Los coches aparcaron junto a la acera.

Hubo un ruido de portezuelas que se abrían y cerraban. Se desplegaron los escoltas. Un poco más allá, se levantó un vuelo titubeante de palomas bajo el sol de julio que enfilaba la calle, aplastándola con su luz plomiza.

Habíamos llegado.

Miraba a mi alrededor, no creía lo que veía. Hubiera podido reírme, no necesariamente de alegría. Reírme más bien de la absurda comicidad de la existencia. Pero la coincidencia que así se manifestaba no tenía por qué ser absurda, ni cómica. Por el contrario, tal vez tuviera sentido, seriamente.

Porque estábamos en la calle Alfonso XI, en el barrio del Retiro. Del lado de los números impares, frente a la casa que llevaba el número 12. Miraba ese portal, las ventanas del cuarto piso. Sabía lo que había —lo que había habido, al menos— detrás de esas ventanas. El número de habitaciones que iluminaban, la disposición de éstas a lo largo del interminable pasillo que al final giraba en ángulo recto hacia la derecha, para alinearse con la calle Juan de Mena, transversal.

No cabe duda de que el pasillo de este cuarto piso cuyos balcones observaba, con las persianas cerradas (¿para protegerse del calor estival?, ¿por estar vacío el piso?), no era interminable más que en mi recuerdo, que era un recuerdo infantil. Quiero decir que aquí había pasado yo mi infancia, en este piso al pie del cual acababa de depositarme el coche oficial.

Un poco antes, el ministro encargado de las relaciones con las Cortes y de la Secretaría del Gobierno había venido a recogerme al Palace, el hotel donde residía provisionalmente. Quería enseñarme un apartamento oficial todavía en obras que, según decía, podía convenirme. El trayecto había sido breve. Los coches habían girado en la plaza de Neptuno, cerca del Museo del Prado, para pasar por delante del monumento a los Caídos y subir por la calle Juan de Mena. Aquí estábamos, habíamos llegado. Calle Alfonso XI.

Parecía que se había cerrado el ciclo de la vida.

Había abandonado esta calle una mañana de julio de 1936, para las vacaciones de verano. Toda una vida antes: medio siglo antes. Se dice rápido, de golpe. Se escribe de un solo trazo, pero pesa en la memoria del alma y el cuerpo. Medio siglo.

Al día siguiente de salir de vacaciones, el ejército de África y las principales guarniciones de la Península se habían sublevado contra el Gobierno de la República. Habíamos tenido el tiempo justo de llegar a Lekeitio, una aldea de pescadores en el País Vasco, tras atravesar ciudades —Burgos, Vitoria— donde la efervescencia militar era ya perceptible.

En Lekeitio las playas de arena oceánica estaban prácticamente desiertas aquel verano. Las familias de veraneantes habituales se habían quedado en Bilbao, en Madrid, esperando que la situación política se esclareciera. Esclarecimiento que llegó con la sangre y el horror de una larga guerra civil.

En efecto, hubiera podido ponerme a reír. Y no necesariamente de alegría.

—Aquí es —dijo el ministro Zapatero.

Me señalaba la entrada del número 9 de la calle, justo enfrente del portal de mi infancia.

Así, medio siglo después de haber abandonado el barrio del Retiro —el parque, el museo, el jardín botánico, la iglesia de San Jerónimo, las calles residenciales, la tienda de Santiago Cuenllas, el hotel Gaylord’s—, después de dos guerras, el exilio, Buchenwald, el comunismo, algunas mujeres, unos cuantos libros, resulta que he regresado al punto de partida.

Pero no tengo tiempo de saborear este instante privilegiado, único en cierta medida. No tengo tiempo de pararme a reflexionar sobre esta vida, la mía, toda ella abierta a mi mirada, vertiginosamente transparente. Mi más lejano recuerdo está relacionado con este lugar, con una visita a mi abuelo, Antonio Maura, que vivía a dos pasos de la calle Alfonso XI, en una avenida que hoy lleva su nombre. Desde aquel primer recuerdo hasta este día de julio de 1988, mi vida entera podría desplegarse en mi memoria. Bastaría con cerrar los ojos, quedarme inmóvil, esperar a que volviera el recuerdo. Pero no tengo tiempo. Me esperan arquitectos, encargados, asesores de gabinete y qué sé yo, para visitar el apartamento oficial que me proponen.

Miro por última vez la casa de enfrente. Por su aspecto vetusto, algo deteriorado, me recuerda el tiempo pasado, más que el pasado mismo. El pasado es la infancia; el tiempo pasado es el envejecimiento. La fachada de esta casa acababa de ser remozada, se habían pintado sus persianas justo antes de la guerra civil. Pero la imagen infantil ha sido borrada por la pátina del tiempo: la casa de mi infancia ha envejecido como yo, conmigo. Seguimos siendo contemporáneos, seguimos viviendo en el tiempo inmóvil, juntos, el tiempo erosionado por el curso de las cosas.

Me vuelvo, franqueo el portal del número 9 de la calle Alfonso XI.

Algunos días antes había sonado el teléfono en mi casa de París.

Decir «mi casa» es una convención: para hablar pronto y que se entienda. Porque «mi casa» se entiende, incluso cuando no quiere decir nada. O decir cualquier cosa. Porque en ningún sitio estoy en mi casa. O estoy en mi casa en cualquier sitio, lo que viene a ser lo mismo. Pónganse al alcance de un paseo algunos cafés, un río, librerías, un museo y todo está resuelto: estoy en casa.

De todos modos, durante estos últimos años ha sido más bien en París donde estaba «mi casa».

Decía que sonó el teléfono al final de la tarde y una voz española me preguntó si hablaba conmigo. Dije que sí, que era yo mismo. Afirmación un poco aventurada, no desprovista de presunción. Pero, en fin, la comunicación telefónica no puede tener en cuenta demasiados refinamientos analíticos. Si uno se pone a hacer de Wittgenstein a cada llamada telefónica, es evidente que no habrá fin.

Reconfortada sobre mi identidad, la voz española y femenina me pidió que no colgara. Hubo ruidos metálicos y otra voz de mujer se puso al habla. Reconocí esta segunda voz: era la de Miriam, la secretaria de Javier Solana, ministro de Cultura del Gobierno socialista español. Este quería hablarme, me dijo Miriam. Nada extraordinario hasta ese momento puesto que Solana y yo hablábamos regularmente. Era uno de mis amigos en el aparato dirigente del partido socialista español, que había llegado al poder seis años antes, tras unas elecciones triunfales. Uno de mis pocos amigos, por otra parte, en aquel partido, cuyo personal político me era en general desconocido y más bien indiferente.

Javier Solana estaba al teléfono. Su entrada en materia fue desconcertante. «Dime», me soltó a bocajarro, «¿cuál es tu nacionalidad?» No comprendí bien la pregunta. O mejor dicho, no comprendí su aspecto concreto, práctico. Me la tomé como una cuestión de principio o de cultura. «Soy bastante apátrida», le contesté. «Bilingüe, por consiguiente esquizofrénico, por consiguiente sin raíces. De hecho, mi patria no es ni siquiera la lengua, como para la mayor parte de los escritores, sino el lenguaje.» Hubo un silencio, y luego Solana se rió de buena gana. «Muy bien», dijo, «pero yo quiero sencillamente saber qué documentación tienes. ¿Tienes un pasaporte español, o francés?»

Mi pasaporte era español, claro está. La idea de tener un pasaporte francés, es decir, de abandonar la nacionalidad española desde ese punto de vista, jamás se me había ocurrido. A menudo me habían propuesto que me nacionalizara francés. Reunía todas las condiciones requeridas, me decían. Escribía en francés, era un antiguo resistente deportado, estaba casado con una francesa —por dos veces, además, con lo que la reincidencia aumentaba mis posibilidades de ser admitido— y era también un contribuyente ejemplar desde que en 1963 había emergido de la inexistencia fiscal de la clandestinidad comunista.

Pero la idea de ser francés de esa manera jamás se me había pasado por la cabeza. Yo había sido un rojo español en Francia, un Rotspanier en el campo nazi de Buchenwald. No se puede abandonar esa identidad bajo ningún pretexto, me había dicho siempre. En cierta manera era el destino histórico que me había sido asignado. Tenía que asumirlo. Sobre todo porque ese destino por una parte entrañaba riesgos al tiempo que por otra me inscribía en una comunidad sufriente y fraternal. Había pues vivido el exilio político español como una especie de patria. Esa posibilidad, al menos, podía desplegarse, a pesar del aburrimiento a veces trágico y en todo caso inevitablemente lleno de palabrería de los diálogos de exiliados. En consecuencia, tuve durante largos años papeles de refugiado y un título de viaje de las Naciones Unidas, el equivalente del antiguo pasaporte Nansen.

Es verdad que utilizaba más bien papeles falsos para mis viajes. Así, en 1964 regresé de Praga con un pasaporte francés a nombre de Camille Salagnac. Había nacido en Mirombel, Corréze, y vivía en la Rué Collange, en Levallois-Perret. Era mi último viaje con pasaporte falso. En las cercanías de Praga, en un antiguo castillo de los reyes de Bohemia, durante una larga reunión del Ejecutivo —apelación perfectamente merecida por una vez, puesto que realmente me ejecutaron— acababan de expulsarme del Partido Comunista de España. Algunas semanas más tarde, en otro castillo, esta vez en Salzsburgo, que no había pertenecido a los reyes de Bohemia sino a la familia de los príncipes de Hohenlohe, se me iba a entregar el Premio Formentor de Literatura por El largo viaje. Otra vida comenzaba, sin documentación falsa. Y aún no estaba seguro de no sentir nostalgia de la antigua, nostalgia al menos de la aventura y de la fraternidad de aquella otra vida.

En el control de policía del aeropuerto de Orly, el agente de servicio, como es lógico, no sabía nada de todas aquellas peripecias íntimas. Sin embargo, dio un respingo al comprobar mi documentación. «Levallois-Perret, Rué Collange», exclamó. «¡Pero si vivimos en la misma calle!» Su mirada no expresaba alegría por esta coincidencia. Ni tampoco satisfacción. Era una mirada desconfiada. «Nunca me he cruzado con usted», añadió. No soltaba mi pasaporte, y lo escrutaba con una mirada que me parecía suspicaz. Me dije que al final iban a cazarme por un asunto de documentación falsa y de la manera más estúpida: en el curso de mi último viaje de esta índole. En el momento en que acababa de abandonar el mundo de la clandestinidad. Esbocé mi sonrisa más amable. «Debemos de llevar horarios distintos», le dije. Alzó los hombros, sin duda se trataba de eso. Me devolvió el pasaporte y regresé a la vida de todo el mundo bajo el nombre por ello mismo inolvidable de Camille Salagnac.

Algún tiempo más tarde solicité un pasaporte en el consulado general de España en París. Mi título de refugiado me permitía viajar por el mundo entero —al menos por la parte civilizada del mundo—, pero me prohibía por definición franquear la frontera española. Pronto supe que me costaría mucho prescindir de las estancias en mi país, aunque ahora estuvieran desprovistas del aura de la aventura. Algunos amigos —Javier Pradera, Clemente Auger, Elias Querejeta, Domingo Dominguín—, algunos paisajes, algunos vinos y manjares, algunos cuadros, una cierta forma de convivencia: me parecía que no iba a poder prescindir de todo ello. Solicité pues un pasaporte español, que durante largo tiempo me fue denegado. Las autoridades policiales de mi país conocían mis actividades políticas anteriores. Hasta que, un día de 1967, el cónsul general en París me convocó para anunciarme que estaba autorizado a entregarme un pasaporte. «Pero será por su cuenta y riesgo», añadió.

No subrayé el absurdo jurídico de sus palabras. ¿Cómo puede un Estado dar a uno de sus ciudadanos «por su cuenta y riesgo» el pasaporte al cual tiene derecho? ¿Será un derecho en esencia arriesgado, peligroso? Pero no dije nada. Sabía que no era un ciudadano: solamente un sujeto. La España de entonces, y por consiguiente sus cónsules y representantes de todo tipo, sólo tenían a sujetos. Y ya se sabe que ser sujeto comporta siempre peligros. Riesgos considerables. Me abstuve pues de emprender con el cónsul de España una discusión tan peliaguda. Acepté el pasaporte por mi cuenta y riesgo. Además, siempre he tenido que aceptar así, por mi cuenta y riesgo, lo que me venía de España: los recuerdos infantiles, la ilusión de un porvenir, una cierta vitalidad desesperada, la sonrisa de algunos retratos femeninos de Goya.

Pero Javier Solana está al aparato y no voy a hacerle esperar. De todas maneras, las consideraciones o rememoraciones que aquí, aun reducidas a su más extrema concisión, han ocupado unas pocas decenas de líneas, no ocupan ningún tiempo en el espacio mental: se despliegan instantáneamente.

Por tanto, respondí inmediatamente a Solana que tenía un pasaporte español. Me pareció que esta noticia le tranquilizaba. «Bueno, pues entonces puedo continuar», me dijo. «¿Estás sentado para oír lo que viene a continuación?» Todo aquello comenzaba a intrigarme. Le dije que estaba de pie pero que me mantendría firme. «Siéntate de todas maneras», insistió Solana, y me lanzó el mensaje que estaba encargado de hacerme llegar. Felipe González iba a proceder en los días próximos a una remodelación de su Gabinete y me proponía el Ministerio de Cultura. Tenía la noche para reflexionar, nada más. Necesitaba una respuesta al día siguiente por la mañana. En el caso de aceptar, me enviaría un billete de avión para encontrarme con González en Madrid. Cenaríamos juntos en La Moncloa, el miércoles.

Después de esto —y naturalmente entraba dentro de su papel— me enumeró todas las razones para aceptar la propuesta de Felipe González. Escuché la enumeración, y algunas razones me parecieron razonables. Otras, en cambio, no iban conmigo. No dije nada. Prometí una respuesta para el día siguiente. Lo que sí le pregunté —era lo mínimo, puesto que me proponían su cargo— fue qué ministerio iba a corresponderle a él en la remodelación en curso. Me dijo que el de Educación.

Y eso fue todo. Colgamos el aparato. Tenía la noche para reflexionar.

Estábamos en la entrada del palacio de la Moncloa dos días después, miércoles 6 de julio de 1988.

Eran las doce de la noche. Íbamos a separarnos.

Felipe González se volvió hacia mí en el momento en que el coche que tenía que devolverme al Palace se paraba al pie de la escalinata.

—Habrá momentos apasionantes y habrá días grises, tediosos. Tendrás amigos, unos de verdad y otros falsos. Tendrás todo tipo de enemigos, es inevitable. No se te va a perdonar nada, no lo esperes. Esta sociedad es así, agitada todavía por provincianismos, rencores sociales, arcaísmos. Pero el día en que en tu primer viaje oficial veas a un jefe de la Guardia Civil cuadrarse ante Federico Sánchez, te darás cuenta de lo que ha cambiado este país, sabrás lo que significa tu presencia en el Gobierno…

Nos dimos un abrazo; me fui.

Durante toda la velada, la duda —la interrogación por lo menos— sobre la oportunidad de mi decisión no había dejado de pesarme. No era que lamentase el haber aceptado un puesto ministerial, ni que tuviese ya el turbio deseo de dar marcha atrás. Sencillamente deseaba clarificar los motivos que me habían llevado a ello, más allá del impulso inicial, de aquella especie de alegría casi física que me había llenado en el primer instante.

¿Por qué aceptar el Ministerio de Cultura que me proponía Felipe González?

Ciertamente no por afán de honores y de notoriedad. Este aspecto del poder nunca me ha apasionado. Los tapices, el prestigio, los protocolos, no tienen ningún interés. Se trata sólo del aspecto más superficial del poder, un aspecto muchas veces irrisorio. Nada me habrá hecho reír tanto durante mis años en el Gobierno como la angustia o la cólera de algunos para hacerse un lugar, o conservarlo, o aumentarlo, al sol divino pero glacial del protocolo. A la derecha o en la más próxima inmediatez de los padres de la patria, rey o presidente del Gobierno en el caso de España.

De todas maneras, el largo hábito de la clandestinidad —que por otra parte no ha hecho más que acentuar una tendencia natural— me ha preparado a despreciar las apariencias y el aparato del poder, a saber distinguir en este dominio entre la verdad y la ilusión, la sombra y la realidad.

Porque la realidad del poder me interesaba, desde luego. Y en su significación más fuerte: el poder entendido como posibilidad de intervenir en el curso de las cosas, de modificar —aunque fuera mínimamente, en sus márgenes— la realidad opaca, complicada, a veces asfixiante del curso natural de la historia. La realidad del poder político a fin de cuentas, cualesquiera que fueran la lucidez y la exigencia consagradas a concebir sus posibles arrogancias y derivaciones, a establecer los límites y contrapoderes necesarios para su ejercicio democrático.

Hoy está bien visto hablar mal del poder político y de quienes son sus representantes, ocasionales o profesionales, pero hay mucha hipocresía, o mucho moralismo abstracto y hermético por parte de un intelectual cuando practica este desdén ostentoso de la política. A menudo, por otra parte, los que proclaman con tanto énfasis dicho desprecio consagran buena parte de su tiempo a consolidar o ampliar los poderes de su grupo o clan intelectual, sus redes de influencia en las revistas, en las editoriales y los premios literarios. Su apetito de poder se convierte así en algo caricaturesco, ya que fingen interesarse sólo por las nobles empresas literarias y despreciar las vulgaridades de la política. Pero ésta, a fin de cuentas, sólo es un trabajo sobre el lenguaje, sobre el discurso, el sentido y el contrasentido del texto histórico, de su textualidad. Desde las asambleas ciudadanas de la democracia esclavista en la Grecia antigua hasta los mítines masivos y las intervenciones televisivas de hoy en día, todo gira en torno al lenguaje. El verbo estuvo en el comienzo y estará en el fin de la política. Sólo los medios han cambiado, no el mensaje. Basta con volver a leer a Platón o a Tocqueville para darse cuenta de ello. ¿Cómo podría un escritor desinteresarse del poder?

El poder nunca ha dejado de interesarme, a decir verdad.

Además, ¿no tenía más poder cuando era Federico Sánchez en la clandestinidad? Sin duda, en cierta manera. Más poder sobre las almas, en todo caso. Varios cientos de militantes confiaban en mí. Encarnaba una realidad oscura pero iluminadora, múltiple pero coherente —Revolución de Octubre, clase obrera mundial, porvenir radiante, dirección del partido— a la que habían entregado su compromiso. Sus esperanzas, sus sueños, sus certidumbres racionales. Por ello, y cualquiera que fuera el seudónimo bajo el que se me conociera, adquiría yo un poder personal, vicario sin duda o delegado, pero que era incuestionable. En ocasiones absoluto, poder de vida o muerte, puesto que ponían en juego su libertad y a veces su vida en una acción para la cual yo les había convocado. Uno a uno, a lo largo de los años, jóvenes o menos jóvenes, universitarios u obreros, los había reclutado para esta acción. Algunos habían tenido dudas, y yo se las había disipado. Algunos habían tenido temores, y yo los había tranquilizado. Habíamos caminado juntos día tras día durante cerca de diez años.

Todavía hoy escucho el eco, reencuentro las huellas de aquel poder de antaño. En cualquier lugar, en un salón, en un café, en la calle. Alguien me para, se acerca a mí. Alguien me recuerda las circunstancias lejanísimas de algún encuentro clandestino. Me acuerdo siempre de las circunstancias, aunque haya olvidado la cara que se vuelve hacia mí. Me acuerdo del color del cielo, de las nubes en el cielo, si aquel encuentro tuvo lugar en un parque, en un jardín, en algún bosque. Me acuerdo del decorado, de la disposición de los muebles, si fue en un lugar cerrado. A veces el hombre que me habla es «alguien», como se dice. Alguien con influencia, alguien célebre incluso: profesor, dirigente político o sindical, banquero, director de cine. A veces, casi siempre, en un plazo más o menos largo ha seguido el mismo camino que yo: se ha apartado suavemente del comunismo, o el comunismo se ha apartado brutalmente de él. Pero a veces —rara vez, en verdad, es increíble comprobar cuántos talentos ha despreciado o malgastado el partido comunista—, a veces, el desconocido con el que me encuentro sigue siendo un militante. En ese caso me mira con tristeza pero sin agresividad. Porque hemos compartido los mismos riesgos: era yo el que estaba allí, en aquella reunión clandestina de la que evoca el recuerdo difuminado. Estaba allí con él, en Madrid o en algún otro sitio. No estaba en Praga, ni en Moscú, en una villa de la nomenklatura. No estaba ni siquiera en París, en la clandestinidad relativamente benigna de la democracia francesa. Estaba con él en el parque del Retiro, o en un claro del Pardo, o en una oficina de la calle Ferraz, en la sede de una productora amiga, Uninci. Me mira sin agresividad, con tristeza más bien. O con una mezcla de complicidad y de reproche. ¿Por qué, parece que me pregunta, haberlo embarcado en aquella aventura para después abandonarlo a su suerte? Sabe, sin duda tiene que saberlo en su fuero más íntimo, que no lo he abandonado, que ha sido aquella aventura nuestra la que nos ha abandonado a los dos, a él y a mí. Pero este encuentro suscita en él, cualquiera que haya sido su éxito individual, la nostalgia de un porvenir que se nos escapó.

Ese poder sé muy bien que no voy a volver a encontrarlo como ministro. No tendré ningún poder sobre las almas. Tendré un coche blindado, una escolta, líneas telefónicas directas con las personas importantes de este mundo y ujieres que me abrirán las puertas. Tendré autoridad, y por consiguiente rivales, enemigos. Conoceré las fidelidades y las intrigas, los arribismos y las generosidades. Recorreré el Museo del Prado los días de cierre para contemplar los cuadros del Bosco, los de Goya, de Patinir y de Cranach con toda tranquilidad. Elegiré a arquitectos y directores de ballet. Y, en efecto, los jefes de la Guardia Civil se cuadrarán ante mí.

Como quiera que sea, mi primera reacción a la propuesta transmitida por Javier Solana fue casi física. Me invadió una especie de alegría, de excitación física. Es verdad que la idea, el deseo más bien de regresar a España me obsesionaba desde hacía un tiempo. En mi vida siempre ha habido ciclos entre el Norte y el Sur, París y Madrid. Ciclos también entre la literatura y la política.

Acababa de publicar una novela unos meses antes: Netchaiev ha vuelto. Otro proyecto de libro comenzaba a cobrar forma. Pero se trataba de un proyecto difícil, que me devolvía inexorablemente a la memoria de la muerte. A la experiencia del campo de concentración. A la relación de esta experiencia con mi escritura, con mi vocación literaria. Del libro en gestación, La escritura o la vida…, me fascinaban los secretos que parecía contener, incluidos aquellos que se referían a mí mismo. Pero me angustiaba también el precio que tenía que pagar. Sabía que el precio era alto, que me aventuraba en un viaje lleno de riesgos, incluso el de no volver, de llegar hasta el punto que hace imposible el retorno.

El libro se me había aparecido de golpe, enteramente tramado, en una iluminación de mi memoria, un sábado de abril de 1987 mientras trabajaba en la novela de Netchaiev. De nuevo, a pesar mío, o mejor dicho a costa mía, el recuerdo de Buchenwald me obligaba a volver sobre la experiencia esencial de mi vida. Había que hacerle frente. Una expresión taurina aconseja no perder jamás en el ruedo la cara del toro. «No perderle la cara al toro.» No podía tampoco perderle la cara a la muerte antigua que volvía a aparecer aquel sábado de abril, no podía ocultarme la cara ante ella: tenía que aceptar ese cara a cara.

Además, al día siguiente, 12 de abril de 1987, un domingo, la primera noticia que oí por la radio fue la del suicidio de Primo Levi, en Turín. La muerte antigua le había alcanzado a él. Sabía pues a qué atenerme. Sabía lo que estaba en juego en el libro por venir.

Tal vez para retrasar ese plazo, o tal vez para desplazar sus efectos, desde hacía un tiempo me había acometido el deseo de volver a España. Volver para un nuevo ciclo de vida activa, precisamente.

En todo caso, al final de aquella noche de julio de 1988, Felipe González había desvelado la razón más profunda de mi aceptación al evocar el fantasma de Federico Sánchez.

Me había convertido en Federico Sánchez en la clandestinidad antifranquista, a mediados de los años cincuenta. Diez años más tarde, me había visto obligado a desprenderme brutalmente de aquel fantasma que había invadido mi personalidad, que prácticamente me había devorado en cuerpo y alma, para poder seguir existiendo. Federico Sánchez había sido expulsado de la organización eclesial del partido comunista, arrojado a las tinieblas exteriores. Su nombre había sido maldecido por centenares de fieles militantes que no sabían nada de él. Sólo las tonterías lúgubres o los chismes calumniosos que susurraban sobre él en la camarilla de Carrillo para justificar esta expulsión: revisionista, derrotista, lacayo del capital, intelectual de la burguesía y acaso agente de la CIA. Eterna letanía de epítetos para evitar las verdaderas cuestiones de una estrategia política que tuviera en cuenta la realidad para modificarla efectivamente, en lugar de ignorarla con arrogancia en la ilusión mortífera de una revolución.

Así, en 1964 me había visto obligado a volver a ser yo mismo. Mejor dicho, a serlo por fin, porque todavía no había sido verdaderamente yo mismo. En todo caso, desde mi regreso de Buchenwald no había sido yo mismo más que como un proyecto incierto, un sueño confuso. Porque lo cierto es que sólo podía ser yo mismo como escritor, y la escritura me había sido imposible. Me había sido imposible convertirme en mí mismo.

Desde el mes de enero de 1946, en Ascona, en la Suiza italiana, había abandonado el libro que intentaba escribir sobre mi experiencia de Buchenwald. Me había visto obligado a tomar aquella decisión literalmente para sobrevivir. Ya sé que Primo Levi sólo volvió a la vida por medio y a través de Se questo é un uomo. Mi aventura había sido diferente. La escritura me encerraba en la clausura de la muerte, me asfixiaba en ella, implacablemente. Había que escoger entre la escritura y la vida, y escogí esta última. Escogí una larga cura de afasia, de amnesia deliberada para volver a vivir, o para sobrevivir. Escogí a la vez la ilusión de un porvenir por medio del compromiso político, puesto que el compromiso de la escritura me devolvía al encierro de la memoria y de la muerte. Así me convertí en otra persona, en Federico Sánchez, para poder continuar siendo alguien.

Pero en 1964, Federico Sánchez había desaparecido, provisionalmente al menos, arrojado a las tinieblas exteriores. Había vuelto a ser yo mismo, aquel otro que todavía no había podido ser, gracias a un libro, El largo viaje. El libro que no había podido escribir en 1945. Una de las variantes posibles de aquel libro, mejor dicho, ya que éstas son virtualmente infinitas, y siguen siéndolo, por otra parte. Lo que quiero decir es que nunca habrá versión definitiva de aquel libro; jamás. Siempre tendré que volver a empezarlo.

En la espiral de la vida, me veía por tanto devuelto siempre al mismo punto, salvo que la situación era inversa. A veces abandonaba el mundo de la ilusión política por aquél de la realidad literaria. A veces, por el contrario, me veía obligado a abandonar la ilusión novelesca por la realidad del mundo histórico. Pasaba, a fin de cuentas, de una ficción a otra.

En todo caso, al volver de La Moncloa hacia el hotel Palace aquella noche de julio de 1988, un miércoles, día 6 —conviene ser preciso en este ejercicio de memoria que practico, es una ley del género—, admiré la intuición que había permitido a Felipe González, al evocar a Federico Sánchez, desvelarme a mí mismo la razón más sustancial de este nuevo retorno a la política. Él, sin embargo, no sabía nada de los dolores que suscitaba en mí el libro en gestación; nada del delirio de huida o de supervivencia que provocaba. Pero al llamar a su lado en el Gobierno al antiguo dirigente clandestino que había roto con el comunismo por el compromiso con la realidad y el descubrimiento —tardío, cierto es, pero definitivo— de la razón democrática, me indicaba claramente lo que esperaba de mí. Después de tantas largas conversaciones en los últimos años, él sabía de mi acuerdo profundo con su proyecto político. Sabía también y le interesaba tanto o más, me decía, que yo ya no era un hombre de aparato, que no me dejaría por tanto obnubilar ni condicionar por los juegos y las maniobras internas de su propio partido, cuyo poder hegemónico comenzaba a descomponerse, a adquirir rasgos burocráticos y clientelares, y cuyos círculos dirigentes se veían a veces presa de los vértigos del confort intelectual y material.

Había sido un vuelo titubeante de palomas.

Estaba en el ascensor que me conducía al apartamento oficial que me destinaban. Me acordaba de las palomas cuyo vuelo se había levantado pesadamente bajo el sol plomizo de julio, unos instantes antes. Me acordaba vagamente de los recuerdos que este vuelo evocaba, esa blancura estremecida. ¿Alas de gaviota ante las ventanas de un cuarto de hotel, en Bretaña? ¿O más bien bruma algodonosa en las corrientes del estrecho de Eggemogging?

Pero no, no era eso. Era un recuerdo mucho más lejano, pero más próximo también. Quiero decir, más alejado en el tiempo pero más próximo en el espacio: un recuerdo de infancia situado no lejos de allí, en la plaza de la Cibeles.

La manifestación se dislocaba bajo los golpes de las cargas policiales. Un hombre cruzaba la plaza corriendo, vestido con un mono azul. Carrera silenciosa, porque el fugitivo calzaba alpargatas. La diosa Cibeles estaba en su carro triunfal, en medio de la plaza, aureolada de la espuma brillante de los surtidores de la fuente monumental. El hombre de mono azul cruzaba la plaza en diagonal, hacia los parterres de la Castellana, todavía no ocupados por las fuerzas del orden. El cielo de otoño era de un azul profundo, denso, irreprochable. El hombre proseguía su carrera silenciosa. Súbitamente apareció una camioneta de la Guardia Civil, cortándole el camino. En la plataforma trasera, algunos guardias armados de pesados mosquetones, con su uniforme verde oliva, su tricornio barnizado sobre el cráneo. Los cañones de sus fusiles apuntaron hacia el fugitivo. El impacto de la descarga lo derribó en plena carrera. El obrero cayó, fulminado, de bruces contra el adoquinado de la plaza. Una de sus alpargatas se había desprendido lejos del cuerpo extendido. Después del ruido de la descarga se hizo un gran silencio. En aquel silencio impresionante me pareció de pronto oír el murmullo de las aguas, el fluir de la fuente de la diosa Cibeles. El ruido del agua corriente en aquel silencio de hielo. El agua viva en aquel silencio de muerte.

Entonces fue cuando se levantó el vuelo de palomas, después de la descarga mortífera, en el silencio helado de la plaza. Todas las palomas a la vez, en un ruido de alas enloquecidas.

Algunos minutos más tarde, de regreso al piso familiar, calle Alfonso XI, nuestro padre nos habló de lo que acabábamos de ver, nos descifró la significación de los hechos. Regresábamos con él dos de mis hermanos y yo mismo de un paseo por los descampados de La Moncloa, donde se estaba construyendo la nueva ciudad universitaria de Madrid. Era en el mes de octubre, en 1934. Habían estallado huelgas en toda España, que en Asturias habían adquirido un carácter insurreccional, para protestar contra la política de la derecha, victoriosa en las últimas elecciones legislativas. En Madrid, el movimiento no se había generalizado, pero todavía se producían violentos enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad y los piquetes de huelga que intentaban arrastrar a los trabajadores a manifestaciones esporádicas. Al bajarnos del tranvía, de regreso del paseo, nos habíamos encontrado metidos en los remolinos de un enfrentamiento semejante.

Sin duda, nos decía mi padre, era inadmisible que los sindicatos y los partidos de izquierda organizaran huelgas insurreccionales, que emplearan la violencia armada para poner en entredicho la victoria de la coalición de derechas en las elecciones legislativas. Pero también era inadmisible que el Gobierno salido de aquella victoria electoral destruyera sistemáticamente las conquistas sociales de los dos primeros años del régimen republicano por medio de la violencia de Estado y transgrediendo a cada momento las normas democráticas.

Lo que en suma comprendimos fue que hacía falta oponerse a las dos formas de violencia, pero hacía falta sobre todo —éste era el criterio fundamental— mantenerse junto a los humillados y los oprimidos. El obrero asesinado en la plaza de la Cibeles era el representante anónimo pero auténtico de aquéllos, la víctima de una doble violencia, estatal y revolucionaria, de una doble utopía mortífera.

Medio siglo más tarde, nada más franquear el umbral del apartamento oficial donde trabajaban albañiles, carpinteros y decoradores, me dirigí hacia las ventanas que daban a la calle. Enfrente de mí, al mismo nivel, podía contemplar la larga serie de balcones, de balaustradas de hierro forjado que jalonaban la fachada del piso de mi infancia. Tuve una curiosa sensación, como si asistiese al espectáculo de mi propia vida. Como si, igual que el personaje de Fresas salvajes, la película de Ingmar Bergman, hubiese vuelto a mi infancia sin haber rejuvenecido.

De ese modo, me pasearía con mi pelo blanco entre los juegos de mis hermanos y mis hermanas. Mi madre misma, en el esplendor de su belleza, recorrería las diferentes habitaciones infantiles para despedirse tiernamente de nosotros antes de salir por la noche. La vería acercarse a mí en el gran dormitorio que compartía con Gonzalo y Álvaro, los dos hermanos de edades parecidas a la mía, la contemplaría con amor —¿filial?, ¿paternal?— desde lo alto de mi edad madura. Mis hermanos seguirían teniendo ocho y once años. Y ella estaría hermosa, viva, más joven que yo mismo.

¿Qué me quedaba por vivir?, pensé. ¿La espiral de mi vida no había terminado? Había abandonado esta calle una mañana de julio de 1936, para las vacaciones de verano. Había vuelto en 1953, paseante inquieto, a finales de un mes de junio, en el curso de mi primer viaje clandestino a España: primera salida de Federico Sánchez.

Heme aquí de nuevo.

Pero no puedo aprovechar este instante único. No tengo tiempo de explorar las riquezas de memoria y de sentido que contiene. Y sin embargo sería una ocasión excepcional para asumir mi vida toda entera, un momento de transparencia vertiginosa. Pero me llaman. Hay que visitar el piso en obras, decidir los últimos detalles…

Sobre el tejado soleado de tejas antiguas y redondas de la casa de mi infancia se pasean las palomas.

A menudo he pensado en Napoleón durante todos los años de mis viajes clandestinos a España. Llegaba a la cumbre del puerto de Somosierra y me acordaba de Napoleón. Incluso en primavera, incluso en verano me acordaba de él. No me rodeaban los lanceros polacos, desde luego. Estaba en un coche, conducido por algún militante del partido comunista francés. A veces un hombre, a veces una mujer. A veces una pareja de militantes que hacían el viaje conmigo. Que me permitían hacer el viaje en las mejores condiciones. Hombres solos, mujeres solas, parejas. A veces ilegítimas. Era bastante picante. El compañero aprovechaba esta ocasión ideal de clandestinidad para llevarse a su amante: el viaje adquiría con ello dulzuras de luna de miel. Con aquellas parejas —bastante excepcionales, a decir verdad: ¡no quiero atentar aquí a la reputación de las parejas comunistas francesas!— redoblaba mi atención. Elegía los hoteles más románticos, los vinos más generosos, en las etapas del viaje. Tal vez no hubiera debido hacerlo, tal vez hubiera debido mostrar una reprobación bolchevique. Pero no es mi estilo. Las parejas ilegítimas más bien me divertían.

Como quiera que sea, el coche de mis compañeros de viaje llegaba a la cumbre del puerto de Somosierra en la montaña al norte de Madrid, y me acordaba de Napoleón. Él se abrió paso en la nieve del invierno, ocupando las posiciones españolas con una carga de caballería. Los lanceros polacos, desde luego. Los mismos que a menudo han estado en la vanguardia del Gran Ejército. El emperador, por tanto, se abrió camino hacia Madrid entre las ráfagas de nieve. Marchó sobre la capital que su hermano José había tenido que abandonar, lamentablemente, algunos meses antes. Al llegar a las cercanías de la ciudad, a la vista del perfil urbano que se alza sobre el hueco del Manzanares, y que Velázquez y Goya han pintado, Napoleón observó el sol rojo que se alzaba sobre la meseta castellana. Lo mostró a sus mariscales con un grito de alegría. Era el 2 de diciembre, era el sol de Austerlitz.

Llegaba a la cumbre de Somosierra envuelto en el zumbido del motor del automóvil. No había lanceros polacos, no había sol de Austerlitz. A veces nieve, sin embargo. Me acordaba de Napoleón. Una vez al menos, evoqué la figura de Napoleón a mi compañero de viaje. Que era una compañera, por otra parte. Una compañera valiente y generosa, de un temple humano extraordinario. Como la mayor parte de mis compañeras y compañeros de viaje, por lo demás. Abnegados, generosos, amables, cultos: durante todos aquellos años casi todos mis compañeros comunistas de viaje fueron así. El que no entienda que semejante suma de abnegación y de generosidad individual haya producido la más sombría, la más oscura locura de este siglo, no comprenderá los secretos del comunismo. No habrá contemplado jamás el reverso del sol, su faz sombría. Ni saboreado la miel de la fraternidad humana que se esconde en la glaciación burocrática. Ni comprenderá jamás la tristeza, la nostalgia incluso, que esta época bárbara, destructora de esperanzas, haya podido dejar en los corazones puros —y por lo tanto ingenuos, vulnerables— de tantos hombres y mujeres de mi generación. Y sin duda todo esto es prehistoria. Sin duda estoy haciendo aquí alusión a la arqueología del actual desconcierto. Pero ningún futuro recomenzará a funcionar como un porvenir real, es decir, incluido en la inmanencia de nuestro sistema de democracia de masas y de mercado, y no proyectado en un más allá social, mesiánico, si no se ejerce sobre esta experiencia crucial de nuestro tiempo el hierro rojo de una crítica y de una memoria forjadas de implacable ternura. «La lucidez es la herida más cercana al sol…», dijo René Char en sus Hojas de Hypnos.

Por lo menos una vez, por tanto, habré evocado a Napoleón para una compañera de viaje. Le puse el nombre de Eva en una breve novela, El desvanecimiento. Voy a continuar llamándola así. Los nombres de las novelas duran acaso más que los nombres reales: Eva, pues, para la frágil inmortalidad de la literatura.

Había conducido el coche —un Citroën DS— hasta lo alto de Somosierra con mano segura y firme. Sin golpes de volante. La felicité.

—Muy bien —le dije—. Has sido tan rápida como los lanceros polacos. Pero hoy no hay nieve.

Cambió de velocidad. El coche rodaba en lo alto de la cumbre, antes de emprender el descenso hacia Madrid.

—¿Cómo? —me preguntó.

—Acuérdate —le dije—. Napoleón tomó este puerto en pleno invierno, al galope con sus lanceros polacos.

Se puso a reír.

—¡Desde luego hoy estás de buen humor! —comentó. Claro que lo estaba, y era fácil de entender: regresaba a la ciudad de mi infancia.

La primera vez, en 1953, no había sido por la ruta de Somosierra. No había tenido compañero de viaje. Ni siquiera compañera. Estaba solo y viajaba en tren. Era menos cómodo y más arriesgado. Pero era mi primer viaje, precisamente. Tenía en buena medida un carácter iniciático. Yo debía demostrar mi valía antes de convertirme en miembro titular del aparato central clandestino. Antes de ganar mis galones de instructor del Comité Central en España. Así, aquella vez, aquella primera vez, el aparato no me dio un pasaporte. Tuve que buscármelo yo. Di con el pasaporte de un amigo íntimo, Jacques Grador, cuya edad y señas de identidad me convenían. Una vez que Grador hubo obtenido del consulado español el visado de turismo, necesario en aquella época lejana, nuestro fabricante de documentaciones falsas sólo tuvo que cambiar la foto.

Me acordé de Jacques Grador años más tarde, en 1977. La Academia Nobel acababa de conceder su premio de literatura al poeta español Vicente Aleixandre. En 1953, durante mi primer viaje clandestino a Madrid, había visitado a Aleixandre, gran poeta, gran personaje del exilio interior. Lo había visitado con el nombre de Grador. Había fingido ser un hispanista francés que trabajaba en una tesis sobre la poesía española del siglo XX. Buen tema de tesis, por otra parte. Vicente Aleixandre vivía en una casita de un barrio residencial de la periferia, al norte de la ciudad. Las calles llevaban nombres de árboles y de flores. La suya se llamaba «Velintonia», que es otro nombre, como se sabe, para el sequoia. La conversación había sido apasionante, al menos para mí. Al final me había dedicado la separata de su discurso de ingreso en la Real Academia. O más bien se la había dedicado a Jacques Grador. Pensé pues en este último, años más tarde, cuando Vicente Aleixandre obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Nostálgico pensamiento, porque Grador había muerto. Un verano, en la playa de Pampelonne, en Saint-Tropez, había nadado hacia lo lejos, ahogándose de pronto. Es lo que se llama una muerte feliz, váyase a saber por qué. Pero se sabe: es la prontitud de la muerte lo que parece feliz. Lo triste de la muerte es lo que dura la descomposición, el ir muriéndose. La muerte súbita, fulgurante, será siempre bienvenida. Se está vivo, nadando en el agua tibia y transparente del Mediterráneo, por ejemplo, y de pronto se está muerto. O mejor dicho, no se está. No ha habido trance doloroso, no se ha producido el morirse. La muerte ha sido el último momento de la vida, el despliegue en cierta medida de un movimiento vital de natación entre las aguas traslúcidas.

Sea como sea, no he podido comentar con Jacques Grador el Premio Nobel de aquel poeta español que le había dedicado un texto tantos años antes. Grador había muerto de su hermosa muerte de nadador, a lo lejos, su muerte de viviente dichoso.

Pero sólo al día siguiente de mi llegada fui a ver a Vicente Aleixandre, en su calle tranquila y welintoniana. No hay sequoias en mi recuerdo; cantidad de flores, eso sí; un olor estival. Aquella misma tarde, después de haberme instalado en el hotel bajo el nombre de Grador, salí a la calle. Caía la noche. Había andado como en un sueño despierto. Había bajado la Gran Vía hasta la plaza de la Cibeles. Ya estaba, ya había llegado. Sólo me faltaban por recorrer unos cientos de metros para encontrarme delante del número 12 de la calle Alfonso XI.

Cuanto más avanzaba, sin embargo, en el paisaje de mi infancia, más desconocido me resultaba todo. Familiar, sin duda, pero desconocido. Familiar como una pesadilla. Familiar como una angustia. Familiar como la extrañeza del mundo mismo.

Había mirado en la noche los balcones de este cuarto piso de la calle Alfonso XI. Había recorrido a grandes zancadas los caminos de antaño: el camino hasta la entrada del Museo del Prado, tan próxima; el camino hasta la iglesia de San Jerónimo, que alza su arquitectura vulgar entre el museo y el parque del Retiro. El camino hasta la puerta monumental del parque, por la que pasábamos antaño y que se encuentra al final de la calle de la Lealtad, hoy Antonio Maura, por el nombre de mi abuelo.

Todos los caminos se abrían ante mí, podría haberlos recorrido con los ojos cerrados. Parecía como si nada hubiera cambiado, pero yo no reconocía nada. O mejor dicho, lo reconocía todo pero todo era diferente. Reconocía la alteridad, la distancia, la interrogación.

Así, al llegar a la calle de Serrano ya no tenía ganas de reír, como al comienzo de mi loco paseo. Un desconcierto confuso, como un tedio del cuerpo y del alma, se había apoderado de mí. Entonces fue cuando vi, a la derecha, el escaparate de una tienda y su enseña luminosa en la noche: la gloria de las medias. Di algunos pasos más y me paré de nuevo, satisfecho y lleno de alegría.

Unos minutos antes todo era confuso, o desproporcionado e insignificante. Ese instante silenciosamente deseado, en que la memoria y el presente iban a parecerse, borrando diecisiete años de exilio, de destierro, ese instante se había fundido, se había volatilizado. Mi sentimiento de exilio era todavía más pronunciado en las calles de mi infancia que en cualquier calle extranjera donde pudiera haber vivido desde mi salida de España. De una calle a otra, desde la plaza de la Cibeles hasta la masa nocturna de los árboles del Retiro, había perseguido el sentimiento único del regreso. Pero ese sentimiento no había tomado cuerpo. No había dejado de desvanecerse. Volvía hacia mi infancia, desde luego, y eso era algo prodigiosamente excitante, pero no volvía a casa.

He aquí, sin embargo, que el escaparate de esta mercería, totalmente olvidada, emergía en la noche, y sus luces proclamaban el nombre irrisorio: La Gloria de las Medias. En el cataclismo de los años, de las guerras, de los exilios, del universo entero, la permanencia insólita, probablemente irónica, de esta mercería de barrio, con su nombre grandilocuente, era el único lazo con un pasado remoto, tal vez inasequible. Tanto más remoto cuanto que esta tienda, este nombre tan sólo había conservado la esencia inalterable y fugitiva de los días de antaño. Como si en el momento en que iba a perderme de nuevo, seguir siendo un extraño en mi propio país —¿y por qué no serlo, por otra parte?, ¿no se es por definición extraño en el mundo?, ¿no es esta extrañeza al mundo la condición misma de la emergencia de lo humano?—, como si en aquel momento mismo, la aparición de esta mercería, su permanencia humilde y testaruda me permitieran no sólo recuperar mi memoria, sino también, paradójicamente a primera vista, reencontrar las raíces de mi extrañeza fundamental, que me constituyera como personaje de mi propia vida.

Pero no había evocado para Eva, cuando llegó, al volante del automóvil, a la cumbre de Somosierra, aquella primera noche en Madrid, en junio de 1953. No le hablé de La Gloria de las Medias, ni de las reflexiones metafísicas sobre el esencial desarraigo de lo humano que el nombre de aquella mercería había suscitado en mí. De todas maneras, cuantos menos detalles biográficos se les dé a las compañeras de viaje clandestino, mejor salen las cosas. Tampoco le había hablado de Emmanuel Levinas, que acababa de publicar —en 1961, en L’Information juive: la fecha de este artículo es lo que me permite fijar la época de mi viaje con Eva— un texto breve y denso, «Heidegger, Gagarin y nosotros», donde esclarece magistralmente la astucia y la sinrazón de la metafísica del lugar-hogar y del enraizamiento. Del integrismo ecológico, obnubilado por el horror a la técnica —que ha revestido en Francia, extrañamente, una vestidura de izquierdas— cuya filiación resulta conocida: es la cantilena del «olvido del ser» de Martin Heidegger la que puede oírse al fondo.

Una frase de Levinas se me había quedado en la memoria. De haber sido necesario, hubiera podido recitársela a Eva. Decía así: «La técnica nos arranca del mundo heideggeriano y de las supersticiones del lugar-hogar. Entonces surge una posibilidad: la de ver a los hombres fuera de la situación en que campean, haciendo relucir el rostro humano en su desnudez. Sócrates prefería, al campo y a los árboles, la ciudad donde se encuentran los hombres. El judaísmo es hermano del mensaje socrático…».

Ni era ni soy experto en judaísmo. No hubiera tenido por consiguiente nada que comentar con Eva a este respecto. Pero es fácil darse cuenta del abismo que abre vertiginosamente en el campo del saber filosófico esta formulación si uno se propone tomar «a los hombres fuera de la situación en que campean». Es decir, fuera de la situación en que, bajo tal o cual apelación conceptual, la filosofía contemporánea los ha puesto a campear. Habría que discutir con Richard Avenarius y su teoría de la Umgebung concebida como correlato ineluctable del Yo, en aquellos escritos que provocaron la cólera grosera e infantil de Lenin, pero que insidiosamente han invadido tantas teorías posteriores, produciendo consecuencias considerables aunque oscuras, que no dejaron huellas fáciles de localizar, como un alcohol que se hubiera evaporado después de haber emborrachado a los comensales del banquete.

Habría podido citar a Ortega y su «circunstancia», a Husserl y su «intencionalidad», «el ser en el mundo» de Heidegger y de Sartre.

Pero no cité a ninguno de ellos, desde luego. Primero porque no sabía cómo se tomaría Eva la divagación filosófica. Tal vez me habría encontrado pesado y pretencioso. Cargante, para decirlo con una palabra más fuerte.

No dije nada a Eva de Richard Avenarius, de su Kritik der reinen Erfahrung; no le dije nada de Ortega y Gasset, ni de Husserl ni de Heidegger, ni de Sartre. Ni siquiera le hablé de Mirabeau —Honoré Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau—, cuyo nombre podría haberme venido a la mente más fácilmente que todos los demás, puesto que era contemporáneo de Napoleón Bonaparte, del que acabábamos de hablar. Y además porque había pronunciado algunas frases admirables sobre el esencial desarraigo del hombre, constitutivo de su humanidad. Fue el 28 de febrero de 1791, en la Asamblea Nacional, durante el debate sobre la emigración. «El hombre no tiene raíces en la tierra; por eso no pertenece al suelo. El hombre no es un campo, un prado, una bestia de carga; por eso no puede ser una propiedad. El hombre tiene el sentimiento interior de esas verdades santas; así sería imposible persuadirle de que sus jefes tengan derecho de encadenarle a la gleba…»

El arrancarse a la gleba, el fin de los terruños y de los bosques sagrados es, en efecto, una de las condiciones de la modernidad. Una de las fuentes de la razón democrática.

Pero si no evoqué con Eva aquel discurso de Mirabeau, le hablé un poco más de Napoleón. Eso le divertía.

Bajábamos hacia Madrid por el mismo camino que había seguido el ejército de Napoleón un siglo y medio antes, con la caballería polaca en vanguardia. En las cercanías de la capital el emperador había establecido sus cuarteles en un palacio del duque del Infantado. Hoy, la ciudad ha devorado aquellos espacios agrestes. El estadio Bernabéu, gran templo del fútbol europeo, se alza allí, en el centro de los nuevos barrios, en el solar del antiguo pueblo de Chamartín. En el palacio del Infantado, mientras esperaba a que Madrid se rindiera, Napoleón dictó y firmó, la primera noche de su estancia, cuatro decretos que hacían de España un país moderno. Que establecían la posibilidad de que lo fuera, por lo menos. Un decreto para abolir el tribunal del Santo Oficio. Otro decreto para limitar la proliferación de las órdenes religiosas y regular sus actividades. Un tercer decreto para abolir todos los privilegios feudales. Y un último para suprimir los aranceles interiores, creando así las premisas de una economía de mercado.

Decisiones y decretos que España necesitaba, que España esperaba. Por otra parte, los textos de Napoleón recogen y precisan —en el estilo conciso y cartesiano que caracteriza los códigos imperiales— las aspiraciones y los programas de los teóricos de la Ilustración en España. Pero esos decretos no tuvieron efecto, porque fueron promulgados por el invasor. Por su parte, las Cortes liberales reunidas en Cádiz para redactar una constitución, llegaron en varios años de debates tumultuosos a las mismas conclusiones a las que Napoleón, su enemigo principal, había llegado en una sola noche. Pero también esto resultó inútil. Nada más regresar a su trono, al cual le había devuelto la resistencia de una guerrilla popular, Femando de Borbón, séptimo de aquel nombre, abolió la constitución, metió en prisión a los liberales y restableció el poder monárquico de derecho divino y el tribunal del Santo Oficio.

La entrada de España en la modernidad no fue fácil. Necesitará un siglo de guerras civiles. Y tendrá lugar finalmente —y esto turbará la visión de la izquierda española— bajo el régimen de la dictadura franquista. A pesar de ésta, desde luego. Contra sus principios fundamentales, también es verdad. Pero bajo la hegemonía de algunas de las capas sociales que fueron uno de sus apoyos originarios. Y una vez más, en virtud de las exigencias de la economía europea y mundial, de la inevitable apertura de la España autárquica a los flujos económicos exteriores, a partir de 1959, en la fase final del régimen de dictadura.

Pero no sólo comenté con mi compañera de viaje, mi Eva seria y dulce, los comienzos napoleónicos —y por ello mismo frustrados— de la modernidad en España. Para escandalizarla, para turbar por lo menos su puritana serenidad, de la cual había creído percibir señales inequívocas, para provocarla, pues, también le conté los apetitos y fracasos sexuales del emperador durante esta estancia en el palacio del duque del Infantado, por lo menos tal y como los narra en sus Memorias Constant, su fiel mayordomo.

Esto nos ocupó hasta la llegada a Madrid, una hora más tarde. Y es verdad que aquel día estaba de buen humor. Como todos los días de aquellos años al volver a la ciudad de mi infancia.

Estaba en la entrada del palacio de la Moncloa, años más tarde. El presidente del Gobierno, Felipe González, evocaba el fantasma de Federico Sánchez.

Eran las doce de la noche; un hálito de súbito frescor estremecía las hojas de los árboles.

Había conocido a Felipe González en 1975, en otoño de ese año. En aquella época Federico Sánchez ya estaba muerto; yo lo había olvidado, en todo caso. El general Franco, por su parte, todavía seguía vivo. Agonizante, a decir verdad. Pero la agonía es una de las formas de la vida, ya se sabe. Desde el final del mes de octubre, el general Franco se mantenía con vida artificialmente. Ya no tenía ninguna posibilidad de curación, de restablecimiento. Pero los familiares y la camarilla prolongaban la vida del dictador con la esperanza insensata de prolongar su régimen. La muerte había sido el oficio de este hombre pequeño y rechoncho, de voz atiplada. Siguió siéndolo, hasta el final: un verdadero profesional. La muerte de los otros fue su oficio, hasta el final. Algunas semanas antes del último ataque cardiaco que provocaría su larga agonía, el general Franco había firmado todavía varias penas de muerte. Hizo ejecutar a algunos oponentes. Porque aquel hombre pequeño, grueso, insignificante, aquel general con voz atiplada que había gobernado España durante cuarenta años, sólo habrá tenido como seña excepcional un temperamento implacablemente frío, una crueldad casi impersonal, casi imparcial, sin estallido de sadismo o de desmesura, exclusivamente orientada a reforzar su poder. Excepcional habrá sido en él la frialdad de su mirada sobre los hombres, su capacidad de halagarlos o de destruirlos, según las exigencias cambiantes de su poder. De las campañas de África encabezando la legión extranjera hasta las últimas ejecuciones de su reino interminable, el general Franco habrá gestionado la muerte de los demás como un profesional; sin pasiones ni estallidos, con una paciencia rutinaria y despiadada.

Pero desde el mes de octubre de 1975 era su propia muerte la que había que gestionar. Mantenido en una unidad de reanimación, embrutecido por las drogas, sumido en un coma algodonoso, era sin duda incapaz de hacerlo por sí mismo. Era la camarilla la que se encargaba de ello. La camarilla gestionó la muerte del generalísimo como un espectáculo de crueldad edificante. El estilo particular del franquismo —mezcla de protocolo fúnebre y de retórica imperial, de mal gusto kitsch— impregnó aquellas largas semanas de agonía. Los comunicados médicos, los comentarios de los próximos y los de los turiferarios, las imágenes filtradas a la prensa y a la televisión, todo contribuyó a difundir en la sociedad un terror difuso: un olor de putrefacción sacralizada, paralizante.

Aquellos días me pareció evidente que el único testimonio arquitectónico del franquismo iba a ser la basílica subterránea del Valle de los Caídos, donde el generalísimo fue enterrado y empedrado. Abierta en el granito de la sierra, al norte de Madrid, por destacamentos de prisioneros políticos; culminada por una cruz monumental que extiende sus alas de cuervo sobre el paisaje; ornada en su antro consagrado con el estilo churrigueresco propiamente español: mármoles, dorados, pórfidos, perfiles atormentados, la basílica del Valle de los Caídos es posiblemente el único monumento del franquismo en el cual se manifieste cierta desmesura. A diferencia del estilo oficial de los sistemas totalitarios europeos, que está marcado por la grandilocuencia y el gigantismo, el estilo del franquismo sólo será discernible, en efecto, por su mediocre imitación del género escurialense. Con la excepción de esta basílica subterránea y suntuosa, consagrada a hacer perdurar el imperio de la muerte sobre la conciencia colectiva de los españoles.

Madrid estaba extrañamente en calma esos días, los días de la muerte del general Franco. La ciudad parecía contener la respiración. Vivía de aquella agonía, pasivamente, en un suave terror interiorizado, extrañamente lleno de placer masoquista. Estaba claro, salvo para los dirigentes del partido comunista, que llamaban una vez más a una acción política masiva, estaba claro que nadie se movería. Como si la parálisis que se adueñaba del cuerpo del dictador, también se adueñara lentamente del conjunto de la ciudad. Madrid era, aquellos días, una capital de algunos millones de cadáveres. El cadáver de Franco, como un cuerpo cancerígeno, proliferaba a través de la ciudad en metástasis lamentables.

Pero los millones de madrileños aparentemente paralizados por esta muerte habían puesto una botella de champaña en la nevera. En fin, cuando digo champaña, entiéndase cava. Había una botella de cava en la nevera, de cualquier modo. Millones de tapones de vino espumoso debieron estallar como una serie de explosiones turbias, cuando la noticia oficial de la muerte del general Franco fue difundida.

Parece que uno de los pocos españoles que no bebió solo o en familia su botella de cava fue Felipe González. Se dice que afirmó en aquella ocasión que nunca brindaría por la muerte de alguien, aunque fuera su peor enemigo. No sé si la anécdota es verdadera, pero es verosímil, simbólica, incluso. Porque la personalidad de Felipe González se inscribe en el exacto y tajante revés de la faz pálida del franquismo. Expresa un gusto por la vida, incluso en los desórdenes de la libertad, opuesto a la tradición fúnebre y funesta del autoritarismo español.

Algún tiempo más tarde, en el curso de un viaje a Estados Unidos, Felipe González pronunció palabras reveladoras, me parece, de su carácter personal. Respondiendo a una pregunta que quería ser embarazosa sobre el modo de vida norteamericano, declaró de golpe: «Preferiría morir apuñalado en el metro de Nueva York que vivir en la seguridad mediocre y opresora de las calles de Moscú». Por ahí, con gran escándalo más o menos confesado de muchos y de buena parte de sus amigos políticos, se desmarcaba de la inevitable cantilena antiamericana del hombre de izquierda español de la época. Pero además afirmaba ese gusto por la libertad, cualesquiera que fueran sus riesgos, que había en cierto modo gobernado todas sus decisiones políticas y que iba a continuar gobernándolas: el socialismo democrático contra el comunismo; la economía de mercado contra el estatismo dirigista; la pertenencia a la alianza de países democráticos contra el aislacionismo o el neutralismo tercermundista.

Yo estaba en la entrada del palacio de la Moncloa, en julio de 1988. Eran las doce de la noche; un hálito de aire fresco parecía estremecerse entre las hojas de los árboles. Felipe González había evocado el fantasma de Federico Sánchez; yo evocaba el fantasma del pasado.

Yo había conocido a Felipe en Madrid, uno de los días de la larga agonía del dictador. Creo recordar que había sido él el que había deseado encontrarse con nosotros. Nosotros: algunos intelectuales activos en la lucha contra el franquismo. Que habíamos, por ello, militado en la organización clandestina del partido comunista, de la que todos, unos después de otros, habíamos sido expulsados.

El joven de treinta y tres años que había conocido aquel día, me interesó de inmediato: también hay flechazos de amistad masculina. Por entonces era prácticamente desconocido. Sabíamos que había sido nombrado secretario general del partido socialista un año antes, en un congreso celebrado en los alrededores de París, en Suresnes, que consagró la llegada al poder de la joven guardia agrupada en torno a él y a Alfonso Guerra, su alter ego, se decía. No sabíamos muchas cosas más.

Pero aquel joven prácticamente desconocido iba a convertirse dos años más tarde, después de las primeras elecciones libres de 1977, en el líder del partido de izquierdas más importante —y de lejos—, con gran sorpresa, gran escándalo a veces, de la mayoría de los progresistas europeos, que habían apostado por Santiago Carrillo, viejo bonzo, vieja veleta, viejo kominterniano sin escrúpulos ni memoria, que una buena parte de la izquierda hacía tontamente —y las tonterías se pagan en política portaestandarte respetable de un marxismo renovado, ¡o irrisión! (Por fortuna había en Alemania, en el SPD, algunos hombres, entre los cuales se contaba Willy Brandt, que habían intuido la estatura de Felipe González, pero es verdad que el SPD ya había hecho hacía tiempo su retorno a la realidad, en Bad Godesberg.)

Siete años después, aquel joven se convertiría en el primer jefe de Gobierno socialista desde la guerra civil española, y ello durante al menos cuatro legislaturas —las tres primeras con mayoría absoluta en el Parlamento, y la cuarta, con una mayoría relativa suficiente para constituir el eje de una coalición dinámica.

Yo escuchaba a Felipe González a la entrada del palacio de la Moncloa.

Me acordaba de aquel joven con el pelo demasiado largo, con las americanas de pana, que en 1975 se lanzaba a la conquista de los cerebros y corazones de sus conciudadanos. Me decía que iba a trabajar junto a él, lo que me apasionaba. Me preguntaba si había cambiado. O mejor dicho, si el poder le había cambiado. Que él hubiera cambiado el poder, sus códigos y sus discursos habituales en España, de eso no cabía la menor duda. ¿Pero no habría el poder cambiado también a Felipe González?

Eran las doce de la noche en la entrada de La Moncloa y yo me preguntaba en el silencio de mi fuero íntimo si Jaime Gil de Biedma, gran poeta, compañero de largos paseos e interminables conversaciones nocturnas, no se habría equivocado por una vez. Había vaticinado, al final de uno de sus Poemas morales escritos bajo el franquismo, que «de todas las historias de la Historia / la más triste sin duda es la de España / porque termina mal…».

¿Y si la historia de España, por una vez, no terminara demasiado mal?