«Querido Ministro:
»He querido ver con un poco de distancia y de sosiego tu entrevista del día 29 de julio. Al mismo tiempo no deseaba interrumpir tus vacaciones. Por eso te doy ahora mi impresión…»
Esta carta, cuyas primeras líneas transcribo, estaba fechada el 20 de agosto de 1990. Era una carta manuscrita.
Y me la enviaba Felipe González, como se habrá adivinado. Me la encontré el jueves 30 de agosto, al volver a Madrid.
Las vacaciones de verano solía pasarlas en Francia, sin protocolo ministerial ni aparato de seguridad, casi imposible de evitar en España. Iba a mi casa de campo, en la región de l’Isle de France. O a casa de algunos buenos amigos. Vacaciones itinerantes, pues: Biarritz, Quinciéen-Beaujolais, Mirabeau.
Aquel año, antes de volver a España, pasé por México. Largo desvío para una breve estancia. De sólo tres días, para asistir a un coloquio organizado por Vuelta, la revista que dirige Octavio Paz. Debía discutirse la experiencia de la libertad en el siglo XX ante una escogida asistencia, procedente del mundo entero, de todas las disciplinas intelectuales. Me encontré allí con gentes que estimaba desde hacía tiempo, algunos sin conocerlos, otros con quienes a la estima moral se añadía una antigua amistad, a veces íntima. De Leszek Kolakowski y Adam Michnik a Lucio Colleti y Daniel Bell; de Cornelius Castoriadis, Irving Howe y Agnés Heller a Jorge Edwards y Mario Vargas Llosa.
Hubo discusiones apasionantes y momentos apasionados. Pero no tengo intención de resumir el contenido de aquéllas, ni de narrar episodios divertidos o significativos del coloquio que moderó Octavio Paz con su habitual serenidad rigurosa. La evocación de algunos momentos hubiera sido placentera, desde luego. Al menos para mí, y desde el punto de vista de una posible brillantez literaria. Para el cronista, el angustiado contable del tiempo perdido y reencontrado que duerme en todo novelista, hubiera sido grata la digresión o divagación sobre la visita que hicimos a la casa de Coyoacán en la que Léon Davidovitch Trotski fue asesinado por Ramón Mercader. Había yo soñado tanto con esa casa, la conocía tan bien en la imaginación, que el recorrido de su realidad un tanto desconchada tuvo un sabor de turbia nostalgia.
No diré más. Tal vez ya haya dicho demasiado. Me haya apartado ya demasiado de mi propósito. Porque mi propósito, en este fin del mes de agosto de 1990, es volver cuanto antes a Madrid. Por eso acorté el tiempo de mi estancia, rebosante de ideas y de amistad, en el coloquio organizado por Vuelta.
Me urgía volver a Madrid.
El 2 de agosto, apenas instalado en el tiempo de la vacación y la lectura, los ejércitos de Saddam Husein invadieron Kuwait, borrando del mapa mundial un Estado soberano.
Felipe González no había considerado necesario convocar a todos sus ministros, esparcidos ya por el veraniego esparcimiento. Se limitó a instalar en La Moncloa un mini-gabinete de crisis, con los titulares de las carteras de Asuntos Exteriores y Defensa, Fernández Ordóñez y Serra. La ministra portavoz del Gobierno, Rosa Conde, mantenía el contacto telefónico con los demás ministros. Asombrosamente, también ella formaba parte de dicho mini-gabinete. Y lo que me asombra no es tanto el hecho en sí, como su estrepitosa inutilidad: no conozco en todo aquel largo periodo una sola declaración de la ministra que haya sido eficaz en la discusión pública que provocó la participación de España en la coalición contra el dictador iraquí.
A esta situación de crisis internacional se añadía una creciente tensión en la sociedad española. Mejor dicho: entre esta última y el PSOE.
El partido hegemónico iba a celebrar su XXXII congreso antes de finalizar el año, en una coyuntura política particularmente delicada. El derrumbe del sistema estatal comunista, en efecto, sobredeterminaba de manera compleja, a veces oscura, perversa incluso, la crisis interna de la hegemonía socialista en España. Había que ser torpe y lerdo, como lo eran los «pensadores» del aparato guerrista —no es que no hubiera otros, pero, salvo honrosísimas y contadísimas excepciones, éstos no se expresaban públicamente— para proclamar que aquel derrumbe sólo tendría consecuencias positivas para la socialdemocracia europea.
El PSOE, en todo caso, mientras caía el Muro de Berlín, había vuelto a ganar en 1989 las elecciones generales. Tras recuentos e impugnaciones diversos, sólo le faltó un escaño para una tercera mayoría absoluta. Podía seguir gobernando sin problemas, al menos desde un punto de vista aritmético. Desgraciadamente, en mi opinión: mejor hubiera sido tener que plantearse ya desde entonces una estrategia de pactos, romper con la mitología y la práctica de un hegemonismo cada vez más despolitizado, más burocrático. O sea, más alejado de la sociedad. Ya que la reforma o renovación —no me entusiasma demasiado esta palabreja: suele ocultar buenos deseos y poco coraje o escasa inteligencia para realizarlos, en los partidos de la izquierda clásica que siguen refiriéndose a sus orígenes obreros, sacrosantos—, ya que la renovación, pues, no podía surgir dentro del propio PSOE, cerrado a cal y canto por el aparato, sólo la pérdida de la mayoría absoluta hubiera forzado una reflexión, un cambio de estrategia.
En el otoño de 1990, en cualquier caso, y a pesar de la apretada victoria electoral del año anterior, seguía desarrollándose la crisis de la hegemonía. Esta se había puesto de manifiesto con motivo de la huelga general del 14-D, cuando se modificó radicalmente el modelo tradicional de relaciones entre partido y sindicato, cuando —pero esto fue menos visible, quedó ocultado por la habitual retórica unanimista— dejaron de funcionar con la fluidez de otros tiempos las relaciones políticas entre el PSOE y el Gobierno, y, en ese marco institucional, las personales entre Felipe González y Alfonso Guerra.
Este proceso de deterioro paulatino se vio acelerado por los asuntos de corrupción, tráfico de influencias y financiación ilícita que a lo largo del año pusieron en entredicho la credibilidad moral de algunos responsables del aparato del PSOE y, en consecuencia, la del proyecto político en su conjunto.
Lo menos que podía decirse es que el PSOE no reaccionaba a este conjunto de problemas con una imaginación desbordante. Era preocupante comprobar el retraso acumulado y la arrogancia desplegada para negar la evidencia de la crisis.
En este contexto había yo publicado el domingo 29 de julio de 1990, en el diario El País, la entrevista a la que se refería en su carta Felipe González.
Abordaba en ella abiertamente las cuestiones relacionadas con la crisis del sistema hegemónico fundado en la mayoría absoluta parlamentaria y en el monolitismo del aparato del PSOE. A este respecto, me permitía recordar que el leninismo no había surgido de la nada; que había surgido de la experiencia de la socialdemocracia europea (¿será necesario recordar los análisis perentorios de Michels?).
El leninismo, decía en esa entrevista, «es una exageración, una falsificación a fin de cuentas, pero no es ajeno a las prácticas de aparato de la socialdemocracia europea. Lenin lleva a sus últimas consecuencias los principios de los partidos obreros de finales del XIX y comienzos del XX, entre ellos el de la conciencia exterior que se impone a la clase por un aparato de profesionales. Es una extrapolación falsificadora… Los aparatos existen, son necesarios, no hay gran partido sin aparato ni democracia sin partidos, pero los aparatos tienen sus rutinas, sus culturas, y hay que estar siempre haciendo la revolución contra los aparatos…».
Calificaba también —y era el meollo de la entrevista— las dos corrientes principales del PSOE (sus «dos almas»), constantemente en activo, aunque no hubieran cristalizado, ni estuvieran codificadas.
Una corriente, en primer lugar, socialdemócrata moderna, que asumía las realidades de la economía de mercado, que se proponía reorientarlas —aun a sabiendas de que eran irrebasables, por lo menos dentro del modo de producción predominante a escala mundial, cuyos infinitos recursos había demostrado el estrepitoso y sangriento fracaso de la experiencia soviética—, que pensaba, en cualquier caso, que sería imposible elaborar una nueva estrategia de izquierdas sin aceptar hasta sus últimas consecuencias la lógica del mercado, para dominarla.
La segunda corriente, que tenía una larga tradición histórica en el socialismo español y que había personificado en los años treinta un hombre como Largo Caballero, yo la calificaba de oportunista de izquierdas. «Oportunista en el sentido de que, sin una línea clara, tiene la tentación de situarse siempre retóricamente a la izquierda de la izquierda, con rasgos populistas y demagógicos.»
Lo grave no era que existieran en el PSOE esas dos corrientes principales, fenómeno habitual en los partidos del socialismo democrático. Lo grave era que no funcionaran dialécticamente, que no aportaran sus ideas a un debate abierto, que permitiera corregir los errores inevitables y modificar cuando fuera preciso las relaciones con la sociedad. Lo grave era que la orientación socialdemócrata moderna quedara circunscrita a la práctica de Gobierno, excluida de la cultura del PSOE por el discurso arcaico y el runruneo tezanesco del aparato. Así se gravaba peligrosamente la tradicional contradicción entre la ideología de los congresos y la práctica de los Gobiernos, que suele caracterizar la socialdemocracia de los países del sur de Europa.
A continuación analizaba en la entrevista las consecuencias, para toda política de izquierdas, del derrumbe del sistema comunista. En este contexto, criticaba los errores de la izquierda europea, la pusilanimidad de sus actitudes frente a este sistema. Era fácil prever, decía, que semejante error iba a pagarse muy caro, por la inexistencia práctica de un polo de referencia y de acción del socialismo democrático, desprestigiado por su pasividad, en los regímenes que iban desarrollándose en Europa central y oriental.
Finalmente, insistía en el papel que Felipe González tenía que desempeñar —y sólo él podía hacerlo: otra prueba de la preocupante distorsión del funcionamiento del PSOE— en la renovación del aparato, el restablecimiento del pluralismo interno, con vistas a la preparación del XXXII Congreso del PSOE. «No se trata de que nadie aplaste a nadie», decía en la entrevista, «sino de abrir un debate. Y es evidente que el debate se va a abrir, que el próximo congreso va a ser abierto. O si no, será un congreso de haraquiri, pero no lo creo probable.»
Me equivoqué, sin embargo.
El XXXII Congreso del PSOE fue, por debajo de un discurso abrumadoramente triunfalista y unanimista, un congreso de cerrazón del espacio político, de control absoluto del aparato sobre las delegaciones, primero, y sobre las instancias dirigentes, para terminar. En el fondo, es verdad, fue suicida. Pero las organizaciones políticas, sobre todo cuando están en el poder, sobreviven largamente. Todavía estamos asistiendo a las consecuencias de aquel suicidio anunciado, a los estertores de una agonía.
Y me equivoqué por haber sobrestimado la decisión íntima de Felipe González de proceder a la renovación del PSOE, de abrir con su intervención este proceso, al menos. Al cabo de tantas y tan largas conversaciones con él, desde mi llegada al Gobierno, sobre esta cuestión, yo sabía que el análisis de Felipe González localizaba perfectamente los obstáculos, indicándole claramente qué línea seguir. Pero se demostró que le faltaba la decisión de actuar, de crear siquiera las condiciones de pasar a la acción. Me había parecido que ya era voluntad lo que todavía sólo era inquieta veleidad.
Sabía perfectamente que la entrevista concedida a El País podía suscitar reacciones de todo tipo, incluso del peor. Tenía asumido este riesgo.
Era inhabitual, en efecto —de atenerse a los códigos no escritos pero imperiosos del funcionamiento del sistema—, que un ministro se expresara públicamente sobre problemas políticos mayores, que rebasaran la estricta competencia de su administración. El hecho de no pertenecer al PSOE me otorgaba, en principio, un mayor margen de libertad, en la medida en que mi palabra no estaba confiscada por los representantes autorizados del aparato. Por otra parte, sin embargo, ello hacía todavía más insoportable para los bien pensantes mi injerencia en los asuntos internos del partido.
Desde mi llegada al Gobierno, dos años antes, había cultivado deliberadamente esa autonomía que me era propia. Consustancial, podría decirse. Y que, por otra parte, explicaba mi presencia en el Gobierno: de no haber sido autónomo, diferente, no me habría elegido Felipe González. Por tanto, había intentado imprimir un estilo personal a mi gestión en cualquier circunstancia. No podía ser de otra manera, además. Un intelectual, cualquiera que sea la parcela de poder que ocupe, por mínima que sea, no puede dejarse absorber por su función. Tiene que seguir existiendo por sí mismo, hablando en su propio nombre, con una voz limpia de toda contaminación de oportunismo gubernamental (que no puede confundirse con la razón de Estado, la cual forma legítimamente parte de la Razón democrática), si no quiere abdicar de su identidad. Por ello mantuve mi libertad de palabra, a pesar de que el mutismo, al menos sobre los problemas candentes, parecía ser la norma para los miembros del Gobierno, con escasas excepciones.
Con la excepción de Felipe González, desde luego.
Y con la de Rosa Conde, ministra portavoz, que hablaba por obligación personal. Para no decir nada, a menudo. O para decir trivialidades, torpemente además. Pero tal vez no pueda reprochársele nada. Tal vez sea por obligación profesional por lo que los portavoces gubernamentales no dicen nunca nada. O sólo trivialidades. Tal vez la esencia de la palabra oficial resida en esa vacuidad.
También podía ocurrirles a los ministros de Economía, Carlos Solchaga, y de Industria, Claudio Aranzadi, que tomaran la palabra. Pero solía ser para hablar —con pertinencia, eso sí— de los problemas de sus administraciones. Se podía comprender su prudencia, ya que eran el blanco preferido de las campañas de rumores y de descrédito organizadas bajo cuerda por ciertos responsables guerristas del aparato. Su relativo silencio era, aunque explicable, asaz frustrante, puesto que eran los ministros más inteligentes, más cultos y más lúcidos políticamente del Gobierno del que he formado parte.
Con la excepción de Felipe González, sin duda. Pero Felipe es excepcional en todos los casos imaginables: lo es como hombre de Estado y de poder, pero también como tribuno popular. Cuando decide serlo.
En cuanto a mis declaraciones —nunca improvisadas, ni limitadas a los problemas del Ministerio de Cultura—, me había fijado una sola regla: nunca diría algo públicamente que no le hubiese dicho primero al presidente del Gobierno.
Entiéndaseme: no quiero decir que le sometiera el texto de mis discursos o intervenciones políticas de todo tipo. Idea semejante no hubiera cabido ni en mi cabeza ni en la suya.
Una sola vez he propuesto a Felipe González darle a conocer de antemano un discurso que iba a pronunciar unos días después. Se trataba del texto que había escrito para la ceremonia de entrega del Premio Cervantes al escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, que iba a tener lugar el 26 de abril de 1990. Este acto solemne, en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, se desarrollaba siempre en presencia del Rey y la Reina, así como de los embajadores de los países de América.
Dado el carácter de la obra de Roa Bastos, cuya principal novela, Yo, el Supremo, aborda magistralmente un tema que recorre como un hilo rojo toda la narrativa hispanoamericana —el tema del caudillo, del patriarca omnipotente— había decidido concluir mis palabras aludiendo directamente a Fidel Castro, último dinosaurio de aquella tradición de dictadores.
«Algún día», había previsto decir para terminar aquel discurso, y así lo terminé efectivamente, «algún día, hoy mismo, ¿por qué no?, ahora mismo, alguien dirá, yo mismo, por ejemplo, en alguna ocasión literaria, y ésta parece inmejorable, diré la pervivencia en la actualidad americana del caudillo carismático y populista, de barba florida y mano implacable, porque se pretende paternal, alguien dirá el último capítulo de esta novela desgraciadamente inacabada; el último capítulo, ojalá feliz, del otoño del patriarca caribeño, que un día llegó a la capital de su isla, después de una guerra popular, y proclamó en su primer discurso: “Ha llegado la hora de que los fusiles se arrodillen ante el pueblo…”. Pero han pasado treinta años y el pueblo sigue arrodillado ante los fusiles y el Patriarca sigue encerrado en su interminable discurso, su monólogo monolítico, que pretende hablar en nombre del pueblo pero que sólo monopoliza su silencio amordazado…»
Así terminaba el discurso del Premio Cervantes que le propuse a Felipe González conocer de antemano, excepcionalmente.
Nos paseábamos aquel día, como tantos otros, por los jardines de la Moncloa. Solos los dos, como de costumbre. Cuando le hice la propuesta, me miró con expresión de asombro.
«Leeré tu discurso después», me dijo. «Y probablemente con agrado. Pero no lo leeré antes, confío en ti…»
Y es verdad que siempre confió en mí.
Mi norma de conducta fue, pues, que no se enterara por los medios de comunicación —por sorpresa, en cierto modo— de mi opinión sobre tal o cual problema. Pero esta norma sólo se aplicaba al contenido de las declaraciones, no a su forma. Ni al momento elegido para hacerlas. Así, Felipe González no habrá nunca podido sorprenderse por el fondo de mis intervenciones públicas, pero habrá podido desaprobar su forma. O dudar de su oportunidad. Sin comentarlo conmigo, por otra parte. Hasta aquel día de julio de 1990 y hasta mi entrevista en El País.
Cierto es que en esa ocasión yo había vulnerado una especie de tabú.
A pesar de mi alejamiento veraniego, pude constatar por la prensa española que me llegaba irregularmente, que la entrevista estaba produciendo un revuelo considerable. Provocó interés, a menudo aprobatorio, pero también la más agresiva polémica contra mí. Los fieles guerristas reaccionaron al unísono, exigiendo en tono conminatorio que dejara de ocuparme de los asuntos del PSOE. O bien, más perentoriamente aún, que dejara de formar parte del Gobierno.
Por ello, al llegar de México, aquel final de agosto de 1990, tenía curiosidad por saber cómo estaban las cosas. No tardé en saberlo.
«Deseo alentar el debate y mantener un Gobierno capaz de analizar y desarrollar líneas de actuación política, sin quebrar la relación interna que depende de mí; es decir la cohesión y el respeto entre los miembros del equipo.
»Tus declaraciones hacen difícil, en los puntos aludidos, que se mantenga esa cohesión y dan derecho a respuestas que generarían una ruptura definitiva en la marcha del equipo.
»No quiero alargarme más. Prefiero que hablemos la próxima semana.
»Un abrazo. Felipe.»
Así terminaba la carta del presidente del Gobierno cuyas primeras líneas ya he citado.
Era fácil sacar la conclusión de este mensaje presidencial, aunque se mantuviera informulada en el texto mismo, aplazando la decisión al momento de una conversación entre ambos. Era evidente que yo debía abandonar el Gobierno, puesto que era un obstáculo a la cohesión del Ejecutivo. ¿Cuándo, cómo, de qué manera habría de producirse el cese? Sin duda eran las modalidades de esa salida lo que Felipe González quería discutir conmigo. Al día siguiente, viernes 31 de agosto, se reuniría el primer Consejo de Ministros de después del veraneo: sabría a qué atenerme.
Aquel día de mi regreso a Madrid fue tranquilo, ya que el ministerio todavía no había recobrado su ritmo de trabajo habitual. También fue divertido. Podía observar en algunas miradas de funcionarios una expresión de incredulidad, de asombro. ¿Todavía era ministro? ¿Había vuelto a mi despacho, después de un mes de agosto lleno de polémicas, de ataques contra mí? ¿Se podía uno expresar como yo lo había hecho y no ser fulminantemente destituido? A la hora del almuerzo, en un restaurante de la Casa de Campo adonde había ido en busca de un poco de frescor, me encontré con un escritor amigo. Nos saludamos, le dije que me llamara al despacho cualquier día. «¿Pero todavía tienes despacho, todavía no te han cortado la línea?», me preguntó, entre socarrón y atónito. Bromeaba, desde luego —era un escritor propenso a la ironía: los hay—, pero en sus palabras había también seriedad. Hasta preocupación.
Sólo hablé con una persona de la carta del presidente. Fue con Carlos Solchaga. Le llamé, le dije que tenía que comentarle algo importante y nos citamos a cenar en La Ancha, de la plaza de Cataluña, nuestro restaurante de verano preferido.
Con Solchaga hemos topado; ha llegado el momento de decir algo de él.
Yo no sabía nada de Carlos Solchaga aquel día de julio de 1988 en que asistí a mi primer Consejo de Ministros, cuando presencié la escaramuza indirecta entre Alfonso Guerra y él con motivo de los nombramientos del Banco de España. Ya lo he dicho: fuera de mis relaciones con Felipe González, ya antiguas, entrañables, libres de tópicos y de tabúes, yo no tenía entonces amigos (dejemos de lado a Enrique Múgica, caso aparte y asaz lamentable) en las cúspides del poder socialista, partido y Gobierno confundidos.
El incidente de aquel primer día fue mínimo, desde luego, pero me permitió comprender de inmediato algunos de los problemas del sistema de poder. Lo comenté con Felipe González en otoño de aquel año, en cuanto nuestras conversaciones en La Moncloa se hicieron habituales, relativamente frecuentes. Más tarde, cuando nuestras posiciones políticas fueron coincidiendo en lo esencial, cuando nos hicimos amigos, también hablé de aquel instructivo incidente —edificante incluso— con Carlos Solchaga.
Muy pronto llegué a la conclusión de que éste era la más fuerte personalidad política del Gobierno, después o al lado de Felipe González. La claridad de sus intervenciones, su dominio de los problemas, la cultura que despuntaba en sus palabras, a veces de un modo irónico, me llamaron la atención. Esencial fue sin embargo otra cosa: esencial fue para mí el que Solchaga hubiera rebasado los obstáculos de la retórica y de la teología de la izquierda arcaica y testimonial. Me pareció que estaba perfectamente de acuerdo con el proyecto político de Felipe González, cuyos perfiles y cuyos objetivos podían desprenderse del análisis de su estrategia de Gobierno, cualquiera que fuese la confusión creada por la verbosidad habitual de Alfonso Guerra y su cohorte de teóricos en vías de obsolescencia.
Precisamente por saber del profundo entendimiento que existía entre ellos, podía permitirme hablar con Solchaga de la carta de Felipe González: jamás utilizaría el ministro de Economía ese dato en circunstancias perjudiciales para la indispensable autoridad del presidente del Gobierno.
Otra razón para hablarle de la carta era que mi entrevista del 29 de julio se limitaba a proseguir y desarrollar una iniciativa suya. En cierto modo Solchaga y yo estábamos embarcados en la misma aventura.
A comienzos de aquel mes de julio de 1990, en efecto, durante una reunión del comité federal del PSOE en la cual comenzaron a debatirse las cuestiones del próximo congreso, Carlos Solchaga había hecho una declaración intempestiva. Es decir, la declaración en sí misma era perfectamente razonable y moderada, llena de sentido común. Lo que la hacía intempestiva era el mutismo, el conformismo que reinaba en las altas esferas del aparato socialista. Carlos Solchaga se había limitado a declarar, en efecto, horribile dictu!, que sería oportuno y conveniente que las instancias dirigentes del partido fuesen menos monolíticas después del congreso.
Esta simple opinión, por razonable que fuera, y conforme, por otra parte, con las tradiciones del socialismo democrático, levantó una polvareda de protestas y de críticas en el núcleo duro, guerrista, del aparato.
«Guerrista», sin duda conviene aclararlo —si es que la lectura de las páginas precedentes no lo ha aclarado ya— no es un calificativo ideológico o político. No lo es, al menos, de forma unívoca, coherente, clara. Es más bien la expresión de una tipología. O de una topografía sociopolítica de los lugares del poder. Incluso de una tópica. El «guerrismo» es la cultura de aparato, en que se osifican, se entumecen y enmudecen las tradiciones, los rituales y los gestos arcaicos, en el sentido más profundo de la palabra. Y como Alfonso Guerra ha sido el patrono y señor absoluto del aparato, desde que la victoria electoral de 1982 llevó a Felipe González a ocuparse casi exclusivamente del Gobierno, dicha cultura arcaica y fosilizada de aparato puede denominarse por el apellido de su héroe epónimo, Alfonso Guerra. Todos los cuadros del PSOE fueron elegidos por él y para él, a su imagen y semejanza. O bien fueron marginados por asambleas convenientemente adiestradas, cuando resultaron díscolos, o autónomos. Cuando se atrevieron a pensar por su cuenta.
No se trata, claro está, de un fenómeno exclusivamente español. En todos los países donde ha habido grandes partidos obreros —o sea: creados en función de la hipotética misión salvadora de una clase mítica, hipostatizada como vehículo del progreso y partera de la nueva sociedad— habrá habido este género de cultura de aparato. Lo específico del «guerrismo» es Guerra, si se me permite la perogrullada. Lo específicamente español, dentro de la universal cultura burocrática de los aparatos, es lo aparatoso de los modos y modales guerristas: la escenificación barroca de su actuación, el mal gusto —entre hortera y kitsch— de su estética seudoprovocadora, la extraordinaria megalomanía que lo habita. Ello hace que un análisis del guerrismo tenga que rebasar las categorías de la politología para descender hasta las anécdotas, acaso triviales, de la psicología personal.
Sea como sea, Carlos Solchaga fue criticado de todas las maneras imaginables, incluso las más soezmente desprovistas de contenido ideológico, por haberse atrevido a subrayar el monolitismo de las instituciones dirigentes del PSOE, por haberse atrevido a esperar que el próximo congreso lo corrigiera.
Fue en parte a causa de este lamentable espectáculo —a causa también de la soledad en que me pareció que Solchaga era abandonado— que decidí conceder a El País una entrevista política. Decidí comprometerme, a mi manera, y con mis propias ideas, en la batalla abierta por su declaración sobre el monolitismo del PSOE. Y es que estaba convencido —sigo estándolo— de que la renovación del socialismo español, por tardía que sea —¿demasiado?: espero que no—, necesita imperiosamente del aporte de Carlos Solchaga.
Pero sin duda hay que remontarse algo hacia atrás en el tiempo para entender la hilación de los acontecimientos y su significado.
Hay que remontarse a Alexis de Tocqueville.
Quiso el azar, en efecto, que se publicara en Madrid, en enero de 1990, una bellísima edición crítica de La democracia en América. Cuidó la edición un español talentoso, Eduardo Nolla, que había hecho con los diversos manuscritos de Tocqueville una soberbia labor de edición histórica. Quiso el azar también que los dos volúmenes de La democracia… —en español, por cierto, ya que la edición francesa, forzosamente original, se publicaría en París un mes más tarde— llegaran a mi mesa de trabajo en el momento mismo en que comenzaba el asunto Juan Guerra. Este asunto exigía —hubiera debido exigir, en todo caso— una reflexión profunda por parte de los responsables de la política socialista, en el partido y en el Gobierno. Una reflexión sobre la democracia, en general.
Y sobre la especificidad y los peligros del hegemonismo democrático en particular.
Mi nueva lectura del ensayo de Tocqueville (nueva por partida doble: porque lo leía por segunda vez y porque el texto establecido por Nolla era nuevo en múltiples aspectos) me ayudó considerablemente no sólo a esclarecer y precisar mi pensamiento, sino también a orientarme en la práctica de mis decisiones.
Sin el concurso amistoso, aunque a veces un poco distante e irónico —aroniano, en una palabra—, de Alexis de Tocqueville sin duda hubiera tardado más en tomar públicamente posición sobre el asunto Juan Guerra. Y no lo hubiera hecho, quizá, de manera tan tajante. A fin de cuentas, era un asunto del PSOE, del que yo no formaba parte. Hubiera podido evitarme apuros y molestias ulteriores guardando un silencio que habría sido prudente sin ser infame. Pero no debo de ser experto en evitarme apuros y molestias.
«La aristocracia y la democracia se dirigen mutuamente el reproche de facilitar la corrupción. Hay que establecer una distinción.
»En los Gobiernos aristocráticos, los hombres que llegan a los asuntos públicos son gentes ricas que sólo desean el poder. En las democracias, los hombres de Estado son pobres y tienen su fortuna por hacer.
»De ello se deduce que en los Estados aristocráticos los gobernantes son poco accesibles a la corrupción y sólo tienen un gusto muy moderado por el dinero, mientras que en los pueblos democráticos sucede lo contrario…»
Leía en voz alta este párrafo del quinto capítulo de la segunda parte del ensayo de Alexis de Tocqueville. Lo leía en español, en la hermosa versión de Eduardo Nolla que acabo de reproducir. Y se lo leía en voz alta a mis más próximos colaboradores, una mañana, en mi despacho del ministerio.
Era en febrero de 1990, en el curso de una de las reuniones matutinas que solía hacer con mis colaboradores del gabinete. Estaban presentes Juby Bustamante, Joaquín Puig de la Bellacasa, Natalia Rodríguez Salmones, Enrique Balmaseda y Consuelo Sánchez Naranjo. Hablábamos ese día de las consecuencias nefastas para la democracia, en general, y para la mayoría socialista, en particular, del asunto Juan Guerra. En dicho contexto se me ocurrió leerles en voz alta algunos pasajes del mencionado capítulo del ensayo de Tocqueville.
El apartado en cuestión se titulaba: «La corrupción y los vicios de los gobernantes en la democracia. Los efectos que resultan de ello para la moralidad pública».
Proseguí mi lectura:
«En las democracias la corrupción se ejerce más bien sobre los gobernantes y en las aristocracias sobre los gobernados. En unas se corrompe a los funcionarios públicos; en las otras, al pueblo mismo».
Esta frase, llena de sentido sin embargo, no se encontrará en las ediciones precríticas del ensayo tocquevilliano. La siguiente tampoco:
«En las aristocracias, la corrupción se ejerce en general para llegar al poder. En las democracias, se asocia a los que han llegado al poder. En los estados democráticos, la corrupción perjudica más al tesoro público que a la moralidad. En las aristocracias sucede lo contrario».
Tampoco se encontrará ésta, decisiva sin embargo:
«Los grandes bandidajes solamente pueden darse en poderosas naciones democráticas, en las que el Gobierno esté concentrado en pocas manos y donde el Estado esté encargado de ejecutar inmensas empresas…».
Edouard de Tocqueville, hermano de nuestro Alexis, no está de acuerdo con esta última consideración. Lo anota, incómodo, irritado: «La palabra bandidaje me parece inadmisible en un estilo elegante, hay que poner las grandes malversaciones, o las grandes dilapidaciones. En fin, ¿cómo puede concentrarse el poder en pocas manos en una nación democrática? Eso me parece imposible. Este pequeño párrafo debe ser rehecho».
No fue rehecho, fue suprimido. Pero, afortunadamente, llegó Eduardo Nolla y restableció el texto de Alexis en su complejidad, en sus variantes significativas, lo cual nos permitió redescubrir el anterior concepto, esclarecedor.
Y es que, mutatis mutandis —a nadie se le ocurre que los análisis del ensayo de Tocqueville puedan aplicarse de malas a primeras a nuestras actuales sociedades—, la frase sobre los bandidajes desvela uno de los mecanismos esenciales de la corrupción en un sistema democrático. No es, en efecto, como muchos creen y proclaman, sin haberlo pensado bastante, el mero funcionamiento de una economía de mercado —con su inevitable creación de nuevas desigualdades, su constante y cambiante acumulación de riquezas y poderes con vocación monopolista— lo que crea la corrupción: es la intervención en dichos mecanismos mercantiles de la administración pública. Porque el Estado es, a la vez, en su naturaleza bifronte, poder jurídico y tutelar que corrija y modere el espontáneo despliegue de las leyes del mercado, y poder intervencionista que permita a los desaprensivos y a los desalmados —ya sean individuos o entidades sociales— enriquecerse sin trabas, utilizando los opacos sistemas de subvenciones, licencias y concesiones de todo tipo.
Ahora bien, si no se encuentran en las ediciones precríticas de La democracia… las líneas que acabo de citar, y que leíamos en voz alta en mi despacho del ministerio, sí se encuentran las siguientes, que concluyen el mismo párrafo y que nos traen de nuevo al caso Juan Guerra.
«En la democracia, los simples ciudadanos ven a un hombre que sale de sus filas y que en pocos años alcanza la riqueza y el poder. Ese espectáculo provoca su sorpresa y su envidia. Investigan cómo el que ayer era su igual está hoy revestido del derecho a gobernarlos. Atribuir su medro a sus talentos o a sus virtudes es incómodo, pues es confesar que ellos mismos son menos virtuosos y menos hábiles que él. Sitúan entonces la causa principal en algunos de sus vicios, y a menudo tienen razón al hacerlo así. De ese modo, se opera cierta odiosa mezcla entre las ideas de bajeza y de poder, de indignidad y de éxito, de utilidad y de deshonor.»
La odiosa mezcla entre «las ideas de bajeza y de poder, de indignidad y de éxito», se operó en los primeros meses del año 1990 en torno al asunto de Juan Guerra.
Este caso —cuyo curso judicial prosigue en el momento de escribir estas líneas (junio de 1993)— no es ajeno al bloqueo, incluso a la involución del proceso de democratización de la sociedad bajo la hegemonía parlamentaria socialista, bloqueo e involución perceptibles en España desde fines de 1989.
Ahora que hablo de sus consecuencias, conviene recordar en dos palabras en qué consistió este bloqueo.
Después de la victoria electoral del PSOE en 1982, Alfonso Guerra, vicepresidente del nuevo Gobierno, instaló o dejó que sus secuaces instalaran a su hermano Juan en el despacho que le estaba reservado en la Delegación del Gobierno en Sevilla. En ese despacho, Juan Guerra, militante socialista y sin trabajo por aquellas fechas, no tendría que haber desempeñado más que un papel subalterno de enlace. De hecho, su sueldo del PSOE era de mínimo nivel. Ahora bien, en pocos años, el pobre parado, el funcionario de partido de mínimo nivel, se hizo millonario. Compraba propiedades y fincas, regalaba caballos, circulaba en Mercedes, movía negocios. La inspección fiscal comenzó a interesarse en sus asuntos, la justicia también. Indicios coherentes permitieron suponer que había utilizado —para operaciones tan fructuosas como fraudulentas— el despacho oficial. Para no hablar siquiera del prestigio y de la autoridad que le conferían sus lazos familiares, ostensibles y proclamados: todos los fines de semana, cuando Alfonso Guerra se reencontraba en Sevilla con su familia legítima, era su hermano Juan quien le esperaba en el aeropuerto, con las autoridades de la capital andaluza.
Era éste, en suma, una especie de procónsul, por desprovisto que estuviera de cargo oficial.
Jesús Ceberio, el periodista de El País que me hizo la entrevista del 29 de julio, cuyas repercusiones sobre la cohesión gubernamental tanto preocupaban a Felipe González, me preguntó por este asunto.
Me había preguntado cómo encajaba en la situación política el caso Juan Guerra.
«De la peor manera posible», le había contestado. «Es cierto que ha habido una atención privilegiada de los medios hacia este caso, pero el caso existe, no ha sido inventado, ni hay una conspiración. Y el caso existe porque hay una coincidencia en tres factores: hermano del vicepresidente, despacho oficial y enriquecimiento rápido. La cuestión se agrava por una reacción de aparato lenta, arrogante, con una explicación inicial confusa. Las cosas salían porque los medios iban sacándolas. Tocqueville ya teorizó en La democracia en América que los sistemas democráticos son aquéllos en que se corrompe a los gobernantes y los aristocráticos aquellos en los que se corrompe al pueblo. No debe sorprender que existan estos casos, pero hay que cortarlos rápidamente. Lo que ha interferido políticamente no es el hecho en sí, por desagradable que sea, sino la tardanza en tomar distancias.»
Con estas pocas frases, resumía mi posición sobre el caso Juan Guerra, que ya había desarrollado más ampliamente, el 8 de mayo de aquel año, en el programa de televisión El martes que viene, de Mercedes Milá, del que ya he hablado.
El aparato del PSOE se limitó, con demasiado retraso, además, a suspender provisionalmente la militancia del hermano del vicepresidente, suprimiéndole en la misma ocasión el salario del partido que seguía cobrando a pesar de su rápido enriquecimiento.
Estas mínimas sanciones no impidieron que la tesis oficial continuara siendo proclamada: el asunto era una manipulación de los medios, una conspiración. Alfonso Guerra llegó a insinuar que sabía dónde y cuándo, en qué hotel de lujo de Canarias se había celebrado la reunión de alto nivel en la que se fraguó la conjura. Con alusiones transparentes, apuntaba al grupo PRISA como responsable de aquélla. Y dentro del citado grupo, los guerristas designaron al enemigo principal, culpable de todos los males: mi amigo Javier Pradera.
Esta versión o visión conspirativa de la historia ha sido parcialmente mantenida, pese a todos los datos que han aportado ya los procedimientos penales. Recientemente, Enrique Múgica, ex ministro de Justicia y miembro de la ejecutiva del PSOE, seguía afirmando que la campaña relativa a este asunto, cuyo blanco era, en su opinión, el propio Alfonso Guerra, había tenido cómplices en el seno mismo del PSOE. «Yo tengo la intuición de que esa campaña fue alimentada desde dentro del partido. Ahora, si me preguntan quiénes fueron, con qué documentación, eso no lo sé…»
Las mismas tesis se exponen en el libro de memorias (¿libro?, libelo, más bien, engendro; bodrio, dijo Joaquín Almunia, uno de los poquísimos políticos socialistas que opinaron públicamente), memorias de la desmemoria, a fin de cuentas, que Juan Guerra publicó en octubre de 1990: Yo, el hermano. El interés de este librejo —que, a pesar de los esfuerzos de promoción y de los espacios televisivos que le fueron dedicados, no tuvo ningún éxito, como si los lectores se hubieran mantenido a distancia con cierta repugnancia— proviene del hecho de que se nota la mano de Alfonso Guerra. O al menos su inspiración. Empezando por la cita de Antonio Machado que encabeza el volumen, y que es insultante para la memoria del poeta bueno. Y siguiendo por la argumentación política subyacente, que tiende a hacer creer que la campaña sobre el caso Juan Guerra fue una maniobra de la derecha contra un auténtico militante socialista. Y por «derecha» habrá que entender no sólo los partidos políticos conservadores o las fuerzas sociales reaccionarias, sino también una corriente del propio PSOE. Así, por ejemplo, se ataca nominativamente a Carlos Solchaga en Yo, el hermano, y su política económica se juzga opuesta a las aspiraciones sociales de los militantes.
Aún más significativo —y más discutible— es el sentimiento que se desprende de manera difusa del librito de los hermanos Guerra (se puede hablar en plural, porque Alfonso, aunque no firme, ha tomado públicamente posición para aprobar su contenido, que considera honesto y verídico). Y es que los autores parece que están diciéndonos: ya que la derecha, los patronos, los latifundistas se han estado forrando durante siglos, ¿por qué no íbamos a poder hacer los pobres lo mismo?
Fuera como fuese, en febrero de 1990 yo estaba reunido en mi despacho del ministerio con mis más próximos colaboradores y comentábamos los pasajes sobre la corrupción de La democracia en América, el ensayo de Alexis de Tocqueville. Ciertamente, para agotar el tema tendríamos que haber añadido a los elementos de nuestra discusión el estudio de Max Weber sobre La ética protestante y el espíritu del capitalismo, así como algunos de los trabajos de José Antonio Maravall sobre la relación picaresca con el dinero y el honor en nuestros siglos clásicos.
Porque no se entenderán en profundidad los fenómenos de la corrupción democrática en España si no se toman en cuenta los factores seculares de las tradiciones sociales y culturales. Como todos los países de predominio católico de la Europa del Sur —los mismos en que, coincidencia no privada de sentido, se han desarrollado partidos comunistas importantes—, España tiene una tradición cultural que marca una relación perversa, ambigua en cualquier caso, con el dinero. Una relación cálida en la que alternan fascinación y horror. O se mezclan, lo cual es aún más complejo. Razón de ello es, claro está, que España no ha conocido la Reforma protestante, por lo cual se ha malogrado o pospuesto su entrada en la modernidad. De ahí la invención de un modo de vida picaresco, que nos ha dado novelas inolvidables, espejos tragicómicos de nuestra larga miseria moral, reflejos de nuestro largo retraso arrogante.
Todos estos elementos históricos, tradicionales, pueden localizarse, aislarse, analizarse, en el pasado inmediato del régimen franquista.
Hacia la mitad de los años cincuenta, en efecto —veinte años antes del final de la dictadura por agotamiento biológico del dictador—, todo comenzó a cambiar en las estructuras matrices, socio-económicas por tanto, de la sociedad española. Todo se movió, tembló, casi imperceptiblemente al comienzo, en los intersticios de ésta, en el juego o la inarticulación de las instituciones, las instancias y los estratos sociales.
Ello fue posible en la medida en que el régimen no consiguió jamás ser totalitario de verdad, a pesar de las veleidades fascistas de sus comienzos, en los años cuarenta. Y no lo consiguió, entre otras razones o sinrazones, por la oposición, al menos el desafecto, minoritario pero resuelto, de las élites obreras e intelectuales del país. Pero también, sobre todo, por la presencia de la Iglesia católica, cuya influencia, bien medidas las cosas, habrá sido doblemente determinante. Lo fue, en primer lugar, como apoyo e instancia de legitimación de la «Cruzada» contrarrevolucionaria; y lo fue después —reverso de tan santa medalla— como referencia moral e ideológica autónoma, tan conservadora y retrógrada como se quiera —e incluso más: hasta un grado hoy difícil de imaginar—, pero inasimilable, irreductible al paganismo básico, al populismo de retórica plebeya, del partido fascista español, la Falange.
Este movimiento objetivo, a largo plazo, se puso en marcha después del agotamiento catastrófico del modelo autárquico del capitalismo de Estado, del dirigismo corporativo y burocrático, que caracteriza el primer decenio del régimen franquista. Un capitalismo de Estado, sea dicho de paso, siempre con una tecnología, un umbral de rentabilidad, un margen suficiente de productividad de retraso, y cuyos últimos vestigios monstruosos todavía hay que destruir o reformar mediante una estrategia económica socialdemócrata bien entendida.
Por otra parte, el restablecimiento de los intercambios internacionales, el crecimiento de la economía occidental, a partir del periodo de reconstrucción y gracias a los efectos del plan Marshall, crearon simultáneamente una corriente de mutua atracción: cientos de miles de obreros españoles fueron a trabajar a Europa, millones de turistas europeos vinieron a visitar España. Unos y otros aportaron oportunamente su lote de divisas necesarias para el despegue y la modernización industriales.
Así, rompiendo uno a uno todos los cerrojos del estatalismo burocrático, los mecanismos liberadores de la economía de mercado —viejo topo infatigable— trabajaron sordamente en las entrañas y las estructuras profundas del país, creando las bases de una democratización pacífica, asegurando el «retorno de la sociedad civil», según el título de un bello volumen de ensayos de Víctor Pérez Díaz.
El movimiento económico y social de los años cincuenta se desencadenó con la imparable objetividad de los procesos históricos, pero fue sin embargo orientado y acelerado por la estrategia de los tecnócratas del Opus Dei. Fundado por un oscuro e iluminado jerarca de la Iglesia católica, monseñor Escrivá de Balaguer, cuyo recetario de máximas de rearme moral, Camino, es tan tontamente primario, en un género concurrente pero análogo, como el librito rojo del presidente Mao, el Opus Dei sólo hubiera sido una secta más, un movimiento de evangelización integrista entre otros, si algunos de sus miembros españoles más influyentes no hubiesen descubierto el discreto encanto de la modernización capitalista.
En todo caso, el aporte esencial del Opus a la cultura de los años cincuenta y sesenta del franquismo habrá consistido en modificar sustancialmente la relación con el dinero de las élites de formación católica. El dinero, odiado y despreciado en la tradición ideológica dominante; el dinero fascinante, como lo es toda representación simbólica del Mal en un país —el único del mundo, que yo sepa— donde el Diablo tiene su estatua en un parque público; el dinero demoníaco y embriagador del cual nunca había que hablar, como tampoco se hablaba del sexo —o acaso de modo picaresco—, fue restablecido en un lugar honorable; dejó de ser indigno ganar dinero, hacer que otros lo ganaran también, hacer fluir sus beneficios. El dinero fue una idea nueva y virtuosa en la España del Opus Dei.
Naturalmente —y no podía ser de otra manera en un contexto social y cultural tan siniestro como el de la España de entonces—, toda esa empresa de modernización se desarrolló bajo los oropeles del más obsceno arcaísmo.
Para tener el derecho a habérselas con el dinero, a tocarlo, manejarlo, hacerlo fructificar, a ensuciarse las manos con él, los hombres del Opus vivieron —buena parte de ellos, al menos— en la religiosidad tenebrosa y apocada de la secta, pronunciando votos especiales. El de pobreza personal, claro está. El de castidad, ¡cómo no! No se puede, o no se debe, gozar a la vez del dinero y del cuerpo sexuado; hay que elegir. Para bien de España, los hombres del Opus Dei eligieron los goces del poder y del dinero.
Ciertamente, la austeridad hipócrita y gratificante, que exigía esta nueva relación con el dinero de un sector de las élites españolas, tuvo su reverso de corrupción. Malversaciones, tráfico de influencias, abuso de bienes sociales, fabulosos enriquecimientos a la sombra del poder dictatorial: a partir del momento en que el dinero se volvió respetable, y relativamente fácil en ciertos medios, con la explosión de las normas restrictivas del capitalismo de Estado burocrático, bajo los golpes de los mecanismos del mercado, la España de los años sesenta y setenta habrá estado corrompida hasta la médula del alma. Al menos en sus capas sociales más privilegiadas.
Las lecciones de Alexis de Tocqueville sobre la novedad de la corrupción democrática hay que leerlas en el marco histórico de dicha realidad.
El 1 de febrero de 1990, poco tiempo antes de aquellas reuniones en mi despacho del ministerio, Alfonso Guerra había comparecido en el Congreso para responder a una interpelación parlamentaria sobre el caso de su hermano.
El hemiciclo estaba lleno hasta los topes: no faltaba un diputado. Las tribunas del público y de la prensa también estaban llenas. Detestado o cubierto de incienso, temido sobre todo, Guerra era un personaje clave de la vida política española desde los comienzos de la transición democrática.
Sin duda habría unas gotas de curiosidad sádica en el interés multitudinario que despertaba la comparecencia del vicepresidente. Y es que, si Alfonso Guerra representaba en la antesala de los Consejos de Ministros el papel de intelectual sumido en sus lecturas y sus pensares, en la Cámara siempre había interpretado el del íntegro jacobino. Su discurso viperino, de una extraordinaria agresividad verbal, se había dedicado en todo momento a perseguir el mal y la corrupción, a ensalzar la virtud. Podía comprenderse, por tanto, la alegría malsana de ver a ese jacobino tonante e intransigente obligado a defenderse en un asunto semejante. Siempre da gusto ver censurado al censor.
Hay que decir algo más, sin embargo.
Mientras se llena el hemiciclo del Congreso, mientras estemos en este anfiteatro teatral, o circense, hay tiempo para algún breve excurso sobre la personalidad compleja, bastante novelesca, de Alfonso Guerra. Porque se puede ser políticamente nefasto y sin embargo novelesco: no están reñidos los dos aspectos del mismo personaje.
La vanidad infantil y desenfrenada de Guerra, la desmesura de su megalomanía, los constantes retoques, neuróticos, que añade a su historia familiar —atribuyéndose, por ejemplo, éxitos escolares y títulos universitarios que nunca obtuvo— sólo se explican por una patética veleidad de borrar o de compensar los efectos de algún antiguo dolor: alguna herida narcisista. En el plano estrictamente político, esto se traduce en el hecho de que Guerra habrá sido un hombre de resentimiento: sin duda es su manera de imaginarse, con escapismo infantil, ser de izquierdas.
Paradójicamente, al menos a primera vista, todos estos defectos privados han contribuido a forjar la estatura pública de Guerra. La transición democrática, en efecto —vuelvo a repetirlo: es un dato histórico fundamental— habrá sido un periodo de amnesia colectiva, espontánea o deliberada, henchida de mala conciencia tanto como de positiva y lúcida voluntad de reconciliación. En este periodo de silencio y de olvido del pasado, Guerra ha escenificado su papel de heredero del antifranquismo. Él, que no habrá hecho casi nada en la oposición al franquismo —o que lo habrá hecho en un periodo en que los riesgos eran ya mínimos—, se ha presentado como heredero de los combatientes. De los vencidos, de los oprimidos, de los desheredados: de los descamisados, en suma, para utilizar la palabra que él mismo pidió prestada a la demagogia populista del peronismo.
En la derecha, dentro de la mala conciencia generalizada, el discurso guerrista impresionaba porque remitía a sus representantes parlamentarios a sus orígenes nefandos. Era un discurso que irritaba, pero que instrumentalmente resultaba eficaz: producía rencores, sin duda, pero también dóciles silencios. En la izquierda, en la masa profunda de los militantes que aprobaban la política de la transición, y que lo hacían masivamente en el secreto de las urnas, la retórica guerrista reconfortaba, removía las ascuas de la ilusión, ayudaba a aceptar sacrificios y frustraciones inevitables. Y tanto más, por otra parte, cuanto que esta retórica no tenía consecuencias prácticas, que era del dominio de lo ideal: bálsamo sobre las llagas de la historia, opio del pueblo.
No sé, y sin duda no se sabrá jamás —él mismo nunca nos lo dirá—, si Alfonso Guerra interpretaba ese papel público por una especie de instinto teatral, o si había programado sistemáticamente su escenificación. Ciertos indicios me han hecho pensar a veces que esta segunda hipótesis era la más verosímil.
En todo caso, Alfonso Guerra no asistía jamás a las recepciones oficiales, ni en el palacio real, ni en La Moncloa. Jamás se le habrá visto ponerse un esmoquin o un frac. Jamás se le habrá visto asistir a las cenas de gala, durante las visitas de jefes de Estado o de Gobierno. Como si tuviera una bula especial que le exonerara de las obligaciones protocolarias de su cargo. Ni siquiera participaba en el encuentro, totalmente informal y convival, que Felipe González organizaba cada año, con sus ministros, y los maridos y mujeres de éstos, en vísperas de Navidades.
Pero si hacía el paripé de desdeñar las pompas del poder, para sacar gloria y ventaja de su aparente indiferencia, celebrada por sus fieles, y para confortar su imagen de austero hombre de izquierdas, próximo a los humildes, a los «descamisados», Alfonso Guerra no despreciaba por ello los privilegios de su puesto. Coches, escoltas, exigencias protocolarias: ¡no era moco de pavo, un desplazamiento del Vice!
Su obra maestra en este terreno, sin embargo, era el aparato público de su vida privada. Deliberadamente, por medio de confesiones periodísticas sabiamente orquestadas, de reportajes fotográficos de complacencia cómplice, Guerra y sus eventuales consejeros en comunicación, alimentaron la prensa sensacionalista con informaciones sobre su vida sentimental. Toda España podía seguir las peripecias de ese culebrón.
Así, era de pública notoriedad, entretenida por la prensa del corazón, que Alfonso Guerra había dejado en Sevilla a su familia legítima, la más discreta de las dos, y que se reunía con ella todos los fines de semana. En Madrid, el resto del tiempo, tenía otro menaje y maridaje, objeto éste de los chismes, dimes y diretes, propios de la villa y corte. Su compañera sentimental era una elegante muchacha de buena familia, muy introducida en la vida artística de la capital.
Ya se habrá entendido que estas observaciones no tienen carácter ni propósito de censura moral. Que el vicepresidente fuera bígamo, polígamo o incluso, en el peor de los casos, monógamo, no debería importarle a nadie. Al menos en cuanto acontecimiento de su vida privada. Pero era Guerra mismo quien lo transformaba en un asunto público. Hasta publicitario, en ocasiones. Como si hubiera querido demostrarnos que no sólo era buen letrado, amante de la poesía y de la música, no sólo buen político, émulo de Maquiavelo, sino también irresistible donjuán, feliz de escandalizar por su libertad y su libertinaje a una aborrecida sociedad burguesa.
Lo intolerable, sin embargo, en esa vida privada tan ostentosamente colocada a la luz pública, era ver a ese jacobino moralista malgastar el dinero de los contribuyentes para asegurar la protección policiaca vistosa y permanente de sus dos mujeres, sus dos hijos y todo el personal implicado.
O sea, que Alfonso Guerra, hombre de una izquierda de retórica y de resentimiento, vivía como un sátrapa oriental.
Un poco después de las cinco de la tarde, pues, aquel 1 de febrero de 1990, Alfonso Guerra subió a la tribuna de la Cámara para responder a una interpelación sobre el asunto de su hermano Juan.
Hizo una declaración liminar bastante breve, bastante sobria y totalmente falsa. Porque pretendió no saber nada de la vida de su hermano, ni ser para nada responsable de la atribución a éste de un despacho oficial en la sede de la Delegación del Gobierno en Sevilla.
Pero todavía faltaba lo peor.
Lo peor fue cuando Alfonso Guerra volvió a tomar la palabra en el turno de réplica a las observaciones y preguntas de los portavoces de los diversos grupos parlamentarios. Entonces se desveló la verdadera naturaleza del personaje. Largamente, en un tono arrogante o insinuante, sectario siempre, olvidándose de que era el acusado y no el fiscal, comenzó a sacar trapos sucios, o presentados como tales, de unos y de otros. Citó o hizo veladas alusiones a expedientes confidenciales. Se refirió a correspondencias privadas, de las que uno podía preguntarse cómo habían llegado a sus manos. En una palabra, replicó salpicando de lodo al conjunto de la clase política, utilizando a veces expresiones al borde del chantaje. Amenazadoras, en todo caso. Su táctica era sencilla. Reprobable en un plano ético, sin duda; ineficaz, además, a largo plazo, pero muy sencilla. Y es que se limitaba a exigir silencio sobre el caso de su hermano Juan, para que él no sacara los trapos sucios de los imprudentes.
He vuelto a mirar, antes de escribir estas páginas, la grabación videográfica de la sesión del Congreso. He vuelto a encontrar en ella todos los elementos que mi memoria había archivado. He vuelto a encontrar al personaje de Alfonso Guerra, tal y como lo recordaba, retorcido y tontamente maquiavélico. No he vuelto, sin embargo, a encontrar lo esencial, lo que para mí fue esencial aquella tarde, desde el banco azul. Lo esencial, a partir del momento en que el vicepresidente se hundió en la ciénaga de su propio discurso, se reflejaba en el rostro de Felipe González. Pero el realizador de TVE no supo captar lo esencial de ese momento dramático. Porque Guerra había escenificado su comparecencia, pero no podía prever qué sentimientos se harían visibles en el rostro de González cuando empezó a ahogarse en el torrente cenagoso de un discurso mafioso.
Y sin embargo, a pesar del malestar, del asombro reprobador, de la indignación incluso, que por momentos reflejó el semblante de Felipe González al escuchar al vicepresidente, parecía que éste seguía siendo su alter ego.
Lo que ocurrió después parecía que tendía a probarlo, en todo caso.
Apenas levantada la sesión, en efecto, los periodistas acosaron a Felipe González. Un bosque de micrófonos se alzó ante él. Las cámaras le rodeaban. Las preguntas surgían por doquier. En ese tumulto, Felipe González dejó estallar su cólera. «Parece como si algunos quisieran imponer la dimisión del vicepresidente. Pues que quede claro: si el vicepresidente se ve obligado a dimitir, yo dimitiré con él… habrá dos dimisiones por el precio de una…»
Y forzó la barrera de los periodistas de prensa y de televisión para alejarse.
La declaración del presidente del Gobierno, totalmente absurda en su brutal sinceridad, era sin duda una huida hacia adelante. Defraudado por su alter ego, por su evidente incapacidad de convencer a los diputados, consciente de que el caso Juan Guerra iba a seguir envenenando la vida política del país, Felipe González arrojaba todo el peso de su prestigio y de su autoridad en la balanza, para intentar interrumpir el curso de la historia.
Pero su gesto, por explicable que fuera en el plano de las pulsiones psicológicas primarias, fue políticamente nefasto. Inútil, además, a largo plazo. Porque nada podría ya detener el curso de la historia: la máquina periodística y judicial puesta en marcha, ya no se pararía, era fácil de prever. Y así fue, en efecto: el caso Juan Guerra ha ido llegando a su término judicial, con una decena de encausamientos penales. Y el vicepresidente tuvo que dimitir unos meses más tarde. Y Felipe González no sólo no le acompañó en su abandono del poder, sino que no hay duda de que fue él quien lo exigió.
Había la luz de un sol poniente que llegaba de lado. El horizonte azulado de la sierra. El silencio de un atardecer de septiembre en la terraza de La Moncloa.
Si me hubiera levantado del sillón de jardín en que estaba sentado, frente a Felipe González; si hubiese andado hasta la hilera de árboles que cerraba el espacio de la terraza, en la fachada trasera del palacio, mi vista habría abarcado el valle por donde fluye el Manzanares. A mi izquierda habría podido contemplar el perfil urbano de Madrid que tantos pintores han dibujado, comenzando por Velázquez y Goya. Habría visto, a mi derecha, la pendiente que desciende hacia el río, hacia el puente de los Franceses, donde el ejército de Franco fue inmovilizado, en noviembre de 1936. Allí, en la bruma de un alba de otoño, las Brigadas Internacionales entraron por primera vez en combate en la batalla de Madrid: con la bayoneta calada, contra los tabores marroquíes y la legión extranjera de Franco.
Pero no me levanté del sillón.
Eran las ocho de la tarde del martes 4 de septiembre de 1990. Felipe González iba a explicarme por qué tenía que cesarme en su Gobierno.
Finalmente no fue el viernes 31 de agosto, el día del primer Consejo de Ministros después del regreso de vacaciones, cuando tuvo lugar esta explicación. Después de la reunión, me acerqué al presidente del Gobierno. Le pedí una entrevista inmediata, a solas. Mi prisa pareció sorprenderle, incomodarle incluso. ¿Era tan urgente?, me preguntó. Además, añadió, ese día no tenía mucho tiempo. Le contesté que diez minutos bastarían para formular la conclusión que en su carta había quedado en suspenso. Pero se negó a semejante precipitación. Necesitaba, me dijo, mucho más de diez minutos para hablar conmigo.
Me preguntó qué agenda tenía para los días venideros. Yo tenía que ir a Venecia para asistir a una reunión de ministros de Cultura de la Comunidad. Le tocaba a Italia el turno de presidir el Consejo europeo. «A menos que ya no sea ministro de Cultura», le dije. Pero esta vez mi tono irónico no pareció hacerle gracia. «¡Eres ministro, vas a Venecia y nos vemos el martes!», exclamó de forma perentoria.
Estábamos a martes y nos veíamos en la terraza de La Moncloa. Hasta nos tomábamos un whisky.
¿Será porque ya sabía, aquella tarde, que no volvería a sentarme en la terraza de La Moncloa para hablar con Felipe González? ¿O bien porque atribuyo retrospectivamente a aquellas dos horas de conversación el sentimiento de algo que se acababa, de que era un adiós un tanto nostálgico?
Nostálgico para mí, quiero decir.
En cualquier caso, todo se ha inscrito en mi memoria para siempre. El paisaje, la luz cambiante del atardecer, el rumor de una brisa súbita, cargada de olores agrestes, las idas y venidas del camarero atento a nuestros posibles deseos, las palabras que dijimos, en conclusión de un intercambio comenzado tantos años antes. Y la tensión entre nosotros, que no provenía del desacuerdo, de la discordancia evidente, que provenía de la conciencia de haber llegado a un límite, a un punto de ruptura entre una extraordinaria complicidad privada y las obligaciones de un cargo público. Del suyo, claro está: las supuestas obligaciones de su cargo de presidente del Gobierno. Era una tensión positiva, curiosamente, tónica, diría incluso, a pesar de la separación previsible, inevitable, de nuestros destinos. Nunca me pareció, en efecto —ni a Felipe tampoco, aquella tarde al menos, me atrevo a barruntarlo—, que mi salida del Gobierno pudiese trastornar en algún modo la larga confianza mutua, la generosidad agradecida de nuestros sentimientos recíprocos, la estima intelectual que los años de trabajo en común no había hecho más que acrecentar.
Todavía transcurrieron meses, largos meses, antes de mi salida del Gobierno, en marzo de 1991. La crisis del Golfo congeló la situación, aplazando a una fecha posterior, imprevisible, la remodelación del Gobierno. Continué trabajando como si no pasara nada, sin prestar atención a los rumores y comentarios de prensa alimentados por calculadas indiscreciones de la ministra portavoz. Nombré a diversas personas en diferentes cargos y destituí a otros. Hice diversos viajes oficiales a la Europa del Este, entre ellos uno a Moscú, portador de un mensaje personal de Felipe González para Mijaíl Gorbachov, con quien mantuve una larga entrevista. Estuve con los ministros que acompañaron al presidente del Gobierno a París, a la cumbre franco-española del 13 de noviembre de 1990. Volví de París en el avión del presidente, a solas con él. Aprovechamos la oportunidad para hablar de la situación en la antigua Unión Soviética, y Felipe González me dio a leer las actas taquigráficas, que estaba corrigiendo, de sus conversaciones con Gorbachov, celebradas en Madrid unas semanas antes. En diciembre, Felipe González me incluyó entre los ministros que le acompañaron a Rabat, a una reunión de cumbre con Marruecos. Yo no tenía, sin embargo, nada que discutir, ningún problema pendiente con el ministro de Cultura de aquel país. Este era un hombre afable, dicharachero e hispanófono: había estudiado en Larache, en los tiempos del Protectorado. De esa época infantil le quedaba un recuerdo insólito: conocía de cabo a rabo la letra del Cara al sol que le habían enseñado a cantar, con el brazo en alto, en el patio de su colegio de Larache. Pero lo más insólito no es que recordara la letra de aquel himno fascista, sino el que lo cantara gustosamente para demostrar las excelencias de su castellano. En la cena oficial de la primera jornada del encuentro, me sobresalté indignado al oír de pronto a mi lado las estrofas del himno de la Falange, que el ministro marroquí canturreaba, tan a gusto y campante. Al concluir este viaje, en el aeropuerto de Rabat, mientras esperábamos alineados a lo largo del rojo tapiz protocolario a que Felipe González y el primer ministro de Marruecos hubiesen terminado de pasar revista a las tropas de la guardia de honor, Francisco Fernández Ordóñez se volvió hacia mí y me dijo: «¿Sabes en qué he estado pensando estos días?». Pues no, no lo sabía, como es lógico. «¡He estado pensando que tú eras el guionista de la película El atentado!» Hubo algunas risitas. No garantizo que todos los ministros españoles presentes hubieran entendido la alusión de Ordóñez. Carlos Solchaga y Claudio Aranzadi, que formaban parte del grupo de ministros, sí que la entendieron. Por si acaso, por si algún amable lector se encontrara en la situación de los ministros que no entendieron, diré que El atentado es una película inspirada en la desaparición de Ben Barka en Francia, asesinado por los servicios especiales de Marruecos, con la complicidad de algún sector del contraespionaje francés.
En noviembre, con el primer aniversario de la caída del Muro de Berlín, se celebró el XXXII Congreso del PSOE. No ocurrió nada, o sea, la retórica y los rituales de costumbre. Fue aprobado con entusiasmo el dichoso «Programa 2000», que tenía que abrir las rutas triunfales del siglo XXI al socialismo español, pero que resultaba obsoleto antes ya de su aprobación, ya que había sido elaborado y redactado con anterioridad a la crisis mundial que provocó el derrumbe del sistema soviético y desestabilizó el mundo democrático. Apenas aprobado por aclamación en el congreso del PSOE, el «Programa 2000», presentado como el futuro de una larga y profunda reflexión colectiva, fue olvidado en el cuarto de los trastos: nadie más ha vuelto a oír hablar de él.
En el plano de la organización, de los métodos de trabajo y de las instancias dirigentes, el XXXII Congreso del PSOE no fue el de la apertura y la renovación que algunos habían esperado, cuya perspectiva otros habían hecho relumbrar, para evitarse un debate a fondo. Fue un congreso de cerrojo y cerrazón, que confirmó el poder de los hombres de Alfonso Guerra en todos los órganos de dirección.
Me fue imposible saber —desde nuestra entrevista del 4 de septiembre, ya no volvimos a abordar las cuestiones del partido— si Felipe González había realmente deseado que el XXXII Congreso del PSOE fuese de apertura. Lo que es evidente es que no reunió los medios para conseguirlo, que no indicó con precisión cuáles eran sus objetivos. En la práctica, ello significaba dejar las manos libres al aparato guerrista.
La corriente que se proclamaba renovadora, cuyos líderes visibles no brillaban por su audacia, se limitó a teorizar abstracta y vagamente, a la espera de una señal de González que no llegó a producirse. Fue un juego de engaños y señuelos, probablemente: por su parte, el secretario general del PSOE y jefe del Ejecutivo pudo haber estado esperando de los renovadores la elaboración de una alternativa política coherente, global, antes de comprometerse en la batalla. Como no se produjo, los renovadores fueron derrotados estrepitosamente. Nada más lógico y normal: en un partido organizado según las normas del centralismo democrático, como lo estaba el PSOE de Alfonso Guerra y de «Txiki» Benegas, nunca se habrá visto que una corriente renovadora gane un congreso. ¡Faltaría más!
Colocado ante esos resultados previsibles, el único recurso de Felipe González fue proclamar su autonomía como jefe del Ejecutivo. El partido manda en Ferraz, dijo en sustancia en su discurso de clausura, pero yo mando en La Moncloa.
Era un mal menor, ciertamente, pero dicha actitud no resolvía los problemas a largo plazo. En un sistema hegemónico del género que prevalecía en España por entonces, la compleja cuestión de las relaciones entre el partido mayoritario y el Gobierno que de éste emane, no se resuelve duraderamente por el simple mantenimiento de la autonomía del Ejecutivo, sobre todo cuando dicha autonomía depende de algo tan frágil y cambiante como la autoridad carismática del líder que asume la dirección de ambas instancias, y cuya legitimidad, en un plano constitucional, sólo se funda en el apoyo explícito de su partido. Ahora bien, en función de la composición de los órganos de dirección del PSOE, que Felipe González quedara en minoría, aunque poco probable, no era totalmente imposible, en caso de divergencia política acentuada.
Y las divergencias de este tipo maduraban ineluctablemente en la situación de crisis del sistema hegemónico que iba desarrollándose. Algún día se cumpliría el pronóstico que le venía haciendo al presidente desde el otoño de 1988. «Algún día, Felipe», le decía, «tendrás que afrontar la renovación del PSOE que quedó a medio hacer en el XXVIII congreso; tendrás que poner de acuerdo la estrategia gubernamental y el discurso social del partido, liquidando los arcaísmos y las retóricas populistas, acabando con un hegemonismo burocrático y clientelar. Y ese día, aunque la idea te disguste sobremanera, por razones personales que son respetables y sin embargo nefastas para el interés general, ese día tendrás que enfrentarte con Alfonso. Ahora bien, ya que esa alternativa es inevitable, tienes que prepararte y preparar el partido para afrontarla.»
Felipe González aceptaba lo esencial del diagnóstico, aquí y ahora esquemáticamente resumido, pero se resistía a dramatizar la situación. Nunca le han gustado los conflictos internos y vive, por razones históricas de peso, preocupado por las divisiones y oposiciones en el PSOE. Pero además, y sobre todo, me parece que estaba convencido de seguir siendo dueño y señor de la situación, convencido de su autoridad sobre el partido. Y, por último, dudaba de la posibilidad de que Alfonso Guerra y él pudieran enfrentarse. «De acuerdo», me dijo un día en que yo había vuelto a plantear este tema, «de acuerdo… Es cierto que en las grandes cuestiones de estos últimos años, Alfonso y yo hemos tenido siempre posiciones diferentes. Pero luego es leal y aplica las decisiones tomadas…» Le hice observar que la palabra «leal» no correspondía. Le dije que no se puede confundir lealtad y disciplina. Guerra era disciplinado y respetaba la fuerza y la capacidad de mando. Pero la procesión del discurso arcaico, visceralmente populista, seguía avanzando por dentro. Además, la disciplina depende de una relación de fuerzas, y ¿no podía ésta cambiar algún día?
Como quiera que sea, el 4 de septiembre, durante aquella conversación con Felipe González en la terraza de La Moncloa, abordamos nuevamente todos los temas de nuestros encuentros.
«No tengo nada que perder», le dije para terminar, «incluso puede que tenga mucho que ganar, tanto a nivel personal como a nivel político —si es que la política sigue interesándome—, si abandono el Gobierno como consecuencia de mi entrevista en El País. Pero un cese —porque no hay que esperar que dimita: tienes que cesarme, inevitablemente— por semejante motivo sólo a ti puede perjudicarte.» Ahora bien, yo no tenía ningún deseo de resultarle perjudicial. Y es que, algún día, Felipe González necesitaría de todo su prestigio y toda su autoridad para la batalla de renovación del PSOE. Algún día indeterminado, pero inevitable. A menos de que tomara la desastrosa decisión de abandonar su partido al pragmatismo oportunista de Alfonso Guerra, adornado con las plumas de una retórica radical.
Por tanto, le dije para terminar, devuélveme a mis labores de escritor el día en que este cese no te sea demasiado perjudicial. A Felipe González le gustó la fórmula. La repitió, bastante satisfecho. Y la tuvo en cuenta, en cierto modo, ya que me cesó en el marco de una profunda remodelación del Ejecutivo. Y después de haber obtenido de Alfonso Guerra que abandonara el Gobierno. Con lo cual, sobreviví ministerialmente a éste durante más de un mes: fue una victoria algo más que simbólica.
Una cosa quedó clara, en todo caso, en nuestra conversación del 4 de septiembre: Felipe González sólo haría la crisis de su Gobierno cuando la del Golfo quedara resuelta por la derrota de Saddam Husein.
La fecha de mi cese la decidiría el general Norman Schwarzkopf.