La ciudad de Ensueño ya no soñaba envuelta en su esplendor. Las derruidas torres de Imrryr eran restos negros y humeantes de albañilería que se proyectaban aguzados y sombríos contra el cielo plomizo. En otros tiempos, la venganza de Elric había llevado el fuego a la ciudad, y el fuego había traído consigo la ruina.
Unas vetas de nubes, que parecían humo negro, cubrían el sol; las aguas turbulentas y manchadas de rojo que había más allá de Imrryr se plagaron de sombras y en cierto modo fueron silenciadas por las negras cicatrices que surcaban su ominosa agitación.
Desde la cima de una montaña de escombros, un hombre contemplaba las olas. Un hombre alto, de anchos hombros y cadera estrecha, un hombre de cejas alargadas y puntiagudas, orejas sin lóbulo, pómulos prominentes y sonrojados, y ojos sombríos en un rostro pálido y ascético. Vestía de negro, con una pesada capa acolchada de amplio cuello, que resaltaban su piel de albino. El viento, errático y cálido, jugueteaba con su capa, la acariciaba para aullar después entre las torres rotas.
Elric oyó el aullido y su memoria se llenó con las melodías dulces, maliciosas y melancólicas del viejo Melniboné. Recordó también la otra música que sus antepasados habían compuesto al torturar con elegancia a sus esclavos, eligiéndolos por los agudos de sus gritos para utilizarlos como instrumentos en impías sinfonías. Sumido durante un momento en su nostalgia encontró algo parecido al olvido y deseó no haber dudado nunca del código de Melniboné, deseó haberlo aceptado sin cuestionamientos para poder conservar la paz de espíritu. Sonrió amargamente.
Más abajo, apareció otra silueta que fue subiendo por los escombros y se colocó a su lado. Era un hombre pelirrojo y bajito, con una boca ancha y unos ojos que habían sido brillantes y picaros.
—Miras hacia el este, Elric —murmuró Moonglum—. Miras hacia algo que no tiene remedio.
Elric posó su mano de largos dedos sobre el hombro de su amigo.
—¿Hacia dónde iba a mirar si no, Moonglum, ahora que el mundo yace bajo la bota del Caos? ¿Qué quieres que haga? ¿Que espere días de esperanza y risas, días de paz, con niños jugando a mis pies? —Soltó una risa leve. Era una risa que a Moonglum le disgustaba oír.
—Sepiriz habló de la ayuda de los Señores Blancos. Pronto nos llegará. Hemos de esperar pacientemente.
Moonglum se volvió para mirar el sol ardiente y estático; después, su rostro adquirió una expresión introspectiva y bajó la mirada hacia los escombros en los que estaba de pie.
Elric permaneció callado durante un instante mientras observaba el ir y venir de las olas. Después se encogió de hombros y dijo:
—¿Por qué he de quejarme? No me hace ningún bien. No puedo actuar por mi propia voluntad. Sea cual sea el destino que me espera, no puedo cambiarlo. Ruego porque los hombres que nos sucedan utilicen su habilidad de controlar sus propios destinos. Porque yo carezco de ella. —Se acarició la mandíbula con los dedos y después se miró la mano en la que, bajo la piel blanca, destacaban las uñas, los nudillos, los músculos y las venas. Se pasó la mano por la sedosa cabellera blanca, inspiró profundamente y suspiró—: ¡Lógica! El mundo pide lógica a gritos. Yo no la tengo, y sin embargo aquí me tienes, un hombre formado con mente, corazón y órganos vitales; no obstante, no soy más que el resultado de un cúmulo de ciertos elementos. El mundo necesita lógica. De todos modos, toda la lógica de este mundo vale tanto como un golpe de suerte. Los hombres se debaten por tejer una maraña de pensamientos perfectos, aunque otros tejen descuidadamente un diseño al azar y alcanzan el mismo resultado. Ya ves, no sé para qué sirven los pensamientos de los sabios.
—Ah —dijo Moonglum guiñando un ojo e intentando no parecer demasiado serio—, ha hablado el aventurero salvaje, el cínico. Pero no todos somos salvajes y cínicos, Elric. Hay hombres que van por otros senderos… y llegan a conclusiones distintas de las tuyas.
—Yo transito por un sendero predestinado. Anda, vamos a las Cuevas de los Dragones y veamos qué ha hecho Dyvim Slorm para despertar a nuestros amigos reptiles.
Bajaron juntos por la montaña de escombros y anduvieron por los derruidos cañones que antes habían sido las hermosas calles de Imrryr. Salieron de la ciudad y recorrieron un sendero cubierto de hierba que serpenteaba por un desfiladero, perturbando a una bandada de enormes cuervos; todos ellos emprendieron el vuelo graznando, todos menos uno, el rey, que se mantuvo sobre un arbusto con su manto de plumas alborotadas recogidas dignamente, mientras los miraba con desdén.
Bajaron entre afiladas rocas hasta la entrada de las Cuevas de los Dragones, descendieron unos empinados escalones hasta llegar a una oscuridad iluminada por antorchas, donde hacía un calor húmedo y olía a reptiles. Entraron en la primera cueva donde vieron elevarse en las sombras las enormes siluetas de los dragones dormidos, con sus alas coriáceas recogidas, sus escamas verdinegras brillando levemente, sus garras dobladas y sus finos hocicos replegados dejando al descubierto los dientes marfileños que parecían estalactitas blancas. Sus rojas narices dilatadas soltaban los gruñidos del sueño. El olor de sus pieles y sus alientos era inconfundible, y despertaron en Moonglum un recuerdo heredado de sus antepasados, una impresión borrosa de un tiempo en el que esos dragones y sus amos recorrían el mundo que gobernaban, soltando por los colmillos su veneno inflamable e incendiando los campos sobre los que volaban. Acostumbrado a él, Elric apenas notó el olor, y recorrió la primera cueva y la segunda hasta que encontró a Dyvim Slorm paseándose con una antorcha en una mano y un pergamino en la otra, lanzando juramentos.
Levantó la cabeza al oír el ruido de pasos. Extendió los brazos y al gritar, el eco se propagó por las cuevas:
—¡Nada! ¡No han movido ni un pelo, ni un pestañeo, nada! No hay manera de despertarlos. No se levantarán hasta que no hayan dormido el número de años necesario. ¡Ay, si no los hubiéramos utilizado en las dos últimas ocasiones, porque ahora nos hacen más falta que nunca!
—Ni tú ni yo sabíamos entonces lo que ahora sabemos. Con lamentarnos no ganaremos nada.
Elric miró a su alrededor a las enormes siluetas en sombras. Allí, ligeramente separado del resto, estaba el dragón jefe, por el que sentía un cierto afecto: Colmillo Flameante, el más anciano, seguía siendo joven a pesar de sus cinco mil años de edad. Pero al igual que el resto, Colmillo Flameante seguía dormido.
Se acercó a la bestia y le acarició las escamas de aspecto metálico, con la mano palpó la suavidad de los enormes colmillos frontales, notó el aliento caliente sobre su cuerpo y sonrió. A su costado oyó murmurar la Tormentosa. Le dio unas palmadas a la espada y dijo:
—He aquí un alma que no puede ser tuya. Los dragones son indestructibles. Sobrevivirán aunque el mundo desaparezca. Desde el otro extremo de la cueva, Dyvim Slorm dijo:
—Elric, por el momento, no se me ocurre otra solución. Volvamos a la torre de D’a’rputna a refrescarnos.
Elric asintió y los tres hombres regresaron a través de las cuevas para subir los escalones que los llevarían a la luz.
—De modo que todavía no ha caído la noche —dijo Dyvim Slorm—. Hace trece días que el sol está en esa posición, desde que partimos del Campamento del Caos y emprendimos el peligroso viaje hacia Melniboné. ¿Cuánto poder ha de tener el Caos para detener el curso del sol?
—Por lo que sabemos, quizá esto no sea obra del Caos —señaló Moonglum—. Aunque es probable que haya sido él. El tiempo se ha detenido. El tiempo espera. ¿Pero qué es lo que espera? ¿Más confusión, más desorden? ¿O la influencia del gran equilibrio que volverá a imponer el orden y se vengará de aquellas fuerzas que se han opuesto a su voluntad? ¿O acaso el Tiempo nos espera a nosotros… tres mortales a la deriva, aislados de lo ocurrido al resto de los mortales, que esperamos a que él actúe igual que él nos espera a nosotros?
—Es posible que el sol espere a que actuemos —convino Elric—. ¿Porque acaso no es nuestro destino preparar al mundo para el nuevo curso que le espera? Si así fuera, entonces me siento algo más que un mero instrumento. ¿Y si no hiciéramos nada? ¿Acaso el sol se quedará allí para siempre?
Hicieron una pausa y se quedaron mirando la enorme bola roja que bañaba las calles de luz escarlata, y a las nubes negras que recorrían el cielo. ¿Hacia dónde irían aquellas nubes? ¿De dónde venían? Parecían dotadas de un firme propósito. Era muy posible que ni siquiera fuesen nubes, sino espíritus del Caos atareados con sus oscuros propósitos.
Consciente de la inutilidad de sus especulaciones, Elric masculló para sí. Los condujo de vuelta a la torre de D’a’rputna donde, años antes, había ido a buscar a su amor, su prima Cymoril, para que le fuera arrebatada más tarde por la sed inagotable de la espada que colgaba de su costado. La torre había sobrevivido a las llamas, aunque los colores que la habían adornado aparecían ennegrecidos por el fuego. Dejó allí a sus amigos y se dirigió a sus aposentos, donde se tendió vestido sobre el blando lecho melnibonés para quedarse inmediatamente dormido.