El Caos tenía cercado el Este por dos extremos, y los cuatro hombres partieron desde la Fortaleza del Atardecer, convencidos de que no era muy probable que sobrevivieran. Cabalgaron a través de las aguas hacia el continente para descubrir guarniciones abandonadas mientras los hombres huían de la espantosa amenaza del Caos. Al cabo de un día de marcha, se encontraron con los primeros supervivientes de los combates terrestres; a muchos de ellos la deformante influencia del Caos les había retorcido los cuerpos hasta hacerles adoptar aspectos espantosos. Los infelices avanzaban a duras penas por un blanco camino que conducía a Jadmar, una ciudad aún libre. Por ellos se enteraron que media Ilmiora, partes de Vilmir y el pequeño reino independiente de Org habían sucumbido. El Caos se estaba acercando cada vez más y la materia de su extraño cosmos estaba entrando en la tierra, de modo que allí donde se instalaba su poder, la tierra se agitaba como el mar, el mar fluía como la lava, las montañas cambiaban de forma y los árboles producían flores fantasmales jamás vistas en la tierra; toda la naturaleza era inestable y no faltaba demasiado para que la tierra y el reino del Caos se fundieran en una sola unidad.
Elric se sintió aliviado al comprobar que Karlaak no había sido atacada aún. Pero según las noticias que iban, recibiendo, el ejército del Caos se encontraba a menos de trescientos kilómetros e iba avanzando.
Zarozinia lo recibió con una alegría agitada.
—Se rumoreaba que habías muerto en la batalla naval.
—No puedo quedarme mucho tiempo. He de ir más allá del Desierto de los Suspiros. Y tú también has de marcharte.
—Ya han ordenado que evacuemos la ciudad. Huiremos hacia el Erial de las Lágrimas. Ni siquiera Jagreen Lern se interesará demasiado por esos yermos.
—Es posible. Al menos allí estarás más segura. Si soy afortunado, quizá logre hacer retroceder a Jagreen Lern a tiempo. —Le habló de su misión.
—Necesitas con qué defenderte —convino Zarozinia—. Pues los mortales que no se hallan bajo la protección de Jagreen Lern son horriblemente alterados por el Caos.
—El aire, el fuego, el agua y la tierra se vuelven inestables, porque no sólo están manipulando las vidas y las almas de los hombres, sino los elementos mismos del planeta. Buscaré el escudo y ambos gozaremos de su protección.
—Así lo espero, mi señor.
—Pareces triste… Por los Dioses, todos vosotros rezumáis tristeza. Pero yo me siento optimista, Zarozinia. —La tomó de las manos y sonrió con desesperada alegría—. ¡Anda, comparte mi optimismo!
La muchacha intentó reír, pero tenía los ojos anegados por las lágrimas. Él la miró con súbita compasión. A pesar de sus labios sensuales y sus habilidades como amante, seguía siendo una niña.
—Te debo mucho, amor mío —le dijo con voz queda—. Mis horas felices han sido bien pocas, pero todas las he vivido contigo. No temas… quizá nuestro destino sea alegre. Ella se apretó contra su cuerpo y exclamó:
—¡No, mi señor, no… nuestro único destino es la muerte!
Intentó acallar sus sollozos con sus besos y ella le correspondió; hicieron el amor, pero al dormirse, sus sueños estuvieron llenos de oscuros presagios y permanecieron aferrados hasta el amanecer, incapaces de vencer la certeza de los tormentos que les esperaban.
Por la mañana, se levantó y vistió el traje de guerra melnibonés: un peto de brillante metal negro, un jubón de cuello alto hecho en terciopelo negro acolchado, pantalones de montar de cuero negro, largos hasta las rodillas, cubiertos por las botas, también de cuero negro. Se cubrió los hombros con una espada de color rojo oscuro y en uno de los blancos dedos delgados llevaba el Anillo de los Reyes, la única piedra Actorios engastada en plata. El blanco cabello largo le cubría los hombros, sujeto por una diadema de bronce. Tormentosa colgaba de su cinturón y sobre la mesa había un ahusado yelmo negro, en el cual aparecían grabadas unas viejas runas, la parte superior remataba en un espolón que sobresalía casi dos palmos de la base. En esta base, dominando las aberturas para los ojos aparecía una réplica de un dragón con las alas tendidas y la boca abierta. Recordaba que, como Emperadores del Brillante Imperio, sus antepasados habían sido Amos de los Dragones y que quizá los dragones de Melniboné continuaban durmiendo en sus cavernas subterráneas. Tomó su yelmo y se lo colocó en la cabeza; sólo sus ojos carmesíes destacaban en aquella negrura.
Zarozinia ya se había vestido con una falda, un corpiño de tela dorada y una larga capa plateada con bordes plateados que le llegaba hasta el suelo.
Le entregó un plato de frutas sazonado con hierbas y él abrió el yelmo y se puso a comer.
—Te has ataviado como para una gran batalla, mi señor.
—Así es —repuso tratando de sonreír—. Si anoche decías la verdad, entonces haríamos bien en vestirnos con el rojo del luto. —Dejó el plato, la aferró con fuerza entre sus brazos, desesperadamente, como el hombre que se aferra al recuerdo de la felicidad y le dijo—: Vamos, debo apresurarme. Vamos a los establos.
En el patio, sus tres compañeros ya estaban montados. Subió a la silla de su corcel nihrainiano y le lanzó un beso a su esposa.
—¡Te buscaré en el Erial de las Lágrimas y te probaré que mi optimismo era bien fundado! ¡Hasta la vista!
Se alejaron al galope de las murallas de Karlaak.
Al cabo de poco entraron en el Erial de las Lágrimas, porque era el camino más directo hacia el Desierto de los Suspiros. Sólo Rackhir conocía bien aquel país, y los guió. Sobre la espalda llevaba el arco y el carcaj con las Flechas de la Ley, que le habían sido entregadas años antes por el hechicero Lamsar durante el Sitio de Tanelorn.
Los corceles nihrainianos, que galopaban sobre el terreno de su propio y extraño plano, avanzaban a increíble velocidad. En aquel lugar de lluvias eternas, resultaba difícil divisar a lo lejos la tierra, pero finalmente, al cabo de dos días, lograron ver los elevados riscos y supieron que se encontraban cerca de las fronteras del desierto. Cabalgaron entonces a través de profundas gargantas y la lluvia cesó hasta que, al tercer día, la brisa se tornó cálida y después áspera y caliente cuando abandonaron las montañas y se internaron en el desierto. El sol quemaba, despiadado, y el viento barría constantemente la tierra árida y las rocas. Descansaban sólo unas horas al día, y guiados por Rackhir fueron adentrándose más y más en las profundidades del vasto desierto; hablaban poco, porque resultaba difícil oírse por encima del ulular del viento.
A Elric le costaba trabajo obtener una impresión objetiva de su difícil situación. Se sentía vacío y hacía tiempo que había dejado de esforzarse por comprender su propia naturaleza ambivalente. Siempre había sido esclavo de sus emociones melancólicas, de su debilidad física y de la sangre que fluía por sus venas. A diferencia de otros, veía la vida no como un todo consistente, sino como una serie de acontecimientos fortuitos. Le resultaba difícil simpatizar con las fuerzas de la Ley y se preguntaba si valía la pena luchar tanto para lograr el dominio sobre sí mismo. Era mejor vivir instintivamente que teorizar y equivocarse; era mejor ser un títere, dejar que los dioses movieran sus hilos a su antojo, que tratar de controlar él mismo su destino enfrentándose a la voluntad de los Mundos Superiores y perecer por ello. Era el último de un linaje que, sin esfuerzo alguno, había utilizado para su conveniencia, y para ningún otro fin, la magia que le había sido otorgada por el Caos. Ellos no habían tenido necesidad de controlarse ni de reprimirse como las razas más recientes. Pero el control le era impuesto a medida que sus poderes mágicos se debilitaban. ¿Para qué molestarse, pues, en aguzar el ingenio o en poner orden en su mente? Era poco más que un sacrificio en el altar del destino. Aspiró profundamente el aire seco y caliente y lo expulsó de sus pulmones, al tiempo que escupía la arena que le había entrado en la boca y la nariz.
Mirando atentamente a través del aire lleno de arena, a lo lejos vio surgir algo, una sola montaña que se elevaba de los yermos del desierto como si hubiese sido colocada allí por medios sobrenaturales. Se irguió en la silla de montar.
—Ya hemos llegado —dijo señalando hacia la montaña—. ¡Descansemos antes de recorrer el último trecho!