativa y los recursos a la sociedad civil, a todos los cuerpos sociales intermedios, rompiendo de esa forma la rigidez de los corporativismos burocráticos. Se trataba, en suma, de pasar de la cultura de la subvención estatal a la de la autonomía y la iniciativa de la sociedad.
Pero estas reformas apenas estaban esbozadas. Bastaría un retorno de la habitual pusilanimidad, de la cautela política destinada a evitar los conflictos y a halagar el conformismo de los aparatos de toda especie, para que aquellas reformas se estancaran o sufriesen incluso un proceso de involución.
También podía poner en mi haber un estilo de trabajo caracterizado por una expresión personal, un constante uso de la palabra. Pero no tenía esto mucho mérito. En mi lugar cualquier escritor, cualquier intelectual, hubiera impuesto un estilo personal: la inevitable originalidad del escritor se habría impuesto al ministro.
Pensándolo bien, lo más importante a poner en mi haber desbordaba ampliamente el marco del Ministerio de Cultura. Lo más importante era haberle puesto un cascabel político a Alfonso Guerra, haber denunciado la cultura arrogante y arcaica de aparato que él encarnaba mejor que nadie. Pero que cualquier otro hubiese podido encarnar, en otras circunstancias. Y es la cultura de aparato lo que hay que combatir, lo que hay que reformar permanentemente, con o sin Guerra.
Para evitarse el tener que abordar esta cuestión central, para mantener un equilibrio y una cohesión formales —que tan sólo podían ser efímeros, e ineficaces a medio plazo—, Felipe González me había cesado. Pero allí quedaba el cascabel, cosido en los oropeles del guerrismo: nadie ya lo descosería.
En todo caso, no era el Gobierno que Felipe González acababa de remodelar el que le ayudaría a abordar y resolver esta cuestión crucial, tal era mi convicción.
Abandoné con paso lento el piso de mi infancia, el lugar devastado de mi memoria infantil. Me acordé de mi padre, tal y como se me había aparecido en la foto enviada por Sonia O. El día anterior, uno de mis más cercanos y mejores colaboradores en el ministerio, Joaquín Puig de la Bellacasa, me había regalado un libro de mi padre que había encontrado en una librería de segunda mano. Era un extraño libro, que yo había olvidado. Durante mi estancia en Madrid, desde 1988, había buscado y encontrado ejemplares de todos los libros publicados por mi padre. Inclusive sus libros de poemas. Pero me había olvidado de éste, que Joaquín Puig me ofrecía como regalo de despedida. O de hasta la vista. Era un extraño libro, publicado en 1932, La estación de las ánimas, una serie de breves narraciones escritas en el castellano barroco y matizado, pletórico de palabras y expresiones inusuales, pero pertinentes, que le era propio. Y todas las narraciones hablaban de la muerte, de su oscura presencia deslumbrante.
Abandoné la casa de mi infancia, donde mi padre había escrito ese libro sobre la muerte que volvía a mí después de tanta muerte, como un signo indescifrable pero pleno de sentido.
Entonces, en aquel lugar devastado de mi memoria, aquel paraíso perdido y reencontrado de mi infancia, dije en voz baja unas breves palabras, y me pareció que sonaban bien y que expresaban lo esencial:
¡Que me quiten lo bailado!
Septiembre de 1993.