Alfonso Guerra, vicepresidente del Gobierno, estaba sentado en su butaca habitual. Mejor dicho, en la butaca de la que acabé sabiendo, al cabo de los viernes y de los meses por venir, que le era habitual. Que le estaba reservada, podría decirse. Nadie hubiera pensado en utilizarla, ni siquiera en su ausencia. Aquel día de julio de 1988 —el quince del mes, para ser más exactos— no podía todavía saberlo. Era la primera vez que asistía a un Consejo de Ministros y nada me era habitual, empezando por el hecho de encontrarme allí. Todavía no conocía los hábitos, los ritos, los protocolos explícitos o implícitos.

En todo caso, eran las nueve menos diez de la mañana.

Los Consejos del viernes estaban convocados a las nueve, y siempre me ha gustado ser puntual. Tal vez no sea, por otra parte, cuestión de gusto, sino de disciplina. Incluso si no me hubiera gustado la puntualidad me hubiera visto obligado a atenerme a ella. Por haber vivido en países, en sociedades donde la puntualidad es una condición mínima de la convivencia, del trabajo en común. Pero sobre todo porque los largos años de clandestinidad militante habían hecho de la puntualidad algo más que una cortesía para mí: una cuestión de supervivencia. Una buena costumbre que me protegía al proteger a los que trabajaban conmigo.

Esta obsesión por la puntualidad no ha dejado por otra parte de plantearme problemas durante mi época ministerial. De tanto llegar a la hora en punto, llegaba a menudo demasiado temprano a las citas oficiales. Llegaba a ellas algunos instantes antes que las autoridades encargadas de recibirme. Eso sumía en la preocupación a los responsables de mi escolta. No sólo por razones de seguridad, sino sobre todo por razones de prestigio. A mí tenían que haberme esperado, me decían. Y sin duda tenían razón, desde el punto de vista del protocolo, pequeño dios retorcido e inflexible de las administraciones estatales. Particularmente en España, donde la tradición monárquica, sobredeterminada por el ceremonial del franquismo, y sobrecargada por las nuevas exigencias de legitimidad de los Gobiernos autónomos de la democracia —diecisiete en total—, creaba a veces un verdadero rompecabezas de disposiciones y puestos de prestigio simbólicos.

Como quiera que sea, por gusto o por disciplina personal, tengo por costumbre ser puntual. Pero, para serlo, hay que llegar con adelanto. Aquella mañana de julio, la de mi primer Consejo de Ministros, llegué pues al palacio de la Moncloa a las nueve menos diez. Alfonso Guerra estaba solo en la gran sala de la planta baja del palacio.

Levantó la cabeza, observó mi llegada.

En aquella época, los Consejos del viernes se reunían en un salón de la residencia del presidente del Gobierno contiguo al hall, que ocupa una buena parte de la planta baja y que se abre sobre el parque y el paisaje al noroeste de Madrid. Más tarde, se inauguró, en el recinto reservado de La Moncloa, un edificio nuevo donde se desarrollaron a partir de entonces las reuniones del Consejo, así como las sesiones de trabajo y las comidas oficiales con delegaciones extranjeras. Las salas de este nuevo edificio, bastante sobrio, se adornaron con telas de Miró y de Tapies, lo que no dejó de llamar la curiosidad admirativa de Václav Havel cuando visitó Madrid.

Yo conocía ya la gran sala de la planta baja del palacio de la Moncloa. Había venido aquí por primera vez en 1981, para una larga entrevista con Adolfo Suárez, el hombre que pilotó la primera fase —sin duda la más arriesgada— de la transición democrática. Esta entrevista tuvo lugar en un momento de crisis, poco antes de la súbita dimisión de Suárez. Poco antes, pues, del golpe organizado por algunos jefes del Ejército y de la Guardia Civil.

Había vuelto aquí regularmente —aunque a decir verdad con largos intervalos de tiempo— después de la victoria electoral del partido socialista, en octubre de 1982, para mantener entrevistas y conversaciones personales de carácter informal con Felipe González.

Pero la mañana del mes de julio en la que comienza esta historia —este nuevo capítulo de una larga historia— el que estaba sentado en la gran sala era Alfonso Guerra, quien había levantado la mirada, atento a mi llegada.

Hoy, sin duda, varios años más tarde, muchas imágenes e impresiones se sobreponen en mi memoria a las originarias de aquel día. Constituyen un conjunto que en cierto modo ha terminado articulándose de manera tópica, en el que no es fácil distinguir lo que ya sabía de Alfonso Guerra el día de aquel encuentro, de todo lo que he ido sabiendo después de él a lo largo de los años siguientes. Sin embargo, si hago un esfuerzo, con toda la frialdad objetiva de la que pueda ser capaz, me veo obligado a decir que en 1988 no sabía demasiado de Alfonso Guerra. Me había cruzado con él un par de veces, sin intercambiar más que algunas palabras. Sabía que tenía turiferarios y adversarios implacables en los medios que solía frecuentar durante mis estancias en España. Parecía que provocaba sentimientos extremos en uno u otro sentido. Entre mis amigos más próximos eran más bien sentimientos adversos. Resuelta y francamente adversos. Hablo, como es lógico, de los medios de la izquierda intelectual y periodística, ya que, salvo rara excepción familiar o social, no frecuentaba yo otros.

Una cosa era cierta, sin embargo. La idea que Guerra quería dar de sí mismo en las innumerables entrevistas, a veces largas, prolijas, que concedía regularmente a los medios de comunicación, siempre me ha parecido insoportable. Llena de suficiencia, de megalomanía, de intelectualismo kitsch, de donjuanismo andaluz de la más vulgar especie (¡aquellas páginas consagradas a describir sus noches dedicadas a hacer el amor y a escuchar a Mahler!). Era demasiado fácil —tan fácil que yo era propenso a desconfiar; aquella máscara que Guerra había escogido mostrar, aquella persona que hacía el papel de ser, me parecían tan ficticias, tan impersonales, que sin duda escondían una verdad oscura, tal vez patética, tal vez sencillamente insignificante—, era demasiado fácil, pues, deducir y descifrar una fragilidad esencial, una exageración infantil, una falta evidente de madurez psíquica, en todo caso.

Sin embargo —no era necesario conocerlo mejor para establecer esta afirmación—, seguro que Guerra acumulaba entre sus manos un poder considerable. Vicepresidente del Gobierno, y a este título encargado de la coordinación técnica y administrativa del trabajo del Consejo de Ministros; vicesecretario del partido socialista, lo cual le entregaba de hecho la dirección del grupo parlamentario que desde 1982 tenía mayoría absoluta en la Cámara y del aparato central del partido, Guerra poseía el control, si no sobre las grandes opciones de estrategia política, que pertenecían a Felipe González, al menos sobre la ejecución y articulación en el día a día de aquéllas. Sobre la realidad gris o brillante del poder, de hecho: listas electorales, prebendas y privilegios, puestos claves de la Administración civil.

Una cosa me había llamado la atención los últimos años, desde que me entrevistaba a solas con Felipe González, a lo largo de las largas tardes de conversaciones sin reserva, desprovistas de territorios prohibidos, de tabús y temas sagrados: jamás me había hablado de Alfonso Guerra. Jamás había siquiera mencionado su nombre. Sin embargo, era evidente para cualquier observador de la vida política española que las relaciones entre los dos hombres, el reparto de poder y la división de trabajo entre ellos eran la clave del sistema hegemónico que funcionaba, por la voluntad mayoritaria de los electores, para terminar de consolidar la democracia española.

Pero vuelvo a aquella primera mañana. Intento reconstruir en su frescor originario las impresiones inmediatas.

La soledad de Guerra en la gran sala de La Moncloa no parecía accidental. No parecía deberse a la casualidad. No estaba allí porque, viviendo como vivía en el recinto del palacio presidencial, le fuera fácil llegar el primero. Era una soledad ostentosa, dramatizada, cuidadosamente puesta en escena. Era la soledad significativa del poder. Soledad de centinela vigilando el destino del pueblo todavía adormecido. Siempre un poco adormecido, por definición. No llegaba el primero porque sólo tuviera que dar unos pasos por el parque de la Moncloa para llegar allí. Llegaba el primero porque tal era su papel, su obligación, su misión: porque era el primero en la sombra del poder.

Unos meses más tarde, Alfonso Guerra expresó en una metáfora su concepción del papel que pretendía desempeñar cerca de Felipe González, en la cúpula de las instancias del Estado y del partido socialista. En una entrevista concedida al periódico italiano II Messaggero, Guerra comparó —y una interpretación freudiana de esta frase sería probablemente lícita— los lugares del poder a una cocina. «Yo soy el cocinero que prepara los platos», declaró. «Y es González el que los adereza y los presenta a los comensales.»

El viernes siguiente a la publicación de estas palabras —me parece inútil comentar largamente su arrogancia y su vulgaridad—, Guerra no asistió al Consejo de Ministros. Estaba en viaje oficial por algún país de América del Sur, si no recuerdo mal. No importa, por otra parte; estaba ausente, cualquiera que fuera la razón. Entonces, en el momento de las conversaciones matutinas en torno a la mesa del café, reunidos en pequeños grupos esperando la llegada de Felipe González y la apertura formal de la reunión, me dirigí a algunos ministros de obediencia guerrista que conversaban juntos, como de costumbre.

—Decidle a Alfonso que hace mal utilizando metáforas culinarias para hablar del poder —les solté—. Es vulgar y justifica el rechazo populista de la política.

Entonces me volví hacia Enrique Múgica, ministro de Justicia, que formaba parte de aquel grupo y estaba en mejores condiciones que otros para entender lo que iba a decir a continuación.

—Además, las alusiones culinarias son peligrosas por otro motivo… Acuérdate de Lenin, Enrique. En una de las últimas cartas que le envió a Trotski, escribía hablando de Stalin: «¡Me pregunto qué plato demasiado picante estará preparándonos ese extraño cocinero!».

Múgica comprendió perfectamente por qué evocaba dicha anécdota, pero no reaccionó. Sin embargo, en aquella época todavía hablaba conmigo. Algún tiempo más tarde dejó de dirigirme la palabra. Dejó incluso de verme; yo me había vuelto invisible para él. Transparente, en el mejor de los casos.

Es verdad que había tomado públicamente posición en el asunto de tráfico de influencias y de enriquecimiento personal ilícito, del cual era presunto culpable un hermano del vicepresidente. Aquel Guerra, de nombre Juan, parado en 1982, en el momento de la victoria socialista en las elecciones legislativas, se había convertido más tarde en su ciudad natal, Sevilla, en una especie de secretario o factótum de su potente pariente, y nunca se supo muy bien por qué razón ni en función de qué decisiones, las del partido o las del Gobierno. Como quiera que sea, Juan Guerra ocupó un despacho oficial reservado a su hermano en la Delegación del Gobierno en Sevilla. Y aprovechó aquel puesto, aprovechó el aura de autoridad e influencia que su apellido y la utilización de este despacho oficial le conferían para conseguir en unos años una fortuna aparentemente importante. Eso sospechaban las autoridades judiciales, en todo caso.

Pero volveré sobre el asunto Juan Guerra porque es emblemático. Su análisis, cuando llegue el momento, permitirá observar los hilos de la compleja trama de corrupción, de prácticas clientelares y de arrogancia partidaria que han terminado minando la hegemonía del partido socialista.

Crucial también el asunto Juan Guerra desde otro punto de vista. De los casi tres años pasados en el Gobierno de Felipe González, ese momento es, en efecto, el único en que habré visto a este último tener reflejos partidarios en vez de reaccionar como hombre de Estado. Es el único momento en que le habré visto falta de clarividencia, falta de lucidez, en que le habré visto dejarse encerrar en la posición insostenible de un jefe de familia o de clan, cuando su visión política se caracteriza habitualmente por tomar en cuenta con amplitud, con rigor, el interés general.

Por el momento, y para volver a mis relaciones con Enrique Múgica, ministro de Justicia, y los demás guerristas del Gobierno o del aparato dirigente del partido socialista, sólo añadiré dos palabras.

Interrogado sobre el caso Guerra el 8 de mayo de 1990, por Mercedes Milá, una de las mejores periodistas de la televisión española. (Oh, súbito recuerdo: imágenes estallando: el programa de Mercedes Milá, El Martes que viene, se componía aquella noche de dos partes distintas; durante la primera mitad fui interrogado yo; la segunda mitad fue consagrada a una entrevista con Luis Miguel Dominguín y su hijo Miguel Bosé: no había vuelto a ver a Luis Miguel desde hacía muchísimos años, desde la muerte de Domingo Dominguín; nos abrazamos: encontramos enseguida el calor de antaño, el tono impertinente y apasionado de nuestras conversaciones de siempre; Luis Miguel había envejecido, yo había envejecido; Miguel, el hijo de Lucía Bosé, el niño que yo había visto crecer cuando era un clandestino que respondía al nombre de Agustín Larrea nos miraba con una sonrisa en la que se mezclaba la ternura y la irritación; cerremos el paréntesis: evitemos las demasiado largas digresiones de la memoria, sobre todo cuando son sentimentales.) Interrogado pues por Mercedes Milá sobre el asunto Guerra, había dado yo una respuesta de sentido común. Pero el sentido común parecía ser la cosa menos compartida en aquel momento en las instancias dirigentes del aparato del partido socialista.

Había dicho, cuestión de sentido común, que en el asunto Guerra se producía la conjunción de tres hechos que, tomados de uno en uno, o incluso por dos, no planteaban ningún problema, no planteaban ninguna duda. Tres hechos incuestionables. Primero, Juan Guerra era el hermano del vicepresidente del Gobierno socialista. Segundo, indudablemente había ocupado un despacho oficial con vagas funciones representativas. Tercero, se había enriquecido personalmente de manera espectacular. Era la conjunción de esos tres factores lo que resultaba intolerable. Que un hermano del vicepresidente se hubiera enriquecido tan rápidamente sin haber tenido a su disposición un despacho oficial, hubiera podido ser más o menos chocante o admirable, pero no hubiera sido en ningún caso delictivo. En una época de expansión de la economía de mercado, de enriquecimiento general de las capas medias, de valorización fascinada del dinero, numerosos han sido en España los nuevos ricos. Durante ese decenio se han hecho fortunas por medios totalmente honestos, honorables. Incluso sin fraude fiscal o tráfico de influencias.

También podía haberse dado otro caso de figura, el de un hermano del vicepresidente ocupando un puesto en la Delegación del Gobierno en Sevilla, sin sacar de ello ningún provecho personal. A fin de cuentas, ese Juan Guerra era militante del partido socialista, y hubiera sido excesivo negarle todo acceso al aparato, sobre todo en un puesto tan subalterno. Si hubiera vivido de su sueldo oficial, ¿quién hubiera podido reprocharle algo?

Lo que era intolerable, pues, había contestado yo a Mercedes Milá, era la conjunción de los tres elementos fácticos: hermano del vicepresidente, ocupación de un despacho oficial, enriquecimiento espectacular probablemente ilícito.

Pero los guerristas nunca me perdonaron ese crimen de lesa majestad familiar. Para ellos, las acusaciones contra Juan Guerra eran calumniosas, dependían únicamente de una conspiración política de los medios de comunicación contra la izquierda en el poder. Cualquier otro punto de vista era considerado como una traición.

A partir de entonces, el ministro de Justicia dejó de cenar conmigo, de hablarme, de verme incluso: dejé de existir para él. En la antesala del Consejo pasaba junto a mí sin volver la cabeza. Sin embargo, era mi más viejo amigo en el Gobierno de Felipe González.

Había conocido a Enrique Múgica en 1953, en San Sebastián, al final de mi primer viaje clandestino a España. Era un estudiante de derecho rebelde y activo, lleno de imaginación política, adversario resuelto de la dictadura del general Franco. Lo había conocido en casa del poeta Gabriel Celaya y reclutado para la organización ilegal del partido comunista en la universidad, donde desempeñó un papel considerable. Bon vivant, curioso de la literatura universal, gran aficionado a los alimentos espirituales y terrenales, valeroso (fue detenido varias veces y pasó largos meses en las cárceles franquistas), Múgica demostró un temperamento político indiscutible.

Al comienzo de los años sesenta, me hizo llegar desde la cárcel de Burgos una carta personal anunciándome su decisión de abandonar el partido comunista y de agruparse en las filas del socialismo democrático. Decisión atrevida en aquella época, que demuestra la lucidez estratégica de Múgica. El partido socialista, en efecto, no tenía entonces más que una influencia limitada y un prestigio incierto entre los grupos más comprometidos en la lucha contra el franquismo. Entre los jóvenes intelectuales de las capas medias, en todo caso, era el partido comunista el que gozaba de un aura de eficacia, de coherencia lógica, de abnegación militante. Ello había dependido algo de mí. Pero que Enrique Múgica abandonara su fidelidad comunista, no podía ni apenarme ni irritarme demasiado. En aquel momento yo estaba siendo expulsado del partido.

El hombre que había vuelto a encontrarme en el Gobierno en 1988 había cambiado mucho. El bon vivant se había convertido en un vividor. El militante se había convertido en hombre del aparato. Su antiguo valor había sido sustituido por una pusilanimidad llena de cautela y de febrilidad. Su sentido de la apertura y del consenso había degenerado en puro oportunismo, a veces inoportuno por añadidura. Próximo en un principio, por formación y sensibilidad, a la corriente socialdemócrata del PSOE, Múgica había terminado por fundirse en el molde del aparato guerrista, en el cual un discurso populista de izquierdas permitía adornar y ocultar una práctica autoritaria y clientelar, desprovista de principios estratégicos y éticos, pero suministradora de puestos y de prebendas.

Aquel viernes, pues, Múgica entendió perfectamente la anécdota relativa a la cocina demasiado picante de Stalin. Pero no reaccionó. Sin duda estaría pensando en el interés que podría tener —o no tener— transmitiendo él mismo mis palabras a Alfonso Guerra, para desmarcarse de ellas.

Como quiera que sea, el vicepresidente del Gobierno dejó también de hablar conmigo y de verme en cuanto me pronuncié en público sobre el caso de su hermano.

Alfonso Guerra, pues, llegaba el primero a la sala de la planta baja de La Moncloa porque se creía el primero, porque quería que se creyera. Se instalaba en su lugar habitual, y un diligente mayordomo de chaquetilla blanca le traía la bandeja de su desayuno. Su zumo de naranja, su café con leche, sus galletitas. Guerra jamás se acercaba a la mesa común y convival en que los demás, simples ministros mortales, nos servíamos nosotros mismos una taza de café, o de lo que fuera, a medida que íbamos llegando. Jamás he visto a Guerra moverse de su butaca vicepresidencial antes de los Consejos de Ministros. Levantaba los ojos, observaba, tomaba nota. Al hilo de los días, la vivacidad de los movimientos de su cuello, de su rostro delgado en el que se notaban las marcas de sus gruesos lentes, me ha hecho pensar a veces en una serpiente enderezada y alerta.

Desde su puesto de observación saludaba con un breve gesto a algunos de los que iban llegando. Otros se acercaban a él para rendirle cuenta o pleitesía, agazapándose junto a su butaca para murmurarle alguna información o escuchar algún consejo. A veces, y éste era el caso del ministro de Justicia ya mencionado, y de Matilde Fernández, ministra de Asuntos Sociales, los impetrantes se ponían francamente de rodillas junto a la butaca de Guerra, como si estuvieran confesándose.

Además de esta inmovilidad que en cierto modo venía a significar la discreta centralidad de su poder —y que contrastaba con la movilidad de todos los demás, incluida la de Felipe González, que íbamos de aquí para allá intercambiando informaciones o resolviendo asuntos corrientes, antes de que comenzara formalmente la reunión del Consejo—, la escenificación que hacía Alfonso Guerra de su aparición y de su apariencia comportaba igualmente una sabia utilización del attrezzo: papeles y libros, particularmente.

De la cartera que le acompañaba siempre, extraía algún voluminoso dossier, cuyas páginas estudiaba y anotaba sin dejarse distraer por las charlas que le rodeaban. De esa manera demostraba lo contrario de lo que sin duda deseaba probar, subrayando así los rasgos de infantilismo de su carácter. La antesala del Consejo era, en efecto, el lugar menos apropiado para trabajar con documentos importantes. Si éstos tenían algo que ver con la reunión que iba a dar comienzo, era evidentemente demasiado tarde para estudiarlos. Si no tenían nada que ver, ningún carácter urgente, cualquier otra ocasión de tomar conocimiento de ellos hubiera sido más oportuna.

Lo que estaba claro es que Alfonso Guerra se dedicaba a representar: hacía el papel de un hombre de Estado estudioso y severo. Tenía esa pose. Confundía en suma el Consejo de Ministros con alguna de las compañías de teatro universitario que había dirigido en su loca juventud.

Pero no utilizaba sólo documentos a guisa de accesorios para sus escenificaciones del viernes por la mañana. También libros. Incluso cuando hacía como si estudiara algún dossier, Guerra colocaba ostensiblemente en el brazo de la butaca un libro abierto y vuelto al revés, de manera que pudiera leerse el título. Nunca era una obra de ficción. Pronto pude darme cuenta de que el vicepresidente tenía una predilección sistemática por los pequeños volúmenes, fáciles de reconocer por el color plateado de sus cubiertas, de la colección científica que Jorge Wagensberg dirige en Tusquets Editores.

Debía de pensar que aquellas lecturas proclamadas realzarían su prestigio de intelectual verdadero, comprometido con las vulgaridades de la política por abnegación y espíritu de sacrificio, ya que ésa era la imagen de sí mismo que laboriosamente había construido al filo de los años, de las confidencias y de las entrevistas periodísticas.

Una anécdota mostrará hasta qué punto esta estrategia era sistemática en el caso de Alfonso Guerra. Dos años después de esta mañana de julio de la que estoy haciendo aquí un relato más o menos circunstanciado, en una fecha que no puedo precisar, un miércoles en todo caso, día de la reunión de subsecretarios que Guerra presidía y donde se preparaban los dossiers técnicos del Consejo del viernes, mi jefa de gabinete, Juby Bustamante, me indicó que ese día el vicepresidente había recomendado calurosamente la lectura de un libro a los asistentes a la reunión de subsecretarios. No la dejé terminar. «Sin duda Sobre la imaginación científica», le dije interrumpiéndola, «una obra colectiva que acaba de publicarse.» Ella me miró boquiabierta. Se trataba de ese libro, en efecto. ¿Pero cómo había podido adivinarlo? Sencillísimo: era el último título publicado en la colección de Tusquets Editores.

En enero de 1991, cuando Guerra se vio obligado a dimitir de su cargo de vicepresidente, su butaca habitual se mantuvo largamente desocupada, tanto en la sala del Consejo de Ministros como en la antesala contigua.

No ocurrió lo mismo, sin embargo, en el Congreso, en el banco azul del Gobierno. Allí —centenares de miles de españoles habrán podido constatarlo gracias a la televisión— los rangos se apretaron enseguida. El ministro de Exteriores, Francisco Fernández Ordóñez, fue a ocupar el sitial vacío, vecino al del presidente; ninguna vacante o hueco de poder fue por tanto perceptible en el plano simbólico. Alfonso Guerra, por su parte, convertido en simple parlamentario, pasó a ocupar en el hemiciclo un lugar entre los diputados del Grupo Socialista. Consagró ostensiblemente la sesión de su regreso a la Cámara (¡siempre el mismo gusto por las escenificaciones aparatosas!) a hacer como que estudiaba una partitura musical, en señal de olímpico desprecio por tan fútil contingencia como pueda ser una asamblea de los diputados del pueblo.

Pero en La Moncloa, lejos de las cámaras de televisión, en la sombra y el secreto del poder, la butaca de Guerra permaneció vacía. ¿Quién decidió aquello? Sin tener la prueba formal de ello, estoy convencido de que Felipe González no dio ninguna instrucción en este sentido. Sin duda no pidió que se retirara aquella dichosa butaca. Son detalles que no deben preocuparle mucho, porque su relación con el poder es demasiado profunda, demasiado original para detenerse en estas futilidades, para preocuparse por cuestiones de liturgia o de prestigio.

No obstante, si Felipe González nunca sintió la necesidad de comentar con sus ministros la forzada dimisión de Guerra —acontecimiento sin embargo crucial de la vida política española, después de diez años de un sistema hegemónico donde el lugar y el papel de los dos hombres había sido determinante—, tal vez no le desagradara la idea de recordárnoslo oscuramente cada viernes de las semanas siguientes con la presencia insólita de esa butaca vacía. A nosotros nos correspondía descifrar lo que significaba.

Es cierto que alguna mala lengua ministerial ha insinuado que Felipe González no hizo cambiar la disposición de los sillones del Consejo para evitar que el ministro de Justicia, Enrique Múgica, pasara a ser su vecino inmediato. El orden protocolario era tal, en efecto, que el ministro de Justicia se sentaba a la derecha del vicepresidente. Al desaparecer éste, si se hubiera quitado el sitio vacío no hubiera habido ya nadie entre Múgica y el presidente. De tal manera que Felipe González hubiera tenido que soportar él mismo los comentarios y bromitas que Múgica le susurraba antes a Guerra.

Sin embargo, a pesar de lo verosímil de este rumor malévolo, no creo que sea verdad. Pienso que Felipe González es capaz de aguantar una presencia desagradable si lo exige la coyuntura política, en función de los compromisos y los equilibrios del poder. Me inclino más bien a pensar que el mantener el lugar vacío de Alfonso Guerra posiblemente no lo decidiera nadie. Nadie se habrá atrevido a decidirlo en el aparato administrativo de la Presidencia del Gobierno. Los altos cargos que formaban parte de este aparato, la mayor parte de ellos de filiación guerrista, han debido de temblar ante la idea de decisión tan sacrílega; hacer desaparecer la butaca del vicepresidente hubiera sido algo así como un parricidio, un crimen simbólico.

Esta impresión personal se vio confirmada algunas semanas más tarde. De nuevo era un viernes. Estábamos en la antesala del Consejo, charlando en pequeños grupos, como de costumbre. La butaca del ex vicepresidente seguía desocupada. El ministro de Defensa, visiblemente de buen humor aquel día, se acercó entonces al grupo en el que me encontraba. Detrás del cristal de sus gafas, su mirada tenía una expresión astuta. Hacía ese gesto que le es habitual, que no es fácil de descifrar: ¿estará lavándose las manos o estará frotándoselas de satisfacción rústica y campechana? Como quiera que sea, Narcís Serra estaba ese viernes de humor alegre. Dio buena prueba de ello inmediatamente, porque volviéndose hacia nosotros, comentó sarcástico: «Pero vamos», exclamó. «¿Nadie se va a sentar nunca en esa butaca?».

Hubo un silencio súbito entre los ministros allí reunidos. Silencio divertido o intrigado para unos. Silencio estupefacto entre los demás. Aproveché este silencio para decir a Serra, en el mismo tono irónico que había empleado él: «Todo parece indicar que esta butaca te está reservada, que sólo te espera a ti… ¡Siéntate, pues!».

Matilde Fernández, ministra de Asuntos Sociales y guerrista de estricta obediencia, tuvo un sobresalto de emoción. Nos pidió que no bromeáramos con eso. Nos dijo que en Asturias, en la cuenca minera, en los autobuses que conducían a los mineros al trabajo, siempre se dejaba vacío el puesto ocupado por un obrero muerto en accidente. Concluyó que era una muy hermosa tradición.

Narcís Serra, ministro de Defensa, quien se ha convertido después, efectivamente, en el vicepresidente del Gobierno, la miraba con los ojos abiertos por la sorpresa. En cuanto a mí, tomé a Matilde afectuosamente por el brazo —siempre estuvimos en desacuerdo sobre las cuestiones políticas esenciales, pero nuestra relación fue siempre cordial; ella nunca dejó de verme ni de hablar conmigo— para decirle: «Por favor, Matilde, no te pongas tan dramática… Aquí no ha muerto nadie».

Entonces entró Felipe González y se acercó a nosotros, al grupo en que yo estaba. Acababa de llegar a la antesala del Consejo con su primer cigarro puro del día triunfalmente en la boca. Se acercó a nosotros con una sonrisa resplandeciente y carnívora, y fue a sentarse, visiblemente satisfecho con su gesto, en la butaca de Alfonso Guerra.

Así se termina la parábola, no demasiado evangélica, del lugar simbólico del vicepresidente destituido en los escenarios del poder.

Pero todavía no he llegado a este punto.

Aún estoy en mi primer Consejo de Ministros, la mañana del 15 de julio de 1988. A las nueve menos diez de la mañana. Alfonso Guerra y yo todavía estamos solos en la gran sala de columnas del palacio de la Moncloa. Ha levantado la cabeza para observar mi llegada. Su mirada no es fácil de interpretar: está llena de significado. De interés, sin duda, pero carente de benevolencia. Llena de circunspección, sobre todo. Su mirada parece preguntarme: ¿quién eres tú?, ¿qué haces aquí? Pero tal vez se haga esa pregunta a sí mismo. Tal vez sea una pregunta para sí mismo. Quiere saber a qué atenerse con respecto a mí. Es comprensible, es bastante humano.

Comprendo fácilmente su circunspección, la curiosidad un poco desconfiada que su mirada deja traslucir este primer día y otros días siguientes. Hasta el día en que sabrá a qué atenerse, en que su mirada se volverá francamente hostil. En que dejará incluso de mirarme, tal vez con la esperanza típicamente solipsista de verme desaparecer. Pero si no he desaparecido cuando Dios dejó de mirarme, no será Alfonso Guerra el que lo logrará por arte de magia.

De todas maneras, comprendo su circunspección. Porque soy el único ministro de esta última remodelación gubernamental que no depende en modo alguno de él. Que no ha sido elegido y designado para este cargo en función de acuerdos en los que él hubiera tomado parte, o en función de los equilibrios no formulados pero obligatorios entre las diferentes corrientes —reales pero no expresadas— del partido socialista español.

Llego de otra parte, de un territorio que él no controla, de un pasado sobre el cual no tiene poder, donde se hunden las raíces de mi independencia. Sin duda he sido elegido por Felipe González, pero esta elección ha sido directa, personal, no ha sido sometida preliminarmente a la aprobación del aparato central del partido socialista, que Guerra controla con mano y guante de hierro desde hace años. No quiero decir con esto que los demás ministros —hay seis ministros nuevos, otros han cambiado de cartera y un núcleo permanece en el poder desde 1982— no hayan sido elegidos directamente, personalmente, por González. Pero lo habrán sido en el marco de una serie de obligaciones, de intereses que hay que preservar, de equilibrios que hay que prolongar en el seno del partido y del Ejecutivo.

Lo digo con toda objetividad, para hacer comprender la circunspección del vicepresidente en lo que me concierne. Pero sé muy bien que el Ministerio de Cultura no tiene un verdadero peso estratégico. Al elegirme contra lo esperado —y la prensa de esos días ha expresado profusamente la sorpresa, acaso el desconcierto algo irritado que provoca este nombramiento—, Felipe González ha hecho un gesto de apertura, de inconformismo podría decirse casi, pero que no modifica sustancialmente los grandes equilibrios del poder, que no cambia sus obligaciones objetivas: el peso específico del Ministerio de Cultura no es suficiente, en sí mismo, para lograr tales efectos.

El otro punto, decisivo éste, sobre el cual el presidente del Gobierno ciertamente no ha negociado con Ferraz, es el que concierne a la continuidad de su política económica. Este es un dominio en el que hasta ahora Felipe González ha sido intratable, sobre el que ninguna presión del aparato de su propio partido ha podido hacerle cambiar de rumbo, por lo menos en cuanto a lo esencial.

Desde 1982 optó por una política económica rigurosa —orientada hacia la integración en la Comunidad Europea, que se produciría cuatro años más tarde—, una política de control de la inflación y de los gastos públicos, para afrontar la difícil tarea vital de la reconversión industrial y de la liberalización de los intercambios y de los flujos económicos y financieros. Para ese fin, la política puesta en marcha se proponía utilizar sistemáticamente los mecanismos del mercado bajo el control no administrativo sino indicativo de un Estado de Derecho cuyo sector público, sin embargo, pesada herencia del franquismo, deficitario en la mayor parte de sus empresas, tenía una urgente necesidad también él de modernización, de rentabilidad, de reestructuración estratégica. Se trataba, en suma, de poner en orden y en marcha una economía duramente golpeada por la crisis al liberar los mecanismos del mercado sin dejar de preservar por otra parte un instrumento estatal depurado como un factor de reequilibrio y de control.

Algunos días antes de las elecciones generales que iban a llevarle al poder, en octubre de 1982, me había entrevistado con Felipe González en Madrid. Jean Daniel me había pedido una serie de tres artículos para Le Nouvel Observateur. Los dos primeros habían sido ya publicados, el tercero debía tratar del programa de los socialistas y de sus perspectivas electorales. Había escrito este último artículo después de la entrevista con González. Había pronosticado la victoria de su partido, lo cual no era particularmente difícil de prever a finales de la campaña electoral. Estaba al alcance de cualquier observador de buena fe. Había subrayado también la originalidad de su programa económico. Pero el artículo no fue publicado. Alguien en la redacción de Le Nouvel Observateur pensó que mi artículo no era publicable. Me reprochaban predecir la victoria del PSOE, en efecto. Me reprochaban sobre todo el creer que un programa económico como el que Felipe González me había expuesto podía ser considerado de izquierdas. ¿Cómo? ¿Ninguna nacionalización? ¿Cómo? ¿Una reconversión industrial? ¿Cómo? ¿Prioridad a la lucha contra la inflación en vez de relanzar el consumo popular como motor del crecimiento? Mi artículo fue censurado.

Pero recuerdo esta anécdota únicamente para subrayar que Felipe me expuso su programa de política económica antes de las elecciones. No es por consiguiente el poder, ni la gestión de los asuntos del Estado, ni el peso de las obligaciones del mercado mundial los que han moderado el programa de González. No es el ejercicio del poder lo que, como algunos siguen afirmando hoy con mucha frivolidad, ha provocado su orientación a la derecha. No ha hecho a posteriori de necesidad virtud. Ha tenido la virtud de comprender las necesidades de la realidad. Ha dado un viraje hacia la realidad desde antes de la toma del poder, y no un viraje hacia la derecha.

En octubre de 1982, en la calle del Pez Volador, en un barrio de casas modestas cerca de la M-30 madrileña, había escuchado con júbilo a Felipe González exponerme las grandes líneas de su programa económico. Por fin un partido de la izquierda del sur de Europa iba a ganar las elecciones para gobernar la realidad del presente, transformándola, en vez de reinar impunemente sobre la ilusión de un porvenir.

Desde aquella fecha, González no había cambiado de línea en su política económica, cualesquiera que fuesen las modulaciones o las modificaciones coyunturales. Y para esto, tampoco había cambiado el equipo ministerial en el terreno económico. Incluso en 1985, cuando se había visto obligado a privarse de su ministro de Economía, Miguel Boyer, brillante inspirador de su sabiduría económica, a causa del conflicto que le oponía a Alfonso Guerra y al aparato central del partido —conflicto en el curso del cual Boyer se vio debilitado por razones de orden privado, que le alejaron sin duda de la voluntad de victoria—, tampoco entonces había cambiado de política, ni de equipo, de hecho. Porque había nombrado como responsable del sector económico de su Gobierno a Carlos Solchaga, el ministro de Industria del equipo Boyer, que prosiguió, con su estilo personal, la misma estrategia de realismo y de rigor.

Lo mismo ocurrió en 1988. Cualesquiera que hayan sido los conciliábulos, los compromisos, los intercambios de buenos o malos procederes necesarios para garantizar a la vez la autonomía de Felipe González y el equilibrio interno entre el aparato, las diversas sensibilidades del partido socialista y el Ejecutivo, el presidente continuó manifestando su intransigencia en cuanto a la política económica. Mantuvo en su puesto a Carlos Solchaga, y su equipo se reforzó incluso con la llegada al Ministerio de Industria de Claudio Aranzadi, un hombre de su círculo.

Alfonso Guerra, pues, me miraba entrar en la sala de columnas de La Moncloa con circunspección: podía comprenderlo.

Un poco más tarde, desde los primeros minutos del Consejo, iba a producirse un intercambio —indirecto, por otra parte— entre Solchaga y él. Intercambio revelador, al menos para mí. Decisivo para mi iniciación inmediata en los pequeños misterios del poder.

Éramos diecisiete ministros en torno al presidente y al vicepresidente. Diecinueve personas en total. Un número relativamente restringido, pues, para una instancia de poder ejecutivo. Que permitía, llegado el caso, un auténtico intercambio de opiniones, una discusión real con la participación de todos los asistentes. A condición de que éstos quisieran intervenir, naturalmente. Y que tuvieran algo que decir, claro está. En el curso de los treinta y dos meses pasados en el Gobierno, he conocido a ministros que no tenían nada que decir. Algunos decían algo, cualquier cosa, a pesar de ello, sin duda para convencerse de que existían al oír su propia voz. Algunos no decían nada, o bien porque no tenían nada que decir o bien porque preferían guardar un prudente silencio.

La palma a este respecto se la llevaba sin duda el ministro de Sanidad. Era mi vecino por la izquierda en la larga mesa oval del Consejo. Un hombre afable, economista de profesión, que tenía en contra suya un molesto parecido con Groucho Marx. Lo que no tenía en contra suya eran sus palabras, sin embargo, puesto que no decía nada, apenas nada. Durante cerca de tres años no le habré oído prácticamente nunca tomar posición sobre una cuestión política de fondo. Nunca tampoco le habré oído exponer o proponer algo importante relativo a su departamento ministerial. Aunque sea difícil de pensar que no haya nada que decir sobre la salud pública durante tan largo tiempo. La sanidad no es la menor de las preocupaciones en un país de democracia moderna, parece demostrable.

De todas maneras, un Gobierno no es por definición un club de discusión. El número de cuestiones concretas, de orden administrativo o legislativo, que hacía falta examinar y resolver en cada sesión era tal que las posibilidades de debate general resultaban escasas. Surgían en ciertos periodos de crisis o de conflicto (en el momento de la huelga general del 14 de diciembre de 1988, que puso en cuestión las relaciones del partido socialista con el movimiento sindical; en el momento de la guerra del Golfo, naturalmente) o con ocasión de la preparación de ciertos debates importantes (el debate anual del estado de la nación, o los debates periódicos sobre la construcción europea, por ejemplo).

También es verdad que cuestiones de orden general, que provocaban a veces vivos debates, podían surgir de manera imprevista, o con ocasión del examen de un proyecto de ley o de una decisión administrativa aparentemente trivial pero que pusiera en entredicho indirectamente la filosofía misma de la estrategia gubernamental.

Los Consejos del gabinete eran preparados cada miércoles en una reunión de trabajo de los subsecretarios de cada departamento ministerial. Presidida por Guerra, esta comisión preparaba el trabajo del Consejo y fijaba su orden del día.

Todos los jueves, al final de la tarde, recibía del secretario general técnico de mi ministerio el dossier de la reunión del gabinete del día siguiente. Este dossier comprendía el orden del día con todos los documentos de referencia: proyectos de ley u órdenes ministeriales, informes preparatorios sobre las cuestiones en curso de examen, notas de información habituales o confidenciales de algunos ministerios, principalmente del de Economía y del de Asuntos Exteriores, etcétera. Así, tenía toda la tarde y la noche para estudiar el dossier y obtener una visión de conjunto de los problemas que iban a ser examinados al día siguiente. Estos problemas se clasificaban en dos categorías. Bajo índice verde se agrupaban los problemas de orden técnico y administrativo que habían sido ya resueltos en la comisión del miércoles. Siempre era posible, sin embargo, volver en Consejo sobre las cuestiones agrupadas bajo esta rúbrica, que quedaban abiertas hasta su aprobación definitiva, casi siempre implícita si ninguno de nosotros ponía objeción.

Bajo índice rojo se agrupaban los problemas de competencia exclusiva del Consejo, así como aquellos sobre los cuales la comisión de subsecretarios, aun siendo competente, no había llegado a ningún acuerdo.

Pero el primer punto del orden del día concernía invariablemente a los nombramientos. La nomenclatura de los puestos de la Administración central que corren a cargo del Consejo de Ministros es en España bastante amplia. No sé si lo es más o menos que en los demás países de la Comunidad Europea, no teniendo a mano términos de comparación. Para poner un ejemplo diré que en mi caso, en el Ministerio de Cultura, necesitaba la aprobación del Consejo para nombrar al director del Museo del Prado.

Ese día, pues —hoy, dentro de algunos minutos, ya que estoy todavía con Alfonso Guerra en la antesala del Consejo—, después de haber dado la bienvenida a los nuevos ministros —éramos seis, entre ellos dos mujeres— y trazado a grandes rasgos las perspectivas del fin de la legislatura —estaban en efecto previstas elecciones para el año siguiente, 1989—, Felipe González abrió la sesión sobre el primer punto del orden del día, el de los nombramientos.

El ministro de Economía y Hacienda, Carlos Solchaga, intervino enseguida. El mandato de los dos principales responsables del Banco de España llegaba a su término, en efecto. En algunas frases concisas —su estilo nunca ha sido el de hablar para no decir nada—, Solchaga explicó por qué proponía la renovación en sus cargos de los responsables por un nuevo periodo de cuatro años.

Entonces pidió la palabra el vicepresidente Alfonso Guerra.

Hablaba con una voz bastante débil, sorda, en el micrófono fijado a la mesa ante él —como ante cada uno de nosotros— y que había puesto en marcha con un gesto extrañamente resignado. Su acento andaluz, muy pronunciado, laceraba las palabras del castellano, escamoteando algunas letras o diptongos, deformando otros.

Las escenificaciones complicadas de sus apariciones en público me han vuelto suspicaz, y por ello he terminado por suponer que Guerra hablaba así para obligar a sus interlocutores a prestar una atención vigilante, multiplicada. Uno se veía obligado a alargar la oreja, a suspenderse a lo que dijeran sus labios para comprender el sentido de sus palabras. Pero tal vez esta interpretación sea errónea o tendenciosa. Tal vez hablaba con esa voz sorda y débil porque es la suya, sencillamente, porque ésa es realmente su manera de hablar. No tengo certidumbre acerca de esto.

Como sea que fuera, el vicepresidente Guerra hablaba ese día con voz sorda, y lo que decía era extraño.

¿No habrá llegado el tiempo, decía, de colocar en puestos como éste a hombres nuestros? ¿A militantes? ¿No tenemos en el partido bastantes hombres capaces de dirigir tan bien como éstos el Banco de España? ¿Por qué recurrir todavía a técnicos y expertos que no son de los nuestros?

Le oía hablar con su voz sorda, lacerada su dicción por el acento andaluz, y notaba la cantidad de veces que repetía la palabra «nosotros», que hablaba de los «nuestros». Eso me retrotrajo largos años, a un pasado lejano y olvidado. Me retrotrajo a la prehistoria, es decir, al pasado de mi experiencia del partido comunista, en el cual el discurso ideológico trazaba siempre líneas de demarcación entre «nosotros» y los demás. Hacía tiempo que no había vuelto a oír aquel «nosotros» sectario, aquel pronombre de clausura y de exclusión. Hacía tiempo que no había visto aparecer el espíritu de partido. Pero aquel regreso al discurso de mi juventud no me rejuvenecía. Más bien al contrario. Se desprendía de él súbitamente un olor rancio de vejestorio, un discreto mal olor.

Sin embargo, era evidente que el lenguaje de Guerra complacía a cierto número de ministros. Son cosas que se perciben fácilmente en un grupo, por poco que se preste atención, esos movimientos psíquicos de aprobación íntima que se traducen en gestos casi imperceptibles: medias sonrisas, movimientos de cabeza, miradas cautivadas.

Después de sugerir buscar a otras personas para los cargos en cuestión del Banco de España —propuesta puramente teórica, por otra parte, ya que no adelantó alternativa alguna a los nombres propuestos por Solchaga—, el vicepresidente terminó abruptamente declarando que su intervención, lo sabía, sólo tendría un valor testimonial.

Hubo un silencio que adquirió cierto espesor.

Fue Felipe González el que lo rompió. Con voz firme y reposada, preguntó si no había ningún otro comentario.

Aparentemente no lo había.

Eso no dejó de sorprenderme, porque había percibido la simpatía que provocaban las palabras de Guerra en algunos ministros. Simpatía que, al parecer, prefería quedar informulada, no expresarse públicamente.

Lo cual permitió al presidente del Gobierno declarar que la propuesta del ministro de Economía quedaba aprobada. Hay que decir que Carlos Solchaga no pareció dudar ni un minuto de la aprobación final de su propuesta.

Se pasó al punto siguiente del orden del día.

Había razones para sorprenderse: me sorprendí.

Porque la propuesta de Guerra no era sólo una cuestión de método, de nombramientos o de nomenclatura. No se trataba tampoco de una improvisación: la manera determinada de tomar la palabra desde el comienzo de la sesión demostraba que eran ideas maduradas largamente.

Proponer a militantes —a hombres «nuestros»— para gobernar el Banco de España en lugar de dos profesionales reconocidos, uno de los cuales había formado en la universidad a buena parte de los mejores economistas españoles —hombres de izquierda, por añadidura, como lo eran Mariano Rubio y Luis Ángel Rojo, cuyo pasado era de compromiso con el antifranquismo aunque no hubieran sido hombres de partido—, no tenía sólo un valor simbólico. No era sólo por el placer de reavivar estérilmente la vieja querella china sobre los expertos rojos (para los maoístas, como se recordará, el peor revisionismo era el que se expresaba con aquel dicho: «No importa que un gato sea negro o blanco mientras cace ratones»), sino que también era poner en entredicho insidiosamente la política económica del Gobierno.

¿Qué interés habría tenido, en efecto, poner a militantes en lugar de expertos si fuera para hacer la misma política? Subrepticiamente, por el sesgo de la cuestión del Banco de España, era la perspectiva de otra política económica la que apuntaba. Sin olvidar tampoco el beneficio secundario que el aparato de Guerra obtendría colocando a algún fiel en puestos clave.

Ni en este caso ni en otros, sin embargo, a lo largo de mis años en el Gobierno, la exigencia de otra política económica tomaba la forma de una alternativa global y coherente a la de Felipe González y Carlos Solchaga, sino más bien la forma de una guerrilla permanente, esporádica, difícil de combatir, incluso de debatir, precisamente por la falta de precisión y de elaboración articulada. Guerrilla que a veces concernía a la política industrial o a los convenios colectivos, a veces a las medidas anti inflacionistas o al déficit público.

Esta sorda batalla sin línea de frente ni banderas desplegadas se hacía más aguda, más abierta, más peligrosa también, es fácil comprenderlo, durante el periodo de elaboración y discusión de los presupuestos.

En ese terreno, después de la remodelación ministerial de 1991, es evidente que las presiones del aparato y del grupo parlamentario socialista condujeron al presidente del Gobierno a arbitrajes y concesiones que causaron grave perjuicio a la política de rigor presupuestario defendida por Carlos Solchaga.

El incidente que acabo de comentar era significativo además desde otro punto de vista. Por su forma de insistir en el carácter puramente testimonial de su intervención, Alfonso Guerra subrayaba involuntariamente cierta marginalidad de su poder, en relación al menos con una cuestión tan crucial como era la política económica. Por otra parte, por la manera que había tenido de ni siquiera tomarse la molestia de contestar a Guerra, Felipe González subrayaba su autonomía de jefe de Gobierno en relación con las veleidades de su propio partido, del núcleo duro de su dirección al menos, encarnado en Alfonso Guerra.

Había por consiguiente motivos para verse sorprendido.

Miré a mi alrededor, a mis dos vecinos en la mesa del Consejo, para observar su reacción. El ministro de Sanidad, mi vecino de la izquierda, ni se inmutó. Sin embargo, yo había percibido en él aquel movimiento de simpatía que provocaban en algunos las palabras de Guerra. Pero se terminó, ya no había nada que observar en su rostro; había recobrado el estado de inexpresividad que le era habitual, como iría comprobando a lo largo de los viernes y de los Consejos.

Mi vecino de la derecha, Joaquín Almunia, era ministro de Administraciones Públicas. Observó mi mirada, sin duda llena de sorpresa, de interrogaciones, de curiosidad al menos. No me dijo nada, limitándose a hacer un gesto breve con las manos y el rostro que podría interpretarse así: ¡pues sí, pues sí, así es!

Algunas semanas más tarde, Almunia se mostró más explícito. Fue durante uno de los primeros Consejos de Ministros a la vuelta de las vacaciones, en septiembre. Por una razón que he olvidado —sin duda un viaje oficial al extranjero—, Felipe González no presidía ese día la reunión. La presidía Alfonso Guerra. Y fue un desastre. No dominaba los dossiers, intervenía a trancas y barrancas, era incapaz de conducir la discusión y de hacerla progresar. Un verdadero desastre, lo repito. El Consejo de Ministros empezaba a parecerse a una clase cuyo profesor principal estuviera ausente, entregada por eso a un novato sin experiencia.

Al cabo de cierto tiempo de desorden y de palabrería, me había vuelto de nuevo hacia Almunia, sin interesarme por mi vecino de la izquierda, puesto que ya había aprendido a medir su incapacidad de expresión personal.

Aquel día Almunia dijo algunas palabras.

—Ocurre siempre igual cuando Felipe no está.

Sonreía brevemente.

—Por fortuna no suele ocurrir a menudo.

Sonrió con un aire resignado.

—Todavía puede ser peor…

Tenía razón, en efecto, fue peor inmediatamente después de ese breve comentario murmurado.

El ministro de Industria sometía ese día al Consejo la lista de precios de la energía para el otoño. Presentó su proyecto de decreto de una manera sobria y clara, justificando algunos aumentos previstos, por otra parte poco importantes. Todo parecía decidido cuando Alfonso Guerra lanzó una interpelación sobre el precio propuesto para la bombona de gas doméstico. ¿No sería conveniente hacer un gesto hacia las familias de trabajadores, principales consumidores de aquel producto? ¿No podría reducirse el precio propuesto para el gas butano en interés de los más desfavorecidos? ¿Mostrar así la sensibilidad social del partido en el poder?

Se emprendió una discusión bizantina. La mayor parte de los ministros guerristas se lanzaron a la ofensiva, como si las dos pesetas de menos sobre el gas doméstico fueran a ser la clave de la estabilidad social del país, la prueba de una larga tradición al servicio de la clase obrera. Se abrieron las puertas a la retórica, uno habría podido creerse en una reunión electoral. El ministro de Industria intentó con calma devolver el debate a un nivel aceptable de racionalidad económica. Fue imposible, se había puesto en marcha el molino de rezos y de palabras.

Me permití intervenir para hacer una observación de sentido común. «Fuera de esta sala nadie conoce la lista de precios propuesta por el ministro de Industria», dije. «Nadie, por tanto, sabrá que habéis reducido el precio previsto del gas butano. Porque supongo que no pensaréis en una campaña nacional del PSOE para explicar el alcance de vuestro gesto, ¿no? En suma, que no estáis haciendo un gesto político dirigido a la sociedad sino un gesto dirigido a vosotros mismos… ¡Una medida de satisfacción íntima y privada!»

A mi derecha, Joaquín Almunia me miraba con ojo irónico: ¿no te había dicho que podía ser peor?, parecía decirme. A mi izquierda, el ministro de Sanidad cabalgaba el blanco corcel de las cargas de la brigada ligera: ¡las dos pesetas de menos del gas butano eran el objetivo social del año!

Al cabo de tres cuartos de hora de discusión desordenada, el ministro de Industria aceptó, para tener paz y poder pasar al punto siguiente del orden del día, limitar el aumento previsto del gas doméstico. Tuvo paz, en efecto, y la reunión del Consejo pudo abordar el punto siguiente. Inútil decir que nadie, ni periodista, ni sindicalista, ni honrada ama de casa de modesta condición notó ni al día siguiente ni nunca aquel gesto del Gobierno hacia las clases trabajadoras.

En el curso de aquel debate, uno de los ministros guerristas dijo algo que me pareció revelador. En cierto momento, respondiendo a los argumentos de coherencia y de racionalidad económica del ministro de Industria, exclamó: «¡Todo eso está muy bien, pero tenemos que conservar el margen del discurso!».

«El margen del discurso…» Nada puede definir mejor la esencia populista, demagógica, del guerrismo.

Pero volvamos a mi primer Consejo de Ministros, algunas semanas antes de aquella discusión bizantina sobre el gas butano.

Aquel día, el 15 de julio de 1988, un incidente mínimo a propósito del nombramiento del gobernador del Banco de España, incidente que sólo ocupó tres o cuatro minutos de nuestro tiempo, me había literalmente hecho topar con el principal problema del poder socialista en España.

Como en una novela bien tramada, los personajes principales de esta historia —la Historia— se presentaban desde el primer día en la complejidad de sus relaciones, en la ambigüedad de su reparto del poder. Se decía de esta pareja de jóvenes sevillanos que habían conquistado juntos el poder en el partido socialista y en el país —a una velocidad meteórica, en verdad, si se piensa en el espesor y la lentitud habituales del desarrollo histórico—, que eran inseparables. Que eran como uña y carne. O, si se prefiere una expresión más escogida, que funcionaban según el modelo del alter ego.

La cuestión estribaba, naturalmente, en saber quién era el ego y quién el alter.

Nos quedan todavía unos momentos de soledad a Guerra y a mí. Pronto va a aparecer el tercer personaje de este sainete de los viernes por la mañana: Francisco Fernández Ordóñez, el ministro de Asuntos Exteriores. Durante meses, siempre hemos sido los primeros en llegar a La Moncloa. En un orden variable, por lo que concernía a Ordóñez y a mí, que intercambiábamos sin cesar nuestros puestos de segundo y de tercero.

Porque el primero era siempre Alfonso Guerra.

El ministro Ordóñez estaba en los antípodas de éste. No fingía ser culto, sino que lo era de verdad, sin ostentación ni presunción. No era un hombre de secta ni de aparato, aunque fuera un viejo político. En la primera coalición gubernamental de la España democrática, la UCD de Suárez, representaba a un pequeño grupo socialdemócrata que luego se fundió con el partido de González, el cual absorbió en algunos años todas las corrientes y todos los movimientos de la familia socialista. Era, ciertamente, uno de los ministros más populares de la democracia española, en la que encarnaba en cierta manera la evolución mayoritaria, por no decir masiva, de la clase política y del electorado hacia la constitución de un poder hegemónico del PSOE. Abierto, tolerante, de una inteligencia despierta y aguda, se había convertido en un excelente ministro de Asuntos Exteriores en la fase de reinserción de España en la comunidad internacional democrática.

Mientras el vicepresidente Guerra se mantenía inmóvil en su butaca, como la araña tejiendo su tela matutina, Ordóñez no dejaba de moverse de un sitio para otro, hablando con volubilidad, llamando por teléfono sin parar al mundo entero.

Pronto, pues, dentro de algunos minutos va a hacer su aparición. Este primer día, llegará el último de nuestro trío del viernes. Disipará enseguida, con su sola presencia, con el calor comunicativo que se destaca de ella, el ambiente un poco tenso, un poco ceremonioso, que reina en la sala de columnas del palacio de la Moncloa entre Guerra y yo mismo.

El vicepresidente va a aprovechar estos últimos instantes de soledad. Se nota que quiere decirme algo.

—¿Sabes? —empieza, en efecto, con voz tan suave que no presagia nada bueno—, ¿sabes que los sondeos indican que el nuevo Gobierno es considerado más de izquierdas que el precedente?

No sé nada de esos sondeos. En la prensa que he leído, con pocas excepciones, se insiste más bien en cierto inmovilismo de Felipe González, y se le reprocha. No sé todavía que Guerra conserva la exclusiva sobre las encuestas y sondeos del CIS, el Centro de Investigaciones Sociológicas, instituto oficial que depende de su autoridad y cuyos datos e informes no comparte con ningún ministro. El control de la información —por otra parte imposible en un país de democracia moderna— forma parte de su estrategia de poder personal.

Marca una pausa y me mira.

—Y eso —añade— a pesar de tu presencia en el Gobierno…

En suma, que mi llegada al Ministerio de Cultura habría debido reforzar una imagen de derechas del Ejecutivo. No sé a qué sondeo se refiere. Según la prensa, los portavoces de los partidos de derechas me acusan más bien de representar una corriente del ¡socialismo revolucionario! Se extrañan y se quejan de que el presidente del Gobierno haya entregado la cultura a tan sospechoso sujeto.

Pero no voy a discutir con Guerra. Su opinión sobre la derecha y la izquierda me deja frío. De todas maneras ya estoy acostumbrado a ser tratado de hombre de derechas por toda suerte de imbéciles.

Desde que Carrillo me hizo expulsar en 1964 del partido comunista por crimen de revisionismo, sé a qué atenerme. Sé que se considera de derechas ceñirse a la realidad, analizarla rigurosamente, condición preliminar a toda voluntad seria de reforma y de transformación. En cambio, ser de izquierdas consiste en proclamar de manera voluntarista y dogmática la ruptura social, el salto adelante. O mejor dicho, en el vacío.

Tal vez lo que busque Alfonso Guerra es entablar una discusión conmigo, obligarme a que me justifique. Pero no voy a contestar, desde luego que no. No voy a tener con él una discusión que ya ha zanjado la experiencia histórica, al menos desde Eduard Bernstein: la experiencia de los desastres acumulados sobre las espaldas de los trabajadores del mundo entero por las mortíferas ilusiones de los hombres que se proclaman de izquierdas.

Debo decir, para contrastar la impresión de malevolencia o de sarcasmo que podría desprenderse de esta frase del vicepresidente, que no hay ninguna agresividad en sus palabras. Constata que soy de derechas como constataría que llevo una corbata a rayas. O mejor dicho, como constataría en mí un estado febril. Está dispuesto a contribuir a curarme, en todo caso. No hay ninguna hostilidad perceptible en su actitud. Buena prueba de ello es la declaración que hará al semanario Tiempo unos días más tarde, el 20 de julio. Declaración que tal vez haya hecho ya, en el momento de este primer Consejo de Ministros, pero que se publicará unos días más tarde.

La periodista de Tiempo le hace la pregunta siguiente: «¿Ha pensado que Jorge Semprún podría, dentro de unos años, escribir sobre las interioridades del Gobierno, como hizo tras su expulsión del partido comunista?». Y Guerra responde: «Me encantaría que alguien pudiera escribir sobre esta etapa del Gobierno socialista con la honradez literaria y humana con que escribió Semprún aquella autobiografía de Federico Sánchez. Creo que sería un gran servicio que se haría a la sociedad española…».

Aquí, lo que hago es intentar tomar al pie de la letra a Alfonso Guerra, seguir sus indicaciones punto por punto. Intento describir la etapa del Gobierno socialista que he conocido con la honradez literaria y humana que Alfonso Guerra me reconocía.

Pero Francisco Fernández Ordóñez acaba de entrar en la sala de columnas.

«Grand age, nous voici…»

Las palabras de Saint-John Perse estallan súbitamente en mi memoria. El comienzo de aquel poema, «Chronique», cuyo despliegue majestuoso se ve rimado por la invocación de la edad provecta.

«Grand age, vous mentiez: route de braise et non de cendres…»

A medida que se iba desarrollando el Consejo de Ministros, una sensación de extrañeza me invadía insidiosamente. Antes, me habitaba la curiosidad, el interés por esta nueva experiencia. Pero, una vez sentado a la mesa del Consejo, al observar a los hombres y mujeres que componían el Gobierno de Felipe González, una difusa sensación de inquietud —de malestar, al menos— fue apoderándose de mí, obnubilando mi curiosidad al acecho.

El poema de Saint-John Perse, surgido en mi recuerdo, me ha permitido comprender de golpe de qué se trata.

Y es que soy, con mucho, el más viejo de esta asamblea. Tal vez lo sea incluso demasiado. El único ministro que, aun siendo más joven que yo, ha alcanzado la edad que se considera respetable es Fernández Ordóñez, precisamente. Ahora bien, hasta este día, siempre había sido el más joven en todas partes. Uno de los más jóvenes, al menos. El más joven en la clase preparatoria del concurso de Nórmale Supérieure, en el liceo Henri IV. El más joven en la organización de resistencia Jean-Marie Action y en el maquis. El más joven en el aparato comunista clandestino del campo de concentración de Buchenwald. Asimismo en el buró político del partido comunista español. Todo tiene su fin, sin embargo. Todo se termina algún día. Soy el ministro más viejo de este Gobierno, cuya edad media debe de rondar la cuarentena.

Es un descubrimiento que me produce algo de pánico. Me consuelo con los versos de Saint-John Perse, magnífico elogio poético de la edad madura.

«Grand age, nous voici. Rendez-vous pris, et de longtemps, avec cette heure de grand sens…»

Pero tal vez se asombren o se irriten algunos al ver surgir aquí un exquisito y majestuoso poema francés. Tal vez moleste la aparición de Saint-John Perse. Puede incluso pensarse que es un artificio literario. Pero no lo es. El 15 de julio de 1988, hacia las diez y media de la mañana, en un salón de La Moncloa, al comienzo de mi primer Consejo de Ministros, me acordé de verdad de Saint-John Perse, al tomar conciencia de mi edad venerable.

Este súbito recuerdo es por tanto verídico: no permitiré que nadie lo ponga en duda. Y no es que desprecie los artificios literarios. No hay arte sin artificios. No hay memoria veraz sin una estructuración artística del recordar, En este caso concreto, es precisamente su veracidad la que otorga a este recuerdo una calidad puramente literaria: la verdad de un estallido íntimo y silencioso de soberbio lenguaje francés en un Consejo de Ministros.

Pero no es por esta razón —el argumento sería fútil— por la que he escrito en francés la primera versión o borrador de este libro. No es porque en cualquier lugar —en un Consejo de Ministros en La Moncloa, por ejemplo— puede ocurrirme que se disparen en francés mi imaginación o mi memoria. Cualquiera que sea el idioma en que termine escribiendo, a veces tras largas vacilaciones y veleidades —borradores de libros cambiando de lengua como las serpientes cambian de piel—, mi memoria poética siempre es bilingüe. Por lo menos bilingüe, debería decir. También recuerdo de vez en cuando y recito algunos versos de Los amores de Ovidio en latín. O algunos versos alemanes de Goethe, de Heine, de Hölderlin, de Brecht o de Celan. O algunas estrofas de Brodsky. En este último caso, serán versos ingleses de Joseph Brodsky, porque soy incapaz de recitarme algo de él en ruso, un idioma que ignoro. O que me ignora, más bien. Que nunca se ha dignado interesarse por mí.

Si he escrito este libro primero en francés —sin vacilar, con toda determinación— es para guardar distancias, para que la lengua misma me proteja. El peligro de un ensayo de este género, inevitable, furiosamente en primera persona del singular, nutrido por esta singularidad, es el de que la proximidad de los acontecimientos, de los personajes pueda ser excesiva. Es el peligro de la promiscuidad de la memoria, de su proliferación. Otro peligro del género reside en la tentación de lo pintoresco, que puede llevarnos a lo anecdótico. Al chisme, incluso, al rumoreo. Y desde luego, los chismes significativos, las anécdotas picantes, las frasecitas malévolas o graciosas son la sal de este tipo de relato. En ese estilo se refleja también la vida recoleta, endógama, narcisista, de los círculos de poder, donde quiera que sea. En todas partes, a fin de cuentas; hay poder en todas partes. Pero hay que saber elegir, conservar o dejar de lado tal o cual hecho, este o aquel comentario. El haber escrito primero en francés me ha ayudado a hacerlo así, a seleccionar el material fáctico. Me ha obligado a guardar distancias con la situación relatada y analizada. Con los personajes de esta historia, incluso conmigo mismo. Y es que me he dirigido, en primera instancia, a un lector hipotético que ignora los detalles sabrosos de esta historia, que no puede ser cómplice de mis alusiones, guiños o medias palabras: un lector francés a quien sólo puede interesar el sentido global de los acontecimientos, por ser incapaz, salvo rara excepción, de captar las singularidades hispánicas.

En francés, para decirlo pronto y bien, ¿qué anécdota, qué comentario o qué chisme podría contar de Rosa Conde? ¿O de «Txiki» Benegas? ¿O de José Félix Tezanos? Nadie sabe quiénes son, apenas existen por sí mismos para un lector francés. Y esa inexistencia, la falta de interés de estos personajes —elegidos casi al azar, en una especie de muestreo instantáneo que podría fácilmente ser más amplio: no faltan candidatos a ese tipo de inexistencia—, al aconsejarme no hablar de ellos, por razones de comunicación y legibilidad, para un lector francés, me ayuda a no caer en un ajuste de cuentas político o personal.

Sin duda, el hecho de haber escrito primero en francés —además de ser un ejercicio bilingüe inédito para mí y no desprovisto de enseñanzas— quitará morbo y mordiente a este relato. Pero lo que pierda por este lado se verá, por otro, compensado por un mayor rigor literario.

Y es que, a fin de cuentas, no quería escribir un libro de memorialista, de cronista. Tampoco un libro de ensayista, con documentos y notas a pie de página. Todas estas formas narrativas eran concebibles, pero lo que yo quería escribir, esta vez, era un libro de novelista.

Sea como sea, no será por estar en La Moncloa, rodeado de ministros españoles, un día de julio de 1988, por lo que tenga que recordar un soneto de Quevedo, o un poema de Miguel de Unamuno, sobre el envejecimiento. La espontánea y súbita memoria de la poesía no tiene nada que ver con el entorno inmediato. Obedece a mecanismos muy diferentes, a pulsiones muy singulares.

«Grand age, vois nos prises: vaines sont-elles, et nos mains libres. La course est faite et nest point faite; la chose est dite et n’est point dite. Et nous rentrons chargés de nuit, sachant de naissance et de mort plus que n’enseigne le songe d’homme…»

Vejez, aquí me tienes.