Las primeras semanas vivía en el Palace, ya que el piso oficial que había visitado en la calle Alfonso XI todavía estaba en obras. Sólo pude ocuparlo en septiembre, después de las vacaciones. No me importaba demasiado; me gusta la vida de hotel. Me gustaba la vida en el Palace por los recuerdos que traía consigo. Allí había vivido momentos felices.

Tiempo atrás me las arreglaba para llegar a Madrid al caer la tarde, en el último avión de París. A la mañana siguiente, antes que nada, de cualquier cita, cruzaba la plaza de Neptuno y entraba en el Prado en cuanto se abrían las puertas. Aunque sólo fuera por poco tiempo. Iba a colocarme ante los cuadros del Bosco y los de Patinir. O en la sala de la pintura negra de Goya. Pasaba algunos instantes soñando ante la Judit de la Quinta del Sordo; el día quedaría esclarecido por ello, sombríamente iluminado.

Antes, todavía más atrás en el pasado, llegaba al Palace con Domingo Dominguín para encontrarme con Ernest Hemingway. Era a mediados de los años cincuenta. Había conocido a Hemingway en El Escorial, en casa de Antonio Ordóñez, que se reponía de una cogida reciente, una cornada en el muslo durante la corrida de Beneficencia, en Madrid, Ordóñez era el cuñado de Domingo.

La comida había sido agradable, a pesar de la voz chillona, de los exabruptos de Mary, la última mujer de Hemingway. A éste le preocupaba que yo fuera acaso periodista. Hemingway no quería periodistas en su entorno. Domingo me había presentado bajo uno de mis falsos apellidos de la clandestinidad: Larrea. Me hubiera gustado explicarle a Hemingway por qué había elegido ese nombre falso. Era bastante literario, le habría divertido. Pero no podía decirle que era un nombre falso, desde luego. Domingo había dicho que yo era sociólogo, que estaba preparando las oposiciones a una cátedra en la universidad de Madrid.

Pero no debía de tener aires de sociólogo, o tal vez Hemingway desconfiara de los sociólogos tanto como de los periodistas. En todo caso, no parecía tranquilizarle que fuera sociólogo. Me miraba con aire circunspecto. Hasta el momento en que le hice reír recordándole la definición de la sociología de José Bergamín: «Una ciencia vaga sin domicilio conocido».

Hemingway se tranquilizó. No sé si a causa de la definición de la sociología o a causa del autor de la definición, Bergamín. Lo había conocido en Madrid, durante la guerra civil. En el hotel Florida, con André Malraux. La mirada de Hemingway, entristecida por la edad y por una evidente decrepitud física, brilló un instante. ¿José Bergamín? Se acordaba de Bergamín. Le dije que era un amigo de mi padre, sin dar más detalles. Y era verdad, de todas maneras. Porque Bergamín había sido ciertamente un amigo de mi padre. Y también había sido amigo de ese Juan Larrea cuyo nombre yo había usurpado para los menesteres de la clandestinidad. Y podría haber sido mi padre, al menos tenía edad para serlo. Pero como es natural no entré en todos esos detalles.

Era al comienzo del almuerzo en El Escorial y Hemingway se tranquilizó. Más tarde, una vez entablada la conversación, le hablé de sus libros sobre España: los toros, la muerte, las mujeres, los camareros, las comidas; la alegre y desesperada facultad de los españoles para perseverar en su ser, arcaico y rebelde, abierto y dogmático, altivo y convival. Le hablé de Por quién doblan las campanas. De la influencia de su literatura sobre toda una generación de escritores españoles: antídoto salubre contra la retórica imperial del castellano de los primeros tiempos de la época franquista.

Entonces se convenció de que no era periodista. No sé si creyó que era realmente sociólogo, pero se quedó más tranquilo. El almuerzo se hizo cada vez más placentero, a pesar de Mary Hemingway y de su voz chillona.

Nos volvimos a ver varias veces. En un restaurante madrileño que a Hemingway le gustaba, El Callejón.

Y también en el Palace, en el bar del hotel. Llegaba yo allí con Domingo Dominguín. El viejo Ernesto nos esperaba solo, triste y barbudo. Nos sentábamos juntos, hablábamos largamente.

En aquella época, a Hemingway y a Domingo los conocía todo el mundo. Todo el mundo que frecuentara el Palace, por lo menos. Domingo no era tan célebre como su hermano Luis Miguel, sin duda. En primer lugar porque nunca había sido tan buen torero como Luis Miguel, y además porque llevaba años retirado de la corrida. Una tarde, en el ruedo, se había encontrado frente a un toro difícil. No hay nada más peligroso que un toro difícil. Un toro retorcido, bastante malicioso para refrenar su nobleza natural, bruta, en la carga pura y dura contra el trapo rojo. Bastante malicioso para buscar el cuerpo del hombre detrás del trapo rojo.

Domingo se encontraba frente a una bestia de esta suerte. El público se reía de las dificultades que tenía para dominar la situación. Para dominar la muerte. El público le gritaba que se acercara más al toro. Más a la muerte. El público le exigía que se acercara insultándole a gritos, poniendo en duda su valor, su virilidad, su hombría. Domingo, que tenía el vientre y los muslos llenos de cicatrices, comprendió de pronto que el público deseaba su muerte aquella tarde. Su muerte hubiera compensado en cierta medida la ausencia de espectáculo. Porque no hay espectáculo posible con un toro difícil, retorcido. Sólo queda el trabajo de la muerte. De pronto, Domingo decidió que no volvería a pisar la arena de un ruedo para exhibir su futuro cadáver ante tantos imbéciles, tantos miles de imbéciles desaforados. Que no volvería a pisar el ruedo vestido de luces, en todo caso. Abandonó la corrida para siempre.

Pero si Domingo era menos célebre que Luis Miguel, el hermano que tanto quería, era más popular. Se le quería más. Tal vez, en parte, porque era menos célebre, porque no era tan buen torero. No solía gustar en Luis Miguel la arrogancia de su éxito, el aura encantadora de ángel de la vida que le acompañaba en su trabajo con la muerte.

Como quiera que sea, todo el mundo conocía a Hemingway y a Domingo Dominguín en el bar del Palace. La gente se paraba a menudo delante de ellos, para saludarlos. Los más curiosos, a veces, me miraban insistentemente, intentando saber quién era yo. Si se volvían demasiado insistentes, demasiado insinuantes, Ernest Hemingway me presentaba con una breve frase en su español fluido, pero cargado de acento yanqui: «Larrea, un sociólogo». Y con una risotada añadía la definición de Bergamín, sin citar la fuente, claro está: «La sociología, ya saben, una ciencia vaga sin domicilio conocido». Las gentes se reían con la broma de Hemingway aun cuando no comprendieran verdaderamente su sentido, o su falta de sentido. De todas maneras, aunque la gente no se hubiera reído, Hemingway se habría reído solo. Porque esta definición de la sociología parecía divertirle mucho.

Un día, aprovechando la total impunidad que me confería estar en compañía de ellos dos, Domingo me presentó bajo el nombre de Larrea a una de las personas que se había acercado a nuestra mesa para saludar a don Ernesto. Era un comisario de policía aficionado a los toros. A Domingo le divirtió la idea de presentar a un comisario de policía, en el otoño de 1956, a un miembro del buró político del partido comunista clandestino.

Pero en 1988, cuando me nombraron ministro, Hemingway había muerto. Domingo también. Se habían suicidado ambos. Ambos se habían pegado un tiro. Me había asombrado. Hablo de Domingo, claro está: me había asombrado de Domingo, que era el ser más vital que jamás haya conocido. Inventivo como la vida misma. Imprevisible como la vida misma. Pero tal vez, ¿cómo saberlo?, tal vez descubriera la querencia de la muerte precisamente por esa misma vitalidad. ¿Un día de soledad? ¿Cómo saberlo?

En cuanto a Hemingway, en cambio, no me asombró demasiado. Cinco años antes, en Madrid, ya se notaba que la muerte rondaba en torno al viejo Ernesto. No hablo de la muerte accidental, que siempre le había rondado. Hablo de esa muerte que asciende como una bruma vespertina del fondo de uno mismo. Ciertamente, hacía el fanfarrón en el bar del Palace. Se vanagloriaba de hazañas sexuales bastante inverosímiles. El viejo Ernesto conocía todas las palabras españolas para hablar del sexo. A pesar de la cruda verdad de las palabras españolas, sus hazañas sexuales eran poco creíbles. Sobre todo cuando pretendía haberlas realizado la noche anterior con Mary. Porque era evidente que con Mary ya no había hazaña sexual posible. Ni hazaña, ni relación sexual. Era evidente que esta pareja había rebasado el tiempo del deseo, el territorio de la ternura sensual, incluso.

Hemingway se esforzaba, sin embargo, pero la muerte rondaba su mirada. Y es que ya no conseguía escribir, y no hay peor manera de morir para un escritor que no poder seguir escribiendo. Es su única manera de morir, en verdad, aunque ello le conduzca a la inmortalidad. Se puede sobrevivir a la desaparición del deseo, sin duda, pero no se puede sobrevivir a la desaparición de la escritura cuando se es escritor. Hemingway, es verdad, siguió escribiendo después de aquellas mañanas en el bar del Palace, cinco años antes de su muerte. Pero eran textos de encargo que luego se negaba a incluir en las recopilaciones de sus escritos. También es verdad que escribió The Dangerous Summer, un reportaje sobre la temporada taurina que dominó la rivalidad entre Luis Miguel Dominguín y su cuñado Antonio Ordóñez. Pero la sombra de la muerte rondaba este texto, que se publicó en forma de libro mucho más tarde. No sólo la sombra de Muerte en la tarde, escrito tanto tiempo antes e infinitamente mejor que el reportaje sobre el verano peligroso. No sólo la sombra de la muerte en torno a los cuerpos de Dominguín y de Ordóñez en el curso de aquel verano de 1959. La sombra de la muerte de la escritura, sobre todo. The Dangerous Summer es un texto en el que Hemingway se esfuerza por escribir como Hemingway. Lo consigue rara vez. Sólo lo consigue mediante la repetición de momentos y trucos de escritura que ya había logrado mucho tiempo antes. The Dangerous Summer es un éxito funerario de escritura, cuando lo hay, y nada más.

En el bar del Palace, incluso cuando se vanagloriaba de dudosas hazañas sexuales —quiero decir, a propósito de las cuales podían caber dudas, aunque fueran moralmente impecables, por ser conyugales—, Hemingway nunca cayó en el triste error de la vanagloria literaria. Las pocas veces que hablaba de su oficio, siempre lo hacía con precisión y con humildad. Con una nostalgia evidente, también.

Un día, aproveché un largo silencio de Hemingway, después de una de sus reflexiones desencantadas sobre el arte de escribir. Le pregunté si conocía el ensayo de Claude-Edmonde Magny sobre la novela norteamericana. No, no le decía nada. Y además, ¿por qué leer libros sobre la novela norteamericana?, exclamó. «Mi oficio es escribir novelas norteamericanas, no leer cualquier mierda sobre la novela norteamericana», soltó. Precisamente, no era una mierda, le dije. Había un capítulo sobre él, apasionante. Aquello le calmó de inmediato. ¿Un capítulo sobre él? ¿Y qué? Le dije el título del capítulo: «Hemingway o la exaltación del instante». Pero alguien se acercó en aquel momento a nuestra mesa. Un médico que venía a examinar a Hemingway, que no se encontraba bien desde hacía varios días. Al abandonarnos para seguir al médico, Hemingway se volvió hacia mí. «¿La exaltación del instante?», preguntó. «¡Tendrá que hablarme de eso la próxima vez, Larrea!»

Pero no volví a ver a Ernest Hemingway.

En 1988, cuando me nombraron ministro, Hemingway había muerto. Domingo también. En el Palace, en el bello salón central de la planta baja, en la rotonda de cúpula multicolor, he pensado en ellos. En aquella vida, en aquellos dos muertos. Domingo se disparó una bala en el corazón en la otra punta del mundo, en Guayaquil. Años más tarde, me encontré con la mujer con la que Domingo compartía su vida en aquel momento. Si es que realmente puede compartirse la vida con una mujer. O con quien sea. Si es que puede compartirse la vida con algo que no sea la muerte.

Sea como sea, aquella mujer que había creído compartir la vida de Domingo, me enseñó la carta que éste le había escrito justo antes de dispararse una bala mortal.

Me tembló el cuerpo al leer esa carta.

Domingo Dominguín citaba una frase que yo había escrito en la primera página de una de mis novelas. Deliberadamente recordaba aquella dedicatoria en que se aludía a la felicidad. Porque vivir, a veces, puede parecerse a ser feliz. No es impensable. Había transcrito la frase que yo escribí en la dedicatoria de La segunda muerte de Ramón Mercader: «Por los soles compartidos». Después se había disparado una bala en el corazón. En Guayaquil, en el otro extremo del mundo. Si es que el mundo empieza por nuestro extremo. Me tembló todo el cuerpo al leer la carta de Domingo a la mujer que ya sólo podía compartir su muerte. Miré a aquella mujer y me tembló el cuerpo: ya sólo podíamos compartir la muerte de Domingo.

En julio de 1988, pues, yo vivía en el Palace.

Pero Domingo había muerto y Madrid había cambiado. Mejor dicho, había cambiado mi manera de vivir en Madrid. Mis relaciones con la ciudad de mi infancia habían cambiado. Por otra parte, no era la primera vez que cambiaban. He conocido diversas maneras de vivir en Madrid, desde que volví en 1953, durante mi clandestinidad política.

Cuando aquel primer regreso, mi vida parecía un paseo interminable. A primera vista, al menos.

Caminaba por las calles, me instalaba en la barra de los cafés, entraba en los museos y en las librerías. Mi itinerario de uno a otro de estos lugares podía parecer caprichoso, pero obedecía a una estrategia elaborada, a un empleo del tiempo rigurosamente programado. Todos los días tenía que asegurar un cierto número de contactos y de reuniones. Y los aseguraba, en todos los sentidos del término: realizándolos y haciéndolos seguros para los militantes implicados.

Cuando vuelvo sobre mi pasado y me pregunto para qué habré tenido dotes en esta vida, una certidumbre se me impone: he tenido dotes para la clandestinidad. Es el oficio en el cual he tenido más éxito, cualesquiera que sean los puntos positivos que se me puedan otorgar en otros aspectos. He sido un excelente clandestino. Por ello, ya se hubiesen establecido en la calle o en algún local o casa particular, nunca llegaba a las citas en el último minuto, deprisa y corriendo. Tampoco llegaba en taxi; prefería hacerlo a pie y con un poco de adelanto, para husmear el ambiente del barrio y dar una vuelta por los alrededores. Siempre se nota algo inhabitual en un lugar que se conoce bien: paseantes insólitos, coches sospechosos, señales de peligro. En esos casos hay tiempo para esquivar, para desvanecerse. Así, los paseos se convertían en una estrategia de defensa, de supervivencia.

Había sobrevivido. Los hombres de la policía política franquista nunca habían conseguido seguirme, apresarme en sus redes.

Sin embargo, algún tiempo después de mi llegada a Madrid, tuve un momento de duda. Un sobresalto de emoción retrospectiva. Asistía a una recepción diplomática. Tenía una copa en la mano, me parecía que el tiempo se hacía interminable, cuando noté que alguien se acercaba a mí. Era un hombre de unos cuarenta años, más bien del lado malo de los cuarenta. Su bigote era típicamente español. Llevaba un traje grisáceo. No hablo de su color, del cual no me acuerdo. Hablo de su trivialidad. Era un traje funcionalmente gris. De un gris de funcionario. Su sonrisa era más amable que su traje, constaté. Porque aquel desconocido que se acercaba a mí, sonriente, parecía feliz de encontrarme. Se precipitaba entre el gentío de aquella reunión diplomática, con una amplia sonrisa feliz a modo de viático.

Estaba frente a mí, se presentó.

—Señor ministro —me dijo—. Permítame que me presente… Soy el inspector Fulano de tal…

Me dijo su nombre, que no pude retener. Su nombre no tiene por otra parte ninguna importancia. Para la historia que estoy contando no tiene ninguna importancia. Su función, en cambio, sí que la tiene: inspector de policía. No me asombró demasiado que fuera policía aquel hombre que se acercaba a mí con una sonrisa beatífica.

Moví la cabeza, murmuré que estaba encantado y esperé a lo que ocurriera. Porque era previsible que algo iba a ocurrir.

Prosiguió.

—Estoy feliz de encontrarle, señor ministro. Hace años, cuando aprobé el examen de ingreso en la policía, mi primer trabajo práctico consistió en seguirle a usted.

Me sobresalté. Ese tipo se ufanaba. Ningún policía había conseguido jamás seguirme. Era algo de lo que creía estar seguro.

—¿Seguirme? —le pregunté—. ¿En qué año era?

Me dijo en qué año y me puse a reír, tranquilizado.

—En 1971, ya no tiene ningún interés. ¡Ningún mérito, tampoco! Yo tenía un pasaporte de verdad, viajaba legalmente… No me fijaba en si me seguían o no.

No lo discutía. No pretendía haber realizado una hazaña policial. Sencillamente, me dijo, había sido convocado un día a la Dirección General de Seguridad, en 1971. Acababa de entrar en la policía. Le enseñaron fotos mías, le dijeron que llegaba al día siguiente a Madrid en un vuelo de París, a tal hora. Le explicaron quién había sido: Federico Sánchez. Le dijeron que ahora tenía un pasaporte en regla, que todo consistía en vigilarme, en identificar a las personas con las que iba a encontrarme, haciendo una lista de éstas. Sobre todo no intervenir, no molestarme, dejarme ir y venir.

Me encogí de hombros. Pensé que la policía franquista se había ocupado de mí más de lo que yo había imaginado, después de la desaparición de Federico Sánchez.

Estuve a punto de preguntarle a aquel policía sonriente, tan contento de contarme su pequeña historia, si se acordaba de las personas con las que me había entrevistado, pero no lo hice. No era cosa de empezar con él una conversación de verdad. Me había contado su historieta, con eso bastaba.

Además, no necesitaba que me dijera los nombres de las personas con las que me había encontrado en Madrid, en 1971. Siempre he frecuentado a los mismos amigos en Madrid. Domingo Dominguín todavía vivía en 1971; seguramente me había encontrado con él. Y habría visto a Javier Pradera, sin duda. En todos estos años, no hay viaje mío a Madrid en el curso del cual no haya visto a Pradera. Tantos y tan largos años de amistad: una vida entera de discusiones, de risas, de cóleras, de complicidades. Había conocido a Javier Pradera en 1955, una noche de verano. Todavía hacía calor, a pesar de la hora tardía. Un amigo común, Julio Diamante Stihl, nos presentó. Yo me llamaba entonces Larrea, es un nombre que ya he mencionado. Sabía quién era Pradera, conocía su fama en la universidad, a pesar de su juventud. Le invité a tomar algo en una de las terrazas de la Castellana. Hablamos hasta las cuatro de la mañana. No hemos dejado de hablar desde entonces. Desde hace cerca de cuarenta años. Durante todo el periodo de mi actividad política clandestina, Pradera fue mi mejor colaborador, el más lúcido. Después, tras mi expulsión del Partido Comunista de España, que él mismo abandonó un poco más tarde, Pradera fue director literario de una de las editoriales españolas más prestigiosas, Alianza Editorial. Miembro de la redacción del diario El País desde su fundación, se ha convertido en uno de los líderes de opinión más escuchados, más influyentes de la democracia española. ¡No había tenido mal olfato, a fin de cuentas, aquella lejana noche de verano durante la que desplegué todos mis artificios dialécticos para convencerle de que trabajara a mi lado en la lucha clandestina!

No, lo cierto es que no necesitaba que aquel inspector de policía me recordara a los amigos que sin duda había visto en aquel viaje, en 1971.

Le dije que estaba encantado de haberle conocido y me despedí de él.

Pero algunos minutos más tarde estaba de nuevo junto a mí. De repente vi que volvía a acercarse, siempre tan sonriente. Pero esta vez no estaba solo. Un segundo policía le acompañaba. Mejor dicho, un hombre que también tenía aspecto de policía. Esta segunda persona era de más edad. Y tenía un rostro conocido. Es decir, no reconocía yo esa cara pero me era vagamente familiar. No la identificaba, pero me parecía haberla visto ya.

Sea como sea, solo o acompañado, no me agradaba que volviera hacia mí. Me disponía a recibirlo fríamente.

—Señor ministro —me dijo muy excitado—. Le presento al comisario Ballesteros.

Hice un gesto vago de saludo y dije una palabrota entre dientes. Ya sabía que esa cara no me era desconocida. El comisario Ballesteros ya era alguien en la policía política de Franco, al final de mi época clandestina. Sabía que había continuado trabajando en los servicios de información bajo el nuevo régimen.

El comisario Ballesteros, en todo caso, no sonreía. Se mostraba impasible, me miraba con frialdad. Podía distinguir en esa mirada, sin embargo, un resplandor respetuoso. O de consideración, sin duda profesional.

El inspector más joven no paraba de hablar, vuelto hacia Ballesteros.

—Precisamente le decía al ministro que mi primer trabajo en la policía había consistido en seguirlo…

Una débil sonrisa, que desapareció de inmediato, iluminó el rostro severo del comisario.

—Sí —dijo—, el ministro es alguien a quien hemos seguido mucho…

No tuve ni siquiera tiempo de protestar.

—O mejor dicho —añadió Ballesteros—, alguien a quien hemos intentado seguir mucho…

Remarcó el verbo «intentar».

No pude reprimir una risa de alegría.

—Comisario —le dije—, es el mejor cumplido que podía usted hacerme.

Y les volví la espalda.

Me alejé del comisario Ballesteros, renombrado especialista de la información bajo todos los regímenes, y del inspector cuyo nombre no me estorba en la memoria.

La transición democrática se ha caracterizado en España —bastante se habrá subrayado— por su carácter gradual y pacífico. Habrá sido una «transición de terciopelo», para retomar la expresión un tanto remilgada con la cual alguien ha calificado la revolución anti totalitaria de Praga, en 1989. La transición española de la dictadura a la democracia es el único ejemplo histórico que conozco conforme al modelo hegeliano; es decir, producida según el concepto de la Aufhebung. O sea, de un mantenimiento-rebasamiento dialéctico del pasado que pone en acción (en presencia y en presente) el porvenir.

Ciertamente, en toda gran revolución política —inútil comentar largamente a Tocqueville— se produce el mantenimiento y el rebasamiento de las formas y de las estructuras del antiguo régimen. Pero suele ser a través y a pesar —¿o tal vez a causa?— de una ruptura revolucionaria violenta, siempre sangrienta, prolongada también, en la mayoría de los casos, como se realiza ese mantenerse-rebasarse.

En España, a pesar de algunas declaraciones retóricas de la izquierda tradicional —y el partido socialista pudo liberarse del regazo materno y de los tópicos de aquella tradición gracias a Felipe González, con suficiente rapidez para evitar lo peor y hacer que fuera irreversible ese fenómeno, pero sin la suficiente profundidad, a mi juicio, para que la liberación de dicha tradición sea verdaderamente creadora de nuevos valores, de una nueva cultura política—, a pesar de algunas fanfarronadas, pues, proferidas al comienzo de la transición por una parte de la izquierda, el curso de los acontecimientos ha sido determinado por la voluntad muy ampliamente mayoritaria de los ciudadanos; una voluntad de reforma progresiva, pacífica y moderada en que se reafirman constantemente los valores tranquilizadores de la continuidad en el proceso a veces tormentoso del cambio.

La madurez del pueblo español, su extraordinaria inteligencia política, habrá sido el factor histórico principal de este periodo clave. Que habrá tenido sus protagonistas, sin duda, sus figuras de primer plano, personalidades que habrán encarnado las aspiraciones populares y así habrán sido capaces de darles formas concretas. Pero nada hubiera sido posible, todo al menos hubiera sido más difícil, ciertamente más violento, si el pueblo español no hubiese optado masivamente en cada ocasión electoral por la reforma contra la ruptura, por la moderación contra el extremismo, por las posibilidades del porvenir contra los méritos del pasado, incluso los más heroicos.

Así se explica en la primera fase constituyente de la transición el apoyo mayoritario a la coalición de centro-derecha de Adolfo Suárez. Así se comprende también, algunos años más tarde, cuando la coalición centrista se descompone, cuando la sociedad española necesita objetivamente en su profundidad un nuevo impulso del proceso democrático, la marea electoral del partido socialista en 1982, que le permitió renovar por dos veces consecutivas su mayoría absoluta, en 1986 y 1989.

Finalmente, la desaparición del partido comunista como fuerza política determinante, desaparición que se ha producido antes del derrumbe del sistema de Estados comunistas en el este de Europa, y que se debe por tanto a factores principalmente internos, se explica por la misma perspicacia colectiva de los españoles. Contrariamente a los pronósticos tajantes de tantos observadores de la izquierda francesa, el partido comunista no acabará de resistir a los aires de la democracia. Se habrá deshecho en polvo, como una momia extraída del ambiente enrarecido de las tumbas. Su pasado, por heroico que hubiera sido, ya no interesaba; difícilmente se articulaba con las realidades sociales. El porvenir que anunciaba interesaba todavía menos; ya no era una utopía sino una pesadilla. Entre ambos extremos, el partido comunista se agotó en maniobras de aparato, luchas de jefes y virajes oportunistas. Se había impuesto en España de 1936 a 1939 por la fuerza de las bayonetas de la guerra civil, y se vio despedido de la escena política por la voluntad del pueblo.

Pero «la invención de una tradición democrática», para retomar el título de un ensayo de Víctor Pérez Díaz, uno de los intelectuales más lúcidos de la España actual, «ha sido fuertemente ayudada por un esfuerzo colectivo, en parte consciente, en parte inconsciente, para olvidar ciertos periodos de la historia y volver a interpretar otros. El pasado franquista apenas ha sido denunciado, sino recubierto de una chapa de silencio. Toda alusión a una participación personal en la guerra civil ha sido cuidadosamente evitada. Los símbolos de la guerra han sido ignorados, tanto los de los vencedores como los de los vencidos. La Iglesia ha olvidado sus santas cruzadas, los comunistas y los anarquistas su revolución, la pena de muerte ha sido abolida. El país se ha hecho un autorretrato pacífico a base de diálogo, de reconciliación y de tolerancia mutua…».

El hecho es que esta amnesia colectiva, en parte instintiva, espontánea, en parte deliberada, políticamente orquestada por los partidos que han conducido la «transición de terciopelo», es uno de los datos esenciales de este último decenio. No ha habido en España ni depuración, ni comisiones de encuesta, ni polémica política masiva en torno a la guerra civil de 1936-1939, que sigue siendo sin embargo el acontecimiento histórico más importante de este siglo.

Así podía ocurrir que me encontrara con el comisario Ballesteros en una recepción diplomática, y cada mañana en la prensa con la firma de periodistas que habían sido activos, influyentes y hasta temibles en la prensa fascista.

Este procedimiento de amnesia colectiva ha sido sin duda positivo en el periodo constituyente de la transición, cuando se trataba del establecimiento y de la consolidación del sistema democrático. Sin esta contención colectiva —tan poco conforme, por otra parte, con los tópicos y estereotipos del alma española, de su pretendido gusto por la violencia y por la muerte— no son los valores ni los problemas del porvenir los que hubieran prevalecido en las estrategias políticas y morales, sino los mitos del pasado.

Sin embargo, en el momento en que el derrumbe del sistema comunista coincide con una crisis nueva, cualitativamente diferente en muchos aspectos, de la democracia parlamentaria en la mayor parte de los países occidentales; en el momento en que la tendencia a la integración europea supranacional coincide con la explosión de tendencias nacionalistas cuyos efectos, difícilmente dominables, pueden ser negativos o positivos —negativos cuando conducen a la proliferación bárbara de estatalismos étnicos, de burocracias identitarias; positivos cuando son síntomas de la desaparición de un imperio totalitario—, en este preciso momento, crucial para la historia contemporánea, la cuestión puede plantearse de forma diferente.

El consenso pacificador que ha prevalecido hasta la fecha, y cuyos resultados han sido en su conjunto positivos, ¿será suficiente para abordar el periodo que comienza, que es el periodo de la institucionalización real y dinámica de la democracia, ahora confirmada? ¿No es precisamente la democracia el sistema que se nutre y se desarrolla en función de sus conflictos internos, asumidos y gestionados en la transparencia social de una participación ciudadana? ¿No habrá llegado el momento de dominar colectivamente el «retorno de lo reprimido», de salir de nuestra amnesia voluntaria de los contenidos de la guerra civil, para abordarlos en fin —sin espíritu de retorno, de revancha o de rencor, naturalmente— con la voluntad de un avance social que no tenga en cuenta ni los mitos del pasado ni los silencios u olvidos del presente?

Como quiera que sea, al salir de mi habitación esos días de julio de 1988, había dos policías en el pasillo del Palace. Estaban allí para protegerme, lo que no dejaba de sorprenderme, por lo menos al comienzo. O de suscitar en mí cierto malestar. Tenía que acostumbrarme a que, en lugar de perseguirme, la policía me protegiera.

Uno de esos agentes se quedaba en el pasillo del Palace todo el día y toda la noche —uno que eran varios, naturalmente, varios policías relevándose para montar guardia— para vigilar las idas y venidas. El otro me acompañaba, sin perderme jamás de vista. Incluso en el ministerio, si me desplazaba de una oficina a otra, o cuando iba al comedor privado del último piso, aquel agente de seguridad se desplazaba conmigo.

Esta constante protección policiaca, por discreta que fuera, por buena gente que fuera —y lo fueron los agentes encargados de asegurarla—, ha sido sin duda uno de los aspectos más exasperantes de mi vida de ministro. Sólo el servilismo, la obsequiosidad de algunos, me habrá exasperado tanto como aquélla, y más cuando eran gratuitos, cuando ni siquiera pretendían obtener un favor, sino que sencillamente expresaban un alma de lacayo, aunque fuera un escritor ilustre o algún opulento financiero quien actuara de esa forma nauseabunda.

Cualesquiera que fuesen mis opiniones a este respecto, no era posible ignorar las reglas de seguridad general, establecidas en función de la posibilidad permanente de atentados terroristas de ETA, salvo de consagrar a ello un tiempo y una astucia considerables, lo que no valía la pena. He vivido cerca de tres años con los inconvenientes de esa protección tan próxima, que limitaba de forma a veces cómica pero siempre molesta la espontaneidad de la vida cotidiana.

Mi único recurso en esas condiciones era evadirme a París los fines de semana, aunque sólo fuera por veinticuatro horas. En París, había conseguido prescindir de escolta para mis viajes privados. Así, volvía a encontrarme con el anonimato de los transportes públicos, de su comedia humana siempre renovada. Volvía a encontrarme con el placer de los paseos, de los momentos de ocio en las librerías y las galerías de pintura, de las conversaciones en los cafés con los amigos de antes y de siempre. La vida se volvía de nuevo fugitivamente personal. Volvía a encontrarme con sus opacidades, sus secretos, sus improvisaciones.

A pesar de los inconvenientes de esta protección policiaca permanente, mi llegada al ministerio fue más bien alegre. Para mí, quiero decir. Me puse a trabajar con un afán que me sorprendió a mí mismo. El motivo y motor era la curiosidad que me inspiraba mi nueva situación en todo momento y a todos los respectos.

Llegaba a mi despacho temprano por la mañana, antes que la mayoría de los funcionarios de alto nivel. La habitación era amplia, estaba discretamente amueblada y arreglada, sin lujo exagerado ni faltas de gusto evidentes. Reinaba en ella un frescor apreciable en aquellos días de madrileña canícula —el calor caería como un cuchillo sobre los transeúntes, en cuanto el sol estuviera en lo alto del cielo—, un lujoso silencio gracias a una climatización bien instalada y al doble vidrio en el gran ventanal que daba a la plaza del Rey. No cambié nada en el decorado que había heredado de mi predecesor, Javier Solana, Tal vez porque nunca consideré ese despacho como un lugar privado, que hubiera debido marcar con las señales de mis gustos y de mi identidad.

Cada mañana me encontraba en la mesa del despacho el dossier de la correspondencia clasificada por la secretaría, los legajos de la firma y la revista de la prensa cotidiana.

Comenzaba siempre por esta última.

Así, ya el 14 de julio, dos días después de mi entrada en funciones, el diario económico Expansión ponía en entredicho la existencia misma del Ministerio de Cultura. Bajo el título «El Ministerio inexplicable», un editorial del periódico desarrollaba una argumentación esencialmente resumida en estas líneas:

«… más inexplicable aún es su permanencia en nómina gubernamental de la cartera que le ha caído en suerte a don Jorge Semprún, la viejísima de Cultura. Inexplicable exactamente por eso: porque resulta más anacrónica que el polisón en una nación desarrollada y barbadamente democrática. Porque los ministerios dedicados a los menesteres culturales sí tienen explicación en dos tipos de países: en aquellos, subdesarrollados, en los que la cultura sólo puede proporcionarla el Estado, que es el único ricachón del pueblo; o en aquellos, dictatoriales de cualquier signo, en los que el Poder tiene tal miedo —lagarto, lagarto— a la cultura como vehículo de ideas que la controla, la amarra, la domestica y, evidentemente, la oficializa y esclaviza».

En este editorial se plantea una cuestión de fondo que no se puede eludir: ¿cuáles son las relaciones entre el Estado y la cultura en un país democrático? Más concretamente: ¿cuál es el papel del Estado en este terreno? ¿Debe incluso tener un papel más allá de la indispensable gestión del patrimonio nacional?

Pero la argumentación esbozada en el artículo que he mencionado, y que concluía proclamando la inutilidad de un Ministerio de Cultura en los países democráticos, es poco rigurosa.

Es erróneo, en primer lugar, asociar la existencia de semejante ministerio a la inexistencia de la libertad o de la riqueza nacional, como si sólo los países pobres o totalitarios pudieran justificar semejante necesidad.

En España, en todo caso, el Ministerio de Cultura es una creación de la democracia. Fue Adolfo Suárez, después de la victoria de su partido —coalición de partidos más bien—, la Unión de Centro Democrático, que obtuvo la mayoría absoluta de escaños parlamentarios en las primeras elecciones libres de 1977, el que creó este departamento ministerial. Antes, bajo la dictadura, existió el Ministerio de Información y Turismo, que comprendía una dirección general de cultura popular y de espectáculos, encargada sobre todo de la censura y de la propaganda. Y que acumulaba en sus archivos los expedientes policiales de todos los escritores, artistas e intelectuales sospechosos de no conformismo.

La cartera de Cultura no es pues en España «viejísima», sino más bien al contrario, una «novedad». Que no ha cesado de evolucionar, por otra parte, desde su creación, en julio de 1977.

El ministerio creado por Suárez llevaba un nombre, en efecto, que indicaba a la vez la ruptura con el pasado y la continuidad, rasgo típico de la época de transición en que fue concebido. La ruptura era significada por la palabra misma de cultura, y la continuidad por el segundo término de su apelación oficial: porque se trataba, en un principio, de un ministerio de Cultura y de Bienestar. Ahora bien, ya se sabe —o debería saberse— que cualquier alusión al bienestar por parte de una instancia estatal resulta sospechosa. Toda voluntad del Estado de ocuparse de forma nominativa del bienestar de los ciudadanos es germinalmente peligrosa. El bienestar, como la felicidad, se han convertido en peligros potenciales o explícitos a partir del momento en que han sido proclamados como ideas nuevas en Europa.

En las circunstancias concretas de 1977, en el momento en que el proceso de democratización se ponía en marcha en España, el maridaje de la cultura y del bienestar tenía un sentido concreto. Denotaba la supervivencia en la concepción del ministerio de cierto número de funciones de encuadramiento social, heredadas de la tradición paternalista del Estado corporativo que había prevalecido, bajo formas radicales en sus comienzos, edulcoradas más adelante, durante toda la época del franquismo. De ahí la referencia a la cultura popular en el organigrama del antiguo régimen: la cultura concebida como una prestación social.

A lo largo de los años de la transición, el ministerio, como una serpiente que cambia de piel, se quitó de encima los vestigios del pasado. Primero se deshizo del bienestar en su apelación oficial. Luego se deshizo del imponente edificio que Manuel Fraga Iribarne, bullicioso ministro de Franco, actual presidente del Gobierno autónomo de Galicia y mejor aliado de Fidel Castro en España —para ser objetivos hay que recordar asimismo el mérito histórico de Fraga: ha conseguido que buena parte de la derecha española, huérfana de Franco, trabajada por sus mitos autoritarios y sus rencores sociales, entrara en el sistema democrático parlamentario—, que don Manuel, pues, con su habitual megalomanía, había acondicionado en la Castellana. El edificio fue cedido al Ministerio de Defensa, al cual no hay duda que su severidad solemne y austera convenía mejor.

Para terminar, instalado ya en la plaza del Rey, en el corazón de Madrid, cuando asumí en 1988 su dirección, el ministerio había visto su organigrama concentrado o recentrado, para ocuparse ya tan sólo de los asuntos culturales propiamente dichos. Así, la Secretaría de Estado de Deporte había sido agregada al Ministerio de Educación, y los Institutos de la Juventud y de la Mujer, al nuevo Ministerio de Asuntos Sociales de reciente creación.

¿Azar simbólico o guiño del destino? Como quiera que sea, el edificio en el cual estaban instalados los servicios de mi ministerio había sido construido en el solar de un antiguo circo. Durante mi infancia, allí se alzaban las instalaciones permanentes del circo Price, que tan a menudo había frecuentado con mis hermanos. Más tarde, cuando el circo fue derribado, se construyó un edificio de una modernidad relativamente sobria, no demasiado insólita en el paisaje urbano circundante. Albergaba los servicios del Banco Urquijo.

Aunque fuera objetivamente inocente, este emplazamiento no dejaba de tener su irónica significación. Podía servir de advertencia. Porque los juegos de circo y los imperativos de rentabilidad constituyen dos límites, dos obstáculos en los que pueden quebrarse las políticas culturales. En ambos extremos de un campo de actividad estatal en el que se despliegan los procedimientos de intervención y los medios de inversión, el circo de una política concebida principalmente bajo la forma del espectáculo y de la fiesta, por un lado, y la rigidez de las exigencias de rentabilidad del mercado cultural, por otro, son a la vez reveladores y límites.

A fin de cuentas, era improcedente que el editorial de Expansión —diario económico por otra parte serio, cuyo texto he elegido por la concisión radical de sus formulaciones entre otros artículos del mismo talante— calificara de «viejísima» la cartera de Cultura, considerándola como remanencia de un pasado de dictadura y de subdesarrollo. Alentada —el texto lo firmaba una mujer, Pilar Cambra— por un impulso liberal muy respetable, la periodista argumentaba de manera abstracta, sin tener en cuenta las realidades históricas.

Desde este punto de vista, la cuestión que hay que plantearse en España es exactamente la contraria: ¿por qué ha sentido la democracia española la necesidad de crear un ministerio de asuntos culturales precisamente cuando abordaba —con una mayoría de centro derecha primero, de izquierdas luego— la tarea de la modernización económica y social del país? ¿No es precisamente para romper con la tradición de incuria y de autoritarismo que predominó en España durante la mayor parte de este siglo en las relaciones de los poderes públicos con los asuntos culturales?

De hecho, las tradiciones nacionales desempeñan un papel considerable, tal vez determinante, cuando se analiza objetivamente el papel del Estado en el dominio cultural.

En Gran Bretaña, por ejemplo, hubiera sido impensable hasta hoy que una administración central se ocupara de los asuntos culturales, más allá de la gestión del patrimonio público de las bellas artes. Por regla general, la tradición política anglosajona tiende a descargar al Estado, a prohibirle incluso toda función decisiva en este terreno, que se supone corresponde a la sociedad civil: asociaciones, universidades, fundaciones, corporaciones y gremios, individuos finalmente.

Sin duda, este modelo anglosajón está ahora en crisis —ello es particularmente sensible en Estados Unidos— y parece cierto que las sociedades liberales tendrán que orientarse hacia la búsqueda de nuevos ajustes, de nuevas dialécticas entre las iniciativas públicas y las privadas.

Cualquiera que sea el resultado de esa búsqueda, T.S. Eliot ya expresó perfectamente el punto de vista británico tradicional en un texto hoy clásico, Notes Towards a Definition of Culture, que es de 1948:

«En cuanto a la intervención del Estado», escribe Eliot al final del capítulo en que aborda la cuestión de la relación entre cultura y política, «o de cualquier organismo oficial subvencionado por el Estado para ayudar a las artes o a las ciencias, sólo podemos constatar la necesidad de dicha ayuda en las condiciones actuales. Un organismo como el British Council es en nuestra época de un valor inestimable, por su capacidad para enviar al extranjero a representantes de las ciencias y de las artes, y para invitar a representantes extranjeros en nuestro país —pero no deberíamos aceptar como permanentes, normales y sanas las circunstancias que han hecho necesaria esta orientación» (la cursiva es mía).

Frente a esta tradición «societal» anglosajona, existe otra tradición. La intervención del Estado en el dominio cultural se considera en ésta, precisamente, como sana y normal. Y es Francia el país que encarna en Europa esta tradición estatal mejor que cualquier otro.

Se trata de una antigua tradición, sin duda, pero que la Revolución de 1789 ha reforzado y codificado definitivamente. Cualquiera que sea, en efecto, y no es desdeñable, la parte de la herencia que viene del Antiguo Régimen, cualquiera que sea la importancia, decisiva en algunos puntos, de la ulterior configuración napoleónica de las prácticas del centralismo estatal, la Revolución francesa habrá desempeñado en este terreno, como en tantos otros de la vida política y social, un papel determinante.

Esta verdad histórica ha sido algo olvidada durante la reciente polémica francesa sobre el Estado cultural. A pesar de la pertinencia de alguno de sus apuntes críticos, parece que el ensayo de Marc Fumaroli yerra el blanco, en cuanto a lo esencial, en la medida misma en que fecha los comienzos de la intervención estatal con la creación por De Gaulle del Ministerio de Asuntos Culturales para André Malraux.

Para convencerse de la necesidad de remontar el curso de la historia de Francia, si se quiere tener una visión global de la cuestión, bastaría con hojear el bello ensayo de Edouard Pommier, L’Art de la liberté: Doctrine et débats de la Révolution française.

Un autor de la época, citado por Pommier, después de recordar que bajo la monarquía las artes son mantenidas por el deseo de placer y el amor al lujo, proclama en 1791 que «bajo el imperio de la libertad, se elevan, se extienden y florecen por el entusiasmo de la gloria y por el amor de los asuntos públicos». Parece evidente que con tales proclamas se inaugura un estilo retórico cuya descendencia es larga.

Nadie, hoy, entre los paniaguados y los pesebreros de la acción cultural del Estado se atrevería a ir tan lejos en el optimismo ideológico —y por consiguiente beato— como nuestro autor del siglo XVIII. En efecto, comentando los trabajos de Winckelmann sobre la preeminencia del arte griego, aquél afirma: «La augusta asamblea de nuestros representantes sólo tiene que decidirlo, y las mismas maravillas que ilustraron los mejores siglos de Grecia van a producirse entre nosotros».

Que el genio se atribuyera por decreto de la Asamblea Nacional es desde luego un hallazgo. Pero no olvidemos que por la misma época, la Revolución hacía grabar en la piedra del portal principal de la iglesia de Houdan la inscripción siguiente: «El pueblo francés reconoce la existencia del Ser Supremo y de la inmortalidad del alma», lo cual tampoco está mal desde el punto de vista de la arrogancia voluntarista.

Para decirlo de una vez: en la conservación del patrimonio, la política de las artes y la invención de la fiesta como medio de expresión cultural, es la Revolución de 1789 la que inaugura una tradición a la cual, positiva o negativamente, se han visto obligados a referirse desde entonces todos los responsables políticos franceses.

En España, la tradición nacional ha sido más bien la del centralismo burocrático, exasperado por las realidades y las retóricas imperiales, codificado por los retrasos y los obstáculos de todo género a las empresas de modernización. Una tradición estatal, en suma, que mezclaba de forma nefasta el dirigismo y el desinterés, la arrogancia y la incuria, la censura moral y la ausencia de principios.

Durante siglos, las únicas fuerzas que hicieron contrapeso a aquel centralismo tan seguro de sí mismo, dominador y minucioso, fueron las de las entidades regionales y locales, las identidades nacionalitarias. Por añadidura, fue en estas regiones periféricas —Cataluña y País Vasco, principalmente— donde empezó el tardío proceso de industrialización de España. Todos estos factores históricos agravaron los desequilibrios regionales, los contenciosos culturales y políticos. Hubo que esperar a los años treinta de este siglo y a la proclamación de la Segunda República para que la reforma del centralismo burocrático fuese abordada de manera consecuente y positiva, por medio de la concesión de estatutos de autonomía a Cataluña y a Euskadi. Pero la victoria franquista y el largo periodo dictatorial que siguió significaron una regresión brutal en la evolución emprendida.

En este contexto histórico, no hay que extrañarse si el Ministerio de Cultura —supuesto representante del odiado centralismo— también fuese puesto en entredicho por los nacionalismos periféricos. Por el nacionalismo catalán en particular, tal vez el más seguro de sí mismo en el terreno cultural.

Apenas había puesto el pie en el aeropuerto de Madrid, el lunes 11 de julio de 1988 en que tomé posesión de mi nuevo cargo, y ya me vi obligado a responder a las preguntas de los periodistas a este respecto: ¿qué pensaba de las declaraciones de Jordi Pujol?

Algunas horas antes, comentando la remodelación del gabinete y mi nombramiento en el Ministerio de Cultura, Pujol había reclamado, en cierto modo, que comenzara el desvanecimiento del Estado. Por lo menos en Madrid y en el dominio cultural. Había proclamado, en efecto, que la plena y total aplicación de las disposiciones de la Constitución de 1978 concernientes a las autonomías, traían consigo, a su parecer, la desaparición del Ministerio de Cultura en Madrid. La transferencia de las competencias culturales a los Gobiernos autónomos —establecida por la Constitución, efectivamente— habría vaciado de contenido la función de un órgano central del Estado. En conclusión, y a pesar de algunas palabras amables para mí, el presidente Pujol pedía una vez más la supresión del Ministerio de Cultura.

En cierta medida se trataba de una petición ritual.

Durante todos mis años en el Gobierno, a cada discusión parlamentaria del presupuesto de Cultura, las minorías nacionalistas catalana y vasca comenzaban presentando una enmienda a la totalidad del proyecto, proponiendo la retirada de la previsión presupuestaria, dada la obsolescencia del ministerio. A continuación, y de forma invariable, una vez formulada esa petición de principio —rechazada también de forma invariable por un voto de la Cámara—, los grupos parlamentarios nacionalistas pedían aumentos sustanciales de las subvenciones destinadas a las necesidades de sus Gobiernos autónomos respectivos.

Está claro que puede y que debe hacerse de la Constitución una lectura diferente de la que en ocasiones hacen algunos sectores de los partidos nacionalistas. Pueden verse en la Constitución, inscritos claramente en el terreno de la cultura y al lado de los derechos autonómicos, deberes que comprometen al Estado en la esencia misma de su centralidad. Cualesquiera que sean las transferencias de competencias a las autoridades autonómicas, no agotan la esencia de esa centralidad estatal —o la centralidad de aquella esencia—, sino que representan su legítima dispersión en función de las tradiciones históricas de un pluralismo profundamente enriquecedor.

El peligro de la lectura parcial y a veces partidaria que hacen de la Constitución ciertos sectores de los nacionalismos periféricos reside en el aberrante darle la vuelta a la relación intraestatal actual: el Estado de las autonomías se convertiría en autonomía de los Estados. Así, el desvanecimiento del Estado central más o menos abiertamente deseado por los nacionalismos —desvanecimiento que comenzaría en su eslabón más débil, más anodino en apariencia: el de los asuntos culturales— llevaría a un fortalecimiento de las estructuras estatales en las regiones autónomas: el centralismo burocrático de la España tradicional se transformaría así en proliferación de entidades estatales celosamente centradas en la identidad de su diferencia, asumida o presunta, cultural o étnica. Desde una perspectiva de universalismo democrático —la sola perspectiva aceptable—, la reducción del Estado, la puesta entre paréntesis de algunas de sus funciones históricas, sólo pueden concebirse en beneficio de la sociedad civil y no en su detrimento. Ahora bien, la multiplicación de las instancias estatales y de los burocratismos regionales daría un rudo golpe a este universalismo concreto, y por consiguiente a la sociedad civil.

Pero el análisis jurídico, constitucionalista, de las diferentes lecturas de los textos orgánicos de 1978 sobre la forma del Estado español no es lo esencial. Lo esencial es que esta forma —todavía en plena evolución, ya que el proceso previsto para la puesta a punto del sistema de las autonomías no ha terminado aún, y de ahí surgen posibilidades de crisis, incluso de involución, al aumentar las oportunidades de subir el listón de una u otra parte en el curso de las negociaciones— es uno de los logros primordiales de la transición democrática.

En la continuidad de ésta, el único momento de ruptura lo constituye la invención de la forma autonómica del Estado español. La reinvención, más bien. Porque se trata de una de las realizaciones principales de la República de 1931, que así se ve rehabilitada, al menos en este punto. Realización de las fuerzas democráticas de izquierda, por otra parte, duramente conquistada, antaño contra la derecha extremista, e incluso contra una buena parte de la derecha parlamentaría.

De esta manera, la monarquía constitucional de 1978 ha recogido, modificándolos y profundizándolos, sin duda, los conceptos básicos de los estatutos de autonomía obtenidos bajo la República por las comunidades catalana y vasca.

En Cataluña, la ruptura con el procedimiento predominante de continuidad estatal se habrá visto simbolizada con la llegada al poder —antes incluso de cualquier consulta electoral— del último presidente de la Generalitat en el exilio, Josep Tarradellas. De esta manera, la única autoridad legítima de la República de 1931 que habrá sobrevivido —simbólica y físicamente— a la derrota militar y al largo exilio es la de la Generalitat catalana en la persona de su presidente, cuya legitimidad tenía raíces históricas muy diferentes de todas aquellas de las demás instancias de la democracia restaurada.

A fin de cuentas, a pesar de la larga persistencia en Euskadi del terrorismo de ETA (uno de los últimos vestigios del franquismo, en la medida en que no ha dejado de reproducir —reafirmándolos con su voluntad paranoica de destruirlos por la violencia— los valores negativos de exclusión nacional e ideológica del régimen anterior); a pesar de la confusión parcial entre las autonomías históricas —Cataluña, País Vasco, Galicia—, sobredeterminadas por la existencia de una identidad cultural propia, y las nuevas autonomías, de carácter más bien administrativo; a pesar de los problemas a veces complejos que plantea el funcionamiento concreto del Estado de las autonomías, éste representa un logro crucial, uno de los éxitos mayores de la transición democrática.

Y ello a doble título.

En primer lugar, porque el Estado de las autonomías representa la mejor solución al problema secular de la unidad de España en su diversidad. Además, tan importante si no más, porque la profunda descentralización autonómica, la reafirmación de las identidades regionales que de ahí se desprende, constituye una baza importante en la perspectiva de la integración europea.

Por una de esas astucias, en efecto, a las que nos tiene acostumbrados la Razón —o la Sinrazón— histórica, el retraso español, el arcaísmo incluso en algunos puntos, en lo que concierne a la estructura del Estado-nación moderno, puede convertirse en un factor positivo, dinámico, en la aportación de nuestro país a la construcción de un conjunto europeo en el cual los elementos de supranacionalidad, en expansión lógica y necesaria, exigirán un reequilibrio sobre la base de la profundización de las entidades y las identidades regionales y nacionales.

De pie, en la nave de la iglesia de Figueras, yo escuchaba al sacerdote que declamaba la oración fúnebre de Salvador Dalí. Y que además la declamaba por tercera vez. Ya la había dicho en catalán, luego en castellano, y a continuación en francés. En eso estábamos.

Jordi Pujol, presidente de la Generalitat, y yo mismo, escuchábamos por tercera vez la oración fúnebre de Salvador Dalí: ahora en francés. No sabíamos —me imagino que el presidente Pujol tampoco lo sabía— que el sacerdote que celebraba la ceremonia fúnebre todavía iba a declamarnos su texto en inglés y en alemán. Ignoraba lo que el cura de Figueras quería demostrar con ese frenético y funeral plurilingüismo. Tal vez sencillamente que era políglota: después de esta hazaña quedaría demostrado. Nadie lo dudaría nunca más. Tal vez se imaginaba ser el papa de Roma, se creía en la plaza de San Pedro con ocasión de una ceremonia urbi et orbi.

Cualquiera que fuera la verdadera intención del sacerdote políglota, estábamos un miércoles 25 de enero de 1989 en la iglesia de Figueras. Asistíamos al funeral por Salvador Dalí. Jordi Pujol representaba al Gobierno autónomo catalán y yo al Gobierno español. Por ello, yo era en cierta medida el heredero de Dalí, ya que el pintor, burlándose por última vez de la opinión pública catalana, de su sector extremista al menos, había legado toda su herencia al Estado español. La apertura de su testamento, la víspera de esta ceremonia fúnebre en Figueras, había provocado una indignación considerable entre algunos políticos e intelectuales del extremismo nacionalista catalán, que reprochaban con vehemencia al Estado español esta «nueva expoliación de las riquezas culturales de Cataluña».

Yo miraba de reojo al presidente Pujol, oía cómo el sacerdote empezaba la cuarta versión de su oración fúnebre, y sentía ganas de gritar. O de aullar de risa, depende. En todo caso tenía ganas de manifestar mis sentimientos con violencia.

En septiembre de 1975, el general Franco había confirmado con su rúbrica la pena de muerte pronunciada contra cinco jóvenes antifascistas por sus tribunales de excepción. Sólo le quedaban al general algunas semanas de vida, pero hacía su oficio hasta el final, sin piedad ni pasión. Su oficio era el de mantener el orden a cualquier precio. Esa vez lo había mantenido al precio de cinco vidas.

En medio del disgusto generalizado, del asombro horrorizado de la sociedad, una sola voz se había levantado en España, aquel mes de septiembre de 1975, para felicitar públicamente al general Franco: la voz de Salvador Dalí. Le había felicitado por haber mandado ejecutar a cinco jóvenes antifascistas. Porque Salvador Dalí ha llegado a ser un gran pintor, pero nunca un hombre respetable.

Yo miraba de reojo al presidente Pujol, que había sido detenido y maltratado por la policía franquista. Me acordaba de los cinco antifascistas asesinados en 1975. Me acordaba del telegrama enviado por Salvador Dalí a Francisco Franco. Pensaba en los días por venir, en la polémica que se anunciaba sobre el legado de Dalí al Estado español. Yo había aprovechado el tiempo y el distanciamiento que me confería mi indiferencia a esta ceremonia, a esta oración fúnebre repetitiva y plurilingüe, para decidir mi conducta en este asunto.

Estábamos de pie, alineados según el orden misterioso pero rígido del protocolo, en la nave de la iglesia de Figueras, y el sacerdote abordaba su quinta y última versión, alemana esta vez, de la oración fúnebre por Salvador Dalí.

Lamenté la ausencia de dos amigos.

La de Luis Buñuel, en primer lugar. Ausencia irremediable, cierto es. Luis Buñuel había muerto mucho antes que el compañero de su loca juventud, aquel deslumbrante Dalí, dotado de todos los dones y gracias artísticas. Habían sido tres inseparables al final de los años veinte: Buñuel, Dalí, Lorca. Y sin duda podría retrazarse en torno a estos tres nombres el destino de una de las generaciones de escritores y de artistas más ricas en talentos del siglo XX.

De todas maneras, lamenté la ausencia de Buñuel. Él habría apreciado el humor negro de la situación. Le hubiera encantado verme en el papel de heredero de Salvador Dalí, en tanto que representante del Estado español. Podía imaginar un encuentro con él en el Café de Flore, algún tiempo después del entierro de Dalí. Podía imaginar el relato que haríamos de este acontecimiento, nuestras homéricas risas para puntuar el relato. Pero la ausencia de Luis Buñuel era irremediable aquel día de enero, en Figueras, mientras el sacerdote palabrero, después de terminar la versión alemana y última de su oración, abordaba con rapidez el ritual funerario que todavía le quedaba por celebrar.

Lamenté igualmente la ausencia de Eduardo Arroyo.

No había ninguna razón para que Arroyo estuviera presente, desde luego. Y sin embargo lamenté su ausencia. Podría haber ocupado el lugar del sacerdote políglota; su oración fúnebre por Salvador Dalí hubiera sido soberbia, llena de sarcasmos y de cóleras, haciendo flamear las verdades sobre la España de aquella época. Yo recordaba el relato que me había hecho Arroyo de una noche mundana y libertina en una finca en los alrededores de París, donde Salvador Dalí, muchos años antes, había jugado su papel de payaso con patente de provocador institucional. Y probablemente era un recuerdo fuera de lugar en semejante sitio y ocasión —algunos detalles del relato de Arroyo eran más bien atrevidos—, pero debo confesar que aquel recuerdo me llenó de gozo.

Pese a todo, ni Luis Buñuel ni Eduardo Arroyo estaban presentes en Figueras. Estaba presente el presidente Pujol y algunas decenas de personalidades que me eran en su mayor parte desconocidas, o indiferentes cuando las conocía, con pocas excepciones. Tenía mucha menos gracia, sin duda.

Al terminarse la ceremonia, intercambié algunas palabras con el presidente de la Generalitat. Le di a entender que estaba decidido a tratar el problema del legado de Dalí en interés mutuo. Aunque el Estado sea propietario de los cuadros, le anuncié, Cataluña conservará en sus museos la parte que le corresponde naturalmente de la herencia daliniana. Haremos un reparto equitativo, tenga usted la seguridad de ello.

La primera luz que se encendió en su mirada expresaba sorpresa. Mezclada con satisfacción, sin duda. Sorpresa, sin embargo. Como si hubiera esperado verme anunciarle mi decisión de ejecutar las cláusulas del testamento de Salvador Dalí al pie de la letra y a rajatabla, para disponer a mi guisa, en los museos del Estado, de la obra del pintor.

Pero aquella lucecita de alegre sorpresa fue enseguida sustituida por una mirada dubitativa. Más bien desconfiada. ¿Le manifestaba mis verdaderas intenciones? ¿No estaba intentando desarmar su vigilancia con esta proclama de buena voluntad? El presidente Pujol puso de pronto la cara astuta del campesino obligado a tener que vérselas con los avatares del clima y la competencia en los mercados; una mirada calculadora, que sopesaba cuidadosamente los pros y los contras. Una mirada de desconfianza calculada.

Me pareció que en ese momento Jordi Pujol compartía dos sentimientos contradictorios. Por una parte, la satisfacción ante la perspectiva que le anunciaba. Por otra, la desconfianza. No sólo en cuanto a la credibilidad de mi declaración. Desconfianza a un nivel más profundo, más esencial. Pensándolo bien, ¿no valdría más para el nacionalismo catalán que el Estado se mostrara arrogante y anexionista en la cuestión del legado de Dalí? Así se justificaría una propaganda acostumbrada a cargar sobre Madrid todas las culpas y los pecados, a hacer de Madrid el chivo expiatorio de las dificultades catalanas.

Algunos días después de aquella breve conversación al final de las exequias de Salvador Dalí, me vi obligado a ir a Barcelona. La polémica lanzada por los círculos extremistas del nacionalismo catalán había alcanzado, en efecto, un nivel poco decente. Faltaba poco para que nos acusaran de haber falsificado el testamento de Dalí, o de habérselo arrancado aprovechándonos de su estado mental deficiente. En aquellas circunstancias, el presidente Jordi Pujol se cuidaba muy mucho de calmar las cosas. Para ello le habría bastado con hacer públicas las palabras que le dije en Figueras. Pero sin duda no quería calmar las cosas. Sin duda quería, por el contrario, subir el listón de la discusión. Ya es vieja la táctica de los sectores moderados mayoritarios de los nacionalismos periféricos que consiste en subir el listón de las negociaciones con Madrid —siempre abiertas mientras el proceso de transferencia de competencias a las autonomías no esté terminado— sirviéndose para ello de la presión ejercida por las corrientes extremistas de dichos nacionalismos.

Yo habría podido, ciertamente, dejar que pasara el tiempo, que se calmara la tormenta, y esperar que los acontecimientos demostraran la buena fe y la generosidad del Ministerio de Cultura. Me pareció, sin embargo, que la ocasión era excelente para una operación política que rebasara la cuestión circunstancial del legado daliniano y permitiera retomar el conjunto del contencioso entre el poder central y la Generalitat en el terreno de la cultura.

Me desplacé pues a Barcelona a comienzos del mes de febrero de 1989.

La cuestión se resolvió fácilmente. Tuve una larga entrevista con el presidente Pujol, seguida de una reunión de trabajo con Joan Guitart, el conseller de Cultura de la Generalitat. No tuvieron más remedio que convencerse de la seriedad de mis propuestas. Decidimos crear una comisión mixta de expertos que se encargara de establecer un inventario completo de los bienes que constituían la herencia de Dalí, y de preparar un reparto equitativo de las telas, teniendo en cuenta las necesidades y las posibilidades de los diversos museos implicados, tanto en Madrid como en Cataluña.

La rueda de prensa celebrada después de estos acuerdos puso fin, o por lo menos sordina, a las campañas extremistas en curso.

Pero esta vuelta a la tranquilidad por el lado de Cataluña no impidió que la cuestión volviera a surgir, esta vez en Madrid.

Al día siguiente de que la prensa hubiera dado a conocer los resultados de mi entrevista con los dirigentes de la Generalitat, mi secretaria entró despavorida en mi despacho. Estaba visiblemente fuera de sí. Me anunció que el vicepresidente del Gobierno quería hablarme por teléfono. Me llamó la atención su emoción al hacerme el anuncio, a fin de cuentas trivial. Pero me acordé de que antes de estar en el ministerio había trabajado en Ferraz, en la sede del PSOE. Comprendí que esta pérdida de control, que jamás había provocado el hecho de ponerme en comunicación con Felipe González en persona, se debía sin duda al temor que irradiaba la figura de Alfonso Guerra sobre el personal administrativo del PSOE. Sin duda era respetado como la peste, como el señor de las moscas y de los aparatos, atentos los fieles militantes a sus sonrisas y sus fruncidos de cejas.

Fuera como fuese, estaba el vicepresidente al habla.

Comenzó por una cuestión sin importancia; tan poco importante que no justificaba, en verdad sea dicho, que se ocupara de ella personalmente. Pero sólo era una entrada en materia. Una vez resuelta dicha cuestión, guardó un segundo de silencio. Y a continuación me lanzó la frase siguiente:

—He leído la prensa —dijo—. Y qué, ¿nos bajamos los pantalones ante los catalanes?

Conociéndole ya un poco mejor, yo había tenido el presentimiento de que iba a hablarme del legado de Dalí. Pero nunca hubiera podido pensar ni suponer que lo haría de esta manera, con una grosería semejante.

Le hice observar cortésmente que lo que decía no tenía sentido. Que nadie se bajaba los pantalones ante nadie, y que teníamos interés —y por ese nosotros entendía el Gobierno, la democracia española— en arreglar la cuestión de la manera que yo había iniciado.

Pero no entabló ninguna discusión. De hecho no quería discutir. Quería meter miedo. Era así, sin duda, con aquellos métodos, como mantenía el orden, la disciplina y el silencio en los rangos del aparato del PSOE. Así era sin duda como Alfonso Guerra había bolchevizado el PSOE después de la victoria electoral de 1982. Pero debería poner comillas a esta palabra. Había por tanto «bolchevizado» al PSOE pero en un contexto social democrático, lo cual evitaba daños demasiado considerables; siempre sería posible «desbolchevizar» el PSOE sin producir estragos en la sociedad.

El vicepresidente no entabló, pues, ninguna discusión. No argumentó. Murmuró algunas palabras ininteligibles y colgó. Porque no quería discutir ni convencer. Quería meter miedo. Por desgracia para él yo había conocido a bolcheviques de verdad. A algunos los había respetado, a otros los había odiado. Pero nunca me habían metido miedo. Y no iba a ser este «bolchevique» de salón quien me metiera miedo o me hiciera cambiar de opinión o de política.

Colgué yo también y pensé en la desgracia que representaba para la democracia española —que sólo estará definitivamente consolidada el día en que la cuestión de los nacionalismos periféricos esté resuelta, en el sentido de su participación, de su corresponsabilidad en la conducción de los asuntos centrales del Estado—, en la desgracia de tener en la vicepresidencia del Gobierno a un hombre capaz de semejante grosería. De una tal ceguera política.

«Y qué, ¿nos bajamos los pantalones ante los catalanes?»

Un año más tarde, a finales de enero de 1990, cuando el conseller Guitart y yo firmamos el protocolo de reparto del legado daliniano, el periódico El País publicó un editorial del que cito unas líneas:

«El reparto del legado de Dalí, acordado entre el Ministerio de Cultura y el Gobierno de la Generalitat, ha resuelto de manera bastante satisfactoria el pleito testamentario planteado a la muerte del pintor ampurdanés… No era fácil llegar al consenso, porque el punto de partida estaba envenenado. Los que batieron palmas por una supuesta humillación de Cataluña y de sus instituciones, evocaron imaginarias fuerzas de ocupación o renegaron del genio daliniano, después de exaltarlo cuando se creían sus albaceas, no tienen —exactamente igual que quienes, frente a ellos, se solazaron con la presunta marginación de Cataluña— más argumentos que la prudente elocuencia del silencio. Quisieron alentar una nueva y absurda confrontación entre Cataluña y el resto de España, entre Barcelona y Madrid, y se encuentran ahora con una demostración ejemplar de concordia y de diálogo. Muchos quisieran la extensión de la receta Dalí a todos los ámbitos de las relaciones entre las autonomías y la Administración central del Estado».

La solución de este problema, que fue difícil a causa del enfrentamiento de las pasiones nacionalistas, ya fueran autonomistas o centralistas, nos permitió desbloquear decisivamente las relaciones entre Madrid y Barcelona. Una reunión tuvo lugar en esta última ciudad a la cual acudí con el subsecretario y todos los directores generales del Ministerio de Cultura, para encontrarnos con nuestros homólogos de la Generalitat. El acuerdo global que resultó de estas discusiones, y que se refería a un periodo de varios años, era una base de trabajo sin precedentes entre la Administración central y una autonomía histórica.

Alfonso Guerra reaccionó también ante este acuerdo en el momento en que fue concluido. Pero en aquella época —era la primavera del año 1990— ya no me dirigía la palabra. Había yo tomado públicamente posición en el caso de Juan Guerra, su hermano acusado de un presunto delito de tráfico de influencias y de enriquecimiento fraudulento, y rompió toda relación conmigo. Se dirigió pues a Joaquín Almunia, ministro de Administraciones Públicas, de quien dependía la relación con los Gobiernos autónomos, para protestar una vez más contra mi política, que consideraba de «capitulación» ante el Gobierno catalán. Almunia me transmitió la inquietud centralista del vicepresidente, pero me dijo que no le prestara demasiada atención. «Tienes tú toda la razón», me dijo Almunia.

Pero todavía no hemos llegado a este momento. Todavía estoy en el de mi llegada a Madrid, en julio de 1988.

En una de mis primeras mañanas en el ministerio encontré un grueso expediente en la mesa de mi despacho. Provenía de los archivos franquistas heredados del antiguo Ministerio de Información y me concernía.

El expediente contenía varias decenas de documentos, en gran parte de origen policial, que retrazaban mi actividad desde que era pública. Es decir, desde que Federico Sánchez, expulsado del partido comunista en 1964, había dejado de existir para dar paso a este otro yo mismo que a veces soy: yo mismo. Informes sobre viajes o conferencias, fotocopias de artículos publicados aquí y allá —en particular en la revista intelectual antifranquista Cuadernos de Ruedo Ibérico, impresa en París con la amistosa garantía editorial de François Maspéro— informaciones anodinas sobre las películas de Alain Resnais o Costa-Gavras, cuyos guiones había escrito yo; todo ello mezclado en un gran desorden. Una cosa era evidente, en cualquier caso: el Ministerio de Información de Fraga Iribarne realmente no me perdía de vista.

Encabezando ese expediente figuraba una nota biográfica mía, y no me prohibiré el placer de citar algún extracto de ella.

«SEMPRÚN MAURA, JORGE (COM).

[Estas tres últimas letras querrán decir comunista, digo yo.]

»Hijo de José María Semprún Gurrea, de quien Manuel Azaña escribe en sus memorias (Cuadernos de la Pobleta, Obras Completas, t. IV, Ediciones Oasis, México, 1968, págs. 633-634):

«“Estos días he visto también al señor Semprún, ministro en La Haya. Estuvo casado con una hermana de Miguel Maura, a quien oí muchas veces elogiar a su cuñado. Cuando se proclamó la República, Maura, ministro de la Gobernación, le nombró gobernador de Toledo, con ánimo de valerse de él como agente oficioso cerca del arzobispo. No he conocido personalmente a Semprún hasta el año 35; fue a visitarme y me dio algunas de sus publicaciones. Después hemos hablado cuatro o cinco veces. Es hombre perfectamente educado, inteligente e instruido. Católico y lealísimo a la República. He leído algunos artículos suyos en revistas extranjeras, tratando de la situación de la Iglesia católica en España, muy justos de razonamiento y muy serenos”.

»(El comunista Jorge Semprún Maura es por tanto nieto de don Antonio Maura.)»

No puedo ocultar la satisfacción que me produce el comienzo de la nota biográfica que el ministerio franquista de Información había preparado sobre mí. En efecto, me parece que me encuentro en aquel fichero casi policiaco en buena compañía. Y me parece de lo más placentero que mi padre sea presentado allí por una cita de Manuel Azaña, procedente por añadidura de un texto admirable, el de sus memorias día a día, escritas en las trágicas circunstancias de la guerra civil.

Porque Azaña es sin duda uno de los intelectuales españoles más lúcidos de este siglo. Orador excepcional, novelista, ensayista lúcido, irónico y erudito, memorialista y crítico literario, Azaña ha encarnado soberbiamente una política de reforma ininterrumpida, apoyada en una mayoría ciudadana: hegemónica en su voluntad, pluralista en sus modos de expresión y de articulación política. Nunca habrá sacrificado las exigencias de la libertad a los postulados del radicalismo igualitario —que siempre es minoritario y a menudo verborreico— tan frecuente en la izquierda española, antaño y hogaño.

Estaba en el frescor de mi despacho ministerial, ese día de julio de 1988, y acudían los recuerdos, próximos y lejanos, suscitados por la lectura de este documento franquista.

El 14 de abril de 1931 se había proclamado la República en España. Era un acontecimiento considerable, una verdadera revolución política. Pero ocurrió de la manera más sencilla, más pacífica del mundo. Con motivo de las primeras elecciones locales convocadas después de unos años de dictadura militar, muy imprudentemente instalada por el propio rey Alfonso XIII, los españoles dieron una amplia mayoría a las listas republicanas. Instruido sin duda por la desastrosa experiencia reciente del poder militar, el rey evitó sagazmente el enfrentamiento: abdicó.

España tiene una reputación bien merecida de violencia política. Desde hace más de un siglo —desde la campaña popular contra Napoleón—, guerras civiles, pronunciamientos y huelgas insurreccionales se han sucedido en nuestro país. Algunos periodos de interrupción fueron impuestos por Gobiernos dictatoriales o por el agotamiento mutuo de las fuerzas combatientes. Sin embargo, el paso de una monarquía autoritaria y corrompida a una república parlamentaria en 1931, y aquel otro, más de cuarenta años después, de la dictadura franquista a una monarquía constitucional —es decir, en ambos casos, el paso a la democracia— se produjo de forma pacífica.

Así, de manera prácticamente imprevista, como consecuencia de elecciones cuyo objetivo en apariencia era limitado y después de que las tentativas revolucionarias —huelgas generales violentas, insurrecciones locales de ciertas guarniciones republicanas— fracasaran a lo largo del año precedente, la monarquía se desplomó como un castillo de naipes el 14 de abril de 1931. Las multitudes salieron a la calle, las cárceles se abrieron, Madrid era una fiesta, no se rompió ni un cristal.

Mi tío Miguel Maura abandonó la cárcel Modelo de La Moncloa y se convirtió en ministro de Gobernación del Gobierno provisional. En la calle Alfonso XI, mi madre desplegó al viento de los barrios residenciales la oriflama tricolor republicana en todos los balcones de la casa. En cuanto a nosotros, los mayores de los hermanos, dábamos cuerda sin parar a la manivela del gramófono para que pudiera oírse en la calle una Marsellesa ininterrumpida y vibrante. Aquello no dejó de provocar una reacción de hostilidad entre nuestros vecinos. Las contraventanas de hierro o de madera se cerraron con estrépito a nuestro alrededor, ya que la música de Rouget de l’Isle y los tres colores de la enseña triunfal eran sin duda insoportables para las familias burguesas del barrio del Retiro.

Más tarde, durante el largo exilio, los tres colores —la sangre y el oro tradicionales a los que se añadía el violeta de la bandera de las comunas de Castilla sublevadas por sus libertades mercantiles contra el emperador Carlos V— siempre han estado presentes en los domicilios familiares. Cerca de París, en Saint-Prix, en el alojamiento vetusto y deteriorado de la Rué Auguste Rey donde mi padre, Semprún Gurrea, vivió las dificultades de la Ocupación; en la Rué Reinebourg, después, en una situación económica relativamente más relajada tras la Liberación, gracias al restablecimiento de los contactos con España y con la fortuna que allí había sido abandonada, el mismo banderín hacía restallar sus vivos colores en una pared blanca. Banderín que acabó de perder sus colores en Roma, en el apartamento del Largo Generale Gonzaga, donde mi padre murió sin haber vuelto a España, sin haber querido volver allí estando Franco en el poder.

En Buchenwald, un día de abril de 1945 —catorce años después de la proclamación de la República, casi día por día— marchamos hacia la explanada central del campo para la primera concentración de la libertad detrás de una bandera tricolor hecha a base de trozos de tela cosidos juntos. Los rojos españoles de Buchenwald, supervivientes de las batallas del Ebro y de la Ciudad Universitaria de Madrid, supervivientes de los maquis de Gliéres, del Ardéche o del Auxois, a paso de desfile, hombro con hombro: algunas decenas de fantasmas detrás de la bandera fantasmal de las batallas perdidas, de las ilusiones sin porvenir.

Y finalmente, como si hiciera falta un último toque novelesco a la novela de una vida, he aquí que había visto reaparecer la bandera republicana en el curso de mi primer Consejo de Ministros del reino de España, en julio de 1988.

Puede decirse por qué en pocas palabras.

El ex ministro del interior, José Barrionuevo, que se había convertido en titular de la cartera de Transportes, fue el que trajo la bandera a la reunión del Consejo.

Algunos años antes, en efecto, se había descubierto en un local de la policía, bajo montones de papeles polvorientos, los archivos privados del último presidente de la República, Manuel Azaña. Este, jefe de uno de los partidos republicanos en torno al cual consiguió agrupar a la mayoría de izquierdas, incluidos a los socialistas, durante la primera legislatura de las Cortes de 1931; perseguido por la derecha que retomó el poder de 1933 a 1935, fue elegido, en efecto, presidente de la República en 1936, después de la victoria electoral del Frente Popular.

Azaña asumió este cargo en la tormenta de la guerra civil con un sentido de la mesura, una amplitud de miras y una voluntad constante de reconstruir la cohesión nacional que hacen de él un ejemplo de lucidez y de pasión por la justicia. Y esto, a través de las peripecias de una guerra sin duda justa, pero nefasta, no sólo por su ferocidad fratricida, sino más bien por el enfoque totalitario de signo aparentemente contrario de las fuerzas más dinámicas de ambos bandos.

Refugiado en Francia después de la derrota de la República, Azaña vino a instalarse en Pyla-sur-Mer, donde estuvo a punto de sorprenderle la rapidez del avance alemán en 1940. Huyendo de este peligro, se estableció en Montauban, donde un alcalde socialista permitía a los refugiados antifascistas encontrar un cobijo temporal, y esto a pesar de haberse puesto en marcha el régimen de Vichy. Así, a alguna distancia del Hotel du Midi donde Azaña vivió hasta su muerte, residía un grupo de exiliados alemanes, en su mayoría judíos. Allí se encontraba Hannah Arendt, que esperaba el visado que le permitiera llegar a Estados Unidos leyendo a Proust, Montesquieu y Simenon. De ese mismo grupo formaba parte la familia Cohn-Bendit, que consiguió sobrevivir a la guerra y a las persecuciones. Fue en Montauban donde nació, en 1945, Daniel Cohn-Bendit.

Manuel Azaña murió en Montauban en noviembre de 1940. Su tumba en el cementerio de esta ciudad, como la de Antonio Machado en Collioure, como la de Pablo Picasso en Vauvenargues, como la de los muertos españoles sin sepultura del «cartel rojo» de la Resistencia, como todos los que conmemora el monumento de la meseta de Gliéres, que Malraux evocó en una de sus oraciones fúnebres, como el humo hoy invisible sobre la chimenea de los crematorios de Mauthausen y de Buchenwald, establecen las fronteras tenues pero imborrables de la aportación española a la figura espiritual de una Europa abierta al pluralismo de sus identidades y abocada a la universalidad de su razón práctica.

En Pyla-sur-Mer, los nazis intervinieron los papeles y los objetos personales que Azaña no había podido llevarse consigo en su retirada. Entregados luego a las autoridades franquistas, esos documentos terminaron desapareciendo sin dejar rastro, hasta que fueron descubiertos cuarenta años más tarde en un depósito olvidado, cuando Barrionuevo era ministro del Interior. Entre los objetos reencontrados estaba esa bandera, de seda ricamente bordada, del batallón de la guardia presidencial, que Manuel Azaña había logrado conservar en el exilio. Esa bandera tricolor es la que yo vi desplegarse ante mí el día de mi primer Consejo de Ministros.

Los documentos, en efecto, fueron entregados al Archivo Histórico Nacional, mientras que la enseña de la guardia presidencial y algunos objetos de uso personal que habían pertenecido al antiguo presidente de la República no habían encontrado lugar donde quedarse. Quiero decir que no era fácil decidir qué institución o fundación se haría cargo de ellos. Al abandonar su ministerio y por consiguiente la custodia de aquellas reliquias, Barrionuevo las había traído a La Moncloa para que la Presidencia del Gobierno decidiera de su ulterior suerte.

Al ver cómo se desplegaban en la sala del Consejo los tres colores de la bandera de seda republicana, pensé que el azar era significativo, el símbolo, ajustado. Porque la razón democrática —pasión intelectual exclusiva de Azaña— seguía animando a Felipe González, quien se esforzaba incansablemente por llevarla a la práctica, en circunstancias históricas concretas en que la monarquía parlamentaria había sido el mejor sistema político para la defensa e ilustración de la res publica.

Unos días antes, en el curso de una breve ceremonia en el Palacio de la Zarzuela, los nuevos ministros del Gobierno habíamos prometido nuestro cargo sobre la Constitución. Uno por uno, ante el rey Juan Carlos, la reina Sofía y el presidente del Gobierno, Felipe González, nos habíamos acercado al pupitre donde se abría un ejemplar ricamente impreso de la Constitución. El jefe del protocolo nos llamaba a uno tras otro con voz firme y solemne. Cuando me llegó el turno, tuve la impresión de que pronunciaba mi segundo apellido, Maura, con un énfasis particular. Como si aquel apellido me inscribiera en una cierta tradición, una cierta continuidad histórica. Como si la proclamación de ese apellido hiciera menos sorprendente la presencia de un antiguo responsable de la clandestinidad comunista en aquel lugar y aquella circunstancia. Pero no me sentía atado por ninguna tradición. Me sentía ligado tan sólo por mis convicciones personales. Me incliné un segundo, como lo exige el protocolo, ante el rey y la reina de España, durante mi marcha hacia el pupitre donde se exponía la Constitución. Dirigí una breve mirada a Felipe González. Este sonreía, y sentí el calor cómplice de su mirada atenta. Noté en ésta un cierto orgullo amistoso, incluso. Proseguí mi marcha hasta el pupitre. Miré al ministro de Justicia, Múgica Herzog, depositario legítimo de nuestras promesas como notario mayor del reino. Me acordé en un relampagueo de la memoria de nuestro encuentro en San Sebastián, treinta y cinco años antes. Extendí mi mano derecha sobre las páginas del texto constitucional, y leí el texto de la promesa. Prometí defender la Constitución y cumplir con los deberes de mi cargo con lealtad al Rey. Pronuncié las palabras rituales con una voz tranquila, consciente de lo que decía, seguro de lo que decía. La lealtad al rey Juan Carlos era la expresión históricamente circunstancial de una elección fundamental: lealtad al hombre que había interpuesto el cuerpo del Rey, su propio cuerpo —simbólicamente, en las pantallas nocturnas de la televisión, multiplicando así este cuerpo hasta los límites de una ancestral sacralización, por el artificio de los medios de comunicación modernos—, ante los tanques de los golpistas en la noche del 23 de febrero de 1981. No era otra cosa, nada más —nada menos tampoco— que la lealtad a la esencia misma de la democracia.

Si el comienzo de esta nota biográfica encontrada en los archivos del antiguo ministerio franquista de Información me encanta, su final me hace morir de risa. La referencia a mi abuelo Antonio Maura, en efecto, ya venga de las derechas o de las izquierdas, siempre me ha hecho reír. Risa acaso nerviosa, pero risa a fin de cuentas.

Por la derecha, esta referencia se hace la mayor parte de las veces en el tono de la sorpresa escandalizada: ¿cómo es posible que un tan gran personaje, conservador, buen católico, servidor del orden, haya podido tener por descendiente directo a un comunista? Dicha filiación, pues, agrava las circunstancias de mi caso: soy un traidor. O por lo menos un desertor. ¿No habría podido quedarme en el lugar que me correspondía, en el tranquilo seno materno de mi clase y de mi clan? A veces, por el contrario, esta ascendencia me lava de toda sospecha, autoriza, en todo caso, a esperar la salvación de mi alma.

Por la izquierda también mis orígenes sociales habrán sido evocados de muy distinta manera según los casos. En 1956, en el mes de julio, en una escuela de cuadros de Alemania del Este, la Edgar André Schule del Partido Socialista Unificado de Alemania, situada cerca de un lago en las proximidades de Berlín, se reunió el Comité Central del Partido Comunista de España para examinar los resultados del XX Congreso del PCUS. Allí fui cooptado al buró político, y en la biografía de presentación para este cargo, se decía que pertenecía a una familia de la alta burguesía emparentada con la aristocracia. Y es verdad que por los Maura tengo lazos de parentesco con alguna duquesa, y de no poca alcurnia: la duquesa de Medina Sidonia es prima mía.

En ese momento un escalofrío ligero pero perceptible recorrió los rangos de la vieja guardia comunista reunida aquel año en la Edgar André Schule. A veces heroicos y fraternales, a veces odiosos y arrogantes, aquellos viejos bonzos —la dirección del partido comunista sólo se rejuveneció más tarde; en 1956, con mis treinta y tres años, yo era su miembro más joven— sabían todos cuáles eran mis apellidos verdaderos. El fantasma de los Maura, del enemigo de clase, para decirlo según la forma canónica, se deslizó furtivamente entre nosotros. Pero se deslizó de manera positiva, gratificante. ¿No era prueba del progreso de las ideas comunistas el haber salvado de la maldición social al descendiente de una familia semejante?

Algunos años más tarde, todo volvió a su cauce normal. Recordar los mismos orígenes fue un argumento añadido en desfavor mío en el proceso que precedió a mi expulsión. Había vuelto a caer fatalmente en el infierno de aquellos orígenes sociales, había vuelto a reunirme con los enemigos de clase. No podía esperarse nada, nunca podría esperarse nada de un individuo como yo.

Sin embargo, el que ha manejado en España con el mayor refinamiento, la mayor perversidad también, la referencia a mis orígenes sociales es un escritor. Lo que no puede asombramos, ya que los escritores de verdad son siempre los más refinados y los más perversos en el manejo literario de la relación con los orígenes. Y Manuel Vázquez Montalbán, ya que se trata de él, es un escritor de verdad. Antiguo comunista también él —pero tal vez el adjetivo sea inapropiado; a veces me parece que las notitas políticas que Montalbán deposita como cagaditas matutinas en diversos periódicos españoles, cuando bate en espuma su fingida cólera social y su mala conciencia, revelan más bien el fervor ciego, tuerto en el mejor de los casos, del neófito—, tiene conmigo, que formo parte de su pasado, una relación compleja. Un tanto sadomasoquista, al menos en el terreno literario. Durante mis años ministeriales me bastaba, en todo caso, ver bajo qué nombre me designaba para adivinar el tratamiento que iba a aplicarme. Si me llamaba Federico Sánchez sabía que la miel de la amistad varonil, el respeto amistoso, la complicidad de ex combatientes iba a ser la tónica dominante. Si me llamaba sencillamente por el nombre —o tal vez el seudónimo que figura en el estado civil: Jorge Semprún—, sabía por adelantado que se esforzaría por parecer objetivo, sopesando los pros y los contras, guardando a la vez las distancias y la proximidad conmigo. Pero si añadía mi segundo apellido, Maura, a su manera de nombrarme, sabía que iba a ser agresivo, injusto, odioso incluso, que iba a alejarse glacialmente de mí. Así, terminé por decodificar sus articulillos a mi respecto durante mi época ministerial comenzando por localizar el nombre de código que me daba en ellos: si veía las cinco letras de Maura, me ahorraba la inútil lectura de su texto, textículo más bien.

Aquellas mañanas de julio de 1988, en la soledad de mi despacho, leía la prensa, lo que decía de mí, de mi nombramiento ministerial, y esa lectura me desconcertaba.

En primer lugar, sin duda, porque no estaba acostumbrado a una imagen pública de mí mismo. Las críticas literarias, habitualmente, las que son pertinentes en todo caso, aunque sea por su negatividad, no ponen en entredicho ni en un primer plano tu intimidad. Por regla general la ignoran o la rodean. En la inmediatez de las publicaciones periódicas, su objeto no es el ser del escritor sino su obra. El interés por la intimidad del autor, en el análisis de su relación explícita o enmascarada con su obra, sólo se concibe bajo la forma del ensayo o de la biografía. En el espesor o la opacidad matizadas del tiempo que pasa, pues. Son excepción, desde luego, los escritores cuya vida se convierte, por razones de coyuntura social, en objeto de interés o de escándalo, de admiración a veces identificadora, a veces celosa, cualquiera que sea, por otra parte, la calidad de su escritura.

Una sola vez, en 1977, cuando publiqué mi Autobiografía de Federico Sánchez, me había visto confrontado a una imagen pública de mí mismo. Pero era una situación excepcional. El año 1977 fue el de las primeras elecciones democráticas, el año de la llegada a Madrid del Guernica de Pablo Picasso, el año del Premio Nobel de Literatura a Vicente Aleixandre —que había dedicado a Jacques Grador, el nombre que llevaba aquella vez, veinticinco años antes, la separata de su discurso de recepción en la Real Academia Española, «El amor, la poesía»—, el año, en fin, en que había escrito mi primer libro en castellano. Volvía así, provisionalmente al menos, sin compromiso definitivo ni contrato de fidelidad, al idioma de mi infancia.

La Autobiografía se vendió en España por cientos de miles de ejemplares, experiencia para mí nueva y por otra parte única. El libro provocó una discusión profunda en el mundo político, los medios de comunicación y la sociedad española en general durante meses. Ejerció una influencia indiscutible en el curso de las cosas. El monopolio de legitimidad antifranquista que el partido comunista de Carrillo pretendía atribuirse de manera a la vez arrogante y oportunista, en las ambigüedades de una ideología que valía para todo, fue batido en brecha por los efectos de esta publicación.

Pero en la polémica que siguió, fue Federico Sánchez el blanco de la crítica. Fue él quien se vio puesto en entredicho; a mí, sólo me concernía indirectamente. O a título póstumo. Aquel personaje había muerto para mí. Sólo lo había resucitado provisionalmente por un deseo de exactitud histórica. En suma, Federico Sánchez ajustaba sus cuentas con la historia con más de diez años de retraso con respecto a mí. Yo ya las había ajustado hacía tiempo cuando él hizo su aparición. Para mí, los temas que él abordaba en esa autobiografía —o que yo abordaba en su lugar— eran casi prehistóricos; en mi conciencia y en mi saber el comunismo era ya prehistoria, aun cuando durante quince años todavía iba a determinar en última instancia la historia universal.

En cualquier caso, la imagen de mí mismo que la polémica suscitada por Federico Sánchez hacía aparecer era verdaderamente pública. No concernía para nada a mi vida privada, mis gustos, mi soledad frágil u orgullosa. Me concernían, sin duda, mis acciones, mis gestos, mi acción política bajo las especies de Federico Sánchez. Se trataba de mí, desde luego, pero en modo alguno de mi intimidad. Yo podía mantenerme al margen de toda aquella agitación. Hasta los insultos, que no faltaron, sólo tenían por blanco mi figura política. Que se me tratara aquí o allá de «revisionista» o de «social-traidor» no me inmutaba lo más mínimo. No concernía a mi saber íntimo de mí mismo.

Pero en 1988, cuando fui nombrado ministro de Cultura, la situación era muy diferente. Federico Sánchez ya no estaba allí como intermediario o intercesor: chivo expiatorio. Ya no estaba allí para recibir los golpes, devolverlos acaso. Su fantasma fue evocado, desde luego. Algunos periodistas recordaron su pasada existencia. Pero la relación entre nosotros se había invertido. Antes, él era el protagonista. Yo mismo me encontraba en la trastienda de su vida, de sus gestos y de sus hechos. En 1988, por el contrario, él sólo era una peripecia de mi existencia, un episodio de mi vida. Se las habían directamente conmigo. Me criticaban a mí. Los numerosos artículos de periódico me concernían de verdad. Ya fueran elogiosos, asombrados, escépticos, irritados, insultantes, era verdaderamente de mí de quien trataban: ad hominem.

Fue una experiencia totalmente nueva. Y bastante desconcertante, debo decir.

En cierta manera, la lectura de los periódicos hacía surgir en mí un sentimiento simétrico, aunque contrario, al que provocaba —que ha provocado siempre— el conocimiento de los expedientes de la policía.

La imagen de ti mismo que se esboza en un expediente policial siempre es desconcertante. En primer lugar, por la desproporción que se manifiesta entre los medios utilizados y el resultado obtenido. Los servicios de información del Ejército, de la Dirección General de Seguridad, de las embajadas de Franco, habían enviado durante años al gabinete del ministro de Información notas confidenciales al respecto: mis actos, mis movimientos, estaban minuciosamente relatados en esos informes, pero mi verdad se escapaba. Aun compuesto de pequeñas verdades yuxtapuestas unas con otras, aun establecido sobre hechos incuestionables, un expediente policial no alcanza tu verdad. Porque te encierra en un «hacer», te reduce a una serie arbitraria de «actos». Un dossier policial es desconcertante porque sólo concierne indirectamente al ser que eres, el ser que en ti mismo existe hagas lo que hagas. Porque puedes olvidarte de actos que hayas cometido, o silenciarlos o tenerlos por inexistentes, o repudiarlos, incluso. Pero no puedes ni repudiar ni olvidar que existes. Cualquiera que sea la angustia, a veces, cuando te preguntas quién eres, precisamente porque lo irremediable de tu existencia te oprime, nunca dejas de tener la certidumbre de existir, cualesquiera que sean el malestar o el interés que ese oscuro placer suscite en ti.

Los expedientes policiales, pues, sólo concernían a mis actos. Y estaban enfocados exclusivamente desde un punto de vista político, referidos a mis actos de hostilidad al régimen franquista. En 1988, en cambio, los artículos de prensa me concernían a mí y sólo a mí. A mí mismo, quiero decir, a mi propia identidad. Dijera lo que dijese o hiciera lo que hiciese, en el curso de las primeras semanas ministeriales cada una de mis palabras y de mis actos se veían remitidos a una especie de estereotipo, a una idea preconcebida de lo que yo era, de lo que se suponía que yo era. Idea diferente, contradictoria incluso, según el periódico o el periodista.

Uno de los procedimientos más frecuentes de los que criticaban mi nombramiento era el de privarme de mi españolidad, haciendo de mí un extranjero. Después de tantos años vividos en Francia, ¿podía seguir siendo verdaderamente español? Además, ¿no había escrito en francés la mayor parte de mis libros? ¿Qué mosca le había picado a Felipe González cuando le dio el Ministerio de Cultura a un escritor francés?

El calificativo que aparecía con mayor frecuencia era el de «afrancesado», cuya significación histórica es compleja. Desde la época de la Ilustración y de la Revolución francesa, «afrancesado» es un término que se utiliza para descalificar como extranjero a todo partidario de las ideas modernas. Por añadidura, el afrancesado de la tradición conservadora es alguien cuyo amor por la libertad se mezcla siempre con la práctica del libertinaje.

Pero la historia de las palabras y de las frases que españoles y franceses han intercambiado por encima de los Pirineos como armas arrojadizas para expresar su recíproca desconfianza, su hostilidad ancestral, es una larga historia, muy anterior a los episodios revolucionarios y napoleónicos.

«San Luis rey de Francia es / el que con Dios pudo tanto / que para que fuese santo / le perdonó el ser francés.» Esta pequeña cuarteta anónima, que encontré durante mi infancia en un libro de lecturas históricas, subraya la antigüedad de aquel sentimiento popular de hostilidad. Los franceses tampoco han sido mancos en este terreno a lo largo de los siglos. Y sin duda se debe a Montesquieu la fórmula más lapidaria sobre las relaciones entre los dos países. Agradecía a los españoles «que, despreciando a todos los demás, hicieran sólo a los franceses el honor de odiarlos».

Cualquiera que haya sido la evolución de estas relaciones, algo que aquí no me incumbe (Shlomo Ben-Ami, historiador de la España contemporánea, gran embajador de Israel en Madrid después del restablecimiento por el Gobierno de Felipe González de relaciones diplomáticas entre nuestros países, lo ha estudiado en un ensayo tan erudito como divertido, La imagen de España en Francia), está claro que desde un cierto punto de vista, el término «afrancesado» no me molestaba. Muy al contrario, podía tomarlo como título de orgullo. Luis Buñuel siempre ha hecho lo mismo: a lo largo de toda su vida ha proclamado su calidad de «afrancesado». Estábamos en muy buena compañía, por otra parte, en la historia de las ideas y de las artes desde hace cerca de dos siglos. De José Marchena a Pablo Picasso, la filiación de los «afrancesados» no es despreciable.

Pero, para los periodistas de cierta prensa que lo utilizaban, el término «afrancesado» no remitía a un análisis histórico serio de la introducción de la modernidad en España. Lo empleaban únicamente en un plano de invectiva, en un contexto de exclusión y de intolerancia que les evitaba tener que juzgar mis palabras y mis proyectos en función de criterios objetivos. Pretendían únicamente encerrarme en el supuesto infierno de mi ser diferente, de mi ser extraño.

Debo decir que me infundían más bien piedad. Veía sus firmas, todos aquellos Rodríguez y Gutiérrez acumulados, y me hacían reír. Yo podía remontar la filiación de mis apellidos hasta el alba de los tiempos históricos y ellos pretendían excluirme de España. Yo podía oír a don Quijote decirle a Sancho Panza el nombre de los Gurrea de Aragón entre aquellos de las nobles familias de la época, sabía que la sangre de los Gurrea corría por mis venas, y los Gutiérrez y Rodríguez que me trataban de afrancesado podían irse a paseo.

Me daban lástima, sencillamente.

Sin embargo, este tema de mi extrañeza a España habrá sido uno de los leitmotiv de la prensa de derechas y de los semanarios sensacionalistas. Estos —la mayor parte de éstos, en todo caso— constituyen una especificidad hispánica que reúne bajo una misma cubierta géneros tan diversos como el magazine de información, el órgano de prensa del corazón y de chismografía y la hoja de chantaje al servicio de algún lobby financiero. Durante toda la duración de mi ministerio, habré sido el blanco de esporádicas campañas sobre este tema del afrancesamiento. A veces mantenían cierto tono político, pero en otras ocasiones adoptaban un tono directamente personal que resultaba nauseabundo.

En mi jornada ministerial, había una hora deliciosa. Por lo menos en mis primeros tiempos, en el curso del mes de julio de mi llegada a Madrid. Pero debería decir una segunda hora deliciosa. La primera era, en efecto, la de la mañana, cuando llegaba antes que todo el mundo. Me instalaba en mi despacho, en el cómodo bienestar del frescor runruneante de la refrigeración y hojeaba los periódicos. Una gobernanta cariñosa me traía café muy fuerte, agua mineral helada. Insistía para que comiera algo: ¿galletas, una tostada? Yo no quería nada, sólo ese café muy fuerte que preparaba ella misma. Era una mujer muy maternal, aunque fuera más joven que yo. Pero la capacidad maternal de algunas mujeres, incluso para hombres más viejos que ellas, es infinita.

La segunda hora deliciosa, pues, era la de la siesta. Después del almuerzo, en verano, la vida parecía interrumpirse. Ninguna cita, ningún telefonazo, ninguna llamada de director general con un problema urgente por resolver. Almorzaba a las dos en el comedor privado del ministro, en el último piso del edificio. Luego, el tiempo me pertenecía hasta las cinco de la tarde, más o menos. El tiempo ante ti, la soledad, son bienes preciosísimos. Lo son siempre, en cualquier circunstancia, pero más todavía en la vida pública, en la vida de un hombre público.

Una hora deliciosa; la aprovechaba para leer y hacer el balance de la situación.

Algunos problemas emergían en el conjunto de las actividades del ministerio que exigían una serie de decisiones rápidas. Había que ocuparse de ellos inmediatamente. Dominarlos, al menos, para poder tomar decisiones en cuanto hubieran terminado las vacaciones inminentes.

Así, una semana después de mi llegada, el 19 de julio, tuve una primera entrevista con el barón Heinrich Thyssen. La llegada a España de su colección privada, una de las más importantes del mundo, por una duración de diez años, había sido negociada por mi predecesor en el ministerio, Javier Solana. Era una operación brillante desde todos los puntos de vista. Pero todavía no estaba formalmente concluida. Aún había que terminar el delicado trabajo jurídico de la puesta a punto definitiva de los contratos de alquiler por el Estado español. Había que decidir igualmente los trabajos de rehabilitación del palacio de Villahermosa, situado enfrente del Museo del Prado, que el Gobierno español había cedido para acoger la colección Thyssen-Bornemisza.

Al almuerzo de toma de contacto, que tuvo lugar en el comedor privado de mi ministerio, asistieron el barón Thyssen y su mujer, Carmen Cervera (una española guapa y alegre, que habrá sido el hada buena de toda esta aventura hasta su reciente conclusión definitiva), así como el duque de Badajoz, cuñado del rey Juan Carlos, asesor de esta operación desde sus comienzos, hombre de buen consejo y de gran cortesía, enfermo ya del mal que lo llevaría a la tumba pero haciéndole frente con una hombría desenvuelta de gran señor.

Por nuestra parte, se encontraba Miguel Satrústegui, subsecretario del ministerio, que había pilotado la empresa hasta entonces por cuenta del Estado, y el abogado Rodrigo Uría, consejero jurídico del ministerio. Este último, que se convirtió además en un buen amigo durante mis años en el ministerio, es sin duda el personaje clave de todo el asunto. Porque ha habido tres ministros de Cultura que se han ocupado de él: Javier Solana, que concibió la operación según los consejos de Satrústegui; yo mismo, que concluí la primera fase, la del alquiler por diez años, que decidí la rehabilitación del palacio de Villahermosa y preparé la cesión definitiva a España de la colección Thyssen-Bornemisza con ayuda del ministro de Economía y Hacienda, Carlos Solchaga; y finalmente el ministro Solé Tura, que pudo recoger la apuesta y atribuirse el mérito de ella. Habrá habido también durante esos años varios subsecretarios encargados de este expediente. Pero sólo habrá habido un consejero jurídico, de cabo a rabo: Rodrigo Uría, cuya paciencia sonriente, aguda inteligencia y sentido del Estado habrán conseguido maravillas.

Desde nuestro primer encuentro, una corriente de simpatía y de estima mutua se estableció entre Heinrich Thyssen y yo. Por mi parte es fácil comprender por qué. Que un hombre tan rico tenga una pasión tan grande y tan perspicaz por las bellas artes, que haga de su colección de pintura el centro y el orgullo de su vida, ya es digno de interés. Pero que desee, por añadidura, hacer de este placer privado un goce colectivo, una alegría social, es todavía más notable. Es, en alguna medida, ejemplar.

Además, hay en Heinrich Thyssen un inconformismo bastante regocijante, un sentido del humor bastante iconoclasta, que hacen el trato con él placentero. A fin de cuentas, un hombre a quien gustan tanto los hermosos cuadros y las mujeres bonitas no puede estar totalmente enajenado por su fortuna.

Una vez puesto en marcha el proceso final del contrato de alquiler —que fue firmado en diciembre de aquel año, en el curso de una ceremonia muy festiva en el ministerio—, hubo que ocuparse del edificio de Villahermosa. Antiguo palacio de una familia de la nobleza, había sido ocupado anteriormente por las oficinas de la banca López Quesada, que introdujo modificaciones en el edificio que exigían una reestructuración completa de los espacios interiores, con vistas a su futura utilización como museo.

Los Thyssen habían pensado encargar esta obra a un arquitecto de moda, más bien inclinado a las grandes empresas de un urbanismo monumental, con plétora de columnatas y de frisos, sin ninguna experiencia en la habilitación y la planificación de lugares museísticos. Mi temor era que este brillante hombre de mundo nos entregara un edificio concebido para épater al visitante intimidado: un edificio en el que sólo habría refulgido su propia gloria, cuando necesitábamos la modestia de una arquitectura que se ocultara ante la gloriosa serenidad de las obras de arte, que las pusiera en valor en lugar de valorizar la astucia del diseñador.

Para convencerles de que abandonaran su idea, propuse a los Thyssen que fuéramos a Mérida, donde Rafael Moneo —era mi candidato— había construido un museo de antigüedades romanas que me parecía ejemplar por su rigor conceptual y su belleza meditativa, es decir, propicia a la meditación.

La visita al Museo de Mérida decidió inmediatamente a Heinrich Thyssen y Carmen Cervera a confiar a Rafael Moneo la responsabilidad de las obras de Villahermosa. El resultado está hoy al alcance de la vista de cualquiera: se trata de un logro arquitectónico indiscutible.

La instalación en España, ya definitiva, de la colección Thyssen-Bornemisza, ha sido una decisión de Estado financiada por créditos especiales. No estaba en un comienzo a cargo del presupuesto del Ministerio de Cultura. En un plano puramente artístico, la colección tiene un interés particular. Para Madrid, quiero decir. Desde luego que el conjunto de obras que la constituyen tienen un interés en sí, un valor universal. En no importa qué capital del mundo, dicho valor sería perceptible. Pero en Madrid, en cierta manera, la colección adquiere un valor añadido. Primero, por el emplazamiento del museo que la acoge: enfrente del Prado y a algunos centenares de metros del Reina Sofía, museo de arte contemporáneo. Ello configura un espacio bastante excepcional, del cual pueden imaginarse perspectivas llenas de posibilidades de expansión.

Una segunda razón convierte la colección Thyssen-Bornemisza en algo de particular interés para Madrid.

Y es su complementariedad, su milagrosa complementariedad con los fondos del Prado y del Reina Sofía. Comprende obras que van del Quattrocento italiano al expresionismo abstracto norteamericano, de Ghirlandaio a Pollock, en suma, permite colmar lagunas que, por razones históricas, se manifiestan tanto en el Museo del Prado como en el Centro de Arte Contemporáneo que le son vecinos.

El día en que, después del inevitable periodo de austeridad presupuestaria de los próximos años, el poder político español se decida a financiar una circulación por galerías subterráneas, análoga a la del Grand Louvre, entre los tres edificios, este triángulo de museos se convertirá en un lugar mágico.

Dicho esto, en julio de 1988, en el momento en que tuve que empezar a ocuparme de este problema, era imposible no constatar que, aun cuando fuera una ventura para España, la instalación de la colección Thyssen-Bornemisza en Villahermosa constituía un perjuicio considerable para el Museo del Prado. De hecho, el palacio de Villahermosa había sido adquirido para ampliar los espacios de exposición del Prado. Como todos los museos del mundo, éste carece de espacio suficiente para exponer en permanencia todas las obras de que dispone en sus colecciones. En los sótanos del museo, perfectamente habilitados, se conservan centenares y tal vez miles de telas. A veces prestadas para ciertas exposiciones, estas obras son en su mayoría de segundo rango, pero también en su mayoría importantes para organizar una visión históricamente más amplia y profundizada de la pintura europea.

Así, la atribución al Prado de las salas del Villahermosa habría permitido un nuevo despliegue de sus colecciones. Abandonar esa perspectiva concreta no era cosa fácil para la dirección del museo, como se puede entender.

El 26 de julio hice mi primera visita oficial al Prado. Lo visité literalmente del sótano a los áticos. De los sótanos donde están instaladas las reservas y la compleja maquinaria de climatización y de mantenimiento, a los áticos donde se encuentran los talleres de restauración.

Ese día en el Prado fue de auténtica felicidad.

Toda mi infancia he vivido a unos centenares de metros del Prado, en esa calle de Alfonso XI a donde iba a regresar medio siglo más tarde. Los domingos, a menudo, mi padre nos llevaba a tres de los hermanos —Gonzalo, Álvaro y yo— a visitar el museo. Las salas estaban entonces prácticamente vacías. Podía uno quedarse indefinidamente delante de los cuadros, sin ser molestado ni apretujado por todas partes. No había rebaños de escolares ruidosos y desprovistos de atención. No había cohortes de turistas —no diré de qué nacionalidad, todas son más o menos comparables cuando se desplazan precisamente en cohortes— acumulando ávidamente parcelas de saber o batiendo marcas deportivas en cuanto a la rapidez de los recorridos museísticos. No había papanatas atraídos por la rutilante publicidad del ocio cultural. No había invasión de honorables representantes de las clases medias en expansión, que hubieran alcanzado los ingresos per cápita que les permitieran inscribir la frecuentación de los museos en un deseo socializado: programado y valorizante.

El Prado era entonces un lugar austero, desierto, de un ambiente un poco enrarecido, que sólo vivía para y por la pintura. De una vida, cierto es, borrosa, monacal, en la inmóvil identidad de las horas evanescentes.

Al cabo de cierto tiempo, terminábamos teniendo la impresión de convertirnos en más irreales, más desencarnados que los personajes mismos, severos o sonrientes, de los cuadros históricos y de los retratos. Como si nuestro aliento vital hubiera sido aspirado por ellos, como si su mirada eterna redujera a cenizas nuestra efímera apariencia carnal.

Pero no estoy haciendo un alegato en favor de los felices viejos tiempos de los museos vacíos, deliciosamente reservados —sin obligación pero sin hipocresía— a una élite cuyas almas hubieran producido un sonido cristalino al menor choque con la realidad.

Es cierto que la masificación cultural de nuestras sociedades de mercado —las mejores posibles, de todas maneras, las más aptas para que se desplieguen en ellas las condiciones de la libertad y de la justicia: ¿cuántos millones de muertos serán todavía necesarios para que esta evidencia resulte convincente?—, los procesos de funcionamiento de nuestras democracias de masas y de mercado, no dejan de plantear problemas nuevos. Excitantes para el espíritu, por otra parte.

Sólo diré una palabra a este respecto, por ahora.

Nada me parece más superficial, más irrisorio a menudo, que la tendencia actual de tantos escritores, artistas, intelectuales, incluso los más dotados, a la diatriba o al lamento elegiaco sobre la decadencia de la cultura y la derrota del pensamiento. Observemos primero que es una moda, una manera de hacer ver que uno está enterado; un comportamiento gregario en suma, a pesar de que todos los que practican este ejercicio crítico impuesto por las circunstancias y la moda elitista —¿habrá algo más conformista que una élite?— imaginan ser originales, estar consagrados al sacerdocio de la verdadera cultura.

No es el momento, sin duda, de una digresión, por brillante y convincente que pudiera ser, sobre el origen de esta moda. No me olvido de que estoy visitando el Museo del Prado, el 26 de julio de 1988, y de que no puedo en verdad distraerme demasiado tiempo. Acabarían dándose cuenta de ello a mi alrededor. Sería chocante, ¡un ministro perdido en sus pensamientos!

Dos palabras, sin embargo, para recordar que desde la invención de la escritura, y con mayor razón aún desde la de la imprenta, todo avance tecnológico cuya consecuencia es, invariablemente, la extensión del saber y por tanto la del territorio de las libertades —para lo peor tanto como para lo mejor, sin duda: cualquier aumento de los poderes del hombre sobre el mundo hace crecer en potencia las fuerzas del mal, inherentes a la libertad del hombre; esto debería saberse al menos desde Immanuel Kant—, todo avance tecnológico, pues, ha provocado, con la democratización cultural de la cual la masificación sólo es una caricatura epifenomenal, la misma cantilena sobre la decadencia y el olvido del Ser, cualesquiera que sean los ropajes ideológicos que haya revestido.

En este largo proceso evolutivo —la invención de la imprenta no es cosa de ayer— ha habido momentos de aceleración, de ruptura, de salto cualitativo, naturalmente. Para quedarnos en la proximidad histórica, indicaré la aparición de la prensa de grandes tiradas, llamada popular, a finales del siglo pasado. Y la invención de la televisión, a mediados del siglo XX. Habrá otras en el porvenir, todavía más asombrosas, ya que el cambio creativo de las tecnologías es uno de los fundamentos de nuestra civilización.

Todos estos remolinos de cambios tienen consecuencias visibles, que modifican nuestro paisaje cultural, nuestro universo mental. T.S. Eliot, hace ya muchos años, se quejó de que la poesía clásica inglesa no fuera ya comprendida por nadie. Esta poesía juega, en efecto, con la referencia normativa a la mitología de la Antigüedad, decía Eliot. El desconocimiento de ésta, general en la actualidad, hace que la poesía inglesa sea incomprensible para un lector contemporáneo.

Aun a riesgo de herir la susceptibilidad de las almas delicadas, diré que la obsolescencia de una poesía, cuya plena comprensión exigiría el conocimiento de las mundanidades del Olimpo, de los chismes y de las camas redondas de los dioses griegos, no me parece terrorífica para un espíritu contemporáneo. Me consolaré al constatar que el mito de Antígona y el mito de Edipo continúan siendo activos en la conciencia colectiva, a pesar y a veces gracias a los seriales de televisión.

En una palabra, pues: en la época de Jean Jaurés, las tesis de doctorado se redactaban en latín, cosa hoy impensable. Eso demuestra sin duda un declive de dicha lengua, que fue la lingua franca de la comunicación cultural, como lo es hoy el inglés. ¿Quién se atrevería a decir, sin embargo, que esa obsolescencia del latín doctoral sea la prueba de un verdadero declive cultural?

Pero tengo que darme prisa.

Me parece que el director del Prado, Alfonso Pérez Sánchez, empieza a darse cuenta de que no presto suficiente atención a sus doctas explicaciones.

Para concluir, pues, provisionalmente: mi evocación de los encantos del Prado de antaño, desierto y abandonado, no es una requisitoria contra los peligros de la modernidad democrática de los mercados del turismo y del arte. Pero sin duda sería posible —he aquí una noble empresa para un Ministerio de Cultura— aplicar en este dominio —y sólo en éste, desde luego— el precepto marciano que define la igualdad comunista: «De cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades…».

Se supondrá pues a cada uno, ciudadano de Atenas o bárbaro, la misma capacidad de comprensión artística: los museos estarán por consiguiente abiertos a todos, sin más restricciones que las que imponga la seguridad y la conservación de las obras. Pero no se puede suponer a todo el mundo las mismas necesidades, esto parece obvio. Habrá por tanto que restablecer la desigualdad de las necesidades —un escolar en visita obligatoria no tiene la misma necesidad de la Judit de Goya que un historiador del arte, un pintor o un apasionado— para que la igualdad de acceso no lesione a los unos en beneficio de no importa quién. Es decir, de nadie.

Me pregunto qué cara pondría el director del Prado si le hablara de esto ahora mismo.

En julio de 1988 vivía pues en el Palace.

Domingo Dominguín había muerto y Madrid había cambiado. Mi manera de vivir en Madrid había cambiado, en todo caso. Mi relación con la ciudad había cambiado. Vista desde un coche oficial, la ciudad era muy diferente: más anónima, más distante. No podía bajar los vidrios de las ventanas a prueba de balas del coche blindado para respirar los aromas de Madrid, escuchar su rumor profundo. Todo se alejaba, se volvía aséptico.

Antes, la ciudad se abría como un libro de imágenes al azar de mis largas caminatas. Tomaba conocimiento y posesión de ella de manera casi carnal. Tras explorar sus rincones más sorprendentes, había terminado por conocer todos los sabores de la ciudad. Distinguía la sombra de los árboles, sus esencias en las avenidas y en los parques. Conocía las tabernas donde se servía el café más aromático, la cerveza más frescamente amarga. Sabía en qué barra de café había que recostarse los lunes por la mañana para oír los más pertinentes comentarios sobre los partidos de fútbol de la víspera.

Durante años, Madrid se ha engrandecido bajo mis pasos, se ha extendido hacia lejanas periferias que el crecimiento urbano absorbía.

Todo eso había terminado, Madrid había cambiado. Mi manera de vivir, de vivirlo, había cambiado.

Por la noche, sin embargo, a veces, en el frescor parsimonioso y provisional de una brisa del norte, volvía a encontrar el ambiente de antaño. Gracias a los amigos de antaño, claro está. Volvía a encontrarme con algunos de ellos para cenar, en la terraza de un restaurante que frecuentábamos desde hacía años, La Ancha. Volvía a encontrarme allí en el ambiente característico de las interminables conversaciones nocturnas: el espíritu de Madrid.

«Quiero hablar de una virtud íntima que hace del espíritu madrileño un pesimismo activo, lleno de vitalidad: una capacidad ilimitada de ironía, una tolerancia apasionada. En este sentido, es madrileño quien sepa que hay cosas por las cuales vale la pena vivir —morir también, acaso: puede ser lo mismo— sin que valga la pena hacer por ello aspavientos…»

Estas líneas son un extracto del catálogo de una exposición de Eduardo Arroyo. Dos años antes, en 1986, Arroyo había expuesto un conjunto de telas bajo la apelación genérica «Madrid-París-Madrid».

Yo había escrito uno de los textos de presentación, del cual provienen estas líneas.

La pintura de Arroyo me parece emblemática de la escuela de Madrid. No hablo aquí de una escuela de pintura, precisémoslo. Hablo de una escuela de vida, de visión, de valores. Hablo de una mirada despiadada y tierna, de un léxico artístico popular y sofisticado. Hablo de una manera de no tomarse nunca en serio a uno mismo, al tomar muy en serio los gestos y los actos de la vida. Hablo de la esencia madrileña de Madrid, que Eduardo Arroyo encarna tanto en su vida como en su pintura, algo que hace de él un pintor, un hombre tan singular.

El jueves 7 de julio de 1988, al día siguiente de mi cena en La Moncloa con Felipe González, había regresado a París. Aquella noche íbamos a festejar entre amigos el cumpleaños de Grazia Eminente, la compañera de Arroyo.

Este, en un momento dado, me invitó a reunirme con ellos en Cerdeña para las vacaciones de verano. Le dije que ese año no podría ser, sin darle más explicaciones. ¿Hubo en mi voz algún acento particular? ¿Tuvo él una súbita intuición cuando me miró a los ojos? El hecho es que replicó instantáneamente, apuntándome con el dedo: «Tú vas a ser ministro de Cultura».

Me quedé boquiabierto, sin encontrar siquiera la fuerza para desmentirlo. Es verdad que la prensa española había hablado de una probable crisis ministerial. Pero era algo todavía impreciso. Y mi nombre no figuraba en ningún pronóstico. Mi nombramiento fue una sorpresa total.

Arroyo me abrazó en una explosión de alegría. Ninguno de los que nos rodeaban entendía por qué nos dábamos esos golpes en la espalda, con grandes risotadas tontas e interminables. Nos miraban sin comprender, con una especie de ternura compasiva hacia la locura española. De pronto, Arroyo volvió a ponerse serio.

—Pero dime —dijo, con alguna gravedad—, ¿sabes a lo que te expones? ¿Te acuerdas de que somos un extraño país lleno de idiotas, lleno de provincianos perversos y celosos?

Luego, sin transición, comenzó a reírse de nuevo.

—Vale la pena, sin embargo, vale la pena.

En julio, en todo caso, Arroyo no formaba parte de nuestras veladas en La Ancha. Estaba en Cerdeña, se reunió con nuestro grupo en otoño.

Una noche, hacia fines de mes, sin Eduardo Arroyo, antes de la dispersión de las vacaciones, alguien murmuró súbitamente algunas palabras. Tal vez fuera Javier Pradera. Tal vez Juan Benet, que estaba presente. Alguien murmuró que sólo nos faltaba Domingo. Nos miramos y era verdad. Nos faltaba Domingo Dominguín. Miré a Juan Benet y me acordé de una noche lejanísima, hacia finales de los años cincuenta. Cenábamos los tres, Domingo, Benet y yo. Larrea, mejor dicho, Agustín Larrea. Era verano, también, por la noche, también, en un mesón de Fuencarral. Comíamos chuletas de cordero y bebíamos vino tinto. Mucho vino tinto. Algún tiempo antes, Domingo y yo habíamos explorado en las cercanías un descampado en el que quedaban algunos rastros que perpetuaban la memoria de un cementerio abandonado, devastado. Un cementerio borrado donde habían sido enterrados los cuerpos de cierto número de combatientes de las Brigadas Internacionales que habían defendido Madrid contra el fascismo. Un cementerio rojo borrado por el tiempo del desprecio, el olvido deliberado. Pero comíamos chuletas de cordero y bebíamos vino, Domingo, Juan Benet y yo: Larrea. De pronto, no sé por qué, pero todas las ocasiones son buenas cuando se ha bebido mucho y se es feliz, de pronto Benet y yo nos pusimos a hablar de Faulkner. En concreto, de Absalom, Absalom. Benet habló con tal pasión, con tal precisión, que me vino la idea, absurda en aquel momento, de que este ingeniero de caminos tenía que ser un escritor frustrado. Acabó convirtiéndose en escritor años después.

En La Ancha, una vida más tarde, varias muertes más tarde, alguien murmuró que sólo nos faltaba Domingo. Nos miramos y era verdad. Había sido nuestro amigo, a veces incluso el vínculo entre nosotros, la amistosa conciencia de nuestra amistad. Nos faltaba, sin duda.