Elric y Moonglum cabalgaron por las asoladas tierras del oeste, a lomos de fuertes caballos nihrainianos que parecían no temer a nada ni necesitar descanso. Se trataba de un regalo especial, pues éstos poseían ciertos poderes aparte de su fuerza y resistencia inusitadas. Sepiriz les había dicho que en realidad, aquellos caballos no existían del todo en el plano terrenal y que sus cascos no tocaban el suelo en el sentido estricto de la palabra, sino que se apoyaban sobre la materia de su otro plano, por lo que daba la impresión de que galopaban en el aire o sobre el agua.
Por todas partes encontraron escenas de terror. En cierta ocasión presenciaron un hecho horrendo; una multitud enloquecida e infernal destruyó una aldea construida alrededor de un castillo. El castillo estaba en llamas y en el horizonte se veía una montaña de humo y fuego: otro volcán en unas tierras donde jamás habían existido. Aunque los saqueadores tenían forma humana, eran criaturas degeneradas que, con igual abandono, derramaban sangre y se la bebían. Al frente del grupo, aunque sin participar en la orgía, Elric y Moonglum vieron una cosa que parecía un cadáver montado sobre el esqueleto viviente de un caballo. Iba ataviado con brillantes vestiduras, empuñaba una espada llameante y llevaba un yelmo dorado.
Se alejaron a toda prisa de aquella escena atravesando unas brumas que parecían y olían igual que la sangre; vadearon ríos infestados de muertos, dejaron atrás bosques que parecían seguirlos, bajo cielos repletos de fantasmales figuras aladas que portaban cargas más fantasmales aún.
En otras ocasiones, se toparon con grupos de guerreros. Muchos de ellos llevaban las armaduras y los trajes de las naciones conquistadas, pero era evidente que se trataba de gente depravada que se había vendido al Caos. Según las circunstancias, se enfrentaban a ellos o los evitaban, y cuando por fin llegaron a los acantilados de Jharkor y vieron el mar que los llevaría a la Isla de Pan Tang, supieron que acababan de cruzar unas tierras a las que había llegado el Infierno.
Galoparon a lo largo de los acantilados, mientras allá abajo bullía el mar grisáceo y en el horizonte, el cielo aparecía oscuro y frío; al llegar a la playa reposaron un momento al borde del agua.
—¡Vamos! —gritó Elric espoleando a su caballo—. ¡A Pan Tang!
Casi sin detenerse, cabalgaron en sus mágicos corceles sobre las aguas, en dirección de la malvada isla de Pan Tang, de donde Jagreen Lern y sus terribles aliados se disponían a zarpar con su gigantesca flota para aplastar la potencia naval del sur antes de conquistar sus tierras.
—¡Elric! —gritó Moonglum por encima del silbido del viento—. ¿No deberíamos ir con más cautela?
—¿Cautela? ¿De qué nos serviría cuando los Duques del Infierno deben de saber ya que el renegado de su sirviente viene para enfrentarse a ellos?
Perturbado, Moonglum apretó los labios, porque Elric parecía fuera de sí.
Los sombríos acantilados de Pan Tang se elevaron en el horizonte, ominosos y bañados por el mar que gemía como sometido a una tortura especial que el Caos estuviese infligiéndole a la naturaleza misma.
Sobre la isla se cernía también una peculiar oscuridad que se agitaba y cambiaba.
Los caballos nihrainianos fueron subiendo por la escarpada playa de Pan Tang, un lugar que siempre había estado sometido al dominio de los sacerdotes del mal, una teocracia que había intentado siempre emular a los legendarios emperadores hechiceros del Brillante Imperio de Melniboné. Pero Elric, el último de esos emperadores, sin tierras ya, con pocos súbditos, sabía que las artes oscuras habían sido naturales y legales para sus antepasados, mientras que aquellos humanos se habían pervertido adorando a una impía jerarquía que apenas lograban comprender.
Sepiriz les había indicado la ruta y galoparon a través de turbulentas zonas en dirección a la capital: Hwamgaarl, la Ciudad de las Estatuas Que Gritan.
Pan Tang era una isla de obsidiana verde brillante que despedía unos extraños reflejos; era una piedra que parecía dotada de vida.
A lo lejos no tardaron en divisar las murallas de Hwamgaarl. A medida que fueron acercándose, un ejército de espadachines encapuchados que cantaba una horrible letanía, pareció surgir del suelo para impedirles el paso.
Elric no tenía tiempo que perder con aquellos espadachines, en los que reconoció a un destacamento de los sacerdotes guerreros de Jagreen Lern.
—¡Arriba, caballo! —gritó, y el corcel nihrainiano saltó hacia el cielo pasando por encima de los desconcertados sacerdotes.
Moonglum lo imitó; se burló de los espadachines lanzando una sonora carcajada mientras él y su amigo avanzaron raudamente hacia Hwamgaarl. Durante un trecho nadie les salió al paso, dado que Jagreen Lern había supuesto que el destacamento habría bastado para retener a los dos jinetes durante un tiempo considerable. Pero cuando la Ciudad de las Estatuas Que Gritan se encontraba apenas a una milla de distancia, el suelo comenzó a sacudirse y a partirse. Aquello no les molestó demasiado, porque los caballos nihrainianos no necesitaban apoyarse en el suelo.
El cielo comenzó a agitarse también, unas listas de luminoso ébano lo surcaron, y de las hendiduras del suelo surgieron monstruosas figuras.
Unos leones con cabeza de buitre, de cuatro metros de altura, se abalanzaron sobre ellos con hambrienta furia, mientras agitaban sus melenas de plumas.
Moonglum se quedó boquiabierto cuando oyó que Elric se echaba a reír y decidió que el albino se había vuelto loco. Pero Elric ya estaba familiarizado con aquellos seres macabros, dado que sus antepasados los habían creado hacía decenas de siglos para utilizarlos en su propio beneficio. Evidentemente, Jagreen Lern había descubierto aquella manada de bestias merodeando en las fronteras entre el Caos y la tierra y la había utilizado sin saber nada de sus orígenes.
Unas antiguas palabras fueron formándose en los pálidos labios de Elric cuando se dirigió cariñosamente a las enormes aves-bestias. La manada se detuvo y miró a su alrededor sin saber ya a quién debía lealtad. Sus colas emplumadas golpearon el suelo, mientras sus garras iban dejando profundos desgarrones en la obsidiana. Aprovechándose de ese titubeo, Elric y Moonglum pasaron entre aquellas bestias con sus corceles y salieron justo cuando una voz zumbona y colérica surgió de los cielos y, en la Lengua Alta de Melniboné, que seguía siendo la lengua de todos los hechiceros, ordenó:
—¡Destruidlos!
Un león-buitre se lanzó titubeante sobre los dos jinetes. Otro le siguió, y otro más, hasta que toda la manada corrió tras ellos para darles caza.
—¡Más deprisa! —le susurró Elric al caballo nihrainiano, pero el corcel apenas lograba mantener la distancia que los separaba de las bestias.
No les quedaba más remedio que dar la vuelta. En el fondo de su memoria, recordó un hechizo que había aprendido de pequeño. Su padre le había enseñado todos los antiguos hechizos de Melniboné, y al hacerlo, le había advertido que en esos tiempos, muchos de ellos eran prácticamente inservibles. Pero había uno… el hechizo para convocar a los leones con cabeza de buitre, y otro más… ¡Ya lo recordaba! El hechizo para enviarlos de vuelta al reino del Caos. ¿Funcionaría?
Se concentró, encontró las palabras que necesitaba justo cuando las bestias se abalanzaron sobre él.
¡Criaturas, Matik de Melniboné os creó
con la materia de la locura!
¡Si queréis seguir vivas como estáis ahora,
marchaos, o Matik volverá a emplear su hechizo!
Las criaturas se detuvieron; desesperado, Elric repitió el hechizo pues temía haberse equivocado ya fuera en su disposición mental o en las palabras pronunciadas. Moonglum, que había colocado su caballo junto al de Elric, no se atrevía a enunciar sus temores, porque sabía que no debía molestar al hechicero albino cuando pronunciaba un encantamiento. Estremecido, observó como la bestia que iba al frente de la manada lanzó un rugido que se transformó en graznido.
Pero Elric recibió aquel sonido con alivio, porque indicaba que las bestias habían entendido su amenaza y que obedecerían al hechizo. Lentamente y de mala gana, volvieron a introducirse en las hendiduras y desaparecieron.
Bañado en sudor, Elric dijo triunfante:
—¡De momento, la suerte nos acompaña! ¡O bien Jagreen Lern subestimó mis poderes, o bien esto es lo único que logró convocar con los suyos! ¡Una prueba más de que el Caos lo está utilizando y no al revés!
—No vayas a tentar nuestra suerte hablando de ella —le advirtió Moonglum—. Por lo que me has contado, estas bestias son la gloria comparadas con lo que nos espera.
Elric lanzó una mirada iracunda a su amigo. No le hacía ninguna gracia pensar en el cometido que le esperaba.
Se acercaron a las enormes murallas de Hwamgaarl. En las murallas, que estaban inclinadas hacia afuera, de vez en cuando aparecían las estatuas vociferantes, cuyo fin era el de disuadir a potenciales sitiadores. Esas estatuas vociferantes eran hombres y mujeres a los que Jagreen Lern y sus antepasados habían convertido en piedra, aunque les habían permitido conservar la vida y el don del habla. Hablaban poco, pero gritaban mucho, y sus gritos fantasmales se elevaban por la espantosa ciudad como las voces atormentadas de los condenados, porque la suerte que les había tocado era precisamente eso, una condena. Aquellos sonidos sollozantes eran horrendos, incluso para Elric que estaba familiarizado con ellos. Otro sonido se mezcló con aquél, cuando el inmenso rastrillo de la puerta principal de Hwamgaarl comenzó a subir con un chirrido dejando paso a una multitud de hombres bien armados.
—Evidentemente, los poderes mágicos de Jagreen Lern se han agotado por el momento, y los Duques del Infierno no se rebajan a unirse a él para luchar contra dos simples mortales —dijo Elric llevando la mano a la empuñadura de su negra espada rúnica.
Era tal el asombro de Moonglum que no lograba articular palabra. Desenvainó sus armas, pues sabía que debía luchar y vencer sus temores antes de enfrentarse a los hombres que en ese momento corrían hacia él.
Con un salvaje aullido que ahogó los gritos de las estatuas, la Tormentosa saltó de su vaina y esperó en la mano de Elric, deseosa de beberse aquellas almas que, a su vez, le permitirían darle más fuerzas a quien la empuñaba.
Elric se encogió cuando notó el contacto de la espada en la mano húmeda. No obstante, dirigiéndose a los soldados que avanzaban, les gritó:
—¡Mirad, chacales! ¡Mirad esta espada! ¡Fue forjada por el Caos para destruir al Caos! ¡Venid, dejad que os beba el alma y derrame vuestra sangre! ¡Estamos preparados!
No esperó; seguido de Moonglum, espoleo a su caballo nihrainiano y se abalanzó sobre las filas que avanzaban lanzando mandobles a diestro y siniestro con parte del antiguo deleite.
Se encontraba tan unido a la espada infernal, que una hambrienta alegría de matar le invadió, la alegría de robar las almas que alimentarían sus debilitadas venas con una vitalidad impía.
A pesar de que un centenar de soldados les impedía el paso, abrió entre ellos un sendero sangriento, y Moonglum, contagiado por un frenesí parecido al de su amigo, también logró acabar con cuantos se le acercaban. Aunque familiarizados con el horror, los soldados no tardaron en mostrarse reacios a acercarse a la espada rúnica, que brillaba con una luz peculiar, una luz negra que traspasaba la oscuridad misma.
Riendo a carcajadas, presa de su triunfo demencial, Elric experimentó la insensible alegría que sus antepasados debieron de sentir siglos antes, cuando conquistaron el mundo y lo obligaron a arrodillarse ante el Brillante Imperio. El Caos luchaba contra el Caos, pero se trataba de un Caos más antiguo, de naturaleza más limpia, que había venido a destruir a unos orgullosos pervertidos que se creían tan poderosos como los salvajes Señores Dragones de Melniboné. A través del ensangrentado sendero que abrieron entre las filas enemigas, los dos hombres fueron avanzando hasta llegar ante la puerta que boqueaba como las fauces de un monstruo. Elric la traspuso sin detenerse y, riéndose a carcajadas, entró en la Ciudad de las Estatuas Que Gritan, mientras a su paso las personas corrían a buscar refugio.
—¿Hacia dónde vamos ahora? —inquirió Moonglum, jadeante; ya no tenía miedo.
—Al templo palacio del Teócrata. ¡Allí nos estarán esperando Arioch y los demás duques!
Cabalgaron por las calles de la ciudad, orgullosos y terribles, como si fueran al frente de un ejército. A ambos lados de la calle se alzaban oscuros edificios, pero ni una sola cara se atrevió a espiar desde las ventanas. Pan Tang había planeado gobernar el mundo —cosa que todavía podía hacer—, pero de momento, sus ciudadanos estaban completamente desmoralizados por la presencia de aquellos dos hombres que habían tomado la ciudad por asalto.
Cuando llegaron a la amplia plaza, Elric y Moonglum sofrenaron sus caballos y en el centro vieron el inmenso altar de bronce que colgaba de unas cadenas. Tras él se alzaba el palacio de Jagreen Lern, todo columnas y torres, ominosamente en calma. Hasta las estatuas habían dejado de gritar, y los cascos de los caballos no hicieron ruido alguno cuando Elric y Moonglum se acercaron al altar. Elric empuñaba aún la espada rúnica manchada de sangre y la levantó en el aire y a un costado cuando llegó al altar de bronce. Acto seguido, asestó un potente mandoble a las cadenas que lo aguantaban. La espada sobrenatural mordió el metal y cortó los eslabones. El estruendo que hizo el altar al caer y romperse en pedazos, esparciendo los huesos de los antepasados de Jagreen Lern, pareció mil veces más fuerte en medio del silencio reinante. Su eco se propagó por todo Hwamgaarl y cada uno de sus habitantes que seguía con vida supo lo que aquello significaba.
—¡Así es como te desafío, Jagreen Lern! —gritó Elric, consciente de que sus palabras también serían oídas por todos—. ¡Tal como prometí, he venido a saldar una deuda! ¡Sal, títere! —Hizo una pausa. Ni siquiera su momentáneo triunfo bastaba para vencer la vacilación que le provocaba la tarea que iba a emprender—, ¡sal! Tráete a los Duques del Infierno…
Moonglum tragó saliva y miró con ojos asombrados el rostro crispado de Elric, pero el albino continuó:
—Trae a Arioch. Trae a Balan. ¡Y a Maluk también! ¡Tráete a los orgullosos príncipes del Caos, he venido a hacerlos regresar a su reino para siempre!
El silencio volvió a tragarse aquel desafío; Elric oyó como sus ecos se apagaban en los rincones más lejanos de la ciudad.