IV

Los tres hombres meditabundos abandonaron la ciudad para dirigirse a las Cuevas de los Dragones. Prendido con una nueva cadena de plata, el Cuerno del Destino colgaba del cuello de Elric. Vestía de cuero negro y llevaba la cabeza descubierta a no ser por una diadema dorada que impedía que el cabello le cayera sobre los ojos. La Tormentosa iba dentro de su vaina y pendía de su costado, y el Escudo del Caos colgaba sobre su espalda. Condujo a sus compañeros a las grutas para acercarse finalmente al corpachón dormido de Colmillo Flameante, el Dragón Jefe. Tuvo la impresión de que en los pulmones no tendría suficiente capacidad cuando inspiró profundamente y aferró el cuerno. Después de echar una mirada a sus amigos, que lo observaron llenos de expectación, separó ligeramente las piernas y sopló el cuerno con todas sus fuerzas.

El instrumento emitió una nota profunda y sonora y al reverberar por las cuevas, Elric sintió que se le iba toda la vitalidad. Se fue debilitando más y más hasta que cayó de rodillas, con el cuerno aún entre los labios; el sonido se tornó entrecortado, la vista se le nubló, las piernas le temblaban y después cayó de bruces sobre la piedra; el cuerno cayó con él golpeando con sonido metálico contra el suelo.

Moonglum corrió hacia él y se quedó boquiabierto al comprobar que el Dragón Jefe comenzaba a moverse y que uno de sus ojos enormes, frío como los eriales del norte, lo miraba fijamente.

—¡Hermano Colmillo Flameante! —gritó Dyvim Slorm presa de júbilo—. ¡Hermano Colmillo Flameante, estás despierto!

A su alrededor, los demás dragones comenzaron a moverse, a agitar las alas, a estirar los delgados cogotes y a esponjar las duras crestas. Moonglum se sintió más pequeño que nunca cuando los dragones despertaron. Las enormes bestias le causaban una cierta inquietud, pues no sabía cómo responderían a la presencia de alguien que no era Amo de los Dragones. Después se acordó del debilitado albino, se arrodilló junto a Elric y le tocó el hombro cubierto de cuero.

—¡Elric! ¿Estás vivo?

Elric gimió e intentó tenderse de espaldas. Moonglum le ayudó a sentarse.

—Estoy débil, Moonglum… tan débil que no puedo levantarme. ¡El cuerno me quitó todas las energías!

—Desenvaina la espada… te dará lo que necesitas.

—Seguiré tu consejo —replicó Elric sacudiendo la cabeza—, pero dudo que esta vez estés en lo cierto. Ese héroe que maté debía de carecer de alma, o bien la tenía pero estaba bien protegida, porque no conseguí de él energía alguna.

Bajó la mano a la cadera y aferró la empuñadura de la Tormentosa. Trabajosamente la desenvainó y notó que una ligera fuerza manaba de la espada para entrar en su cuerpo, pero no como para permitirle realizar un gran esfuerzo. Se incorporó y tambaleándose se acercó a Colmillo Flameante. El monstruo lo reconoció y restregó las alas a modo de bienvenida; por un momento, aquellos ojos duros y solemnes adquirieron un poco de calor. Cuando el albino se movió para acariciarle el cuello, tropezó, cayó sobre una rodilla y se levantó con gran esfuerzo.

En otras épocas los esclavos se habían ocupado de ensillar a los dragones, pero en aquel momento, ellos mismos tendrían que encargarse de la tarea. Fueron al almacén de sillas y escogieron las que necesitaban, porque cada dragón tenía una propia. Elric apenas logró soportar el peso de la silla de Colmillo Flameante, tallada en madera con incrustaciones de acero, joyas y metales preciosos. Se vio obligado a arrastrarla por el suelo de la cueva. Como no querían incomodarlo con sus miradas, los otros dos hombres hicieron caso omiso de su lucha impotente y se ocuparon de sus propias sillas. Los dragones debieron de comprender que Moonglum era amigo, porque no se molestaron cuando se acercó cauteloso a su dragón para colocarle su silla de madera con estribos de plata, de la que surgía una especie de pincho como punta de lanza en el que ondeaba el estandarte de una noble familia de Melniboné ya desaparecida. Cuando terminaron de ensillar sus bestias, fueron a ayudar a Elric, que apenas se tenía en pie del cansancio y se había apoyado contra el cuerpo escamoso de Colmillo Flameante. Mientras ajustaban las cinchas, Dyvim Slorm dijo:

—¿Tendrás fuerzas como para guiamos?

—Sí —repuso Elric con un suspiro—, creo que para eso me bastarán. Pero sé que no me quedarán energías para la batalla que seguirá. Ha de haber un medio de recuperar mi vitalidad.

—¿Qué me dices de las hierbas que utilizabas antes?

—Las que tenía han perdido sus propiedades y no habrá manera de conseguirlas frescas ahora que el Caos ha deformado las plantas, las rocas y los océanos con su horrenda impronta.

Dyvim Slorm dejó que Moonglum terminara de ensillar a Colmillo Flameante y se alejó para volver con una copa de líquido que esperaba pudiera revitalizar a Elric. Elric se lo bebió, devolvió la copa a Dyvim Slorm, tendió el brazo para agarrarse de la perilla de la silla de montar y se subió al dragón.

—Traedme cuerdas —ordenó.

—¿Cuerdas? —inquirió Dyvim Slorm frunciendo el ceño.

—Sí. Si no me atáis a la silla, seguramente caeré al suelo antes de que hayamos volado una legua.

Se sentó en la alta silla, aferró el pincho que llevaba su estandarte azul, verde y plateado, se colocó el guante y esperó hasta que sus compañeros llegaron con las cuerdas y lo ataron firmemente a la bestia. Lanzó una leve sonrisa y tiró del cabestro del dragón.

—Adelante, Colmillo Flameante, guía a tus hermanos.

Con las alas plegadas y la cabeza gacha, el dragón comenzó a deslizarse hacia la salida. Tras él, montados en dos dragones casi tan grandes, iban Dyvim Slorm y Moonglum, con expresiones preocupadas y pendientes de la seguridad de Elric. Mientras Colmillo Flameante avanzaba a paso ondulante por la serie de cuevas, las demás bestias fueron colocándose tras él hasta que todas llegaron a la boca de la última cueva que daba al mar. El sol se encontraba en la misma posición en lo alto del cielo; aparecía rojo e hinchado, como si fuera creciendo al ritmo de la marea. Lanzando un grito que era mitad siseo y mitad chillido, Elric golpeó el cuello de Colmillo Flameante con su pincho.

—¡Arriba, Colmillo Flameante! ¡Elévate por la venganza de Melniboné!

Como si presintiera la extrañeza del mundo, Colmillo Flameante hizo una pausa al borde del saliente, sacudió la cabeza y bufó. Cuando se lanzó al aire, comenzó a batir las alas; su fantástica envergadura ondeó con majestuosa gracia haciendo avanzar a la bestia a increíble velocidad.

Se elevó más y más por debajo del sol hinchado adentrándose en el aire turbulento, con dirección al este donde los esperaban los campamentos del infierno. Detrás de Colmillo Flameante iban sus dos hermanos dragones, llevando a Moonglum y a Dyvim Slorm, que tenía un cuerno propio, el utilizado para dirigir a los dragones. Noventa y cinco dragones más, hembras y machos, oscurecieron el cielo azul intenso, sus escamas verdes, rojizas y doradas relucían en el aire mientras batían las alas y en conjunto, sonaban como el golpear de un millón de tambores mientras sobrevolaban las aguas impuras con las fauces abiertas y los ojos fríos.

Aunque allá abajo Elric alcanzaba a distinguir muchos colores de inmensa riqueza, éstos eran oscuros y cambiaban constantemente, pasando de un extremo al otro de un espectro oscuro. Allá abajo no había ya agua, sino un fluido compuesto de materiales naturales y sobrenaturales, reales y abstractos. El dolor, el anhelo, la tristeza y la risa se apreciaban como fragmentos tangibles de la marea; en ella bullían también las pasiones y las frustraciones, así como una materia hecha de carne viva que burbujeaba a veces en la superficie.

Elric estaba tan débil que al ver aquel fluido le entraron náuseas y volvió sus ojos carmesíes hacia arriba y hacia el este mientras los dragones continuaban su vuelo.

No tardaron en encontrarse sobre lo que había sido el Continente Oriental, la principal península vilmiriana. Aquella tierra aparecía desprovista de sus anteriores cualidades, de ella se elevaban inmensas columnas de bruma oscura que tuvieron que atravesar con sus reptiles. El suelo aparecía cubierto de lava hirviente y unas formas repulsivas se movían en la tierra y en el aire: bestias monstruosas y grupos ocasionales de extraños jinetes montados en caballos esqueléticos que al oír el batir de las alas de los dragones miraron hacia arriba y salieron a galope tendido en dirección a sus campamentos.

El mundo parecía un cadáver al que los gusanos que se alimentaban de él daban vida.

De la humanidad nada quedaba, salvo los tres hombres montados en los dragones.

Elric sabía que Jagreen Lern y sus aliados humanos habían abandonado tiempo atrás su humanidad y ya no podían hacerse pasar por miembros de la especie que sus hordas habían arrasado de la faz del mundo. Únicamente los jefes conservaban su forma humana, puesto que los Señores Oscuros la utilizaban, pero sus almas eran tan retorcidas como los cuerpos de sus seguidores, deformados hasta adquirir aspectos infernales, debido a la influencia transmutadora del Caos. Las oscuras fuerzas del Caos se habían cernido sobre el mundo, sin embargo, los dragones se fueron adentrando más y más en su centro, mientras Elric se balanceaba en su silla y no caía de ella gracias a las cuerdas que lo sujetaban. Desde las tierras de abajo pareció surgir un grito doloroso cuando la naturaleza torturada fue desafiada y sus componentes obligados a adoptar formas extrañas.

Continuaron avanzando velozmente hacia lo que había sido Karlaak, junto al Erial de las Lágrimas, convertido en el Campamento del Caos. Desde lo alto les llegó un graznido y entonces vieron que unas formas negras se abalanzaban sobre ellos. Elric ni siquiera tenía fuerzas para gritar, pero golpeó débilmente el cuello de Colmillo Flameante y lo hizo esquivar el peligro. Moonglum y Dyvim Slorm siguieron su ejemplo; Dyvim Slorm tocó su cuerno para ordenar a los dragones que no lucharan contra sus atacantes; pero algunos de los dragones de la retaguardia se rezagaron y se vieron obligados a presentar batalla a los fantasmas negros.

Elric se volvió para mirar y durante unos segundos los vio perfilados contra el cielo, enfrentados a unas cosas que tenían fauces de ballena a las que los dragones lanzaban su veneno llameante y atacaban con garras y dientes, mientras agitaban las alas para mantenerse en el aire, pero otra nube de bruma verde se alzó impidiéndole ver qué fin tuvo la docena de dragones.

Elric le indicó a Colmillo Flameante que volara bajo sobre el pequeño ejército de jinetes que huían por la tierra atormentada, mientras el estandarte del Caos ondeaba en la lanza del jefe. Bajaron, soltaron su veneno y tuvieron la satisfacción de oír gritar a las bestias y a sus jinetes mientras morían abrasados y sus cenizas eran tragadas por el suelo cambiante.

Aquí y allá vieron algún que otro castillo gigantesco, erigidos por la magia, tal vez para recompensar a algún rey traidor que había ayudado a Jagreen Lern, tal vez como morada de los Capitanes del Caos que, bajo el dominio del Caos, se habían establecido en la tierra. Cayeron sobre ellos, soltaron su veneno y los dejaron ardiendo con fuego sobrenatural, mientras el humo se mezclaba con la bruma. Finalmente, Elric divisó el Campamento del Caos, una ciudad de reciente fundación, construida igual que los castillos, en la cual ondeaba la enseña del Caos contra el cielo oscuro. Sin embargo, no sintió alegría alguna, sólo desesperación por estar tan débil y no poder enfrentarse en combate a su enemigo Jagreen Lern. ¿Qué hacer? ¿Cómo encontrar esa fuerza? Porque aunque no participara en la lucha, debía contar con vitalidad suficiente como para soplar el cuerno una segunda vez e invocar a los Señores Blancos para que acudieran a la tierra.

La ciudad parecía extrañamente callada, como si esperase algo o se preparara para algo. Tenía un aspecto ominoso y antes de que Colmillo Flameante cruzara el perímetro, Elric obligó a su dragón a dar la vuelta y volar en círculos.

Dyvim Slorm, Moonglum y el resto de los dragones lo imitaron y Dyvim Slorm le gritó:

—¿Qué hacemos ahora, Elric? ¡No esperaba encontrarme tan pronto con una ciudad!

—Yo tampoco. Pero mira —dijo señalando con mano temblorosa—, ahí tienes el estandarte de Jagreen Lern con el Tritón. Y allá —añadió señalando hacia la izquierda y a la derecha—, ¡los estandartes de muchos de los Duques del Infierno! Pero no veo otros estandartes humanos.

—Esos castillos fueron destruidos —gritó Moonglum—. Sospecho que Jagreen Lern dividió estas tierras y las repartió entre sus secuaces. ¿Cómo sabremos cuánto tiempo ha transcurrido en realidad para que todo esto ocurriera?

—Es verdad —asintió Elric mirando hacia el sol, estático en el cielo.

Cayó hacia adelante balanceándose y luego se incorporó otra vez respirando pesadamente. El Escudo del Caos era una tremenda carga, pero con esfuerzo, logró colocarlo delante de él.

Siguiendo un presentimiento, azuzó a Colmillo Flameante y el dragón se abalanzó a toda velocidad sobre la ciudad lanzándose en picado hacia el castillo de Jagreen Lern.

Nadie le salió al paso y la bestia aterrizó entre los torreones del castillo. Reinaba el silencio. Intrigado, miró a su alrededor; sólo vio las enormes construcciones de piedra negra que parecían hervir bajo los pies de Colmillo Flameante.

Las cuerdas le impidieron desmontar, pero vio lo suficiente como para comprobar que la ciudad estaba desierta. ¿Dónde estaba la horda del infierno? ¿Dónde estaba Jagreen Lern?

Dyvim Slorm y Moonglum se reunieron con él, mientras el resto de los dragones sobrevolaban en círculos. Arañando la roca con las garras, agitando el aire con sus alas, se posaron en el suelo y volvieron sus poderosas cabezas hacia un lado y hacia otro, sacudiendo las escamas, inquietos, porque una vez despiertos, los dragones preferían el aire a la tierra. Dyvim Slorm se quedó lo suficiente como para mascullar:

—Iré a explorar la ciudad.

Volvió a elevarse en vuelo rasante sobre los castillos hasta que lo oyeron gritar y lo vieron perderse de vista. Oyeron un grito pero no lograron ver qué lo había causado; siguió una pausa y luego el dragón de Dyvim Slorm volvió a elevarse y comprobaron que llevaba un prisionero cruzado sobre la silla. Aterrizó. La cosa que había capturado conservaba cierta apariencia humana, pero estaba deformada y tenía el labio inferior muy prominente, la frente baja y carecía de mentón; unos dientes cuadrados y desparejos le brillaban en la boca y tenía los brazos desnudos cubiertos de pelos ondeantes.

—¿Dónde están tus amos? —inquirió Dyvim Slorm. La cosa no parecía temer a nada y con una risita ahogada contestó:

—Predijeron que vendríais y como en la ciudad la capacidad de maniobra se ve limitada, reunieron sus ejércitos en una meseta que han formado a cinco leguas hacia el noreste. —Volvió sus ojos desorbitados hacia Elric y añadió—: Jagreen Lern te manda saludos y me dijo que no veía la hora de presenciar tu caída.

Elric se encogió de hombros.

Dyvim Slorm desenvainó su espada rúnica y derribó a la criatura. Ésta murió lanzando un graznido, pues había perdido la cordura, además del temor. Dyvim Slorm se estremeció cuando el alma de aquella cosa se fundió con la suya dándole más energía. Lanzó una maldición y miró a Elric con ojos llenos de dolor.

—Me he precipitado… debí dejar que lo mataras tú. Elric no replicó a este comentario, y con voz débil se limitó a susurrar:

—Vayamos a su campo de batalla. ¡Deprisa!

Volvieron a elevarse y emprendieron vuelo hacia el noreste en medio del aire poblado.

Asombrados, divisaron la horda de Jagreen Lern, sin comprender cómo había logrado reagruparse con tanta rapidez. Todos los guerreros y desalmados del mundo parecían haber acudido a ese campo para pelear bajo el estandarte del Teócrata, que surgía como una vil peste en la meseta ondulante. A su alrededor, las nubes se hacían más negras, y los relámpagos de origen sobrenatural surcaban la meseta.

Los dragones se abalanzaron sobre aquella ruidosa agitación y reconocieron las fuerzas comandadas por Jagreen Lern, porque su estandarte ondeaba en lo alto. Al frente de las demás divisiones iban los Duques del Infierno, Malohin, Zhortra, Xiombarg y otros. Elric descubrió la presencia de los tres Señores del Caos más poderosos, puesto que empequeñecían a los demás. Chardros, el Segador, con su enorme cabeza y su guadaña curvada; Mabelode, el Sin Rostro, el cual, miraras por donde miraras, tenía siempre la cara sumida en sombras; y Slortar, el Viejo, delgado y hermoso, considerado como el más viejo de los dioses. Aquélla era una fuerza a la que hasta a mil hechiceros poderosos les resultaría difícil vencer, y la idea de atacarlos parecía una locura.

Elric no se molestó en reflexionar al respecto porque ya se había embarcado en aquel plan y se había obligado a llevarlo a cabo aunque, en su condición, acabaría destruyéndose si seguía adelante.

Tenían la ventaja de atacar por el aire, pero sólo les sería útil mientras durara el veneno de los dragones. Cuando éste se acabara, deberían acercarse más. En ese momento, Elric necesitaría muchísima energía… y no tenía ninguna.

Los dragones bajaron en picado soltando su veneno incendiario sobre las filas del Caos.

Normalmente, no existía ejército capaz de soportar semejante ataque, pero gracias a la protección de la brujería, el Caos logró contrarrestar gran parte del ígneo veneno. Éste pareció extenderse sobre un escudo invisible y disiparse. No obstante, una parte alcanzó su blanco y cientos de guerreros se vieron envueltos en llamas y murieron abrasados.

Los dragones se elevaron una y otra vez para volver a lanzarse en picado sobre sus enemigos; medio inconsciente, Elric se balanceaba sobre la silla y su percepción de la realidad fue disminuyendo a medida que continuaban los ataques.

La escasa visión que poseía se veía dificultada por el humo apestoso que había comenzado a elevarse del campo de batalla. Desde la horda se elevaron con aparente lentitud las largas lanzas del Caos que, cual relámpagos ambarinos, se abatieron sobre los dragones para golpearlos con fuerza y derribarlos. El dragón de Elric lo fue acercando más y más hasta sobrevolar la división comandada por Jagreen Lern. Vio borrosamente al Teócrata a lomos de un repulsivo caballo sin pelos, mientras revoleaba su espada, presa de una alegría burlona. Oyó apenas la voz de su enemigo elevarse hacia él:

—¡Adiós, Elric! ¡Éste es nuestro último encuentro, porque hoy irás a parar al limbo!

Elric hizo girar a Colmillo Flameante y le susurró en la oreja:

—¡A ése, hermano… a ése!

Lanzando un rugido, Colmillo Flameante soltó su veneno sobre el carcajeante Teócrata. Elric creyó que Jagreen Lern ardería hasta quedarse convertido en cenizas, pero cuando el veneno parecía haberlo alcanzado, salió rebotado y unas cuantas gotas fueron a tocar a algunos de los seguidores del Teócrata e hicieron arder sus ropas y sus carnes.

Jagreen Lern siguió riendo y soltó una lanza ambarina que había surgido de su mano. La lanza partió hacia Elric y el albino levantó su Escudo del Caos con dificultad para desviarla.

La fuerza de la descarga fue tan grande que cayó hacia atrás y una de las cuerdas que lo sujetaban se rompió, con lo cual quedó colgando de lado y se salvó gracias a que la otra cuerda había aguantado. Se acurrucó tras la protección del escudo cuando una andanada de armas sobrenaturales se abatieron sobre él. Colmillo Flameante también quedaba bajo la esfera de protección del escudo, pero ¿cuánto tiempo resistiría semejante ataque?

Tuvo la impresión de que había transcurrido una eternidad tras la protección del escudo cuando por fin Colmillo Flameante agitó las alas y se elevó por encima de la horda.

Se estaba muriendo.

La vitalidad lo abandonaba rápidamente como si fuera un anciano preparado para morir.

—No puedo morirme —masculló—. No debo morirme. ¿Acaso no existe solución a este dilema?

Colmillo Flameante pareció oírlo. El dragón volvió a bajar al suelo hasta casi rozar con su vientre escamoso las lanzas de la horda. Luego aterrizó sobre el suelo inestable y esperó con las alas plegadas a que un grupo de guerreros azuzaran a sus bestias en dirección a él.

—¿Qué has hecho, Colmillo Flameante? —inquirió Elric, estupefacto—. ¿Acaso no puedo fiarme ni de ti? Acabas de ponerme en manos de mi enemigo.

Con gran esfuerzo desenvainó la espada cuando la primera lanza golpeó su escudo y el jinete avanzó sonriente al notar la debilidad de Elric. Otros se le acercaron por ambos flancos. Débilmente, asestó un mandoble a uno de ellos y la Tormentosa tomó de pronto el control para asegurar su puntería. La espada partió el brazo del jinete y se quedó pegada a él mientras se alimentaba vorazmente con su vida. De inmediato, Elric notó que recobraba parte de sus fuerzas y entonces comprendió que el dragón y la espada se habían aliado para ayudarle a recobrar la energía que necesitaba. Pero el acero infernal se quedaba con gran parte de esta energía. Había un motivo que Elric no tardó en descubrir, porque la espada continuaba dirigiendo su brazo. Varios jinetes más fueron despachados de este modo y Elric sonrió al notar que la vitalidad le volvía a fluir por el cuerpo. Se le aclaró la vista, sus reacciones se volvieron normales y recobró los ánimos. Siguió atacando al resto de la división, mientras Colmillo Flameante se movía por el suelo con una velocidad que parecía imposible en una bestia de su volumen. Los guerreros se desperdigaron y huyeron para reunirse con el grueso de la fuerza, pero a Elric ya no le importaba, se había cobrado ya una decena de almas y le bastaba.

—¡Arriba, Colmillo Flameante! ¡Elévate y busquemos a enemigos más poderosos!

Obediente, el dragón desplegó las alas. De inmediato comenzó a agitarlas y a elevarse del suelo hasta sobrevolar sobre la horda.

Elric volvió a descender en medio de la división de lord Xiombarg; desmontó de Colmillo Flameante y, poseído de una energía sobrenatural, se abalanzó sobre las filas de endemoniados guerreros, repartiendo mandobles a diestro y siniestro, invulnerable a todo, menos al ataque del Caos. Su vitalidad fue en aumento y una especie de locura guerrera se apoderó de él. Se abrió paso entre las filas matando a cuanta cosa se le ponía por delante, hasta que se encontró ante el mismísimo lord Xiombarg con su apariencia terrenal de mujer morena. Elric sabía que el hecho de encontrarse ante una mujer no le ciaba ninguna indicación de la fuerza de Xiombarg pero, sin miedo, saltó hacia el Duque del Infierno y se plantó ante él, mirando hacia arriba, pues iba montado en una bestia con cabeza de león y cuerpo de toro.

La dulce voz femenina de Xiombarg llegó hasta los oídos de Elric.

—Mortal, has desafiado a muchos Duques del Infierno y desterrado a otros para siempre a los Mundos Superiores. Ahora te llaman asesino de dioses. ¿Podrás matarme a mí?

—Sabes que ningún mortal puede matar a uno de los Señores de los Mundos Superiores, ya sea de la Ley o del Caos, Xiombarg… pero si está dotado de suficiente poder, puede destruir su aspecto terrenal y enviarlo de vuelta a su propio plano para que no vuelva jamás.

—¿Podrás hacerme eso a mí?

—¡Comprobémoslo! —gritó Elric abalanzándose hacia el Señor Oscuro.

Xiombarg iba armado con un hacha de batalla de largo mango que despedía una luz azulada. Cuando su caballo retrocedió, lanzó el hacha hacia la cabeza desprotegida de Elric. El albino levantó el escudo y el hacha lo golpeó. De las armas brotó una especie de grito metálico y se alzó una nube de chispas. Elric se acercó más y asestó un estoque a una de las piernas femeninas de Xiombarg. De las caderas partió una luz que protegió su pierna de modo que la Tormentosa se paró en seco sacudiendo el brazo de Elric. El hacha volvió a golpear el escudo con el mismo efecto que antes. Elric volvió a tratar de derribar la impía defensa de Xiombarg. Y mientras todo esto duraba, oía la risa del Señor Oscuro, dulcemente modulada y sin embargo tan horrenda como la de una bruja.

—¡Vuestra imitación de la forma y la belleza humanas comienza a fallar, mi señor! —gritó Elric retrocediendo para coger impulso.

El rostro de la muchacha comenzaba a crisparse y a cambiar; desconcertado por la fuerza de Elric, el Duque del Infierno espoleó a su bestia para lanzarse sobre el albino.

Elric se hizo a un lado y volvió a atacar. Esta vez, la Tormentosa latió en su mano al romper la defensa de Xiombarg; el Señor Oscuro gimió, y respondió con otro golpe de hacha que Elric apenas logró bloquear. Hizo girar a su bestia revoleando el hacha por el aire para lanzársela a Elric con la intención de darle en la cabeza.

Elric se agachó y levantó el escudo; el hacha golpeó contra él y cayó al suelo cambiante. Corrió tras Xiombarg que volvía a hacer girar a su bestia. Había sacado otra arma de la nada; se trataba de un enorme sable de doble empuñadura, cuyo ancho triplicaba el de Tormentosa. Resultaba incongruente que unas manos delicadas y pequeñas como las de aquella muchacha pudieran empuñar un arma de esas características. Elric supuso que su tamaño correría parejo con su fuerza. Retrocedió como pudo, y notó que al Señor Oscuro le faltaba una pierna y ésta había sido reemplazada por una mandíbula de insecto. Si lograba destruir el resto del disfraz de Xiombarg podría enviarlo al otro plano.

La risa de Xiombarg ya no era dulce sino que sonaba desafinada y discordante. La cabeza de león rugió al unísono con la voz de su amo cuando ambos se abalanzaron sobre Elric. La monstruosa espada se elevó en el aire y cayó sobre el Escudo del Caos. Elric cayó de espaldas y notó que el suelo se movía y le provocaba picores, pero el escudo seguía entero. Vio que los cascos del toro iban a caer sobre él, se metió debajo del escudo y dejó fuera sólo el brazo con que empuñaba su acero. Mientras la bestia rugía tratando de aplastarlo bajo sus cascos, él le asestó una estocada en el vientre. La espada se detuvo y después pareció perforar lo que le impedía avanzar y se bebió la energía del animal. La vitalidad de la impía bestia pasó de la espada al hombre y Elric se sorprendió ante su extraña e insensata calidad, porque el alma de un animal era distinta de la de un ser inteligente. Salió rodando de debajo de la bestia y se incorporó de un salto justo en el momento en que el león-toro caía lanzando al suelo la forma todavía terrenal de Xiombarg.

El Señor Oscuro se incorporó de inmediato, aunque su equilibrio resultaba un tanto peculiar debido a que se sostenía sobre una pierna humana y una pata de insecto. Cojeó velozmente hacia Elric, y con un movimiento lateral de su sable descargó sobre éste un mandoble que lo habría partido en dos. Pero Elric, renovado por las energías cobradas a la cabalgadura de Xiombarg, retrocedió de un salto y esquivó el golpe con otro de la Tormentosa. Los dos aceros se encontraron pero ninguno de los dos cedió. La Tormentosa lanzó un grito iracundo porque no estaba acostumbrada a encontrar resistencia. Elric colocó el borde de su escudo debajo de la espada y empujó hacia arriba. Durante un instante, Xiombarg bajó la guardia, y Elric lo aprovechó para hundir con todas sus fuerzas la Tormentosa en el pecho del Señor Oscuro.

Xiombarg gimió y su forma terrenal comenzó a disolverse cuando la espada de Elric le fue chupando la energía. Elric sabía que esa energía no era más que un atisbo de la que Xiombarg poseía en el plano terrenal, y que gran parte del alma del Señor Oscuro seguía en los Mundos Superiores, porque ni siquiera la más poderosa de esas deidades era capaz de reunir la fuerza suficiente como para transportarse entera a la tierra. Si Elric hubiera bebido hasta la última gota del alma de Xiombarg, su cuerpo no habría sido capaz de contenerla y habría estallado. Sin embargo, la energía que entró en su cuerpo fue mayor que la que habría logrado de cualquier alma humana y una vez más, volvió a sentirse invadido de un poder sin límites.

Xiombarg cambió. Se convirtió en una luz fluctuante de colores que comenzó a alejarse hasta desaparecer cuando el iracundo Xiombarg fue devuelto a su propio plano.

Elric miró al cielo. Le horrorizó comprobar que sólo unos cuantos dragones habían logrado sobrevivir. Uno de ellos se precipitó entonces hacia el suelo con su jinete. Desde donde se hallaba no logró saber cuál de sus amigos era.

Echó a correr hacia el lugar donde había caído.

Oyó el estrépito que hizo al tocar el suelo y le llegó un extraño lamento, un grito gorgoteante y después nada más. Se abrió paso entre los guerreros del Caos que fueron cayendo como moscas hasta que por fin se acercó al dragón abatido. Junto a la bestia yacía un cuerpo roto, pero de la espada rúnica no había señales. Había desaparecido.

Era el cuerpo de Dyvim Slorm, el último de sus parientes.

No había tiempo para duelos. Elric, Moonglum y los pocos dragones que quedaban no lograrían vencer a las fuerzas de Jagreen Lern, que apenas se habían visto afectadas por el ataque. De pie ante el cadáver de su primo, se llevó el Cuerno del Destino a los labios, inspiró profundamente y sopló. La nota clara y melancólica del cuerno resonó sobre el campo de batalla y pareció volar en todas las direcciones para recorrer las dimensiones del cosmos, traspasar miríadas de planos y existencias, por toda la eternidad hasta los confines del universo y los extremos del Tiempo mismo.

La nota tardó largos instantes en apagarse y cuando por fin dejó de oírse, sobre el mundo cayó el silencio más absoluto, todos los seres que pululaban en él se detuvieron y hubo en todo un aire de expectación.

Entonces llegaron los Señores Blancos.