Unas nubes enormes se precipitaban sobre la tierra en movimiento y los rayos, al caer al suelo, iluminaban la noche oscura, partían en dos los árboles y chamuscaban tejados que se quebraban para acabar rompiéndose.
La oscura masa del bosque tembló de asombro y de ella salieron seis figuras encorvadas e inhumanas que hicieron una pausa y miraron a su alrededor, más allá de las bajas colinas donde se alzaba una ciudad. Se trataba de una ciudad de muros bajos y estilizados chapiteles, de torres y domos graciosos, y tenía un nombre que el cabecilla de las criaturas conocía. Karlaak se llamaba, y estaba junto al Erial de las Lágrimas.
La tormenta, de origen sobrenatural, resultaba ominosa. Gemía alrededor de la ciudad de Karlaak a medida que las criaturas se escabullían por las puertas abiertas y se abrían paso entre las sombras, en dirección al elegante palacio donde dormía Elric. El cabecilla levantó un hacha de hierro negro en su mano agarrotada. El grupo se detuvo, sigiloso, y contempló el amplio palacio que se erigía sobre una colina rodeado de jardines de lánguidos perfumes. La tierra se estremeció al caer un rayo y los truenos retumbaron en el cielo turbulento.
—El Caos ha acudido en nuestro auxilio esta vez —gruñó el cabecilla—. Fijaos… los guardias caen ya presas de un sopor mágico, con lo cual nuestra entrada resultará más sencilla. Los Señores del Caos son buenos con sus siervos.
Decía la verdad. Una fuerza sobrenatural había entrado en acción y los guerreros que vigilaban el palacio de Elric estaban tumbados en el suelo y sus ronquidos servían de eco a los truenos. Los sirvientes del Caos avanzaron con sigilo y dejaron atrás a los guardias dormidos para internarse en el patio principal y de allí pasar al palacio a oscuras. Sin errores subieron las sinuosas escalinatas, avanzaron suavemente por los pasillos en sombras, y finalmente llegaron a los aposentos donde Elric y su esposa dormían intranquilos.
Cuando el cabecilla posó una mano sobre el picaporte, en el interior del cuarto una voz gritó:
—¿Qué es esto? ¿Qué cosas infernales interrumpen mi descanso?
—¡Nos ve! —susurró bruscamente una de las criaturas.
—No —dijo el cabecilla—, duerme… lo que ocurre es que a un hechicero como Elric no es fácil sumirlo en el estupor. ¡Será mejor que nos demos prisa y hagamos nuestro trabajo, porque si llegara a despertar nos sería más difícil!
Giró el picaporte y entreabrió la puerta con el hacha medio levantada. Más allá de la cama, donde había un desorden de pieles y sedas, el relámpago volvió a surcar la noche dejando ver el blanco rostro del albino junto al de su esposa de negra cabellera.
En cuanto entraron, Elric se incorporó rígidamente en el lecho y sus ojos carmesíes se abrieron para mirarlos con fijeza. Por un instante, los ojos aparecieron vidriosos, pero luego, el albino se obligó a despertar y gritó:
—¡Marchaos, criaturas de mis sueños!
El cabecilla lanzó una maldición y avanzó de un salto, pero le habían dado órdenes de no matar a aquel hombre. Levantó el hacha, amenazante.
—¡Calla… tus guardias no pueden ayudarte!
Elric saltó de la cama, aferró a aquella cosa por la muñeca y acercó su cara al morro con colmillos. Debido a su albinismo, era físicamente débil y necesitaba de la magia para adquirir fuerzas. Pero se movió con tanta velocidad que arrancó el hacha de la mano de la criatura y le encajó el mango entre los ojos. Gruñendo, cayó hacia atrás, pero sus acompañantes dieron un salto hacia adelante. Eran cinco; debajo de sus pelambres se notaban unos músculos enormes.
Elric le partió el cráneo al primero, mientras los otros se abalanzaban sobre él. La sangre y los sesos de aquella criatura le mancharon el cuerpo y el albino jadeó asqueado al ver aquella sustancia fétida. Logró liberar su brazo y levantar el hacha para dejarla caer sobre la clavícula de otro. Entonces notó que lo agarraban de las piernas y cayó, confundido, pero sin dejar de luchar. Después, le asestaron un fuerte golpe en la cabeza y el dolor lo recorrió como el rayo. Hizo un esfuerzo por incorporarse, no pudo y cayó desmayado.
Los truenos y los relámpagos continuaban perturbando la noche cuando, con la cabeza dolorida, despertó y lentamente se puso en pie apoyándose en una columna de la cama. Obnubilado, miró a su alrededor.
Zarozinia no estaba. La única otra silueta que había en la habitación era el cuerpo inerte de la bestia que había matado. Habían raptado a su joven esposa.
Tembloroso, se dirigió a la puerta y la abrió de par en par, llamando a gritos a sus guardias, pero nadie le contestó.
La Tormentosa, su espada rúnica, descansaba en el arsenal de la ciudad y tardaría en conseguirla. La garganta se le cerró de rabia y dolor; cegado por la ansiedad, recorrió a la carrera pasillos y escalinatas, al tiempo que intentaba dilucidar las consecuencias de la desaparición de su esposa.
Sobre el palacio, los truenos seguían retumbando y llenando la noche agitada. El palacio parecía desierto y de pronto tuvo la sensación de encontrarse completamente solo y abandonado. Cuando salió corriendo al patio principal y vio a los guardias dormidos supo de inmediato que su sueño no podía ser natural. Comprendió lo que había ocurrido mientras atravesaba los jardines, trasponía las puertas y se dirigía a la ciudad, pero de los raptores de su esposa no encontró señal alguna.
¿Dónde se habían metido?
Levantó la mirada hacia el cielo tumultuoso; la ira y la frustración le crispaban el pálido rostro. Aquello no tenía sentido. ¿Por qué se la habrían llevado? Sabía que tenía enemigos, pero ninguno de ellos lo bastante poderoso como para recibir semejante ayuda sobrenatural. ¿Quién, aparte de él mismo, era capaz de obrar un hechizo que hacía temblar el cielo y sumía a la ciudad entera en aquel sueño?
Jadeando como un lobo, Elric corrió hasta la casa de lord Voashoon, senador principal de Karlaak y padre de Zarozinia. Aporreó la puerta con los puños gritándoles a los asombrados sirvientes.
—¡Abrid! Soy Elric. ¡Daos prisa!
Las puertas se entreabrieron y las traspuso de inmediato. Lord Voashoon bajó la escalera dando traspiés y entró en la estancia con el rostro somnoliento.
—¿Qué ocurre, Elric?
—Reúne a tus guerreros. Han raptado a Zarozinia. Se la llevaron unos demonios y es posible que se encuentren ya lejos de aquí, pero hemos de buscar por todas partes pues podrían haber huido por tierra.
Lord Voashoon se despertó del todo; de inmediato, mientras continuaba escuchando las explicaciones de Elric, se puso a dar órdenes a sus sirvientes.
—Y he de entrar en el arsenal —concluyó Elric—. ¡He de recuperar la Tormentosa!
—¡Dijiste que habías renunciado a la espada porque temías su malvada influencia sobre ti! —le recordó lord Voashoon en voz baja.
—Es verdad —repuso Elric, impaciente—. Pero no es menos verdad que lo hice por el bien de Zarozinia. Si quiero rescatarla, he de contar con la Tormentosa. La lógica es bien simple. Deprisa, dame la llave.
Sin decir palabra, lord Voashoon fue a buscar la llave y condujo a Elric hasta el arsenal donde se guardaban las armas y las armaduras de sus antepasados, que llevaban siglos sin ser utilizadas. Elric recorrió el lugar polvoriento a grandes zancadas y se acercó a un nicho que parecía contener algo vivo.
El oscuro acero lanzó un suave quejido cuando el albino tendió hacia él la mano de delgados dedos. Se trataba de un pesado sable para ambas manos, perfectamente equilibrado y de tamaño prodigioso, con una ancha guarnición y una hoja suave y amplia que desde la empuñadura a la punta medía más de metro y medio. Cerca de la empuñadura aparecían grabadas unas runas místicas cuyo significado ni siquiera Elric alcanzaba a comprender del todo.
—Una vez más necesito hacer uso de ti, Tormentosa —dijo mientras se abrochaba la vaina al cinturón—, y he de concluir que estamos tan unidos que sólo la muerte podría llegar a separarnos.
Dicho lo cual, salió del arsenal a grandes zancadas y se dirigió al patio, donde unos guardias montados en briosos corceles esperaban sus instrucciones.
De pie ante ellos, desenvainó la Tormentosa para que la extraña luz oscura que despedía la espada brillara temblorosa a su alrededor, mientras observaba a los jinetes con su rostro blanco, pálido como un hueso descarnado.
Esta noche vais a perseguir demonios. ¡Registrad los campos, recorred bosques y llanuras en busca de quienes le han hecho esto a nuestra princesa! Aunque es probable que sus raptores utilizasen medios sobrenaturales para huir, no podemos estar seguros. ¡De modo que buscad… buscad bien!
Durante toda la noche estuvieron buscando pero no lograron encontrar rastros ni de las criaturas ni de la esposa de Elric. Al despuntar el alba —una mancha de sangre en el cielo matutino— sus hombres regresaron a Karlaak donde Elric los esperaba henchido de la vitalidad nigromántica que le proporcionaba su espada.
—Lord Elric, ¿queréis que volvamos a seguir el rastro y comprobemos si la luz del día nos ofrece alguna pista? —le gritó uno.
—No te oye —murmuró otro al comprobar que Elric no se daba por aludido.
Pero en ese instante, Elric volvió la cabeza dolorida y dijo tristemente:
—No busquéis más. He tenido tiempo de meditar y he de buscar a mi esposa con ayuda de la magia. Dispersaos. Ya no podéis hacer nada más.
Los dejó y regresó a su palacio, consciente de que todavía existía una manera de saber adonde habían llevado a Zarozinia. Se trataba de un método que le disgustaba, pero que debería utilizar.
A su regreso, Elric ordenó secamente a todos que salieran de sus aposentos, atrancó la puerta y miró fijamente a la cosa que yacía inerte en el suelo. Su sangre coagulada todavía le manchaba las ropas, pero sus compañeros se habían llevado el hacha con la que lo había matado.
Elric preparó el cadáver y le extendió los miembros. Cerró los postigos para impedir el paso de la luz y en un rincón encendió un brasero. Éste se balanceó sobre sus cadenas al chisporrotear las llamas. Se dirigió hacia un pequeño arcón que había junto a la ventana y de él sacó una bolsa. De ésta extrajo un manojo de hierbas secas y con un veloz ademán las lanzó sobre el brasero; brotó un olor nauseabundo y la estancia se llenó de humo. Elric se colocó ante el cadáver con el cuerpo rígido y comenzó a entonar un encantamiento en la antigua lengua de sus antepasados, los emperadores hechiceros de Melniboné. La canción no parecía producto del habla humana; sus sonidos recorrían toda una escala desde un gruñido profundo hasta un grito agudo.
El brasero difundió una luz rojiza que iluminó el rostro de Elric mientras unas sombras grotescas brincaban por toda la estancia. En el suelo, el cuerpo inerte comenzó a agitarse, y su cabeza destrozada se movió de un lado al otro. Elric desenvainó su espada rúnica y empuñándola con ambas manos la levantó ante sí para gritar:
—¡Levántate, desalmado!
Lentamente, con movimientos convulsos, la criatura se incorporó y señaló a Elric con su dedo agarrotado mientras sus ojos vidriosos miraban al frente.
—Todo esto estaba predestinado. No creas que podrás huir a tu destino. Elric de Melniboné. Has manoseado mi cadáver y soy una criatura del Caos. Mis amos me vengarán.
—¿Cómo?
—Tu destino está escrito. Pronto lo sabrás.
—Dime, muerto, ¿por qué viniste a raptar a mi esposa? ¿Quién te ha envidado hasta aquí? ¿Dónde han llevado a mi esposa?
—Son tres preguntas, lord Elric. Y requieren tres respuestas. Sabes que los muertos resucitados mediante la magia no pueden contestar nada directamente.
—Ya lo sé. Contéstame como puedas.
—Pues presta mucha atención porque puedo recitar mis versos una sola vez y luego he de regresar al infierno donde mi ser podrá pudrirse en paz. Escucha:
Más allá del mar se esta urdiendo una batalla;
más allá de la batalla fluirá la sangre.
Si el deudo de Elric se aventura a acompañarle
(portando a la gemela de la que él lleva)
hasta un lugar apartado donde habita
quien no debería vivir,
entonces se podrá hacer un trato.
Y la esposa de Elric será devuelta.
Dicho lo cual, aquella cosa cayó al suelo y ya no volvió a moverse.
Elric se dirigió a la ventana y abrió los postigos. A pesar de que estaba acostumbrado a enigmáticos presagios en verso, aquél le resultaba difícil de descifrar. Cuando la luz del sol entró en la estancia, las llamas chisporrotearon y el humo se disipó. Más allá del mar… Había muchos mares.
Envainó la espada rúnica, se subió a la cama deshecha y se tendió a meditar el contenido de aquellos versos. Finalmente, después de meditar durante largos minutos, recordó algo que había oído contar a un viajero llegado a Karlaak desde Tarkesh, nación del Continente Occidental, más allá del Mar Pálido.
El viajero le había referido que entre la tierra de Dharijor y las demás naciones del oeste había ciertos problemas. Dharijor había violado los tratados firmados con los reinos vecinos y había firmado un nuevo pacto con el Teócrata de Pan Tang, una isla impía dominada por su oscura aristocracia de magos guerreros. Hwamgaarl, la capital, recibía el nombre de Ciudad de Estatuas Vociferantes y hasta hacía poco tiempo sus residentes habían tenido poco contacto con los pueblos del mundo exterior. Jagreen Lern, el nuevo Teócrata, era un hombre ambicioso. Su alianza con Dharijor apuntaba simplemente a conseguir más poder sobre las naciones de los Reinos Jóvenes. El viajero le había contado que los enfrentamientos comenzarían de un momento a otro, puesto que existían abundantes pruebas de que Dharijor y Pan Tang habían firmado una alianza bélica.
A medida que Elric iba recordando todo esto, relacionó esta información con las noticias recientes que le indicaban que la reina Yishana de Jharkor, un reino vecino de Dharijor, había conseguido la ayuda de Dyvim Slorm y sus mercenarios imrryrianos. Y Dyvim Slorm era el único deudo de Elric. Eso significaba que Jharkor debía de estar preparándose para luchar contra Dharijor. Estos dos hechos estaban demasiado ligados a la profecía como para pasarlos por alto.
Sin dejar de reflexionar sobre todo ello, recogió su ropa y se dispuso para emprender viaje. No le quedaba más remedio que dirigirse velozmente a Jharkor pues con toda seguridad allí encontraría a su deudo. Además, si todos los indicios eran ciertos, allí no tardaría en iniciarse una batalla.
Sin embargo, la perspectiva del viaje, que llevaría varios días, le produjo un gran dolor en el corazón al pensar en las semanas que iba a pasarse sin saber nada del destino de su esposa.
—No hay tiempo para eso —dijo mientras se abrochaba la negra chaqueta acolchada—. En estos momentos, la acción es todo lo que se requiere de mí… y he de darme prisa.
Levantó ante sí la espada rúnica envainada y miró al frente.
—Juro por Arioch que quienes me han hecho esto, sean hombres o inmortales, sufrirán por ello. ¿Me oyes, Arioch? ¡Lo juro!
Pero sus palabras no recibieron respuesta y presintió que Arioch, su demonio protector, o bien no le había oído o bien había recibido el juramento pero éste no le había conmovido.
A grandes zancadas salió de la estancia cargada de muerte y a gritos pidió que le llevaran su caballo.