III

Cuando Elric se detuvo ante la entrada destrozada de la torre, su mente era un hervidero de pensamientos que le proponían nuevas convicciones y amenazaban con enviarlo de regreso con sus amigos. Pero luchó contra ellos, intentó derribarlos, olvidarlos, se aferró al recuerdo de la promesa que los Señores Blancos le hicieran y entró en las ruinas que conservaban el olor a madera y tela quemada.

Aquella torre, que había formado una pira funeraria en la que había ardido el cuerpo de Cymoril, su primer amor, y Yyrkoon, hermano de ella y primo suyo, aparecía despojada de su parte interior. Sólo conservaba la escalera de piedra y cuando observó con más atención en medio de la oscuridad surcada de rayos de sol, notó que se había desprendido antes de llegar al techo.

No se atrevió a pensar, porque hacerlo le hubiera impedido entrar en acción. Colocó un pie en el primer escalón y comenzó a subir. Al hacerlo, un ligero sonido llegó a sus oídos, aunque bien podía provenir de su propia mente. Pero tuvo conciencia de él y sonaba como una orquesta lejana que estuviera afinando. A medida que fue ascendiendo, el sonido aumentó, rítmico aunque discordante, hasta que, en el momento de llegar al último escalón que quedaba intacto, se convirtió en un espantoso tronar que le repercutió por todo el cuerpo produciéndole una sensación dolorosa.

Se detuvo un instante, miró hacia abajo, al suelo de la torre. Lo asaltaron innumerables temores. Se preguntó si lord Donblas se habría referido a que debía llegar al punto más alto al que pudiera llegar fácilmente, o a la cima misma, que se encontraba unos cuantos metros más arriba. Decidió que lo mejor era interpretar literalmente las palabras del Señor Blanco y echándose el enorme Escudo del Caos a la espalda, tendió los brazos y se aferró a una grieta de la pared, que se inclinaba ligeramente hacia adentro. Se izó y quedó con las piernas colgando y sus pies buscaron un asidero. Siempre había tenido vértigo y le desagradaba la sensación que lo invadió al mirar hacia el suelo cubierto de escombros que se encontraba veinticuatro metros más abajo, pero continuó ascendiendo cada vez con más facilidad gracias a las grietas de la pared. Aunque esperaba caer, no lo hizo, y finalmente llegó al tejado, al que accedió a través de un agujero. Poco a poco fue subiendo hasta llegar a la parte mis alta de la torre. Después, temiendo echarse atrás, dio un paso adelante y se lanzó sobre las calles destrozadas de Imrryr.

La música discordante cesó para ser reemplazada por una nota rugiente. Un torbellino de olas rojinegras se abalanzó sobre él, y al atravesarlo se encontró de pie en terreno firme, bajo un sol pálido y pequeño, y percibió el aroma de la hierba. Notó entonces que mientras el mundo antiguo de sus sueños le había parecido más lleno de color que el suyo propio, éste en el que se hallaba se veía todavía más desteñido, aunque era de perfiles más limpios y se veía con mayor claridad. La brisa que le acariciaba el rostro era más fría. Echó a andar por la hierba hacia un bosque poblado de denso follaje que tenía delante. Llegó a las lindes del bosque pero no entró en él, sino que lo rodeó hasta llegar a un arroyo que se extendía en la distancia, alejándose del bosque.

Notó con curiosidad que el agua clara y brillante parecía no moverse. Estaba helada, aunque no por procesos naturales que le resultaran conocidos. Tenía todos los atributos de un arroyo de verano, sin embargo, no fluía. Presintiendo que aquel fenómeno contrastaba extrañamente con el resto del paisaje, empuñó en una mano el Escudo del Caos, desenvainó con la otra la espada y comenzó a seguir el curso del arroyo.

La hierba iba desapareciendo para dar paso a la aulaga y las piedras y a algún que otro matorral de helechos de una variedad para él desconocida. Le pareció oír a lo lejos el rumor del agua, pero en donde él se encontraba el arroyo seguía congelado. Al pasar una roca más alta que las demás, oyó una voz que le gritó:

—¡Elric!

Levantó la vista.

En la roca encontró a un joven duende con una larga barba parda que le llegaba más abajo de la cintura. Llevaba una lanza como única arma y vestía unos pantalones y un jubón rojizos, una gorra verde e iba descalzo. Tenía los ojos como el cuarzo, duros y picaros a la vez.

—Así me llamo yo —dijo Elric presa de curiosidad—. Pero si éste es el mundo del futuro, ¿cómo es posible que me conozcas?

—Tampoco pertenezco a este mundo, al menos, no exactamente. No existo en el tiempo tal como tú lo conoces, sino que me muevo de un lado a otro en los mundos de sombras que los dioses fabrican. Es mi naturaleza la que me impulsa a hacerlo. Y a cambio de permitir que exista, los dioses suelen utilizarme como mensajero. Me llamo Jermays, el Zambo, y estoy tan inacabado como estos mundos.

Mientras hablaba fue bajando por la roca para quedarse mirando a Elric desde abajo.

—¿Para qué estás aquí? —le preguntó el albino.

—¿No buscabas el Cuerno del Destino?

—Es cierto. ¿Sabes dónde está?

—Sí —repuso el duende con una sonrisa sardónica—. Sepultado con el cuerpo aún vivo de un héroe de esta era, un guerrero al que llaman Roland.

—Extraño nombre.

—No más extraño que el tuyo para otros oídos. Roland es tu doble en esta tierra, aunque su vida no fue tan marcada por el destino. Encontró la muerte en un valle, no muy lejos de aquí, atrapado y traicionado por un compañero suyo, guerrero como él. Llevaba consigo el cuerno y lo hizo sonar una vez antes de morir. Hay quienes dicen que su eco perdura en el valle, y que seguirá oyéndose eternamente, aunque Roland murió hace muchos años. Aquí se desconoce la finalidad del cuerno, hasta el mismo Roland la ignoraba. Se llama Olifant y fue enterrado con él, junto con Durandana, su espada mágica, en el monstruoso montículo funerario que ves allá.

El enano señaló a lo lejos y Elric vio que le indicaba algo que antes le había parecido un montecillo.

—¿Qué debo hacer para conseguir su cuerno? —preguntó.

El enano sonrió y con tono malicioso, repuso:

—Has de vértelas con Durandana, la espada de Roland. Su acero fue consagrado por las Fuerzas de la Luz mientras que el tuyo fue forjado por las Fuerzas de la Oscuridad. Será un combate interesante.

—Dices que está muerto… ¿cómo podrá luchar contra mí pues?

—Lleva el cuerno atado a una cuerdecilla y colgado al cuello. Si intentas quitárselo, defenderá su posesión, despertando de un sueño inmortal, suerte que suele acompañar a la mayoría de los héroes de este mundo.

—Entiendo que han de andar escasos de héroes si deben conservarlos de ese modo —comentó Elric con una sonrisa.

—Es posible —repuso el enano como al descuido—, porque en alguna parte de esta tierra sólo hay una decena o más que duermen ese mismo sueño. Se supone que han de despertar únicamente cuando surja una imperiosa necesidad, sin embargo, he visto que ocurrían cosas terribles y ellos continuaron durmiendo. Quizá esperen el fin de su mundo, que los dioses destruirán si resulta inadecuado, entonces, lucharán por impedir que ello ocurra. Pero no me hagas demasiado caso, porque se trata de una teoría que yo tengo y carece de fundamento.

El enano hizo una cínica reverencia enarbolando su lanza y se despidió de Elric.

—Adiós, Elric de Melniboné. Cuando desees regresar, estaré aquí para guiarte… y has de regresar, vivo o muerto, porque aunque tú no lo sepas, tu presencia aquí, tu aspecto físico, contradice este entorno. Sólo tienes una cosa que encaja bien aquí…

—¿Qué es?

—Tu espada.

—¡Mi espada! Qué extraño, habría pensado que sería la última cosa. —Desechó una idea que comenzaba a formarse en su mente. No tenía tiempo para especulaciones—. No estoy aquí por mi gusto —le comentó al enano mientras éste volvía a trepar a las rocas.

Miró en dirección del montículo funerario y se dirigió hacia él. Notó entonces que el arroyo había comenzado a fluir naturalmente y tuvo la impresión de que aunque la Ley influía en aquel mundo, se veía obligada a tener tratos con la trastornadora influencia del Caos.

Al acercarse más comprobó que el montículo funerario estaba rodeado de enormes losas de piedra lisa. Detrás de las losas había unos olivos de cuyas ramas colgaban unas joyas oscuras, y más allá, a través de las hojas, Elric vio una entrada en arco cerrada por portones de bronce grabados en oro.

—Aunque eres fuerte, Tormentosa —le dijo a su espada—, me pregunto si serás lo bastante fuerte como para luchar en este mundo y darme al mismo tiempo la vitalidad que mi cuerpo necesita. Comprobémoslo.

Avanzó hasta el portón y levantando la espada le asestó un potente golpe. El metal resonó y apareció en él una abolladura. Volvió a golpear, esta vez sosteniendo la espada con ambas manos, pero a su derecha, una voz le gritó:

—¿Qué demonio osa turbar el descanso de Roland?

—¿Quién habla la lengua de Melniboné? —replicó Elric, airado.

—Hablo la lengua de los demonios, porque percibo que eso es lo que eres. Desconozco el melnibonés pero soy versada en misterios antiguos.

—Mucha jactancia para una mujer —dijo Elric, que aún no había visto a su interlocutora.

La mujer apareció entonces de detrás del túmulo y se quedó mirándolo con sus hermosos ojos verdes. Tenía un rostro alargado y bello y era casi tan pálida como él, aunque su cabellera era negra como el azabache.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el albino—. ¿Eres de este mundo?

—Me llamo Vivian, soy una maga, pero a pesar de ello, bastante terrenal. Tu Amo conoce el nombre de Vivian, que amó a Roland, aunque él era demasiado orgulloso como para aceptarla, porque ella es inmortal y bruja. —Rió divertida—. Por lo tanto, estoy familiarizada con demonios como tú y no te temo. ¡Apártate de mí! Apártate… ¿o he de llamar al Obispo Turpin para que te exorcice?

—Algunas de tus palabras —le dijo Elric cortésmente— me resultan extrañas y la lengua de mis antepasados está muy deformada. ¿Eres la guardiana de la tumba de este héroe?

—Me he nombrado yo misma, sí. ¡Y ahora vete! —le ordenó señalando hacia las losas de piedra.

—No puedo. El cuerpo que hay allí enterrado tiene algo valioso para mí. El Cuerno del Destino lo llamamos, pero aquí lo conocéis por otro nombre.

—¡Olifant! Pero se trata de un instrumento sagrado. No hay demonio que se atreva a tocarlo. Ni siquiera yo…

—No soy un demonio. Juro que soy lo bastante humano. Y ahora apártate. Este maldito portón se resiste a mis embates.

—Ya veo —dijo ella, pensativa—. Podrías ser un hombre… aunque un tanto extraño. Pero el pelo y la cara blancos, los ojos carmesíes y la lengua que hablas…

—Soy brujo, pero no demonio. Por favor… apártate.

Lo miró fijamente a los ojos y su mirada turbó al albino. La cogió por el hombro. Le resultó real, aunque de alguna manera poseía poca presencia real. Era como si se encontrara muy lejos de él. Se miraron llenos de curiosidad y preocupación.

—¿Cómo es posible que conozcas mi lengua? —susurró él—. ¿Es este mundo un sueño mío o de los dioses? No parece tangible. ¿Por qué?

—¿Eso te inspiramos? —preguntó ella, a su vez—. ¿Qué me dices de tu aspecto fantasmal? ¡Pareces una aparición del pasado!

—¡Del pasado! Así es, y tú estás en mi futuro, todavía sin forma. Puede que ello nos lleve a alguna conclusión.

Sin seguir el hilo de sus disquisiciones, de pronto le dijo:

—Extranjero, jamás derribarás este portón. Si puedes tocar a Olifant eso prueba que eres mortal, a pesar de tu aspecto. Debes de necesitar el cuerno para algo importante.

—Así es —repuso Elric—. Si no lo llevo de vuelta al lugar de donde ha venido, ¡vosotros jamás existiréis!

—¡Indicios, indicios! —dijo ella frunciendo el ceño—. Creo que estoy a punto de hacer un descubrimiento pero todavía no sé por qué, y eso no es frecuente en Vivian. Anda, ten —le dijo y sacando una enorme llave de su falda se la tendió—. Ésta es la llave que abre la tumba de Roland. Es la única que existe. Tuve que matar para conseguirla, pero algunas veces me interno en la oscuridad de esta tumba para mirar su cara y me invade entonces la nostalgia de revivirlo, para mantenerlo vivo eternamente a mi lado, en mi isla. ¡Llévate el cuerno! Despiértalo… y cuando te haya matado, vendrá a mí, a mi calor, a mi ofrecimiento de vida eterna, en vez de yacer otra vez en ese frío lugar. ¡Ve… ve a morir a manos de Roland!

Tomó la llave.

—Gracias, lady Vivian. Si fue posible convencer a alguien que en realidad todavía no existe, he de decirte que si Roland me matara, para ti será mucho peor que si salgo airoso.

Metió la llave en la cerradura y la hizo girar sin esfuerzo. Los portones se abrieron de par en par y se encontró en un largo corredor sinuoso de techo bajo. Sin vacilaciones, lo recorrió en dirección a una tenue luz que veía a través de la fría bruma. Al caminar le pareció notar que se deslizaba como en un sueño menos real del que había tenido la noche anterior. Entró en la cámara funeraria, iluminada por altas velas que rodeaban el féretro de un hombre que yacía en él vestido con una armadura de un diseño basto y extraño, y llevaba un sable inmenso, casi tan largo como la Tormentosa, afirmado sobre el pecho y sobre la empuñadura; atado a su cuello con una cadena de plata, aparecía Olifant, el Cuerno del Destino.

Visto a la luz de la vela el rostro de aquel hombre resultaba extraño; era viejo pero al mismo tiempo tenía un aspecto juvenil, sin arrugas y con la frente despejada.

Elric empuñó la Tormentosa con la mano izquierda y tendió la mano para coger el cuerno. Sin tomar ningún tipo de precauciones, lo arrancó del cuello de Roland.

De la garganta del héroe surgió un rugido. De inmediato se incorporó y se sentó, empuñó la espada y sacó las piernas del féretro. Los ojos se le desorbitaron al ver que Elric se había hecho con el cuerno; se abalanzó sobre el albino descargando la espada Durandana sobre la cabeza de Elric. Éste logró levantar el escudo y bloquear el golpe; se metió el cuerno en el jubón, retrocedió y se pasó la Tormentosa a la mano derecha. Roland le gritaba algo en una lengua incomprensible. El albino no se molestó en entenderle, el tono iracundo le bastó para deducir que aquel caballero no le estaba proponiendo una negociación pacífica. Siguió defendiéndose sin atacar a Roland, retrocediendo palmo a palmo por el largo túnel hasta la boca del túmulo. Cada vez que Durandana golpeaba el Escudo del Caos, tanto la espada como el escudo lanzaban notas salvajes de gran intensidad. Implacable, el héroe continuó obligando a Elric a retroceder a golpes de espada contra el escudo y contra su acero, con una fuerza fantástica. Salieron al aire libre y Roland pareció momentáneamente deslumbrado. Elric vio que Vivian los observaba con ansiedad porque parecía que Roland estaba ganando.

Pero a la luz del día y sin la posibilidad de esquivar al iracundo caballero, Elric contraatacó con toda la energía que había estado conteniendo hasta ese momento. Con el escudo en alto y revoleando la espada, tomó la ofensiva y sorprendió a Roland, que evidentemente no estaba acostumbrado a semejante comportamiento por parte de un contrincante. La Tormentosa gruñó al morder la endeble armadura de hierro de Roland, provista de clavos antiestéticos, con una cruz de un rojo deslucido en el pecho que no constituía una insignia adecuada para un héroe tan famoso. Pero los poderes de Durandana eran innegables porque aunque forjada del mismo modo basto que la armadura, no perdía su filo y amenazaba con perforar el Escudo del Caos a cada golpe. Elric tenía el brazo izquierdo entumecido por los golpes y le dolía el derecho. Lord Donblas no le había mentido al advertirle que la fuerza de sus armas se vería disminuida en aquel mundo.

Roland hizo una pausa y gritó algo, pero Elric no le prestó atención y aprovechó para aplastar a Roland con su escudo. El caballero retrocedió tambaleante, mientras su espada despedía un sonido silbante. Elric golpeó en la abertura que había entre el yelmo y la colla de Roland. La cabeza saltó de los hombros y salió rodando grotescamente, pero de la yugular no manó la sangre. Los ojos permanecieron abiertos, fijos en Elric.

Vivian gritó algo en la misma lengua que Roland había utilizado. Elric retrocedió con expresión ceñuda.

—¡Ah, su leyenda, su leyenda! —gritó Vivian—. La única esperanza que abriga el pueblo es que Roland salga otra vez a cabalgar en su ayuda. ¡Y ahora le has matado! ¡Desalmado!

—Puede que esté poseído —repuso sollozando quedamente junto al cadáver decapitado—, pero los dioses me ordenaron llevar a cabo esta tarea. Ahora abandonaré este monótono mundo.

—¿Acaso no te arrepientes del crimen que has cometido?

—No, señora mía, porque éste es uno de los muchos actos que, según me han dicho, servirán para un propósito superior. Que a veces dude de la verdad de este consuelo no debería preocuparte. Adiós.

Y se alejó de allí; pasó por el olivar y las piedras altas con el Cuerno del Destino apretado contra su corazón.

Siguió el río hasta la roca alta donde vio una pequeña figura y al acercarse miró hacia arriba y descubrió al enano Jermays, el Zambo. Se sacó el cuerno del jubón y se lo enseñó.

Jermays rió entre dientes y le dijo:

—De modo que Roland ha muerto para siempre y tú, Elric, has dejado en este mundo el fragmento de una leyenda, si es que sobrevive. Bien, ¿deseas que te escolte de regreso a tu plano?

—Sí, date prisa.

Jermays bajó por las rocas y se colocó junto al alto albino.

—Vaya, ese cuerno podría traernos problemas —aventuró—. Será mejor que lo vuelvas a ocultar en tu jubón y lo cubras con tu escudo.

Elric obedeció al enano y lo siguió por las orillas del río extrañamente helado. Daba la impresión de moverse, pero evidentemente no lo hacía. Jermays saltó al río y por increíble que resultase, comenzó a hundirse.

—¡Deprisa, sígueme!

Elric se zambulló tras él y por un momento permaneció sobre el agua congelada antes de empezar a sumergirse también.

Aunque el arroyo no era profundo, siguieron hundiéndose hasta que desapareció toda similitud con el agua y pasaron a través de una rica oscuridad que se hizo cálida y muy perfumada.

—¡Por aquí! —le gritó Jermays tirándole de la manga.

Salieron disparados dando saltos de un extremo al otro, hacia arriba y hacia abajo, por un laberinto que aparentemente sólo Jermays veía. El cuerno parecía latir contra su pecho y tuvo que apretarlo más contra él. Parpadeó al encontrarse nuevamente en un sitio iluminado, y al mirar al cielo azul oscuro descubrió el enorme sol rojo. Estaba de pie sobre algo sólido. Miró hacia abajo y vio que era la Torre de B’aal’nezbett. Durante un instante más el cuerno se agitó como dotado de vida, como un pájaro enjaulado, pero al cabo de unos momentos, se quedó quieto.

Elric alcanzó el tejado y comenzó a bajar hasta que llegó a la abertura por donde había pasado antes.

De pronto oyó un ruido en el cielo y miró hacia arriba. Vio a Jermays, el Zambo, que estaba allí, con los pies en el aire y le decía:

—Seguiré viaje, este mundo no me gusta nada. —Lanzó una risita y añadió—: Ha sido un placer haber participado en esto. Adiós, Elric. Da recuerdos a los Señores de los Mundos Superiores de parte del no acabado… quizá logres sugerirles que cuanto antes mejoren sus recuerdos o bien sus poderes creativos, antes alcanzaré la felicidad.

—Quizá sea mejor que te contentes con tu suerte, Jermays. La estabilidad también tiene sus desventajas.

Jermays se encogió de hombros y desapareció.

Lentamente, con esfuerzo, Elric descendió por la pared derruida y con gran alivio llegó al primer escalón para bajar a toda prisa los restantes y regresar a la carrera a la torre de D’arputna con las buenas nuevas de su éxito.