«Señor presidente, señorías, señor ministro, tengo que reconocer, sinceramente, que subo a esta tribuna un tanto acomplejado ante el despliegue de erudición de los portavoces que me han precedido en el uso de la palabra… Se ha citado aquí desde Pericles hasta Hegel, a Federico Sánchez —que es usted mismo— y a algún ignoto autor teatral de los países del Este, cuyo nombre ni siquiera recuerdo.»

Era el 2 de marzo de 1989, en el Congreso de los Diputados.

Yo había presentado aquel día a Sus Señorías el programa de trabajo del Ministerio de Cultura. Después, los portavoces de los distintos grupos parlamentarios habían expuesto las observaciones y las críticas que consideraban pertinentes.

Y le había llegado el turno al portavoz del Partido Nacionalista Vasco.

El ignoto autor teatral de la Europa del Este que había mencionado en mi discurso y cuyo nombre no podía recordar el señor Olabarría era Václav Havel, ya se habrá adivinado.

En mi intervención ante la Cámara sobre la política del ministerio no había citado ni a Pericles ni a Hegel, como es lógico. Otros oradores lo habían hecho, sin embargo. A Pericles y su siglo —en general son citados a la par y van parejos— era el portavoz del partido comunista quien los había citado. En un contexto, por otra parte, de vulgata marxista, de vulgar materialismo histórico. El diputado comunista había afirmado, en efecto, que la floración de las artes y de las letras en diferentes países y diferentes épocas es consecuencia de la inversión del dinero público. Así, «sin el apoyo de Pericles no hubiéramos disfrutado después del Partenón ni de los grandes hitos de la tragedia clásica. Y sin el apoyo de la Corona y de los poderes públicos españoles, tampoco hubiéramos gozado hoy de las grandes obras de la literatura, más aún de la pintura y de la arquitectura de nuestro Siglo de Oro».

Ya se sabe, naturalmente, hasta qué punto los dineros públicos fueron decisivos para inspirar a Cervantes el personaje del Quijote. Pero no voy a discutir aquí las afirmaciones reductoras, de un dirigismo estatal tontamente seguro de sí mismo, del diputado comunista señor Moreno Gómez. Recuerdo sus palabras únicamente para demostrar que no fui yo quien cité a Pericles.

Tampoco había citado a Georg Friedrich Wilhelm Hegel. Citar a Hegel es algo que desde luego puede ocurrirme. Tengo una cuenta filosófica permanente que ajustar con él, con su concepción de la dialéctica en particular. Pero aquel día no había citado a Hegel en la tribuna de la Cámara, no había sido necesario, en efecto. Sólo había citado a escritores. A cuatro escritores, para ser más preciso. Dos novelistas —José Saramago y Salman Rushdie—, un poeta —Antonio Machado— y un autor dramático: Václav Havel.

Havel acababa de ser nuevamente detenido en Praga por haber organizado un homenaje público a Jan Palach, el estudiante que se había inmolado por el fuego, veinte años antes, en 1969, para protestar contra la invasión soviética.

Aquel año lejano, poco tiempo después de aquella muerte violenta y voluntaria, yo estaba en Praga con Costa-Gavras. Todavía parecía posible rodar en Checoslovaquia mi adaptación cinematográfica de La confesión, el libro testimonial de Artur London. Nos parecía que era necesario, por lo menos, intentar hacerlo así. En efecto, Alejandro Dubcek era todavía jefe del Gobierno. Algunas de las conquistas de la democratización que había provocado la intervención imperial soviética aún no estaban liquidadas. La «normalización», a fin de cuentas, el restablecimiento del orden totalitario, todavía no se había desplegado con el rigor que conocieron más adelante.

En dichas condiciones, y aun sabiendo cuán estrecho era el margen de maniobra que las circunstancias reales nos otorgaban, habíamos decidido verificar la posibilidad de un rodaje de La confesión en Praga.

El primer día, después de las discusiones preliminares con los responsables del cine checo —todos ellos cesados, algunos encarcelados pocas semanas más tarde, cuando Dubcek fue privado del poder que todavía conservaba y cuando la «normalización» de Husak fue puesta en marcha—, yo había llevado a Costa-Gavras al viejo cementerio judío de Pinkas.

Es éste uno de los lugares del mundo que en mí suscita la más fuerte emoción. El viejo cementerio de Pinkas, con su silencio recoleto, con la serenidad que de él se desprende —fundada en el saber de tantos siglos de persecuciones y de tenaz piedad—, es esencialmente un lugar de memoria universal, donde el discurso, súbita, milagrosamente se vuelve inútil. Donde basta con mirar, con abrirse con la mirada del alma a la evidencia emocionante que sugiere y simboliza la acumulación de las piedras funerarias judías. Lugar de silencio y de meditación, de rezo también, sin duda, para el que todavía tuviera el deseo, o el valor, o la posibilidad de rezar. ¿Pero qué Dios podría ser rezado para hacerse presente en Pinkas, sino aquel de la esencial ausencia, de la radiante invisibilidad?

Había pues conducido a Costa-Gavras al viejo cementerio judío de Pinkas. Nos habíamos paseado entre las tumbas. Hacía un sol de junio, velado de brumas lechosas.

Como la mayor parte de los que vienen a Pinkas por primera vez, Costa había preguntado por qué algunas losas funerarias, más estrechas que las demás, desprovistas de inscripciones, estaban plantadas de cualquier manera, a veces de través, en un inexplicable desorden. Le dije cuál era la razón, la sinrazón, más bien. Me alegró poder decirle la razón, la sinrazón de aquel amontonamiento de piedras mudas, anónimas. Esas piedras que parecían haber caído por azar en el cementerio, le dije, indicaban en realidad el lugar en que los judíos habían enterrado las carroñas de perros que los cristianos, a lo largo de los siglos del largo desprecio, del largo odio cristiano, habían arrojado por encima de los muros de Pinkas para profanar aquel lugar sagrado.

Bajo el sol de Praga, en junio de 1969, mirábamos las tumbas de los pobres perros que los cristianos, durante tanto tiempo, habían maltratado como a judíos: monumentos mínimos que perpetuaban tanto la locura de los hombres como su piedad filial.

En silencio, habíamos contemplado las tumbas de los perros judíos. De pronto, al levantar la vista hacia el cielo lleno de bruma caliginosa, habíamos distinguido más allá de los muros de Pinkas, a lo lejos, la fachada severa de la facultad de filosofía de la Universidad Carlos. Los estudiantes habían colgado en ella una amplia pancarta de tela blanca que, con letras gigantescas, bautizaba el edificio con el nombre de Jan Palach.

No decíamos nada.

No sabíamos tampoco que veintiún años más tarde, con ocasión de la entrega a Václav Havel precisamente del Premio Palach —premio creado en París para apoyar a la resistencia checa en aquellos años sombríos—, íbamos a encontrarnos de nuevo en Praga, con Yves Montand, para la primera proyección pública de La confesión. No sabíamos tampoco —¿y quién hubiera podido predecirlo?— que en 1990 aquella velada de estreno iba a ser presidida por el «ignoto autor teatral» Václav Havel, entonces presidente de la República.

Bien es verdad que los tres —Montand, Gavras y yo— ya habíamos presentado Z en Atenas después de la caída del régimen de los coroneles. La noche del estreno, en un restaurante del Pireo, habíamos cenado pescado con el magistrado Sarzetakis, que acababa de salir de la cárcel y para el cual —para su personaje de ficción, mejor dicho, que había soberbiamente encarnado en la película Jean-Louis Trintignant— yo había inventado la denominación de petit juge, que a partir de entonces se hizo célebre en Francia.

Como quiera que sea, el juez Sarzetakis, encarcelado por los coroneles por el papel que desempeñó en el asunto Lambrakis, que inspiró a Vassilis Vassilikos, a Costa-Gavras y a mí mismo en la realización de Z, también fue elegido presidente de la República en Grecia, poco tiempo después del viaje del que estoy hablando.

Pero lo que no nos había sorprendido en Atenas, el fin de la dictadura de los coroneles, nos parecía imposible en Praga y en Moscú. Imposible mientras viviéramos, por lo menos. Altamente improbable, en todo caso. Estábamos convencidos de que tendríamos que desaparecer de este mundo antes de que lo hiciera el totalitarismo soviético. A veces habíamos hecho este triste pronóstico los tres. Estábamos convencidos de que La confesión no sería proyectada en Moscú mientras viviéramos.

Pero nos equivocábamos.

En junio de 1990, algunos meses después de la noche de Praga, asistimos los tres —Montand, Gavras y yo— al estreno de La confesión en Moscú.

Fue la única vez que viajé a la Unión Soviética en condiciones normales. Quiero decir: como una persona cualquiera. Sólo era el guionista de la película que Las Noticias de Moscú presentaba en público. Treinta años antes —mi última estancia en la URSS había sido en el verano de 1960— viajaba en condiciones particulares. Con todos los privilegios y tratos de favor atribuidos a un personaje de la alta nomenklatura. Largos automóviles negros, con los cristales posteriores protegidos por espesas cortinillas, nos esperaban en los aeropuertos. Nos conducían a pisos grandes y lujosos del centro de Moscú o a dachas románticas en los bosques de los alrededores. En uno u otro caso, las mesas estaban a cualquier hora regia y ricamente servidas, abarrotadas de viandas, manjares y bebidas inagotables.

Cada dos años, en efecto, los dirigentes del partido comunista español teníamos derecho a vacaciones en un país del Este. A la URSS iban destinados los primeros de la fila: los primeros rangos de la jerarquía. El hecho de pasar cada año largos meses de clandestinidad en Madrid me abría las puertas de ese privilegio.

En los orígenes de la nomenklatura comunista, habrá habido, a menudo, un compromiso militante, un sacrificio altruista de la carrera, del confort posible. La nueva burguesía roja se ha forjado en la lucha, no debe olvidarse este hecho si se pretende comprender su papel histórico, sus mitos fundacionales, su legitimación ideológica. Más que una nueva burguesía, por otra parte, habremos sido una especie de nobleza de tipo napoleónico, que ha conquistado galones y prebendas en los sordos fragores de las batallas clandestinas.

Sin duda, en la URSS de finales de los años cincuenta, estos orígenes eran lejanísimos, estaban desvaídos por decenios de poder tiránico y burocrático: los miembros de la nomenklatura se reclutaban por cooptación o por filiación casi hereditaria, salvo en ciertos aparatos de las fuerzas de defensa y de seguridad.

Por dos veces, sea como sea, tuve derecho a vacaciones en la Unión Soviética. La primera, en 1958; la segunda, en 1960. Esta fue también la última. Dos años más tarde, en efecto, cuando me volvió a llegar el turno de gozar de nuevo del paraíso de la nomenklatura comunista, renuncié a éste de buen grado. En esa época, ya había comenzado —¡finalmente!— el proceso de reflexión y de distanciamiento que me llevaría a ser expulsado del PCE. Mi experiencia —breve pero iluminadora— de la sociedad soviética, no era extraña a ese proceso. En 1962, en todo caso, preferí tomar vacaciones por mi cuenta. Mis amigos italianos Sarah y Mario Alicata me invitaron a su casa de Capri.

El recuerdo más notable (determinante, en cierta medida, para el resto de mi vida) de mi estancia en la URSS, en el año 1960, no fue el de la belleza de los paisajes del sur de Crimea, donde se encontraba nuestro lugar de vacaciones: en los parajes de Foros, en una dacha que había frecuentado Máximo Gorki, porque le recordaba Capri, precisamente, que se había vuelto inasequible. Fue el de una reunión en Moscú, una entrevista de las delegaciones del PCE y del partido comunista soviético.

Por nuestra parte asistían algunos dirigentes presentes en la URSS en razón de las vacaciones: Dolores Ibárruri, Santiago Carrillo y yo mismo. Por parte soviética, la delegación estaba presidida por Mijaíl Suslov, gran responsable de las cuestiones ideológicas y de la ortodoxia doctrinal, tan fluctuante en sus contenidos —según la coyuntura histórica— como rígida en sus formulaciones.

En Moscú, en agosto de 1960, el antiguo palacio donde estaba instalada la sede del Comité Central del PCUS tenía una fachada de color ocre quemado, si no recuerdo mal. A menos que fuera de un suave verde pistacho. De un color, en cualquier caso, que recordaba el origen italiano de los arquitectos que habían edificado antaño el casco monumental de la ciudad.

En el despacho del Comité Central, había una larga mesa recubierta con un tapiz verde. Había botellas de agua, de naranjada. Había lápices, papel blanco. Pero no había ceniceros, porque estaba prohibido fumar: el camarada Suslov, se nos dijo, no toleraba el olor a tabaco.

Después de los saludos protocolarios, se entró de lleno en el tema de la reunión, que se limitaba, por otra parte, a un mero intercambio ritual de información sobre las respectivas políticas. Fue Carrillo, como invitado, el que tomó la palabra en primer lugar. En cuarenta minutos, más o menos, resumió las grandes líneas de la estrategia del PCE: luchas de masas pacíficas; utilización de las posibilidades legales ofrecidas por el régimen, por estrechas que fueran; política de amplias alianzas antifranquistas, etcétera. Nada podía, en esta exposición, sorprender a Suslov, ya que se trataba de una estrategia esencialmente inspirada por las conclusiones del XX Congreso del PCUS, celebrado cuatro años antes.

Sin embargo, en cuanto Suslov hizo uso de la palabra, apenas se hubo felicitado en breves frases estereotipadas de la justa política del PCE, comenzó a exponer y defender una línea política totalmente diferente. Durante cerca de una hora, se esforzó en demostrarnos que un partido comunista no podía fundar su estrategia en una línea pacífica exclusivamente, en la única perspectiva de un avance democrático. Que teníamos que estar preparados —y no sólo en un plano teórico: materialmente preparados— a cambiar de montura en plena carrera, para cabalgar una línea de lucha violenta, acaso armada. Manejando todos los tópicos leninistas sobre la lucha de clases, el imperialismo, la necesidad de destruir el aparato del Estado burgués, Suslov nos leyó la cartilla en un tono radical y perentorio.

Hoy ya no tiene ningún interés intentar reconstruir los motivos de aquella diatriba de Suslov, en el contexto de los conflictos latentes en el seno del grupo dirigente de Jruschov, en el momento en que las divergencias con el partido comunista chino comenzaban a exasperarse, a estallar públicamente. Como tampoco tiene ya interés indicar las consecuencias que tuvo aquel exordio de Mijaíl Suslov sobre la política ulterior de Carrillo, con los conflictos internos que de ella se derivaron.

Evoco este lejano episodio por una razón más personal. Y es que aquel día de agosto de 1960, en el húmedo calor moscovita, marca un hito decisivo —final, podría decirse— en el proceso que me condujo a comprender por fin la naturaleza real de la burocracia soviética. Decisivo igualmente en mi toma de conciencia del prodigioso vuelco de los valores de «izquierda» y de «derecha» que caracteriza la historia del bolchevismo.

Bajo una fraseología de «izquierdas», en efecto, Suslov nos exigía que estuviéramos dispuestos a adoptar una estrategia retrógrada, la de la lucha armada. Estrategia retrógrada, literalmente reaccionaria, porque habría aislado al PCE, rompiendo o poniendo en precario sus vínculos todavía frágiles con las capas sociales realmente activas, encerrándole en el gueto de los dogmas. Y ello, como en 1929 (clase contra clase), como en 1939 (pacto germano-soviético), como en 1947 (creación del Kominform) —para elegir tan sólo algunas fechas significativas—, en beneficio exclusivo de la diplomacia soviética, en interés exclusivo del Estado ruso.

Esta entrevista con Suslov, en todo caso, habrá conseguido que se me vuelva sospechosa, por no decir odiosa, la fraseología izquierdista que utilizan los aparatos partidarios. Imposible, desde entonces, que tome en serio las posturas y los tópicos del izquierdismo.

Me acordé vagamente de Mijaíl Suslov aquella noche de junio de 1990, con motivo del estreno público de La confesión en la URSS. Estábamos en la sala donde Las Noticias de Moscú habían presentado el filme. Un largo silencio hondo, turbio, turbador, repleto de dolores íntimos, de gritos contenidos, de lágrimas disimuladas, reinó sobre la asistencia cuando volvieron a encenderse las luces. Entonces me acordé de Suslov, de aquel pasado, tan remoto y tan próximo: todavía se movía su cadáver, esa carroña que aún apestaba la atmósfera de la ciudad. Miré a Montand en el momento mismo en que se volvía hacia mí. Pues bien, me decía con su mirada llena de emoción, habremos podido vivir este instante, a pesar de todo. Y lo habremos vivido juntos.

Poco tiempo antes de mi comparecencia del 2 de marzo de 1989, en la Cámara de los Diputados, la embajada de Checoslovaquia se había puesto en contacto con mi gabinete. Deseaban invitarme a Praga en visita oficial, éste era el mensaje. Para recibir al diplomático checo había delegado en mi jefa de gabinete. Esta, Juby Bustamante, transmitió la respuesta que yo le había encomendado. Y la transmitió de todo corazón, con convicción personal, sin duda alguna, puesto que estaba profundamente de acuerdo con mi respuesta.

Comunicó pues al diplomático checo —el cual, al parecer, quedó altamente sorprendido— que el ministro no recibiría personalmente a ningún representante de su embajada mientras Václav Havel no hubiera sido puesto en libertad. De todas maneras, le había hecho comprender Juby Bustamante, más valía esperar que Havel saliera de la cárcel antes de invitarme a una visita oficial a Checoslovaquia.

En 1977, en la Autobiografía de Federico Sánchez, tras evocar en dos líneas el viaje con Costa-Gavras del que acabo de hacer referencia, había escrito: «No volveré a Praga mientras Praga no vuelva a ser la libre capital de una nueva primavera». Pero tal vez los diplomáticos checos de Madrid no hubieran leído aquel libro. O quizás, habiéndolo leído, pensaran que la razón de Estado iba a imponerse a mi memoria de escritor. Pero no había ninguna razón para que me inclinase ante la razón de Estado, para que renegara de mi memoria de escritor. Por otra parte, una razón de Estado bien comprendida me incitaba asimismo a no perder la memoria.

«El ministro conoce muy bien Praga», había dicho para terminar Juby Bustamante. «Puede esperar a la liberación de Václav Havel para volver a esa ciudad. Cuanto antes salga de la cárcel, antes podremos volver a hablar de esta visita oficial.»

El diplomático checo sacó inmediatamente sus conclusiones de esta entrevista: hasta el derrumbe del régimen comunista, en diciembre de aquel mismo año de 1989, no volví a tener noticias de su embajada.

Después de la «revolución de terciopelo», cuando Václav Havel fue designado presidente de la República, hice dos viajes a Praga. Uno de ellos a comienzos de 1990, para una visita relámpago, con ocasión del estreno público de La confesión, en el curso de una velada que presidía Havel. Nos recibió después de la proyección, en un tumulto bastante sesentayochesco, muy simpático, pero poco propicio a profundizados intercambios de opinión. No fue éste un viaje oficial; yo estaba en Praga como guionista francés de la película y no como ministro español de Cultura.

El segundo viaje, verdaderamente oficial esta vez, tuvo lugar en octubre de 1990. Más precisamente, del sábado 20 de octubre al martes 23. En ese lapso de tiempo hay que incluir una noche y media jornada en Bratislava. Desvío sin gran interés, pero obligatorio, dada la coyuntura de las relaciones entre ambas naciones, ya tensas, y que conducirían a la separación de las dos repúblicas, la checa y la eslovaca; proceso de repliegue y de identificación estatal que tenía que producirse inevitablemente en el sur de la Europa central al derrumbarse el imperio soviético, pero que en Checoslovaquia —dichosa excepción en una regla secular y sangrienta— tuvo un carácter de concertación pacífica.

En Bratislava, sea como sea, tuvimos que tratar con un joven ministro de Cultura, más bien insignificante, cuya única preocupación parecía ser la relativa al protocolo y a la apariencia. Se esforzó en particular en tenernos reunidos exactamente el mismo número de horas que su homólogo de Praga, y ello a pesar de que el escaso orden del día de las cuestiones a examinar quedó agotado muy pronto.

En la grisura de esas horas en Bratislava, sólo se destaca para mí una imagen cómica. Una imagen como un guiño irónico, una broma de un dios anónimo y sin embargo astuto. La empresa de obras públicas que restauraba algunos edificios del centro histórico de la ciudad proclamaba en diversos carteles su nombre: avenartus. Me reí de buena gana al ver multiplicarse el nombre de aquel filósofo cuya influencia ha sido considerable, aunque parezca hoy olvidado, y que yo había leído atentamente para comprender el odio que Lenin le profesaba.

Antes de este desvío por Bratislava, fuimos alojados en Praga en una villa del barrio residencial que se extiende en el flanco de la colina, en la parte de atrás del castillo.

Reconocí el barrio, reconocí la villa.

En cuanto se hubo detenido el cortejo de coches oficiales a la puerta de la villa, a última hora de una mañana de octubre, la reconocí. Era la villa Cepiska. Así al menos la llamaban los funcionarios praguenses de la era comunista: los intérpretes, los agentes de la seguridad, los chóferes de las limusinas negras con los visillos corridos que nos conducían a la ciudad.

Cepiska, si mal no recuerdo, era el apellido de un yerno de Klement Gottwald —el tiranuelo local, el Stalin vernacular de la Vltava— que había tenido diferentes desgracias después de la desaparición de su suegro. Este, parangón de fidelidad, cogió una mala gripe en Moscú durante las exequias de Stalin y tuvo la delicadeza de morirse rápidamente. Delicadeza oportuna, en cierta manera, ya que así se evitó tener que negociar el difícil viraje de la desestalinización. No tuvo, en particular, que decidir la destrucción del grandioso y obsceno monumento a Stalin que desfiguraba el paisaje urbano y fluvial de Praga.

El yerno de Gottwald, en cualquier caso, Cepiska, si tal fue realmente su nombre, tuvo problemas con los sucesores y fue privado de privilegios y prebendas. Entre éstos se contaba la suntuosa villa que ocupaba en el barrio residencial, que se destinó a partir de entonces a alojar a los dirigentes de los partidos hermanos, pero que continuaba siendo designada por su nombre por los funcionarios de todo tipo del partido checoslovaco. El sábado 20 de octubre de 1990, en cualquier caso, cuando los coches del cortejo oficial se pararon ante la villa, la reconocí de inmediato. El nombre que se le daba antaño me volvió también a la memoria.

Allí había vivido yo de 1956 a 1964, cuando no estaba solo en Praga. Cuando venía a encontrarme con los demás miembros del buró político del PCE para alguna sesión plenaria de aquel órgano de dirección reunido en torno a Dolores Ibárruri, que ya no salía de los países del Este.

Dos días más tarde, el lunes 22 de octubre, no tuve la posibilidad de hablar de la villa Cepiska con Václav Havel. Aquel día, Havel cruzó el patio del castillo y vino a almorzar con nosotros en el restaurante Vinarka. Era un habitual de este local, y un salón particular le estaba reservado.

Sin embargo, me hubiera gustado hablar con Havel de la villa Cepiska. O mejor dicho, de los años en que había vivido en aquella villa Cepiska. Yo llegaba de Zurich, de Bruselas o de Roma —nunca directamente de París, para borrar las pistas— y los servicios del partido checo se ocupaban de mí en el aeropuerto de Praga. Me conducían a la villa Cepiska, donde me encontraba con los viejos bonzos del PCE, para largas reuniones verborreicas en las cuales el principio de placer triunfaba siempre sobre el principio de realidad.

Me hubiera gustado poder hablar con Havel de aquellos viajes.

Una vez, en 1956, en enero de aquel año, el viajero —yo mismo: Federico Sánchez en persona— llegaba de Madrid con un pasaporte falso. Con diversos pasaportes falsos, a decir verdad; tenía que cambiar de pasaporte en Zurich, para borrar las huellas de su paso. Lo esencial, de todas maneras, el núcleo radiante de aquel recuerdo que hubiera querido compartir con Václav Havel, era la imagen de un escaparate de librería en la Bahnhofstrasse de Zurich. Un escaparate donde se ofrecía a la mirada, al sobresalto del corazón, al deseo inmediato de posesión y de lectura, un pequeño volumen en lengua alemana, Briefe an Milena, de Franz Kafka. Me hubiera gustado contarle a Havel la continuación de aquel viaje; se me ocurría que le hubiera divertido. El largo trayecto en el tren especial que devolvía a Bucarest a los dirigentes del partido y del Gobierno rumanos, así como a Dolores Ibárruri y a su séquito. Volvían todos de algún congreso o reunión política en Alemania del Este. El día transcurría en ágapes incesantes y fuertemente regados con vinos y licores en el vagón-restaurante del rumano Chivu Stoica. Por la noche, solo en mi compartimiento de coche-cama, leía las cartas a Milena de Franz Kafka con el corazón sobresaltado, el espíritu turbado por el descubrimiento de ese amor mortífero.

Pero no pude hablar con Havel de aquel viaje a Bucarest, con Milena y Kafka, en el tren especial de la Pasionaria. No he hablado de ello con nadie. Tal vez debiera escribirlo. He escrito a menudo acerca de Praga, pero tal vez pueda contar todavía este viaje de Zurich a Budapest pasando por Praga. Un viaje con Milena y Kafka.

La ventaja de una vida novelesca, llena del ruido y la furia del siglo, es que le regala a uno —gracia y desgracia, dicha y desdicha— una memoria inagotable. Siempre habrá, efectivamente, algo que contar más allá de todo lo que se haya contado. Algo que redescubrir o reinventar más allá de todo invento o descubrimiento de la realidad vivida. Pero esta riqueza es también un obstáculo a la hora de escribir, por lo menos bajo una forma novelesca. Porque siempre existe el riesgo, reverso de la medalla, de contentarse con una transcripción de lo vivido, en razón de su riqueza, de las sorpresas que siempre contendrá. Ahora bien, una gran novela no puede contentarse con la transcripción de lo vivido, aunque esta transcripción esté elaborada, depurada, porque lo vivido siempre formará como una pantalla, obnubilando la invención de la realidad, que es lo propio del arte de la novela.

En la época de este viaje con Milena y Kafka a Bucarest, Václav Havel, por su parte, ponía a punto sus primeras armas de escritor teatral. Prohibido su acceso a las universidades, apartado de ciertas carreras por sus orígenes burgueses —víctima en suma del fundamentalismo de la purificación social—, Havel descubría en la música de jazz y en el café-teatro de vanguardia que comenzaba a desarrollarse en Praga los códigos narrativos y éticos de su creatividad.

Me hubiera gustado hablar con él de Jiri Zak.

Yo estaba en Buchenwald en 1944, y escuchaba los relatos de los comunistas alemanes que después de 1933 habían encontrado en Praga un refugio provisional. Me hablaban de aquella ciudad con nostalgia. Me hablaban más a menudo de Praga, que había sido para ellos lugar de exilio, que de su propia tierra natal, de las ciudades alemanas de su infancia.

Yo estaba en Buchenwald y escuchaba a los checos que había conocido en la organización clandestina de resistencia del campo. Uno de ellos, Jiri Zak, me había sido muy próximo. Tenía un cargo en la administración interna del campo, en la Scbreibstube, cargo expuesto y difícil, peligroso, puesto que le ponía en contacto directo con las SS. Pero ocupaba ese cargo precisamente para oponerse al poder de las SS, para oponerles el contrapoder clandestino de resistencia, siempre en entredicho, siempre frágil, sometido a los peligros de las confidencias y de las purgas ciegas del mando SS del campo. A un nivel menor de responsabilidad, yo desempeñaba tareas comparables en las oficinas de la Arbeitsstatistik, el servicio que gestionaba la distribución de la mano de obra deportada.

Esta proximidad en el trabajo clandestino no fue la única causa de nuestra amistad. Ni siquiera la principal, probablemente. Hubo en torno a ello largas conversaciones sobre libros y sobre la música de jazz. Interminables conversaciones, interrumpidas, reanudadas, a lo largo de los escasos momentos de descanso de los domingos. Yo asistía a los ensayos de la orquesta de jazz que Zak había creado. Orquesta doblemente clandestina: para los nazis, la música de jazz era una música degenerada. Para los viejos comunistas alemanes, que tenían lógicamente la dirección del aparato ilegal, venía a ser más o menos lo mismo.

Jiri Zak fue el único de mis camaradas checos con el cual mantuve relaciones después de salir de Buchenwald. Así, en 1969, en junio, cuando estuve en Praga con Costa-Gavras, tuve una larga conversación con Zak. Me presentó a la viuda de Josef Frank, nuestro compañero de Buchenwald que fue ahorcado por los estalinistas tras el proceso relatado por Artur London en su libro La confesión. Poco después de esta entrevista, Jiri Zak tuvo que abandonar su país. Murió en el exilio, en Hamburgo.

En Buchenwald, Jiri Zak me hablaba de Praga, me describía su encanto y sus misterios. Más tarde, cuando en 1954 hice mi primer viaje, tuve la impresión de llegar a una ciudad ya recorrida en sueños. Yo ya había paseado entre sueños por los jardines y las callejas de Praga.

El lunes 22 de octubre de 1990, cuando Václav Havel cruzó el patio del castillo y vino a reunirse con nuestra delegación en el comedor reservado del restaurante Vinarka, me hubiera gustado hablar con él de todo aquello.

De Milena Jesenská, cuyo amor había amado Kafka, que no supo amarla a ella misma en carne y hueso. Milena, que lloró de rabia y de coraje cuando el 10 de marzo de 1939 entraron las tropas alemanas en Praga. De Jan Patocka, uno de los fundadores con Havel de la Carta 77, aquel filósofo que había organizado en 1935 las conferencias de Edmund Husserl en Praga, conferencias en que se esboza la figura espiritual de una Europa de la razón plural y crítica. Patocka, que murió en 1978 después de un interrogatorio un poco «apretado» de los policías comunistas. Me hubiera gustado hablar con Havel de jazz y de Jiri Zak, que nos había permitido oír en Buchenwald aquella música de libertad y de nostalgia.

Y de Praga misma, mágica ciudad en el corazón de la vieja Europa.

A fin de cuentas, me hubiera gustado hablar con el escritor Havel más que con el presidente de una república. Pero no hablamos de nada. De nada de lo que me interesaba realmente, por lo menos.

El presidente Václav Havel tenía prisa aquel día, estaba agobiado por las obligaciones de una agenda en la que contaba cada minuto. Tal vez tuviera siempre prisa, tal vez contara cada uno de sus minutos. Esa es la impresión que daba, por lo menos. Visiblemente fatigado, no hizo el esfuerzo —pero tal vez no tuviera ya la fuerza de hacerlo, tal vez tampoco tuviera ganas de ello aquel lunes 22 de octubre, tal vez la entrevista no presentara para él ningún interés—, el esfuerzo de hablar alguno de los idiomas que hubieran permitido un intercambio directo entre nosotros. Habló en checo, y la traducción que hacían de sus palabras sus consejeros, era como mínimo vacilante. A veces, hasta confusa. Ello no facilitaba demasiado la comunicación. Nos mantuvimos en las generalidades insulsas de la situación política.

Fue bastante frustrante.

Una semana más tarde, el 9 de marzo de 1989, me volví a acordar de Praga. Aquel día no estaba en el Congreso de los Diputados. Estaba de camino hacia el palacio de la Moncloa, para almorzar con Felipe González.

El coche rodeaba el arco de triunfo que se alza a la entrada de la Ciudad Universitaria, en los límites del casco urbano de Madrid. Yo había levantado la vista sin premeditación. Una especie de malestar me invadió de pronto: una emoción imprevisible.

No pasaba nada extraordinario, sin embargo. Ese monumento está plantado allí desde hace decenios. Hay que rodearlo obligatoriamente cuando se abandona la capital en dirección al noroeste. Lo había rodeado ya innumerables veces. Podía verlo cuando iba a La Moncloa, ya fuera para los Consejos de Ministros del viernes por la mañana, para otras reuniones interministeriales de trabajo o, como en aquella ocasión, para un encuentro a solas con Felipe González, cualquier día de la semana.

Cada vez —a menos que el conductor del coche oficial y blindado modificara en el último minuto por razones de seguridad el itinerario más habitual, por ser el más rápido— me veía obligado a dar la vuelta en torno a aquel monumento.

Pero no lo veía. Es decir, lo miraba con indiferencia, sin prestarle atención ni una significación particular. Era un arco triunfal más, la España imperial habrá sido pródiga en monumentos de este tipo.

Aquel día, sin embargo, camino de La Moncloa, me di cuenta de lo que veía. Lo vi de verdad, y me acordé de su siniestra significación, lo cual explica mi súbito malestar.

Aquel arco triunfal recordaba a las sucesivas generaciones de estudiantes —y en latín, por añadidura— la victoria del general Franco en la guerra civil. La encrucijada en que se alza, a la entrada de la Ciudad Universitaria, señala la línea del frente de la batalla de Madrid. En su marcha hacia la capital, las vanguardias de Franco habían llegado hasta allí. La ciudad, aquellos días de noviembre de 1936, parecía que les estaba abierta. Desde el mes de julio, los tabores marroquíes, la legión extranjera y las tropas de élite del ejército de África sublevado contra el Gobierno legítimo habían desbordado todas las resistencias desordenadas de las milicias republicanas. Pero aquí, en los parajes de La Moncloa, donde se alza ahora el arco triunfal cubierto de inscripciones latinas a la gloria del caudillo, aquel avance irresistible había sido detenido.

Hasta el final de la guerra civil, cerca de tres años más tarde, Madrid había resistido casi prácticamente cercada. La historia de esta resistencia no puede leerse en el latín de las inscripciones hagiográficas, naturalmente. Para saber algo de ella más vale releer L’Espoir de André Malraux.

El coche rodeaba, pues, el arco triunfal del general Franco, como tantas otras veces.

¿Por qué afluían precisamente ese día las evocaciones históricas, los recuerdos personales? Era fácil de adivinar: estábamos a 9 de marzo de 1989. Medio siglo antes, Madrid iba a caer. Europa iba a bascular en la opresión totalitaria.

Stalin había subido a la tribuna del XVIII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. Sería interminablemente aclamado. Contemplaría aquella masa devota y militante con su mirada amarilla. Sin duda le complacería aquel fervor fiel. Dejaría que subiera hacia él el clamor del culto. Luego, imponiendo el silencio, habría hablado. En su lenguaje gris, administrativo, habría vuelto a hacer el balance mentiroso de sus éxitos. Pero sin decir nada de España. La página estaba escrita, al parecer. Madrid caía en manos de Franco, en la sangre de la derrota y de la desunión de las fuerzas antifascistas. Stalin no dijo de ello una palabra. La página estaba escrita. Dejó que Manuilsky sacara las lecciones de los asuntos de España en nombre de la Internacional comunista. La página de los frentes populares estaba terminada, y también la de las alianzas con las democracias occidentales. En los análisis prudentes del informe de Stalin podían leerse entre líneas los indicios del vuelco de alianzas que se preparaba, y que terminaría con la firma del pacto germano-soviético, en el cual se expresaría la coincidencia brutal, y por tanto conflictiva, de ambos totalitarismos.

El 10 de marzo de 1939 —al día siguiente de la fecha que aquí se menciona, medio siglo más tarde—, mientras Madrid empezaba a caer en manos del general Franco, las cárceles de la ciudad se llenaban de presos, comenzaban los fusilamientos masivos, Stalin había subido a la tribuna del congreso del partido comunista soviético. No dedicaría una sola palabra a España. En su juego esta carta ya estaba gastada; conservaba otras cartas en la manga.

Cinco días más tarde, el 15 —¡oh los idus de marzo de aquel año terrible!—, las tropas hitlerianas entraban en Praga.

La multitud inerme, en lágrimas, asistiría a esa invasión. Praga había sido entregada a los nazis en Múnich, unos meses antes. Para tener paz, se decía. Pero lo que se tuvo fue la vergüenza y la derrota; y la guerra también, muy pronto. Las divisiones motorizadas alemanas habían desfilado por la ciudad de Praga. Hitler se había paseado ufano por la terraza del castillo. Con el rostro cubierto de lágrimas de rabia, Milena Jesenská tuvo que ver desfilar a los soldados de la Wehrmacht. Se juró oponerse con todas sus fuerzas a esta desgracia. Cumpliría la promesa: esta mujer indomable murió en Ravensbrück. Milena Jesenská, nuestra juventud, novia del loco amor, compañera frustrada de Franz Kafka.

Yo había levantado la vista distraídamente.

De pronto, el arco de triunfo tantas veces rodeado últimamente sin prestarle la menor atención, adquiría una significación siniestra: su verdadera significación, por otra parte.

Había sido erigido para conmemorar la victoria de Franco en la guerra civil. Sus inscripciones latinas celebraban los méritos del general, caudillo de España por la gracia de Dios. Por la gracia al menos de la Iglesia católica española, que nunca tuvo nada que decir contra esta fórmula consagrada. Que nunca planteó la menor reserva al hecho de que se inscribiera en la moneda nacional aquella fórmula sacrílega.

De pronto, el recuerdo de los sangrientos idus de marzo de 1939 suscitaba cantidad de recuerdos.

Una semana antes, en la tribuna de la Cámara, durante el debate sobre la política de mi ministerio, yo había evocado el final de la guerra civil.

«Hemos conmemorado estos últimos días», dije para concluir mi intervención, «Sus Señorías no lo ignoran, el cincuenta aniversario de la muerte de Antonio Machado.»

Ya he dicho que había citado a cuatro escritores en mi discurso en la Cámara de los Diputados. Uno era Václav Havel. He aquí el segundo: Antonio Machado.

Machado es un buen poeta y un español bueno de este siglo. Su dominio de un lenguaje transparente y popular, clásico en su forma, al margen de todas las corrientes renovadoras o experimentales de la escritura contemporánea, ha hecho de él una especie de arquetipo en el umbral de la modernidad literaria, en el umbral del combate entre el orden y la aventura que caracteriza la modernidad literaria, si se cree, y yo la creo, la opinión de Guillaume Apollinaire.

Como la inmensa mayoría de los escritores y de los intelectuales españoles de la primera mitad de este siglo, Antonio Machado fue un hombre de convicciones democráticas. En 1936 se mantuvo fiel al Gobierno legítimo del Frente Popular, y puso su pluma y su palabra al servicio de la causa antifascista. Por ello, cuando los ejércitos de Franco se abatieron sobre Cataluña, buscó refugio en Francia. Cruzó la frontera en febrero de 1939, en la marea desdichada de españoles, civiles y militares, que huían de la derrota y de la previsible represión. Pero no sobrevivió a ese desarraigo. Murió en Collioure, algunos días más tarde, en el paisaje que Matisse ha dado a conocer al mundo entero, y que fue para Machado el paisaje del exilio: la puerta invernal y soleada de la muerte.

A partir de la mitad de los años cincuenta, al renovarse las luchas antifranquistas y aparecer una nueva generación de escritores tan poco conformistas como sus mayores de la diáspora republicana, la tumba de Machado en el cementerio de Collioure se convirtió cada año y cada aniversario de su muerte en un lugar de encuentro simbólico entre los intelectuales del exilio y los del interior de España.

Cuando realicé Las dos memorias, una película de entrevistas con políticos e intelectuales que habían participado en la guerra civil en los dos bandos opuestos, fue en Collioure donde organicé el encuentro de María Casares y Nuria Espert, figuras emotivas y emblemáticas que pueden encarnar la historia trágica de la España contemporánea. En el patio de la ciudadela de Collioure, donde se montaban los decorados de una Celestina que Casares hacía en una gira teatral, se encontraron por primera vez ante el objetivo de mi cámara.

Pero el buen poeta y buen hombre que fue Antonio Machado, cuya vida y cuya obra han sido en cierta manera ejemplares, ha sido víctima post mortem de un grave perjuicio.

Y es que Machado fue la presa elegida por la voracidad narcisista de Alfonso Guerra, prisionero de la imagen de sí mismo que se había fabricado. Por alguna razón de moda ideológica, Guerra había decidido, en efecto, que la obra de Machado le pertenecía, que tenía el monopolio o por lo menos el usufructo, una especie de derecho de pernada espiritual sobre la interpretación de sus poemas y de sus aforismos. Se improvisó y se impuso —y la extensión de su poder político y el celo de sus turiferarios le ayudaron en ello considerablemente— como comentador y exégeta autorizado de la obra de Machado. Llegaba a dar lecciones a los especialistas, críticos e historiadores de la literatura, españoles o extranjeros, con una arrogancia a todas luces insoportable.

La situación se había hecho tan molesta, tan grotesca, que preferí tomar alguna distancia personal, ya que no ministerial, con las ceremonias previstas para conmemorar el cincuenta aniversario de la muerte de Antonio Machado en Collioure. Asistir a ellas en las condiciones previstas por el entorno del vicepresidente hubiera sido más un acto de homenaje a Alfonso Guerra que honrar la memoria de un poeta austero y bueno.

Pero en la Cámara, el 2 de marzo de 1989, se trataba de una cosa muy diferente.

«Hemos conmemorado estos últimos días», dije a los diputados al terminar mi intervención «el cincuenta aniversario de la muerte de Antonio Machado. Esta conmemoración se ha celebrado en un clima de universalismo y de concordia. Podemos felicitarnos de ello. En todo caso, personalmente, me felicito de ello. Pero no conviene olvidar el pasado. Pienso que medio siglo es un espacio de tiempo suficiente para dominar una visión a la vez pacificada y crítica del pasado. Suficiente también para saber qué pasado es el nuestro, para no confundirnos. Así, no habría que olvidar que Machado no murió por azar en Collioure, en febrero de 1939. No llegó allí como turista. Machado murió en Collioure como exiliado político, exiliado de una causa democrática por la que había luchado, por la que había tomado partido. Pienso que podemos felicitarnos —como yo, hombre de izquierdas, me felicito— de constatar que la actitud moral y política de Machado durante la guerra civil es hoy considerada en España como evidente, como un valor universal que todos podemos compartir.»

La situación que yo subrayaba así, a propósito de Antonio Machado, puede parecer paradójica. Y es que la transición democrática, al desarrollarse en España dentro de la continuidad del Estado y de las instituciones, progresivamente reformadas, sin ruptura tajante con el pasado, ha sido más bien favorable a las fuerzas sociales dominantes después de cuarenta años de dictadura. La continuidad histórica, condición de la pacificación de los espíritus, ha permitido que los magistrados, los profesores, los policías, los banqueros y los pesebreras de todo tipo del antiguo régimen conserven sus puestos y sus poderes, sus riquezas mal adquiridas y sus redes de influencia. La erosión del tiempo, el relevo de las generaciones, habrán modificado el paisaje social, y no un proceso de ruptura ni siquiera concertada.

Sin embargo, en el plano de la legitimidad las cosas han sido bien diferentes.

Porque, en efecto, ha sido la posibilidad de un porvenir democrático, su realización ininterrumpida, lo que se ha convertido en el referente e instrumento principal de legitimación. La institución monárquica misma, cuyo papel positivo habrá sido predominante en la primera fase de la transición, ha tenido que arrancarse a su propio pasado, al peso de la tradición. Ha tenido que repudiar la herencia del franquismo, que la había instaurado en una serie de condicionamientos y de obligaciones para asegurar la perduración de sus principios; ha tenido que articularse sobre su mejor fuente de legitimidad, la perspectiva incierta del futuro democrático. Borrar el hecho de esta matriz franquista de la institución monárquica para fundar su legitimidad sólo en la tradición dinástica anterior, como se esfuerzan en hacer en estos últimos tiempos algunos ideólogos, absurdamente más papistas que el Papa, no sólo es un atentado a la verdad histórica, sino que también, y sobre todo, conduce a privar a la monarquía de su principal fuente de legitimidad, que debe enraizarse en el porvenir, en la modernidad del consenso popular.

Esta referencia implícita pero obligatoria al porvenir democrático como única fuente verdadera de legitimación, como verdadera instancia constituyente, habrá tenido dos consecuencias primordiales.

La primera ha sido la rápida marginalización de las fuerzas políticas orgánicamente ligadas con el pasado en la memoria de los ciudadanos. Desde este punto de vista, el antifranquismo militante del PCE representaba el pasado, lo mismo que el franquismo inconfeso pero visceral de la Alianza Popular de Fraga Iribarne. Mientras la derecha parlamentaria, refundida y refundada en el Partido Popular de José María Aznar, no consiguiera diferenciarse radicalmente del pasado, no llegó a constituirse en alternativa de poder. De ahí los esfuerzos constantes, pragmáticos y a veces desordenados, hasta contradictorios, de esta formación política para organizarse y presentarse como fuerza de centro.

Para el partido comunista, en cambio, la cita con la historia está ya perdida para siempre, cualquiera que sea la fluctuación coyuntural de sus votos testimoniales. Sólo le queda —pero su núcleo fundamentalista tardará en comprenderlo, si es que lo consigue— integrarse en la izquierda de una socialdemocracia renovada y por ello mismo menos monolítica.

La segunda consecuencia primordial de la legitimación por referencia al porvenir democrático ha sido el resurgir de los valores morales y políticos del bando republicano de la guerra civil.

No se trata, claro está, de retomo al pasado. Y menos aún de revancha. Se trata sencillamente del hecho de que estos valores adquieren un contenido normativo en la perspectiva de hoy. Son los valores de los vencidos de la guerra civil los que fundan la ley moral, en suma —y ello se hace aparente y en cierto modo cómico o patético, según el humor de cada uno, cuando se ven los esfuerzos de José María Aznar, joven líder modernista de la derecha, para inscribirse en la tradición intelectual de Manuel Azaña—, en una España donde son los vencedores los que han garantizado la continuidad de la transición y se han beneficiado mayormente de ella.

Y esto no depende ni de la voluntad ni de las proclamaciones retóricas de quien sea. Se trata de un proceso enraizado en las profundidades de su sociedad. Las aspiraciones, los objetivos por los cuales las fuerzas democráticas habían luchado, vuelven a ser no solamente actuales, sino también capaces de articular una cohesión política con vistas a la reforma permanente de las instituciones y de los modos de ser. En el espesor a veces confuso, difícil de descifrar, del movimiento histórico, esencialmente pluralista y pacífico por primera vez en la historia española de este siglo —salvo en los márgenes desesperados y criminales del integrismo terrorista—, estos valores son los únicos en torno a los cuales puede construirse un consenso social dinámico. Esto es, que asuma sus conflictos permanentes para gestionarlos en los límites y la transparencia de la razón democrática.

Felipe González me ha escuchado atentamente.

Acabo de contarle lo que me ha sucedido momentos antes, el desconcierto y el malestar que me invadieron cuando el coche oficial rodeaba el arco de triunfo del general Franco. Me comprende, sin duda, pero no puede ponerse en mi lugar. Pertenece a otro territorio de la memoria. Mejor dicho, para él los idus de marzo de 1939 no son memoria, son historia.

Nació tres años después de los acontecimientos que ocupan mi espíritu. El 5 de marzo de 1942, precisamente. En el momento que describo ha cumplido cuarenta y siete años. Sus recuerdos sólo comienzan en verdad a principios de los años cincuenta. Toda una época histórica nos separa. Cuando yo hice mi primer viaje clandestino a España, en 1953, él sólo tenía once años.

Curiosamente, esta distancia en cierta medida nos acerca el uno al otro. Su juventud me ayuda a prolongar los sueños de mi vida. Mi edad avanzada, mi larga memoria, podrán en ciertas ocasiones ayudarle a reconstruir los orígenes de su gran sueño de modernidad para España. El gran sueño destrozado de Manuel Azaña.

«El año próximo», acabo de decirle, «será el del cincuenta aniversario de la muerte de Azaña… Habrá que organizar una gran conmemoración.»

La idea se me acaba de ocurrir después de ver el arco triunfal cubierto de inscripciones latinas y hagiográficas.

«Seminarios y conferencias en Montauban, donde murió Azaña. En Alcalá de Henares, donde nació. Y una gran exposición en el palacio de Cristal del Retiro. Allí es donde diputados y compromisarios se reunieron en 1936 para elegirle presidente de la República.»

Las entradas del parque del Retiro habían sido cerradas aquel día por las fuerzas del orden. Fue imposible ir a jugar con mis hermanos al Retiro. Me acuerdo muy bien. Felipe González me mira: ¡se ve claro que le estoy hablando de la prehistoria!

Habíamos paseado antes del almuerzo por el parque de La Moncloa. Conservo el recuerdo de un cielo azul añil, de un sol de primavera. Pero no sólo conservo el recuerdo, sino también el testimonio escrito inmediatamente después de esta entrevista. De vuelta al ministerio, en efecto, había anotado algunas impresiones, algunos comentarios sobre este almuerzo con Felipe González. Me encuentro con este detalle: «azul añil del cielo, sol de primavera, paseo hasta la caseta de los bonsáis».

No cito este detalle para aportar la prueba de la veracidad de mi relato. La veracidad de un relato se juega a un nivel muy diferente, claro está. A un nivel de coherencia interna, que es del orden de la escritura, y por tanto de la moral, a otro nivel de exactitud factual, externa, que es del orden de la historia. La veracidad es una cuestión de estilo y de verdad.

De todas maneras, en este caso preciso habrá que confiar en mis palabras. Si mis encuentros con Felipe González —el del 9 de marzo de 1989, del cual se habla aquí brevemente; todos los demás a lo largo de los años— dejan alguna huella en la historia, no será fácil encontrar prueba documental de ello.

De todos los demás aspectos de mi paso por el poder —decisiones ministeriales, discursos parlamentarios, intervenciones políticas, nombramientos o destituciones— quedarán pruebas materiales, localizables por los historiadores en los diversos archivos. De este aspecto, en cambio, para mí esencial, no sólo el más importante sino también el más grato de todos los de mi existencia como ministro, este aspecto que concierne a mis relaciones personales con Felipe González, mis conversaciones con él en La Moncloa, no se podrá buscar prueba en los archivos.

Habrá que confiar en mi palabra.

Pero no he mencionado este extracto de agenda personal —con cielo añil, sol de primavera y bonsáis al fondo del parque— para aportar una prueba de la veracidad de mi relato.

Todo el mundo sabe que pueden fabricarse a posteriori transcripciones que parezcan estenográficas de los hechos y dichos ocurridos: los novelistas conocen este ardid. Lo he mencionado porque la longitud y la meticulosidad de mis notas del 9 de marzo de 1989 me han intrigado al volver a leerlas. Por añadidura, se trata de un texto lleno de digresiones. Generalmente, en mi agenda, los encuentros y entrevistas con el presidente del Gobierno se resumen en pocas palabras. Pocas frases, a lo sumo. Hasta el del 4 de septiembre de 1990, cuando se anuncia mi cese en el Gobierno en la próxima crisis ministerial —retrasada por la guerra del Golfo—, algunas frases anotadas en el momento mismo me bastaban para reconstruir el contenido íntegro.

Sin duda tengo una excelente memoria, entrenada además por las exigencias de la vida clandestina: de tanto no apuntar nada por escrito y programar sin embargo citas y entrevistas con muchos meses de adelanto, se aprende a no olvidar.

Hay una segunda razón para que recuerde en su detalle todas mis conversaciones en La Moncloa con Felipe González, y es que siempre han versado sobre los mismos temas. Esta focalización permite a la memoria estructurarse de modo eficaz. A veces de modo perentorio.

A fin de cuentas, si este extracto de agenda personal me intriga por su longitud y su precisión es sin duda porque veo en él el germen de este relato. Porque encuentro en él, súbitamente, entre mis papeles ministeriales, tan poco literarios, las huellas de una escritura personal.

El 9 de marzo de 1989, medio siglo después de la caída de Madrid en manos de Franco; medio siglo después de la caída de Praga en manos de Hitler; medio siglo después de que Stalin tomara la decisión de cambiar las alianzas de la URSS, Felipe González y yo habíamos hablado sobre todo de la construcción de Europa.

Desde enero, España presidía el Consejo europeo por un periodo de seis meses.

Una semana antes, yo estaba en la tribuna del Congreso para presentar las orientaciones esenciales de la política cultural. No había citado ni a Pericles ni a Hegel, como se recordará. En cambio, habría podido citar a Edmund Husserl. No les hubiera sentado mal a Sus Señorías que les hablara de la «figura espiritual» de Europa, tal y como la concebía el viejo Husserl.

En 1935, primero en Viena y luego en Praga, Edmund Husserl se esforzó en definir la figura espiritual de una Europa que estuviera constituida como «una supranacionalidad de un tipo enteramente nuevo». Esta Europa posible, en la perspectiva del filósofo (cuyas conferencias son, en cierta medida, una especie de testamento: había sido expulsado de la universidad alemana por judío; Martin Heidegger, su discípulo, iba a censurar su nombre en la dedicatoria de la segunda edición de Sein und Zeit), ya no sería sólo «la simple vecindad de naciones diferentes que influyen unas sobre otras por las rivalidades del comercio o los combates de la potencia». Esta Europa imaginable se vería animada por «un nuevo espíritu, un espíritu de libre crítica y de normatividad por las tareas futuras de un carácter infinito».

Así, en el momento histórico en que los dos totalitarismos de signo contrario ascendían hacia el apogeo de su poder absoluto y arbitrario, la débil voz de Edmund Husserl, viejo filósofo en el umbral de la muerte, llamaba la atención sobre los peligros de un «declive de Europa, extranjera a su propio sentido racional de la vida», de una «caída en el odio espiritual y en la barbarie».

Unos años más tarde, aquella predicción se había cumplido.

Europa había naufragado. Unidos por un pacto que revelaba su identidad profunda, sin resolver sin embargo la cuestión de su rivalidad, de su inevitable lucha a muerte por el predominio, el totalitarismo nazi y el totalitarismo estalinista se repartían una Europa inerme, desconcertada. De 1939 a 1941, la posibilidad de un renacer europeo sólo dependió de la resistencia británica. Habrá que acordarse de esto, los días —probablemente demasiado numerosos— en que Inglaterra luce su insolidaridad insular. Porque si este país sigue siendo el más singular de los europeos, en 1940 fue también aquel en que la tradición democrática se mantenía más viva, induciendo en la cohesión nacional un espíritu combativo, una perspectiva universalista.

Pero no hablé de Edmund Husserl en la tribuna de la Cámara de los Diputados. Tampoco hablé de él con Felipe González, una semana más tarde. Sin embargo, en 1986, cuando a petición de Pierre Nora, lo entrevisté largamente para la revista Le Débat, hablamos mucho de Europa. González abordaba allí con pertinencia los problemas de los Estados-nación y de la emergencia difícil de la figura espiritual de una supranacionalidad europea.

Una vez, sin embargo, al final de aquella primavera de 1989, sí que me había dedicado a analizar explícitamente la aportación de Husserl a la cuestión de la identidad europea. Fue en la universidad pública de Pamplona.

Aproveché la ocasión de una conferencia en esa universidad para subrayar el interés y la actualidad de las tesis husserlianas, pero también para indicar sus lagunas y sus límites.

Porque la fuente de la «figura espiritual» de Europa no puede reducirse, como ocurre demasiado a menudo en Husserl, a la sola filosofía griega. Al lado de la aportación griega hay que considerar también el peso y el alcance de la aportación judeo-cristiana. Hay que considerar, sobre todo, para obtener una visión global y coherente de la historia cultural, la manera en que las diferentes aportaciones han sido transmitidas y han sido mezcladas.

Así, es imposible olvidar el papel de Roma, de la latinidad, en la constitución de la figura de Europa. Diría incluso que cualquier tentativa o tentación de desvalorizar la aportación romana privilegiando la griega, a veces reinterpretada de forma abusiva o anacrónica —pienso particularmente en ciertas extrapolaciones de Nietzsche, en ciertos comentarios de Heidegger— toda tentativa de dicho género, pues, debe ser considerada como sospechosa desde el punto de vista del rigor intelectual.

Asimismo, es imposible olvidar la importancia de la cultura árabe en las épocas de formación del espíritu europeo. Fue por mediación de esta cultura como se transmitió a Europa una parte esencial de la filosofía griega, gracias en particular a las traducciones que transitaron por la España de antes de 1492, la España de las tres culturas, que ha sido una plataforma giratoria en los intercambios de ideas y de mercancías a través de los cuales comenzó a articularse, antes del Renacimiento incluso, un espacio europeo.

Como quiera que sea, no cité a Edmund Husserl al dirigirme a Sus Señorías el 2 de marzo de 1989. Sí cité en cambio al novelista portugués José Saramago.

«Sus Señorías conocerán sin duda una novela de José Saramago que se titula La balsa de piedra. Este hermoso libro cuenta la fábula de la península Ibérica que se separa de Europa como consecuencia de una especie de cataclismo geológico a la altura de los Pirineos. La Península empieza a derivar hacia el oeste, y termina por inmovilizarse en pleno océano Atlántico…»

Saramago ha afirmado que su fábula concernía a Portugal, pero también al conjunto de los pueblos ibéricos. Según el novelista, estos pueblos tienen en común una cultura que no es realmente europea, que constituye un universo diferente. Los caracteres de esta cultura son tan fuertes, tan específicos, que los pueblos de la Península deberían esforzarse por resistir en común a las presiones de la cultura europea. Que sólo es, de hecho, según Saramago, la cultura de los tres países dominantes: Francia, Alemania y Gran Bretaña.

La balsa de piedra es, en cuanto a su contenido, una fábula contra la modernidad. Pero es una fábula totalmente moderna en su forma. El libro es una requisitoria contra la cultura europea, pero sus procedimientos y sus códigos narrativos serían impensables en un universo cultural diferente del de la tradición de la novela europea.

Pero no había subido a la tribuna del Congreso para analizar la novela de José Saramago. La había utilizado, por sus cualidades literarias, como un referente metafórico.

Me permitía subrayar de entrada que la vía escogida por España era radicalmente diferente. No consistía en apartarse de Europa, en divagar sobre una autarquía arcaica y arcadiana de los pueblos de la península Ibérica. De todas maneras, por lo que concierne a la austeridad antimodernista y aislacionista, los españoles ya habíamos quedado servidos bajo el régimen franquista, del cual era éste uno de los temas habituales de propaganda ideológica. La canción, a veces arrogante, a veces lacrimosa, de la singularidad de nuestros pueblos no era muy nueva para nosotros.

Contra las remanencias de este pasado, la vía elegida por España para su modernización democrática pasaba por la integración europea.

«Estamos en pleno vuelo, pero nuestro avión ha perdido el contacto por radio y el aeropuerto en el que tenemos que aterrizar ha apagado las luces. Esta es la situación.»

Era en Budapest, el miércoles 26 de abril de 1989.

Y era Karoly Gross el que hablaba, el primer secretario del partido comunista húngaro. Un partido que estaba cambiando de estructuras, de programa y de lenguaje para intentar adaptarse a las circunstancias. En aquella primavera de los pueblos, en efecto, Europa central estaba viéndose transformada lentamente por un movimiento profundo, irresistible, político y social, de democratización.

Un mes y medio antes de aquel viaje oficial a Hungría, el 9 de marzo, en La Moncloa, Felipe González y yo habíamos decidido que el Ministerio de Cultura prestara una atención particular a los países de la Europa comunista en curso de evolución hacia formas políticas más abiertas.

Era un proceso que había desencadenado —y en cierto modo deseado— la política de reforma de Mijaíl Gorbachov. En el siglo pasado, un diplomático francés dijo, para caracterizar el espíritu de reforma de algunos liberales rusos bajo el zarismo, que éste consistía en agitar el centro para que la periferia no se moviera. Es decir, en hacer como si se reformara en la corte para que el imperio mantuviera su poder sobre los pueblos de Europa central. Mijaíl Gorbachov, por su parte, se veía obligado a hacer exactamente lo contrario si deseaba avanzar en la vía de las reformas inevitables. Se veía obligado a mover la periferia, el antiguo imperio de Stalin, para que el poder no se le escapara en el centro, en Moscú.

En este movimiento general de transformación, algunos países de la órbita soviética estaban más adelantados que otros. Polonia y Hungría se encontraban en este caso, mientras que Checoslovaquia y Alemania del Este se mantenían como bastiones del conservadurismo y de la represión.

Varios tipos de razones explicaban esta diversidad de situaciones, incluidas razones difíciles de determinar objetivamente como las que conciernen a la aparición o la falta de personalidades y de grupos capaces de encarnar y de orientar el movimiento de reformas. Sin embargo, el adelanto de Hungría y de Polonia en dicho camino era fácil de comprender por razones históricas. Y ante todo, porque esos dos países habían vivido en 1956 la experiencia de la revuelta contra el estalinismo importado del extranjero. Cualquiera que hubiese sido el fin de aquella revuelta popular y nacional —aplastada en Hungría, triunfadora en Polonia, pero en provecho del aparato comunista que aceptó renovarse parcialmente para conservar el poder, bajo Gomulka y Gierek, y volver luego sobre sus concesiones—, la amplitud del movimiento social obligó a Moscú a adoptar una serie de medidas excepcionales. En suma, al precio de la sangre y de los riesgos asumidos, húngaros y polacos se beneficiaron de un régimen especial en el conjunto carcelario del imperio.

Para España, que presidía la Comunidad Económica Europea hasta el final de junio, era capital seguir atentamente la evolución de esos países. En la primavera del año 1989, resultaba imposible predecir el curso de los acontecimientos. Una cosa era cierta, sin embargo. Cualesquiera que fuesen las peripecias, cualquiera que fuese la forma, violenta o pacífica, la desaparición del imperio estalinista parecía inevitable, y el movimiento de democratización, irreversible. Ahora bien, a más o menos breve plazo, según el ritmo histórico de las transformaciones en curso, aquí y allá tímidas o amenazadas, en otros lugares ya impetuosas, la desaparición del sistema comunista iba a tener consecuencias considerables en la construcción de una Europa unida.

Había que prepararse para ello.

Felipe González en persona, como presidente del Gobierno, y Francisco Fernández Ordóñez, en tanto que ministro de Asuntos Exteriores, eran los encargados de asegurar la orientación de la política de España a este respecto. Pero en nuestras entrevistas del mes de marzo —el día 9, durante el almuerzo del que se ha tratado aquí; el día 29, en vísperas de la reunión informal de ministros de Cultura de la Comunidad Europea organizada en Santiago de Compostela— Felipe González convino conmigo en que mi ministerio aportara también su contribución en este terreno. De ahí la iniciativa de este viaje oficial a Hungría, a finales del mes de abril.

Hungría era uno de los pocos países del Este que yo no conocía. Nunca había tenido la ocasión de visitarlo, y todavía menos de residir en él, salvo el espacio de tiempo de una escala en el aeropuerto de Budapest, durante toda mi época de dirigente comunista. Pero era uno de los países del mundo con el cual mis lazos eran más estrechos. Más íntimos, debería decir. Y hablo de esa especie de lazos espirituales que pueden establecerse entre un escritor y sus lectores.

En Hungría, sin embargo, sólo se habían traducido dos de mis novelas —las dos primeras, El largo viaje y El desvanecimiento, ya que las siguientes habían sido prohibidas por la censura—, pero circunstancias que me resultan en gran media misteriosas —el interés de Georg Lukács por aquellas novelas no puede explicar por sí solo su celebridad— han hecho que aquellos libros fueran populares. De Hungría me han llegado siempre las cartas más apasionantes y apasionadas de lectores. De Hungría llegaban los visitantes más exigentes. Llamaban a mi puerta varias veces por año, en París. Abría y en el descansillo de la escalera veía a un hombre joven, a una mujer joven. En su mirada eran legibles la lucidez y la desesperanza que me permitían enseguida identificarlos: llegaban de Budapest, estaba seguro de ello. El primero en llamar de esa manera a mi puerta, inaugurando la larga comitiva de visitantes húngaros con una mirada implacable y tierna, fue el cineasta Istvan Szabó, a mediados de los años sesenta. Quería rodar una versión cinematográfica de El largo viaje.

Así, desde que publico libros dispongo de dos recursos, dos argumentos de consuelo, en los momentos de desconcierto, de decepción, cuando compruebo la relativa exigüidad de mi público de lectores franceses. Uno de los recursos consiste en recordar una frase de Maurice Nadeau en un texto sobre Malcolm Lowry, un prefacio, si no recuerdo mal, a la traducción francesa de Bajo el volcán. Escribe Nadeau que este libro se vende en Francia al ritmo en que se venden las obras maestras: algunos cientos de ejemplares por año. El segundo recurso o consuelo consiste en recordar Hungría. Es como en la canción de Montand, Luna Park. En París no soy nadie, en Budapest sí que soy alguien.

Pude comprobarlo el jueves 27 de abril, día en que estaba prevista una firma de libros en una librería del centro de la capital. Después de años de prohibición, acababa de publicarse en húngaro La segunda muerte de Ramón Mercader. Pero los lectores traían también ejemplares de las novelas anteriores, a veces gastados por el uso, por haber circulado mucho. Y la mayor parte de ellos tenían preguntas que hacer. O una historia que contar. Pasé toda la tarde en esos menesteres.

De pronto, al firmar una dedicatoria en un ejemplar de El largo viaje, me di cuenta de que estábamos en abril. Era la primera vez desde hacía largos años que el mes de abril me pasaba desapercibido. Es decir, que pasaba sin evocar en mí los recuerdos de Buchenwald. El campo de concentración había sido liberado el 11 de abril por el III Ejército norteamericano del general Patton. El día conmemorativo de la deportación se celebraba en Francia siempre un domingo de abril, hacia finales de mes. Más o menos en las fechas de aquel viaje a Budapest. El mes de abril era difícil para mí. Todavía más difícil de vivir que los demás meses del año, quiero decir. Siempre me veía obligado a revivir la memoria de la muerte, y a hacerlo solitariamente, claro está. Es imposible compartir la memoria de la muerte con los vivos, por próximos que sean. Incluso sería indecente intentar compartirla.

Al escribir la fecha del 27 de abril debajo de la dedicatoria, me acordé de Buchenwald. Era la primera vez que me acordaba del campo. La primera vez desde hacía largos años que la angustia particular del mes de abril no se había manifestado. Que no había invadido mi memoria, apesadumbrado mis gestos cotidianos, borrado la alegría de vivir, resucitado de entre los muertos las pesadillas de antaño. Me dije que tal vez era uno de los efectos del poder: que tal vez el poder político que nos hace vivir las ilusiones del porvenir obnubile la memoria de la muerte.

La víspera de aquella firma de libros, nos había recibido Karoly Gross en la sede del partido todavía dominante pero cuyo hegemonismo se caía a pedazos a ojos vistas.

La situación estaba cambiando radicalmente en Hungría. Estaban previstas elecciones libres, el pluralismo político se desarrollaba de manera irreversible, pero la sede del Partido —con mayúscula esta vez, para que se entienda de quién estoy hablando— todavía se parecía a todas las que había conocido en el pasado, de Berlín Este a Moscú. El mismo mobiliario y el mismo protocolo, las mismas garrafas de agua, los mismos platitos con bombones y pastelillos, el mismo formalismo solemne.

El lenguaje había cambiado, sin embargo. Unos meses antes hubiera sido impensable que un primer secretario nos hablase con el lenguaje que Karoly Gross acababa de emplear.

«Estamos en pleno vuelo, pero nuestro avión ha perdido el contacto por radio y el aeropuerto en el que tenemos que aterrizar ha apagado las luces. Esta es la situación.»

Me dije que Karoly Gross hacía un resumen bastante correcto de la situación en Hungría. Con una diferencia de detalle, que no era desdeñable: desconocía su destino. No sabía en qué aeropuerto aterrizar. Por otra parte, aunque lo hubiera sabido, aunque hubiera sabido establecer un plan de vuelo, un itinerario, era evidente que la historia no le permitiría mantenerse en el puesto de pilotaje hasta el término del viaje.

Bastaba haber escuchado a Karoly Gross durante un par de horas para comprender que sus días estaban contados. De ahí la necesidad de tomar contacto con las fuerzas de oposición que iban a gobernar en Hungría en un plazo imposible de determinar, pero de manera inevitable.

Así, completando el programa oficial de visitas sin pedir por ello autorización a nadie, tuve entrevistas con representantes de algunas organizaciones democráticas. Parodiando el lenguaje metafórico de Karoly Gross, diría que también ellos estaban en pleno vuelo, pero que ellos sí sabían perfectamente dónde deseaban aterrizar y ya veían las luces encendidas.

Esta serie de entrevistas hubiera sido imposible de realizar de no encontrarse destinado en la embajada de España en Budapest un joven consejero, Gerardo Bugallo, bastante excepcional. Notablemente informado de la situación política en Europa del Este, la analizaba con una lucidez agudísima desde su puesto de observación en Hungría. Bugallo ha sido, desde aquella primavera de 1989, seis meses antes de la caída del Muro de Berlín, la persona que habré oído formular el diagnóstico más preciso, el pronóstico más ajustado sobre el derrumbe en curso del sistema comunista y sobre sus consecuencias previsibles a escala europea y mundial.

Ignoro, como es lógico, si quedan en los archivos diplomáticos españoles huellas de aquella lucidez. Pero las notas que he conservado de nuestras conversaciones en Budapest y una larga carta posterior, en que el joven consejero hacía para mí, a título personal, el balance apretado de su experiencia en Europa del Este, podrían dar testimonio de aquella lucidez.

Volví a encontrarme con György Konrád en el curso de una de aquellas entrevistas con los grupos de la oposición democrática. Lo había conocido en Berlín, en 1983. En aquella fecha yo estaba invitado —con Lev Kopolev, Peter Schneider, Hans-Christoph Buch y el mismo Konrád— a una reunión de escritores organizada con ocasión del cincuenta aniversario de los primeros autos de fe de libros por los nazis, después de su toma del poder.

Habíamos mantenido relaciones desde entonces, ya que la habitual corriente de simpatía con los intelectuales húngaros había funcionado también en este caso.

En octubre de 1991, después de mi cese en el Gobierno, fui invitado por la Asociación de Libreros Alemanes, que le había otorgado su prestigioso premio anual, el Friedenspreis, a presentar a György Konrád en la solemne sesión de la entrega del premio. Esto ocurría, y ocurre todos los años en el marco de la Feria del Libro de Frankfurt. El lugar de la ceremonia tampoco es indiferente, puesto que se trata de la Pauhkirche, donde se reunió en 1848 la Asamblea Constituyente alemana, surgida del movimiento revolucionario de aquella primavera, y cuyos trabajos constitucionales, a pesar de no haber sido terminados, no merecen las críticas feroces que les prodigó el joven Marx.

Después de la ceremonia, en el almuerzo oficial que se desarrolló a continuación, me colocaron junto a Richard von Weizsäcker, presidente de la República Federal Alemana. Durante una buena parte del almuerzo me habló de Hegel y de Felipe González. De Hegel porque yo lo había citado en mi discurso de presentación de György Konrád. No lo había hecho, como se recordará, en mi intervención ante el Congreso de los Diputados, dos años antes, el 2 de marzo de 1989. Pero en Frankfurt había citado a Hegel. Estaba en Alemania, hablaba de la historia de Europa, de la transición democrática en Europa central, y era imposible olvidarse de Hegel. Había tomado como blanco de mis críticas el concepto de la Aufhebung, que califiqué de siniestro (unselig, en alemán). Esto había intrigado a Von Weizsäcker, y quería más explicaciones acerca de mi tajante y cáustica crítica de dicho concepto. Intenté dárselas.

Pero la dialéctica de Hegel, por fortuna, no nos ocupó durante todo el almuerzo. Felipe González interesaba al presidente de la Bundesrepublik aún más que Hegel. Yo que había sido miembro de su Gobierno, ¿qué podía decirle de Felipe González? A Richard von Weizsäcker le interesaba Europa, el papel que España, con su experiencia de las transiciones democráticas y de las autonomías regionales, podía desempeñar en Europa. El papel que ya desempeñaba en Europa, en particular gracias a la amplitud y la agudeza de la visión europea de Felipe González. ¿De dónde le venía a este último su estatura indiscutible de hombre de Estado europeo?

Le venía del fondo mismo de su vocación política, le dije al presidente de la República Federal. Le venía de lo más originario de su compromiso, cuya motivación fundamental era la aspiración a una modernización democrática de España. Era la Razón democrática, tan frágil, tan a menudo vapuleada por la historia contemporánea de nuestro país, la que inspiraba la vocación europea de Felipe González. En todos los grandes españoles del siglo XX —y Felipe González es indiscutiblemente uno de ellos— la visión europea habrá siempre estado determinada por la voluntad, demasiado a menudo desgraciada, de abrir nuestro país a las empresas de reforma y arrancarlo de la arrogancia arcaica y mezquina de su singularidad retrógrada.

Esta era la mejor explicación, me aventuré a decirle a Richard von Weizsäcker, aquel día de octubre de 1991 en que festejábamos el Friedenspreis de György Konrád.

En Budapest, dos años antes, terminé encontrando a un ministro de Cultura. A mi llegada, en efecto, el puesto estaba vacante, como consecuencia de las turbulencias políticas a que el país estaba sometido en permanencia. Habíamos tenido sin embargo una reunión en el ministerio con algunos directores generales. No había sido apasionante.

El ministro nombrado en esos días era un hombre cordial, historiador de profesión, muy consciente de lo precario de su situación.

Después de mis entrevistas con György Konrád y los demás representantes de la oposición democrática húngara, se me había ocurrido la idea de aprovechar la reunión formal de ministros de Cultura de la Comunidad, que debía celebrarse bajo mi presidencia, tres semanas más tarde —el 18 de mayo, para ser más preciso— en Bruselas, para hacer un gesto político hacia los países de la Europa del Este —Hungría y Polonia— que empezaban a adentrarse en la difícil vía de la democratización. Al invitar a delegaciones de ambos países a la reunión de Bruselas, me parecía que la Comunidad tenía todo que ganar. De este modo haríamos comprender que la democratización política era el único camino de acceso a Europa. Por otra parte, alentaríamos a las fuerzas democráticas de estos países, a las que pertenecía el porvenir, cualesquiera que fuesen los plazos, a comprender que la inserción en Europa debía de ser el objetivo esencial de su estrategia. La estabilidad del conjunto europeo, más allá de la Comunidad misma, bien valía este precio, me parecía.

El nuevo ministro de Cultura húngaro aceptó inmediatamente mi propuesta. Y la aceptó en las condiciones en las que la había planteado. Era imposible, en efecto, que Hungría sólo estuviera representada por el ministro, dadas las circunstancias del país, fluctuantes pero en plena evolución. Le propuse que para completar la reunión, se hiciera acompañar por un representante indiscutible de la oposición. Me parecía que György Konrád era un excelente candidato, y así se lo dije.

El ministro húngaro de Cultura aceptó esta invitación a Bruselas, en las condiciones que acabo de indicar.

De regreso a Madrid, a finales del mes de abril, hice la misma invitación, en los mismos términos, al Gobierno de Varsovia, proponiéndole enviar a Bruselas a su ministro de Cultura y a un representante de Solidaridad.

La invitación también fue aceptada en Polonia.

Hay que decir que estaban previstas para el mes de junio elecciones libres en aquel país, y los resultados previstos no planteaban la menor duda en cuanto a la victoria de los candidatos de Solidaridad.

Para mi sorpresa, fue en Bruselas donde surgieron las dificultades. Se necesitó toda la habilidad y el tesón de Carlos Westendorp y de Javier Elorza, nuestros representantes permanentes, para que el comité de embajadores de los Doce aceptara mi propuesta. ¿Para qué metemos en los asuntos tan complicados de Europa central? ¿Por qué invitar a países cuyo porvenir era todavía tan incierto? ¿Una iniciativa de este tipo, tan política, podía ser tomada por el consejo de ministros de Cultura? Todos los argumentos fueron utilizados para rechazar una iniciativa tan poco ortodoxa.

Finalmente mi propuesta fue aceptada por el COREPER (Comité de Representantes Permanentes), pero con un cierto número de condiciones. Bastante absurdas, todo hay que decirlo.

En primer lugar, las delegaciones de Polonia y Hungría no tendrían derecho a asistir, ni siquiera como espectadores sin voz ni voto, a la reunión formal de ministros de Cultura. Una vez terminada dicha reunión, podríamos recibir a nuestros invitados, pero en un salón diferente de aquel en que se hubiera celebrado la reunión formal. (¿De qué contagio se tenía miedo? ¿Qué pureza habría que preservar?) Finalmente —y fue ésta sin duda la más absurda de las condiciones— nuestros invitados no podrían ser recibidos por los doce ministros de la Comunidad. Sólo la troika (es decir, el grupo de tres ministros compuesto por el presidente en ejercicio, flanqueado por su predecesor y por su sucesor en este puesto, que se atribuía por rotación alfabética) podría recibir a las delegaciones del Este y conversar con ellas.

A pesar de tanto obstáculo y de tanta condición, la reunión fue un éxito. Por primera vez, la voz de las fuerzas democráticas cuya emergencia iba a trastocar el paisaje político de la Europa del Este, se hacía oír en la sede de la Comisión europea. Sin duda era por el sesgo de una reunión de ministros de Cultura, de menor rango y de menor peso que otras instancias comunitarias, pero sólo se trataba de un primer paso. Tanto más significativo cuanto la víspera, 17 de mayo, Alemania del Este, Rumania y Checoslovaquia se habían puesto de acuerdo para oponerse juntas y resueltamente al proceso de reformas iniciado en Hungría.

Pero todavía no he llegado a este momento.

Todavía estamos a 2 de marzo de 1989, muchos meses antes de la «revolución de terciopelo» en Praga. Václav Havel ha sido encarcelado de nuevo. Aún es únicamente un «ignoto autor teatral» y acabo de protestar en la tribuna del Congreso de los Diputados contra la arbitrariedad de esa detención. De vuelta al banco azul del Gobierno para escuchar a los oradores de los diferentes grupos parlamentarios, me he sobresaltado al oír al señor Olabarría, honorable portavoz del Partido Nacionalista Vasco, confesar que ni siquiera ha podido retener el nombre del escritor checo desconocido que acabo de mencionar.

Algunos instantes más tarde, sin embargo, este mismo orador va a felicitarme. Porque recuerda muy bien, en cambio (hay que decir que la prensa no había dejado de nombrarlo en los últimos días), el nombre de otro escritor que también he mencionado en mi discurso: el de Salman Rushdie.

«En todo caso, señor ministro», ha dicho el diputado vasco, «quiero entrar de lleno en el tema sin más prolegómenos, felicitándole en nombre de mi grupo, en nombre de mi partido, y felicitándole muy sinceramente, por la actitud que ha tomado usted en el caso de Salman Rushdie, de su novela Los versos satánicos y de los problemas que este caso ha suscitado. Quiero subrayar dos de sus tomas de posición personales, dos de sus propuestas personales que apruebo por entero. La primera concierne a la idea de una edición internacional de la novela de Rushdie; la segunda concierne al boicot de la Feria del Libro de Teherán, boicot cuya iniciativa ha tomado usted.»

Dos semanas antes de mi comparecencia ante la Cámara, la fatwa condenando a muerte a Salman Rushdie había sido promulgada en Teherán. Recordando en mi intervención los principios de tolerancia y de pluralismo que deben inspirar toda política cultural, yo había añadido:

«Conviene reafirmar estos principios aquí y ahora, no sólo por razones de método, de transparencia de un discurso teórico y práctico. Conviene hacerlo también porque recientes acontecimientos en este final de siglo los ponen gravemente en peligro, tanto en el dominio de las relaciones internacionales como en el más íntimo de la conciencia individual. Acontecimientos singulares y singularmente repugnantes, a decir verdad. Quiero hablar, Sus Señorías ya lo habrán comprendido, de la condena a muerte de un escritor por algunas frases o párrafos de una novela que serían blasfematorios, que pondrían en cuestión algunos credos o códigos de la religión islámica, por lo menos en una de sus interpretaciones históricas. Y sin duda tiene la Iglesia coránica sabios doctores para juzgar este caso, pero cualquiera que pueda ser su veredicto sobre la realidad de la blasfemia, nada puede justificar una condena tan fanática, renovada desde entonces y acompañada de fúnebres comentarios teocráticos. En la reacción universal que esta condena ha provocado, se ha insistido con razón en la barbarie del imán Jomeini. Es inadmisible, en efecto, que un escritor tenga que pagar al precio de su vida su libertad de creación, su libertad de pensamiento: libertad para el error y para la verdad, cuyo criterio escapa por principio a todo tribunal teológico, a toda razón de Estado.

»Pero todavía es más inadmisible, más impresionante también, que tantos miles de fieles musulmanes se hayan declarado dispuestos frenéticamente a ejecutar la sentencia. I am ready to kill Rushdie: esta consigna ya se ha manifestado por doquier, ha sido mercantilizada incluso, reproducida como eslogan publicitario masificado sobre las blancas túnicas de los fieles. Con la esperanza de obtener el paraíso, y de paso algunos millones de dólares —moneda de cambio por otra parte del gran Satanás americano—, miles de sectarios, honestos padres de familia, ejemplos de virtudes familiares, habrán aceptado convertirse en asesinos iluminados. Por consiguiente, la condena a muerte del escritor habrá asesinado ya todo sentimiento de justicia, de tolerancia, de solidaridad, en miles de seres humanos. Antes de alcanzar su mortífero objetivo, el imán Jomeini habrá conseguido herir mortalmente las almas de su rebaño de fieles creyentes, y esto pesará tanto como aquello, no es improbable, a la hora del juicio final de la historia…»

Simultáneamente a esta toma de posición en la Cámara de los Diputados, había pedido a los servicios interesados del Ministerio de Cultura —la Dirección General del Libro y la de Cooperación Cultural— que tomaran la iniciativa de medidas de apoyo a Rushdie de amplitud europea; en particular aquéllas que el portavoz del Partido Nacionalista Vasco había recordado y aprobado. La presidencia de la Comunidad Europea nos obligaba a estar doblemente atentos a esta cuestión.

A fin de cuentas, resultó que la edición plurinacional de Los versos satánicos que yo había imaginado como una empresa comunitaria no era realizable. Decidimos entonces aportar un apoyo ministerial explícito a la traducción española de la novela de Salman Rushdie. Su editor originario fue apoyado por el conjunto de dieciocho editoriales literarias españolas, que asumieron nominativamente la corresponsabilidad de la publicación. Bajo el ramillete en forma de rosa de todos esos nombres ilustres, una frase recordaba el apoyo del Ministerio de Cultura, otorgado en aplicación de los artículos de la Constitución de 1978 que garantizan la libertad de expresión.

Así fue como la traducción española de la novela de Salman Rushdie se publicó en el mes de mayo de 1989. Estoy bastante satisfecho de ello. Bastante orgulloso, incluso, ¿por qué negarlo? Esta edición, en efecto, fue la primera del género a escala mundial. Francia siguió nuestro ejemplo algún tiempo más tarde.

Una fotografía se había caído del sobre de gran formato que, remitido desde los Países Bajos, me había encontrado en mi mesa del despacho con el correo de la mañana.

Me quedé boquiabierto, aturdido.

Era una imagen grisácea, recortada de un viejo periódico holandés. Había sido pegada sobre un soporte acartonado, de un gris oscuro. Sin duda una hoja de álbum fotográfico.

Era una foto de mi padre en su edad madura, vestido con un largo abrigo negro y un sombrero hongo. Bajaba las escaleras de un edificio probablemente oficial.

Yo miraba esa imagen, aturdido. Leí el pie de la fotografía recortada de un viejo periódico. Lo entendía aunque estuviese escrito en holandés. Durante dos años, de 1937 a 1939, había estudiado en aquel idioma, en el Tweede Gymnasium de La Haya. Guardaba de aquel idioma un recuerdo suficiente para descifrar el sentido del pie de la fotografía:

«Gezant de Semprun», se podía leer, «verlaat het ministerie van Buitenlandse Zaken, waar minister Patijn hem medemeelde dat de Nederlandse regering bel bewind van generaal Franco erkend heeft».

En dos palabras: la foto representaba a mi padre, que había sido durante los dos últimos años de la guerra civil encargado de negocios de la República española en La Haya, en el momento en que abandonaba el Ministerio de Asuntos Exteriores holandés, donde acababan de comunicarle que el régimen de Franco había sido reconocido por los Países Bajos.

Contemplaba esa foto, el corazón me latía.

Podía leer la tristeza, la pesadumbre en el rostro de mi padre. Podía leer también la determinación: la voluntad de dar la cara, de hacer comprender a los fotógrafos de prensa que le esperaban —por la dignidad de su porte, de su presencia— la verdad y la justicia de la causa que había defendido contra la violencia fascista y la indiferencia suicida de las democracias.

Miraba aquella imagen de ultratumba y el corazón me latía. Me preguntaba de dónde surgiría, medio siglo más tarde.

Una carta acompañaba el envío de aquella foto. Una carta manuscrita de dos hojas cubiertas de una escritura femenina, límpida, en inglés.

«Excellency», decía la carta, «more than 50 years ago I visited the Tweede Gymnasium in Den Haag. In the back of my classroom was sitting a Spanish boy…»

Yo era aquel muchacho español del que se acordaba mi corresponsal. Estaba sentado al fondo de la clase, en efecto. Al lado de un adolescente judío alemán refugiado en los Países Bajos. Se llamaba Klaus Landsberger, mi corresponsal se acordaba también de esto. Ella se llamaba Sonia, tenía trece años en aquella época, la misma edad que el muchacho español que yo había sido, aparentemente.

Quiero decir: la apariencia, la duda que va implícita en ella, no concierne a mi edad, que era indiscutible; concierne a mi existencia, a la realidad de ésta.

Sonia había nacido el mismo año que yo, decía en su carta. «Must be a good year.» Sin duda un buen año, decía. ¿Un buen año, 1923? Es discutible. Como quiera que sea, Sonia y yo habíamos nacido el mismo año. Ella se acordaba de que el muchacho español era más bien taciturno, que nunca sonreía. O mejor dicho, que sólo sonreía dos veces al día: una vez al llegar a clase por la mañana, y otra vez al salir de clase por la tarde. Y a ella, sólo le sonreía a ella, recordaba Sonia.

Le sonreía a ella, pues.

Nunca se había olvidado de esas sonrisas, añadía en su carta, no las olvidaría nunca. «I fell completely in love. Don’t underrate the feeling of a well-educated 13 years old girl…»

Pero no, desde luego que no. Nunca menospreciaré los sentimientos de una chica de trece años.

Un día, en el mes de marzo de 1939, proseguía Sonia en su carta, el muchacho español no volvió a clase. Desapareció súbitamente. Sonia encontró la razón de esta desaparición en aquel periódico. Había recortado la foto y la había conservado en un álbum de familia. La foto del padre de su compañero español que había desaparecido un día de marzo de 1939. Esa foto de mi padre que tenía ante los ojos medio siglo más tarde. La foto que explicaba mi súbita desaparición. Había conservado esa foto, escribía, era su único lazo con el pasado. El único recuerdo, aunque fuera indirecto, solamente alusivo, de su compañero español del Tweede Gymnasium de La Haya. El último recuerdo del verde paraíso de los amores infantiles.

«I saw the picture», escribía Sonia, «cut it out and put it in my photo-album, just to have a thing connected with him. It had been there for over 50 years…» Durante medio siglo, pues, a través de todas las vicisitudes de la vida, Sonia había conservado preciosamente esta foto de mi padre.

Y las vicisitudes habían sido más bien difíciles. Durante la ocupación nazi de Holanda, Sonia y su madre fueron detenidas por la Gestapo. Sonia fue puesta en libertad, pero su madre, deportada, había desaparecido en un campo de concentración.

«I don’t want to write more about that time. It upsets me and I’m still wondering why I am still alive…» No quería pues hablar más de aquella época, y se comprende. Ella seguía con vida, se maravillaba de ello, y yo la comprendía. A mí también me maravilla seguir con vida. Y no porque la vida sea una maravilla obligatoriamente. Lo que es maravilloso es poder maravillarse de seguir viviendo. O de poder asombrarse, entristecerse, desesperarse incluso, por seguir con vida.

Sonia, en todo caso, se asombraba de seguir todavía viviendo.

Se había casado, había tenido hijos, había recorrido el mundo antes de volver a establecerse en Ámsterdam, desde donde me escribía. En el álbum de familia, preservado a través de las tormentas de la vida, se había conservado aquella fotografía grisácea, fantasmal, de mi padre. Del padre de su amigo de la primera adolescencia, su compañero español del liceo de La Haya. Un señor con sombrero hongo, con un largo abrigo negro, con el rostro endurecido por la gravedad de un dolor contenido, en la escalinata del Ministerio de Asuntos Exteriores holandés. Única huella material de las vivencias de antaño: la adolescencia, los paraísos perdidos, la emoción de vivir las desdichas turbadoras de la vida.

De pronto, decía Sonia en su carta, medio siglo más tarde, había visto surgir de nuevo el nombre de su compañero de infancia en un programa de televisión.

«When the television transmission was announced», decía, «and I saw a well-known name, I first thought it was your father.» Cuando vio aparecer aquel nombre jamás olvidado, había pensado primero que se trataba de mi padre. En su memoria, en efecto, no perduraba más que la imagen de un chaval de trece años. Pero no podía ser mi padre, desde luego. Tenía que ser yo, cincuenta años después del Tweede Gymnasium.

«The transmission made a deep impression on me, and not only on me. Many people were speaking about it…» Parece ser, en efecto —he tenido de ello otros testimonios, aparte del de Sonia, probablemente subjetivo— que este programa de televisión tuvo en los Países Bajos una cierta repercusión. A su realizador, Wim Kaizer, se le ocurrió la idea de interrogar por separado, pero sobre los mismos temas, a cuatro escritores: Gabriel García Márquez, George Steiner, György Konrád y a mí. Luego había montado en alternancia y contrapunto las cuatro entrevistas.

Fue en Madrid, algunas semanas antes de que Felipe González me llamara para formar parte de su Gobierno, donde Wim Kaizer realizó la entrevista conmigo. Nos encerramos durante dos días con su equipo técnico en una suite del hotel Wellington. Rodó igualmente algunos planos de exteriores. A petición suya, le conduje a la calle Concepción Bahamonde, donde había vivido varios años en la clandestinidad.

Kaizer quiso también conocer los paisajes madrileños de mi infancia. Le mostré algunos rincones del parque del Retiro: la rosaleda, el estanque donde se deslizaban las barcas, el palacio de cristal, así como la calle Alfonso XI. No podía prever que iba a volver a esta calle apenas un mes más tarde, para vivir en ella, en un piso oficial, justo enfrente de la casa donde había vivido hasta la guerra civil y de la cual había mostrado a Wim Kaizer la larga serie de balcones del último piso.

La carta de Sonia terminaba así: «Heaven only knows if we will ever meet again. Be blessed».

Imposible saber si volveríamos a vernos algún día, en efecto. El rostro de sus trece años emergió en la bruma del recuerdo, fugitivo y dorado, para borrarse de nuevo. Hice un esfuerzo por retener su imagen. Lo conseguí durante un breve instante, el corazón me latía. Pero luego la imagen de Sonia se me escapó, se fundió de nuevo bajo mi mirada interior. Pero volverá a aparecer, desde ahora, a veces, en la evanescente eternidad de la memoria.

Miraba la fotografía y no conseguía desprenderme de ella.

En marzo de 1939, mi padre fue convocado al Ministerio de Asuntos Exteriores holandés. El Gobierno de los Países Bajos estaba a punto de reconocer el régimen de Franco: teníamos que abandonar la legación de España, situada en el Plein 1813, una plaza que llevaba la fecha de una victoria sobre Napoleón en la que participaron tropas holandesas. Europa entera está cubierta de calles y de plazas cuyos nombres recuerdan las batallas contra Napoleón.

Había que abandonar el amplio jardín de nuestra residencia, donde florecían las magnolias y los rosales.

En marzo de 1939 comenzaba el exilio.

Yo tenía quince años, la guerra de España estaba perdida, llegaba a París. Iba a entrar interno en el liceo Henri IV.

En aquella época (y esto ha durado hasta una fecha bastante reciente, hasta la crisis definitiva del modelo jacobino del Estado-nación, y digo «jacobino» por hablar pronto y esquemáticamente, para decir lo más evidente; podría uno remontarse en el tiempo de la historia de Francia, y podría uno también seguir hacia el presente aquel estado de gracia nacional, aquella gracia de Estado, porque la tradición bonapartista no es tampoco inocente a este respecto), en aquella época, en todo caso, los franceses estaban muy tranquilamente seguros de su propia identidad, que no les planteaba ningún problema.

Si a los intelectuales alemanes y españoles contemporáneos nos es necesario trabajar primero sobre la noción problemática, equívoca muy a menudo, de nuestra pertenencia a una comunidad nacional, para los intelectuales franceses esta cuestión había quedado resuelta por la historia. Podían pasar al orden del día de inmediato. De Barres a Bernanos, de Renán a Jaurés —para señalar tan sólo dos filones o filiaciones de una riqueza impresionante de matices—, la prueba de esta continuidad ya está dada: cualesquiera que fuesen las conclusiones que unos y otros extrajeran de ello, la existencia misma de la comunidad nacional, de su coherencia, de su cohesión, de sus virtudes, de sus últimos resortes, nunca se pondría en entredicho.

Probablemente la obra narrativa y dramática de Jean Giraudoux era, en la época de mi llegada a Francia, la expresión literaria más acabada de aquella tradición en su apogeo, es decir, en el momento en que las primeras inquietudes comenzaban a perfilarse bajo la perfección transparente y misteriosa de la escritura.

Una consecuencia de esa tranquila seguridad identitaria era la convicción compartida por todos los franceses inteligentes y cultos según la cual Francia era la segunda patria de todo el mundo. La mía, por ejemplo. Siempre me ha sorprendido, a veces con una brizna de irritación, esa tranquila suficiencia. Pero esta época ha pasado ya. Francia, al menos en la voz de sus élites, se niega hoy a ser la segunda patria de nadie. Se resiste a ser tierra de exilio y de asilo, por temor a perder su alma. El espíritu de la Francia de hoy tiene dificultades, dolor incluso, para concebirse en el universalismo de su vocación. Tendría más bien tendencia a enraizarse y aislarse en las diferencias específicas de su ser.

Sea como sea, yo llegaba a Francia en marzo de 1939.

El exilio era mi segunda patria. Mejor dicho, la lengua del exilio era esa patria posible. Yo leía Paludes, Les nourritures terrestres. Leía Juliette au pays des hommes, Suzanne et le Pacifique. Leía Le sang noir. Leía Le mur y La nausee. Leía La condition humaine y L’espoir. Leía Les Thibault. Y esta lectura era mi segunda patria, este descubrimiento del idioma francés. Lo fue, por lo menos, hasta el día que descubrí que tampoco esto era verdad. Que era todavía más complicado, más desconcertante, porque mi patria no era la lengua, sino el lenguaje.

Tenía quince años, estaba interno en el liceo Henri IV, Madrid había caído, se iniciaba el aprendizaje solitario del exilio.

Miraba la vieja foto en papel de periódico. Durante medio siglo había estado conservada en el álbum de Sonia O. Ella me la había mandado, preguntando si la conocía. No, no la había visto nunca.

Era en la mañana del 22 de junio de 1989.

A primera hora de la mañana, que era uno de los momentos que yo prefería. Estaba solo en mi despacho, me tomaba un café muy fuerte mientras hojeaba la prensa, miraba la correspondencia. La jornada ministerial todavía no había comenzado. Aún cabía imaginar que iba a ser fructífera, imaginar que se conseguiría hacer avanzar los asuntos en curso, ver cómo las decisiones tomadas producían sus efectos a pesar de las rigideces y las pesadeces del aparato administrativo.

Día más o día menos, un año había transcurrido desde mi llegada al ministerio. Podía hacer un primer balance. La hora se prestaba a ello, el silencio, la soledad. Incluso la llegada imprevista, imprevisible más bien, de la fotografía de mi padre, por los recuerdos que evocaba, porque hacía de pronto que fuese transparente la opacidad de una vida forzosamente olvidadiza de sí misma, porque reavivaba en el presente las ilusiones y las decisiones del pasado, incluso aquella imagen de ultratumba me ayudaba a poner en perspectiva mi acción del año transcurrido y encontrarle una iluminación ajustada.

La vieja fotografía evocaba una historia familiar, sin duda. Recuerdos a compartir con algunos íntimos: unos cuantos vivos, muchos muertos. Aquella foto de ultratumba evocaba la muerte. Pero no evocaba sólo una historia privada: la muerte en una historia privada, familiar. No evocaba sólo la muerte de mi padre, al hacerle reaparecer súbitamente de manera fantasmal. Evocaba también el fin de una época.

Mi padre abandonaba el Ministerio de Asuntos Exteriores holandés; el general Franco era reconocido por los Gobiernos democráticos europeos; el mariscal Pétain llegaba a Burgos; Stalin subía a la tribuna del XVIII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, y declaraba que su país, en el conflicto que se anunciaba, no vendría en ayuda de ninguno de los beligerantes; los ejércitos de Hitler ocupaban Praga; Milena Jesenská lloraba de rabia y de coraje.

Los idus de marzo de 1939 no eran sólo nefastos para una familia española, la mía, lanzada a los desiertos del exilio, como recordaba la foto enviada por Sonia O. También eran nefastos para toda Europa.

En el momento en que se terminaba la presidencia española de la Comunidad Europea, la vieja fotografía me recordaba el camino recorrido. La figura espiritual de Europa, de la que habló en Viena y en Praga el viejo Husserl, ¿no comenzaría ahora a dibujarse?