El Mar Pálido comenzaba allí donde el Desierto de los Suspiros lindaba con las fronteras de Ilmiora, entre las costas del continente Oriental y las tierras de Tarkesh, Dharijor y Shazar.
Era un mar frío, un mar displicente y amedrentador, pero las naves preferían atravesarlo para salir de Ilmiora e ir a Dharijor en lugar de arriesgarse a los peligros más extraños de los Estrechos del Caos, azotados por tempestades eternas y habitados por malévolas criaturas marinas.
Elric de Melniboné se encontraba sobre la cubierta de una goleta ilmiorana; iba envuelto en su capa y mientras temblaba contemplaba sombríamente el cielo encapotado.
El capitán, un hombre corpulento de alegres ojos azules, cruzó la cubierta con mucho esfuerzo en dirección a él. En la mano llevaba una copa de vino caliente. Se enderezó sujetándose a un aparejo y le ofreció la copa a Elric.
—Gracias —dijo el albino. Bebió unos sorbos de vino y luego le preguntó—: Capitán, ¿cuánto falta para que lleguemos al puerto de Banarva?
El capitán se subió el cuello de su coleto de cuero y con él se cubrió el rostro barbudo.
—Navegamos despacio, pero antes del ocaso deberíamos avistar la península de Tarkesh. —Banarva se encontraba en Tarkesh, uno de sus principales puertos mercantiles. El capitán se apoyó en una barandilla—. Me pregunto cuánto tiempo más seguirán estas aguas siendo libres a la navegación ahora que ha estallado la guerra entre los reinos del oeste. Tanto Dharijor como Pan Tang fueron famosas en el pasado por sus actividades piratas. Estoy seguro de que no tardarán en volver a ellas con la excusa de la guerra.
Elric asintió levemente, sus pensamientos estaban en algo muy distinto de las perspectivas de la piratería.
Cuando desembarcaron en el puerto de Banarva hacía una tarde helada; Elric no tardó en apreciar signos de que la guerra ensombrecía las tierras de los Reinos Jóvenes. Los rumores abundaban, no se hablaba más que de batallas ganadas y guerreros perdidos. De los chismorrees no logró sacar una impresión clara de cómo marchaba la guerra, excepto que aún no se había producido la batalla decisiva.
Los banarvanos locuaces le contaron que los hombres marchaban por todo el Continente Occidental. De Myyrrhn partían los hombres alados. Desde Jharkor marchaban los Leopardos Blancos, la guardia personal de la reina Yishana, en dirección a Dharijor, mientras que Dyvim Slorm y sus mercenarios avanzaban hacia el norte para salirles al encuentro.
Dharijor era la nación más fuerte del oeste y Pan Tang era un aliado formidable, más por el dominio de las ciencias ocultas de sus gentes que por su número. La otra nación que seguía en fuerzas a Dharijor era Jharkor que, a pesar de tener como aliadas a Tarkesh, Myyrrhn y Shazar, no alcanzaba a igualar la fortaleza de quienes amenazaban la seguridad de los Reinos Jóvenes.
Durante años, Dharijor había esperado la ocasión de salir a la conquista de otros países, y la veloz alianza en su contra había sido llevada a cabo en un esfuerzo por detenerla antes de que llegara a prepararse del todo para esa conquista. Elric ignoraba si ese esfuerzo tendría éxito, y quienes hablaban con él tampoco estaban seguros.
Las calles de Banarva estaban atestadas de soldados y manadas de caballos y bueyes cargados de pertrechos. El puerto estaba lleno de naves de guerra y resultaba difícil encontrar alojamiento, puesto que la mayoría de las posadas y muchas casas particulares habían sido requisadas por el ejército. En todo el Continente Occidental ocurría lo mismo. Por todas partes los hombres se cubrían con sus armaduras, montaban a lomos de poderosos corceles, afilaban sus armas y bajo brillantes estandartes de seda cabalgaban dispuestos a matar y a saquear.
Allí, sin duda, encontraría la batalla de la profecía, pensó Elric. Intentó olvidar su inmenso deseo de conocer noticias de Zarozinia y volvió la mirada sombría hacia el oeste. La Tormentosa colgaba cual ancla a su costado y la palpaba sin cesar, y aunque le daba la vitalidad de la que gozaba, no podía dejar de odiarla.
Pasó la noche en Banarva y a la mañana siguiente ya había alquilado un buen caballo y cruzaba los pastizales en dirección a Jharkor.
Por un paisaje destrozado por la guerra cabalgaba Elric; en sus ojos carmesíes ardía la rabia al contemplar la desenfrenada destrucción que tenía ante sí. A pesar de que durante años había vivido gracias a su espada y de que había cometido asesinatos, robos y destrozos, le disgustaba la insensatez de las guerras como aquélla, de los hombres que se mataban entre sí por los motivos más vagos. No le daba pena la matanza ni odiaba a los asesinos; se diferenciaba demasiado de los hombres corrientes como para preocuparse en exceso por lo que hacían. Sin embargo, a su manera y de un modo torturado, era un idealista que, por faltarle la paz y la seguridad en sí mismo, detestaba las escenas de lucha que aquella guerra ponía ante sus ojos. Sabía que sus antepasados también se habían mantenido al margen como él, aunque no por ello habían dejado de deleitarse al contemplar los conflictos de los hombres de los Reinos Jóvenes, observándolos a distancia y juzgándose por encima de tales actividades, por encima del marasmo de sentimientos y emociones en medio del cual luchaban aquellos nuevos hombres. Durante diez mil años los emperadores hechiceros de Melniboné habían gobernado este mundo, una raza sin conciencia ni credo moral, que no necesitaba justificar sus actos de conquista, que no buscaba excusas para sus maliciosas tendencias naturales. Pero Elric, el último representante de la línea directa de emperadores, no era como ellos. Era capaz de ser cruel y la magia negra no conocía la piedad, sin embargo podía amar y odiar con más violencia que ninguno de sus antepasados. Tal vez aquellas fuertes pasiones habían sido la causa de que rompiera con su tierra natal y se dedicara a viajar por el mundo para compararse con aquellos nuevos hombres, puesto que no podía encontrar a nadie en Melniboné que compartiera sus sentimientos. Precisamente la acción de las fuerzas idénticas y opuestas del amor y el odio le había impulsado a regresar para vengarse de su primo Yyrkoon, que había sumido a Cymoril, la prometida de Elric, en un sueño mágico y usurpado el reinado de Melniboné, la Isla Dragón, último territorio del perdido Brillante Imperio. En su ciega búsqueda de la venganza, y auxiliado por una flota de saqueadores, Elric había arrasado Imrryr, destruido la Ciudad de Ensueño y desperdigado para siempre a la raza que la había fundado, de modo que los últimos supervivientes eran mercenarios que vagaban por el mundo para vender sus armas al mejor postor. El amor y el odio le habían impulsado a matar a Yyrkoon, que merecía la muerte, y, sin quererlo, también a Cymoril, que no la merecía. El amor y el odio. Surgían en él en ese momento, en que el humo acre le picaba la garganta, mientras dejaba atrás a un grupo disperso de aldeanos que huían sin rumbo fijo de las depredaciones de las tropas dharijorianas que se habían aventurado hasta aquella parte de Tarkesh, donde habían encontrado escasa resistencia de los ejércitos del rey Hilran de Tarkesh, el grueso de cuyas fuerzas estaban concentradas más al norte, preparándose para la batalla definitiva.
Elric cabalgaba cerca de las Marcas Occidentales, junto a la frontera jharkoriana. En tiempos mejores vivieron allí corpulentos cosechadores y habitantes de los bosques. Pero los bosques habían sido quemados y eran una masa negra y las cosechas se habían perdido.
El viaje, que fue veloz pues no perdió tiempo, le llevó a atravesar uno de los bosques donde los restos de los árboles proyectaban sus frías siluetas contra el cielo gris y turbulento. Se cubrió con la capucha de la capa de modo tal que le ocultara el rostro casi por completo, y siguió cabalgando bajo la lluvia que comenzó a caer de repente y a golpear los esqueletos de los árboles, barriendo las distantes llanuras y haciendo que el mundo fuera un lugar negro y gris en el que el siseo constante del agua era un sonido lúgubre.
Al pasar ante una casucha en ruinas que era más bien un agujero en la tierra, una voz graznó:
—¡Lord Elric!
Asombrado de que lo reconociesen, volvió el rostro sombrío en dirección a la voz al tiempo que se quitaba la capucha. Una silueta andrajosa apareció en la abertura del agujero. Le hizo señas para que se acercase. Intrigado, hizo adelantar su caballo hasta la figura y vio que se trataba de un hombre anciano, o de una mujer, no logró precisarlo.
—¿Cómo es que sabes mi nombre?
—En los Reinos Jóvenes eres leyenda. ¿Cómo no reconocer ese rostro blanco y la pesada espada que portas?
—Puede que así sea, pero creo que tras esto hay algo más que un reconocimiento casual. ¿Quién eres y cómo es que conoces la lengua alta de Melniboné? —inquirió Elric, empleando deliberadamente la lengua común.
—Deberías saber que cuantos practican la magia negra utilizan la lengua alta de aquellos que fueron maestros en estas artes. ¿Quieres ser mi huésped durante un instante?
Elric contempló la casucha y sacudió la cabeza. Por naturaleza era melindroso. El despojo humano sonrió, hizo una reverencia burlona y utilizando la lengua común dijo:
—De manera que el poderosísimo lord desdeña aceptar mi humilde morada. ¿Pero acaso no se pregunta por qué el fuego que hace poco arrasó este bosque no me causó daño alguno?
—Sí —dijo Elric, pensativo—, es un enigma interesante. La bruja avanzó hacia él y dijo:
—No hace un mes siquiera vinieron los soldados. Eran de Pan Tang. Jinetes del diablo que llevaban consigo a sus tigres cazadores. Arruinaron las cosechas y quemaron hasta los bosques para que quienes huyeran de ellos no pudieran alimentarse de sus animales y frutos. He vivido en este bosque toda mi vida, practicando la magia y dictando profecías para hacer frente a mis necesidades. Pero cuando vi que los muros de llamas iban a envolverme, grité el nombre de un demonio que conocía… un ser del Caos que últimamente no me había atrevido a invocar. Y vino.
»“Sálvame”, le pedí a gritos. “¿Qué harás tú a cambio?”, me preguntó el demonio. “Lo que sea”, respondí yo. “Entonces, lleva este mensaje de mis amos”, me dijo. “Cuando el asesino de su linaje conocido como Elric de Melniboné pase por aquí, dile que existe un pariente suyo al que no deberá matar y al que hallará en Sequaloris. Si Elric ama a su esposa, desempeñará su papel. Y si lo desempeña bien, su esposa le será devuelta”. De modo que grabé el mensaje en mi mente y ahora te lo transmito, tal como juré hacerlo.
—Gracias —dijo Elric—, ¿y qué fue lo qué diste a cambio por el poder de convocar a semejante demonio?
—Qué pregunta, mi alma, claro está. Pero era un alma vieja y de escaso valor. El infierno no podía ser peor que esta existencia.
—¿Por qué no dejaste que las llamas te quemaran sin trocar tu alma?
—Deseo vivir —repuso el despojo humano volviendo a sonreír—. Ah, la vida es buena. Quizá la mía sea escuálida, pero lo que adoro es la vida que me rodea. En fin, no quiero entretenerte, mi señor, pues te aguardan asuntos de mayor peso.
El despojo humano volvió a hacer una reverencia burlona mientras Elric se alejaba a caballo, intrigado, pero lleno de esperanza. Su esposa seguía con vida y estaba a salvo. ¿Pero qué tratos debería hacer para poder recuperarla?
Espoleó con fuerza a su caballo y éste se lanzó al galope en dirección de Sequaloris, en Jharkor. A través del golpetear de la lluvia alcanzó a oír una risita entre dientes burlona y miserable.
Su rumbo no era ya tan vago, y cabalgó a gran velocidad pero con sigilo, evitando a las bandas errantes de invasores, hasta que finalmente las llanuras áridas dieron paso a los exuberantes trigales de la provincia de Sequaloris, en Jharkor. Al cabo de otro día de cabalgar, Elric entró en la pequeña ciudad amurallada de Sequaloris que hasta ese momento no había sufrido ataque alguno. Allí descubrió que se preparaban para la guerra y recibió unas noticias que le resultaron de gran interés.
Los mercenarios imrryrianos, conducidos por Dyvim Slorm, primo de Elric e hijo de Dyvim Tvar, viejo amigo de Elric, llegarían a Sequaloris al día siguiente.
Entre Elric y los imrryrianos había existido una cierta enemistad, puesto que el albino había sido la causa directa de que se viesen obligados a abandonar las ruinas de la Ciudad de Ensueño y a vivir como mercenarios. Pero aquellos tiempos habían quedado atrás y en dos ocasiones anteriores Elric y los imrryrianos habían luchado en el mismo bando. Por derecho era su jefe y los lazos de la tradición eran muy fuertes en la raza antigua. Elric rogó a Arioch por que Dyvim Slorm tuviera alguna pista sobre el paradero de su esposa.
Al día siguiente, a las doce, el ejército mercenario entró tambaleándose en la ciudad. Elric se reunió con ellos en las puertas de la ciudad. Los guerreros imrryrianos estaban visiblemente cansados del largo viaje e iban cargados con el botín puesto que antes de que Yishana los mandara llamar, habían asaltado Shazar, cerca de los Pantanos de la Bruma. Los imrryrianos se diferenciaban de las demás razas por sus rostros ahusados, sus ojos rasgados y los pómulos salientes. Eran pálidos y delgados y el cabello largo y suave les caía sobre los hombros. Las finas prendas que vestían no eran robadas, sino de diseño melnibonés; eran brillantes telas de oro, azules y verdes, metales de delicada artesanía con estampados intrincados. Llevaban lanzas de puntas largas y de sus costados pendían estilizadas espadas. Iban montados arrogantemente en sus caballos, convencidos de su superioridad sobre los demás mortales y, al igual que Elric, su belleza sobrenatural hacía que no pareciesen del todo humanos.
El albino fue al encuentro de Dyvim Slorm, y sus ropas oscuras contrastaron con las de los imrryrianos. Llevaba una chaqueta negra de cuero acolchado, con cuello alto, sujeta con un cinturón sencillo y ancho del que colgaban un puñal y la Tormentosa. Recogía el cabello blanco lechoso con una cinta de bronce negro y sus pantalones y sus botas también eran negros. Todo aquel negro hacía resaltar aún más la blancura de su piel y sus brillantes ojos carmesíes.
Desde su silla de montar, Dyvim Slorm hizo una reverencia demostrando apenas una ligera sorpresa.
—Primo Elric, entonces el presagio era cierto.
—¿Qué presagio, Dyvim Slorm?
—El de un halcón… el ave que representa tu nombre, si no recuerdo mal.
Entre los melniboneses existía la costumbre de identificar a los recién nacidos con aves por ellos elegidas; Elric había escogido el halcón, un ave de rapiña.
—¿Qué fue lo que te dijo, primo? —preguntó Elric, expectante.
—Me dio un mensaje de lo más intrigante. Acabábamos de salir de los Pantanos de la Bruma cuando vino a posarse sobre mi hombro y me habló en una lengua humana. Me pidió que viniera a Sequaloris porque aquí encontraría a mi rey. Desde Sequaloris hemos de viajar juntos para unirnos al ejército de Yishana y el resultado de la batalla, ya sea que ganemos o perdamos, resolvería a partir de entonces la dirección de nuestros destinos, ahora enlazados. ¿Logras entender algo, primo?
—Un poco —repuso Elric, ceñudo—. Anda, vamos, he reservado un sitio para ti en la posada. Te contaré cuanto sé mientras nos bebemos una copa de vino. Si es que en esta aldea perdida logramos encontrar un vino decente. Necesito ayuda, primo; toda la que pueda conseguir, porque Zarozinia ha sido raptada por agentes sobrenaturales, y tengo la sensación de que esto y las guerras no son más que dos elementos de un juego más complicado.
—Entonces vayamos a esa posada. Me has picado la curiosidad. Este asunto adquiere ahora mayor interés. ¡Primero halcones y presagios, ahora raptos y luchas! Me pregunto qué más vamos a encontrar.
Seguidos por los imrryrianos, que apenas eran unos cien guerreros, pero endurecidos por la vida como forajidos, Elric y Dyvim Slorm recorrieron las calles empedradas con dirección a la posada. Una vez, allí, Elric expuso a su primo cuanto sabía.
Antes de contestarle Dyvim Slorm bebió su vino, posó cuidadosamente la copa sobre la mesa, y frunciendo los labios, dijo:
—Tengo la corazonada de que somos marionetas de una lucha entre los dioses. Por más que empeñemos nuestra sangre, nuestra carne y nuestras voluntades, no podemos ver el conflicto más grande a excepción de unos pocos detalles.
—Es posible que así sea —dijo Elric, impaciente—, pero me enfurece que me hayan implicado y exijo que liberen a mi esposa. No tengo ni idea de por qué los dos juntos hemos de negociar su regreso, y tampoco imagino qué tenemos nosotros que puedan querer quienes la raptaron. Pero si los presagios provienen de los mismos agentes, entonces será mejor que hagamos lo que nos piden, por el momento, hasta que veamos todo con mayor claridad. Entonces, quizá, podamos actuar siguiendo nuestras propias voluntades.
—Sabia decisión —dijo Dyvim Slorm—, yo te apoyo. —Sonrió ligeramente y añadió—: Aunque no me guste, supongo.
—¿Dónde se encuentra el ejército de Dharijor y Pan Tang? —preguntó Elric—. Oí decir que lo estaban reuniendo.
—Está reunido ya… y marcha hacia aquí. La inminente batalla decidirá quién gobierna las tierras occidentales. Estoy comprometido a luchar del lado de Yishana, no sólo porque nos ha contratado para ayudarla, sino porque me pareció que si los perversos señores de Pan Tang dominan estas naciones, la tiranía se abatirá sobre ellas y ese dominio se erigirá en una amenaza para la seguridad del mundo entero. Es triste que un melnibonés tenga que enfrentarse a tales problemas. —Sonrió irónicamente y prosiguió—: Aparte de eso, no me gustan estos hechiceros engreídos, pues lo que pretenden es emular al Brillante Imperio.
—Es verdad —reconoció Elric—. Constituyen una cultura insular, igual que la nuestra. Son magos y guerreros, como lo fueron nuestros antepasados. Pero su magia es menos saludable que la nuestra. Nuestros antepasados cometieron verdaderas barbaridades, sin embargo, era algo natural en ellos. Estos recién llegados, más humanos que nosotros, han pervertido su humanidad, algo que nosotros jamás tuvimos en el mismo grado. No volverá a existir otro Brillante Imperio, ni su poder durará más de diez mil años. Es ésta una era nueva, Dyvim Slorm, nueva en más de un sentido. Está a punto de surgir la era de la magia sutil. Los hombres encuentran ahora nuevos medios de controlar la fuerza natural.
—Nuestra ciencia es muy antigua —convino Dyvim Slorm—, tanto que guarda poca relación con los hechos presentes. Nuestra lógica y nuestro aprendizaje se adecuan más al pasado…
—Creo que estás en lo cierto —dijo Elric, cuyas emociones eran tan variadas que no se adaptaban ni al presente, ni al pasado, ni al futuro—. Por lo tanto, es apropiado que seamos vagabundos, porque en este mundo no hay sitio para nosotros.
Bebieron en silencio, de mal humor; sus mentes ocupadas en temas filosóficos. A pesar de ello, los pensamientos de Elric regresaban continuamente a Zarozinia y al temor por lo que podía haberle ocurrido. La inocencia de aquella muchacha, su vulnerabilidad y su juventud habían sido, al menos en cierta medida, su salvación. El amor protector que le inspiraba le había ayudado a no reflexionar demasiado sobre su propia vida llena de avatares y la compañía de Zarozinia había aliviado su melancolía. El extraño poema de la criatura muerta vagaba aún en su memoria. Sin duda, el poema se había referido a una batalla, y el halcón que Dyvim Slorm había visto también había hablado de una. Seguramente la batalla sería la que se produciría entre las fuerzas de Yishana y las de Sarosto de Dharijor y Jagreen Lern de Pan Tang. Si quería encontrar a Zarozinia, entonces debería acompañar a Dyvim Slorm y tomar parte en el conflicto. Aunque podía perecer, imaginó que lo mejor era obedecer cuanto mandaban los presagios, de lo contrario podría perder incluso la ligera posibilidad de volver a ver a Zarozinia. Se volvió hacia su primo y le dijo:
—Mañana te acompañaré, y utilizaré mi espada en la batalla. Por lo demás, tengo la sensación de que Yishana necesitará cuanto guerrero encuentre para hacer frente al Teócrata y sus aliados.
Dyvim Slorm asintió y luego dijo:
—Estarán en juego no sólo nuestro destino sino el de las naciones…