De pronto, la reina de Inglaterra murmura unas palabras casi ininteligibles. Habla para sí misma, desde luego. Su Graciosa Majestad parece enfadada. No está contenta, en todo caso. Se desplaza ante Las meninas de Velázquez y parece enfadada. Su Graciosa Majestad viste un abrigo de entretiempo de un color rosa pastel. Lleva puesto uno de sus habituales e inimitables sombreros. Aprieta bajo el brazo su bolso, con un gesto de ama de casa camino del mercado.
Su Graciosa Majestad tiene de pronto un aire casi huraño mientras se desplaza ante el cuadro de Velázquez. Murmura algunas palabras en voz baja, rápidamente.
La visita del Museo del Prado forma parte de todo programa de viaje oficial de un jefe de Estado extranjero a Madrid. Aquella vez, en otoño de 1988, era Isabel II la que visitaba nuestro país. Al parecer, era la primera visita oficial de una soberana británica. O de un soberano, el sexo no viene al caso. Según los especialistas, esta visita de Isabel II era la primera en la historia de las relaciones entre nuestros dos países.
Felipe II había enviado la Armada Invencible hacia las costas inglesas y anglicanas, pero un mar tempestuoso y la impericia burocrática de los almirantes españoles habían dispersado lamentablemente la flota de desembarco papista. Más tarde, intercambiando los malos procederes, la corona británica nos envió a Horatio Nelson. En las Canarias, ante Santa Cruz de Tenerife, en 1797, logramos herirlo, hacerle perder un brazo. Sólo que el hecho de ser manco, si no hizo de él un escritor célebre, tampoco le impidió gozar del amor de Lady Hamilton. Hay que decir que, batalla naval por batalla naval, no todo el mundo tiene la posibilidad de perder un brazo en Lepanto, lugar emblemático del triunfo de la cristiandad romana sobre el infiel.
Algunos años después de Tenerife, Horatio Nelson se cobró su venganza en Trafalgar, pero al precio de su vida. Desde entonces, cada cierto tiempo el equipo de fútbol de la pérfida Albión gana al de España para recordarnos deportivamente nuestro imperial declive. Y la bandera inglesa sigue ondeando en el peñón de Gibraltar, lo que es, piénsese lo que se piense, menos ofensivo y grave para el orgullo nacional.
De una u otra manera, Su Graciosa Majestad estaba en visita oficial. Los servicios del protocolo habían puesto a disposición de Isabel II un antiguo y majestuoso Rolls-Royce que ya se había utilizado mucho. En particular para transportar al general Franco y a alguno de sus ilustres huéspedes, rodeados entonces por los jinetes moros de la guardia pretoriana. A pesar de la motricidad inagotable del automóvil británico, Su Graciosa Majestad llegó con algo de retraso aquella mañana. La esperábamos ante la puerta de honor del Museo del Prado.
El recorrido tipo de la visita oficial del Prado seguía un itinerario muy preciso a través de las salas consagradas al Greco, a Velázquez y a Goya. ¿Era por razones de seguridad? ¿O bien porque el conservador originariamente encargado de establecer aquel itinerario hubiera sucumbido a las delicias del orgullo nacional? El hecho es que yo siempre he acompañado a los jefes de Estado y de Gobierno a lo largo de este trayecto inmutable.
El único que se quejó, o mejor dicho, que expresó discretamente algún pesar, fue el general Jaruzelski, en aquella época presidente electo de la República de Polonia. Le hubiera gustado contemplar también los Ribera y los Zurbarán del Prado, murmuró al final del paseo. Pero era demasiado tarde para colmar aquel deseo hasta entonces inexpresado.
Un poco antes, su mirada se había vuelto en mi dirección. Cruzábamos sin detenernos una sala situada entre el segmento Velázquez y el segmento Goya de nuestro recorrido obligatorio. Le había mostrado al pasar un cuadro naturalista que se exponía en aquella sala: un paisaje del puerto de Somosierra. «Por allí se abrió paso Napoleón hacia Madrid en 1808», le comenté, «con sus lanceros polacos.»
Me miró, pero no pude distinguir la expresión de sus ojos detrás de sus gafas negras. Sin duda se preguntaba por qué le hablaba de Napoleón y de los lanceros polacos. ¿Habría algún sentido oculto en aquella alusión, algún sobrentendido? No había ninguno, desde luego. Sólo era una broma íntima. Pero no era yo más íntimo con el general Jaruzelski de lo que había sido antaño con Eva. La intimidad con el general Jaruzelski era difícil de concebir. Mucho más difícil que con Eva, en todo caso, mi compañera de viaje de antaño. Pero el general comprendió seguramente que mis palabras acerca de los lanceros polacos de Napoleón no encerraban alusión alguna, que con ellas sólo pretendía recordar un hecho histórico.
Seguía sin ver sus ojos detrás de los cristales negros de las gafas. Me preguntaba si sería verdad lo que se decía, que tenía problemas de vista desde su estancia en un campo soviético del Gran Norte siberiano; que allí habría sido cegado por la reverberación del sol sobre la nieve. No veía su mirada detrás de esas gafas negras que en cierto modo habían simbolizado su presencia enigmática y autoritaria después del golpe militar de diciembre de 1981.
Me acordé de Joseph Czapski y de Gustav Herling: de sus espléndidos relatos sobre los campos de concentración del Gran Norte siberiano, donde fueron encerrados los polacos después del reparto de su país entre Hitler y Stalin. No veía la mirada de Jaruzelski, pero una especie de sonrisa apareció de pronto en sus labios. Pareció animarse. Me pidió excusas, con cortés ironía, por las hazañas de guerra de sus compatriotas, los lanceros polacos de Napoleón. Bromeamos un segundo a este respecto. Pero la visita oficial debía proseguir; todavía teníamos que contemplar los cuadros de Goya al tiempo que escuchábamos las explicaciones del director del Prado.
El día de su graciosa majestad Isabel II, además del recorrido oficial habíamos inaugurado una exposición organizada con ocasión de aquella visita: «Un siglo de pintura británica». Pero la reina de Inglaterra recorrió las salas a gran velocidad y en silencio. Es decir, sin pedir ninguna explicación. Hay que decir que buena parte de los cuadros provenía de las colecciones reales, y que por tanto no tenía nada que preguntar a su respecto, ninguna sorpresa que esperar. Cruzamos pues las salas de pintura inglesa en silencio y casi a paso de carga.
Fue entonces cuando me acordé de Anthony Blunt.
Una idea me atravesó —si es que las ideas atraviesan el cerebro, el espacio de la memoria, como los peatones y los coches atraviesan las encrucijadas—, cruzó mi mente, en todo caso, la idea absurda, o por lo menos inconveniente, de preguntar a Su Graciosa Majestad algo en relación con Blunt. Ella lo había ennoblecido, bajo su reinado Blunt había sido conservador jefe de las colecciones reales. Pero antes ya de su reinado, en los años treinta, en los círculos confortables de la universidad británica, Anthony Blunt se había convertido en espía soviético. Al mismo tiempo que Mac Lean, Burgess y Philby, aquel grupo de brillantes universitarios que se hicieron espías soviéticos por idealismo rencoroso y elitista, por aburrimiento, para escandalizar al burgués y subvertir la odiada democracia desde dentro, con sus modales y sus modas, pero también con sus actos. Subvertirla en el secreto de sus actos más íntimos, más auténticos. Aquellos brillantes universitarios que —con buena conciencia, sin renegar nunca de sus actos, sin arrepentimiento o autocrítica posteriores— se cubrieron de vergüenza y de sangre.
Pasábamos ante los cuadros de Constable y de Gainsborough procedentes de las colecciones reales y me acordé de Anthony Blunt. Me acordé de un soberbio texto de George Steiner relativo a Blunt: «El intelectual de la traición».
Me vino entonces la idea, absurda, sin duda inconveniente, de preguntar a Su Graciosa Majestad algo en relación con su antiguo conservador jefe, Sir Anthony Blunt. O lo hacía en ese momento o nunca. Pero no aproveché la ocasión, ya no volverá a presentarse.
Atravesábamos a paso de carga las salas de pintura británica, y el súbito recuerdo de Blunt me hizo pensar en Nicolás Poussin, es fácil de comprender. El cuadro de este último, Los pastores de Arcadia, me vino entonces a la memoria. Soñé durante un instante con la inscripción «Et in Arcadia ego…», evocando furtivamente los comentarios que ha provocado —incluido un comentario mío a propósito de una tela de Valerio Adami— a lo largo de la historia del arte. Pequeño viaje en el recuerdo de Arcadia, en suma, de Poussin a Adami, pasando por Panofsky y Lévi-Strauss.
Algunos meses más tarde, muchos meses más tarde, mejor dicho, en el curso de un seminario estival organizado en El Escorial por la Universidad de Madrid, Jorge Lozano me pidió que participara en un curso sobre el secreto. Acepté, y preparé una conferencia que abordaba los temas del secreto en torno al caso de Anthony Blunt, precisamente. El destino del militante marxista convertido en espía por amor al secreto. Al poder del secreto y al secreto del poder contra la realidad odiada del mundo, sus apariencias rutilantes. ¿No había forzosamente en aquella pulsión una concepción mortífera de la acción política? ¿No sería la muerte, en última instancia, la querencia de aquel amor frenético al secreto del poder? En aquel contexto había imaginado una reflexión sobre la relación de Blunt con los misterios de «Et in Arcadia ego…». Más tarde, en el curso del debate que siguió a mi conferencia, Louis Marin —que participaba en el seminario con Jean Baudrillard y otros ilustres profesores— nos contó una anécdota significativa que parecía darme la razón. Quiero decir, que parecía confirmar la justeza de mi divagación a propósito de Blunt y del sentido que para él podía haber tenido el lema «Et in Arcadia ego…». Louis Marin nos dijo, en efecto, que había frecuentado a Anthony Blunt durante un curso de investigación que hizo en Londres. Un día, al volver juntos en tren a la capital inglesa de alguna reunión o coloquio provincial, Blunt le habló durante todo el trayecto ferroviario del cuadro de Nicolás Poussin, de la inscripción oscura y flameante, polisémica: «Et in Arcadia ego…». A Louis Marin le había impresionado bastante aquella coincidencia. A mí también; y al mismo tiempo me satisfacía el haber visto o divagado con justeza.
Pero no fue ésta la única vez —esta vez de la que hablo, con ocasión de una visita oficial de la reina de Inglaterra— en que me acordé de Anthony Blunt en el curso de mi experiencia ministerial. Me acordé de él en otra ocasión. Pero esta segunda vez fue ante el Guernica de Picasso, y en la sala del Casón del Buen Retiro, el anexo del Prado donde se exponía el cuadro en una vitrina a prueba de balas.
Aquel día no acompañaba a Isabel de Inglaterra sino a Raísa Gorbachova. Acabábamos de hacer el recorrido tradicional en el Prado: el Greco, Velázquez, Goya. Ella había estado insoportable. Es decir, me había parecido insoportable. Había estado amanerada. Se había hecho la interesante. Se había extasiado ante los cuadros del Greco, pero sólo para decir vulgaridades. Las decía de un modo intenso, es cierto, con los ojos mirando al cielo de la cultura kitsch. Lo cierto es que Raísa Gorbachova sólo repetía en ruso, pero con fervor, lo que el director del Prado le acababa de decir en español. En la ida y vuelta de la traducción del texto, éste no parecía ganar nada. Adquiría tan sólo un trémolo culturalista del peor efecto. Al menos para mí. Pero tal vez sea yo demasiado exigente. O demasiado difícil de impresionar.
Dicho esto, no son los comentarios enfebrecidos sobre las telas del Greco los que me han hecho encontrar insoportable a Raísa Gorbachova. Es más bien su conducta, marcada con el sello de un populismo demagógico. A veces, como si hubiera sido presa de una inspiración súbita, nos abandonaba a la rema Sofía y a mí, que la acompañábamos aquel día, y forzaba el paso entre los agentes de seguridad para montarse un pequeño baño de multitudes. Era fácil notar que aquellos impulsos hacia el pueblo de Madrid sólo se producían en los lugares del Prado donde se agrupaban las cámaras de televisión y los fotógrafos de prensa. Desde ese punto de vista, desde el punto de vista del cuidado de su imagen, Raísa Gorbachova me pareció una verdadera profesional. Y los verdaderos profesionales de su propia imagen siempre me han parecido insoportables. Cómica o patéticamente insoportables. O ambas cosas a la vez.
Pero habíamos llegado ante el Guernica de Pablo Picasso, en el anexo del Prado.
Raísa Gorbachova no tenía a todas luces nada que decir. Apenas miraba, daba vueltas sin cesar, ofreciendo su esbelta silueta a los lejanos flashes de los fotógrafos. Estaba claro que el Guernica no la inspiraba. Casi no había mirado el cuadro, se veía claro que tenía ganas de alejarse.
Entonces fue cuando volví a acordarme de Anthony Blunt.
En el mes de julio del año 1937, Blunt, joven esperanza de la crítica de arte británica y marxista, había visitado el pabellón de la República española en la Exposición Universal de París. Allí se exponía el Guernica de Pablo Picasso. En el mismo momento, Kim Philby —otro brillante universitario que probablemente sugirió el reclutamiento de Blunt a los servicios secretos soviéticos— era corresponsal del Times en España. Del lado de los ejércitos franquistas, por sorprendente que pueda parecer a primera vista. Pero había que ocultar el juego, liar las cartas, preparar el porvenir. Kim Philby lo consiguió tan bien que fue condecorado personalmente por Franco, en homenaje a su objetividad periodística.
Por su parte, Anthony Blunt, reclutado por Philby para los servicios soviéticos, estaba en París. Contempló el Guernica de Picasso y proclamó que era un cuadro fallido. No había en él ni composición original ni, sobre todo, sentido de la historia. «Pablo Picasso pertenece al pasado», declaró Blunt en uno de sus artículos de The Observer.
Pero se veía claro que a Raísa Gorbachova no le importaba un comino el cuadro de Picasso. Tenía prisa por volver a darse un baño de multitudes y de flashes de fotógrafos. Pensé fugitivamente en Anthony Blunt. Me pregunté si ella conocía la existencia de Blunt, agente soviético. Era probable. Incluso podía ser que hubiese conocido en el entorno de su marido al oficial del KGB, envejecido en sus labores, que pudo haber sido antaño el encargado del brillante grupo de espías y de universitarios británicos. Esas coincidencias constituyen el encanto novelesco de la vida, son la sal de los relatos, me dije, observando los movimientos mediatizados de Raísa Gorbachova.
¿Se me ocurrió aquel día la confrontación entre Pablo Picasso y Francisco de Goya? ¿Y colocar frente al Guernica, en esta sala del Casón, los Fusilamientos del 3 de mayo? No es imposible.
Yo observaba los gestos y remilgos de Raísa Gorbachova, me acordaba de las estupideces que Anthony Blunt había escrito a propósito del Guernica y esa idea me vino a la mente, si no recuerdo mal. A su regreso a España, o mejor dicho, a su llegada, ya que el cuadro nunca se había expuesto en nuestro país hasta entonces, el Guernica fue instalado en el edificio del Buen Retiro, un anexo del Prado que antiguamente había sido museo de reproducciones. Una especie de casamata de vidrio protegía el cuadro de las posibles agresiones en una España cuya memoria estaba lejos de haber sido ya pacificada. Por ello, la contemplación del cuadro se hacía aleatoria. Nadie podrá afirmar haber tenido una visión razonablemente exacta del Guernica mientras se haya visto el lienzo en el Casón del Buen Retiro, ya que el búnker de cristal a prueba de explosiones y de balas alejaba de tal modo al espectador que se deformaba el enfoque mental y la perspectiva del cuadro.
El Guernica estaba allí, se decía, porque Pablo Picasso había expresado el deseo de que, una vez restablecida la democracia en España, su obra fuera expuesta en el Prado. Pero era un sofisma, una argucia comprensible y sin embargo asaz lamentable, lo de decir que el Guernica estaba en el Prado. Porque el anexo del Buen Retiro sólo era Prado en un sentido formal, puramente administrativo. Seguro que a Pablo Picasso no le decía nada ese edificio del Retiro. Ni siquiera debía de haber sabido que el antiguo museo de reproducciones se había convertido en un anexo del Prado. Su deseo no era que su obra se expusiera en el Prado de esta manera oblicua, puramente administrativa. Para él, el Prado no era una entidad burocrática, sólo era el lugar ideal de un intercambio, de una confrontación. De un enfrentamiento, incluso, ¿por qué no? Él quería estar en el Prado para verse confrontado con Velázquez y con Goya, ése era su violento deseo. Que por fin se supiera a qué atenerse, que se viera de dónde venía, de qué tradición. Que se comprendiera hacia dónde había tan obstinadamente caminado esa tradición, cómo su pintura era en su ruptura misma la culminación de aquélla. Enfrentarse con Las meninas de Velázquez no había sido para él cosa de risa ni de juego; semejante encarnizamiento pictórico encerraba una apuesta de extrema gravedad.
Estoy seguro de que éste era el deseo de Pablo Picasso porque me habló de ello larga y explícitamente una vez, en el curso de una conversación en La Californie, poco antes de la celebración de su ochenta cumpleaños.
No tiene por otra parte nada de extraordinario que Pablo Picasso deseara tanto estar en el Prado. Los pintores franceses han deseado estar en el Louvre. André Malraux lo dijo muy bien en su discurso de Saint-Paul de Vence, cuando se inauguró su museo imaginario. «El arte no se ha convertido, claro está, en una religión: se ha convertido en una fe. Lo sagrado de la pintura ya no es lo sagrado de los dioses, es lo sagrado de los muertos. A Cézanne y a Van Gogh, creyentes, les importa más la entrada de sus cuadros en el Louvre que la sepultura de sus cuerpos en tierra cristiana. Para Cézanne como para Van Gogh, Degas, Matisse o Braque, el lugar sagrado es el Louvre.»
Para Picasso es el Prado. Su cuerpo puede descansar en tierra de exilio, en Vauvenargues, ¿por qué no?, con tal de que su Guernica se exponga en el Prado.
Era pues un mal argumento el de oponerse a la transferencia, prevista desde antes de mi llegada al ministerio, del Guernica a una sala del nuevo museo de arte contemporáneo, el Centro Reina Sofía, invocando el deseo del pintor de permanecer en el Prado. Porque de todas maneras no estaba en el Prado. Y sin duda lo mejor hubiera sido instalar allí la obra desde su llegada a España. Instalar el Guernica en una sala del Prado, de manera que el visitante se encontrara con el cuadro al salir de la sala de la pintura negra de Goya, por ejemplo. Sé muy bien que esta solución ideal era difícil de realizar. Puede que incluso fuera irrealizable, sobre todo con la prisa y el tumulto de la llegada del cuadro a España. Habría sido necesario rehabilitar los espacios del museo, siempre insuficientes, por otra parte. Y se planteaba un problema aún más grave, el de la seguridad: ¿cómo proteger la obra de manera eficaz en una sala del Prado? Sin duda, en la urgencia del momento, todo aquello era irrealizable, pero así y todo esta solución hubiera sido la más apropiada desde el punto de vista de la pintura, desde el punto de vista de una nueva legibilidad de la tradición pictórica española, de su relación con la modernidad.
«Luego comienza la pintura moderna.» Con estas palabras se termina el ensayo de André Malraux sobre Goya. Ahora bien, el hecho es que la relación de España con la pintura moderna es compleja: en cierto modo está sesgada, o es perversa. Pervertida, tal vez. Lo cual no depende de los artistas mismos, naturalmente. De Goya, que Malraux consideraba inaugural, a Tapies, Millares, Arroyo, Oteiza y Chillida —por no decir nada de las generaciones posteriores, siempre ricas en talentos—, pasando por Picasso, Dalí, Gris, Miró y Julio González, no me parece muy necesario argumentar extensamente sobre los aportes de España a la pintura y a la escultura contemporáneas.
Sin embargo, a pesar de este hecho masivo, incuestionable, la sociedad española en su conjunto no ha tenido con el arte moderno una relación sencilla hasta hace muy poco. Nuestros regímenes políticos son en buena parte culpables de ello, desde luego. Con excepción de un breve periodo —de 1927 a 1936, más o menos; de los últimos días de la monarquía tradicional al periodo republicano—, la España oficial no habrá hecho nada para que la pintura moderna, incluida la de los artistas españoles mismos, esté presente en los museos del Estado. Se debe sólo a la iniciativa privada —coleccionistas o fundaciones—, a veces apoyada por las corporaciones locales, el que este desierto no haya sido absoluto. El Museo Picasso de Barcelona y el emocionante Museo de Arte Abstracto de Cuenca dan buena cuenta de lo que estoy diciendo.
Una parte de este retraso es irremediable, sin duda. Cualesquiera que pudiesen ser los esfuerzos del Estado español en el porvenir, será en Francia donde la obra de Pablo Picasso siempre esté mejor representada. Lo que es, por otra parte, perfectamente lógico. Y también perfectamente moral, diría yo. El día en que Jack Lang y yo presidimos en París la ceremonia de presentación al público de los cuadros de la segunda donación Picasso —resultado de la herencia de Jacqueline Roque—, un periodista español, convencido de ponerme en un aprieto, me preguntó con un tono impertinente y perentorio: «Y como ministro de Cultura, ¿no le da vergüenza que todos estos Picasso se le escapen a España?». Mi respuesta dejó boquiabierto al joven tontainas: «Lo que me da vergüenza, como ministro y como español, es que Franco haya permanecido tanto tiempo en el poder. Eso es lo que ahuyentó de España tantos Picasso».
Se me ocurre, pues, mientras Raísa Gorbachova posa para los lejanos fotógrafos, escenificar en torno al Guernica el encuentro de la pintura española con la modernidad. Su propia modernidad, en primer lugar. Antes de mover la tela de Picasso, de sacarla de esta casamata triste del Casón del Buen Retiro, en el anexo puramente administrativo del Prado, para transferirla al Centro de Arte Contemporáneo Reina Sofía, tal vez convenga mover la pintura española en torno a ella. Tal vez deberíamos cumplir el deseo de Pablo Picasso organizando su encuentro con Velázquez y Goya. Organizándolo aquí mismo, en esta sala del Buen Retiro, puesto que parece imposible hacerlo en el Prado. Tal vez convenga traer a esta sala del Buen Retiro —arreglándola para ello, sin duda, ocultando de alguna manera el plafón de Lucas Jordán, aligerando además la protección pesadota del Guernica— telas de Velázquez y de Goya.
En esa perspectiva, que cada instante me excita más, mientras Raísa Gorbachova se desinteresa del cuadro de Picasso como si estuviera de acuerdo con el juicio perentorio y despreciativo de Anthony Blunt, el Guernica impone la elección de las obras que habría que traer aquí en un primer momento: habrá que traer La rendición de Breda de Velázquez y Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya.
Comienzo a pensar en la claridad que una confrontación semejante podría proyectar sobre la continuidad histórica de la pintura española, sobre las rupturas creativas en el interior de dicha continuidad. Este proyecto, sin embargo, no llegará a realizarse, conviene confesarlo desde ahora. Se estrellará contra demasiados obstáculos burocráticos, demasiadas rutinas turbias y rígidos rituales.
No haberlo conseguido es una de las cosas que más lamento de mi época ministerial.
Pero debo interrumpirme. Su Graciosa Majestad la reina de Inglaterra acaba de murmurar algunas palabras casi ininteligibles plantada ante Las meninas de Velázquez. Ha hablado en voz baja, como para sí misma, en un tono de enfado. Ahora repite su pregunta. Pero habla tan deprisa que el director del Prado apenas entiende lo que está diciendo. Le traduzco la pregunta de Su Graciosa Majestad. ¿No ha sido recientemente restaurada la tela de Velázquez?
Alfonso Pérez Sánchez, director del Prado, puede responder directamente a Isabel II. No, no puede decirse que el cuadro haya sido realmente restaurado. Estaba en perfecto estado de conservación. Lo que sucede es que ha sido limpiado, refrescado, devuelto al esplendor de los colores originarios, ensombrecidos por el paso del tiempo.
Su Graciosa Majestad mueve la cabeza. No parece del todo satisfecha con la respuesta. No tranquilizada del todo, por lo menos. Pero en fin, añade, ¿se ha tocado la tela, se han aplicado productos, se ha intervenido en la materia? El director le confirma que todo ello es indiscutible: la tela ha sido sometida durante meses a un tratamiento regenerador por un grupo de especialistas del Prado dirigidos por el señor Brealey, un experto norteamericano del Metropolitan Museum de Nueva York sumamente competente.
Ahí es donde parece estar la madre del cordero, si se me permite emplear una expresión tan vulgar y corriente en presencia de una Graciosa Majestad. ¡Precisamente! «¿Por qué?», y la voz de Isabel II se estremece de contenida indignación, de santa cólera, «¿por qué cada vez que se toca a uno de mis Gainsborough se deshace en pedazos y puede tratarse impunemente las telas de vuestros Velázquez?»
Esos míos y esos vuestros llenan de gozo a Alfonso Pérez Sánchez, gran conocedor de la pintura española en general, y de la del Siglo de Oro en particular. Puede explicar a Su Graciosa Majestad que nuestro Velázquez, a diferencia de su Gainsborough, preparaba largamente sus telas, sus colores, sus barnices, sus esencias, que conocía perfectamente la química y la alquimia de las materias, que las elegía precisamente para que duraran.
Su Graciosa Majestad acepta la explicación, sin duda. Pero continúa murmurando tristemente. Que las obras de nuestro Velázquez estén pintadas para la eternidad no la consuela, como es comprensible, de la fragilidad de sus Gainsborough.
Podría contar mi vida —proyecto totalmente insensato, por otra parte; nunca se terminará de esclarecer ni de poner en perspectiva las oscuridades de una biografía tan repleta de las escorias del siglo, tan furiosamente atravesada por sus ilusiones y sus pulsiones—, podría intentar hacerlo, sin embargo, con referencia a Las meninas de Velázquez, rondando en torno a este cuadro. No porque no haya en el Prado cuadros que me conmuevan más, inspirándome sin duda movimientos más profundos del corazón y del espíritu. No porque no haya igualmente en otros lugares, a lo ancho de la vieja Europa, obras a las cuales, como trozos de sueño, se refieran episodios esenciales de mi vida.
Así, a bote pronto: dos Vermeer, la Vista de Delft del Mauritshuis y La calleja del Rijksmuseum; un Desnudo gris de Matisse, en el Kunsthaus de Zurich; El rapto de Europa y La dialéctica del Veronés, en Venecia; un retrato de mujer de Renoir, y el rostro de la madre de Venceslao que acaba de dar a luz a su santo hijo, pintado por Karel Skreta, ambos cuadros en el Museo de Praga… Pero no pretendo establecer un catálogo, sólo quiero sugerir unas pistas: a mí mismo, en primer lugar.
En este periplo imaginario, sin embargo, todo empieza y concluye ante Las meninas de Velázquez. Mi vida está ligada a esta obra fascinante, se aparta de ella y vuelve a ella sin cesar, encontrándola siempre en su camino. Me acuerdo del papel que este cuadro ha tenido en mi vida.
El hecho de encontrarme junto a Isabel II no me molesta demasiado. Su Graciosa Majestad está sumida en un silencio visiblemente entristecido al constatar con asombro mezclado de celos el estado de inalterable frescor de la tela de Velázquez. Me ignora, y yo respeto su momentánea tristeza, en cierta manera estamos en paz. Dentro de unos instantes el cortejo protocolario va a reemprender su marcha. Vamos a abordar la parte Goya de nuestro recorrido. Me alegro por adelantado, o mejor dicho, tengo curiosidad por ver la reacción de Su Graciosa Majestad ante el retrato de la familia de Carlos IV.
Los ingleses del siglo XVII decapitaron a Carlos I, y los franceses del XVIII, a Luis XVI. No fueron asesinatos medievales, sino ejecuciones capitales modernas, en cierta medida fundadoras de la modernidad. Muertes sacrílegas, por tanto. No hay modernidad política sin sacrilegio. Como no hay literatura novelesca que no sea profana, que no profane el lugar sagrado de la palabra revelada, haciendo proliferar lo profano de una palabra inventiva, conquistada, no recibida.
Como quiera que sea, al son de los tambores y de las flautas cayeron las cabezas de Carlos de Inglaterra y de Luis de Francia; después de un juicio parlamentario, una corte de justicia, un voto mayoritario.
En España, por el contrario, los tiempos modernos no se inauguran con un regicidio. Más singular aún: la modernidad democrática se ha instaurado finalmente, y sin duda de forma definitiva, por los medios de una restauración programada por la dictadura.
La obra de Goya se sitúa en la fuente histórica de la paradoja, o de la perversidad, de esta relación con la modernidad. Porque si los españoles no decapitaron a su rey, Goya lo ejecutó en su retrato de la familia de Carlos IV. Este no tuvo su cabeza cortada, pero vio desvelada de magistral manera despiadada la bajeza de su alma. Así, parece como si los españoles tuvieran una tendencia a trabajar sobre la apariencia, sobre la imagen simbólica, más que sobre el cuerpo del rey. Nuestros artistas parecen mucho más radicales que los de Francia o de Inglaterra, donde la imagen de la realeza jamás habrá sido tratada con tan aguda crueldad. Y basta, para convencerse de ello, contemplar en el Prado, en la serie de los retratos de grupo, el de la familia real pintado por Van Loo, que el primer Borbón español trajo consigo a la corte; entre Velázquez y Goya, destaca por su cursilería académica.
Pero tal vez esta diferencia no provenga de un exceso de devoción monárquica por parte de los artistas de más allá de los Pirineos y de más allá del canal de la Mancha. Tal vez provenga de una visión más materialista del universo. Así, los españoles tendrían más bien tendencia a trabajar sobre la realidad de las monarquías en su imagen, mientras que los ingleses y los franceses la han trabajado cuerpo a cuerpo.
Pero no tengo tiempo de explorar esta idea que se me ocurrió pensando en la posible reacción de Isabel II frente al cuadro de Goya ante el cual suele concluir el recorrido oficial. Además, tal vez no tenga reacción alguna. A fin de cuentas, Su Graciosa Majestad no pertenece en modo alguno a la línea dinástica de los Borbones.
Vuelvo a mi contemplación de Las meninas.
Todavía me quedan algunas fracciones de segundo —una eternidad, en una narración bien trabada— para imaginar sobre esa pantalla admirable los sueños de mi vida.
O la vida de mis sueños.
Desde 1953, año de mi primer retorno clandestino a Madrid, me he plantado muy a menudo ante el cuadro de Velázquez, le he consagrado horas de meditación contemplativa.
Diversas circunstancias han concurrido en esta predilección. Los recuerdos de infancia, sin duda. Razones menos íntimas, también, impuestas en realidad por las condiciones de la vida clandestina. A veces, entre dos citas, había que dejar pasar el tiempo, había que matar el tiempo. Se trataba de un tiempo muerto, en suma. Y no siempre era posible, ni siquiera prudente, volver al cuarto alquilado bajo un nombre falso. Sólo años más tarde pudimos disponer de una red de pisos ilegales, de locales que permitían una organización distinta de nuestra vida cotidiana.
En los primeros tiempos, el Prado era un lugar ideal para matar el tiempo, para hacer vivir los tiempos muertos. Y en el Prado, el emplazamiento de Las meninas era privilegiado.
En aquella época, la tela de Velázquez se exponía en una sala del museo que le estaba reservada. Allí se encontraba, en su sombrío fulgor, suntuosamente aislada, entenebrecida por la pátina de los siglos. La sala de Las meninas tenía una particularidad: un gran espejo a la derecha del cuadro, si se lo miraba de frente. Aquella superficie reflectante —y tal vez reflexiva— permitía reproducir el juego de puntos de vista que el cuadro propone de manera tan evidente como enigmática. Pero aquel espejo de la sala de Las meninas tenía otra virtud: permitía vigilar fácilmente el entorno. Sin que se hiciera nada —o mejor dicho, como si se estuviera observando el cuadro en aquel espejo, para recomponer así los efectos sutiles de inversión de situaciones que aquél induce insidiosamente— podía comprobarse si alguien te había seguido. Podía descubrirse fácilmente cualquier presencia sospechosa, porque, efectivamente, era impensable que un policía franquista no se hiciera notar por su impaciencia o su agitación al cabo de un cierto tiempo de inmovilidad contemplativa por mi parte. Por ello, en aquellos lejanísimos tiempos, la estancia fascinada ante Las meninas juntaba lo útil con lo agradable.
Más tarde, a lo largo de los años, el lienzo de Velázquez ha viajado por el museo según el capricho de las modas directoriales y los trabajos de rehabilitación interior: climatización, redistribución de los espacios de exposición, etcétera. No soy yo buen juez para evaluar todos aquellos cambios. Mi nostalgia del antiguo emplazamiento es fuerte, pero sin duda totalmente subjetiva. No tiene en cuenta más que mi placer de antaño, y los sobresaltos de mi memoria. No obedece por tanto a ningún criterio museológico. Desde el punto de vista de mi placer, de la plenitud de mi memoria, sólo puedo lamentar que haya desaparecido el antiguo emplazamiento del cuadro.
Allí fue, en 1954, donde me encontré con Nicolás de Staël.
O más bien, donde me encontré a un desconocido que resultó ser Nicolás de Staël. Estaba ante el cuadro de Velázquez, decía de él cosas pertinentes, apasionantes, con una voz grave, enfebrecida, ronca, a alguien que le acompañaba. Yo me encontraba un poco apartado, pero el desconocido debió de sentir la densidad casi dolorosa de la atención que prestaba a sus palabras, de mi silencio cautivado. Se dio la vuelta, y me llamó la atención la extraña y ruda belleza de su presencia. Tuve la impresión de que iba a hablar, a dirigirme la palabra. Pero no. Movió la cabeza y recomenzó su monólogo en voz más baja, casi indistinta. Abandoné la sala de Las meninas y el desconocido volvió otra vez la cabeza, por última vez, para observar mi salida.
Uno o dos años más tarde —después de su muerte, por tanto, ya que se suicidó en 1955—, con ocasión de una exposición (¿la de 1955 en el Museo Grimaldi de Antibes?, ¿la de 1956 en el Museo de Arte Moderno de París? Más bien esta última) descubrí que el desconocido del Prado era el pintor Nicolás de Staël. Lo reconocí inmediatamente, con un sobresalto del corazón, por uno de los retratos fotográficos que se publicaron en aquella ocasión.
El pintor está en su estudio. Al fondo, contra un muro blanco, se exponen telas en desorden: grandes formatos, composiciones en las que se manifiesta el urgente rigor de una búsqueda. El pintor está sentado en una silla baja, una especie de butaca desvencijada de la que sólo son visibles los resortes, la osamenta metálica. El pintor está contemplando algo, a ras de suelo, que se encuentra ligeramente a su derecha. Pero tal vez no contemple nada. Tal vez su mirada extraordinariamente presente, meditativa, serenamente privada de esperanza («nos ha dado lo inesperado», ha dicho René Char, hablando de Nicolás de Staël, «que no debe nada a la esperanza»), tal vez no se fijara en nada real, no contemplara más que el más allá de lo real, su reverso, su enigmática textura abstracta. El rostro estaba de perfil, y la mínima torsión del cuello que era consecuencia de esa postura acusaba el relieve de los pómulos, del mentón y de la nariz. El pintor en su estudio, apresado por el fotógrafo en un momento de reposo o de incertidumbre, o de fatiga creadora, era la imagen de un equilibrio portentoso entre violencia y sentido de la medida, entre fuerza y ternura, entre silencio y grito. Rara vez la apariencia carnal del genio habrá sido tan fácilmente perceptible, tan localizable de entrada como en este célebre retrato fotográfico de Nicolás de Staël.
Así, las frases de un desconocido ante un cuadro de Velázquez fundaron mi ulterior atención admirativa a la pintura de Nicolás de Staël. Hasta el punto de que, si en La montaña blanca el pintor de la novela lleva el nombre de un personaje secundario de Marcel Proust, Stermaria, los cuadros que allí describo o a los que hago alusión (Marina clara, Desnudo tumbado, Paisaje rojo) son obras reales de Nicolás de Staël.
Ante Las meninas de Velázquez, sea como sea, tomé una decisión. Ministerial, en este caso. Ya no estaba contemplando el cuadro, como antaño, bajo las especies de Federico Sánchez. Ni siquiera bajo aquellas de mi nombre verdadero, mi otro seudónimo, más bien, al que he terminado por acostumbrarme, y que se pronuncia, para gran satisfacción mía, porque ello me hace inhabitual a mí mismo, de tan diferente manera en francés y en español. Estaba allí como ministro de Cultura, ministro del culto, en cierto modo, oficiante de los oficios de la cultura. La prueba de ello era la presencia de Su Graciosa Majestad británica a mi lado. Aproveché pues aquella ocasión excepcional para concebir un proyecto de ministro, el de encargar una retrospectiva de Nicolás de Staël para el nuevo Centro de Arte Contemporáneo Reina Sofía, que los madrileños, con su habitual prontitud humorística, habían enseguida bautizado «Sofidú», en alusión irónica al Centro Pompidou de París.
Tres años más tarde, cuando hube abandonado ya el ministerio —o el ministerio me hubo abandonado a mí—, la decisión tomada el día de la visita oficial del Prado por la reina de Inglaterra produjo sus efectos. Colgada primero en las salas de la Fundación Maeght, en Saint-Paul de Vence, la retrospectiva de la obra pictórica de Nicolás de Staël fue luego expuesta en el Reina Sofía, Pero sin duda no habría conseguido llegar a ello sin la ayuda y la comprensión de Jean-Louis Prat, director de la Fundación Maeght.
A veces, a lo largo de mis años ministeriales, he deseado proponer a Prat que trabajara conmigo, en el círculo de mis consejeros más próximos, para ayudarme a poner orden y dar impulso a la política de bellas artes, al desarrollo de iniciativas concernientes a la pintura contemporánea en colaboración con los museos de las regiones autónomas y las fundaciones privadas españolas y extranjeras. Lo que más faltaba en la Dirección General de Bellas Artes de mi ministerio no era el saber libresco ni la retórica posmoderna, sino la capacidad de imaginación y de gestión que me habría permitido romper con las rutinas y vulnerar los ritos burocráticos. Jean-Louis Prat hubiera desempeñado muy bien ese papel. Pero semejante decisión, a pesar de la integración europea en curso, habría sido mal comprendida y todavía peor acogida por gran parte de la clase política y por el conjunto de las corporaciones implicadas. De hecho, era imposible tomarla. Eso me hizo lamentar el fin de los tiempos cosmopolitas del despotismo ilustrado —supongo que el lector será capaz de leer estas líneas con el grano de sal de la ironía—, cuando los ministros del rey de España podían encargar a extranjeros como Juan Bautista Tiépolo o Antón Raphael Mengs que se ocuparan del destino de las artes.
El cortejo oficial vuelve a ponerse en marcha, hacia la apoteosis goyesca de La familia de Carlos IV. El director del Prado y yo formamos parte del primer grupo, con el rey don Juan Carlos y Su Graciosa Majestad Isabel II. La reina Sofía y el duque de Edimburgo siguen en un segundo grupo. Eso al menos era lo previsto por el protocolo. Pero el rey Juan Carlos trastorna constantemente el orden protocolario con movimientos imprevistos, con paradas imprevisibles para momentos de conversación.
Como quiera que sea, nos alejamos de Las meninas.
Entonces, y ello me hace sonreír, me acuerdo de Michel Foucault: el amable lector sabrá enseguida por qué, sin tener tiempo de asombrarse, ni siquiera de irritarse. Porque gracias, o a causa de Michel Foucault, tuve mi primer encuentro con el rey de España, en enero de 1981.
Miro por última vez Las meninas de Velázquez y me acuerdo de toda mi vida de forma vertiginosa. Me acuerdo de Michel Foucault.
Su ensayo Las palabras y las cosas se abre con páginas brillantes a propósito de este cuadro. Sumamente brillantes pero profundamente falsas. Diría incluso que de una falsedad radical. Porque no se trata tan sólo de una interpretación discutible —las ha habido y las seguirá habiendo de todo tipo— del juego de espejos en cuanto a los emplazamientos y el punto de vista que el cuadro sugiere irónicamente. Se trata de una visión ideológica que determina la lectura de las significaciones posibles del cuadro, visión inducida por instancias ideales que no tienen relación alguna con la pintura ni con las reglas o desarreglos que le son propios. La visión que enturbia la mirada de Foucault —que la hace muy aguda, más bien, muy brillante, pero ciega a la realidad material e histórica que el cuadro representa, de la que propone astutamente diversas interpretaciones—, esa visión es la del antihumanismo teórico. El hombre ya sólo es un pliegue en el paisaje histórico, una redundancia retórica que el curso de las cosas tiende a difuminar. El hombre deja de ser el objeto de la filosofía en el momento en que Foucault escribe Las palabras y las cosas, se convierte en el mal sujeto de ella. Papel, por otra parte, que asume alegremente, o por lo menos con una vitalidad iconoclasta, en las profundidades todavía anónimas de la realidad histórica, fuera de las miradas agudas pero ciegas de los filósofos. Son los malos sujetos los que van a hacer temblar las estructuras materiales e ideales del último cuarto del siglo XX.
Pero no hablamos ni de Las meninas ni del antihumanismo teórico cuando nos conocimos de verdad, años más tarde. De lo que sí hablamos en el curso de aquel primer encuentro fue de España. En la conversación de aquella cena, Michel Foucault se interesó por las cuestiones de la transición democrática española, tan sorprendente desde muchos puntos de vista. Intenté responder lo mejor posible a aquel interés, rebasando la simple información o comentario de los acontecimientos para intentar extraer algunas conclusiones generales.
Tras este primer encuentro, Foucault me pidió que participara con él en una empresa periodística de la que era artífice. Tenía un acuerdo con un gran diario italiano, el Corriere della Sera, para el cual debía escribir o encargar a intelectuales elegidos por él, artículos de encuesta y de reflexión sobre situaciones históricas significativas. Foucault sugería que yo llevara a cabo una encuesta en España.
Fue Alain Finkielkraut el que tomó contacto conmigo a este propósito, era a él a quien Foucault había encargado coordinar las acciones del grupo de intervención periodística. Con gran sorpresa para Finkielkraut, le hablé en nuestra primera entrevista de un artículo que él había publicado en la revista Critique con un título tan austero como su contenido: «El hilo rojo del trabajo abstracto». Pero este breve ensayo, denso, de crítica marxiana, me había interesado por lo menos tanto como los pequeños libros insolentes y graciosos que escribía en aquella época en colaboración con Pascal Bruckner. Se asombró que lo hubiera leído, pero no concedía ya mucha importancia él mismo a aquel trabajo de análisis económico-filosófico, campo de investigación que ya no le interesaba.
Alain Finkielkraut no había encontrado todavía en aquella época —hablo de comienzos de los años ochenta— la forma de ensayo-comentario bajo la cual se revelaría su talento analítico. Pero a su gran cultura y a su vivacidad intelectual se añadía ya una curiosa fragilidad íntima, perceptible en una falta de seguridad, un deseo de reconocimiento, que habrían sido enternecedores si no los hubiera contradicho —o compensado— a menudo una arrogancia dogmática.
Como quiera que fuese, en aquel momento tuvimos los tres, Foucault, Finkielkraut y yo, reuniones bastante frecuentes y bastante excitantes para el espíritu —para el mío, quiero decir— porque fueron ocasión de intercambios y de controversias que me ayudaron a verificar, modificar o abandonar algunas de las ideas de mi reflexión solitaria y posmarxista.
En aquel contexto hice, en enero y febrero de 1981, diversos viajes a España en el curso de los cuales tuve un primer encuentro con Adolfo Suárez, presidente del Gobierno, y con el rey Juan Carlos.
Y he aquí por qué puedo decir con toda objetividad que he conocido personalmente al rey de España gracias a Michel Foucault.
El 23 de febrero de 1981, a última hora de la tarde, recibí una llamada telefónica de Simone Signoret. ¿Había oído la noticia? No. Me había pasado el día indiferente al mundo, entregado a la escritura. Un golpe de Estado estaba en marcha en Madrid, me anunció. Unidades del Ejército y de la Guardia Civil habían ocupado el Parlamento durante la sesión de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, encargado de formar Gobierno después de la súbita dimisión de Suárez. Se esperaban otros movimientos insurreccionales en diversas guarniciones.
Poco después el teléfono sonaba en mi casa casi sin interrupción. Me llamaban amigos de diversos lugares de España para darme la noticia y preguntarme mi opinión sobre los acontecimientos en curso. Yo respondía sin vacilar que el golpe fracasaría, tal era mi convicción íntima. Y que fracasaría por una muy sencilla razón: cualquiera que fuera la magnitud de la conspiración militar, el rey Juan Carlos se opondría a ella. Y era imposible que el golpe triunfara sin el apoyo del Rey, o por lo menos sin su neutralidad benevolente. Por otra parte, era impensable que el Rey concediera tal apoyo, que no se opusiera a los conspiradores con toda su autoridad de jefe de los ejércitos.
La rotundidad de esta convicción, lo tajante de esta certidumbre, se fundaba en las declaraciones del propio Rey durante la entrevista que me había concedido unas semanas antes.
Era un día de invierno soleado. El aire era azul, seco y cortante, ese aire de Madrid que, según el dicho popular, puede matar a un hombre sin apagar un candil. Los ciervos y los venados de la reserva natural de La Zarzuela, al noroeste de la capital, cruzaban tranquilamente la calzada por delante del automóvil que me conducía al pequeño palacio de ladrillo y granito donde reside la familia real.
El rey Juan Carlos me había concedido audiencia, pero estaba convenido que no era una entrevista periodística. Podría tener en cuenta sus palabras, inspirarme en ellas o comentarlas, pero no citarlas entrecomilladas en la serie de artículos que estaba preparando sobre la transición democrática en España.
El encuentro tuvo lugar en un momento de crisis latente, de malestar difuso en la sociedad española. Cuatro años después de las primeras elecciones libres, la coalición mayoritaria constituida en torno a Adolfo Suárez, la Unión de Centro Democrático, se desmenuzaba lenta pero ineluctablemente. El terrorismo de ETA alimentaba en algunos sectores del Ejército y de las fuerzas de seguridad tentaciones de orden autoritario. La imbecilidad estratégica de los terroristas de ETA hacía de ellos los principales aliados de las fuerzas militares y sociales, sin duda minoritarias, pero reales, que aspiraban a dar un frenazo brutal al proceso democrático. Por eso, unos y otros, terroristas sanguinarios del separatismo (no hay nada peor, más abyecto, que la mezcla de esos dos integrismos: el de un nacionalismo radical, religioso, fundado sobre el sueño abominable de la pureza étnica de la raza vasca, y el del leninismo dogmático) y militares con vocación golpista, obsesionados por la España una e indivisible, por la retórica imperial, se mostraban bajo su verdadero rostro: eran los últimos vestigios del franquismo, de la política de exclusión y de enfrentamiento, de la mitología, negativa o positiva, de la España eterna.
Por otra parte, el malestar social provocado por las consecuencias de la crisis económica que el Gobierno de UCD ya no tenía la fuerza ni los medios —y tal vez tampoco la voluntad— de abordar resueltamente en sus soluciones, obligatoriamente drásticas y por tanto impopulares, ponía en peligro la cohesión necesaria para proseguir las tareas de la reconstrucción democrática.
Maduraba la hora, en suma, de una crisis profunda, donde se pondría abierta o solapadamente en juego la involución o la continuación de la política de la transición. Llegaba la hora, tal vez oscuramente todavía, de una nueva mayoría política capaz de reafirmar el proceso del cambio dentro del marco de continuidad y de seguridad a que aspiraba la inmensa mayoría de los españoles.
En este contexto, los pronunciamientos del rey Juan Carlos, a veces directos y explícitos, a veces más alusivos, a lo largo de nuestra conversación, fueron de una absoluta claridad. Al enumerar las insistentes sugerencias que se le hacían de terminar con aquella situación de crisis latente mediante un Gobierno fuerte de salvación pública, con poderes dictatoriales, el Rey proclamaba firmemente su voluntad de garantizar el proceso constitucional, democrático, de la vida política en España. De garantizarlo a pesar y en contra de quien fuera y cualesquiera que fuesen los riesgos a asumir.
Recordando la firmeza de estas declaraciones, manifesté el 23 de febrero mi convicción de que el golpe del coronel Tejero en Madrid y del general Milans del Bosch en Valencia fracasaría.
Esa misma tarde, la redacción de Antenne 2, en París, me invitó a comentar los acontecimientos españoles en el último telediario. Desarrollé mi argumentación para concluir diciendo que era imposible el éxito golpista sin el apoyo del Rey, y afirmando que a la luz de mi entrevista con el rey Juan Carlos, apenas unas semanas antes, este apoyo era impensable.
Al día siguiente, el mismo canal de la televisión pública francesa volvió a invitarme al telediario de la una de la tarde, esta vez para comentar las imágenes y noticias procedentes de España. En ese momento, el golpe ya había fracasado, y las imágenes que tuve que comentar con los periodistas de Antenne 2 permitían reconstruir la crónica de un fracaso anunciado.
Hacia la una de la madrugada, en efecto, el rey Juan Carlos había aparecido ante las pantallas de televisión. Se había puesto para aquella ocasión su uniforme de jefe de los ejércitos. Con algunas frases sencillas, hablando con calma, hizo un llamamiento a la disciplina y al respeto a la Constitución de todos los jefes militares. Ordenó el regreso de todas las tropas a sus cuarteles.
Pero lo esencial no era el contenido del discurso, por explícito que fuera. Lo esencial era la aparición misma del Rey, su presencia corporal, en cierto modo. Porque era el cuerpo del Rey el que se exponía a la mirada de millones de telespectadores, de los ciudadanos atentos al flujo de imágenes de la televisión. Era el cuerpo del Rey el que se oponía a los golpistas, que se interponía en su camino hacia el poder, que cerraba el acceso al poder.
Joven príncipe elegido en el serrallo y a la sombra de la dictadura para garantizar la continuidad del sistema político, el rey Juan Carlos había asegurado, contra esta designación originaria, y con el apoyo masivo de los españoles, la transición a la democracia. Aquella noche de febrero, en el momento en que los golpistas hacían rehenes a los diputados del pueblo —y al mismo tiempo a los estados mayores de todos los partidos políticos—, en el vacío gubernamental creado por la dimisión de Adolfo Suárez —dimisión que podía interpretarse ahora como el primer indicio del golpe de Estado en gestación—, aquella noche, pues, mientras el pueblo se mantenía alerta pero apartado del acontecimiento, unánimemente hostil al golpe de fuerza pero deseando sin duda una solución institucional, en la medida de lo posible no violenta; en aquel momento de la noche de los tricornios y de los fusiles ametralladores, el Rey arrojaba su cuerpo en la balanza de la historia utilizando para ello las pantallas de la televisión. Los golpistas habrían tenido que pasar por encima del cuerpo del Rey para derrocar el poder democrático: éste era el mensaje, tan simbólico como concreto.
De esa manera, el rey Juan Carlos se daba una nueva legitimidad, o más bien, confirmaba en la urgencia de la situación la legitimidad que le había concedido, a posteriori, el sufragio popular al aprobar por amplia mayoría, en 1978, la Constitución democrática.
La modernidad democrática no se inauguraba en España, como lo había sido en Francia y en Gran Bretaña, por un regicidio. Pero se veía confirmada, definitivamente fundada, cualesquiera que fuesen los accidentes y peripecias por venir, por una puesta en juego física, carnal, de la figura del Rey. Era, en suma, una situación simétrica pero inversa. Los golpistas españoles de 1981 se veían obligados al regicidio si querían conseguir sus fines, o sea, derrocar el poder de la modernidad democrática, como los revolucionarios franceses e ingleses del siglo XVIII se habían visto obligados a condenar a muerte al Rey para fundar aquella modernidad. Situación idéntica, sin embargo, en la medida en que lo que se ponía en juego era, en cada caso, el cuerpo del Rey. En una palabra, llena de sentido y de sangre, fue la encarnación de la razón democrática, de la res publica, interés general y soberanía popular, lo que el soberano tuvo que asegurar aquella noche asumiendo su papel y el riesgo de éste.
La encarnación, nadie debe ignorarlo, es una gran cuestión teológica. Bossuet nos ha dicho cosas tan oscuras como definitivas a este respecto: «Ya que la encarnación sólo es la unión de dos naturalezas en la misma persona divina, por poco que se divida la persona o que se confundan las naturalezas, el nombre mismo de encarnación deja de subsistir».
Se puede confiar en Bossuet, porque es sin duda la teología cristiana, aunque otras religiones como la brahmánica conozcan la noción, la que ha dado a la encarnación su dimensión trágica. Pero de la teología a la política nadie ignora tampoco hasta qué punto el tránsito, si no fácil, es frecuente en el curso de la historia.
La encarnación en política es una realidad —una necesidad— que no puede evacuarse. Porque si son las ideas las que mandan en el mundo, incluso para llevarlo a la perdición, sólo ocurre a través de mediaciones, trujimanes y encarnaciones. Para que las ideas se conviertan en una fuerza material, fáustica, no hace falta sólo que iluminen los espíritus de las minorías activas, que invadan activa o sordamente, para movilizarlas o neutralizarlas, las más amplias masas, sino que también es preciso que se encarnen. No hay revolución histórica, que suele ser la mayor parte de las veces una cristalización de evoluciones a largo plazo, que no tenga figuras emblemáticas, carnales. El verbo se hace carne también en política.
Pero esta verdad, en cierto modo eterna, esto es, presente en la historia desde la prehistoria más primitiva, se convierte en algo todavía más actual, aunque de forma perversa, desconcertante al menos, en nuestra época de comunicación masiva. Contrariamente a lo que proclaman muchos espíritus ilustrados, la televisión no priva de realidad al funcionamiento político, no hace de éste un puro espectáculo. Muy al contrario. Sin duda modifica, en la brillantez de lo inmediato, la relación de las masas con el fenómeno de la encarnación. Pero también lo vuelve todavía más misteriosamente activo, más extrañamente eficaz. A corto plazo, por lo menos, y éste es el gran cambio que provoca la televisión. Porque la corporeidad del verbo político, al convertirse en valor de uso, se hace más fácilmente presa del desgaste. Por la realidad de su presencia inmediata, en directo, como se dice en la jerga de los medios, la comunicación televisiva destruye o corroe la ilusión de la permanencia. Lo inmediato se convierte en un bien de consumo, en ello se consume.
El emperador de la China de los prodigiosos cuentos de Kafka es eterno. Ni siquiera la muerte puede desgastar la vaporosa dureza de su cuerpo radiante, pero invisible. Incluso después de morir, sus mensajes tan conminatorios como indescifrables continuarán circulando a través del imperio. El hombre político de hoy, por su parte —al verse multiplicado el impacto de su palabra gracias a la encarnación televisiva— sabe, o mejor dicho, debería saber, que cada una de sus apariciones corroe el cuerpo de su apariencia como un cáncer luminoso. Porque en ellas se encuentra sobrexpuesto, por decirlo con una fórmula fotográfica. Debería de aprender, pues, a dosificar su encarnación fabulosa, a gestionar la muerte por uso y abuso de su imagen carnal.
Este es uno de los puntos que distinguen a los políticos de los periodistas, presentadores o animadores de la televisión. Porque éstos, a pesar de las apariencias, no se sitúan en lo inmediato. Siempre están situados en la mediación, la mediatización; son los mediums de los media. Paradójicamente, pues, son mucho menos efímeros. La duración posible de su presencia se hace así en cierto modo ilimitada, puesto que no depende del contenido del discurso, sino de su sintaxis. Y la forma siempre es más duradera que el contenido.
Resulta patético por ello ver aparecer en las pantallas de televisión a políticos que malgastan su tiempo, porque su tiempo los ha desgastado. No parecen darse cuenta de que su cuerpo está corroído hasta la médula, privado de realidad carnal, reducido a una brillantez febril de fibras luminiscentes, que su discurso nos llega desde la ultratumba de la desencarnación. Porque la imagen no disimula nunca la obsolescencia del discurso; más bien la acentúa.
Bossuet, que no puede ser sospechoso ni de complacencia ni de severidad hacia los medios de comunicación masiva, ya lo había dicho: «Por poco que se divida la persona», o sea, que se perciba al personaje encarnado detrás de la encarnación misma, al actor detrás del texto, la ausencia de alma detrás de la presencia carnal, «el nombre mismo de encarnación deja de subsistir».
De todo esto se desprende que la aparición del rey Juan Carlos en la televisión aquella noche del golpe de Estado era un acontecimiento único cuya repetición resultaba difícil, si no imposible de concebir. El cuerpo del Rey —y me hubiera gustado que un Kantorowicz, un Marc Bloch o un Louis Marín español, atento también al fenómeno de la comunicación televisiva, hubiera analizado a fondo este acontecimiento—, el cuerpo del Rey no es un material histórico que pueda malgastarse sin consecuencias. No puede cortarse en rebanadas, por otra parte. En eso reside su diferencia con el cuerpo divino, infinita e indefinidamente divisible, al parecer, en el misterio de la eucaristía. El cuerpo del Rey es uno e indivisible, incluso en la televisión. Hay que tomarlo o respetarlo todo entero y a la vez, en un drama histórico que sólo tiene una representación. Y aquella vez, en febrero de 1981, bastó para que el drama terminara con la victoria del porvenir democrático.
El cortejo oficial ha vuelto a ponerse en marcha a través de las salas del Prado. Me encuentro al lado del rey Juan Carlos. Aprovecho la ocasión para hablarle de la tristeza de Su Graciosa Majestad al percatarse de la fragilidad de sus Gainsborough.
—Esas preocupaciones ya no son mías —se exclama el Rey riendo—. Son más bien tuyas, ministro.
Es verdad que son mis preocupaciones. Le digo algunas palabras al Rey a este respecto. Me escucha atentamente. Bien es verdad que siempre me ha escuchado atentamente, cuando la ocasión se presentó o la necesidad se hizo patente. En el curso de los viajes y de las ceremonias de todo tipo, nunca se negó a escuchar, creando incluso la oportunidad de hablar a solas conmigo. Cuando pensaba que la cuestión era de particular interés avisaba a la Reina. Porque es la reina Sofía quien se ocupa preferentemente de los asuntos culturales en la división de trabajo de la pareja real.
Así, he tenido más a menudo ocasión de tratar con la reina Sofía que con el rey Juan Carlos durante el periodo de mi cargo ministerial. Los viajes en los aviones del grupo de enlace de las Fuerzas Armadas han sido la ocasión de largas conversaciones con ella.
Ello me ha permitido descubrir una personalidad atractiva, curiosa y sensible a las demasiado frecuentes injusticias del mundo. Su interés por la música y las bellas artes es profundo y en modo alguno fingido. Tampoco fingía conocimientos que no tuviera, planteando por tanto a los conservadores de los museos o a los comisarios de las exposiciones cuestiones a veces ingenuas pero siempre pertinentes cuando temía no haber comprendido totalmente el sentido de tal o cual obra. Jamás la habré visto tener en esas circunstancias una reacción de esnobismo.
Una anécdota permitirá sin duda comprender mejor que todos los elogios que pudiera desear hacerle el carácter de la reina Sofía.
Mikis Theodorakis se encontraba en España para una serie de conciertos. Fue él quien compuso la música de la película Z, como tal vez se recuerde. En aquella época estaba deportado en una isla, y su música llegó clandestinamente a Costa-Gavras, grabada en cinta magnetofónica.
En Bilbao, pues, Theodorakis debía dirigir la orquesta que iba a interpretar su Canto general, pesada sinfonía expresionista —me limito a dar mi opinión personal, tan lícita en todo caso como cualquier otra, aunque menos autorizada que algunas— que había compuesto sobre el guion del también pesado y casi interminable río poético de Pablo Neruda. La reina Sofía asistió a aquella velada a título privado. A pesar de su discreción, a pesar de la ausencia de todo protocolo, los concejales de Herri Batasuna, rama política de los terroristas de ETA, mostraron una vez más su gran valor y su inteligencia política, al organizar un breve barullo de gritos y silbidos para protestar contra la presencia de la reina de España en el teatro de Bilbao.
Al encontrarme con ella unos días más tarde, le hablé de aquella representación y le pregunté qué impresión le había causado la acogida de los imbéciles de Herri Batasuna. Se encogió de hombros, riéndose francamente. «No tiene ninguna importancia», exclamó. «Prácticamente ni me fijé.» Y me dijo por qué. Me explicó por qué razones deseaba conocer a Theodorakis. «Durante mi adolescencia en el palacio real de Atenas», me dijo la reina Sofía, «Theodorakis nos era presentado como el diablo mismo. Era un rojo, se nos decía de él todos los horrores imaginables. Yo tenía tantas ganas de encontrarme por fin con él, en carne y hueso, de poder hablar libremente con él no sólo de música sino también de Grecia, que ni siquiera me fijé en los silbidos de aquella gente.»
Me parece que esta anécdota es significativa por varias razones. No sólo porque pone de relieve la espontaneidad del carácter y el frescor espiritual de Sofía de Grecia. También porque permite adivinar los lazos afectivos que la reina de España ha conservado con su país de origen. Lazos que han desempeñado, estoy persuadido de ello, un papel evidente en el ejercicio de su real profesión. Porque ella ha visto cómo su familia perdía el trono en Atenas. Y habrá deducido que la resuelta decisión de mantener el funcionamiento democrático de la institución monárquica era la única garantía de su posible perduración. Al buscar el encuentro con Mikis Theodorakis en Bilbao, con el adversario político de antaño, no sólo exorcizaba los demonios de su adolescencia, sino que también mostraba su elección de un porvenir diferente para España.
Está terminando el recorrido oficial, nos hallamos en las salas de Goya.
Si no tuviera el convencimiento de que hubiera sido demasiado arrogante, demasiado concertada, demasiado artificial en una palabra (un poco de artificio nos aproxima al arte, por consiguiente a la verdad; demasiado artificio nos aleja de ésta), el desarrollo de este relato se habría tal vez estructurado en torno al Museo del Prado.
Visitas oficiales o privadas, recuerdos de infancia o de la clandestinidad madrileña, problemas de la acción ministerial en el dominio de las artes, cuya función y cuyo porvenir pueden ser simbolizados por este museo: no habría sido impensable reconstruir mi vida de estos tres años con referencia narrativa al Prado.
No lo haré, y acabo de decir por qué.
Me contentaré con escuchar los comentarios de Alfonso Pérez Sánchez a los cuadros de Goya, ante los cuales se inmoviliza por unos instantes el cortejo oficial. Pienso en esa serie inexistente de salas del Prado que comenzaría con Las meninas de Velázquez y concluiría con el Guernica, pasando por los Fusilamientos del 3 de mayo y la pintura negra de Goya. Pienso que debería hacerse sobre este tema por lo menos una exposición temporal, para tomar el pulso de nuestra historia. No sólo de la historia de nuestra pintura. El Guernica es esclarecedor desde un doble punto de vista. Me acuerdo una vez más de Michel Foucault. En su falsa y brillante digresión a propósito de Las meninas, se preguntaba sobre el lugar del rey en el lienzo. Pero sin duda hay que preguntarse primero por el lugar del pintor. Ocupa el centro de la tela de Velázquez, aquel real pintor, todo gira en torno a él, él es quien organiza el espacio de la pintura. ¿El espacio del mundo? Pero en La familia de Carlos IV la figura de Goya ya sólo es una vaga sombra a la sombra del poder. Mejor dicho, el pintor elige la sombra para apartarse del poder real, para tomar sus distancias. En el Guernica ya no hay figura de pintor. Ni siquiera la sombra del pintor. Ya sólo queda la Historia, el horror desnudo de la Historia.
Esta divagación no me impide constatar que Su Graciosa Majestad todavía parece entristecida por el recuerdo de la fragilidad de sus Gainsborough. Todavía tiene un aire tristón, una expresión refunfuñante. A menos que sea la contemplación de los cuadros de Goya la que provoque estos efectos.