Diez hombres terribles conducían sus carruajes dorados hacia el pie de una negra montaña que vomitaba fuego azul y rojo y se sacudía en un espasmo destructivo.
Por todo el globo, las fuerzas de la naturaleza se mostraban igual de agitadas y rebeldes. Aunque pocos lo notaran, la tierra estaba cambiando. Los Diez sabían por qué, y conocían a Elric y sabían que ese conocimiento los vinculaba a él.
Anochecía y el cielo estaba teñido de un tono púrpura pálido; el sol pendía cual globo ensangrentado sobre las montañas, pues finalizaba el verano. En los valles, las cabañas ardían al caer la lava hirviente sobre sus tejados de paja.
Sepiriz, el hombre que conducía el primer carruaje, vio como los aldeanos huían en confusa multitud, cual hormigas a las que les hubieran destruido el nido. Se volvió hacia el hombre de azul armadura que iba tras él y sonrió casi con alegría.
—Mira cómo corren —le dijo—. Mira cómo corren, hermano. ¡Ay, qué júbilo… las fuerzas que aquí actúan!
—Es bueno haberse despertado en esta época —convino su hermano elevando su voz por encima del rugido del volcán.
La sonrisa desapareció de los labios de Sepiriz y sus ojos se entrecerraron. Azotó a sus dos caballos con un látigo de cuero de toro haciendo brotar la sangre de los flancos de los negros corceles que se lanzaron a galope tendido montaña abajo.
En la aldea, un hombre vio llegar a los Diez. Gritando como un poseso manifestó su temor en una advertencia:
—El fuego los ha echado de la montaña. ¡Escondeos… huid!
Han despertado los hombres del volcán… ahí vienen. Los Diez han despertado según la profecía… ¡es el fin del mundo!
En ese momento, la montaña escupió otra bocanada de roca hirviente y lava llameante que alcanzó al hombre, que cayó al suelo y murió gritando horriblemente. Su muerte fue innecesaria, pues los Diez no estaban interesados en él ni en los suyos.
Sepiriz y sus hermanos cruzaron la aldea al galope mientras las ruedas de sus carruajes traqueteaban por las calles y los cascos de sus caballos retumbaban.
A sus espaldas, la montaña rugía.
—¡Hacia Nihrain! —gritó Sepiriz—. Deprisa, hermanos, pues tenemos mucho por hacer. ¡Hemos de rescatar del Limbo una espada y encontrar a dos hombres que la lleven a Xanyaw!
Le embargó la alegría al ver que a su alrededor temblaba la tierra y al oír el crepitar de las llamas y el estampido de las rocas. Su cuerpo negro brillaba, y en él se reflejaban las llamas de las casas incendiadas. Los caballos tiraban de sus arneses arrastrando el carruaje corcoveante a toda velocidad, sus cascos se movían con tal rapidez que apenas se los veía tocar el suelo y parecía que volasen.
Tal vez así fuera, pues los corceles de Nihrain eran famosos por ser diferentes de los caballos corrientes.
En aquel momento saltaron hacia adelante para atravesar una garganta y embocar un sendero de montaña por el que se dirigieron hacia el Abismo de Nihrain, la antigua casa de los Diez, en la que no habitaban desde hacía dos mil años. Sepiriz volvió a reír. Él y sus hermanos se enfrentaban a una tremenda responsabilidad, porque aunque no debían lealtad alguna ni a los hombres ni a los dioses, eran los portavoces del Destino, lo cual permitía que sus cráneos inmortales almacenaran unos conocimientos horrendos.
Durante siglos habían permanecido dormidos en su aposento de la montaña, viviendo cerca del corazón dormido del volcán gracias a que el calor y el frío extremados les afectaban muy poco. La explosión de rocas los había despertado y sabían que había llegado su hora, la hora que habían esperado durante milenios.
Por eso Sepiriz cantaba embargado de alegría. Por fin a él y a sus hermanos les iban a permitir interpretar la última función, en la que participarían también dos melniboneses, los dos miembros supervivientes de la Línea Real del Brillante Imperio.
Sepiriz sabía que estaban vivos, tenían que estarlo, porque sin ellos, los designios del Destino serían imposibles. Pero a Sepiriz no se le escapaba que en la tierra había seres con tanto poder que podían engañar al Destino. Sus esbirros estaban en todas partes, sobre todo entre la nueva raza de hombres, pero también contaban como armas con los espíritus necrófagos y los demonios.
Esto hacía más difícil su tarea.
¡Pero en ese momento se dirigían a Nihrain! A la ciudad derruida y desde allí tirarían de los hilos del destino para tejer una red más fina. Aún les quedaba un poco de tiempo, pero se les estaba acabando; y el Tiempo, el desconocido, era quien lo regía todo…
Los pabellones de la reina Yishana y sus aliados estaban apiñados alrededor de una serie de pequeñas colinas boscosas. Los árboles impedían que fueran vistos a una cierta distancia y no había ningún fuego encendido que pudiese delatarlos. El gran ejército se mantenía lo más silencioso posible. Los batidores iban y venían con información sobre las posiciones del enemigo, al tiempo que estaban alertas por si descubrían espías.
Pero Elric y sus imrryrianos entraron en el campamento sin ser molestados, pues el albino y sus hombres eran fácilmente reconocibles y era bien sabido que los temibles mercenarios melniboneses habían decidido ayudar a Yishana.
—En vista del viejo vinculo que me une a ella, será mejor que le presente mis respetos a la reina Yishana —le dijo Elric a Dyvim Slorm—, pero no quiero que se entere de la desaparición de mi esposa, de lo contrario, podría ponerme trabas. Le diré sencillamente que he venido a ayudarla por amistad.
Dyvim Slorm asintió, Elric dejó que su primo se ocupara de los preparativos del campamento y se marchó inmediatamente a la tienda de Yishana donde la reina lo esperaba con impaciencia.
Al entrar el albino, la reina no le dejó ver su mirada. La mujer tenía un rostro amplio y sensual en el que comenzaban a notarse las señales de la vejez. Tenía una larga cabellera negra y brillante. Sus pechos eran grandes y las caderas más anchas de lo que Elric recordaba. Estaba sentada en una silla acolchada y la mesa que tenía delante se veía atestada de mapas de batalla y materiales de escritura, pergaminos, tinta y plumas.
—Buenos días, lobo —dijo ella con una leve sonrisa que era a la vez sardónica y provocativa—. Mis exploradores me informaron que venías hacia aquí junto con tus compatriotas. Es agradable. ¿Has abandonado quizá a tu nueva mujer para regresar a placeres más sutiles?
—No —repuso él.
Se quitó la pesada capa de montar y la lanzó sobre un banco.
—Buenos días, Yishana. No cambias. Tengo la leve sospecha de que Theleb K’aarna, ese mago de Pan Tang amante tuyo, te dio a beber las aguas de la Vida Eterna antes de morir.
—Es posible. ¿Qué tal marcha tu matrimonio?
—Bien —repuso él. La reina se acercó más a él y notó el calor de su cuerpo.
—Qué decepción —dijo sonriendo irónicamente.
Y se encogió de hombros. Habían sido amantes en dos ocasiones, a pesar de que Elric era parcialmente responsable de la muerte del hermano de la reina durante la incursión sobre Imrryr. La muerte de Dharmit de Jharkor había permitido que ella accediera al trono y, como era mujer ambiciosa, la noticia no le había causado excesiva tristeza. Sin embargo, Elric no tenía ningún deseo de reanudar la relación.
Se refirió de inmediato a la cuestión de la inminente batalla.
—Veo que te preparas para algo más que una escaramuza. ¿Con qué fuerzas cuentas y cuáles son las posibilidades que tienes de vencer?
—Tengo a mis Leopardos Blancos —repuso—, quinientos guerreros selectos que corren veloces como corceles, son fuertes como pumas y feroces como tiburones cegados por la sangre. Están adiestrados para matar y eso es lo único que conocen. Dispongo además del resto de mis tropas, la infantería y la caballería, con unos ochenta lords al frente. La mejor parte de la caballería proviene de Shazar, son jinetes salvajes pero como luchadores son inteligentes y bien disciplinados. Tarkesh envió pocos hombres, pues tengo entendido que el rey Hilran necesitaba defender sus fronteras del sur de un vasto ataque. Pero dispongo de casi mil quinientos soldados de infantería y unos doscientos hombres montados de Tarkesh. En total creo que podemos reunir en el campo unos seis mil guerreros adiestrados. También lucharán los siervos y los esclavos, pero sólo nos servirán para hacer frente a la matanza inicial y morirán en la primera parte de la batalla.
Elric asintió. Se trataba de tácticas militares corrientes.
—¿Qué me dices del enemigo?
—Somos superiores en número, pero traen a los Jinetes del Diablo y tigres de caza. Disponen, además, de algunas bestias que llevan en jaulas, pero no sabemos de qué tipo de animales se trata, puesto que las jaulas van tapadas.
—He oído decir que los hombres de Myyrrhn vuelan hacia aquí. Deben de darle mucha importancia a este asunto como para que abandonaran sus aguileras.
—Si perdemos esta batalla —dijo ella con tono grave—, el Caos se apoderaría de la tierra y gobernaría sobre ella. Todos los oráculos de aquí a Shazar dicen lo mismo, que Jagreen Lern no es más que el instrumento de amos menos naturales, que recibe el auxilio de los Señores del Caos. ¡No estamos luchando sólo por nuestras tierras, Elric, sino por la raza humana!
—Entonces, espero que ganemos —dijo el albino.
Acompañado de sus capitanes, Elric pasó revista al ejército. Dyvim Slorm estaba a su lado; llevaba la dorada camisa abierta sobre su cuerpo delgado y su aire era confiado y arrogante. Había allí soldados endurecidos que provenían de muchas campañas menores; hombres bajos, de rostros morenos provenientes de Tarkesh, que llevaban gruesas armaduras, y tenían el pelo y la barba negros y engrasados. Habían llegado los hombres alados y semidesnudos de Myyrrhn, con sus ojos pensativos, sus rostros de halcón y las enormes alas plegadas sobre las espaldas; se les veía tranquilos, dignos y callados. Los comandantes shazarianos también estaban presentes; vestían chaquetas grises, pardas y negras, y llevaban armaduras de bronce. Con ellos iba el capitán de los Leopardos Blancos de Yishana, un hombre de largas piernas, cuerpo compacto y cabello rubio recogido sobre la nuca poderosa, que vestía una armadura plateada con el blasón de un leopardo, albino como Elric, rampante y gruñón.
Se acercaba el momento de la batalla…
Bajo el amanecer gris, los dos ejércitos avanzaron cada uno desde los extremos de un ancho valle, flanqueado de bajas colinas boscosas.
El ejército de Pan Tang y Dharijor subió por el valle cual negra marea de metal para encontrarse con el enemigo. Elric, que todavía iba sin armadura, los vio acercarse, mientras su caballo coceaba la hierba. Dyvim Slorm, que iba a su lado, señaló y exclamó:
—¡Mira, ahí van los conspiradores, el de la izquierda es Sarosto y el de la derecha, Jagreen Lern!
Los jefes iban a la cabeza de su ejército mientras unos estandartes de seda negra ondeaban sobre sus yelmos. El rey Sarosto y su delgado aliado, el aguileño Jagreen Lern, que llevaba una brillante armadura escarlata que parecía estar al rojo vivo, y quizá lo estuviera. En el yelmo llevaba el Penacho de Tritón de Pan Tang, pues sostenía estar emparentado con los habitantes del mar. La armadura de Sarosto carecía de brillo, era de un tono amarillo sucio, y estaba blasonada con la Estrella de Dharijor, sobre la cual aparecía la Espada que según la historia había sido portada por Atarn, el constructor de ciudades, antepasado de Sarosto.
Tras ellos, inmediatamente visibles, iban los Jinetes del Diablo de Pan Tang, montados en sus reptiles de seis patas que, según se decía, eran producto de la magia. Atezados y con expresiones introspectivas en sus caras afiladas, ceñidos a la cintura y sin envainar llevaban sables largos y curvos. Agazapados entre ellos iban unos cien tigres de caza, adiestrados como perros, con largos colmillos y garras capaces de desgarrar a un hombre hasta los huesos de un solo zarpazo. Tras el ejército que avanzaba hacia ellos, Elric alcanzó a ver los techos de las misteriosas jaulas. Se preguntó qué extrañas bestias irían en ellas.
Yishana gritó entonces una orden.
Las flechas de los arqueros formaron una sonora nube negra en el cielo cuando Elric condujo a la primera carga de la infantería colina abajo al encuentro de los carros del ejército enemigo. Le amargaba el hecho de verse obligado a arriesgar la vida, pero si deseaba descubrir el paradero de Zarozinia, estaba obligado a desempeñar el papel que le había sido asignado y rogar por que saliera con vida de aquel trance.
El grueso de la caballería siguió a la infantería con la orden de hacer lo posible por rodear al enemigo. De un lado se veían imrryrianos de brillantes uniformes y shazarianos de broncíneas armaduras. Del otro lado, galopaban tarkeshitas de azules armaduras con brillantes plumas rojas, purpúreas y blancas, llevando las lanzas en ristre, y jharkorianos de doradas armaduras, que llevaban largos espadones desenvainados. En el centro de la falange de avanzada de Elric marchaban a paso largo los Leopardos Blancos de Yishana y la reina en persona cabalgaba bajo su estandarte, tras la primera falange, al frente de un batallón de caballeros.
Se abalanzaron sobre el enemigo, cuyas flechas se elevaron al cielo para caer estrepitosamente sobre los yelmos o penetrar con un ruido sordo en la carne.
Los gritos de guerra hirieron el plácido amanecer cuando las tropas bajaron veloces por las laderas y entraron finalmente en combate.
Elric se encontró enfrentado al delgado Jagreen Lern, y el vociferante Teócrata hizo frente al ataque de la Tormentosa con una rodela rojo fuego que logró protegerlo; este detalle probaba que el escudo estaba preparado para hacer frente a las armas encantadas.
Jagreen Lern contrajo el rostro en una sonrisa maliciosa cuando reconoció a Elric y le dijo:
—Me habían dicho que estarías aquí, albino. ¡Te conozco Elric, y conozco tu destino!
—Al parecer, son demasiados los hombres que conocen mi destino mejor que yo —repuso el albino—. Pero tal vez si te mato, Teócrata, logre arrancarte el secreto antes de que mueras.
—¡Pues no! No son ésos los planes de mi amo.
—¡Pero sí los míos!
Volvió a arremeter contra Jagreen Lern, pero una vez más, la espada gritó de rabia al ser rechazada. La sintió moverse en su mano, pues la Tormentosa era un arma casi dotada de vida; notó como palpitaba de frustración, porque normalmente, el acero forjado en el infierno podía partir el metal mejor templado.
Jagreen Lern llevaba en la enguantada mano izquierda una enorme hacha de guerra que revoleó apuntando a la cabeza desprotegida del corcel de Elric. Aquello resultaba extraño, puesto que se encontraba en una posición que le permitía golpear al albino. Elric tiró de las riendas para que su caballo apartara la cabeza, esquivó el golpe y volvió a cargar contra el pecho de Jagreen Lern con la espada en ristre. La espada rúnica chilló al no poder perforar la armadura. El hacha de guerra volvió a hender el aire y Elric tuvo que levantar su acero para protegerse; asombrado, se vio lanzado hacia atrás por la fuerza del golpe, y a duras penas logró controlar su cabalgadura, pues uno de sus pies había resbalado del estribo.
Jagreen Lern volvió a golpear al caballo de Elric y le partió la cabeza; el animal, con los ojos desorbitados, cayó al suelo de rodillas en medio de un charco de sangre y sesos, y murió.
Despojado de su cabalgadura, Elric se incorporó con dificultad y se dispuso a recibir el siguiente golpe de Jagreen Lern.
Pero para su asombro, el rey-hechicero se dio la vuelta para internarse en el fragor de la batalla.
—¡Es una pena que tu vida no me pertenezca para poder acabar con ella, albino! Es una prerrogativa de otras fuerzas. Puede que si vives, y resultamos vencedores, vuelva a buscarte.
Fue tal el asombro de Elric, que no logró entender el sentido de aquella actitud; desesperado, miró a su alrededor buscando otro caballo y vio un corcel dharijoriano, con la cabeza y las manos bien protegidas por una abollada armadura negra, que corría desbocado alejándose del terreno de lucha.
Saltó velozmente y aferró una de las riendas, detuvo al animal, colocó un pie en un estribo y se izó sobre la silla, que resultaba incómoda para un hombre sin armadura. De pie en los estribos, Elric condujo al corcel de vuelta a la batalla.
A mandobles se abrió paso a través de los caballeros enemigos, matando ora a un Jinete del Diablo, ora a un tigre de caza que se abalanzaba sobre él con las fauces abiertas, ora a un comandante dharijoriano, ora a dos soldados que lo golpeaban con sus alabardas. Su corcel reculaba como un monstruo, y él lo obligaba desesperadamente a acercarse hacia el estandarte de Yishana hasta que alcanzó a divisar a uno de los heraldos.
El ejército de Yishana luchaba con bravura, pero había perdido la disciplina. Si se deseaba que fuese efectivo, había que reagruparlo.
—¡Haz volver a la caballería! —aulló Elric—. ¡Haz volver a la caballería!
El joven heraldo levantó la vista. En ese momento sufría el terrible acoso de dos Jinetes del Diablo. La distracción le costó cara; fue espetado en la espada de un Jinete del Diablo y lanzó gritos agónicos cuando los dos hombres lo remataron.
Lanzando una maldición, Elric se acercó un poco y golpeó a uno de los atacantes en el costado de la cabeza. El hombre fue derribado de su cabalgadura y cayó en el fango. El otro Jinete se volvió para encontrarse con la punta aulladora de la Tormentosa; murió gritando cuando la espada rúnica se bebió su alma.
El heraldo que había muerto sobre la silla de montar llevaba el cuerpo plagado de cortes. Elric se inclinó hacia adelante, arrancó el cuerno ensangrentado que colgaba del cuello del cadáver, se lo llevó a los labios y llamó a repliegue a la caballería; por el rabillo del ojo notó que los jinetes se volvían. Vio entonces que el estandarte comenzaba a caer y advirtió que su portador había muerto. Se irguió en la silla, agarró el asta en la que flameaba la brillante bandera de Jharkor y empuñándola en una mano, con el cuerno en la boca, intentó reagrupar a sus fuerzas.
Lentamente, los restos del vapuleado ejército se fueron reuniendo a su alrededor. Una vez hubo tomado el control de la batalla, Elric hizo lo único que podía, siguió el curso de acción que podía salvarles a todos.
Le arrancó al cuerno una nota larga y lastimera. En respuesta a la llamada, se oyó el batir de pesadas alas y entonces los hombres de Myyrrhn se elevaron por los aires.
Al ver aquello, el enemigo abrió las puertas de las misteriosas jaulas.
Elric gimió desesperado.
Un extraño ulular precedió la aparición de búhos gigantescos que se elevaron al cielo en vuelo circular. Se trataba de unas criaturas que incluso en Myyrrhn, su tierra de origen, se tenían por extinguidas.
El enemigo se había preparado para recibir un ataque por aire y, por algún medio desconocido, habían materializado a los antiquísimos enemigos de los hombres de Myyrrhn.
Algo desalentados por aquella inesperada aparición, los hombres de Myyrrhn, armados de largas lanzas, atacaron a los enormes pájaros. Los guerreros que luchaban en tierra recibieron un aguacero de sangre y plumas. De lo alto comenzaron a caer cadáveres de hombres y pájaros, que fueron a aplastar a la infantería y a la caballería que había debajo.
En medio de esa confusión, Elric y los Leopardos Blancos de Yishana se abrieron paso hacia el enemigo para reunirse con Dyvim Slorm y sus imrryrianos, el resto de la caballería tarkeshita, y unos cien shazarianos, que habían logrado sobrevivir. Elric miró hacia el cielo y comprobó que la mayoría de los búhos gigantes habían sido destruidos, y apenas un puñado de hombres de Myyrrhn había sobrevivido a la batalla aérea. Los pocos que quedaban, después de haber hecho lo que pudieron frente a los búhos, volaban en círculos, disponiéndose a abandonar la batalla. Estaba claro que eran conscientes de la inutilidad de todo aquello.
Mientras las fuerzas se reagrupaban, Elric le gritó a Dyvim Slorm:
—¡La batalla está perdida… ahora aquí mandan Sarosto y Jagreen Lern!
Dyvim Slorm levantó su larga espada y lanzó a Elric una mirada de asentimiento y le gritó:
—¡Si hemos de vivir para cumplir con nuestro destino, será mejor que nos apresuremos a salir de aquí! No tenían más alternativas.
—¡Para mí, la vida de Zarozinia es más importante que ninguna otra cosa! —aulló Elric—. ¡Hemos de analizar nuestra situación!
El peso de las fuerzas enemigas era como un torno que aplastaba a Elric y a sus hombres. El albino llevaba la cara cubierta de sangre de un golpe que había recibido en la frente. Le nublaba la vista y se veía obligado a llevarse la mano izquierda a la cara para enjuagársela. Le dolía el brazo derecho al levantar una y otra vez la Tormentosa para traspasar y cercenar cuerpos desesperadamente, porque aunque el temible acero tenía vida propia y era casi inteligente, no lograba suministrar a su amo la vitalidad que necesitaba para permanecer alerta. En cierto modo, Elric se alegraba de ello, pues detestaba a la espada rúnica, a pesar de que dependía de la fuerza que de ella extraía. El tipo especial de albinismo que padecía lo dejaba normalmente apático y débil.
De la Tormentosa fluía un veneno maligno que hacía algo más que matar a los contrincantes de Elric, les bebía el alma, parte de cuyas fuerzas pasaba al monarca melnibonés.
Las filas enemigas retrocedieron y comenzaron a desplegarse dejando paso a unos animales que se acercaron corriendo. Eran animales de brillantes ojos rojos y fauces llenas de colmillos. Animales con garras.
Los tigres cazadores de Pan Tang.
Los caballos relincharon cuando los tigres se abalanzaron sobre ellos para despedazarlos, desmontar a los jinetes y lanzarse a las gargantas de sus víctimas. Los tigres alzaban los hocicos ensangrentados y miraban a su alrededor en busca de una nueva presa. Aterradas, las fuerzas de Elric retrocedieron dando voces. Gran parte de los caballeros tarkeshitas comenzó a huir del campo de batalla, precipitando con ello la desbandada de los jharkorianos, cuyos corceles galopaban enloquecidos, y la huida de los pocos shazarianos que aún seguían montados. Al poco tiempo, sólo Elric, sus imrryrianos y unos cuarenta Leopardos Blancos hicieron frente al poder de Dharijor y Pan Tang.
Elric levantó el cuerno y tocó retirada; hizo recular a su negro caballo y salió a galope tendido en dirección al valle, seguido de los imrryrianos. Pero los Leopardos Blancos siguieron peleando hasta el final. Yishana había dicho que lo único que sabían era matar. Evidentemente, también sabían morir.
Elric y Dyvim Slorm condujeron a los imrryrianos valle arriba, en parte agradecidos de que los Leopardos Blancos les cubrieran la retirada. El melnibonés no había visto a Yishana desde el comienzo de la lucha con Jagreen Lern. Se preguntó qué habría sido de ella.
Al doblar en un recodo del valle, Elric comprendió el plan de batalla de Jagreen Lern y su aliado: en el extremo opuesto del valle se había reunido un ejército de soldados y caballeros con el fin de cortarles la retirada.
Sin reflexionar, Elric espoleó a su caballo obligándolo a subir por las laderas de las colinas; sus hombres lo siguieron y todos fueron ascendiendo agazapados para evitar las ramas bajas de los abedules, mientras los dharijorianos se lanzaban sobre ellos desplegados para impedir que huyesen.
Elric obligó a su caballo a volverse y comprobó que los Leopardos Blancos continuaban luchando agrupados alrededor del estandarte de Jharkor, entonces se encaminó en esa dirección, sin abandonar las colinas. Cabalgó sobre la cima de las colinas seguido de Dyvim Slorm y un puñado de imrryrianos; luego se lanzaron a galope tendido hacia campo abierto perseguidos por los caballeros de Dharijor y Pan Tang. Era evidente que habían reconocido a Elric y deseaban matarlo o bien capturarlo.
A lo lejos, Elric vio que los tarkeshitas, shazarianos y jharkorianos que antes habían huido habían escogido la misma ruta que él. Pero ya no cabalgaban unidos, sino en desbandada.
Elric y Dyvim Slorm huyeron hacia el oeste a través de terreno desconocido, mientras los demás imrryrianos, para distraer a los perseguidores, cabalgaban hacia el noreste, en dirección a Tarkesh donde, quizá, lograrían ponerse a salvo durante unos días.
Se había perdido la batalla. Los esbirros del mal habían resultado vencedores y en las tierras de los Reinos Jóvenes del oeste se iniciaba así una era de terror.
Días más tarde, Elric, Dyvim Slorm, dos imrryrianos, un comandante tarkeshita llamado Yedn-pad-Juizev, que tenía una herida grave en el costado, y Orlon, un soldado de la infantería shazariana que había logrado rescatar con vida un caballo, se encontraban temporalmente a salvo y avanzaban a duras penas sobre sus cabalgaduras en dirección a un grupo de montañas de estilizados picos que se elevaban cual una masa negra contra el cielo enrojecido del atardecer.
Llevaban horas sin decir palabra. Yedn-pad-Juizev se estaba muriendo y nada podían hacer por él. Él también lo sabía y no esperaba nada, simplemente se limitaba a cabalgar con los demás para no quedarse solo. Para ser tarkeshita era muy alto; la pluma escarlata de su abollado yelmo azul continuaba agitándose; llevaba el peto roto y manchado con su sangre y la de otros. Su barba era negra y el aceite la hacía brillar; su nariz era como un risco saliente en la roca de su rostro de soldado y tenía los ojos vidriosos. Aguantaba bien el dolor. A pesar de que estaban impacientes por alcanzar la relativa seguridad de la cadena de montañas, los demás seguían el ritmo de su caballo, en parte por respeto y en parte por la fascinación que les producía el hecho de que un hombre lograse aferrarse a la vida durante tanto tiempo.
Cayó la noche y una enorme luna amarilla colgaba del cielo, sobre las montañas. El cielo estaba completamente despejado y las estrellas brillaban. Los guerreros hubieran deseado que la noche fuera oscura y tormentosa, porque de ese modo habrían obtenido un mayor refugio de las sombras. Pero como era clara, sólo les quedaba abrigar la esperanza de alcanzar pronto las montañas antes de que los tigres de caza de Pan Tang descubriesen sus huellas y acabaran muriendo bajo las letales garras de aquellas temibles bestias.
Elric se encontraba de un talante sombrío y pensativo. Durante un cierto tiempo, los conquistadores de Dharijor y Pan Tang estarían ocupados con la consolidación del imperio recién conquistado. Tal vez ello daría origen a rencillas internas, tal vez no. De todos modos, no tardarían en volverse muy poderosos y en convertirse en una amenaza para la seguridad de las otras naciones de los continentes del sur y del este.
A pesar de que todo esto ensombreciera el destino del mundo entero, para Elric significaba muy poco puesto que todavía no lograba ver con claridad cómo llegaría hasta Zarozinia. Recordó la profecía de la criatura muerta, parte de la cual se había hecho ya realidad. Pero aun así significaba poco. Sintió como si algo lo empujara constantemente hacia el oeste, como si tuviera la obligación de adentrarse más y más en las tierras poco pobladas que había después de Jharkor. ¿Estaría allí su destino? ¿Se encontrarían allí los raptores de Zarozinia? Más allá del mar se está urdiendo una batalla. Más allá de la batalla fluirá la sangre…
¿Había fluido ya la sangre, o debía fluir aún? ¿Cuál sería la gemela que llevaba Dyvim Slorm, deudo de Elric? ¿Cuál sería el que no debía seguir con vida?
¿Acaso el secreto se encontraba en las montañas que se alzaban allá a lo lejos?
Continuaron cabalgando bajo la luna, y por fin llegaron a una garganta. En mitad de su extensión encontraron una cueva en la que entraron a descansar.
Por la mañana, un ruido que se produjo fuera de la cueva despertó a Elric. De inmediato desenvainó la Tormentosa y se arrastró hasta la entrada de la cueva. Lo que vio le hizo envainar la espada y llamar en voz baja al hombre maltrecho que cabalgaba garganta arriba en dirección a la cueva.
—¡Aquí, heraldo! ¡Somos amigos!
El hombre era uno de los heraldos de Yishana. Llevaba el abrigo hecho jirones y la armadura completamente aplastada contra el cuerpo. Iba sin espada ni yelmo; era un hombre joven, demacrado por el cansancio y la desesperación. Levantó la mirada y en su rostro se reflejó el alivio cuando reconoció a Elric.
—Mi señor Elric… me dijeron que os habían matado en el campo de batalla.
—Me alegra que lo hicieran, de ese modo, es menos probable que nos persigan. Ven, entra.
Los demás ya estaban todos despiertos, excepto uno. Yedn-pad-Juizev había muerto durante la noche, mientras dormía. Orozn bostezó y señalando el cadáver con un pulgar comentó:
—Si no encontramos comida pronto, sentiré la tentación de comerme a nuestro amigo muerto.
El hombre miró a Elric en busca de una respuesta a la broma, pero al ver la expresión del albino, se avergonzó y se retiró al fondo de la cueva mientras protestaba y pateaba piedras sueltas.
Elric se apoyó contra la pared de la cueva, cerca de la entrada, y preguntó al heraldo:
—¿Qué noticias traes?
—Muy negras, mi señor. De Shazar a Tarkesh prevalece la más espantosa de las miserias y el acero y el fuego asolan las naciones cual impía tormenta. Hemos sido conquistados por completo. Sólo quedan algunas pequeñas bandas de hombres que siguen luchando sin mayores esperanzas contra el enemigo. Algunos de nuestros paisanos hablan ya de convertirse en bandidos y atacarse los unos a los otros, ya veis lo desesperado de la situación.
—Es lo que ocurre cuando los aliados extranjeros son derrotados en terreno amigo —dijo Elric asintiendo—. ¿Qué ha sido de la Reina Yishana?
—Triste ha sido su destino, mi señor. Vestida de metal, luchó contra cientos de hombres antes de expirar, con el cuerpo partido en trozos por la fuerza de su ataque. Sarosto se llevó su cabeza como recuerdo y la agregó a sus otros trofeos, entre los que se encuentran las manos de Karnarl, su medio hermano que osó oponérsele en el asunto de la alianza con Pan Tang, y los ojos de Penik de Nargesser, que encabezó el alzamiento en contra de él en esa provincia. El Teócrata Jagreen Lern ordenó que los demás prisioneros fuesen torturados hasta morir y colgados de cadenas por todo el territorio como advertencia para los posibles insurrectos. ¡Esos dos son unos impíos, mi señor!
Elric apretó los labios al oír todo esto. Comenzaba a darse cuenta de que su única posibilidad de huida se encontraba en el oeste, pues si regresaba, los conquistadores no tardarían en encontrarlo. Se volvió hacia Dyvim Slorm. El imrryriano llevaba la camisa hecha pedazos y el brazo izquierdo cubierto de sangre reseca.
—Al parecer nuestro destino se encuentra en el oeste —le dijo en voz baja.
—Entonces démonos prisa —repuso su primo—, estoy impaciente por acabar con esto y saber si viviremos o pereceremos en esta empresa. De nuestro encuentro con el enemigo no hemos logrado más que perder el tiempo.
—Yo he ganado algo —dijo Elric, recordando su primera lucha con Jagreen Lern—. He logrado saber que Jagreen Lern está relacionado de algún modo con el rapto de mi esposa… y si tuvo algo que ver en ello, me vengaré sea como sea.
—Démonos prisa, pues —dijo Dyvim Slorm—. Vayamos hacia el oeste.