Capítulo 22

Fjällbacka, 1928

La catástrofe tuvo lugar un domingo. El barco rumbo a América zarparía de Gotemburgo el viernes y ya lo tenían embalado casi todo. Anders había enviado a Agnes a comprar algunas cosas que creía necesitarían over there y, como excepción, le confió el dinero necesario para ello.

Cuando giró la esquina y empezó a subir la cuesta, Agnes llevaba la cesta llena de vituallas. Oyó gente gritar a lo lejos y apremió el paso. El humo llegaba a las casas próximas a la suya y se hacía más denso al final de la pendiente. Agnes dejó la cesta y cubrió a la carrera los últimos metros hasta su casa. El fuego fue lo primero que vio. Ingentes llamaradas ascendían saliendo por las ventanas del edificio y la gente corría de un lado a otro como gallinas enloquecidas, los hombres y algunas mujeres con cubos de agua, el resto de las mujeres con las manos en la cabeza, gritando aterrorizadas. El fuego se había propagado a algunas casas más y parecía dispuesto a hacerse con toda la manzana. Se extendía con una rapidez increíble. Agnes observaba la escena boquiabierta y con los ojos desorbitados por la conmoción. Nada la habría preparado para semejante espectáculo.

Un humo espeso y negruzco empezó a difundirse cubriendo las casas y convirtiendo el aire en una niebla grisácea y grumosa. Agnes seguía paralizada cuando una de las vecinas se le acercó y le dio un tirón del brazo.

—Ven con nosotros, no mires —la animó intentando llevarla consigo. Pero Agnes no se dejó convencer. El humo le irritó los ojos que, llenos de lagrimas, contemplaban los restos de su hogar. Su casa parecía arder más que ninguna otra.

—Anders, los niños, —balbució en tono monocorde mientras la vecina le tiraba desesperadamente de la camisa para apartarla de allí.

—Aún no sabemos nada —explicó la mujer que, según Agnes recordaba vagamente, se llamaba Britt o Britta—. Están diciéndole a todo el mundo que se reúna en la plaza. Tal vez estén ya allí —sugirió con una falta de fe que no le pasó inadvertida.

La mujer sabía tan bien como ella que no encontraría allí a ninguno de los tres.

Poco a poco fue sintiendo que el ardor de las llamas le calentaba la espalda. Como una autómata, se dejó guiar por Britt, o Britta, por la pendiente en dirección a la plaza, donde las mujeres elevaban sus lamentos al cielo. Sin embargo, todas guardaron silencio al ver a Agnes. Ya se habían difundido los rumores. Mientras ellas lloraban por las cosas que habían perdido en el incendio, Agnes tendría que llorar a su marido y a sus dos hijos. Todas las madres la observaban llenas de dolor. No importaba qué hubiesen dicho o pensado de ella hasta entonces. Ahora no era más que una madre que había perdido a sus hijos y todas se abrazaban fuertemente a los suyos, aún con vida.

Agnes tenía la vista clavada en el suelo. No había llanto en sus ojos.

Se levantaron al ver que Patrik se acercaba. Veronika llevaba a su hija bien agarrada de la mano y no la soltó por el pasillo, cuando Patrik las guio hasta su pequeño despacho. Una vez allí, les indicó que tomasen asiento.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Patrik.

Le dedicó una sonrisa tranquilizadora a Frida, que parecía angustiada. Luego dirigió la mirada a Veronika, que animó a su hija con un gesto.

—Frida tiene algo que contar —aseguró exhortando a la pequeña una vez más.

—En realidad, es un secreto —dijo Frida con un hilo de voz.

—¡Huy, un secreto! ¡Qué emocionante! —exclamó Patrik. Al ver que la pequeña no estaba nada segura de si debía contarlo, prosiguió—: Pero ¿sabes una cosa? El trabajo de la policía consiste en conocer todos los secretos, así que si se lo revelas a un policía, puede decirse que no cuenta.

El rostro de Frida se iluminó al oírlo.

—¿Y sabéis todos los secretos del mundo entero?

—Bueno, no tanto —admitió Patrik—. Pero casi. A ver, dime, ¿qué secreto es ese que nos traes?

—Había un señor malo que asustaba a Sara —dijo la pequeña a toda prisa, como si quisiera decirlo todo de golpe—. Era muy malo y decía que era fruta de Gavie, y Sara tenía muchísimo miedo. Pero tuve que prometerle que no diría nada a nadie, porque Sara temía que el hombre volviese.

Se detuvo a recobrar el aliento mientras Patrik enarcaba las cejas. «¿Fruta de Gavie?».

—¿Y cómo era el señor, Frida? ¿Lo recuerdas?

La niña asintió.

—Era muy, muy viejo. Por lo menos tenía cien años, como mi abuelo.

—El abuelo tiene sesenta —explicó Veronika sin poder reprimir una sonrisa.

Frida prosiguió:

—Tenía el cabello todo gris y siempre vestía de negro —añadió como dispuesta a continuar.

Luego se hundió en la silla y explicó abatida.

—Y ya no recuerdo más.

Patrik le guiñó un ojo.

—Está muy bien. Y es un secreto muy bueno para contárselo a la policía.

—O sea que no crees que Sara se enfade cuando vuelva del cielo porque lo haya contado, ¿no?

Veronika respiró hondo, dispuesta a volver a explicarle a su hija la realidad de la muerte, pero Patrik se le adelantó:

—Pues no, porque ¿sabes lo que yo creo? Yo creo que Sara está demasiado a gusto en el cielo como para querer volver y seguramente no se preocupa lo más mínimo de si revelas o no su secreto.

—¿Seguro? —insistió Frida aún algo escéptica.

—Seguro —confirmó Patrik.

Veronika se levantó.

—En fin, ya saben dónde encontrarnos si necesitan hacer más preguntas. Aunque, la verdad, no creo que Frida sepa más de lo que ya ha dicho. —Tras dudar un instante, preguntó—: ¿Creen que puede ser…?

Patrik meneó la cabeza al responder.

—Es imposible saberlo, pero ha estado muy bien que hayan venido a contárnoslo. Toda información es importante.

—¿Puedo ir en coche de policía? —preguntó Frida mirando a Patrik esperanzada.

Él se echó a reír.

—Hoy no, pero me encargaré de que puedas subir otro día.

Frida se contentó con esa respuesta y se adelantó a su madre en dirección al pasillo.

—Gracias por venir —dijo Patrik estrechándole la mano a Veronika.

—Sí, bueno, espero que lo atrapen lo antes posible. No me atrevo a perderla de vista —aseguró acariciando el cabello de su hija.

—Hacemos todo lo posible —respondió Patrik, con más seguridad de la que sentía, mientras las acompañaba a la salida.

Cuando cerró la puerta, se quedó pensando en lo que le había dicho Frida. ¿Un señor malo? Su descripción no encajaba con Kaj. ¿Quién sería?

Se acercó a recepción para hablar con Annika, que estaba sentada tras la luna de cristal mirando el reloj con gesto cansado.

—¿No había una denuncia a la que según tú debería echarle un vistazo?

—Aquí está —dijo Annika tendiéndole el folio—. Y no olvides que Gösta quería hablar contigo. Seguro que está a punto de irse, así que será mejor que lo pilles ahora mismo.

—Sí, qué suerte tienen algunos, que pueden irse a casa a su hora —se lamentó con un suspiro.

Erica no se puso especialmente contenta cuando llamó para anunciarle su retraso y el cargo de conciencia lo corroía por dentro.

—Se irá cuando tú le digas que puede irse —dijo Annika mirando a Patrik por encima de las gafas.

—Así es en teoría, pero en la práctica… Más vale que Gösta se marche a casa a descansar un poco. Tampoco sirve de mucho que se quede aquí quejándose.

Sus últimas palabras sonaron más hirientes de lo que él pretendía, pero a veces se sentía harto de tener que ir prácticamente tirando de todos sus colegas. O de dos de ellos, al menos. En fin, de todos modos podía estar agradecido de que la falta de iniciativa de Gösta le impidiese causar los problemas que originaba Ernst.

—Bien, más vale que vaya a ver qué quiere.

Patrik se llevó el documento con los datos de la denuncia y se dirigió al despacho de Gösta. Se paró ante la puerta entreabierta y tuvo el tiempo suficiente para ver cómo su colega cerraba la partida de solitarios que estaba jugando en el ordenador. Que Gösta perdiese el tiempo mientras él no daba abasto lo irritó de tal modo que tuvo que hacer un esfuerzo para que no se notase. No tenía fuerzas para entablar una discusión con Gösta en aquel momento, pero tarde o temprano…

—Ah, estás aquí —dijo Gösta con cierto descontento.

Esto provocó en Patrik la reflexión de si «más temprano» sería la opción más adecuada.

—Sí, tenía que dejar listo algo importante —respondió haciendo un esfuerzo por no sonar tan irritado como se sentía.

—Pues verás, yo también tengo algo que aportar, ¿sabes? —anunció Gösta con un leve entusiasmo que sorprendió a Patrik.

Shoot —dijo Patrik.

Comprobó enseguida que las expresiones en inglés no eran el punto fuerte de su colega. A menos que fuesen expresiones de golf, claro…

Flygare le habló de su conversación con Pedersen, y Patrik lo fue escuchando con creciente interés. Tomó los faxes que Gösta le entregó y se sentó a hojearlos.

—Bueno, no cabe duda de que esto es muy interesante —admitió—. La cuestión es cómo puede ayudarnos a avanzar en la investigación.

—Sí —convino Gösta—. Yo he estado pensando en lo mismo. Y, por ahora, lo que veo es que puede sernos útil para vincular a una persona con el asesinato, aunque hemos de encontrarla, claro. Hasta entonces, poco más.

—¿Y no han determinado si se trata de restos animales o humanos?

—No —confirmó Gösta abatido—. Pero podrían darnos una respuesta dentro de un par de días.

Patrik parecía reflexionar.

—Oye, una vez más, ¿qué dijo Pedersen exactamente sobre la piedra?

—Que era granito.

—En otras palabras, muy raro aquí en Bohuslän —concluyó Patrik irónico, pasándose la mano por el cabello con desánimo—. Si supiéramos cuál es el papel de la ceniza en todo esto, apostaría a que entonces sabríamos quién mató a Sara.

Gösta asintió conforme.

—En fin, no creo que saquemos nada más en claro por ahora —dijo Patrik levantándose—. Pero es una información muy interesante. Venga, Gösta, vete a casa. Mañana seguiremos con renovadas fuerzas —lo animó, logrando incluso exhibir una sonrisa.

Gösta no tuvo que oírlo dos veces. En no más de dos minutos apagó el ordenador, recogió sus cosas y salió por la puerta. Patrik no tenía esa suerte. Ya eran las siete menos cuarto, pero fue a su despacho y se sentó ante el escritorio dispuesto a leer la denuncia que le había dado Annika. Concluida la lectura, se abalanzó sobre el teléfono.

A veces se sentía como si estuviese fuera del mundo real, encerrada en una burbuja diminuta que no cesaba de menguar. Y ahora era tan pequeña que pensaba que, si extendía los brazos, podría tocar sus paredes.

Maja dormía en su regazo. Una vez más, había intentado que lo hiciera sola y, una vez más, Maja se había despertado un par de minutos después, protestando ruidosamente ante la desfachatez de que hubiesen depositado su personita en una cuna. Con lo bien que se dormía en los brazos de mamá. La idea de aplicar los consejos del volumen Barnaboken por ahora había quedado en eso, en una idea. De modo que Erica acalló el llanto de Maja cogiéndola en brazos como de costumbre y dejando que se durmiese allí tranquilamente. Por lo general, era capaz de dormir así una hora e incluso dos, siempre que Erica no se moviese demasiado y que no la molestase el ruidoso timbre del teléfono o el televisor. Y ésa era la razón por la que Erica llevaba ya media hora como una estatua de piedra en el sillón, con el teléfono desconectado y el televisor sin volumen. La programación era, además, de pena a aquella hora del día, así que estaba viendo una absurda serie americana de la que TV4 parecía haber adquirido mil capítulos. Erica odiaba su vida.

Llena de remordimientos, contempló la pequeña cabecita peluda que descansaba plácidamente sobre el cojín que usaba para darle el pecho. La niña tenía la boca entreabierta y sus delicados párpados aleteaban de vez en cuando. En realidad, sus sentimientos nada tenían que ver con la falta de amor maternal. Amaba a Maja tierna y profundamente, pero al mismo tiempo se sentía como invadida por un parásito hostil que absorbía sus ganas de vivir, obligándola a arrastrar una existencia sombría que no guardaba relación alguna con la vida que había llevado hasta entonces.

A veces también abrigaba cierto resentimiento hacia Patrik porque él podía permitirse representar algún que otro papel invitado en su mundo para luego volver al real como cualquier persona, porque no comprendía cómo le hacía sentir la vida que ahora llevaba. No obstante, en momentos de más lucidez, tomaba conciencia de que no era justa. Pues, ¿cómo iba a entenderla él? Patrik no estaba físicamente atado en la misma medida en que lo estaba ella, ni tampoco emocionalmente, por cierto. Para bien y para mal, el lazo entre madre e hija era en aquel momento tan fuerte que funcionaba como cadena y como red de salvación.

Se le había dormido una pierna y Erica intentó cambiar de posición con sumo cuidado. Sabía que corría un gran riesgo, pero el dolor empezaba a ser insoportable. Esta vez no tuvo suerte. Maja se movió, abrió los ojos y empezó a buscar comida con la boca abierta. Con un suspiro, Erica volvió a darle el pecho. En esta ocasión, la pequeña no había estado durmiendo más de media hora, así que sabía que no tardaría en querer volverse a dormir. Hoy su pandero recibiría una buena dosis de sentada. «No, maldita sea», pensó enseguida. La próxima vez, obligaría a Maja a dormirse sola.

Fue una batalla de colosos: en un rincón, Erica, setenta y dos kilos; en el otro Maja, seis kilos. Erica mecía el cochecito con movimientos enérgicos en el umbral entre la sala de estar y el vestíbulo. Brazo extendido, brazo flexionado. Se preguntaba inquieta si alguien podría dormir en un cochecito que se movía como bajo los efectos de un terremoto, pero, según Barnaboken, así era como debía ser. Una clara e indiscutible señal dirigida al bebé: «Duérmete, mamá tiene controlada la situación». Aunque un cuarto de hora más tarde, Erica no estaba dispuesta a describir la situación diciendo que «mamá la tenía controlada». Pese a que, según sus cálculos, Maja debía de estar agotada, la pequeña seguía llorando con todas sus fuerzas, indignada a más no poder, pues se le negaba el derecho a usar aquel chupete gigante en forma de cuerpo humano. Por un instante, Erica se vio tentada de abandonar, sentarse y darle de mamar hasta que se durmiese, pero recobró la entereza enseguida. Por más que a Maja le disgustase el nuevo orden y por más que le doliese en el alma su llanto, su hija merecía una madre que se encontrase bien y que tuviese fuerzas para cuidarla. De modo que continuó. Cada vez que Maja intensificaba el llanto, ella reanudaba su balanceo adelante y atrás con total resolución. Si la pequeña callaba y parecía ir a dormirse, Erica detenía el cochecito. Según Anna Wahlgren, era importante no caer en la tentación de mecerla hasta que se durmiese, sino que había que dejarlo justo antes, de modo que el bebé se durmiera solo. Y ¡Aleluya! Media hora después, Maja se había dormido en el cochecito. Muy despacio, lo llevó al despacho, cerró la puerta y se sentó en el sofá con una bendita sonrisa en los labios.

Su buen humor se mantuvo, pese a que ya eran las ocho de la tarde y Patrik aún no había llegado a casa. No tuvo ganas de ir encendiendo luces y, a medida que la tarde cedía a la llegada de la noche, la casa fue quedándose a oscuras. La única luz que había era la de la tele. Distraída, Erica miraba uno de los muchos reality shows que daban por las noches mientras volvía a darle de mamar a Maja. Aunque fuese una vergüenza, se había enganchado a demasiados de esos programas y Patrik solía refunfuñar al verse obligado a sufrir tantas intrigas de gente ansiosa de figurar en los medios. Sus posibilidades de disfrutar de los programas deportivos se habían visto drásticamente reducidas, pero, mientras no fuese él quien se dedicase a amamantar a Maja, Erica estaba decidida a seguir siendo la jefa del mando a distancia. Subió el volumen y quedó perpleja al ver que un grupo de chicas guapísimas se pavoneaban ante un joven vanidoso y ridículo que intentaba engañarlas convenciéndolas de que estaba listo para el matrimonio, aunque cualquier telespectador veía a la legua que el individuo consideraba su participación en el programa como una posibilidad de aumentar su potencial para ligar en los bares de Estocolmo. Claro que estaba de acuerdo con Patrik en que ese tipo de programas estaba libre de todo indicio de inteligencia, pero cuando empezabas a ver uno, no podías dejarlo.

Un ruido procedente del vestíbulo la hizo bajar el volumen. Por un instante, la dominó su antiguo miedo a la oscuridad, pero enseguida lo desechó diciéndose que seguramente sería Patrik que por fin llegaba a casa.

—¡Qué oscuridad! —le dijo encendiendo un par de lámparas antes de acercarse donde estaban ella y Maja.

Se inclinó, la besó en la mejilla y acarició despacio la cabeza de su hija antes de dejarse caer en el sofá.

—No sabes cuánto lamento llegar tan tarde —se disculpó.

Los sentimientos tan infantiles que Erica había experimentado hacía unas horas se desvanecieron en el acto.

—No pasa nada —respondió—. La peque y yo nos las hemos arreglado muy bien —aseguró, aún eufórica por haber disfrutado de un rato de tranquilidad mientras Maja dormía en el despacho.

—Ninguna posibilidad de ver algo del partido de hockey, supongo —comentó Patrik lanzando una mirada añorante al televisor, sin tomar la menor nota del insólito buen humor de Erica.

Ella resopló por toda respuesta. ¡Habrase visto pregunta más estúpida!

—Me lo imaginaba —dijo poniéndose de pie—. Voy a prepararme unos bocadillos. ¿Tú quieres algo?

Erica meneó la cabeza.

—No, he comido hace un rato. Pero una taza de té sí que me tomaría. Pronto habrá terminado de mamar, espero.

Como si hubiese entendido sus palabras, Maja soltó el pecho y la miró satisfecha. Erica enderezó la espalda agradecida, la sentó en la hamaquita y fue con Patrik. Él estaba en la cocina, ante los fogones, preparando un chocolate con leche. Erica se le acercó por detrás, se apretó contra su espalda y lo abrazó. Era una sensación maravillosa y, de pronto, se dio cuenta del escaso contacto físico que habían tenido desde que nació Maja. Más que nada por ella misma, no pudo por menos de admitir.

—¿Qué tal te ha ido el día? —preguntó y cayó en la cuenta de que también hacía mucho que no le preguntaba.

—Asqueroso —respondió él mientras sacaba del frigorífico la mantequilla, el queso y las huevas.

—He oído decir que fuisteis a buscar a Kaj para interrogarlo —le dijo prudente, pues ignoraba cuánto estaba dispuesto a contar Patrik al respecto.

Ella, por su parte, había decidido no hablarle de las visitas que había recibido durante el día.

—Las habladurías se difunden como el fuego, supongo —comentó Patrik.

—Sí, supongo que sí.

—¿Y qué dice la gente?

—Que debe de tener algo que ver con la muerte de Sara. ¿Es verdad?

—No lo sé.

El cansancio de Patrik se reflejaba en sus movimientos mientras se servía el chocolate caliente en una taza y se preparaba un par de bocadillos. Se sentó enfrente de Erica y empezó a mojar el pan con queso y huevas en el chocolate. Tras unos minutos, continuó:

—No fuimos a buscarlo por el asesinato de Sara, sino por otra razón.

Volvió a guardar silencio. Erica sabía que no debía, pero no pudo resistir la tentación de seguir preguntando. Por un instante, evocó el recuerdo de la mirada perdida de Charlotte.

—¿Pero hay algún indicio de que esté implicado en la muerte de Sara?

Patrik mojó el segundo bocadillo en el chocolate mientras Erica procuraba no mirar. Aquella costumbre suya le parecía, como mínimo, una barbarie.

—Sí, algo hay, pero ya veremos. No debemos correr el riesgo de obcecarnos. Hay más aspectos que comprobar —dijo evitando su mirada.

Erica se abstuvo de seguir preguntando. Unos gruñidos de protesta procedentes de la sala de estar indicaban que Maja se había cansado de estar sola como la una y Patrik se levantó y llevó a la cocina la hamaca donde la niña estaba recostada. La pequeña emitió un gorgorito de satisfacción agitando manos y pies mientras su padre la colocaba sobre la mesa de la cocina. Se borró el cansancio del rostro de Patrik y sus ojos reflejaron aquella luz especial que reservaba para su hijita.

—¿Dónde está la niña más bonita de su papá? ¿Ha tenido mi tesoro un buen día? ¿Es ésta la niña más linda del mundo entero? —iba preguntándole con la cara muy cerca de la de Maja.

De pronto, la cara de la pequeña se contrajo, se puso muy roja y se oyeron un par de resoplidos de las regiones bajas justo antes de que una espesa pestilencia se difundiese en torno a la mesa. Erica se levantó como por un resorte para solucionar el problema.

—Ya me encargo yo —dijo Patrik.

Ella volvió a sentarse llena de gratitud.

Cuando Patrik apareció de nuevo con un bebé limpio y con el pijama puesto, Erica le habló con gran entusiasmo del éxito obtenido meciendo a Maja para que se durmiera sola.

Patrik la miró escéptico.

—¿Estuvo llorando cuarenta y cinco minutos? ¿Y tú crees que eso es bueno? En el hospital nos dijeron que si lloraba había que darle el pecho. ¿De verdad crees que está bien que llore tanto rato?

Su falta de empatía y de comprensión indignó a Erica.

—Por supuesto que no es lo ideal que se pase cuarenta y cinco minutos llorando. Se supone que dentro de un par de días llorará menos, pero, por lo demás, si tú piensas que no es buena idea, quédate en casa con ella. Claro, no eres tú el que se pasa las veinticuatro horas sentado dándole de mamar, así que comprendo que no te parezca necesario introducir ningún cambio.

Dicho esto, se echó a llorar y subió corriendo las escaleras en dirección al dormitorio. Patrik se quedó sentado en la cocina. Se sentía como un idiota. ¿Por qué no se lo pensaba dos veces antes de abrir la boca?