Señora:
Si he demorado la secuela de mi historia, ha sido sólo para concederme un pequeño descanso, no sin esperanzas de que, en vez de exhortarme a proseguir, me absolvierais de la tarea de una confesión en la que mi amor propio ha sufrido tantas heridas.
Imaginé, por cierto, que estaríais hastiada y fatigada por la uniformidad de las aventuras y las expresiones usadas en el relato, inseparables de un tema de esta clase cuyo fondo y fundamento es, por la naturaleza de las cosas, eternamente uno y el mismo, cualquiera sea la variedad de formas y maneras de que sea susceptible la situación. No se puede evitar, por lo tanto, la repetición de las mismas imágenes, las mismas figuras, las mismas expresiones con un inconveniente adicional al disgusto que crean: las palabras goce, ardor, transporte, éxtasis y el resto de esos patéticos términos tan afines y tan recibidos en la práctica del placer, se achatan y pierden mucho de su espíritu y energía por la frecuencia con que de forma indispensable, aparecen en una narración cuya base es, declaradamente, la práctica. Por lo tanto, debo confiar en el candor de vuestro juicio, para que toleréis la desventaja en que me encuentro a este respecto, y en vuestra imaginación y sensibilidad para la agradable tarea de reparar, supliéndolas, las fallas y debilidades de mis descripciones: el primero ubicará los cuadros que presento ante vuestros ojos; las otras darán vida a los colores cuando sean sordos o demasiado desteñidos por el frecuente uso.
Lo que decís, tratando de alentarme, acerca de la extrema dificultad de continuar tanto tiempo un esfuerzo, en un justo medio, templado por el gusto, entre el desagrado de expresiones bastas, bajas y vulgares y el ridículo de las metáforas atenuadas y los circunloquios afectados, es tan inteligente y bondadoso que me justificáis ante mí misma por ceder ante una curiosidad que se satisface extremadamente a mis expensas.
Continuando ahora donde interrumpí mi última, debo observar que era de noche cuando llegué a mi nuevo alojamiento, y que la señora Cole, después de ayudarme a arreglar y asegurar mis cosas pasó la velada conmigo en mi apartamento. Cenamos juntas y me dio los mejores consejos e instrucciones con respecto de esta nueva etapa de la profesión en que iba a entrar ahora; pasaba de devota privada del placer a devota pública, transformándome en una mercancía más general, con todas las ventajas que derivaban de poner mi persona a disposición, por interés, por placer o por las dos cosas. Consideraba que yo era una especie de cara nueva en la ciudad y que era una regla establecida y uno de los ritos del oficio que yo pasara por doncella y dispusiera de mí misma como tal en la primera oportunidad; sin perjuicio, sin embargo, de las diversiones que pudiera desear en el ínterin, ya que nadie era tan enemiga como ella de perder el tiempo. Mientras tanto, se esforzaría por encontrar una persona adecuada, y se ocuparía de arreglar ese punto para mí, si yo aceptaba su ayuda y sus consejos para tan buen propósito, de modo que al perder una virginidad ficticia cosechara todas las ventajas de la auténtica.
Como en aquella época mi carácter no poseía una extremada delicadeza de sentimientos, debo confesar, en mi perjuicio, que quizás acepté con demasiada rapidez una proposición que repugnaba a mi candor y a mi ingenuidad, pero no tanto como para contradecir las intenciones de alguien a quien había abandonado la dirección de todos mis pasos. Porque la señora Cole, no sé cómo, a menos que fuera por una de esas invencibles simpatías que forman los lazos más fuertes, especialmente en las amistades femeninas, había ganado posesión de mi persona. Por su parte, pretendía que un notable parecido que imaginaba ver en mí con la única hija que había perdido cuando tenía mi edad, era el primer motivo de que se hubiese encariñado conmigo. Podría ser: existen motivos de afecto igualmente frágiles que, volviéndose fuertes a causa del hábito y la simpatía, se han demostrado con frecuencia más sólidos y durables que los que se funden en razones más fuertes; lo que sé es que aunque sólo la conocía por haberla visto en mi casa, cuando vivía con el señor H..., porque ella había ido a enseñarme unas cofias, se había insinuado gradualmente en mi confianza hasta que me arrojé ciegamente en sus manos y llegué, finalmente a respetarla, amarla y obedecerla implícitamente. Y para hacerle justicia, nunca recibí de sus manos más que sinceridad, ternura y cuidados, cosa muy poco corriente en las de su profesión.
Nos separamos esa noche, después de haber llegado a un acuerdo total y sin reservas; a la mañana siguiente, la señora Cole vino y me llevó consigo a su casa por primera vez. Allí, a primera vista, encontré que todo respiraba un aire de decencia, modestia y orden.
En el vestíbulo exterior o, más bien, la tienda, había tres jovencitas, modestamente dedicadas a trabajos de sombrerería que cubrían el tráfico de otros artículos más preciosos; pero hubiese sido difícil hallar tres criaturas más hermosas. Dos de ellas eran extremadamente rubias y la mayor no tendría más de diecinueve años; la tercera, de la misma edad, era una picante morena cuyos chispeantes ojos negros y perfecta armonía de rasgos y forma hacía que no tuviera nada que envidiar a sus rubias compañeras. También sus vestidos estaban cuidadosamente diseñados, aunque parecían lo contrario, siendo de un gusto correcto y uniforme y de una elegante simplicidad. Estas eran las chicas que componían el pequeño rebaño doméstico que mi gobernanta dirigía con sorprendente orden y destreza, considerando la casquivana liviandad de las chicas una vez que han perdido los frenos. Pero es cierto que ninguna continuaba en su casa si después de un adecuado noviciado era considerada intratable o poco dispuesta a aceptar sus reglas. De esta forma, había formado insensiblemente una pequeña familia amorosa, cuyos miembros hallaban grandes ventajas en una rara alianza del placer con el interés y una necesaria decencia exterior con una secreta libertad sin límites, en las que la señora Cole, que las había elegido tanto por su carácter como por sus encantos, las gobernaba con ventajas para ellas y para sí misma.
A estas pupilas suyas, entonces, a quienes ella había preparado, me presentó como una nueva pensionista que debía ser admitida inmediatamente en todas las intimidades de la casa; ante esto, las encantadoras jovencitas me dieron la bienvenida y, por cierto, se mostraron más complacidas con mi aspecto que lo que yo hubiese esperado nunca de personas de mi sexo; pero habían sido llevadas con eficacia a sacrificar toda envidia o competencia en aras de los intereses comunes, y me consideraban como una socia que traía consigo un surtido nada despreciable de mercancías para ponerlo a disposición de la casa. Se congregaron a mi alrededor y me miraron desde todos los ángulos y, como si mi admisión en esta alegre compañía justificara una pequeña fiesta, dejaron de fingir que trabajaban; la señora Cole me abandonó, con especiales recomendaciones, a sus caricias y diversiones y fue a ocuparse de los trabajos cotidianos de la casa.
El parecido de nuestro sexo, edad, profesión y opiniones pronto creó una libertad y una intimidad sin reservas, como si nos conociéramos desde mucho tiempo atrás. Me enseñaron la casa y sus respectivos apartamentos que estaban provistos de todos los detalles del lujo y la comodidad y, sobre todo, un espacioso recibidor donde solía reunirse un grupo selecto de jaraneros que celebraba allí sus fiestas de placer, en las que las chicas cenaban con sus galanes y hacían sus travesuras con licenciosidad sin límites. El desprecio del respeto, la modestia o los celos eran las únicas reglas según las cuales, y de acuerdo a los principios de su sociedad, cualquier placer perdido por el lado de los sentimientos era generosamente compensado por los sentidos, la variedad y los encantos del desahogo y el lujo. Los autores y partidarios de esta institución secreta se designaban a sí mismos, en momentos de euforia, como los reinstauradores de la edad de oro y sus simples placeres, antes de que su inocencia fuera tan injustamente designada con los nombres de culpa y vergüenza.
Entonces, en cuanto comenzaba la velada y la falsa tienda se cerraba, se abría la academia; las máscaras de falsa modestia se quitaban y las chicas se entregaban a sus respectivas tareas de placer o interés con sus hombres: no se admitía a nadie de ese sexo de forma promiscua; sólo aquellos cuya discreción y carácter satisfacían a la señora Cole. En una palabra, éste era el burdel más seguro, más cortés y, al mismo tiempo, más completo de la ciudad, donde todo se conducía de modo tal que la decencia no invadía los placeres más libertinos, en cuya práctica, además, los selectos frecuentadores de la casa habían hallado el secreto, tan raro y difícil, de conciliar todos los refinamientos del gusto y la delicadeza con las más bastas y directas gratificaciones de la sensualidad.
Después de haber pasado la mañana entre las pruebas de afecto y los consejos de mis nuevas relaciones, nos sentamos a comer; allí la señora Cole, presidiendo a su club desde la cabecera, me dio la primera idea de su gobierno y habilidad, al inspirar a estas chicas tanto amor y respeto. No había rigideces, ni reservas, ni ofensas o pequeñas envidias, sino que todo era alegre, divertido y fácil, además de natural.
Después de comer, la señora Cole, secundada por las señoritas, me comunicó que esa noche se celebraría una ceremonia formal para recibirme en la hermandad, en la cual y con todas las debidas reservas para con mi «virginidad» que sería ofrecida al primer cliente adecuado, debería ser sometida a un ceremonial de iniciación que, seguramente, no me disgustaría.
Embarcada como estaba y cautivada, además, por los encantos de mis nuevas compañeras, me hallaba demasiado dispuesta a aceptar cualquier propuesta que pudieran hacerme para haber tenido una duda antes de asentir; por tanto, cuando di prontamente mi conformidad en estilo carte blanche recibí nuevos besos de felicitación de todas ellas que aprobaban mi docilidad y buen carácter. Ahora yo era «una chica muy dulce... tenía muy buena disposición... no fingía un falso recato... sería el orgullo de la casa...» y otras cosas parecidas.
Habiendo acordado eso, las jóvenes dejaron que la señora Cole hablara y concertara las cosas conmigo, explicándome que yo sería presentada, esa misma noche, a cuatro de sus amigos, a uno de los cuales, de acuerdo a las costumbres de la casa, había favorecido con la preferencia de ser mi compañero en la primera fiesta de placer. Asegurábame al mismo tiempo, que todos eran jóvenes caballeros de presencia muy agradable e intachables en todos los aspectos; que unidos y manteniendo su unión en la banda de placeres comunes, constituían el principal apoyo de su casa y hacían regalos muy generosos a las chicas que los complacían y se plegaban a sus deseos, de modo que eran, en realidad, los fundadores y patronos de ese pequeño serrallo. Aparte de ellos tenía, en los momentos indicados, otros clientes, a quienes no trataba con tanto cuidado como a éstos; por ejemplo, nunca intentaría hacerme pasar por doncella con uno de la banda; no sólo eran personas de mucha experiencia y sofisticación para tragar ese anzuelo sino que eran generosos benefactores, de modo que sería imperdonable pensar en ello.
En medio de los estremecimientos y emociones que estas promesas de placeres —porque así las concebía— me produjeron, fui lo suficientemente femenina como para fingir una justa resistencia, la suficiente para hacer algún mérito sacrificándola a la influencia de mi protectora, a quien también le recordé que quizás sería bueno que fuera a casa a vestirme, para favorecer la primera impresión.
Pero la señora Cole, oponiéndose a eso, me aseguró que los caballeros a quienes sería presentada eran por su gusto y su rango, demasiado superiores para conmoverse por el brillo de vestidos y ornamentos, con los que las mujeres tontas confunden y ocultan su belleza en vez de destacarla; que estos veteranos de la voluptuosidad sabían muy bien que los adornos sólo merecían desprecio, ya que para ellos sólo los puros encantos naturales tenían importancia y que en cualquier momento estarían dispuestos a abandonar a una duquesa pálida, empolvada y pintada por una sana y robusta campesina de carnes firmes y que, por mi parte, la naturaleza había hecho lo suficiente por mí como para deber favores al arte, concluyendo que para esta ocasión, el mejor vestido era la ausencia de vestidos.
Pensé que mi gobernanta era demasiado buen juez en estos asuntos como para no aceptar su veredicto; después ella siguió predicando patéticamente la doctrina de la obediencia pasiva y la no resistencia a todos los caprichos arbitrarios del placer que algunos llaman refinamiento y otros depravación; no correspondía decidir a una simple chica cuya ganancia estribaba en gustar, sino conformarse a ellos. Mientras me edificaba con estas sólidas lecciones, trajeron el té y las jóvenes volvieron a hacernos compañía.
Después de muchas charlas, bromas y retozos, una de ellas, observando que teníamos mucho tiempo antes de la reunión, propuso que cada chica entretuviera al grupo con el relato del período crítico de su historia personal en que había cambiado la doncellez por la condición de mujer. La propuesta fue aprobada con sólo una restricción por parte de la señora Cole: que ella por su edad y yo por mi doncellez nominal debíamos ser exceptuadas, al menos hasta que yo hubiese soportado la ceremonia de iniciación. Eso obtuvo mi dispensa y la promotora del entretenimiento fue exhortada a comenzar.
Su nombre era Emily; era casi excesivamente rubia y sus miembros estaban, si eso es posible, demasiado bien formados, ya que su robusta redondez iba más bien en perjuicio de esa delicada delgadez que requieren los más refinados jueces de la belleza; sus ojos eran azules y de ellos fluía una inexpresable dulzura; nada podía ser más lindo que su boca y sus labios que se cerraban sobre una hilera de dientes muy blancos e iguales. Comenzó así:
—Ni mi extracción ni la más crítica aventura de mi vida son suficientemente sublimes como para poder acusarme de vanidad al cumplir la proposición que habéis aprobado. Mi padre y mi madre eran, y siguen siendo, por lo que yo sé, granjeros en el campo, a unas cuarenta millas de la ciudad; su brutalidad conmigo, en favor de un hijo en el que juraban volcar su ternura, me había determinado mil veces a huir de su casa y arrojarme al ancho mundo, aunque finalmente, fue un accidente el que me forzó a ese desesperado intento, a los quince años de edad. Había roto un cuenco de porcelana que era el ídolo y el orgullo de sus corazones y como una brutal paliza era lo menos que podía esperar de sus manos, con la simpleza de esos tiernos años dejé la casa y tomé la ruta de Londres con propósitos aventureros. No sé cómo soportaron mi pérdida, porque hasta el día de hoy no he sabido nada de ellos. Toda mi fortuna se reducía a dos guineas, regalo de mi madrina, unos pocos chelines, hebillas de plata para los zapatos y un dedal de plata. Equipada así, sin más ropas que las ordinarias que llevaba puestas y sintiendo temor ante cada paso o cada ruido que oía detrás de mí, me apresuré y me atrevería a jurar que anduve doce millas antes de detenerme a causa de la inquietud y la fatiga. Finalmente me senté en un portillo, llorando amargamente porque todavía sentía mucho temor en razón de mi huida; temía más que a la muerte la posibilidad de volver a enfrentarme con mis desnaturalizados padres. Refrescada por ese breve descanso y aliviada por las lágrimas, seguí mi camino siendo alcanzada por un tosco muchacho campesino que iba a Londres para ver qué podría hacer allí y que, como yo, había huido de sus amigos. No podía tener más de diecisiete años, era robusto y de buenos rasgos, con cabellos color de lino, despeinados, un sombrero con ala, túnica de buriel, medias: en una palabra, un perfecto yuguero. Lo vi llegar silbando detrás mío, con un hatillo en la punta de un palo por todo equipaje. Caminamos juntos durante algún tiempo, sin hablar y, finalmente nos unimos y acordamos seguir juntos hasta llegar a nuestro destino. No sé cuáles eran sus ideas y designios, pero puedo protestar solemnemente la inocencia de los míos.
Cuando cayó la noche se hizo necesario buscar una posada o refugio; a esa perplejidad se añadió otra: qué diríamos de nosotros mismos si éramos interrogados. Después de alguna confusión, el joven hizo una proposición que a mí me pareció de las mejores; ¿qué era?, que debíamos hacernos pasar por marido y mujer; nunca soñé con sus posibles consecuencias. Finalmente, después de habernos puesto de acuerdo acerca de ese notable expediente, llegamos a una de esas posadas valladas para caminantes, en cuya puerta estaba una vieja bruja que, viéndonos pasar, nos invitó a alojarnos allí. Contentos de encontrar un techo, entramos y mi compañero de viaje, haciéndose cargo de los gastos, pidió todo lo que la casa ofrecía, de modo que cenamos juntos como marido y mujer, cosa que, considerando nuestro aspecto y nuestras edades no podía ser creído más que por quienes creyeran cualquier cosa. Pero cuando llegó la hora de acostarse, ninguno de los dos tuvo valor para contradecir lo que habíamos dicho y, lo que fue muy agradable, el mozalbete parecía tan perplejo como yo acerca de la forma de evitar el yacer juntos, cosa muy natural dentro del estado que habíamos pretextado. Mientras estábamos en esa incertidumbre, la posadera cogió la vela e iluminó el camino hasta nuestro apartamento, cruzando un largo patio en cuyo fondo estaba, separado del resto de la casa. Así fuimos conducidos, sin decir una palabra en contra y allí, en un cuarto miserable con una cama equivalente, nos dejaron, con mucha naturalidad, para que pasáramos la noche. Por mi parte, era tan increíblemente inocente que ni en ese momento pensé que sería peor meterme en la cama con mi acompañante que con una de las mozas de nuestra granja y quizás él tampoco tuviera más ideas que las de la inocencia hasta que una ocasión tan buena las metiera en su cabeza.
Antes de que ninguno de nosotros se desnudara, apagó la vela, y la crueldad de la temperatura hizo que yo me metiera en la cama de modo que, quitándome las ropas, me deslicé bajo las mantas, donde encontré al mozalbete ya instalado; el roce de su cuerpo tibio me dio placer en vez de alarmarme. Yo estaba, por cierto, demasiado perturbada por mi nueva condición para poder dormir pero no tenía la menor sospecha de que corría peligro. Sin embargo, ¡oh, qué poderosos son los instintos de la naturaleza! ¡Qué poco hace falta para ponerlos en acción! El joven, deslizando su brazo debajo de mi cuerpo me acercó dulcemente a él, como para que ambos estuviéramos más calientes y el calor que sentía al juntarse nuestros pechos, encendió otro que nunca había sentido hasta entonces y cuya naturaleza me era desconocida. Envalentonado, supongo, por mi confianza, se aventuró a besarme y yo insensiblemente le devolví el beso, sin saber las consecuencias, ya que, alentado por ello, deslizó su mano desde mi pecho hasta esa parte mía donde el sentido del tacto es tan exquisitamente crítico, como lo experimenté en aquel momento cuando se inflamó instantáneamente ante el toque y comenzó a palpitar con un extraño calor; allí se complació y me complació hasta que, volviéndose demasiado audaz, me hizo mal y provocó mis quejas. Entonces tomó mi mano que guió, sin que yo me resistiera, hasta la juntura de sus muslos, que estaban muy calientes; allí la alojó y la apretó hasta que levantándola gradualmente me hizo sentir la orgullosa diferencia entre su sexo y el mío. Yo estaba atemorizada ante la novedad y retiré la mano, pero impulsada y excitada por sensaciones de un extraño placer, no pude evitar preguntarle para qué servía aquello. Me dijo que me lo demostraría, si yo se lo permitía y, sin aguardar mi respuesta, que impidió cerrando mi boca con besos qué estaban lejos de disgustarme, se subió encima mio e insertando uno de sus muslos entre los míos los abrió, para hacerse camino y situarme para sus propósitos; yo estaba tan fuera de mí misma, tan abrumada por el poder de esa nueva sensación que, entre el miedo y el deseo, yací totalmente pasiva hasta que el penetrante dolor me despertó, haciéndome gritar. Pero era demasiado tarde; estaba demasiado bien montado en la silla para que yo lograra arrojarlo con mis luchas, algunas de las cuales sólo sirvieron para afirmarlo; finalmente, un impulso irresistible asesinó a mi virginidad y casi me asesina a mí. Yo yacía transformada en un testigo viviente de la necesidad en que se ve nuestro sexo de recoger las primeras mieles entre espinas.
«Pero como el placer crecía a medida que el dolor cedía, pronto estuve dispuesta a nuevas pruebas y, cuando llegó la mañana, nada en la tierra me era tan querido como este ladrón de mi dulce virginidad: ahora lo era todo para mí. Cómo nos pusimos de acuerdo en unir nuestras suertes, cómo llegamos juntos a la ciudad, donde vivimos algún tiempo hasta que la necesidad nos separó y me empujó a esta clase de vida, por la que había sido golpeada y destrozada tanto por mi facilidad como por mi inclinación, hasta que encontré refugio en esta casa, son circunstancias que sobrepasan el límite que me propuse, de modo que termino aquí mi narración.
Según el orden en que estábamos sentadas, le tocaba el turno a Harriet. Entre todas las bellezas de nuestro sexo que he visto antes o después, pocas eran las formas que podían compararse en excelencia con las suyas; no era delicada sino la delicadeza misma encarnada; tal era la simetría de sus menudos pero bien conformados miembros; la blancura de su tez parecía aún más blanca por efecto de dos ojos negros, cuyo brillo daba a su cara más vivacidad que la que correspondía a su color, que sólo se defendía de la palidez por el suave y dulce carmín de sus mejillas, y se volvía más y más suave hasta desaparecer insensiblemente en la blancura dominante. Luego sus diminutos rasgos se unían para rematar su extremada dulzura que no era desmentida por un temperamento inclinado a la indolencia, la languidez y los placeres del amor. Instada a que cumpliera su compromiso, se sonrojó un poco y satisfizo así nuestros deseos:
—Mi padre no era nada más y nada menos que un molinero en las cercanías de la villa de York y, como tanto él como mi madre murieron cuando yo era una criatura, quedé al cuidado de una tía viuda y sin hijos que era el ama de llaves de lord N... en su casa de campo de..., donde me crió con todo el cariño imaginable. No tenía aún diecisiete años, como no tengo dieciocho ahora cuando me hicieron, tomando en cuenta sólo a mi persona (ya que era notorio que no tenía fortuna) varias propuestas ventajosas; pero ya fuera porque la naturaleza había sido remisa a hacerme sensible a su pasión favorita o porque no había visto a nadie del otro sexo que hubiese despertado en mí la menor emoción o curiosidad de relacionarme con él, había preservado a esa edad una perfecta inocencia, incluso de pensamientos; y mis temores de algo que no sabía qué era, hacían que no deseara más el matrimonio que la muerte. Mi tía, una buena mujer, se complacía con mi timidez, que consideraba un rasgo infantil; su propia experiencia le aseguraba que desaparecería con el tiempo y aseguraría respuestas adecuadas a mis pretendientes.
»La familia no había estado en la mansión desde hacía muchos años, de modo que estaba abandonada y entregada enteramente a los cuidados de mi tía y dos sirvientes. Así, podía disfrutar de una casa espaciosa y solitaria y de sus jardines, situados a media milla de distancia de cualquier otra habitación, con excepción, quizás, de alguna cabaña perdida.
»Allí crecí, en paz e inocencia, sin ningún accidente memorable, hasta el día fatal en que como tantas veces, dejé a mi tía profundamente dormida y segura durante algunas horas, después de la comida; y dirigiéndome a una especie de antiguo invernadero situado a cierta distancia de la casa, llevé mi labor conmigo y me senté, mirando a un riachuelo al que daban su puerta y su ventana. Allí caí en un suave sopor que se apoderó de mis sentidos a causa del excesivo calor de la estación; un asiento de cañas, con mi costurero como almohada fueron todas las comodidades de mi breve reposo, ya que fui prontamente despertada y alarmada por un brinco y el ruido del agua chapoteada. Me levanté para ver qué sucedía; y qué iba a ser sino que el hijo de un caballero de la vecindad, según supe más tarde (porque nunca lo había visto antes), que había llegado hasta allí con su fusil y, acalorado por el deporte y la pesadez del día, se había sentido tentado por la frescura del claro arroyo, de modo que, quitándose las ropas, se había zambullido desde la otra margen que bordeaba un bosque y donde había unos árboles inclinados sobre el agua que formaban un agradable refugio sombreado y adecuado para desvestirse en él.
»Mis primeras emociones cuando vi a ese joven desnudo en el agua fueron, con todo el respeto imaginable por la verdad, la sorpresa y el miedo; y hubiese huido inmediatamente si mi modestia, fatal para sí misma, no hubiera interpuesto la objeción de que la situación de la puerta y la ventana hacían imposible que saliera y me dirigiera a la casa por la orilla sin que me viera, idea que me parecía insoportable, tan avergonzada y confundida me sentía. Condenada entonces a quedarme hasta que su partida me liberara, no supe qué hacer de mí; durante un tiempo, el terror y la modestia me impidieron hasta mirar por la ventana que, siendo pequeña y antigua y no habiendo luz detrás de mí, difícilmente hubiese traicionado la presencia de alguien; además, la puerta era tan segura que salvo por la violencia o mi consentimiento, era imposible abrirla desde fuera.
»Pero ahora, por mi propia experiencia, descubrí que es muy cierto que los objetos que nos atemorizan, cuando no podemos huir de ellos, atraen nuestra mirada con tanta fuerza como los que nos placen. No pude soportar mucho tiempo el impulso anónimo que, sin que existiera ningún deseo de este nuevo espectáculo, me empujaba hacia él; envalentonada también por la certeza de estar al mismo tiempo oculta y segura, me aventuré, gradualmente, a fijar mis ojos en un objeto tan terrible y alarmante para mi modestia virginal como un hombre desnudo. Pero cuando miré a hurtadillas el primer fulgor que me llamó la atención fue, en general, el lustre lleno de rocío de la más blanca piel imaginable; el sol, jugando sobre ella, la llenaba de vivos reflejos. En la confusión en que me encontraba, no podía distinguir bien los lineamientos de su cara, pero descubrí en ella juventud y frescura. Los juegos y retozos de sus miembros hermosos y pulidos, cuando aparecían en la superficie, mientras nadaba o jugaba en el agua me divirtieron e insensiblemente me deleitaron: a veces yacía inmóvil de espaldas, flotando y arrastrando detrás de sí una hermosa mata de cabellos que flotando, barrían la corriente formando un matorral de rizos negros. Luego, el agua que lo cubría, formaba una separación entre su pecho y su brillante vientre blanco, en cuya parte inferior no pude evitar la observación de algo tan notable como un penacho negro y musgoso, del que parecía surgir una cosa blanca, redonda, blanda y cimbreante que oscilaba en todas direcciones aunque no hubiese corriente ni remolinos. Sólo puedo decir que esa parte, principalmente, por una especie de instinto natural, atrajo, detuvo, cautivó mi atención; toda mi modestia no tenía poder para apartar mis ojos de ella y al no ver nada muy espantoso en su apariencia, insensiblemente olvidé todos mis miedos; pero con tanta rapidez como desaparecían, nuevos deseos y extraños anhelos ocupaban su lugar, y yo me disolvía mientras miraba. El fuego de la naturaleza, que durante tanto tiempo había yacido dormido u oculto, comenzó a despertar y por primera vez me hizo sentir mi propio sexo. El había cambiado su postura y nadaba boca abajo, sobre su estómago, golpeando con sus brazos y piernas, más finamente modeladas que si hubieran estado fundidas en bronce, mientras sus rizos flotantes jugaban sobre un cuello y unos hombros deliciosos, destacando su blancura. Luego, la lujuriosa turgencia de carne que se elevaba al final de su espalda y terminaba su doble copa donde comenzaba los muslos, me provocaba vértigo con su brillo húmedo.
»En ese momento me sentía tan afectada por este cambio interior de mis sentimientos, tan suavizados por esta visión, que traicionada por la súbita transición del miedo extremado al deseo extremo, descubrí que este último tenía tanta fuerza, quizás porque el calor de la estación conspiraba para aumentar su furia, que la naturaleza casi perdió el sentido. No es que yo supiera con precisión qué era lo que deseaba; mi único pensamiento era que sólo una criatura tan deliciosa como me parecía ese joven, podría hacerme feliz; pero las pocas posibilidades que existían de lograr conocerle o, quizás, de volverle a ver, aguijoneaban mis deseos y los convertían en tormentos. Yo seguía contemplándolo, con todos los poderes de mis ojos concentrados en ese embrujador objeto, cuando, en un instante, se sumergió. Yo había oído hablar de los calambres que podían asaltar a los mejores nadadores y hacer que se ahogaran; imaginando que ese súbito eclipse se debiera a eso, el inconcebible cariño que había dado a luz este muchacho me perturbó con los más mortales terrores; tanto que, con las alas de mi preocupación, volé hasta la puerta, la abrí y corrí hacia el canal, guiada por el frenesí de mis miedos y el intenso deseo de ser el instrumento de su salvación aunque ignoraba cómo o por qué medios podría efectuarla; pero ¡ni el miedo ni una pasión tan súbita como la mía podían razonar!
»Todo eso llevó apenas unos momentos; tuve apenas las energías necesarias para llegar a la verde orilla del arroyo donde buscando alocadamente al joven y no hallándolo, mi terror y mi preocupación me causaron un fuerte desvanecimiento que debe haber durado algún tiempo, porque no volví en mí hasta que salí de él a causa de un dolor que afectaba mis partes más vitales y me despertó en la sorprendente situación de encontrarme, no sólo en brazos del mismísimo joven caballero que con tanta solicitud había querido salvar, sino sorprendida en una situación tan desventajosa, dada mi condición, que él ya había completado su entrada; de modo que debilitada como me encontraba por los precedentes conflictos y aturdida por la violencia de la sorpresa, no tuve fuerzas para gritar ni para liberarme de sus enérgicos abrazos antes de que, acuciado por sus intenciones, hubiera forzado el camino, triunfando completamente sobre mi virginidad, como pudo comprobar muy bien por el flujo de sangre cuando se retiró y por las dificultades que había experimentado para consumar su penetración. Pero la visión de la sangre y el entendimiento de mi condición (según me dijo después), una vez que la ingobernable furia de su pasión se hubo apaciguado un poco, lo habían perturbado tanto que, aun a riesgo de las peores consecuencias, no pudo decidirse a dejarme y alejarse, cosa que podría haber hecho con facilidad. Yo yacía en un total desorden de sangre y ruina, palpitante, muda, incapaz de alejarme, asustada y temblorosa como una pobre perdiz herida, y pronta a desvanecerme nuevamente al comprender lo que me había acaecido. El joven caballero estaba a mi lado, de rodillas, besando mi mano, suplicándome, con lágrimas en los ojos, que le perdonara y ofreciéndome todas las reparaciones que estaban a su alcance. Es cierto que, si en el momento de recuperar el sentido hubiese podido llamar o tomar una venganza sangrienta, no hubiese sido injusto; la violación, además, había tenido circunstancias agravantes, aunque él las ignorara, ya que era a mi preocupación por preservar su vida que debía mi ruina.
»Pero ¡qué rápida es la oscilación de las pasiones de un extremo a otro! ¡Y qué poco conocen el corazón humano quienes lo niegan! No pude ver sin ablandarme a ese amable criminal, que tan súbitamente había sido el objeto de mi primer amor y con la misma rapidez el de mi justo odio, mojando mi mano con sus lágrimas. Estaba aún completamente desnudo, pero mi modestia había sido ya demasiado herida, en su esencia, para sentirme tan conmovida como hubiese estado en otras circunstancias, por las solas apariencias; en una palabra, mi ira disminuyó tan rápido y la marea del amor volvió a cubrirme con tanta fuerza, que perdonarle me pareció importante para mi propia felicidad. Los reproches que le hice fueron murmurados en un tono tan suave, mis ojos se encontraron con los suyos con tales miradas, más lánguidas que resentidas, que no pudo menos que presumir que su absolución no estaba a una distancia desesperada, pero pese a eso se negó a abandonar su sumisa posición hasta que lo hube perdonado formalmente, cosa que después de las más fervientes exhortaciones, protestas y promesas no pude demorar por más tiempo. Sobre esto, con las más extremadas marcas del temor a ofenderme de nuevo se aventuró a besar mis labios, cosa que no rechacé ni me molestó; cuando le reproché con dulzura la brutalidad con que me había tratado, me explicó el misterio de mi ruina, si no probando su inocencia, disminuyendo mucho sus culpas, por lo menos a los ojos de un juez tan parcial a su favor como yo.
»Parece que la circunstancia de que se fuera al fondo o se hundiera, que yo en mi ignorancia había considerado fatal, no era más que un truco de buceo, del que nunca había oído hablar, o por lo menos no había prestado atención al oírlo mencionar; y él tenía tanto aliento que en todo el lapso en que corrí para salvarlo no había emergido, haciéndolo cuando me desvanecí. Al verme tendida en la orilla su primera idea fue que una joven tenía designios de divertirse y jugar con él, ya que sabía que no hubiera podido quedarme dormida allí sin que me hubiese visto antes; encontrando agradable esa idea, se aventuró a acercarse y encontrándome sin signos de vida, perplejo, porque no sabía qué pensar de la aventura, me cogió en brazos y me llevó hasta el invernadero, habiendo observado que la puerta estaba abierta. Allí me depositó en el diván y trató —de buena fe, según afirmó— de hacerme recuperar el sentido de varias maneras hasta que inflamado, como dijo, y sin poder contenerse por haber visto y palpado varias partes mías que habían quedado expuestas, no pudo gobernar su pasión, más aún porque no estaba seguro de que su primera idea, según la cual el desmayo era fingido, no fuera la verdad del caso; seducido entonces, por esa halagadora idea y abrumado, como dijo, por la sobrehumana tentación combinada con la soledad y la aparente seguridad de la empresa, no fue dueño de sí mismo para no emprenderla. Dejándome sólo para echar el cerrojo de la puerta, volvió a su presa con renovadas energías; encontrándome aún en trance, se aventuró a disponer de mí a su gusto, mientras yo no sentía más que un muerto lo que estaba haciendo, hasta que el dolor que me causó me despertó, justo a tiempo para ser testigo de un triunfo que no pude impedir y ahora apenas lamentaba; porque mientras hablaba, su voz, pensé, sonaba tan dulcemente en mis oídos, la sensible cercanía de un objeto tan nuevo e interesante me perturbaba tan poderosamente que, comenzando a percibir las cosas a una nueva y agradable luz, perdí todos los recuerdos de la pasada injuria. El joven caballero pronto percibió los síntomas de la reconciliación en la dulcificación de mi aspecto y se apresuró a recibir su confirmación de mis labios, oprimiéndolos tiernamente para hacerse perdonar con un beso tan ardiente y fogoso que llegó hasta mi corazón y desde allí a la esfera de Venus, que tan recientemente había descubierto; yo me disolvía en una blandura en la que nada podía negarle. Y cuando él utilizó sus caricias y mimos con tanto arte como para insinuar los consuelos más confortantes para el dolor pasado y las más agradables esperanzas de futuros placeres, y mientras la mera modestia me impedía mirar sus ojos y más bien me hacía esquivarlos, pude dar un vistazo a ese instrumento dañino que estaba obviamente, hasta para mí, que apenas había podido observarlo, recuperando su capacidad de hacer daño y se volvió muy alarmante por su aumento de tamaño cuando él lo puso, duro y rígido, contra una de mis manos que colgaba descuidadamente. Luego empleó tantos tiernos preludios y progresiones tan convincentes, que la pasión de mis deseos que retornaban, tan fuertemente estimulados por las insinuantes circunstancias de la visión y el incendiario tacto de su belleza desnuda, hicieron que terminara cediendo a la fuerza de mis impresiones presentes y él obtuvo de mi tácito y sonrojado consentimiento todas las gratificaciones del placer que mi pobre persona estaba en condiciones de conceder, después de que él hubiese cortado mi flor más fina sin posibilidades de guardarla durante la suspensión de mis sentidos.
»Aquí debería detenerme, de acuerdo a las reglas, pero estoy tan entusiasmada que no podría hacerlo, aun si quisiera. Pero sólo añadiré, sin embargo, que volví a casa sin ser descubierta y sin que se sospechara lo sucedido. Volví a encontrar a mi joven violador varias veces; ahora le amaba apasionadamente y él, aunque todavía no tenía la edad necesaria para reclamar una fortuna pequeña pero independiente, se hubiera casado conmigo, pero como los accidentes que lo impidieron y sus consecuencias, que me arrojaron a la vida pública contienen detalles demasiado serios y conmovedores para introducirlos ahora, me interrumpo aquí.
Louisa, la morena que mencioné al principio, tomó su turno para agasajar a las presentes con su historia. Ya os he sugerido la gracia de su persona; nada podía ser más conmovedor, repito, conmovedor y no sorprendente, que es siempre un efecto menos duradero y pertenece más generalmente a las pieles blancas, pero dejando esa decisión al gusto de cada cual, procedo a comunicaros la narración de Louisa:
—Según las máximas prácticas de la vida, tendría que jactarme de mi nacimiento, ya que lo debo sólo al amor, sin matrimonio; lo que sí sé es que hubiera sido difícil heredar una propensión más fuerte a la causa de mi ser, que la mía. Fui el raro producto del primer intento de un ebanista viajero con la doncella de su amo; las consecuencias fueron un vientre hinchado y la pérdida de la colocación. Sus circunstancias no le permitieron hacer mucho por ella y, sin embargo, después de esa deshonra, después de haber dejado caer su carga y depositarme en casa de unos parientes pobres en el campo, mi madre encontró la forma de repararla casándose con un pastelero, aquí en Londres, dueño de un próspero negocio. Pronto, y a favor del total ascendiente de que gozaba sobre él, me hizo pasar por una hija que había tenido de su primer marido. En esa calidad llegué a su casa y no había cumplido seis años cuando mi padrastro murió, dejando a mi madre en circunstancias tolerables y sin hijos suyos. En cuanto a mi padre natural, se había hecho a la mar donde, cuando supe la verdad de las cosas, se me dijo que había muerto, no muy rico, como comprenderéis, porque no era más que un marinero. Mientras crecía bajo los ojos de mi madre, que continuó con el negocio, no pude menos que ver en su severa vigilancia el recuerdo de un desliz que ella prefería no fuera hereditario; pero no elegimos nuestras pasiones más que nuestros rasgos o nuestra complexión, y mis tendencias al placer prohibido eran tan fuertes que triunfaron, finalmente, sobre todos sus cuidados y precauciones. Apenas tenía doce años cuando esa parte que ella quería preservar de todo mal me hizo sentir su impaciencia por que la tomaran en cuenta y pudiera empezar a actuar; ya había mostrado signos de precocidad en el nacimiento de un suave plumón sobre ella, que me halagaba y, también podría decirlo, que había crecido bajo mis constantes toques y visitas, tan contenta estaba con lo que consideraba como una especie de derecho a la femineidad, ese estado en que anhelaba entrar por los placeres que imaginaba se relacionaban con él. Ahora, la creciente importancia de esa parte mía y las nuevas sensaciones que había en ella, destruyeron inmediatamente todos mis juguetes y mis diversiones infantiles. La naturaleza señalaba con fuerza hacia diversiones más sólidas, mientras todos los aguijones del deseo se instalaban con tanta fiereza en su pequeño centro, que no podía ignorar cuál era el lugar donde quería un compañero de juegos.
»Ahora evitaba todas las compañías mediante las cuales no esperaba obtener el objeto de mis deseos y solía encerrarme para permitirme, en la soledad, algunas tiernas meditaciones acerca de los placeres cuya iniciación percibía, tocando y examinando lo que la naturaleza me aseguraba debía ser la avenida de entrada, los portales por los que entraría el desconocido arrobamiento por el que yo palpitaba.
»Pero esas meditaciones sólo acrecentaban mi desorden y avivaban el fuego que me consumía. Aún era peor cuando terminaba por ceder a las insoportables irritaciones del hada encantada que me atormentaba, la tomaba entre mis dedos y jugaba interminablemente con ella. A veces, en la furiosa excitación del deseo me arrojaba sobre la cama, abría los muslos y yacía como si estuviera esperando el deseado alivio, hasta que comprendiendo mi espejismo, los cerraba y los apretaba nuevamente, ardiente e inquieta. Para abreviar, esa cosa diabólica, con sus impetuosas burlas y sus ardientes fuegos, me hacía llevar una vida en la que ni de día ni de noche podía estar en paz con ella o conmigo. Con el tiempo, sin embargo, pensé que había ganado un prodigioso premio cuando figurándome que mis dedos tenían una forma parecida a la de aquello que anhelaba, logró introducir a uno de ellos con gran agitación y deleite; no fue sin dolor que me desfloré tanto como pude alcanzar, procediendo con tanta furia y pasión en esa última y solitaria etapa del placer que quedé tendida cuan larga era y sin aliento, en un fundente trance lúbrico.
»Pero como la frecuencia del uso embota las sensaciones, pronto empecé a percibir que mis trabajos no eran más que un expediente mezquino y vacío que poco me aliviaba y más bien avivaba el incendio que su seca e insignificante excitación no podía apagar.
»Sólo los hombres —lo sabía de forma instintiva, además de lo que había escuchado laboriosamente en bodas y bautizos— poseían el único remedio que podría reducir ese rebelde desorden; pero cuidada y vigilada como estaba, el problema era cómo llegar a uno; yo me exprimía los sesos y la imaginación, tratando de eludir una vez la vigilancia de mi madre y procurarme la satisfacción de mi impetuosa curiosidad y mis anhelos de este poderoso y no saboreado placer. Finalmente, sin embargo, una sola oportunidad sirvió para recompensar mi larga alerta.
»Un día en que habíamos comido en casa de una conocida al otro lado de la calle, junto con una dama que ocupaba como inquilina el primer piso de nuestra casa, surgió la indispensable necesidad de que mi madre fuera con ella a Greenwich; la excursión estaba decidida cuando no sé qué genio me susurró que alegara un dolor de cabeza, que ciertamente no tenía, para no ser incluida en una partida en la que no deseaba participar. El pretexto fue aceptado y mi madre, con cierta reluctancia, se decidió a partir sin mí; pero puso particular cuidado en acompañarme hasta casa, donde me consignó en las manos de una vieja criada de confianza que trabajaba en la tienda, ya que no había ninguna criatura del otro sexo en la casa.
»En cuanto se marchó, dije a la criada que subiría a descansar en la cama de nuestra inquilina, porque la mía no había sido hecha, encargándole al mismo tiempo que no me molestara, ya que sólo deseaba descansar. Esa exhortación probablemente me rindió un gran servicio. En cuanto llegué a la alcoba, aflojé mi corsé y me tiré sobre la cama, semivestida. Allí me entregué a los viejos e insípidos juegos de mirarme, tocarme, disfrutarme; en resumen a conocerme por todos los medios que podía idear, en busca del placer que huía delante de mí, obsesionándome con ese algo desconocido que estaba fuera de mi alcance; así, todo eso sólo servía para inflamarme y provocar violentamente mis deseos mientras la única cosa necesaria para su satisfacción no estuviese a mano y yo sólo tuviera mis dedos para sustituirla. Entonces, después de cansarme y fatigarme tratando de aferrar sombras mientras esa sensible parte mía no lograba contentarse con menos de la realidad, los fuertes deseos, el urgente forcejeo de la naturaleza para lograr el alivio y la extremada agitación que había necesitado para lograrlo, me agotaron, arrojándome en una especie de sueño inquieto; ya que si me agité y moví mis miembros en proporción al desorden de mis sueños, como tengo razones para pensar que hice, un observador no hubiese podido dejar de comprender que se trataba del amor. Y parece que había uno porque al despertar de mi breve sopor encontré mi mano sujeta por la de un joven que arrodillado junto a la cama me pedía perdón por su audacia; era el hijo de la dama a quien —según sabía— pertenecía esta alcoba y había pasado por la tienda sin que la criada lo notara. Cuando me encontró dormida, su primera idea había sido retirarse, pero, según dijo, se había visto detenido y fijado allí por un poder del que le sería más fácil dar razón que resistirlo.
»¿Qué puedo deciros? Mis emociones de miedo y sorpresa fueron instantáneamente avasalladas por las del placer que, con gran presencia de ánimo, adiviné que podría derivar de esta aventura. El me parecía un ángel consolador, caído del cielo, ya que era joven y muy buen mozo, que era más de lo que yo había deseado; un hombre, en general, era todo lo que mis extremados deseos anhelaban. En aquel momento pensé que todo el aliento que pudiera poner en mis ojos y mi voz no sería excesivo y no lamenté animar sus avances; no me importaba lo que pudiese opinar después de mi descaro, con tal de llevarlo a un punto en que correspondiera a mis acuciantes demandas del presente; mi única preocupación inmediata se refería a sus actos y no a sus pensamientos. De modo que levantando la cabeza le dije en voz baja —que tendía a prescribir el mismo registro para él— que su mamá había salido y no volvería hasta la noche, cosa que me pareció una buena insinuación; sin embargo, como se demostró luego, no estaba tratando con un novicio. La impresión que había causado en él, gracias a los descubrimientos que había hecho acerca de mi persona por mis movimientos mientras me miraba dormir —según me dijo luego—, lo habían decidido y preparado. De forma tal que, si hubiese conocido su disposición, hubiese tenido mucho que esperar de su violencia y nada que temer de su respeto y mucho menos de la extremada ternura que puse en mi voz y en mis ojos, suficiente para alentarle a aprovechar la oportunidad a fondo. Descubriendo que los besos que depositaba en mi mano eran recibidos con tanta mansedumbre como podía desear, se alzó hasta mis labios y pegando los suyos a ellos me hizo sentir tan desmayada por el goce y el placer que me dejé caer, y él cayó conmigo, en la cama, en la que desplazándome insensiblemente hacia el centro, le había hecho sitio. Ahora se ha acostado a mi lado y como los minutos son demasiado preciosos para consumirlos en innecesarias ceremonias o demoras, mi joven procede inmediatamente a tomar las medidas extremas que mi aspecto, mis sonrojos y mis palpitaciones le han asegurado que puede intentar sin miedo a la repulsa; los hombres, esos desvergonzados, nos entienden admirablemente en estas ocasiones.
Yo yacía, entonces, cuan larga era, anhelando el ataque inminente con un deseo que sobrepasaba en mucho a mis temores; difícilmente una chica de apenas trece años, pero crecida, podía haber tenido mejor disposición. El levantó mis enaguas y mi camisa, mientras mis muslos estaban, por el instinto natural, totalmente desplegados; mis deseos habían destruido tan completamente mi modestia que hasta el hecho de que estuviesen desnudos y abiertos a sus ojos formaba parte del preludio —no de la vergüenza— que aumentaba mis sonrojos. Pero cuando su mano y sus caricias, atraídos naturalmente por el centro, me hicieron sentir todo su desenfreno y ardor allí y en las proximidades... ¡Oh, qué sensación tan diferente percibí de la que provocaba con mis insípidos tocamientos! Ahora, su chaleco estaba desabotonado y el confinamiento de sus calzones estalló cuando salió a la vista el asombroso y placentero objeto de todos mis deseos, todos mis sueños, todo mi amor, ¡el rey de los miembros! Lo miré, lo devoré a lo largo y a lo ancho, con los ojos fijos en él, hasta que al subirse encima mío y colocarlo entre mis muslos me arrebató el placer de su visión para darme otro, más digno de agradecimiento, al sentir su roce en esa parte que se ve tan exquisitamente afectada por él. Aplicándolo entonces, a la diminuta abertura, porque así era en esa edad, lo afronté con muchísima buena voluntad y sentí la primera inserción con un rapto de placer tan enorme que no presté demasiada atención al dolor que siguió; me parecía que ningún precio era excesivo para pagar por este delicioso bocado de los sentidos, de modo que rota, rasgada, sangrante, destrozada, seguía maravillosamente complacida y estrechaba en mis brazos al amado autor de esas deliciosas ruinas. Pero cuando, poco después, realizó su segundo ataque, aunque todo estaba dolorido, la irritación pronto fue curada por el soberano cordial; mis suaves quejas quedaron silenciadas y con el dolor transformándose rápidamente en placer, me abandoné a todos sus transportes y le entregué enteramente mi cuerpo y mi alma; ahora todos los pensamientos habían desaparecido en mí; sólo vivía por mis sensaciones. Y ¿quien podría describir esas sensaciones, esas agitaciones, exaltadas, además, por el encanto de la novedad y la sorpresa, cuando esa parte mía que durante tanto tiempo había apetecido el querido bocado que ahora la llenaba tan deliciosamente forzó a todas mis sensaciones vitales a fijarse en ella durante la estancia de mi adorado huésped, quien bien pronto pagó mi cordial bienvenida con un languidecimiento mucho más rico del que he oído decir que una reina daba a su amante? Languidecimiento hecho de perlas líquidas, arrobadoramente derramado dentro de mí. Estando yo misma demasiado derretida para recibirlo secamente, lo saludé con la más cálida confluencia, entre todos los extáticos raptos que presumo familiares a las aquí presentes. Así, entonces, llegué a colmar mis deseos merced a un accidente inesperado, por cierto, pero no tan sorprendente, ya que este joven caballero acababa de llegar a la ciudad desde la universidad, y visitaba familiarmente a su madre en su apartamento donde ya había estado antes; sin embargo, por casualidad, yo no le había visto, de modo que sólo nos conocíamos de oídas; al encontrarme tirada en la cama de su madre había deducido, por sus descripciones, de quien se trataba. El resto, lo sabéis.
»Este asunto no tuvo consecuencias ruinosas, ya que el joven caballero escapó ésa y otras veces, sin ser descubierto. Pero el ardor de mi temperamento, que convertía a los placeres del amor en una especie de necesidad de la vida, me hizo cometer indiscreciones fatales para mi ventura privada y me dediqué a la vida pública, mediante la cual hubiese encontrado la peor de las ruinas si mi buena estrella no me hubiese traído a este seguro y agradable refugio.
Aquí terminó Louisa; las pequeñas historias habían acercado el momento de que las chicas se retiraran a prepararse para la fiesta de la noche; yo me quedé con la señora Cole hasta que Emily vino a decirnos que los caballeros había llegado y nos aguardaban.
Ante esto, la señora Cole me tomó de la mano y, con una sonrisa alentadora me condujo escaleras arriba, precedida por Louisa que había venido a apresurarnos y nos iluminaba con dos velas, una en cada mano.
En el descanso del primer tramo de escaleras fuimos recibidas por un joven caballero extremadamente bien vestido y elegante, de quien yo sería deudora de mi primer ensayo de placeres en la casa. Me saludó con mucha galantería y me condujo al salón, cuyo suelo estaba cubierto por una alfombra turca y cuyos muebles se adaptaban a todas las exigencias del lujo más cuidado; ahora también estaba animado por medio de una profusa iluminación que proporcionaba una luz apenas inferior y quizás más favorable al placer, más tiernamente agradable, que la del sol.
Cuando entré en la habitación tuve la satisfacción de escuchar un murmullo de admiración que recorrió el grupo consistente en cuatro caballeros, incluyendo a mi particular (esa palabra, en la jerga de la casa, designada al galán de cada una). Las tres jóvenes llevaban pulcros y flotantes deshabillés, así como la gobernanta de la academia y yo misma. Me desearon la bienvenida con besos en los que era fácil descubrir, por el mayor ardor de los masculinos, la distinción de los sexos.
Despavorida y confusa como me encontraba, viéndome rodeada, acariciada y cortejada por tantos desconocidos, no pude familiarizarme inmediatamente con toda la alegría y el júbilo que dictaban sus cumplimientos y animaban sus caricias.
Me aseguraron que yo era tan perfectamente de su gusto que sólo encontraban un defecto en mí, del que podría curar con facilidad, y que era mi modestia; eso podía pasar más fácilmente por una virtud con quienes la necesitaban como estímulo, pero su máxima era que era un condimento inconveniente y sazonaba la copa de tal modo que estropeaba la bebida del placer sincero; por lo tanto, la consideraban una enemiga mortal y no le concedían cuartel cuando la encontraban. Este fue un prólogo digno de la francachela que siguió.
En medio de las travesuras y picardías a las que esta alegre banda se había dedicado ahora con mucha naturalidad, se sirvió una elegante cena; mi joven amigo se sentó a mi lado y las otras parejas se situaron sin orden ni ceremonia. Las delicadas bromas y el buen vino disiparon pronto toda reserva; la conversación era tan vivaz como podía desearse sin tomar un tono demasiado disoluto; estos profesores de placer eran demasiado sabios para estropearlo o evaporar la imaginación con palabras antes del momento de la acción. De todos modos, se arrebataban besos de vez en cuando y cuando una pañoleta alrededor del cuello interponía una débil barrera no era demasiado respetada. Las manos masculinas se pusieron a trabajar con su habitual petulancia hasta que las provocaciones de ambas partes subieron mucho de tono, de manera que, mi particular, cuando propuso que comenzáramos la contradanza fue recibido con un instantáneo asentimiento ya que, como añadió riendo, suponía que los instrumentos ya estaban afinados. Esa fue la señal para iniciar los preparativos; la complaciente señora Cole, que conocía bien la vida, aprovechó la oportunidad para desaparecer; ya no estaba en muy buenas condiciones para prestar servicio y, satisfecha por haber dispuesto el orden de ataque, nos dejó en el campo de batalla, para luchar a discreción.
En cuanto se retiró, la mesa fue quitada del medio y se transformó en una repisa lateral; su lugar fue ocupado por un diván y cuando pregunté, en un susurro las razones de esto, mi particular me dijo que era sobre todo por mí que se había reunido esta convención y que los participantes se proponían, al mismo tiempo, complacer su gusto por la diversidad de placeres y, haciéndolo en público, destruir cualquier resto de modestia o reserva en mí, ya que la veían como el veneno del goce y que, aun cuándo ocasionalmente predicaban el placer y vivían de acuerdo a ello, no sentían entusiasmo por la labor de el entrenamiento práctico con las mujeres bellas que les gustaban lo suficiente y estaban de acuerdo con sus ideas; aunque como semejante propuesta podía ser demasiado violenta, demasiado chocante para una joven principiante, los miembros más antiguos debían dar ejemplo, que él esperaba estuviera dispuesta a seguir, ya que era a él a quien había sido entregada para el primer experimento, si bien yo seguía estando en perfecta libertad para rehusar la partida, que siendo, por su naturaleza, una partida de placer, excluía necesariamente la fuerza y la obligación.
Sin duda, mi rostro expresó mi sorpresa, tal como mi silencio mi aquiescencia. Yo estaba embarcada y determinada a participar en cualquier viaje que sugirieran mis compañeros.
Los primeros que se pusieron de pie para abrir el baile fueron un corneta de caballería y la más dulce de las bellezas morenas, la suave y amorosa Louisa. El la condujo, muy bien dispuesto hasta el diván, donde la depositó y la extendió cuan larga era con un aire tosco y vigoroso, que dejaba adivinar la ansiedad y la impaciencia amorosa. La chica, tendiéndose de la forma más tentadora, con la cabeza apoyada en un cojín estaba tan concentrada en lo que estaba haciendo que nuestra presencia parecía la menor de sus preocupaciones. Sus enaguas, levantadas junto con su camisa, descubrieron a los presentes las piernas y los muslos mejor formados que imaginarse pueda, generosamente exhibidos; daban al agradable monte cubierto de pelos la entrada más incitante, entre dos setos delicadamente suaves y abultados. Su galán ya estaba pronto, habiéndose desembarazado de sus ropas, recargadas de encaje y, cuando se quitó la camisa nos mostró sus fuerzas en elevada condición, tensas y prontas para la acción. Pero, sin darnos tiempo para considerar sus dimensiones se arrojó instantáneamente sobre su encantadora antagonista, que lo recibió como una heroína, cuando empujó una sola vez, justo en el blanco, sin retroceder; seguramente, nunca existió una chica constitucionalmente más dotada para saborear el goce o más sincera en la expresión de sus sensaciones; podíamos observar el placer que aparecía en sus ojos cuando él introducía en ella su instrumento omnipotente hasta que finalmente, habiéndose entregado a ella hasta lo más profundo, sus irritaciones se volvieron tan violentas y le provocaron espasmos tan furiosos que concentrada en si misma y olvidada de todo lo que no fuera el disfrute de sus sensaciones favoritas, devolvió sus embestidas con un justo concierto de elásticas elevaciones, manteniendo un ritmo tan exacto con sus patéticos suspiros que uno podría haber contado los impulsos de agitaciones por sus claros murmullos, mientras sus activos miembros seguían enroscándose y entretejiéndose con los de él, en abrazos convulsos; luego, los besos con el cuello tenso, los conmovedores e indoloros mordiscos amorosos que intercambiaban en una furia de deleite, conspiraba para provocar la disolución. Pronto llegó, cuando Louisa en el delirio de su locura de placer, incapaz de reprimirse, gritó:
—¡Oh, señor... bondadoso señor..., por favor, no me ahorréis nada! ¡Ah, ah...! —Su voz se quebraba en conmovedores suspiros y cerró los ojos a la dulce muerte en el instante en que era perfumada por una inyección cuyos signos pudimos apreciar en la postura lánguida, quieta, moribunda de quien antes era su furioso jinete, que se detuvo súbitamente con la respiración entrecortada y jadeante, rindiendo, por el momento, el espíritu del placer. En cuanto desmontó, Louisa se puso en pie de un salto, acomodó sus enaguas y corriendo hacia mi me besó y me llevó hasta el aparador, a donde su galán la conducía a ella; allí me hicieron brindar por ellos con un vaso de vino y beber en broma a su salud, a proposición de la traviesa Louisa.
En estos momentos, la segunda pareja estaba pronta para entrar en la lid; estaba compuesta por un joven baronet y la más delicada de las hechiceras, la atractiva y tierna Harriet. Mi gentil caballero vino a comunicármelo y me llevó nuevamente al escenario de la acción.
Seguramente, ninguna de las de su profesión acompañaba su disposición para el papel que debía desempeñar a cara limpia con tanta gracia, dulzura, modestia y recato complaciente como ella. Todo su aspecto y sus movimientos sólo respiraban una complacencia sin reservas ni límites, sin la menor mezcla de descara o prostitución. Pero, lo que era aún más sorprendente, su compañero, en medio de la disolución de un goce público y abierto, parecía locamente enamorado de ella y conmovía su corazón con su amor y sus sentimientos, aunque en el momento las obligaciones de su compromiso con la casa lo pusieran en la necesidad de cumplir con una institución que el mismo había contribuido grandemente a establecer.
Entonces, Harriet fue conducida al diván por su galán, sonrojándose al mirarme con unos ojos que querían justificarlo todo y me rogaban tiernamente la mejor interpretación del paso que se veía obligada a dar.
Su amante, porque eso era, la sentó a los pies del diván y pasando un brazo alrededor de su cuello, inició el preludio con un beso ferviente que aplicó a sus labios y que, visiblemente, le dio vida y ánimo para adentrarse en la escena; mientras la besaba, inclinó su cabeza suavemente hasta que quedó apoyada en un cojín destinado a recibirla; e inclinándose junto con ella, contuvo e hizo agradable al mismo tiempo su caída. Allí, como si hubiese adivinado nuestros deseos, siendo el amo, por su condición de poseedor actual, de bellezas más delicadas de lo imaginable, descubrió sus pechos para deleite de sus manos y nuestra vista. ¡Oh, qué deliciosos manuales de la devoción amorosa! ¡Qué moldeado tan fino e inimitable! Eran pequeños, redondos, firmes y maravillosamente blancos; el grano de su piel tan suave, tan halagador al tacto y los pezones que los coronaban, dulces pimpollos de belleza. Cuando hubo saciado sus ojos con caricias y exámenes cuidadosos, sació sus labios con besos entusiastas, impresos en esos deliciosos globos gemelos, y siguió hacia abajo.
Sus pies seguían en el suelo y ahora, con la más tierna atención, para no chocarla ni alarmarla súbitamente, se introdujo furtivamente más bien que levantó sus enaguas; ante eso, y como si les hubiesen dado una señal Louisa y Emily cogieron las piernas de Harriet por pura travesura y para ayudarla, las mantuvieron estiradas y separadas. Entonces quedó expuesta o, para hablar con propiedad, en exhibición la mayor pompa en materia de encantos femeninos. Todo el grupo que, con excepción de mí, los había visto con frecuencia, parecía tan deslumbrado, sorprendido y deleitado como podría haber estado quien los viera por primera vez. Una belleza tan excesiva no podía no disfrutar de los privilegios de la eterna novedad. Sus muslos estaban tan exquisitamente conformados que si hubiesen sido un poco más gruesos o un poco más finos hubiesen perdido algo del nivel de perfección que presentaban. Pero lo que los enriquecía y adornaba hasta el infinito era la dulce intersección donde se juntaban la parte inferior del vientre más suave, más redondo, más blanco, y el surco central que la naturaleza había hundido allí entre los suaves relieves de dos serranías abultadas que, en esta chica, eran tan delicadas y diminutas como el resto de su aspecto. ¡No! Nada en la naturaleza podía estar más bellamente tallado; luego, la umbría oscuridad del musgo primaveral parecido a un plumón que lo recubría añadía a la riqueza del paisaje una conmovedora calidez, una suave terminación que estaba más allá de las palabras y hasta del pensamiento.
Su sinceramente enamorado galán, que había quedado absorto y embelesado por el placer de la contemplación durante el tiempo suficiente para que nosotros nos deleitáramos (¡no corríamos peligro de saciarnos!) se dirigió, finalmente, a los materiales del placer y levantando el velo de lino que nos separaba del principal protagonista de estas fiestas exhibió algo cuyo tamaño proclamaba a su propietario como a un verdadero héroe para las mujeres. Además, en todos los otros aspectos, era un cumplido caballero, en todo el vigor de la juventud. Parado allí, entre las piernas de Harriet que eran sostenidas por sus compañeras con el máximo de separación, abrió suavemente con una mano los labios de esa lasciva boca de la naturaleza, mientras con la otra inclinaba su poderosa máquina hacia su blanco desde la altura de su rígida erección dirigida a su estómago; los labios, abiertos por sus dedos, recibieron la ancha cabeza inclinada color coral y cuando la hubo anidado allí se detuvo un instante y las chicas entregaron a sus caderas la agradable tarea de soportar los muslos de Harriet; entonces, como si quisiera prolongar su placer y entretenerse el mayor tiempo posible, empujó su instrumento con tanta lentitud que lo perdimos de vista pulgada a pulgada, hasta que, finalmente, estuvo totalmente metido en el suave laboratorio del amor y los musgosos montes terminaron por encontrarse. Mientras tanto, pudimos observar claramente la progresión de esa deliciosa energía en esa chica deliciosa, cuya belleza aumentaba al tiempo que aumentaba su placer. Su rostro y todo su cuerpo se animaron; el suave sonrojo de sus mejillas, ganando terreno al blanco, se volvió de un florido y vivido bermellón; sus ojos, naturalmente brillantes, resplandecían ahora con intensidad diez veces mayor; su languidez se había desvanecido y ahora aparecía llena de ánimos y vida. Ahora él había fijado, clavado a la tierna criatura con su cuña, de modo que ella yacía forzosamente pasiva e incapaz de moverse hasta que empezando a forzar esta vena de delicadeza, y urgiendo la fricción hacia adelante y hacia atrás, él la despertó, la agitó y la conmovió tan profundamente que, incapaz de contenerse, no pudo menos que replicar a sus movimientos, con tanta energía como le permitía la fragilidad de su constitución, hasta que los aguijones del placer, dirigiéndose a su meta, la enloquecieron con sus intolerables sensaciones y agitó al azar sus brazos y sus piernas, mientras yacía perdida en el dulce transporte que, en lo que se refería a él, se manifestó por impulsos más rápidos y ansiosos, abrazos convulsivos, suspiros ardientes, respiraciones rápidas y laboriosas y ojos que lanzaban fuegos líquidos; prendas todas de la proximidad del último jadeo del placer. Finalmente, se produjo: el baronet inició el éxtasis y ella se incorporó a él como si sintiera los síntomas de su disolución en medio de los cuales, pegando con más ardor que nunca sus labios a los de ella, mostró todos los síntomas de esa agonía de placer que lo conmovía con fuerza y en el curso de la cual le dio la titilación final; profundamente conmovida por ella, vimos claramente que respondía con toda la efusión de espíritu y materia que podía controlar mientras un suave estremecimiento general recorría sus miembros, que se extendieron. Inmóvil y sin aliento, moría de placer y mostraba en el momento más alto de su expresión, a través de sus párpados entrecerrados, sólo el borde de la pupila, ya que el resto estaba vuelto hacia arriba, a causa del éxtasis. Luego, su dulce boca apareció lánguidamente abierta con la punta de la lengua apoyada negligentemente en la hilera inferior de sus blancos dientes, mientras el tono rubí natural de sus labios brillaba con renovada vida. ¿Acaso no es un tema en el que vale la pena demorarse?
Su amante se mantenía sobre ella, con una perdurable delectación hasta que reducido, exprimido y destilado hasta la última gota se despidió con un beso ferviente que expresaba deseos satisfechos pero amor no extinguido.
En cuanto él se retiró, corrí hacia ella y sentándome a su lado en el diván levanté su cabeza que apoyó gentilmente en mi pecho, para ocultar sus sonrojos y su confusión por lo que había pasado, hasta que, gradualmente, se recuperó y aceptó un restaurativo vaso de vino de mi galán, que me había dejado para ir a buscarlo, mientras el suyo arreglaba sus ropas y se abotonaba; después de eso la condujo, lánguidamente apoyada en él hasta donde nos habíamos situado alrededor del diván.
Y ahora, el compañero de Emily la había sacado, a fin de que participara en la danza, para lo que esta criatura sobresalientemente rubia y dulce, se puso de pie con diligencia; si un cutis capaz de turbar a la rosa y el lirio, rasgos extremadamente bonitos y esa salud floreciente que hace tan encantadoras a las campesinas podían hacerla pasar por una belleza, lo era, ciertamente y una de las más llamativas entre las rubias.
Cuando se puso de pie, su galán comenzó a liberar sus pechos, devolviéndoles la libertad de la naturaleza que habían perdido en el suave confinamiento de un corpiño; cuando quedaron a la vista pensamos que se había encendido otra luz en la habitación, tan brillante era su blancura. Además se alzaban con una redondez tan lograda que le proporcionaba una bien conformada plenitud con un efecto tal para los ojos que parecía carne transformada en mármol, cuyo pulido brillo emulaba, sobrepasando hasta el más blanco por la vida y el brillo de sus colores: blanco con venas azules. ¿Quién podría contenerse teniendo a su alcance tentaciones tan provocativas?
El tocó sus pechos, suavemente al principio; la pulida suavidad de la piel eludía a su mano y la hacía resbalar por la superficie; los apretó y la carne elástica que llenó sus manos, hundida por la fuerza, se levantó al alzarse éstas, borrando instantáneamente la presión; semejante era, por cierto, la consistencia de todas las otras partes de su cuerpo, donde la abundancia de carne compacta constituye la hermosa firmeza que tanto complace al tacto.
Así, cuando se hubo complacido largamente con esta clase de regodeos y deleites, levantó sus enaguas y su camisa, anudándolas en la cintura, de modo que quedó desnuda por todas partes; ante esto, un sonrojo se extendió por su cara encantadora y sus ojos bajos parecían pedir cuartel, cuando tan grande derecho tenía al triunfo, con todos los tesoros de juventud y belleza que exhibía victoriosamente. Sus piernas estaban perfectamente formadas y sus muslos, que mantenía muy juntos, eran tan blancos, tan redondos, tan sustanciosos y dotados de carnes firmes, que nada podía ofrecer una recomendación tan fuerte a la lujuria del contacto, en la que por supuesto, no dejó de deleitarse. Luego, retirando suavemente la mano de ella que, en la primera emoción de la modestia natural, había llevado hasta allí, nos permitió dar una ojeada, más que mirar, a la suave y estrecha hendedura que se dirigía hacia abajo, escondiéndose bajo los muslos; en cambio, vimos muy bien la franja de rizos castaño claro que crecían bellamente alrededor de ella y que con su brillo sedoso creaban un agradable contraste con la piel blanca que los rodeaba, cuyo brillo aumentaba su suave sombra marrón. Entonces su galán se esforzó, con ella de pie, en separar sus muslos, para regalarnos con una visión completa de ese centro de encantadora atención; aunque al no poder obtenerlo en esa actitud, la condujo hasta los pies del diván y llevando un cojín hasta allí empujó suavemente su cabeza hacia abajo, haciendo que se inclinara y la apoyara en las manos, quedando a horcajadas con los muslos muy separados y el cuerpo impulsado hacia atrás de modo que presentaba una vista completa de la parte posterior de su persona, desnuda hasta la cintura. Sus nalgas gordas, suaves y prominentes formaban lujuriosos senderos de nieve animada que llenaban espléndidamente la vista, hasta que era detenida y atraída por la emparrada cavidad inferior que coronaba esta deliciosa vista y estaba moderadamente abierta por influencia de su postura inclinada, de modo que el agradable rojo de los lados del orificio quedaban a la vista y, en relación con el blanco que brillaba a su alrededor, sugerían una pincelada rosa en el más brillante satín blanco. Su galán, que era un caballero de unos treinta años, algo inclinado a un libertinaje que no resultaba desagradable, mejorando la sugestión que se le hacía acerca de la forma de gozarla, después de colocarla cuidadosamente en esa postura y alentarla con besos y caricias para que la soportara hasta el final, sacó su aparato, ya erecto, cuya extremada longitud resultaba más sorprendente porque ese exceso no es frecuente en los hombres corpulentos. Haciendo entonces la aplicación correcta y directa, la levantó hacia la atalaya, mientras el bulto redondeado de las bellezas turcas de Emily, contrastando con el hueco que creaba la inclinación de su vientre y sus caderas, curvados hacia abajo, hizo que todas esas partes, seguramente no sin deleite, entraran en íntimo contacto; las manos de él pasaban continuamente por debajo de su cuerpo y se entretenían jugando con sus encantadores pechos. En cuanto ella sintió que él había entrado todo lo posible, levantó un poco la cabeza del cojín y torciendo el cuello sin mucho esfuerzo, pero con las mejillas teñidas de escarlata y una sonrisa de tierna satisfacción, recibió el beso que él le dio, inclinándose hacia adelante mientras estaban así unidos; luego, dejándolo que persiguiera su placer volvió a ocultar su rostro y sus rubores con las manos y el cojín, quedando tan pasiva y favorable como pudo, mientras él seguía acosándola con repetidos enviones y haciendo que las carnes que se encontraban por ambos lados resonaran violentamente. Cada vez que retrocedía, podíamos ver entre ellos parte de su larga vara cubierta de espuma hasta que, cuando entraba nuevamente y se acercaba a ella, las lomas que se interponían la ocultaban. A veces él retiraba las manos de los medios globos de su pecho y trasladaba su presión a los más grandes, los presentes objetos de su dulce bloqueo, a los que pellizcaba y asía, y con los cuales jugaba hasta que finalmente, la duración de sus estocadas, tan ardientes y urgidas, trajo la convulsión con tan abrumador placer que su rubia compañera tuvo necesidad de sostenerlo, jadeante, desmayado y desfalleciente, mientras eyaculaba; ella, en cuanto sintió la asesina dulzura, incapaz de sostenerse sobre sus piernas y cediendo a la poderosa intoxicación, se tambaleó y cayendo sobre el diván hizo necesario que él, si quería preservar su tibio estuche, cayera sobre ella, donde perfeccionaron, en una continua conjunción de cuerpos y flujos extáticos, el designio placentero del momento.
En cuanto él se retiró, la encantadora Emily se puso de pie y nosotros la rodeamos con plácemes y otros pequeños servicios porque hay que hacer notar que aunque toda modestia y reserva estaban prohibidas en la transacción de esos placeres, las buenas maneras y la cortesía eran invariablemente observadas; aquí no había impudicias groseras ni conductas bastas u ofensivas, ni reproches a las chicas por acceder al humor y los deseos de los hombres; por el contrario, no faltaba nada para calmar, animar y endulzar en ellas el sentido de su condición. Los hombres, en general, no saben cuánto destruyen de su propio placer cuando desprecian el respeto y la ternura que deben a nuestro sexo, aun a aquellas que viven sólo para complacerles. Y ésa era una máxima que comprendían perfectamente nuestros voluptuosos y corteses seguidores, esos profundos adeptos del gran arte y la ciencia del placer, que nunca mostraban a sus partidarias un respeto más tierno que en los momentos de esos ejercicios de complacencia, cuando liberaban sus tesoros de belleza escondidos y exhibían orgullosamente sus encantos naturales, seguramente mucho más conmovedores que cuando se ostentan con la artificiosidad del vestido y el ornamento.
La diversión me tocaba a mí ahora; y habiendo llegado el momento de que me plegara a la voluntad y el placer de mi particular elegido, tanto como al del resto de los presentes, se acercó a mí y saludándome muy tiernamente con lisonjera impaciencia, me recordó que mi presencia allí autorizaba las esperanzas de sumisión, y al mismo tiempo me recordó que si todos esos ejemplos, con su fuerza, no habían vencido cualquier repugnancia que pudiera sentir por coincidir con el humor y los deseos de la compañía, aunque la representación había sido planeada en beneficio mío, y aunque su desilusión sería grande, prefería cualquier cosa antes que ser el instrumento que me impusiera una tarea desagradable.
A esto respondí sin la menor vacilación y sin muecas de desagrado que si no hubiera contraído una especie de compromiso de estar a su disposición sin la menor reserva, el ejemplo de unos compañeros tan agradables sería suficiente para determinarme y que mi único reparo era que estaría en desventaja después de bellezas tan superiores. Y tomad nota de que pensaba lo que dije. La franqueza de mi respuesta les agradó a todos; mi particular fue felicitado por su adquisición, y por medio de halagos indirectos dirigidos a mí, abiertamente envidiado.
La señora Cole, por cierto, no podría haberme dado una señal más grande de su aprecio, logrando para mi la elección de este joven caballero para que fuera mi maestro de ceremonias, ya que, independientemente de su noble origen y de la gran fortuna de que era heredero, su persona era mucho más agradable que lo común; alta, y bien formada. Su cara estaba marcada por la viruela, pero no más de lo necesario para añadir la gracia de la virilidad a unos rasgos quizás demasiado suaves y delicados, y la alegraban maravillosamente unos ojos negros claros y chispeantes. Brevemente, cualquier mujer, en la intimidad lo hubiese llamado un buen mozo.
Ahora fui llevada por él a la gallera de nuestro encuentro; como yo no llevaba más que un vestido de mañana blanco, se dedicó a interpretar el papel de Abigail y me ahorró la confusión que me hubiera acarreado la audacia de desvestirme; el vestido fue soltado en un instante y me lo quité; luego, mi corsé ofreció un obstáculo que cedió rápidamente gracias a que Louisa ofreció con prontitud unas tijeras para cortar las cintas. Desapareció esa caparazón y dejé caer la enagua exterior, quedando con la interior y la camisa, cuyo escote abierto daba a ojos y manos toda la libertad que pudieran desear. Yo imaginaba que el proceso terminaría allí, pero me había quedado corta; mi pareja, accediendo a los deseos de los demás, me rogó tiernamente que no soportara que los restos de mis ropas les robaran la plena visión de toda mi persona; yo, que era demasiado obsequiosa y flexible para discutir ningún detalle con ellos y que consideraba muy poco importante lo que me restaba, asentí con diligencia a todo lo que deseaban. En un instante, mi enagua quedó desatada y a mis pies y mi camisa salió por encima de mi cabeza, de modo que mi cofia, mal sujeta, salió con ella dejando sueltos mis cabellos (puedo recordar nuevamente sin vanidad que tenía una hermosa cabellera) en rizos sueltos que caían sobre mi cuello y mis hombros, haciendo resaltar favorablemente mi piel.
Ahora estaba ante mis jueces tal y como me había creado la naturaleza; no creo haber parecido muy desagradable, si tenéis la gentileza de recordar lo que he dicho antes de mi persona; el tiempo que en ciertos períodos de la vida nos roba nuestros encantos a cada instante, en aquél los había mejorado grandemente haciéndolos florecer, porque me faltaban pocos meses para los dieciocho años. Mis pechos, que en el estado de desnudez son siempre puntos decisivos, mantenían ahora, en graciosa plenitud, la firmeza e independencia de cualquier corsé o soporte, desafiando e invitando la prueba del tacto. Además, yo era tan alta y delgada como se puede ser cuando no se carece de la jugosa redondez de las carnes, tan agradable a los sentidos de la vista y el tacto, cosa que debía a una constitución joven y saludable. Sin embargo, yo no había renunciado completamente a todo mi pudor innato como para no sufrir una gran confusión por el estado en que me hallaba; pero todo el grupo que me rodeaba, hombres y mujeres, me alivió con todas las señales del aplauso y la satisfacción, todas las halagadoras atenciones posibles a efectos de animarme e inspirarme sentimientos de orgullo por mi aspecto que, según protestó mi galante amigo, hacía empalidecer a cualquier otro atavío menos natural, de modo que si me permitís aceptar como sinceros todos los cumplimientos con que estos conocedores me abrumaron en esa ocasión, podría vanagloriarme de haber pasado el examen con la aprobación de los sabios.
Mi amigo que, por esta vez, era el único que podía disponer de mí, dio gusto a la curiosidad de los demás y quizás la suya propia, colocándome en toda clase de posturas y situaciones, señalando cada belleza y cada uno de sus aspectos, no sin paréntesis de besos y libertades tan inflamatorias de sus manos vagabundas que hicieron desaparecer de mí todo decoro; mi rubor se transformó en un cálido enrojecimiento de deseo que hasta me llevó a hallar cierto placer en la escena.
En esta inspección general, podéis estar segura de que mi parte más importante no fue excusada de recibir la más estricta revisión; todos estuvieron de acuerdo en que no tenía la menor razón para resistirme a pasar por doncella, ocasionalmente; mis precedentes aventuras habían causado allí tan pocas fallas que muy pronto había sido reparado él exceso de uso y estiramiento, gracias a mi edad y la pequeñez natural de esa parte.
Ahora, acaso porque mi compañero había agotado todos los medios de regalar su vista y su tacto o porque estaba demasiado urgido y deseando atacar, el caso es que se quitó rápidamente las ropas; el prodigioso calor que producían la habitación llena, un gran fuego, las velas y hasta la ardiente temperatura de la escena, lo indujeron a quitarse la camisa y a aflojarse los calzones que dejaron a la vista su contenido y me mostraron al enemigo con quien tendría que enfrentarme, sosteniendo rígidamente el porte de su cabeza descubierta y enrojecida. Lo vi claramente: era uno de esos instrumentos del tamaño justo, que sus amos controlan generalmente mejor que los más pesados y de tamaño excesivo. Así, atrayéndome contra su pecho, de pie ante mí y aplicando al obvio nicho su ídolo particular, intentó insertarlo, cosa en la que yo colaboré echando el cuerpo hacia adelante; lo logró inmediatamente, levantando mis muslos sobre sus caderas desnudas; me hizo recibir cada pulgada, de modo que clavada a ese pivote del placer, abrazada a su cuello y ocultando mi cara allí y en sus cabellos, sonrojada y ardiendo por mis sentimientos presentes y por la vergüenza, con mi pecho pegado al suelo, me hizo dar toda la vuelta al diván, en el cual después me acostó sin soltar su abrazo ni salir del canal; allí comenzó la molienda del placer. Estábamos tan cebados y predispuestos por todos los conmovedores espectáculos de la noche, que nuestra imaginación estaba demasiado encendida para no disolvernos inmediatamente; por lo tanto, en cuanto sentí la lluvia tibia que brotaba de él en mi interior, fui puntualmente para compartir el éxtasis momentáneo. Pero tuve razones aún mayores para jactarme de nuestra armonía, ya que descubriendo que todas las llamas del deseo no se habían extinguido en mi interior sino que, más bien, como brasas mojadas brillaban con más intensidad a causa de la aspersión, mi ardiente galán, simpatizando conmigo y cargado para un doble disparo, continuó usando la batería con persistente vigor; muy complacida por eso, me esforcé con gratitud en acomodar todos mis movimientos a su mayor comodidad y deleite: besos, apretones, tiernos murmullos, todo formó parte del juego, hasta que nuestro placer, volviéndose más turbulento y desordenado, nos arrojó a una tierna demencia que, al llegar a su extremo, nos llevó lejos de nosotros mismos, a un océano de placeres sin límites en el que nos zambullimos juntos, en un transporte de dicha. Ahora, todas las impresiones de ardiente deseo de las escenas de que había sido espectadora maduraron y, gracias al calor del ejercicio, se reunieron en un solo punto, latieron y me agitaron con una insoportable turbación: estaba totalmente afiebrada y enloquecida por su exceso. Evidentemente, ahora no disfrutaba de una calma de la razón suficiente para percibir, pero sentía extáticamente el poder de esas raras y exquisitas provocaciones que habían probado ser los ejemplos de la noche para exaltar nuestros placeres; con gran júbilo descubrí que mi galán compartía mis sentimientos por sus expresiones nerviosas; sus ojos despedían elocuentes llamas y sus acciones, enfurecidas por esos aguijones, conspiraban a aumentar mi deleite al asegurarme el suyo. Alzada entonces hasta el más alto grado de placer que puede soportar un ser viviente no destruido por los excesos, alcancé ese dulce punto crítico en el que, apenas precedida por la inyección de mi compañero, me disolví y, lanzando un profundo suspiro, envié toda mi alma sensible hacia aquel pasaje inferior de donde no podía escapar por estar tan deliciosamente obstruido y ahogado. Así yacimos durante unos instantes de arrobamiento, sobrepasados, quietos y lánguidos hasta que, cuando la sensación del placer se estancó, nos recuperamos de nuestro trance y él se deslizó fuera de mí, no antes de haber protestado su extremada satisfacción con los más tiernos besos y abrazos, tanto como por las más cordiales expresiones.
El grupo que nos había rodeado guardando un profundo silencio, cuando todo hubo terminado, me ayudó a vestirme rápidamente y me felicitó por el sincero homenaje —no habían podido dejar de observarlo— que se había rendido, como dijeron, a la soberanía de mis encantos, otorgándome un doble pago. Nuevamente vestida, noté por encima de todo un cariño que no había disminuido por las circunstancias del reciente goce; también las chicas me abrazaron y me besaron, asegurándome que por ahora o más adelante, a menos que lo deseara, no debía someterme a más pruebas públicas y que ahora estaba iniciada y era una de ellas.
Como era una ley inviolable que cada galán se circunscribiera a su compañera, especialmente durante la velada, hasta que decidiera ceder su posesión a la comunidad, para preservar un agradable sentido de la propiedad y evitar los disgustos y la falta de delicadeza de otros arreglos, el grupo, después de un breve refrigerio de bizcochos, vino, té y chocolate, que se sirvió a eso de la una de la mañana, se separó y las parejas se retiraron. La señora Cole había preparado una cama de campaña para mi galán y para mí, a la que nos retiramos; allí terminó la noche, en una continua sucesión de placeres, tan alegre y libre que ambos formulamos el deseo de que nunca llegara a su fin. Por la mañana, después de un reparador desayuno en la cama, él se levantó y me dejó, con muy tiernas seguridades de su especial cariño por mí, para que me compusiera y refrescara mediante el sueño; cuando desperté y me levanté para vestirme, antes de la llegada de la señora Cole, encontré en uno de mis bolsillos una bolsa de guineas que él había deslizado allí; justo cuando estaba reflexionando acerca de una generosidad que ciertamente no había esperado, la señora Cole entró y le comuniqué inmediatamente la existencia del presente ofreciéndole, por supuesto, la participación que deseara. Pero, asegurándome que el caballero la había recompensado con mucha nobleza, no quiso de ningún modo, por ninguna exhortación y ninguno de los motivos que le di, recibir una parte de ese dinero. Su negativa, según me hizo notar, no nacía de la afectación; y procedió a darme una lección admirable acerca de la economía de mi persona y mi bolsa a medida que fuera pagada por mis atenciones generales y mi conformidad en el curso de mis relaciones con la ciudad. Después de eso y cambiando de tema, se refirió a los placeres de la noche precedente; entonces me enteré, sin mucha sorpresa, porque empezaba a conocer su carácter, que había visto todo lo que había sucedido desde un sitio adecuado que había sido dispuesto con ese propósito, cosa que me confió de buena gana.
Apenas había terminado con eso, cuando la pequeña tropilla amorosa, mis compañeras, entraron y renovaron sus cumplimientos y sus caricias. Observé complacida que las fatigas y ejercicios de la noche no habían dañado en lo más mínimo el brillo de su complexión o la frescura de su lozanía; esto, según su confesión, se debía a la destreza y los consejos de nuestra excepcional directora. Luego bajaron a representar su papel, como de costumbre, en la tienda, mientras yo volvía a mi alojamiento, donde me entretuve hasta que volví a comer en casa de la señora Cole.
Allí me quedé agradablemente entretenida con una u otra de esas encantadoras chicas hasta eso de las cinco de la tarde; cuando súbitamente me sentí fatigada, fui convencida de que debía subir y dormir un rato en la cama de Harriet, que me la cedió para mi reposo. Allí, entonces, me acosté, vestida y supongo que habría disfrutado de una hora de sueño si no hubiera sido agradablemente sorprendida por mi nuevo y favorito galán; había preguntado por mí y había recibido instrucciones acerca de la forma de hallarme. Entrando, pues, en la alcoba y encontrándome sola, con la cara vuelta hacia la oscuridad del interior de la cama, se quitó los calzones para estar más cómodo y disfrutar de su desnudez; levantando sigilosamente la parte posterior de mis enaguas y mi camisa, abrió una perspectiva sobre la avenida posterior del afable centro del placer; como yo descansaba de lado, con la cara más bien hacia abajo, le aparecí muy despejada y en condiciones de ser penetrada. Entonces, acostándose silenciosamente a mi lado, embistió por detrás, haciéndome sentir la calidez de sus caderas y su vientre y los propósitos de esa máquina que intentaba entrar en mí cuyo roce tenía algo tan exquisitamente único. Desperté bastante sobresaltada al comienzo, pero, viendo de quien se trataba, me dispuse a volverme, cuando él, dándome un beso y deseando que conservara mi postura, se limitó a levantar mi muslo superior y, distinguiendo la entrada correcta, pronto la invadió hasta lo más hondo, satisfecho con eso y solazándose con su proximidad, suspendió sus movimientos y así, empapado en el placer, me mantuvo acostada de lado, dentro de él, estilo cuchara, como lo denominó, a causa del ajustado acoplamiento de la parte posterior de mis muslos levantados dentro de sus caderas y su vientre; después de algún tiempo, ese inquieto y turbulento recluso, impaciente por naturaleza ante una inmovilidad prolongada, lo urgió a entrar en acción, que prosiguió ahora con el séquito habitual de juegos, besos y demás, y que terminó finalmente con la prueba líquida por ambas partes; líquido que no habíamos agotado o, al menos, volvimos a recuperar rápidamente después de los placeres de la noche anterior.
Con ese noble y agradable joven viví con perfecta alegría y constancia. Estaba muy decidido a guardarme para él, al menos durante el mes de miel, pero su estancia en Londres no fue tan larga; su padre, que tenía un puesto en Irlanda, lo llamó inesperadamente cuando volvió allí. Sin embargo, aun entonces estuve cerca de conservar su afecto y su persona, ya que me había propuesto —y yo había consentido—, seguirlo e ir a Irlanda con él en cuanto estuviese instalado allí; pero como encontró una alianza agradable y ventajosa en ese reino, eligió la sensatez y no mandó por mí, aunque se cuidó de que yo recibiera un magnífico regalo que, con todo, no compensó mi profundo pesar por haberle perdido.
Ese hecho causó un vacío en nuestra pequeña sociedad; la señora Cole, con su prudencia habitual no tenía prisa por llenarlo, pero redobló su atención para procurarme las ventajas del negocio de mi falsa virginidad, como consuelo por la especie de viudez en que había quedado; era un proyecto que nunca había olvidado y sólo aguardaba que llegara la persona adecuada para ponerlo en práctica.
Sin embargo, yo estaba aparentemente destinada a ser mi propio proveedor en esto, como lo había sido la primera vez.
Ya había pasado casi un mes disfrutando de los placeres de la familiaridad y la sociedad con mis compañeras, cuyos favoritos (con excepción del baronet, que poco después se llevó a Harriet a su casa) habían solicitado, sin excepción, la satisfacción de sus gustos por la variedad en mis abrazos. Pero yo, con habilidad y arte extremados, había eludido sus intenciones con diferentes pretextos, sin darles motivo de queja. Esa reserva no se debía a que me disgustaran ellos ni sus propósitos; mi verdadera razón era mi apego al mío y mi poca disposición a invadir la elección de mis compañeras que, aunque exteriormente parecían libres de celos, no podían menos que amarme más por mi consideración, que no pregonaba como un mérito. De esa manera, sintiéndome cómoda y amada por toda la familia, seguí adelante, cuando un día, a eso de las cinco de la tarde, crucé a un puesto de frutas de Covent Garden para elegir algunas para mí y mis compañeras y me encontré con la siguiente aventura.
Mientras regateaba el precio de la fruta que quería, observé que era seguida por un joven caballero cuyas ricas vestiduras fueron lo primero que atrajo mi atención; por lo demás, no había nada notable en su persona, excepto que estaba pálido y flaco y se aventuraba sobre unas piernas delgadísimas. Era fácil percibir, sin parecer que lo percibía, que lo que deseaba era yo; manteniendo los ojos fijos en mí hasta que llegó frente al mismo puesto donde yo estaba, y pagando por la fruta el primer precio que le pedían, comenzó su acercamiento. Por cierto, yo no estaba mal ataviada como para pasar por una chica modesta. No llevaba las plumas ni el fumet de una prostituta chillona: un sombrero de paja, un vestido blanco, ropa interior limpia y, por encima de todo, un cierto aire de modestia espontánea y natural (cuya apariencia nunca me traicionó, ni siquiera en las ocasiones en que más la dejé de lado) fueron signos que no le dieron pábulo para conjeturar mi condición. Me habló, y como esta actitud en un extraño hizo subir el rubor a mis mejillas, le respondí con una torpeza y confusión que lo alejó aún más de la verdad, porque había una parte verdadera de ellas. Cuando, después de haber roto el hielo, me dirigió otras preguntas, puse tanta inocencia, simplicidad y hasta infantilismo en mis respuestas que hubiese jurado por mi inocencia sin más pruebas, sobre todo porque yo le gustaba. Vale decir que existe en los hombres, sobre todo cuando son atrapados por lo que ven, un fondo de credulidad que no imagina su señorial sabiduría, en virtud de la cual lo más sagaces son engañados con tanta frecuencia. Entre otras cosas, me preguntó si era casada. Repliqué que era demasiado joven para pensar todavía en eso. En cuanto a mi edad, respondí escondiendo un año y diciéndole que no había cumplido diecisiete. En cuanto a mis medios de vida, le dije que había sido aprendiza de sombrerería en Preston y había venido a la ciudad buscando a un pariente que, según había descubierto al llegar, había fallecido, y ahora trabajaba como jornalera en casa de una sombrerera de la ciudad. Esto último, por cierto, no se correspondía muy bien con la imagen que le había dado, pero pasó a favor de la creciente pasión que le había inspirado. Después de haberme sacado, muy hábilmente, según creyó, porque no había pensado reservármelo, el nombre de mi ama y las señas de su tienda, me cargó de frutas, las más raras y caras que pudo encontrar, y me envió a casa, pensando en las posibles consecuencias de esta aventura.
En cuanto llegué a casa de la señora Cole, le relaté todo lo que había pasado; ella sacó la juiciosa conclusión de que si no venía tras de mí, no se había perdido nada; y si lo hacía como le sugerían sus presagios, su carácter y sus propósitos serían cuidadosamente examinados, para ver si el juego valía la candela. Mientras tanto, nada más fácil que mi papel, ya que sólo tendría que seguir sus sugerencias e incitaciones hasta el último acto.
A la mañana siguiente, después de haber pasado la tarde anterior, como supimos luego, inquiriendo acerca del carácter de la señora Cole (nada podía ser más favorable a los designios de ésta), mi caballero llegó a comprar en su carroza; sólo la señora Cole sospechaba cuáles eran sus intenciones. Después de preguntar por ella, inició una relación muy fácilmente, inquiriendo por artículos de sombrerería, mientras yo me quedaba sentada, sin levantar los ojos del dobladillo que estaba cosiendo con el máximo de compostura, simplicidad y laboriosidad. La señora Cole notó que la primera impresión que le había hecho no corría riesgo de ser destruida por las de Louisa y Emily que cosían a mi lado. Después de intentar en vano cruzar su mirada con la mía (yo mantenía la cabeza baja, afectando una especie de conciencia de culpa por haberle alentado a seguirme, y hablado con él) y después de ordenar a la señora Cole que le llevara sus compras a casa personalmente e inquirir acerca del momento en que debía esperarlas, salió llevándose algunas mercancías que pagó generosamente, para que su introducción fuera más favorable.
Durante todo ese tiempo, las chicas no habían tenido la menor sospecha acerca del misterio del nuevo cliente, pero en cuanto quedamos solas la señora Cole me aseguró, en virtud de su larga experiencia en esos asuntos, que mis encantos habían asegurado este encuentro, ya que por su vehemencia, sus modales y su aspecto estaba segura de que estaba atrapado; el único punto de duda era su carácter y sus circunstancias, pero que su conocimiento de la ciudad le permitiría conocerlos rápidamente para tomar una decisión.
Y, efectivamente, en unas pocas horas sus espías la sirvieron tan bien que pudo saber que esta conquista mía no era otro que el señor Norbert, un caballero que había tenido una gran fortuna y que, dotado de una constitución no muy buena, la había perjudicado aún más a causa de su violenta persecución de los vicios de la ciudad. Tan dedicado estaba a ellos que habiendo gastado y agotado las formas más comunes del desenfreno, se había dedicado a perseguir vírgenes y que en esa persecución había arruinado a muchas chicas, sin mirar en gastos para lograr sus fines, y usándolas hasta fatigarse de ellas; cuando se enfriaba por la familiaridad o descubría una cara nueva, se desembarazaba fácilmente de ellas, entregándolas a su destino, ya que la esfera de sus triunfos se situaba entre aquellas a quienes podía comprar.
Sacando conclusiones de estos hechos, la señora Cole observó que una persona de esa clase era una presa lícita; que sería un pecado no sacarle el mayor partido y que pensaba que una chica como yo era demasiado buena para él desde cualquier punto de vista y a cualquier precio.
Por tanto, a la hora señalada, fue a sus habitaciones en una posada, habitaciones que estaban amuebladas con un tono grandioso especialmente concentrado en las comodidades del lujo y el placer. Allí lo encontró esperándola y después de terminar con el pretexto de los negocios y un largo circuito de conversaciones referentes a su oficio, del que la señora Cole dijo que era malo a causa de la calidad de sirvientas, aprendices y jornaleras, el discurso, naturalmente, terminó en mí, cuando ella, desempeñando admirablemente el papel de la vieja chismosa que deja escapar cualquier cosa cuando comienza a hablar, cocinó una historia tan plausible acerca de mí, dejando caer de vez en cuando unos artísticos detalles con aire simple y natural, alabando mi persona y mi temperamento, que fue el toque final para sus propósitos, ya que nada podía haber sido mejor fingido que su ignorancia de los de él. Pero cuando, agitado y nervioso, dejó caer insinuaciones acerca de sus opiniones y propósitos sobre mí, después de haber conseguido con mucho esfuerzo llevarla a ese tema (se mantuvo retraída todo el tiempo que le pareció adecuado) y ser entendido, sin tratar de pasar por una defensora de la virtud femenina, entregándose a una de esas pasiones sospechosas y violentas, se atuvo, con más gracia y afecto, al personaje de una mujer buena y simple, que no conocía el mal y que, por ganarse honradamente su pan, estaba hecha de un material suficientemente flexible para ser retorcido en beneficio de él por su superior habilidad y destreza. Con todo, la señora Cole se comportó con tanta habilidad que tuvieron lugar tres o cuatro entrevistas antes de que él pudiese obtener las menos favorables esperanzas de asistencia, ante cuya falta se había convencido mediante una cantidad de mensajes infructuosos, cartas y otras pruebas directas de mi disposición, que no lograría convencerme, cosa que aumentó la consideración que me tenía y mi precio.
Pero atenta a que esas dificultades no se prolongaran tanto como para dar tiempo a asombrosos descubrimientos o incidentes desfavorables para sus planes, la señora Cole, finalmente, fingió haber sido convencida por súplicas y promesas y, sobre todo, por la deslumbradora suma que le obligó a prometer; era ciertamente una obra de arte fingir, al mismo tiempo, que cedía al atractivo de un gran interés y hacerlo de forma de persuadirlo de que nunca había metido sus virtuosas manos en un asunto de esa clase.
Así, lo condujo por todas las gradaciones de dificultades y obstáculos necesarios para realzar el valor del premio que pretendía y, al final, estaba tan impresionado con la pequeña belleza que yo poseía y tan ansioso por lograr sus fines, que ni siquiera le dio la oportunidad de jactarse de su habilidad, conduciéndolo a la trampa, ya que él mismo se precipitó sobre todas las oportunidades de tragar el anzuelo. En otros aspectos, el señor Norbert era suficientemente perspicaz, y conocía bien la ciudad y, por su propia experiencia, el tipo de engaño que estábamos practicando con él, pero su pasión jugaba de tal manera a nuestro favor, estaba tan cegado y acicateado por ella que hubiese considerado cualquier decepción como un mal servicio a su placer; de modo que habiendo llegado con precipitación al punto en que la señora Cole quería situarlo, ésta logró que se aferrase a la ganga que consideró era la compra de mi joya imaginaria por sólo trescientas guineas para mi y cien para la intermediaria, que eran una magra recompensa por todos los trabajos y escrúpulos de conciencia que le había sacrificado, por primera vez en toda su vida. Esas sumas se pagarían al contado, contra entrega de mi persona, sin excluir algunos presentes bastante considerables que me habían sido hechos durante el curso de las negociaciones, en ocasiones en que yo había sido llevada brevemente ante su presencia en días y horas adecuados. Y era increíble lo poco que pareció necesario acentuar mi natural disposición a la modestia para hacerla pasar ante él por la de una verdadera doncella; todos mis gestos y mis miradas no respiraban más que esa inocencia que los hombres requieren con tanto ardor de nosotras, sin más finalidad que la de gozar con el placer de destruirla, actividad en la que se exponen, pese a su habilidad, a terribles equivocaciones.
Cuando los términos del convenio fueron plenamente aprobados, los pagos estipulados y asegurados, y no quedó más que la ejecución del detalle principal, que se centraba en la entrega de mi persona para que usara libremente de ella, la señora Cole se las arregló para hacer objeciones a su alojamiento e insinuaciones tan hábiles que él mismo tuvo la idea y solicitó que esta copia de una boda tuviera su culminación en casa de ella. Al comienzo, decía que «...a ella no le interesa; no, no quiere tener, nada que ver con eso... ni por mil libras esterlinas querría que las aprendizas se enteraran... perdería para siempre su valioso buen nombre...» y otras excusas parecidas. Sin embargo, ante las objeciones que se oponían a todos los demás expedientes, y cuidándose de no plantear más que las obligadas, finalmente se llegó a la necesidad de complacerlo en ese punto y de hacer un poco más, ella que ya había hecho tanto.
Entonces se fijó la noche, con todo respeto a su ansiosa impaciencia; mientras tanto, la señora Cole no omitió ninguna instrucción, ni omitió ninguna preparación de las que me permitirían salir airosa con respecto a la apariencia de virginidad; favorecida, como había sido, por la naturaleza con la estrechez de esas partes mías necesarias para nuestros designios, no necesité servirme de esos auxilios del arte que crean una doncellez momentánea que se descubre fácilmente por medio de un baño caliente. En cuanto a los habituales síntomas sanguinarios de las desfloraciones que, aunque no siempre, suelen estar presentes, la señora Cole me había hecho entrega de una invención suya, de gran efecto, de la que hablaré luego.
Cuando todo estuvo dispuesto y arreglado para recibir al señor Norbert, fue introducido en la casa a las once de la noche, con todo misterio, silencio y secreto por la misma señora Cole, y conducido a su propio dormitorio donde, en su anticuada cama, yacía yo, totalmente desnuda y jadeando, si no por los miedos de una auténtica doncella, con los temores aún mayores de una falsa, cosa que me daba un aire de vergüenza y confusión cuyos honores se llevaba mi modestia de doncella y era, por cierto, imposible de distinguir, aun por ojos menos parciales que los de mi amante, si me permitís llamarlo así.
En cuanto la señora Cole, después de las antiguas charlas que se dicen en estas ocasiones a las jóvenes a quienes se abandona por primera vez a la voluntad de un hombre, nos dejó solos en su habitación. Por cierto, estaba muy bien iluminada, de acuerdo a su petición previa; lo que hacía presentir un examen más estricto del que llevó a cabo después el señor Norbert. Aún vestido, se lanzó hacia la cama, mientras yo metía la cabeza bajo las mantas; me defendí un buen rato, antes de que pudiera llegar a mis labios, para besarlos: tan cierto es que en semejante ocasión, la falsa virtud alborota y resiste más que la verdadera. Desde allí descendió hasta mis pechos, cuyo disfrute le disputé con uñas y dientes hasta que, cansado de mi resistencia, y pensando, probablemente de que se las arreglaría mejor dentro de la cama se quitó a toda prisa las ropas y se acostó.
Mientras tanto, por lo poco que pude ver, descubrí fácilmente a una persona muy poco prometedora para las denodadas actuaciones necesarias generalmente para la destrucción de la doncellez; su aspecto frágil y consumido le daba más el aspecto de un inválido que se ve forzado que el de un voluntario para una batalla tan difícil.
A los treinta años, la fuerza de sus apetitos había sido reducida por él a una triste dependencia de las provocaciones más forzadas, que eran muy poco secundadas por la fuerza natural de un cuerpo saciado y atormentado hasta las heces por los constantes y repetidos festines de placer, que habían hecho la labor de sesenta inviernos en la primavera de su vida, dejándole al mismo tiempo todo el fuego y el ardor de la juventud en la imaginación, cosa que servía para atormentarlo e impulsarlo hacia el precipicio.
En cuanto se metió en la cama, quitó las mantas, que permití que arrancara de mis manos; ahora estaba tan expuesta, no sólo a sus ataques sino a sus reconocimientos de las sábanas; en las agitaciones de mi cuerpo, que se esforzaba por defenderse, pudo asegurarse fácilmente de que no había preparaciones, aunque para hacerle justicia, me pareció un examinador menos estricto de lo que había esperado de un practicante tan experimentado. Luego desgarró mi camisa, al descubrir que yo la utilizaba para defender mis pechos y también la principal avenida; sin embargo, en todo lo demás procedió con toda ternura y consideración hacia mí, mientras mi representación consistía en maltratarlo a él. Fingí entonces todos los escrúpulos, las aprensiones y los terrores que pudiera sentir una niña inocente al sentir una novedad tan grande como un hombre desnudo en su cama por primera vez. Ni siquiera obtuvo más besos de los que me arrebató; veinte veces aparté sus manos de mis pechos, con cuya dureza y resistencia parecía satisfecho, considerándolos además una mercancía no manipulada. Pero cuando, impaciente por el detalle principal se arrojó encima de mí y tratando de examinarme con el dedo, intentó abrirse camino, me quejé amargamente de su trato: no creía que pudiese ser tan cruel con mi cuerpo... estaba arruinada... no sabía qué había hecho... me levantaría, sí; eso iba a hacer... y al mismo tiempo, mantenía mis muslos tan apretados que no era con fuerzas como las suyas que se lograría abrirlos y obtener un resultado. Descubriendo esa ventaja y que podía controlar tanto mis movimientos como los suyos, engañarlo se volvió tan fácil como coser y cantar. Mientras tanto, su instrumento, que era uno de esos tamaños que entran o salen sin ser notados, se mantenía bastante rígido y golpeando contra esa parte a la que mis muslos cerrados le negaban el acceso; descubriendo finalmente que no podría lograr nada a base de fuerza física, recurrió a las súplicas y argumentos, a los que contesté con tono tímido y avergonzado que temía que me matara... ¡Dios mío! No quería que me hiciera eso... nunca en mi vida me había sucedido nada semejante... me preguntaba si no se sentía avergonzado, como me sentía yo... y todos los sentimientos infantiles y tontos de repulsa y queja que me parecían mejor adaptados para expresar la inocencia y el miedo. Finalmente, pretendiendo ceder ante la vehemencia de su insistencia en la acción y las palabras, separé apenas los muslos de modo que pudiera tocar casi la hendedura con la punta de su aparato, pero mientras se esforzaba y se fatigaba para hacerlo entrar, moví mi cuerpo para recibirlo de forma oblicua y no sólo desbaraté su entrada sino que dando un grito, como si me hubiera atravesado hasta el corazón, me lo quité de encima con tanta violencia que, pese a sus esfuerzos no pudo mantenerse montado. Ante esto pareció incomodarse, pero no porque le disgustara mi actitud espantadiza; por el contrario, me atrevería a jurar que me valoró más y se congratuló por las dificultades que entorpecían su placer. De modo que, inflamado hasta el punto de no tolerar más demoras, volvió a montar, y me rogó que tuviera paciencia, acariciándome y calmándome con las más tiernas caricias y protestas de lo que haría por mí. Ante esto, fingiéndome amansada y abatiendo en algo la ira que había mostrado cuando me había hecho tanto mal, soporté que separara mis muslos, abriendo el camino para un nuevo intento, pero vigilé la dirección de sus intentos tan bien que en cuanto el orificio estuvo algo abierto di un salto que no parecía causado por el intento de evadir su entrada sino por el dolor que me causaban sus esfuerzos, circunstancia que no dejé de acompañar con gestos adecuados, suspiros y gritos de queja, como «me hacéis mal... me mataréis... moriré...» que eran mis exclamaciones más frecuentes. Pero ahora, después de varios intentos en los cuales no había adelantado nada en cuanto a sus intenciones, el placer surgió en él con tanta fuerza que no pudo cortarlo ni demorarlo y con el vigor y la furia que le inspiró la proximidad de la culminación embistió con tanta fuerza que casi me tomó con la guardia baja, y consiguió alojarse tanto que sentí la tibia aspersión justo a la entrada del orificio. Tuve la crueldad de no dejarle terminar allí, arrojándolo fuera nuevamente, no sin una desgarradora exclamación como si el dolor me hubiese hecho olvidar las posibilidades de ser oída. Entonces fue fácil observar que estaba más satisfecho y más complacido por los supuestos motivos que habían desbaratado la consumación de lo que hubiese estado si la hubiese logrado enteramente. Así me consolé de toda la falsedad que había empleado para procurarle ese maravilloso placer, que ciertamente no hubiera experimentado si las cosas hubiesen ocurrido verdaderamente. Pero sintiéndose más cómodo y aliviado por su descargarse aplicó a calmarme, darme ánimos y ponerme de un humor tal como para soportar su próxima intentona, para la que empezó a prepararse y juntar fuerzas con todos los incentivos del tacto y la vista en los que pudo pensar, examinando cada parte de mi cuerpo, con las que declaró su satisfacción con raptos de aplauso y dándome besos por doquier. Aunque no pasó por alto ninguna parte mía en su ansioso desenfreno de palpar, mirar y juguetear, su vigor no retornó tan pronto y más de una vez lo sentí golpeando a la puerta, pero en tan malas condiciones que me pregunté si hubiese podido entrar, aunque la hubiese mantenido muy abierto. El pensaba que yo conocía muy mal la naturaleza de las cosas para sentirse confuso o arrepentido; y siguió fatigándose y fatigándome durante mucho tiempo antes de estar en condiciones de proseguir sus ataques con alguna esperanza de éxito, momento en que lo mantuve a raya y lo inflamé tanto al mismo tiempo, que antes de que hiciera ningún progreso en materia de penetración quedó empapado en un delicioso sudor y totalmente agotado. De modo que recién por la mañana logró ser admitido hasta la mitad del camino, mientras yo gritaba y me quejaba todo el tiempo de su prodigioso vigor y de la inmensidad de lo que parecía estar desgarrándome. Finalmente, se cansó de sus atléticos afanes; mi campeón comenzó a ceder y recibió con alegría el refresco del descanso. Entonces, besándome con mucho afecto y recomendándome que descansara, se quedó profundamente dormido; en cuanto me aseguré de ello y con mucha prudencia, para no despertarlo con mis movimientos, con mucha precaución y calma, utilicé el dispositivo de la señora Cole para perfeccionar los signos de mi virginidad.
En cada uno de los postes de la cabecera de la cama, justo por encima de donde se inserta la armadura, había un cajoncillo tan hábilmente adaptado a las molduras de la madera que podría haber pasado desapercibido a la búsqueda más cuidadosa; los cajones se abrían y se cerraban fácilmente, tocando un resorte y cada uno de ellos contenía un pequeño cuenco lleno de una sangre fluida en la que había, pronta para su uso, una esponja empapada. Sólo había que estirar la mano para alcanzarla, sacarla y exprimirla entre los muslos, donde derramaba mucho más líquido rojo del que era necesario para salvar el honor de una joven; después de lo cual, guardándola y tocando el resorte toda posibilidad de descubrimiento o de sospecha desaparecía tras un trabajo que no tomaba ni un minuto y que era igualmente practicable en los dos lados de la cama, ya que los dos postes estaban igualmente guarnecidos. La verdad es que si hubiese despertado y me hubiera sorprendido, hubiese quedado llena de vergüenza y confusión; pero con las precauciones que tomé, el riesgo era de uno a mil en mi favor.
Tranquila y sin temer dudas ni sospechas de su parte, me dediqué de buena gana al reposo; pero no pude obtenerlo; ya que una media hora después, mi caballero volvió a despertar; se volvió hacia mí y, aunque fingí estar profundamente dormida, no me respetó, sino que ciñéndome y tratando de reiniciar el acceso comenzó a besarme y acariciarme, hasta que fingiéndome recién despierta, me quejé de la molestia y el cruel dolor del que me había rescatado mi breve descanso. Pero como estaba ansioso de placer y de consumar su triunfo total sobre mi virginidad, dijo todas las cosas que podrían vencer mi resistencia y sobornar mi paciencia para conseguir sus fines, cosa a la que ahora estaba dispuesta, al estar segura de las sangrientas pruebas que había preparado de su victoriosa violencia, aunque aún me parecía de buena política no dejarle entrar por un rato. Por tanto, sólo respondí con suspiros y quejidos, diciendo que estaba tan lastimada que no podía soportarlo... que estaba segura de que me había causado un grave daño... que había... que era un hombre muy malo. Ante esto, levantó las mantas y mirando el campo de batalla a la luz de una candela agonizante, vio claramente que mi camisa, mis muslos y la sábana estaban manchadas por lo que juzgó de buena gana como una efusión virginal causada por su última semipenetración; convencido y transportado con eso, nada hubiese podido igualar su júbilo y exaltación. La ilusión era completa y ninguna otra concepción entró en su cabeza además de la de haber estado trabajando en una mina aún no explotada, idea que ante una evidencia tan fuerte, redobló inmediatamente su ternura por mí y su ardor por terminar de abrirla. Entonces, besándome con embeleso me consoló y me pidió perdón por el dolor que me había causado, observando además que era una cosa pasajera, pero que lo peor ya había pasado y que con un poco de valor y constancia lo superaría y nunca más sentiría otra cosa que un inmenso placer. Poco a poco, consentí que me convenciera y dándole, por así decirlo, la razón, aflojé insensiblemente los muslos permitiéndole el acceso; pero cuando entró un poco en mí le apronté una buena recepción, ya que me retorcí tan bien que no le permití avanzar en línea recta por el canal y haciendo contorsiones con destreza, le creé dificultades artificiales para avanzar, cosa que realizó pulgada a pulgada con los más laboriosos esfuerzos, mientras yo me quejaba amargamente hasta que, finalmente, logrando introducirse con todas sus fuerzas, se alojó por completo, dando el coup de grace a mi virginidad; eso me dio el pie para terrible gritos mientras él, triunfante como un gallo que golpea las alas sobre su atropellada amante, proseguía sus placeres hasta alcanzar finalmente un nivel que anunció su disolución; mientras yo yacía desempeñando el papel de la ex doncella profundamente herida, aterrorizada y deshecha.
Preguntaréis, quizás, si en todo este tiempo tuve alguna sensación de placer. Os aseguro que poco o nada hasta el final en que una levísima inquietud nació mecánicamente de una lucha tan prolongada y de las frecuentes agitaciones de esa parte tan sensible; en primer lugar no sentía ninguna inclinación por la persona cuyos abrazos soportaba exclusivamente por razones mercenarias y, además, no me sentía demasiado satisfecha con el papel de mujerzuela que desempeñaba, por muchas excusas que pudiera encontrar de mi actuación; así, esa insensibilidad hizo que me mantuviera dueña de mis emociones y pensamientos y pudiera llevar a cabo una falsificación tan peligrosa gracias a mis fingimientos.
Cuando finalmente recuperé una apariencia de vida merced a sus tiernas condolencias, besos y abrazos, afeé su conducta y le reproché que me hubiese arruinado la vida; lo hice en términos tan naturales que aumentaron su satisfacción consigo mismo por haberla logrado. Cuando intentó hacerlo de nuevo, le insinué que sería favorable ahorrar sus fuerzas, pues se hallaba en tal estado de debilidad. Para halagar sus proezas, fingí estar demasiado lastimada y dolorida como para resistir una nueva prueba; entonces me concedió graciosamente una tregua. A la mañana siguiente me liberé también de que me importunara hasta que llegó la señora Cole, a quien llamó, y la enteró en términos de gran júbilo y entusiasmo de su triunfante certeza acerca de mi virtud y del golpe de gracia que me había propinado durante la noche, golpe del que, según agregó, ella vería suficientes pruebas, escritas con sangre en las sábanas.
Podéis imaginar la forma en que una mujer de su habilidad y experiencia manejó el asunto e hizo alarde ante él con exclamaciones de vergüenza, cólera, compasión por mí y alegría, porque todo había terminado bien; en esto último, creo que era absolutamente sincera. Y ahora, la objeción que había planteado de forma invencible a que yo pasara la primera noche en sus habitaciones (objeción cuidadosamente calculada para facilitar la intriga) a causa de los miedos y terrores de una doncella ante la idea de ir a casa de un caballero y estar a solas con él en la cama, quedó superada y pretendió convencerme en su favor, de que debía ir a verle allí siempre que él lo deseara, mientras mantenía las apariencias de trabajar con ella, de modo de no perder las perspectivas de encontrar un buen marido; al mismo tiempo, su casa no correría el riesgo de un escándalo. Todo esto parecía tan razonable, tan considerado para con el señor Norbert que éste no advirtió que ella no quería que viniera a su casa por temor a que descubriera ciertas inconsistencias en la conducta que había fingido ante él; además, este plan favorecía su comodidad y sus planes de libertad.
Dejándome entonces para mi bien ganado descanso, el señor Norbert se levantó y, después de que la señora Cole arregló con él todo lo concerniente a mí, lo hizo salir de la casa sin ser visto. Después, como yo estaba aún despierta, entró y me congratuló por mi éxito. Comportándose, además, con su habitual moderación y generosidad, rehusó cualquier porción de la suma que yo había ganado y dispuso una forma tan fácil y segura de arreglar mis bienes, que eran ya una pequeña fortuna, de modo que hasta un niño de diez años podría haber controlado las cuentas y conservado el dinero sin peligro.
Ahora había recuperado mi estado anterior de mantenida y solía visitar puntualmente al señor Norbert en sus habitaciones cada vez que mandaba un mensajero por mí; yo me preocupaba de acudir inmediatamente, procediendo con tanta prudencia que nunca supo la naturaleza de mis relaciones con la señora Cole; como por su indolencia se entregaba al ocio y a las diversiones de la ciudad, la perpetua prisa de éstas no le daba tiempo de ocuparse de sus propios asuntos y mucho menos, de los míos.
Por cierto que, si puedo juzgar por mi propia experiencia, nadie es mejor tratada y mejor pagada durante su reino que la amante de aquellos que, enervados por la naturaleza, el libertinaje o la edad, tienen menos aptitudes para el sexo; conscientes de que una mujer debe ser satisfecha de alguna manera, la colman de mil pequeñas atenciones, presentes, caricias o confidencias y agotan sus invenciones de medios y trucos para de algún modo compensar su deficiencia capital y hasta para atenuarla; ¿a qué refinamientos del placer no recurren para aumentar sus lánguidos poderes y forzar a que la naturaleza se ponga al servicio de su sensualidad? Pero ésa es su desgracia porque cuando a fuerza de excitación, preocupación, caricias, posturas especiales, movimientos lascivos, consiguen finalmente un relámpago de enervado placer, ven que al tiempo han encendido una llama en la mujer objeto de su pasión que, al no poder extinguir por sí mismos, la empujan en brazos de otro que pueda finalizar el trabajo y se transforman así en alcahuetes de algún favorito capaz de una ejecución más vigorosa y satisfactoria; las mujeres de nuestra clase, especialmente, por bien dispuestos que estén en sus corazones, poseen una parte real que las controla, que se gobierna según sus propios principios, ninguno de los cuales es más fuerte en la práctica que el que prefiere el hecho al dicho.
El señor Norbert, que sé encontraba en este desgraciado caso, aunque afirmaba que yo le gustaba extremadamente, muy pocas veces podía consumar el principal placer conmigo sin una larga variedad de preparativos que resultaban al mismo tiempo, fatigosos e inflamatorios.
A veces me colocaba, totalmente desnuda en una alfombra junto a un buen fuego para poder contemplarme casi durante una hora, disponiéndome en todas las figuras y actitudes corporales que podía adoptar, besándome en todas partes, sin exceptuar las más secretas y críticas que recibían la mayor parte de esos homenajes. Luego, sus caricias eran exquisitamente lascivas, tan lujuriosamente penetrantes a veces que me enloquecían con titilantes ardores; pero después de todo, cuando con gran esfuerzo lograba una breve erección, quizás la perdía en un acceso de sudores o en una efusión prematura y abortada que se burlaba de mis ardientes deseos. O, si conseguía llegar a destino, ¡qué débil y cobarde la ejecución! ¡Cuán insuficiente la aspersión de unas pocas gotas para extinguir el fuego que había encendido!
Una noche —no puedo evitar el recuerdo—, volviendo a casa desde la suya, con los ánimos soliviantados de una forma que su varita mágica no había logrado sosegar, fui abordada, al doblar una esquina, por un joven marinero. Yo llevaba el sencillo, cuidado y garboso vestido blanco que usaba siempre y quizás tuviera un cierto aire de inquietud diferente de la compostura que comunican los pensamientos serenos. Sea como sea, me tomó y sin más ceremonias me echó los brazos al cuello y me besó tumultuosa y dulcemente. Lo miré con un principio de cólera e indignación por su grosería, estados que se suavizaron, transformándose en otros sentimientos cuando lo miré: era alto, muy varonil y agradable de cara y cuerpo, de modo que terminé mi mirada preguntándole en tono bastante tierno qué se proponía. Ante esto, con la misma franqueza y vivacidad con que había comenzado, me propuso invitarme con un vaso de vino. Lo cierto es que si hubiese estado con la sangre más tranquila y si no hubiera sido sometida al dominio de irritaciones y deseos no apaciguados, hubiese rehusado sin dudar; pero no sé cómo, mis acuciantes necesidades, su figura, la ocasión y si queréis la poderosa combinación de todas esas circunstancias con la curiosidad por conocer el fin de la aventura, y la novedad de ser tratada como una vulgar prostituta callejera, me hicieron consentir en silencio; en una palabra, no era a mi cabeza a quien obedecía. Permití que este barco de guerra me remolcara, por así decirlo, cogiéndome del brazo con tanta familiaridad como si me hubiese conocido desde siempre y llevándome a la taberna más cercana, donde nos hicieron pasar a un cuartucho a un lado del pasillo. Allí, y conteniéndose apenas hasta que el dependiente trajo el vino que habíamos pedido, me abordó directamente, quitándome la pañoleta, dándome un sonoro beso y dejando mis pechos a la vista; luego los palpó con la perspicacia del gusto que abrevia un ceremonial más fatigoso que agradable en circunstancias tan apremiantes. Luego dirigiéndonos al punto principal, no hallamos comodidades para nuestros fines, ya que tres sillas cojas y una mesa destartalada componían todo el mobiliario de la habitación. Sin más alharacas, me plantó con la espalda contra la pared y me subió las enaguas y sacando una verdadera maravilla la lució, blandiéndola, ante mis ojos; poniendo manos a la obra con un ímpetu causado, muy probablemente por una larga abstinencia en el mar, intentó hacerme probar su producto. Yo vacilé y luego acepté la postura, haciendo lo posible por adaptarme a él; una parte logró introducirse, pero las cosas no eran aún como él las deseaba. Entonces, cambiando sus baterías en un instante, me llevó hasta la mesa y con una enorme mano apoyó mi cabeza sobre ella; con la otra, levantando mis enaguas y mi camisa, dejó al descubierto mis nalgas para su ciego y furioso mentor; forzó su camino entre ellas y yo, sintiendo claramente que no se dirigía a la puerta adecuada y que golpeaba desesperadamente en la indebida, se lo dije.
—Bah —respondió él—, cuando hay tormenta, cualquier puerto es bueno.
Sin embargo, alterando la dirección y bajando la puntería, logró centrar la mira; entonces impulsando su deliciosa rigidez a toda máquina, me dio el tout con tanto ánimo y fuego que, dada la buena disposición en que me hallaba al encontrarlo, y la excitación terrible que sentía, hizo que le ganara de mano y experimentara la disolución; exprimiéndolo mientras sufría ese abrazo convulsivo, le extraje un riego tan generoso que junto a mis propias efusiones, empapó esas partes y ahogó en un diluvio toda mi rabiosa conflagración de deseo.
Cuando todo pasó, retirarme se transformó en mi principal preocupación; porque aunque me había sentido muy complacida por la diferencia entre esta cálida andanada, tan vivamente derramada en mí, y los cansadores tocamientos y juegos a los que había debido las llamas no extinguidas que me habían hecho dar este paso, ahora que mi cabeza estaba más fría, comencé a percibir el peligro de entablar una relación con este agradable —por cierto— desconocido; quien por su parte habló de pasar la noche conmigo y continuar las intimidades con un aire decidido que me hizo temer que no sería tan fácil librarme de él como yo deseaba. Mientras tanto, oculté hábilmente mi inquietud y pretendí que me quedaría con él de buena gana, diciéndole que sólo tendría que ir a mi casa a dar unas indicaciones y luego volvería a toda prisa. El se tragó todo esto, pensando que yo era una de esas desgraciadas vagabundas que se dedican a dar placer al primer rufián que se inclina a recogerlas y, por supuesto, que difícilmente me arriesgaría a perder mi paga no volviendo a terminar el trabajo. Así, nos separamos, no antes de que lo oyera ordenar una comida a la que tuve la grosería de no acompañarlo.
Pero cuando llegué a casa y conté mi aventura a la señora Cole, ésta presentó ante mí con tanta fuerza la naturaleza y las peligrosas consecuencias de mi locura, especialmente para mi salud, al ser tan pierniabierta y libre, que no sólo tomé la resolución de no volver a aventurarme de forma tan temeraria —intención que mantuve con toda firmeza—, sino que pasé muchos días en una continua inquietud por temor a tener otras razones —además del placer— para recordar el encuentro; pero esos miedos fueron una afrenta a mi lindo marinero, por lo cual le ofrezco con alegría esta reparación.
Ya había vivido un cuarto de año con el señor Norbert, y en ese tiempo había dividido muy agradablemente mi tiempo entre mis diversiones en casa de la señora Cole y mis atenciones con dicho caballero, que me pagaba generosamente por la complacencia sin límites con que toleraba pasivamente todos los caprichos de su placer y que habían hecho que me apreciara tanto que, hallando, como decía, toda la variedad en mí, le había hecho perder su gusto por la inconstancia y las caras nuevas. Y, lo que era por lo menos agradable y halagador para mí que su amor y su cariño, tanto como mucho más halagador para el amor que le había inspirado, dio lugar a una deferencia hacia mí que fue muy útil para su salud, ya que habiendo llegado por medio de súplicas y argumentaciones a una mayor parsimonia, asegurando la duración de sus placeres por la moderación en su uso, y corrigiendo los excesos a que era tan adicto y que habían debilitado su constitución y destruido sus poderes justo en el punto para el que más le importaba vivir, se había vuelto más delicado, más moderado y, finalmente, más saludable; por ello, su gratitud estaba tomando un giro muy favorable para mi destino cuando, una vez más, los caprichos de éste quitaron la copa de mis labios.
Su hermana, lady L..., por quien sentía un gran afecto, le rogó que la acompañara a Bath para una cura, favor que no podía rehusarle; por esta razón y aun cuando no pensaba separarse de mí por más de una semana, se despidió con un disgusto de mal agüero, dejándome con una suma muy superior a sus posibilidades y poco consistente con la brevedad del viaje. Este terminó siendo el más largo que se puede emprender, el que sólo se hace una vez. Llegando a Bath, no pasaron dos días antes de que se excediera bebiendo con unos caballeros, cosa que le provocó una gran fiebre que se lo llevó en cuatro días, durante los cuales no dejó de delirar. Si hubiese podido hacer testamento quizás podría haberme mencionado favorablemente en él. Así fue que lo perdí, y como ninguna condición de la vida está más sujeta a revoluciones que la de una mujer de placer, pronto recuperé mi alegría y encontrándome nuevamente excluida de la lista de las mantenidas, volví al seno de la comunidad de la que había sido, en cierto modo, arrebatada.
La señora Cole, continuando con su actitud amistosa, me ofreció su ayuda y su consejo para una nueva elección; pero ahora yo era suficientemente rica como para tomarme mi tiempo; en cuanto a mis necesidades físicas de placer, su presión e importancia quedaban muy disminuidlas por la conciencia de la facilidad con que podían ser satisfechas en casa de la señora Cole, donde Louisa y Emily continuaban las viejas costumbres. Mi antigua favorita, Harriet, solía venir a verme con frecuencia y me entretenía con su mente y su corazón, llenos de su querido baronet, a quien amaba con ternura y constancia pese a que la mantenía y, lo que es más, la había independizado por medio de una generosa suma que había adjudicado a Harriet y los suyos. Estaba entonces sin empleo regular cuando un día la señora Cole, en el curso de las constantes confidencias que nos hacíamos, me enteró de la existencia de un tal señor Barville, recién llegado a la ciudad y cliente de su casa; estaba bastante perpleja ante la necesidad de proporcionarle una compañera adecuada, punto de gran dificultad porque estaba bajo la tiranía de un gusto cruel: el ardiente deseo, no sólo de ser despiadadamente azotado sino de azotar a los demás, de modo que aunque recompensaba con extravagancia a las que tenían el valor y la complacencia de someterse a sus humores, había muy pocas —por lo exigente de su gusto— que estuviesen dispuestas a turnarse con él a riesgo de perder la piel. Lo que hacía aún más extraño a este raro capricho era que el caballero era joven, pese a que este gusto suele atacar, según parece, con la edad; ella determina que algunos sujetos se vean obligados a recurrir a esos expedientes para acelerar la circulación de sus perezosos jugos y determinar que los espíritus del placer confluyan hacia esas debilitadas y encogidas partes que sólo cobran vida en virtud de los excitantes ardores creados por los castigos de sus oponentes, con los que obtienen una afinidad tan singular.
Todo esto no me fue comunicado por la señora Cole, con la esperanza de que le ofreciera mis servicios; cómodas como eran mis circunstancias, tendría que haberme tentado con un beneficio inmenso, por cierto, para inducirme a emprender un trabajo semejante; tampoco yo había expresado —ni lo había sentido— un gusto ni una curiosidad por conocer más de un capricho que prometía tantos más dolores que placeres a quienes no necesitaban de tan violentos acicates; pero entonces, ¿qué me movió a ofrecerme voluntariamente para una fiesta de dolor, sabiendo que sería así? Para decir la verdad, fue un capricho súbito, la fantasía de intentar un nuevo experimento, mezclado con la vanidad de probar mi valor personal a la señora Cole, lo que me determinó, sin pensar en los riesgos, a proponerme a ella, eximiéndola de ulteriores búsquedas. Y por cierto, la sorprendí y la complací poniendo, en esta ocasión, mi persona francamente y sin reservas a su disposición y a la de su amigo.
Mi buena madre temporal fue, sin embargo, suficientemente bondadosa como para usar todos los argumentos que pudo imaginar para disuadirme; pero como descubrí que sólo se inspiraban en la ternura, persistí en mi resolución y de ese modo exculpé a mi oferta de cualquier sospecha de no haber sido sincera, o de haber sido sólo una formalidad. Dando su agradecida conformidad, la señora Cole me aseguró que se me pagaría liberalmente y que el secreto de la transacción sería preservado para evitar el ridículo con que vulgarmente se la consideraba. Por su parte, ella consideraba que el placer de una u otra clase era el puerto de destino universal, y que todas las alas que volaban hacia allí eran buenas, siempre que no perjudicaran a nadie; que más bien compadecía que culpaba a esas personas desgraciadas que están bajo una compulsión de la que no pueden huir, la de esos gustos arbitrarios que rigen sus apetitos con irresponsable control; gustos tan infinitamente diversos como superiores e independientes de todo razonamiento, como los diferentes gustos de la humanidad en materia de paladar y viandas, ya que algunos estómagos delicados sienten náuseas ante la carne y no hallan sabor más que en los platos de lujo muy sazonados, mientras otros se jactan de detestarlos.
Ya no necesitaba más preámbulos, ni aliento ni justificaciones; había dado mi palabra y estaba dispuesta a cumplir con ella. Por lo tanto, se fijó la noche y se me dieron todas las necesarias instrucciones previas acerca de cómo actuar y conducirme. El comedor, fue preparado e iluminado de forma adecuada y el joven caballero se acomodó allí, esperando que yo le fuera presentada.
Entonces fui llevada hasta él por la señora Cole, quien me presentó; vestía, según sus instrucciones, un deshabillé muy suelto, adecuado para los ejercicios a que debería someterme. Todo era de un blanco uniforme y del lino más fino: bata, enaguas, medias y escarpines de satín, como si fuera una víctima yendo al sacrificio, mientras mis cabellos castaño oscuro caían en pesados bucles sobre mi cuello, creando un agradable contraste de color con mis ropas.
En cuanto el señor Barville me vio, se puso de pie, con un visible aire de placer y sorpresa y mientras me saludaba, preguntó a la señora Cole si era posible que una criatura tan fina y delicada se sometiera voluntariamente a semejantes sufrimientos y rigores como los que entrañaba esta misión. Ella le contestó adecuadamente y leyendo en sus ojos que nunca resultaría excesiva la rapidez en dejarnos solos, se marchó, después de recomendarle moderación con una novicia.
Pero mientras ella ocupaba su atención, la mía se había concentrado en el examen de la figura y la persona de este desgraciado caballero, irremediablemente condenado a que le metieran el placer a golpes, como los conocimientos a los niños.
Era muy rubio, de tez suave y no representaba más de veinte años, aunque tenía tres más de lo que mis conjeturas le habían atribuido; debía este error favorable a la gordura que se extendía por su breve estatura y a una cara redonda, rechoncha y sonrosada que le daba el aspecto de un Baco, aunque un aire de austeridad, por no decir de dureza, que no se correspondía con su cara, borraba la alegría necesaria para completar el parecido. Sus vestidos eran muy cuidados pero simples y muy inferiores a la amplia fortuna de que gozaba; esto también era un gusto suyo y no un rasgo de avaricia.
En cuanto la señora Cole se hubo ido, me sentó a su lado y la expresión de su cara se modificó al mirarme, tomando una expresión de gran dulzura y buen humor, más notable por el brusco cambio desde el otro extremo, cosa que según descubrí después, cuando conocí más su carácter, se debía a un estado habitual de conflicto y disgusto consigo mismo, por ser esclavo de un gusto tan particular, a causa de un ascendiente constitucional que lo volvía incapaz de sentir ningún placer si no se sometía antes a esos medios extraordinarios de procurarlos por medio del dolor. La constancia de las quejas de su conciencia habían marcado, a la larga, ese tono de amargura y severidad en sus rasgos, tono que era, en realidad, muy ajeno a la dulzura natural de su temperamento.
Después de una cuidadosa preparación por medio de excusas y aliento para que desempeñara mi papel con ánimo y constancia, se acercó al fuego, mientras yo iba a buscar los instrumentos disciplinarios a un armario; eran varias varillas, cada una hecha con dos o tres ramitas de abedul atadas juntas; él las tomó, las tocó y las miró con mucho placer, mientras yo sentía un estremecedor presagio.
Luego, trajimos desde el extremo de la habitación un gran banco, vuelto más cómodo mediante un cojín blando con un forro de calicó; cuando todo estuvo listo, se quitó la chaqueta y el chaleco y, así qué me lo indicó, desabotoné sus calzones y levanté su camisa por encima de la cintura, asegurándola allí; cuando dirigí, lógicamente, mis ojos a contemplar el objeto principal en cuyo favor se estaban tomando estas disposiciones, parecía encogido dentro del cuerpo, mostrando apenas la punta sobre el matorral de rizos que vestía esas partes, como un abadejo asomando entre la hierba.
Inclinándome entonces para soltar sus ligas me ordenó que las usara para atarle a las patas del banco, un detalle no muy necesario, supuse, ya que él mismo lo prescribía, como el resto del ceremonial.
Lo llevé hasta el banco y, de acuerdo a mis instrucciones, fingí obligarlo a acostarse allí, cosa que hizo después de alguna resistencia formal. Quedó tendido cuan largo era, boca abajo, con un cojín debajo de la cara; mientras yacía mansamente, até sus manos y sus pies a las patas del banco; hecho esto y con la camisa subida por encima de la cintura, bajé sus calzones hasta las rodillas de modo que exhibía ampliamente su panorama posterior, en el que un par de nalgas gordas, suaves, blancas y bastante bien formadas se levantaban como cojines desde dos carnosos muslos y terminaban su separación uniéndose donde termina la espalda; presentaban un blanco que se hinchaba, por así decirlo, para recibir los azotes.
Tomando una de las varillas me coloqué encima de él y de acuerdo a sus órdenes le di diez latigazos sin tomar aliento, con muy buena voluntad y el máximo de ánimo y vigor físico que pude poner en ellos, para hacer que esos carnosos hemisferios se estremecieran; él mismo no pareció más preocupado o dolorido que una langosta ante la picadura de una pulga. Mientras tanto, yo contemplaba atentamente los efectos de los azotes que, a mí, por lo menos, me parecían muy crueles; cada golpe había rozado la superficie de esos blancos montes, enrojeciéndolos y golpeando con más fuerza en la zona más alejada de mí habían cortado en los hoyuelos unos cardenales lívidos de los que brotaba la sangre; de algunos de los cortes, tuvo que retirar trocitos de la varilla que habían quedado incrustados en la piel. La crudeza de mi trabajo no era asombrosa, considerando que las varillas eran verdes y yo había azotado con severidad mientras la superficie de la piel estaba tan tensa sobre la pulpa dura y firme que la llenaba que difícilmente podía ceder o cimbrear bajo los latigazos, los que, por lo tanto, tenían mayor efecto y herían la carne viva.
Yo me sentí tan conmovida ante ese patético espectáculo que me arrepentí profundamente de mi compromiso, y lo hubiese dado por terminado, pensando que ya había tenido bastante, si no me hubiera animado y rogado encarecidamente que prosiguiera; le di diez azotes más y luego, mientras descansaba, examiné el aumento de apariencias sangrientas. Finalmente, endurecida ante la visión por su resolución de sufrir, continué disciplinándolo con algunas pausas, hasta que observé que se enroscaba y retorcía de un modo que no tenía ninguna relación con el dolor sino con alguna sensación nueva y poderosa; curiosa por comprender su significado, en una de las pausas, me acerqué, mientras él seguía agitándose y restregando su vientre contra el cojín que había abajo y acariciando primero la parte sana y no golpeada de la nalga más próxima a mí e insinuando después mi mano debajo de sus caderas, sentí en qué posición estaban las cosas adelante, cosa que resultó sorprendente: su máquina, que por su aspecto yo había considerado impalpable, o por lo menos diminuta, había alcanzado ahora, en virtud de la agitación y el dolor de sus nalgas, no sólo una prodigiosa erección sino un tamaño que me asustó hasta a mí, un grosor inigualado, por cierto, cuya cabeza llenaba mi mano hasta colmarla. Y cuando quedó a la vista, a causa de sus agitaciones y retorcimientos, se hubiera dicho un solomillo de la ternera más blanca, gordo y corto para su anchura, igual que su dueño. Pero cuando sintió mi mano allí me rogó que continuara azotándolo con fuerza, porque si no no llegaría a culminar su placer.
Retomando entonces las varillas y el ejercicio, había consumido ya tres haces cuando, después de un aumento de las luchas y movimientos y uno o dos profundos suspiros vi que se quedaba inmóvil y silencioso y luego me rogaba que desistiera, cosa que hice instantáneamente, procediendo a desatarle; no pude menos qué asombrarme ante su pasiva fortaleza al ver la piel de sus nalgas heridas y destrozadas y antes tan blancas, suaves y pulidas; ahora tenían uno de sus lados convertido en una red de magulladuras, carne lívida, incisiones y coágulos, tanto que cuando se puso de pie apenas podía andar. En una palabra, estaba frágil como una rosa.
Luego, percibí claramente en el cojín los rastros de una efusión muy abundante; su holgazán miembro ya había vuelto a su viejo refugio, donde se había ocultado, como avergonzado de mostrar su cabeza que nada, aparentemente, podía estimular más que los golpes que se asestarán a sus vecinos del fondo, vecinos que se veían constantemente obligados a sufrir por causas de sus caprichos.
Mi caballero había vuelto a ponerse sus ropas y a arreglarse cuando, dándome un beso y colocándome a su lado, se sentó tan cuidadosamente como pudo, con un lado fuera del almohadón, ya que estaba demasiado dolorido para soportar ninguna parte de su peso.
Entonces me agradeció el extremo placer que le había procurado y viendo, quizá en mi rostro, restos del terror y la aprensión que sentía ante las represalias en mi propia piel, por lo que había hecho sufrir a la suya, me aseguró que estaba dispuesto a devolver mi palabra si yo me sentía en el compromiso de soportar sus castigos, como él había soportado los míos; pero que si consentía en ello, tendría en cuenta la diferencia que existía entre los sexos en materia de delicadeza y capacidad para soportar el dolor. Esto me devolvió la intrepidez y picó mi vanidad; pensé que no debía retroceder tan cerca de la prueba, especialmente porque sabía muy bien que la señora Cole era testigo presencial desde su puesto de espionaje, del total de nuestras transacciones. Ahora temía menos por mi piel que por la posibilidad de que no me proporcionara la oportunidad de demostrar mi ánimo.
Mi respuesta estuvo en consonancia con esta disposición, pero mi valor estaba más en mi cabeza que en mi corazón y, como los cobardes se precipitan hacia el peligro que temen, para liberarse lo antes posible de esta espantosa sensación, me sentí complacida cuando se apresuró a ejecutar sus intenciones.
Tuvo muy poco que hacer: aflojar las cintas de mis enaguas y levantarlas, junto con mi camisa hasta la altura del ombligo donde las amontonó flojamente, para poder levantarlas más aún si le placía. Luego, contemplándome al parecer con gran deleite, me acostó boca abajo en el banco y, cuando esperaba que me atase como yo había hecho con él y le tendí las manos no sin miedo y algunos temblores, me dijo que de ninguna manera me aterrorizaría sin necesidad de ese confinamiento, porque aunque se proponía poner a prueba mi constancia, había decidido que todo sería enteramente voluntario por mi parte y por lo tanto debía estar plenamente libre para levantarme si consideraba que el dolor era excesivo. No podéis imaginar cuán atada me sentí por esta posibilidad de estar suelta y cuánto ánimo me proporcionó su confianza en mí, de modo que hasta mí corazón se despreocupó de lo que mi carne pudiera sufrir para honrarla.
Todas mis partes posteriores, desnudas hasta la cintura, estaban ahora a su merced; primero se paró a una distancia conveniente, deleitándose con un examen de la actitud en que me encontraba y de las mercancías secretas que exhibía generosamente ante él. Luego, acercándose ansiosamente, cubrió esas partes desnudas con una profusión de cariñosos besos, para después, cogiendo la varilla, jugueteó conmigo, golpeando dulcemente esas tiernas y temblorosas masas de carne, sin lastimarlas; hasta que, gradualmente, con azotes más enérgicos, las hizo hormiguear, haciéndolas sonrojarse, cosa que supe tanto por el flagrante calor que sentí allí como porque él me dijo que ahora emulaban las rosas de mis otras mejillas. Cuando se hubo divertido así, admirando y jugando, pasó a azotarme con más fuerza, haciendo necesaria toda mi paciencia para no gritar y no quejarme. Finalmente sus latigazos fueron tan fuertes que me sacó sangre en muchos golpes; cuando la vio, arrojó la varilla, voló hacia mí, secó con sus labios las primera gotas y chupando las heridas atenuó mis dolores. Pero ahora, poniéndome de rodillas, con las piernas muy separadas, esa tierna parte mía que es, por naturaleza, la provincia del placer, no del dolor, recibió su parte de sufrimientos; mirándola ávidamente dirigió la varilla de forma tal que los agudos extremos de las ramas golpeaban tan sensiblemente que no pude evitar contraer y retorcer mis miembros a causa del dolor; las contorsiones de mi cuerpo debieron colocarlo en una infinita variedad de posturas y puntos de vista, adecuados para complacer la lujuria de su mirada. Pero seguí soportándolo todo sin gritar hasta que, dándome otro descanso, se precipitó, por así decirlo, hacia esa parte cuyos labios y alrededores habían sentido su crueldad y, a modo de reparación, pegó los suyos allí; luego los abrió, los cerró, los pellizcó, tiró con suavidad del musgo que crecía en ello, todo esto con un estilo de rapto apasionado y entusiasta que expresaba un exceso de placer; finalmente, cogiendo nuevamente la varilla, animado por mi pasividad y furioso a causa de ese extraño gusto, hizo que mis pobres nalgas pagaran su entusiasmo, porque, sin darme cuartel, el traidor me cortó de forma tal que, cuando se rindió me faltaba poco para desvanecerme. No emití ni un quejido ni una palabra de enojo; pero para mis adentros resolví con toda seriedad que nunca volvería a exponerme de nuevo a semejantes severidades.
Podéis imaginar, entonces, en qué estado quedaron mis suaves cojines, todos doloridos, en carne viva y terriblemente desgarrados; y lejos de sentir algún placer, más bien las recientes heridas estuvieron a punto de hacerme llorar y no recibí los cumplimientos y las caricias del autor de mis dolores con demasiada satisfacción.
En cuanto acomodé mis ropas para mayor decencia, la discreta señora Cole, en persona nos trajo una comida que podría haber excitado la sensualidad de un cardenal, acompañada por una variedad de los mejores vinos. Colocó todo delante nuestro y salió nuevamente, sin haber creado con palabras ni con sonrisas la menor interrupción ni confusión, en esos momentos de reserva en los que aún no estábamos dispuestos a admitir a un tercero.
Entonces me senté, sin sentir ningún amor por mi carnicero, como no podía dejar de considerarlo; además, me molestaba bastante el aire alegre y satisfecho que exhibía y que me parecía como un insulto hacia mí. Empero, después de haber bebido un vaso de vino muy necesario y haber comido un poco (todo en el más profundo silencio), me sentí algo más alegre y animada, y cuando el ardor empezó a atenuarse, mi buen humor fue volviendo; esa alteración no se le escapó, de modo que dijo e hizo todo lo que podía confirmarme en ella y exaltarla.
Pero, apenas terminamos de comer, un cambio increíble sucedió en mí; unas sensaciones muy violentas y agradablemente fatigosas me conmovieron, sin que pudiera controlarlas, la irritación de los azotes se convirtió en un ardor punzante, en una comezón tan fiera que me hizo suspirar, apretar los muslos, agitarme en mi asiento con una furiosa inquietud, mientras esos picantes ardores, excitados en esas partes sobre las que había caído la tormenta de castigos, desataron legiones de espíritus ardientes, sutiles y estimulantes hacia el sitio opuesto y lugar de reunión, donde su titilación se volvió tan furiosa que me enloquecía. No es asombroso entonces que, en semejante situación y devorada por llamas que lamían toda modestia y reserva, mis ojos, cargados ahora de los más intensos deseos, dispararan hacia mi compañero señales de angustia muy inteligibles... mi compañero, digo, que se volvía más amistoso a cada instante para ellas y más necesario para mis urgentes deseos y esperanzas de alivio inmediato. El señor Barville, para quien estas situaciones no eran desconocidas, pronto supo en qué situación me había colocado mi extremado desorden; quitando la mesa del medio, comenzó un preludio que me halagó con su instantáneo alivio, pero no estaba tan cerca de él como imaginaba, porque cuando se desabotonó y trató de provocar y poner en acción a su inactiva y torpe máquina, tuvo que reconocer sonrojándose que nada bueno se podía esperar de ella, a menos que yo me encargara de volver a excitar sus poderes dormidos refrescando la irritación de los recientes latigazos, ya que igual que la cabeza de un niño, no podía funcionar sin golpes. Comprendiendo entonces que debía trabajar tanto para mi provecho como para el suyo, me apresuré a complacer sus deseos y, abreviando el ceremonial, mientras él se inclinaba con la cabeza apoyada en una silla, apenas le hice sentir el látigo cuando vi que el objeto de mis deseos daba signos de vida y, como tocado por una varita mágica, lograba un gran tamaño y señalada distinción. Apresurándose a dejarme disfrutar de él, me arrojó sobre el banco, pero la renovada sensibilidad de mis partes posteriores era tanta que, al apoyarme con fuerza sobre ellas para lograr la admisión de la estupenda cabeza del ingenio, no pude soportarla. Entonces me puso de pie y traté, inclinándome hacia adelante y volviendo la grupa a mi asaltante de abrirle la avenida posterior, pero así también era imposible soportar su presión contra mí en su agitación y sus esfuerzos para entrar por ese camino, mientras su vientre golpeaba directamente contra las heridas recientes. ¿Qué podíamos hacer? Los dos estábamos intolerablemente calientes, los dos, furiosos... el placer siempre es inventivo para sus fines. Me desvistió en un instante, dejándome completamente desnuda y colocando uno de los grandes cojines del canapé en la alfombra, frente al fuego me colocó suavemente sobre él, cabeza abajo y sujetándome sólo por la cintura, mientras yo ayudaba con muy buena disposición, colocó mis piernas alrededor de su cuello, dé modo que mi cabeza estaba separada del suelo sólo por mis manos y el cojín, que estaba cubierto por mi cabellera; así quedé apoyada en mi cabeza y mis manos, sostenida por él de forma tal que mientras mis muslos lo abrazaban, dejando a la vista el teatro de sus sangrientos placeres, el centro de mi parte delantera se enfrentaba con el objeto de su rabia que ahora estaba en muy buenas condiciones para darme satisfacción por las injurias de sus vecinos. Pero como esta postura no era de las más cómodas y nuestras imaginaciones, heridas al máximo, no podían soportar demoras, él alojó primero con gran diligencia y esfuerzo la gran cabeza, parecida a una panocha, de su instrumento; y ayudado por la furia con que había logrado eso, pronto metió el resto; ahora, con una serie de embestidas fieras y ansiosas, superó y absorbió todo dolor e incomodidad, ya fueran provocados por las heridas de mi trasero, por mi incómoda postura o por el tamaño excesivo de su herramienta, en un infinito y predominante deleite; ahora todos mis espíritus de vida y sensibilidad corrían impetuosamente hacia la gallera, donde el placer se agitaba y se aferraba; sin embargo, pronto sentí el delicioso alivio de la naturaleza en sus violentas tensiones y provocaciones; armonizando con él, mi galán lanzó dentro de mí una cantidad enorme de su balsámica inyección, que suavizó y quitó filo a todos los irritantes aguijones causados por aquella nueva especie de incitación, tan enloquecedora como intolerable, y se instaló en mis sentidos un cierto grado de compostura.
Había llevado a cabo esta extraña aventura, mucho más a mi satisfacción de lo que hubiese supuesto por su naturaleza, satisfacción que no fue disminuida, como podréis imaginar, por los rendidos elogios que tributó mi galán a mi constancia y mi complacencia; para subrayarlos, me hizo un regalo que sobrepasó todas mis esperanzas, además de la gratificación que entregó a la señora Cole.
Sin embargo, en ningún momento fui invitada a renovar mi relación con él ni a recurrir nuevamente al violento expediente de azotar a la naturaleza para que aumentara su velocidad; acto que considero un poco a la manera de una dosis de cantárida, con más dolor quizás, pero menos peligro, y que podía ser necesario para él, pero no por cierto para mí, en quien el apetito requería la brida y no la fusta.
La señora Cole había aumentado su aprecio y cariño por mí después de esta aventura; me consideraba una chica que armonizaba en todo con sus ideas, que no se arredraba ante nada y capaz de pelear hasta el fin con todas las armas del placer. Como consecuencia de estas ideas y atenta, por tanto, a promover mi provecho y mi placer, cuidó mucho del primero con un nuevo galán, de clase muy especial, que me procuró y presentó.
Se trataba de un grave, sosegado y solemne anciano caballero, cuyo peculiar capricho era peinar trenzas; como yo estaba muy afinada con su gusto, solía venir a la hora de mi tocado; soltaba mis cabellos y se los abandonaba para que hiciera lo que quisiera con ellos; él pasaba una hora o más jugando con ellos, peinándolos, enrollando los rizos alrededor de sus dedos y hasta besándolos mientras los alisaba. Todo esto no llevaba a ningún otro uso de mi persona o a ninguna otra libertad, como si la diferencia de sexos no hubiese existido.
Otra peculiaridad de su gusto consistía en regalarme cada vez una docena de los más blancos guantes de cabritilla; luego se entretenía poniéndomelos y mordiendo las puntas de los dedos; por todas estas tonterías de un apetito enfermizo, el anciano caballero pagaba más caro de lo que otros gastaban en favores más esenciales. Esto duró hasta que un violento catarro lo atacó y le obligó a guardar cama, librándome de este muy inocente e insípido frívolo, ya que no volví a saber de él.
Podéis estar segura de que una bagatela de esta clase no interfería otras ocupaciones o planes de vida. En verdad, me conducía con una modestia y reserva que eran menos fruto de la virtud que de la falta de novedades. Una indigestión de placeres y circunstancias fáciles me volvían indiferente a cualquier compromiso en que el placer y el provecho no estuviesen estrechamente unidos; podía aguardar sin impaciencia, poniéndome en manos del destino, pues sabía que no agotaría mis reservas, habiendo sido retribuida a los máximos precios, y mimada con regalo. Además, sacrificando algún impulso momentáneo, encontraba una satisfacción secreta al respetarme a mí misma y al conservar al mismo tiempo la juventud y la frescura de mi tez. Louisa y Emily no llevaban su reserva tan lejos como yo, pero tampoco eran baratas ni se abandonaban al primer venido, aunque dos de sus aventuras parecieran contradecir su carácter; por su singularidad os las contaré, comenzando por la de Emily.
Una noche, Louisa y ella fueron a un baile de disfraces; Louisa vestida de pastora y Emily de pastor; yo las vi antes de que se marcharan y nada en la naturaleza podría haber parecido un muchachito tan bello como esta última, tan rubia y de miembros tan perfectos. Se mantuvieron juntas por algún tiempo, pero Louisa, encontrando a un viejo conocido, dejó sola a su compañera, protegida por su vestido masculino, que no era mucho, y su discreción, que era aún menor. Emily, al encontrarse abandonada, se paseó durante algún tiempo, buscando aire fresco tanto como cualquier otra cosa, hasta que, finalmente, se quitó el antifaz y fue hacia el bufete donde, vigilada y marcada por un caballero que llevaba un elegante dominó, entabló conversación con éste cuando se le acercó. El dominó, después de una breve conversación en la que sin duda, Emily mostró más su buen natural y su docilidad que su ingenio, comenzó a galantearla violentamente y llevándola hacia unos bancos situados en un extremo del salón, la sentó a su lado y pellizcó sus mejillas, apretó sus manos, alabó sus cabellos y jugueteó con ellos y admiró su tez, todo en un estilo de cortejo un poco extraño que la pobre Emily atribuyó a una broma acerca de su disfraz, del que no comprendía el misterio; pero como no era de las más crueles de su profesión, comenzó a sentirse inclinada a un pacto. Pero aquí está el centro de la broma: él la había tomado por lo que parecía ser, un muchachito atrevido; y ella, olvidando su disfraz y, por supuesto, muy distraída, supuso que todo esos galanteos iban dirigidos a una mujer, cuando los debía precisamente a lo contrario. Sin embargo, este doble error prosiguió con tanta fuerza por las dos partes, que Emily, que no veía en él más que a un caballero distinguido por los detalles de su vestimenta a los que no se extendía el disfraz, acalorada por el vino y las caricias de que la había colmado, se dejó persuadir de ir a un lupanar con él y, dejando de lado las recomendaciones de la señora Cole y con confianza ciega, se puso en sus manos para que la llevara donde quisiera. Por su parte, e igualmente cegado por sus deseos, ya que la gregaria simplicidad de Emily favorecía más el engaño que cualquier exquisito artificio, él supuso, sin duda, que había hallado a un bondadoso simplote, adecuado a sus propósitos, o a algún mantenido muy enterado, que lo comprendía y estaba de acuerdo con sus designios. Sea como fuere, la condujo hasta un coche, subió con ella y la llevó a un hermoso apartamento donde había una cama. Emily no supo si era un lupanar, porque no habló con nadie más que con él; pero cuando se quedaron solos y su enamorato comenzó a realizar las extremosidades que descubren inmediatamente el sexo, ninguna descripción podría pintar con realismo la mezcla de irritación, confusión y desilusión que aparecieron en su rostro cuando lanzó la luctuosa exclamación:
—Por todos los diablos, ¡una mujer!
Esto abrió instantáneamente los ojos de ella que habían estado cegados por una total estupidez. El caballero, como si deseara impedirle la huida, siguió jugando con ella y acariciándola, aunque con una alteración tan notoria de su extremo ardor —que se transformó en helada y forzada cortesía—, que hasta Emily no pudo menos que captar; así empezó a desear haber prestado más atención a las advertencias de la señora Cole, acerca de no entablar relación con desconocidos. Ahora un exceso de timidez sucedió a un exceso de confianza y pensó que estaba tan a su merced y discreción que se mantuvo totalmente pasiva durante todo el progreso del preludio, ya que ahora, ya sea porque su gran belleza le había hecho olvidar su sexo o porque su apariencia con ese traje alimentaba su ilusión, él recuperó gradualmente buena parte de su ardor primero. Como Emily seguía con los calzones desabotonados, los bajó hasta sus rodillas y obligándola con suavidad a agacharse con la cara apoyada en la cama la colocó de modo que los dos caminos entre los dos montes posteriores fueran igualmente accesibles; por su parte se encaminó en una dirección tal que la chica se alarmó no poco temerosa de perder una virginidad con la que no había soñado. Sin embargo, sus quejas y su resistencia suave pero firme, lo controlaron, de modo que inclinando la cabeza de su corcel lo guió por un trecho del camino debido, dentro del cual, quizás ayudado por su imaginación que sacó el máximo provecho de las similitudes, llegó al fin de su viaje. Después de eso la acompañó fuera y anduvo dos o tres calles con ella; llamó una silla de manos y haciéndole un regalo no inferior a lo que ella hubiese esperado, la recomendó al conductor que la trajo a casa.
Todo esto nos lo contó a la señora Cole y a mi a la mañana siguiente, no sin restos del miedo y la confusión en que se había hallado, aún fijados en su rostro. La señora Cole observó que como su indiscreción procedía de una facilidad constitucional, había pocas esperanzas de que algo la curara de ella, más que varias experiencias negativas. Yo observé que no podía concebir cómo era posible que los hombres tuvieran un gusto universalmente considerado odioso y que además era absurdo e imposible de gratificar ya que, según mis ideas y la experiencia que tenía de las cosas, la naturaleza no podía forzar una desproporción tan grande. La señora Cole se limitó a sonreír ante mi ignorancia y no dijo nada para desengañarme, cosa que sucedió ante una demostración ocular que me proporcionó un singular accidente pocos meses después, y que os relataré aquí para no tener que volver sobre un asunto tan desagradable.
Con el plan de visitar a Harriet, que había alquilado una casa en Hampton-court, había contratado una carroza para ir hasta allí. La señora Cole había prometido acompañarme, pero algún negocio impostergable intervino para retenerla y tuve que partir sola; apenas había recorrido un tercio del camino cuando el eje de las ruedas se rompió y yo me consideré afortunada cuando entré, sana y salva, en una posada de bastante buena apariencia que había allí. Allí me dijeron que la silla de postas llegaría dentro de dos horas, como máximo y yo decidí que era mejor aguardarla que desistir de mi excursión, de modo que fui conducida por dos tramos de escaleras hasta una habitación muy limpia y decente de la que tomé posesión por el tiempo que debía esperar, con derecho a pedir todo lo necesario para hacer justicia a la posada.
Allí, mientras me entretenía mirando por la ventana, llegó una silla de posta tirada por un solo caballo, de la que saltaron ágilmente dos jóvenes caballeros, porque eso parecían, que entraron como si sólo desearan comer algo y refrescarse un poco, ya que dieron orden de que su caballo se mantuviera listo para proseguir viaje. Después escuché el ruido de la puerta de la habitación vecina, donde los hicieron entrar y dieron unas apresuradas órdenes; en cuanto fueron servidos oí que cerraban la puerta y echaban el cerrojo por dentro.
Un espíritu de curiosidad, nada súbito por demasiado frecuente, me impulsó, sin sentir ninguna sospecha especial, a observar cómo eran sus personas y conducta. La separación de nuestras habitaciones era un tabique de esos que se retiran ocasionalmente para hacer de las dos habitaciones una, cuando lo requieren los huéspedes; ahora mi cuidadosa búsqueda no me proporcionó ni la sombra de una mirilla, circunstancia que probablemente no había escapado al examen de los sujetos del otro lado, a quienes mucho les interesaba no errar en ello. Finalmente observé un parche de papel, del mismo color del friso que, según supuse, escondía alguna falla; estaba tan alto que me vi obligada a subirme en una silla para alcanzarlo, cosa que hice en el mayor silencio posible; con la punta de un alfiler lo atravesé, obteniendo suficiente espacio para espiar. Y ahora, acercando el ojo, dominé perfectamente la habitación y pude ver a mis dos jóvenes galanes retozando y empujándose en lo que consideré travesuras y juegos inocentes.
El mayor podía tener, según supongo, unos diecinueve años; era un muchacho alto y agraciado que llevaba una levita de fustán, una capa verde de terciopelo y una peluca rizada.
El más joven no podía tener más de diecisiete, era rubio, saludable, bien formado y, para decir la verdad, un mozuelo guapo y dulce. Era —supongo— un campesino, a juzgar por sus ropas que consistían en una chaqueta de felpa verde y calzones iguales, chaleco y medias blancas; una gorra de chalán cubría sus cabellos rubios, largos, rizados y sueltos.
Después vi que el mayor echaba una mirada de inspección a todo el rededor de la habitación, aunque probablemente estaba demasiado apurado e inflamado para no haber pasado por alto el pequeño agujero en que yo estaba apostada, especialmente porque era muy alto y mi ojo, muy próximo a él impedía que pasara la luz, traicionando mi presencia; entonces dijo algo a su compañero que modificó rápidamente el aspecto de las cosas.
Porque ahora el mayor comenzó a abrazar y besar al más joven, a poner sus manos en su pecho y a dar señales tan evidentes de sus intenciones amorosas que me hicieron concluir que el otro era una mujer disfrazada; un error en el que coincidí con la naturaleza que, ciertamente, había errado otorgándole el sexo masculino.
Entonces, con la impulsividad de sus años y decididos como estaban a cumplir sus proyectos de descabellado placer, arriesgándose a las peores consecuencias, ya que no era nada improbable que fueran descubiertos, llegaron a extremos tales que pronto supe quiénes eran.
Finalmente, el mayor desabotonó los calzones del otro y retirando la barrera de lino puso a la vista una vara blanca, de tamaño medio y apenas madura; después de palparla y jugar un poco con ella y otros coqueteos —todo lo cual era recibido por el chico sin más oposición que una cierta timidez vacilante, diez veces más agradable que repulsiva— hizo que se volviera, dando la cara a una silla que estaba allí; este Ganímedes que, supongo, conocía su oficio, inclinó obsequiosamente su cabeza contra el respaldo y proyectando su cuerpo hacia atrás ofreció un buen blanco, aún cubierto por la camisa; yo lo veía de lado pero su compañero de frente. Este desenmascaró su artillería y exhibió una macana muy adecuada para convencerme de que era imposible que las cosas se llevaran a extremos tan odiosos, a causa de la desproporción de las partes; empero iba a ser curada de mi incredulidad, incredulidad de la que todos los jóvenes deberían curarse por intermedio mío para que su inocencia no sea atrapada en una celada semejante, por más de desconocer la importancia del peligro. Nada es más cierto que la ignorancia de un vicio no nos preserva de él.
Entonces, haciendo a un lado la camisa del chico y sujetándola debajo de sus ropas, puso a la vista esas eminencias carnosas y globulares que componen los montes del placer de Roma, y que ahora, con el angosto valle que los separa estaban en exhibición y expuestos a su ataque; no pude contemplar las disposiciones que tomó sin estremecerme. Primero, humedeciendo bien con saliva su instrumento, obviamente para ayudarlo a deslizarse, y luego apuntándolo y embutiéndolo, como pude discernir claramente, no sólo por la dirección y porque lo perdí de vista sino por los retorcimientos, las contorsiones y las quejas suavemente murmuradas del sufriente joven. Finalmente, cuando los primeros estrechos de la entrada fueron atravesados todo pareció moverse y funcionar con mucha normalidad, como en un sendero alfombrado, sin roces ni barreras; ahora, pasando un brazo alrededor de las caderas de su querido, se apoderó de su juguete de marfil coronado de rojo que estaba perfectamente rígido y mostraba que aunque por detrás fuera como su madre, por delante era como su padre; así se entretuvo mientras con la otra mano jugueteaba con sus cabellos e, inclinándose hacia adelante cogió su cara, de la que el chico sacudió los rizos que la cubrían a causa de su postura, y acercándola a la suya recibió un largo beso. Después renovó sus impulsos y, continuando el castigo de su trasero, alcanzó la culminación del acceso con los síntomas habituales, dando por terminada la acción.
Tuve la paciencia de contemplar hasta el fin esta criminal escena simplemente para poder reunir más hechos y certezas contra ellos, en mi deseo de hacer justicia con estos desertores; por tanto, cuando recompusieron sus ropas y se prepararon para marcharse, ardiendo como estaba por la rabia y la indignación, salté de la silla con ánimo de alborotar a toda la casa en contra de ellos; lo hice con tanta impetuosidad y mala suerte que algún clavo o aspereza del suelo enganchó mi pie y me hizo caer de cara, con tanta violencia que quedé sin sentido y debo haber quedado allí bastante tiempo ya que nadie acudió a ayudarme. Ellos, alarmados, supongo, por el ruido de mi caída tuvieron más tiempo del necesario para retirarse sin riesgos. Lo hicieron, según me enteré, con una precipitación que nadie comprendió hasta que volví en mí y lo suficientemente compuesta para poder hablar, enteré a los de la casa de la transacción de que había sido testigo.
Cuando volví a casa y narré mi aventura a la señora Cole ella me dijo, con mucha sensatez, que no había duda de que tarde o temprano, el castigo alcanzaría a esos malvados, aunque por ahora escaparan de él y que si yo hubiese sido el instrumento momentáneo de ese castigo, hubiese sufrido mucho más angustia y confusión de lo que imaginaba. En cuanto a la cosa en si misma, cuanto menos se hablara, mejor, pero que aunque ella podía ser sospechosa de parcialidad por hacer causa común con todas las mujeres, de cuyas bocas esta práctica quitaba algo más que el pan, no podía ser acusada de pasión haciendo una declaración que surgía del amor a la verdad, a saber, que fuesen los que fuesen los efectos de esta infame pasión en otros tiempos y otros países, parecía existir una particular bendición en nuestro aire y nuestro clima, porque la marca de la plaga está visiblemente impresa en quienes están corrompidos por ella, al menos en esta nación, ya que entre todos los de esa calaña que había conocido, o por lo menos, de las que eran universalmente sospechosos de escándalo, no podía nombrar ni a uno cuyo carácter no fuera en todos los otros aspectos indigno y despreciable y desprovisto de todas las virtudes varoniles de su propio sexo, y llenos sólo de los peores vicios y locuras del nuestro; que in fine, eran apenas menos execrables que ridículos en su monstruosa inconsistencia de despreciar y condenar a las mujeres y, al mismo tiempo, imitar sus modales, sus aires, sus gestos y su volubilidad y, en general, todas sus afectaciones que, por lo menos, las favorecían más que a esas señoritas-macho sin sexo.
Pero aquí, lavándome las manos de ellos, vuelvo a zambullirme en la corriente de mi historia, en la cual puedo injertar muy bien una terrible humorada de Louisa, en la que tuve alguna participación, a cuyo relato, por otra parte, me había comprometido para favorecer a la pobre Emily. Agregará, además, otro ejemplo a los miles que existen para confirmar la máxima de que cuando las mujeres pierden el control no hay límites para la licencia.
Una mañana, entonces, en que tanto la señora Cole como Emily se habían ausentado por el día y en que sólo Louisa y yo (por no mencionar a la doncella) estábamos a cargo de la casa, entreteniéndonos y pasando el tiempo observando la calle por los escaparates de la tienda, el hijo de una pobre mujer que se ganaba duramente el pan remendando medias en una casilla de las cercanías nos ofreció unos ramilletes que llevaba en un cestito; vendiéndolos, el pobre muchacho suplía lo que faltaba a su madre para el mantenimiento de ambos. El pobre no estaba capacitado para ganarse la vida de otro modo ya que no sólo era un perfecto inocente, o idiota, sino que tartamudeaba tanto que no había forma de entender la media docena, como máximo, de sonidos que sus ideas animales le impulsaban a emitir.
Los niños y los sirvientes del barrio le habían puesto el apodo de Dick el bondadoso, porque el dulce bobalicón hacía todo lo que se le sugería a la primera insinuación, y porque naturalmente carecía de malicia. Además estaba bien formado, era robusto, de miembros sanos, alto para su edad, fuerte como un caballo y además de rasgos agraciados, de modo que su figura no era despreciable, si el refinamiento natural hubiese podido, considerando estos detalles, haber pasado por alto una cara sin lavar, unos cabellos enredados por la falta de peine y un aspecto tan harapiento que podría haber disputado el triunfo a cualquier filósofo pagano.
Veíamos a menudo a este chico y por pura compasión, comprábamos sus flores; sin embargo, justo en el momento en que nos ofreció su cesto, un súbito capricho, un antojo desubicado asaltó a Louisa que, sin consultarme, le hizo entrar y comenzó a examinar los ramilletes; luego cogió dos, uno para ella y otro para mí y sacando media corona se la dio con naturalidad para que se la cambiara, como si esperara que pudiera hacerlo; el muchacho, rascándose la cabeza hizo unos gestos explicando su incapacidad con ellos y no con palabras ya que pese a sus esfuerzos, no podía articularlas.
Ante eso, Louisa dijo:
—Bueno, hijo; sube conmigo y te daré lo tuyo —guiñándome un ojo al mismo tiempo y haciéndome señas de que la acompañara; lo hice, después de cerrar la puerta de calle que, de ese modo, junto con la tienda, quedó a cargo de la fiel doncella.
Mientras subíamos, Louisa me susurró que había concebido un extraño deseo que deseaba satisfacer; quería saber si la regla general se cumplía en este inocente y hasta qué punto la naturaleza había compensado con sus dones corporales la negación de los dones intelectuales más sublimes y al mismo tiempo me suplicaba que la asistiera en la búsqueda de su satisfacción. La falta de complacencia nunca ha sido uno de mis vicios y estuve lejos de oponerme a esta extravagante travesura, de modo que adhiriéndome a su capricho y con mi curiosidad conspirando con la suya me lancé en el proyecto por mi propia cuenta.
Por consiguiente, en cuanto llegamos al cuarto de Louisa, mientras ella se divertía eligiendo los ramilletes, yo tomé la iniciativa e inicié el ataque. Como no era necesario hacer muchos remilgos con un simple inocente, me comporté con mucha libertad, si bien, ante mis primeros movimientos, su sorpresa y su confusión hicieron que recibiera mis avances con embarazo; tanto que retrocedió, sonrojándose, y volvió a retroceder hasta que, animándolo con la mirada, tirándole en broma del pelo, rozando sus mejillas y ayudando a mis intenciones por medio de mil picardías, pronto lo tranquilicé y proporcioné a la naturaleza su más dulce alarma, de modo que excitado y comenzando a sentirlo, pudimos percibir, en medio de todas las risas inocentes que yo había provocado en él, el fuego que se encendía en sus ojos y se difundía por sus mejillas, mezclándose con sus sonrojos. En una palabra, la emoción del placer animal brillaba claramente en el rostro del idiota, aunque asombrado por la novedad de la escena no sabía dónde mirar ni qué hacer; mudo y pasivo, manso, con una sonrisa tonta y la boca semiabierta en un estúpido rapto, se quedó plantado y me dejó hacer con él lo que quería. Dejó el cesto, que Louisa guardó.
Mediante un par de rasgaduras descubrí y palpé sus caderas, cuyo contorno parecía más suave y blanco a causa de la tosquedad y la mugre de sus ropas, como los dientes de los negros parecen más blancos a causa del negro que los rodea; y aunque fuera pobre de ropas y pobre de entendimiento era, sin embargo, muy rico en tesoros personales, como carnes firmes, robustas y rebosantes de los jugos de la juventud y miembros fuertes y bien formados. Mis dedos habían llegado también cerca de la verdadera, la genuina planta sensible que, lejos de evitar el contacto, se alegró de él, hinchándose y creciendo; mi mano me informó agradablemente que todo estaba maduro para el descubrimiento que habíamos planeado y que era tan poderoso que estaba a punto de romper su confinamiento. La pretina que aflojé y un harapo de camisa que quité y que no podría haberlo cubierto ni en una cuarta parte, revelaron el total del estandarte de distinción del idiota, erecto y exhibiéndose orgullosamente... ¡qué maravilla! Era positivamente de un tamaño tan enorme que, preparadas como estábamos para ver algo extraordinario, sobrepasó en mucho nuestras esperanzas y me asombró hasta a mí, que no estaba habituada a tratar con bagatelas. In fine, hubiese servido para realizar una exhibición; su enorme cabeza parecía, por su tono y su tamaño un corazón de borrego y se podría haber jugado a los dados sin riesgo sobre la ancha espalda de su cuerpo; su longitud también era prodigiosa y el rico apéndice de la bolsa del tesoro que había abajo, de proporciones grandes, que, reunida y encrespada en pliegues ligeros ayudaba a llenar el ojo y completaba la prueba de que no era un inocente en vano, ya que era manifiesto que había heredado con largueza la prerrogativa de majestad que distingue a esta —por otros conceptos— desgraciada condición y que ha dado lugar al dicho común: La fruslería de un tonto es la mejor amiga de una dama. Y no sin razón, por cierto ya que, en general en el amor y en la guerra gana el arma más larga. Para abreviar: la naturaleza había hecho tanto por él en esas partes que quizás se consideraba justificada en haber hecho tan poco por su cabeza.
Por mi parte, y sinceramente, no pensaba seguir la broma después de satisfacer mi curiosidad; estaba satisfecha, pese a la tentación que me miraba a la cara, con haber levantado el poste en que otra persona pudiera colgar su guirnalda, porque a estas alturas, leyendo con facilidad los deseos de Louisa en sus ojos anhelantes, desempeñé el papel cómodo, haciéndole señas significativas de que siguiera adelante con su aventura, a ella que no deseaba otra cosa, intimando también que me quedaría a contemplar el juego, con lo cual pensaba satisfacer una nueva curiosidad: observar qué apariencias prestaba la activa naturaleza a un inocente en el curso de su operación preferida.
Louisa, cuyo apetito había sido excitado y que, como la industriosa abeja no tenía inconvenientes en libar de una flor tan rara aunque estuviese plantada en un estercolero, estaba más que dispuesta a beneficiarse de mi cesión. Urgida por sus propios deseos y envalentonada por mí, se decidió a arriesgar sus partes con las del idiota que, a estas alturas estaba noblemente inflamado para sus propósitos por todas las irritaciones que habíamos usado para poner en movimiento los principios del placer y para tensar al máximo los resortes de su órgano; así estaba, rígido y tirante, a punto de estallar con la sangre y los humores que lo habían hinchado... ¡hasta qué tamaño! No, nunca lo olvidaré.
Así, Louisa, tomando la magnífica asa que se le ofrecía de forma tan invitadora llevó al dúctil joven hacia la cama, mientras él cedía gozoso, incitado por el instinto y palpablemente entregado al aguijón del deseo.
Detenida por la cama se dejó caer como le gustaba, al máximo, con mucha delicadeza, sin soltar lo que sujetaba y cuidando de levantar adecuadamente sus vestidos, para que sus muslos, convenientemente separados y elevados dejaran a la vista las perspectivas del tesoro del amor: la abertura de rosados labios que exhibía con tanta generosidad que ni un inocente hubiese podido ignorarla. Tampoco lo hizo ella porque Louisa, totalmente decidida a enfrentarse con ella e incapaz de soportar demoras, dirigió fielmente la punta de la batería que soltó con la rabia de un voraz apetito para encontrar ya favorecer la embestida de la inserción que la fiera actividad de ambas partes realizaron con un tal dolor de distensión qué Louisa gritó violentamente que no podía soportar tanto sufrimiento y que moriría. Pero era demasiado tarde: la tormenta se había desencadenado y la forzaba a soportarla; el hombre-máquina, fuertemente excitado por la pasión sensual, sintió tan virilmente sus ventajas y su superioridad, que el intolerable aguijón del placer, enloqueciendo, comenzó a asumir un carácter tan furioso que me hizo temblar por la frágil Louisa. A estas alturas el muchacho se había metamorfoseado; su rostro, antes tan vacío de expresión y significado, se iluminaba ahora, gracias a la importancia del acto que realizaba. En una palabra, ahora ya no se podía jugar con él. Pero, y lo que era muy agradable, yo misma sentí una suerte de respeto por él, a causa de los gentiles terrores con que lo engalanaban sus movimientos: en vez de ojos, chispas que arrojaban fuego; una cara que resplandecía con los ardores que le daban vida; sus dientes rechinando; todo su cuerpo agitado por un rabioso e incontenible ímpetu; todo traicionaba la formidable fiereza con que el cordial instinto actuaba sobre él. Embistiendo, entonces y corneando hacia adelante, furioso y salvaje como un toro sobreexcitado, paró el tierno surco, insensible a las quejas de Louisa; nada podría haber detenido ni mantenido a distancia una furia como la suya, por lo cual una vez metida la cabeza, su furia ciega hizo entrar el resto, atravesando, hendiendo y abriendo toda obstrucción. La joven, rasgada, abierta, herida, grita, lucha, me llama al rescate e intenta salir de debajo del joven salvaje o sacudirlo, aunque ¡ay! en vano; su aliento hubiese calmado o alejado una tormenta invernal con menos esfuerzo del que hubiese sido necesario para calmar su tosco asalto a desviarle de su camino. Y por cierto, sus esfuerzos y su resistencia eran tan desordenados que más bien servían para enredarla y enmarañarla más en el bramante de sus turbulentos brazos, de modo que estaba atada a la estaca y obligada a seguir la partida aunque muriera en ella. Por su parte, dominado por sus instintos como estaba él, las expresiones de su pasión animal tenían algo de feroz que volvía preocupantes a los besos, mezclados con hambrientos mordiscos amorosos que depositaba en las mejillas y el cuello de Louisa; sus marcas no desaparecieron hasta varios días más tarde.
La pobre Louisa, sin embargo, lo soportó todo mejor de lo que podía esperarse y aunque sufría y mucho, siempre fiel a la buena y vieja causa, padeció con placer y disfrutó de su dolor. Y pronto ya, merced a la fuerza bruta, la máquina furiosa, impulsada por un torbellino, se abrió paso hasta el último extremo y no le dejó en materia de penetración, nada que temer ni que desear y ahora
saciada con el más amable bocado del mundo. (Shakespeare)
Louisa yació complacida hasta el corazón, complacida hasta el máximo en su capacidad de placer, con cada fibra de esas partes estirada al máximo, en un potro de goce, mientras el instrumento de todo este exceso de plenitud despertaba sus sentidos con su dulce superabundancia, hasta que el placer se apoderó de ella, su aguijón se clavó en su centro y dando alcance finalmente al entusiasmo de su furioso conductor y compartiendo el tumulto de su salvaje rapto, la parte favorita de su cuerpo enloqueció, al estar tan fervorosamente llenada y empleada; no existía más que allí, perdida en los delirantes transportes, los éxtasis de los sentidos que expresaban sus ojos entrecerrados, el brillante bermellón de sus labios y mejillas, los suspiros de placer, profundos y patéticos. Para abreviar, era una máquina tan sobreexcitada y tenía tan poco control sobre sus movimientos como el propio inocente que, volcado sobre ella, le hizo sentir con toda su energía su tempestuosa ternura y la fuerza del temple con el que batallaba; sus activos miembros se estremecían por la violencia del conflicto hasta que brotó el placer, provocando la lluvia de perlas que debía apaciguar el huracán. El apenas sensible joven vertió por primera vez esas lágrimas de júbilo que están presentes en el último momento, no sin una agonía de deleite y casi un rugido de rapto en el momento en que brotó el manantial; eso fue tan sensible para Louisa que le acompañó fielmente, terminando en aquiescencia con los síntomas de siempre: un delicioso delirio, un trémulo estremecimiento convulsivo y la crítica agonía. ¡Oh!, ahora, cuando él se retiró, quedó empapada en placer y saboreando su dulzura esencial, pero agotada y jadeante, sin más sensación vital que esas exquisitas vibraciones que temblaban aún en las cuerdas del goce, que habían sido pulsadas con demasiada fuerza y cuya naturaleza había sido demasiado conmovida para que los sentidos pudiesen recuperar la calma con rapidez.
En cuanto al tonto, cuya curiosa máquina había sido utilizada con tanto éxito, su cambio de expresión y actitud tenía algo de absurdo o, más bien, de tragicómico; ahora mostraba un aire de bobaliconería triste que se superponía a su aspecto natural, idiota e inexpresivo, allí parado con el emblema de su masculinidad flojo, blando y calmado, golpeando contra sus muslos, a cuya mitad llegaba, terrible hasta en la derrota. Sintiendo el abatimiento del espíritu y la carne, que se deriva naturalmente, sus ojos se dirigían por turno hacia su abatido estandarte y se alzaban hacia Louisa, pareciendo reclamarle lo que le había entregado y que ahora parecía extrañar. Pero el vigor de la naturaleza, volviendo rápidamente, disipó la ráfaga de desmayo a que lo había sujetado la ley común del placer, por lo que su cesto volvió a ser su principal preocupación; lo busqué y se lo entregué, mientras Louisa acomodaba sus ropas y después lo contentaba, tomando todas sus flores y pagándoselas al precio corriente, más que si lo hubiese violentado con un regalo que no hubiese sabido como justificar y podía haber hecho sospechar su origen a los demás.
No sé si alguna vez Louisa volvió al ataque; para decir la verdad, creo que no. Había satisfecho su capricho y había ahogado generosamente su curiosidad en un hartazgo de placer que, por otra parte, no tuvo consecuencias; el muchacho, que sólo conservaba un confuso recuerdo de la transacción, cada vez que la veía, sonreía con alegría y familiaridad de su habitual manera idiota; pronto la olvidó por otra mujer que, enterada de la calidad de sus partes, se apropió de él.
La misma Louisa no estuvo mucho tiempo más en casa de la señora Cole (ante quien, por cierto, no nos jactamos de nuestra hazaña hasta que perdimos el miedo a las consecuencias), ya que cuando se le presentó la ocasión de dar pruebas de su pasión por un joven a expensas de su provecho, procedió de acuerdo a su carácter y empacó en una mañana, marchándose con él al extranjero; desde ese momento la perdí enteramente de vista y nunca supe qué fue de ella.
Unos pocos días después de su partida, dos jóvenes y guapos caballeros que estaban entre los favoritos de la señora Cole y formaban parte de su academia, obtuvieron fácilmente su consentimiento para que Emily y yo aceptáramos una partida de placer en una pequeña y agradable casa que pertenecía a uno de ellos y estaba situada río Támesis arriba, cerca de Surrey.
Todo estaba ya fijado, de modo que en una hermosa tarde de verano, de mucho calor, nos pusimos en camino después de comer, llegando a nuestra cita a eso de las cuatro de la tarde; cuando desembarcamos frente a un prolijo y alegre pabellón, Emily y yo fuimos introducidas en él por nuestros caballeros y bebimos una taza de té con la alegría que nos comunicaron naturalmente la belleza del paisaje, la serenidad del tiempo y la tierna cortesía de nuestros vivaces galanes.
Después de tomar el té y dar una vuelta por el jardín, mi particular, que era el dueño de casa y no había planeado esta reunión para que resultara seca en ningún sentido, nos propuso, con la familiaridad y la franqueza a que lo autorizaba su relación con la señora Cole, que aprovecháramos el tiempo caluroso para bañarnos juntos debajo de un cómodo refugio que había preparado expresamente para eso en un arroyo del río, refugio que se comunicaba directamente con el pabellón y donde podríamos estar seguros de que nuestras diversiones no serían vistas ni interrumpidas por nadie.
Emily, que nunca decía que no y yo, que adoraba los baños y no tenía objeciones contra la persona que lo había propuesto ni contra los placeres que podía implicar, nos cuidamos, en esta ocasión, de no desmentir las enseñanzas de la señora Cole y asentimos de muy buena gana. Luego, sin pérdida de tiempo, volvimos instantáneamente al pabellón, una de cuyas puertas se abría sobre una tienda apoyada contra ella que, con su gran toldo, formaba una agradable defensa contra el sol y el tiempo y, al mismo tiempo era tan discreta como se podía desear. Estaba tapizada de una tela que representaba un follaje silvestre desde arriba hasta los lados, donde aparecían unas estilizadas pilastras; los espacios intermedios representaban vasos con flores y el conjunto era muy alegre para la vista.
Además, la tienda se adentraba en el agua, pero tenía unos bancos en torno y en terreno firme para depositar nuestras ropas o... o... en fin, para otros usos que el de sentarse en ellos. También había una mesilla cargada de dulces, jaleas y otros comestibles y botellas de vino y cordiales que podían aliviar cualquier crudeza, enfriamiento o desmayo, cualquiera fuese su causa; en efecto, mi galán, que entendía perfectamente chère entière y quien, por su gusto (aunque no aprobéis esta muestra) podría haber sido regidor de placeres de un emperador romano, no había olvidado ningún requisito en cuanto a comodidad o lujo.
En cuanto hubimos contemplado este lugar acogedor, y resuelto los preliminares privados, hubo que desvestirse; los jóvenes caballeros se apresuraron a despachar cada uno a su compañera y nos redujeron a la confesión desnuda de todos esos secretos personales que en general son ocultados por los vestidos y cuyo descubrimiento no fue, por ser franca, en detrimento nuestro. Nuestras manos, mecánicamente, se dirigieron hacia nuestra parte más interesante, ocultando todo lo que había desde el monte empenachado hasta abajo, aunque las quitamos de allí, obedeciendo a sus deseos, y las empleamos en hacerles el mismo favor y ayudarles a quitarse las ropas, durante cuyo proceso se sucedieron todas las bromas y picardías que podéis imaginar muy bien.
En cuanto a mi galán, cuando quedó en camisa, me señaló sonriente el faldón delantero mientras se apoyaba lánguidamente contra mí; el faldón sobresalía, alzándose y bajando según los poco ordenados sobresaltos del movimiento que ocultaba. Pronto solucionó el problema ya que quitándose la camisa y quedando desnudo como un Cupido me lo mostró tan erguido que me preparé para una aplicación fácil e instantánea; pero aunque la visión de su excelente tamaño era adecuada para inflamarme, el aire fresco que acariciaba mi cuerpo en estado natural, unido al deseo que sentía de bañarme antes, me permitió rechazarlo y tranquilizarle con la observación de que un poco de impaciencia serviría para añadir vehemencia al futuro placer. Entonces, tomando la iniciativa, y mostrando a nuestros amigos un ejemplo de continencia a la que parecían estar perdiendo el respeto, entramos en el agua tomados de la mano hasta que nos llegó al cuello; la agradable frescura de la corriente alivió deliciosamente a mis sentidos de la pesadez de la estación, me proporcionó vivacidad y alegría y, luego, me volvió más alerta y dispuesta para las sensaciones voluptuosas. Allí me refresqué y retocé con el agua, jugando deportivamente con mi compañero y dejando que Emily dispusiera del suyo a discreción. El mío, finalmente, no contento con obligarme a sumergirme completamente, me salpicó y provocó con todos los trucos juguetones que era capaz de inventar; yo me esforcé por no quedarme atrás. En una palabra, dimos libre rienda a nuestro júbilo; ahora, nada lo conformaba más que el regodeo de sus manos recorriendo todas mis partes, cuello, pecho, vientre, caderas y todo el et caetera, tan querido a la imaginación, so pretexto de lavarlas y frotarlas, mientras ambos estábamos de pie, con el agua a la altura de nuestros estómagos, cosa que no le impidió tocar y jugar con esa hendedura que distingue a nuestro sexo y es tan maravillosamente impermeable, ya que sus dedos, dilatándola y abriéndola en vano sólo hicieron entrar más fuego que agua allí, dicho sea sin metáfora. Al mismo tiempo, me hizo palpar su mecanismo, que tenía tanta cuerda como para funcionar aun dentro del agua; por consiguiente rodeó mi cuello con un brazo y trató de obtener ventajas de esa sólida estructura engendrada por el líquido que la rodeaba; en efecto, se había introducido lo suficiente como para hacerme sentir el agradable efecto del estiramiento de los labios interiores cuando su máquina empujaba; independientemente de que esa extraña forma de placer no fuera de mi agrado, no pude evitar el interrumpirlo para poder contemplar juntos la partida de placer que jugaban Emily y su compañero quien, impaciente con las tonterías y los juegos del baño, había llevado a su ninfa hasta uno de los bancos de la orilla, donde procedió, con mucha cordialidad, a enseñarle las diferencias entre las bromas y la seriedad.
Allí, sentándola en sus rodillas, deslizó una mano sobre esa piel suave, brillante y blanca como la nieve, que ahora brillaba doblemente con los reflejos del rocío, parecida a un marfil dotado de vida, especialmente en esos globos con pezones de rubí, tan amados por el tacto que se deleita amándolos; con la otra exploraba lujuriosamente el dulce secreto de la naturaleza, con intenciones de hacer lugar para una majestuosa herramienta que sobresalía entre los muslos de Emily, sentada en su regazo, y que exigía una admisión inmediata. Pero la tierna Emily, en un rasgo de humor remolón, fingía declinar y eludir el placer por el que suspiraba, afectando una rebeldía muy bonita y que volvía la situación diez veces más emocionante; sus ojos, en medio de una lánguida agonía, expresaban a la vez una negativa fingida y un extremado deseo, mientras su dulzura adquiría más sabor a causa de un recato tan agradablemente provocativo. Su manera de mantenerle a raya era tan atractiva que redobló la rabia impetuosa con que él la cubría de besos; y aunque parecía evitarlos o rechazarlos, la astuta libertina se las arreglaba para devolverlos taimadamente, haciéndolos, sin duda, más dulces por el sabor de haber sido robados que les comunicaba.
Así, Emily, que no conocía más arte que el que la naturaleza misma le había enseñado en favor del placer, su fin principal, y que es el arte de ceder, se recataba, pero con un propósito, ya que con todos sus aparentes esfuerzos y luchas por romper el abrazo, era demasiado sabia para proponérselo realmente y era visible que su lucha no se proponía más que multiplicar los puntos de roce con él y volver aún más estrechos los vínculos que los mantenían entrelazados como dos sarmientos de viña enroscados uno sobre otro, de modo que el mismo efecto que había conseguido Louisa cuando intentaba seriamente desembarazarse del idiota, era producido por motivos diferentes.
Mientras tanto, su salida del agua fría había causado un encendido general, una tierna sufusión de encarnado en sus cuerpos, los dos igualmente blancos y suaves, de que, con sus miembros entrecruzados en una dulce confusión, apenas era posible distinguir a quien pertenecían, salvo por los músculos más robustos y marcados del sexo más fuerte.
Sin embargo, en poco tiempo, el campeón penetró en ella y ató en todos sus puntos el verdadero nudo del amor; adiós, entonces, a todos los pequeños refinamientos de la resistencia fingida, ¡adiós a la amistosa comedia! Ahora se le impedía por la fuerza usar de sus artes y, por cierto, ¿qué arte no cedería cuando la naturaleza, en correspondencia con su asaltante, invadida hasta el centro de su capital y avasallada, estaba a la merced del orgulloso conquistador que había hecho una entrada completa y triunfante? Sin embargo, pronto se transformó en tributario, porque el encuentro se volvía cada vez más ardiente y próximo; ella le obligó a pagar la hermosa deuda de la naturaleza y en cuanto hubo cobrado, como un duelista que derrota a su rival cuando él mismo está herido de muerte, Emily apenas tuvo tiempo de disfrutar su victoria pues, herida por la misma descarga, dio signos manifiestos de que todo era como debía ser mediante un fuerte suspiro desfalleciente, el demañamiento de sus miembros y la flaccidez de todo su cuerpo.
Por mi parte, había contemplado desde el agua esas acciones cálidas con la más inquieta paciencia. Me apoyé tiernamente en mi galán y, cuando todo terminó, parecí preguntarle con la mirada qué pensaba de ello; él, más ansioso de satisfacerme con sus actos que con palabras o miradas, mientras salíamos del agua, me mostró la vara del amor tan intensamente erecta que aunque la caridad bien entendida no me hubiera urgido el alivio inmediato, hubiese sido cruel dejar que ese joven estallara a causa de la tensión, cuando el remedio estaba tan obviamente al alcance de la mano.
Por lo tanto, nos dirigimos a un banco, mientras Emily y su galán, que aparentemente era marino, se quedaban en la borda y brindaban para que hiciéramos un viaje agradable, con buen viento en el canal y las bodegas llenas; por cierto que no pasó mucho tiempo antes de que pusiéramos fin a nuestro viaje a Citerea, desembarcando en la antigua bahía; como las circunstancias no permitían muchas variaciones, os ahorraré la descripción.
Al mismo tiempo, permitidme que ubique aquí una excusa que tengo conciencia de deberos por haber utilizado, quizás en demasía, el estilo figurativo, aunque, seguramente, nunca es más permisible que en un tema como éste, que es la provincia misma de la poesía... no, es la poesía misma, grávida de todas las flores de la imaginación y todas las amorosas metáforas, aunque las expresiones naturales no estuvieran prohibidas por necesidad, a causa del respeto a los usos y costumbres.
Continuando ahora mi historia, os complacerá saber que con un número conveniente de repeticiones, todas del mismo estilo (por cierto, sabemos naturalmente que esas repeticiones son muy agradables, porque constituyen un círculo de placeres delicadamente variados) no perdimos un momento de goce durante todo el tiempo que permanecimos allí, hasta que bien entrada la noche fuimos acompañadas a casa por nuestros caballeros, quienes nos devolvieron sanas y salvas a la señora Cole, con un generoso agradecimiento por nuestra compañía.
Esta fue, también, la última aventura de Emily en nuestra compañía ya que apenas una semana después fue encontrada por sus padres, merced a un accidente demasiado trivial para detallároslo aquí; éstos estaban en buena posición y habían sido castigados por su parcialidad hacia su hijo con la pérdida de éste debida al exceso de indulgencia en materia de comidas. Por mor de esto, el cariño durante tanto tiempo monopolizado se desvió en favor de esta hija perdida e inhumanamente abandonada, a quien podrían haber hallado mucho antes si no hubiesen descuidado su obligación de hacer averiguaciones; ahora se sentían tan desbordantes de felicidad por haberla encontrado que —supongo— eso hizo que no examinaran la situación muy estrictamente, ya que parecieron muy felices dando por sentado el conjunto de lo que la grave y decente señora Cole quiso decirles. Poco tiempo después le enviaron, desde el campo, una generosa recompensa.
Pero no fue muy fácil reemplazar en nuestra comunidad la pérdida de un miembro tan dulce como Emily, ya que, por no mencionar su belleza, tenía uno de esos caracteres dulces y dóciles que si uno no estima mucho, no puede, en cambio, dejar de amar, lo que no es una mala compensación. Debiendo todas sus debilidades a su carácter afable y a una facilidad indolente que la dejaba a merced de las primeras impresiones, tenía justo la inteligencia necesaria para saber que necesitaba riendas y se sentía tan agradecida a cualquiera que se tomara la molestia de pensar por ella y guiarla que, con muy poco esfuerzo, podía llegar a ser una muy agradable... no una muy virtuosa esposa, ya que es probable que el vicio nunca hubiese sido su elección ni su destino si no hubiesen concurrido las ocasiones y los ejemplos; en verdad, ella había dependido más de las circunstancias que de sí misma. Esta presunción fue confirmada por su conducta posterior puesto que al encontrar un partido ya dispuesto para ella en el hijo de un vecino de su mismo rango, un joven sensato y ordenado que la creía viuda de un marino perdido en el mar (ya que uno de sus galanes, de quien hablaba mucho, había tenido ese destino), se adaptó naturalmente a los deberes de la vida doméstica con tanta simplicidad y afecto, con tanta constancia y regularidad como si nunca hubiera perdido la inocencia de la juventud.
Estas deserciones habían diezmado tanto las huestes de la señora Cole que se quedó sólo conmigo como una gallina con un solo pollito; pero si bien estaba muy dispuesta y fue alentada a volver a reclutar su corps, los crecientes achaques y, sobre todo, la constante tortura de una cadera gotosa que no cedía ante ningún remedio, la determinaron a cerrar su negocio y retirarse al campo con una renta muy decente; yo me prometí que seguramente iría a vivir con ella en cuanto hubiese visto un poco más de la vida y aumentara mis pequeños bienes hasta que me hiciera completamente independiente; ahora, gracias a la señora Cole, era suficientemente sabia, como para tener presente ese detalle esencial.
Así, entonces, perdí a mi fiel preceptora, tal como los filósofos de la ciudad perdieron el mirlo blanco de su profesión. Porque además de no saquear nunca a sus clientes, cuyos gustos consultaba atentamente, además de no explotar a sus pupilas con crueles extorsiones y ni siquiera exigir una proporción del dinero que ganaban tan duramente, como ella misma decía, se oponía con severidad a la seducción de la inocencia y limitaba sus adquisiciones a las jóvenes infortunadas que, habiéndola perdido, eran justo objeto de compasión; entre ellas elegía las que se adaptaban a sus puntos de vista y tomándolas bajo su protección las rescataba del peligro de las cloacas públicas de ruina y miseria, para colocarlas, para bien o para mal, de la forma que habéis conocido. Habiendo arreglado sus asuntos, emprendió viaje, después de despedirse tiernamente de mí y de darme unas excelentes instrucciones, recomendándome a mí misma con maternal ansiedad. En una palabra, sentía tanto afecto por mí que yo me sentía disgustada por permitirle que se marchara sola; pero el destino, según parece, había dispuesto otra cosa para mí.
Al separarme de la señora Cole había tomado una casa agradable y conveniente en Marybone, fácil de mantener a causa de su pequeñez, que amueblé con cuidado y modestia. Allí, con una reserva de ochocientas libras, fruto de mi deferencia ante los consejos de la señora Cole, además de vestidos, algunas joyas y algo de platería, me vi provista para un período largo, de modo de poder aguardar sin impaciencia lo que el capítulo de los accidentes podía producir en mi favor.
Allí, y pasando por una joven dama cuyo marido se había embarcado, me fijé unas líneas de conducta y vida que me permitían una completa libertad para perseguir mis fines, en cuanto al placer o al dinero, aunque sujetándome estrictamente a las reglas de la decencia y la discreción, disposición en la que no dejaréis de reconocer a una auténtica pupila de la señora Cole.
Pero aún no había calentado mi nueva vivienda cuando, saliendo una mañana temprano para disfrutar del aire fresco en los bonitos campos, acompañada sólo por una doncella que acababa de tomar, oímos, mientras andábamos despreocupadamente entre los árboles, el ruido de una tos violenta, que nos alarmó; volviéndonos hacia el ruido, distinguimos a un anciano caballero vestido con sobria elegancia que, atacado por un súbito acceso, estaba tan afectado que había debido ceder, sentándose debajo de un árbol, y parecía a punto de sofocarse por su severidad, ya que tenía la cara congestionada y oscura. Tan conmovida como atemorizada, me precipité a ayudarle y observando el rito que había contemplado en otras ocasiones, aflojé su corbata y lo golpeé en la espalda. No sé si eso sirvió para algo o si el acceso estaba terminando, pero dejó de toser de inmediato y recuperando el habla y el uso de sus piernas, me agradeció con tanto énfasis como si hubiese salvado su vida. Esto llevó naturalmente a que entablásemos conversación; me enteró del lugar donde vivía, situado a considerable distancia del sitio donde le había encontrado, a donde había llegado insensiblemente en su paseo matutino.
Como supe después, en el curso de la intimidad que provocó ese pequeño accidente, era soltero y ya había cumplido los sesenta años pero tenía una complexión fresca y vigorosa (tanto que no representaba más de cuarenta y cinco) debido a que nunca había arruinado su constitución permitiendo que sus deseos sobrepasaran sus posibilidades.
En cuanto a su nacimiento y condición, sus honestos y desdichados padres lo habían dejado huérfano en su parroquia, según había podido saber, de modo que fue partiendo de un hospicio que, por su honestidad y su industria consiguió progresar, en casa de un comerciante; desde allí fue enviado a otra casa, en Cádiz y allí, gracias a su talento y su actividad, adquirió una inmensa fortuna, con la que volvió a su país de origen en el que, sin embargo, no pudo descubrir ni un pariente en la oscuridad de su nacimiento. Entonces, encaró con placer la idea de retirarse y disfrutar de la vida como una oscura amante, pasando sus días en medio de la opulencia sin exhibirla y ocupándose más de ocultar que de exhibir su fortuna, despreciando al mundo, que conocía perfectamente, secreto e inadvertido por su propio deseo.
Pero como me propongo dedicar una carta entera al placer de narraros todos los detalles de mi relación con éste —para mí— memorable amigo, en ésta sólo pondré unos toques transitorios para que sirvan de argamasa, para cimentar la forma de mi historia y para evitar que os sorprendáis de que alguien de sangre tan caliente como la mía considerara a un galán de más de sesenta años como un espléndido botín.
Dejando, entonces, para una ocasión más explícita la narración de los progresos de nuestra relación, por cierto muy inocente al principio, y de la forma en que, insensiblemente, cambió su naturaleza y llegó a profundidades nada platónicas, como era de esperar de alguien como yo y, sobre todo, de ese principio de electricidad que casi nunca deja de producir fuego cuando se enfrentan los sexos, aquí sólo os diré que la edad no había disminuido su ternura por nuestro sexo ni le había arrebatado el poder de gustar, puesto que lo que le faltaba de los embrujadores encantos de la juventud lo compensaba o suplementaba con las ventajas de la experiencia, la dulzura de sus modales y, sobre todo, su halagadora facilidad para conmover el corazón por medio del entendimiento. De él aprendí, por primera vez, y no sin un infinito placer, que existía otra parte en mí a la que valía la pena tener en cuenta; de él recibí el primer y esencial aliento e instrucciones acerca de la forma de cultivarla, práctica que he llevado al grado de perfeccionamiento en que la veis ahora; fue él quien primero me enseñó que los placeres de la mente eran superiores a los del cuerpo y, al mismo tiempo, estaban lejos de ser perjudiciales o mutuamente incompatibles ya que, además de la dulzura de la variedad y la transición, los unos servían para exaltar y perfeccionar el disfrute de los otros, a un nivel que los sentidos, por sí solos, no pueden alcanzar nunca.
El mismo era un sibarita racional, pues siendo demasiado sabio para avergonzarse de los placeres humanos, me amaba, pero con dignidad, en un justo medio, igualmente alejado del amargo descaro que caracteriza desagradablemente a la vejez y de la adoración tonta e infantil que tan a menudo la deshonra y que él mismo solía ridiculizar, comparándola con un viejo chivo que imita las travesuras de un cabrito.
Para abreviar, todas las cosas que pueden ser odiosas en esa época de la vida estaban, en su caso, compensadas por tantas ventajas que era una prueba viviente, al menos para mí, de que la edad puede gustar si se dispone a hacerlo y si con una justa tolerancia, los que están en esa clase no olvidan que les costará más esfuerzo y atención de la que necesita la juventud, que es la natural primavera del placer, igual que los frutos fuera de estación requieren, proporcionalmente, más habilidad y cuidados para forzarlos.
Con este caballero, entonces, que me llevó a su casa poco después del comienzo de nuestra relación, viví cerca de ocho meses; en ese tiempo, mi constante complacencia y docilidad, mi atención por merecer su confianza y su amor, y una conducta, en general, carente de todo artificio y fundada en mi sincero cariño y estima, lo ganaron y lo unieron a mí con tanta firmeza que, después de haberme otorgado una renta generosa e independiente, procedió a acumular las marcas de su afecto nombrándome, con un testamento legítimo, su única heredera y ejecutora, disposición a la que no sobrevivió dos meses, ya que me fue arrebatado por un violento resfriado que contrajo al correr hacia la ventana de forma imprudente en ocasión de una alarma de incendio a varias calles de distancia; se quedó allí con el pecho desnudo y expuesto a los fatales efectos del viento húmedo de la noche.
Después de cumplir mis deberes para con mi difunto benefactor y pagarle el tributo de una sincera aflicción que, en poco tiempo se transformó en un tierno y agradecido recuerdo que conservaré para siempre, me consolé un poco por las perspectivas que se abrían ante mí, si no de felicidad, por lo menos de riqueza e independencia.
Me vi, entonces, en plena y florida juventud (ya que aún no tenía diecinueve años), a cargo de una fortuna tan grande que desearla hubiese sido en mi caso, el colmo de la desfachatez y esperarla, mucho más. Que esta inesperada elevación no me haya hecho perder la cabeza lo debo a los esfuerzos que hizo mi benefactor para formarme y prepararme para ella, tal como debo la opinión de que podría administrar las vastas posesiones que me dejó, a lo que había observado de la prudente economía que había aprendido de la señora Cole; los ahorros que vio que había hecho fueron para él una prueba y un aliento.
Pero ¡ay! cuán fácilmente se envenena el disfrute de los mayores bienes de la vida por la nostalgia de otro bien ausente; mi nostalgia era grande y justa ya que su objeto era mi único amor, Charles.
Había renunciado completamente a él, ya que no había vuelto a tener noticias suyas desde nuestra separación; cosa que, según supe después, había sido consecuencia de mi desgracia y no de su negligencia ya que me escribió varias cartas que se perdieron; pero nunca lo había olvidado. De todas mis infidelidades personales, ninguna había hecho la menor impresión en un corazón impenetrable para la pasión del amor, porque pertenecía a Charles.
Cuando entré en posesión de esta inesperada fortuna sentí más que nunca cuánto le necesitaba, porque no era suficiente para hacerme feliz mientras no pudiera compartirla con él. Por eso, mi primera preocupación fue esforzarme por obtener noticias suyas. Sin embargo, todas mis investigaciones no obtuvieron más resultado que saber que su padre había muerto hacía algún tiempo, no muy en paz con el mundo, y que Charles había llegado a su puerto de destino, en los Mares del Sur. Allí había encontrado las posesiones que había ido a buscar muy disminuidas a causa de la pérdida de dos barcos que transportaban la mayor parte de la fortuna de su tío; se había embarcado nuevamente con lo poco que restaba y podría, quizá, según los entendidos, volver a Inglaterra dentro de unos meses; había estado ausente de ella, cuando hice estas averiguaciones, dos años y siete meses. ¡Una eternidad para el amor!
No podéis imaginar con qué alegría acogí las esperanzas que se me dieron de volver a ver al elegido de mi corazón. Pero como aún faltaban varios meses, para distraer y entretener a mi impaciencia por su retorno, después de dejar mis asuntos en orden con mucha facilidad y seguridad, emprendí viaje hacia Lancashire, con un séquito adecuado a mi posición, y con la única finalidad de volver a ver el lugar de mi nacimiento, por el que no podía menos que sentir una gran ternura; además, no lamentaría mostrarme allí con las ventajas de mi presente posición, después de los informes de Esther Davis, quien había dicho que me habían enviado a las plantaciones, ya que ninguna otra suposición podía explicar mi desaparición después de que me abandonara tan bruscamente en la posada. También tenía la intención de buscar a mis parientes, aunque sólo tenía familiares muy lejanos, y ser su benefactora. Además, como el retiro de la señora Cole me quedaba de camino, visitarla no era el menor de los placeres que me proponía la expedición.
No había llevado conmigo más que a una mujer discreta y decente como acompañante, además de la servidumbre; y apenas había llegado a una posada a unas veinte millas de Londres, donde debía cenar y pasar la noche, cuando estalló una tormenta de lluvia y viento que hizo que me felicitara por estar bajo techo.
La tormenta duraba desde hacía media hora cuando, recordando algunas órdenes que debía dar al cochero, mandé por él; y no deseando que sus zapatos mancharan el limpio salón donde se había tendido la mesa, fui hasta la cocina, donde se encontraba y donde, mientras hablaba con él, observé de reojo a dos jinetes que el tiempo había obligado a buscar refugio, los dos empapados; uno de ellos preguntaba si no podrían proporcionarles una muda, mientras sus ropas se secaban. Pero, ¡cielos!, quien podría expresar lo que sentí ante el sonido de una voz siempre presente en mi corazón que ahora resonaba en él... cuando dirigí mis ojos hacia la persona de quien venía, ellos confirmaron la información, a pesar de una ausencia tan larga y de unas ropas que parecían un disfraz: un abrigo de jinete con una gran capa, un sombrero de anchas alas... pero ¿quién podría escapar a los poderes de observación de la inteligencia guiada por el amor? Un transporte como el mío estaba por encima de todas las consideraciones o proyectos de sorpresa y yo, en ese mismo instante, con la rapidez de las emociones que sentía, me arrojé en sus brazos, gritando, mientras rodeaba su cuello con los míos:
—¡Mi vida...! ¡Mi alma...! ¡Mi Charles...! —Y sin poder decir más, me desvanecí a causa de la agitación causada por el júbilo y la sorpresa.
Cuando salí del trance, me encontré en brazos de mi enamorado, pero en el salón, rodeada por una multitud que el acontecimiento había reunido alrededor nuestro y que, ante una señal de la discreta posadera, que tomaba a Charles por mi esposo, abandonó inmediatamente la habitación, dejándonos solos para vivir los raptos de nuestra reunión; mi júbilo había estado a punto de demostrarse superior, a expensas de mi vida, a la pena que me había causado nuestra fatal separación.
Entonces, lo primero que vi al abrir los ojos fue a mi supremo ídolo, mi supremo deseo, Charles, con una rodilla en tierra, asiendo con fuerza una de mis manos y contemplándome en un transporte de ternura. Observando mi recuperación, intentó hablar y dar rienda suelta a su impaciencia por volver a oír mi voz, por comprobar nuevamente que era yo, aunque la enormidad y lo repentino de la sorpresa seguían aturdiéndolo e impidiéndole hablar; sólo pudo tartamudear unas sílabas rotas y vacilantes que mis oídos bebieron y completaron para comprenderlas:
—¡Después de tanto tiempo! ¡Una ausencia... tan cruel...! ¡Mi adorada Fanny...! ¿Puede ser? ¿Eres tú...? —ahogándome al mismo tiempo con besos que, inmovilizando mi boca, impedían la respuesta que anhelaba y aumentaban el delicioso desorden en que se perdían mis sentidos. Pero en medio de esta multitud de ideas, todas jubilosas, aparecía una duda cruel que envenenaba la trascendente felicidad; ¿cuál podía ser si no el temor de que era demasiado excesiva para ser real? Ahora temblaba por el miedo de que no fuera más que un sueño y que despertaría horrorizada al descubrirlo. Sometida a esta tierna aprensión, imaginando que debía aprovechar la prodigiosa alegría presente antes de que se desvaneciera, dejándome nuevamente en el desierto, y verificar su realidad con todas mis fuerzas, me aferré a él, lo estreché, como para impedirle que volviera a alejarse de mí.
—¿Dónde has estado? ¿Cómo pudiste... cómo pudiste dejarme? Di que aún eres mío..., di que aún me amas... ¡así, así! —besándole como si quisiera soldar nuestros labios—. Te perdono... ¡perdono a mi duro destino gracias a esta reparación!
Todas esas interjecciones que profería en esa alocada expresión que pasa por elocuencia en el amor, obtuvieron de él las respuestas que mi enamorado corazón podía desear o necesitar. Nuestras caricias, nuestras preguntas, nuestras respuestas, no observaban ningún orden; se cruzaban y se interrumpían mutuamente en una dulce confusión, mientras intercambiábamos nuestros corazones con la mirada y renovábamos las ratificaciones de un amor no disminuido por el tiempo y la ausencia; no hubo un gesto, ni un soplo, ni un movimiento de ninguna de las partes que no estuviera impregnado de él. Nuestras manos entrelazadas repetían los más apasionados apretones, y sus fieros estremecimientos volaban a nuestros corazones.
Así, absorbida y concentrada en esta inexpresable felicidad, no había prestado atención a que su dulce autor estaba empapado y en peligro de resfriarse; no obstante, a su tiempo, la posadera, que se interesaba mucho en mí desde la llegada de mi séquito (del que Charles, por cierto, no sabía nada), nos interrumpió trayendo una decente muda de ropa; ahora, habiendo recuperado algo de mi compostura por la llegada de una tercera persona, lo apremié a utilizarla, con tierna preocupación y ansiedad ya que temblaba por su salud.
Cuando la posadera volvió a marcharse se desvistió; mientras lo hacía, aunque procedió con toda la modestia que convenía a esos primeros y solemnes instantes de nuestro reencuentro, después de una tan larga ausencia, no pude contener algunas miradas furtivas, atraídas por el deslumbrante descubrimiento de su piel desnuda mientras se cambiaba de ropa; no pude observar su inagotable vida y su tez sin emociones de ternura y alegría, que se dirigían muy especialmente a él mismo, para participar de un deseo disoluto y fuera de lugar.
Pronto se vistió con esas ropas prestadas que ni le quedaban bien ni sentaban a la luz con que lo iluminaba mi pasión; pero como era él quien las llevaba, parecían muy buenas en virtud de ese mágico encanto que pone el amor en todo lo que toca o se relaciona con él y, por cierto, ¿dónde estaban las ropas que no parecieran llenas de gracia en un cuerpo como el suyo? Porque ahora, mirándole con más cuidado, no pude menos que observar las muy favorables alteraciones que el tiempo de su ausencia había producido en su persona.
Allí estaban aún los necesarios rasgos; aún el vivido bermellón y la lozanía reinaban en su cara, pero ahora las rosas estaban totalmente abiertas; el tostado de sus viajes y una barba más notoria le daban un aire de virilidad y madurez, a expensas de una porción de delicadeza de la que bien podía prescindir; eso acompañaba el aire de distinción y mando con que lo había obsequiado la naturaleza, realizando una poco corriente combinación con su dulzura. No había perdido nada de esa suave corpulencia que, brillando por su frescura, ostenta su florida lozanía ante la vista y es deliciosa al tacto; sus hombros eran más anchos, su figura más formada y corpulenta pero aun delgada y ágil. En una palabra, su cuerpo estaba más grande, maduro y perfecto para el conocedor que en su tierna juventud; y ahora no tenía más que veintidós años.
En este intervalo logré enterarme a través de su imperfecto relato, a menudo interrumpido de forma muy agradable, que en el momento del encuentro se dirigía a Londres en condiciones no demasiado buenas, ya que había naufragado frente a las costas irlandesas, a las que se había dirigido prematuramente; allí había perdido lo poco que había traído consigo de los Mares del Sur; de modo que, después de muchos cambios y tribulaciones, había llegado hasta aquí, en compañía del capitán. De manera que ahora tendría que volver a empezar (había sabido de la muerte de su padre y sus circunstancias) desde la nada, situación que —me aseguró con gran sinceridad— le causaba un gran dolor, ya que no estaba en su poder hacerme tan feliz como deseaba. Os complacerá observar que yo no había mencionado mi fortuna, reservándola para regodearme con su sorpresa en un momento más calmo. En cuanto a mis vestidos, no podían sugerirle la verdad, no sólo porque llevaba luto, sino porque eran de un estilo sobrio y simple que siempre mantenía con gran cuidado. Me apremió, tiernamente, para que satisficiera su ardiente curiosidad en lo que concernía a mis circunstancias presentes y pasadas, desde que habíamos sido separados, pero tuve la astucia de eludir sus preguntas con respuestas que postergaron algo su satisfacción y le convencieron de que debía contener su impaciencia, ya que confiaba plenamente en que sólo las demoraba por razones que le comunicaría, llegado el momento.
Charles, entonces, volviendo a mis amantes brazos, tierno, fiel y sano, ya era una bendición demasiado grande para mí, pero... ¡Charles en la miseria! Charles reducido sólo a sus méritos personales era una circunstancia que excedía mis mayores deseos, en favor de mis sentimientos hacia él y, por lo tanto, yo parecía tan encantada, con una complacencia tan fuera de lugar cuándo mencionó la ruina de su fortuna, que la única explicación que halló fue que la alegría de volver a verle se había tragado toda mi sensatez y mis preocupaciones.
Mientras tanto, mi dama de compañía se había cuidado en todo lo posible del compañero de Charles; y cuando trajeron la comida me lo presentó, recibiéndolo yo con todas las consideraciones que me merecían todos los conocidos y amigos de Charles.
Los cuatro comimos juntos en medio de la alegría, las enhorabuenas y el agradable desorden que podréis imaginar. Por mi parte, aunque todas las agitaciones no me habían dejado apetito más que para regodearme sin saciarme mirando a mi adorado joven, traté de forzarme a comer para darle ejemplo, ya que debía necesitarlo después de cabalgar; por cierto, comió como un viajero aunque me miraba y se dirigía a mí como un amante.
Cuando levantaron el mantel y llegó la hora del reposo, Charles y yo fuimos conducidos sin ceremonias, como marido y mujer, hasta un apartamento muy bien dispuesto que contenía, según dijeron, la mejor cama de la posada.
Y aquí, ¡perdóname, oh Decencia!, si una vez más violo tus leyes y, dejando las cortinas descorridas, te sacrifico por última vez a esa confianza sin reservas con que me comprometí a relataros las circunstancias más llamativas de mis desórdenes juveniles.
Entonces, en cuanto estuvimos en la habitación, juntos y solos, la visión de la cama me trajo el recuerdo de nuestras primeras alegrías; la idea de que la compartiría inmediatamente con el querido dueño de mi corazón virgen, me conmovió con tanta fuerza que tuve que apoyarme en él, por miedo a desfallecer nuevamente a causa de mi querida alarma. Charles comprendió mi confusión y olvidó la suya, que era apenas menor, para aplicarse a aliviar la mía.
Pero ahora la verdadera pasión depuradora había vuelto a posesionarse de mí con toda su cadena de síntomas: una dulce sensibilidad, una tierna timidez, anhelos amorosos templados por la vacilación y la modestia, todo me mantenía en una sujeción espiritual incomparablemente más querida por mí que la libertad de corazón de la que durante demasiado tiempo había disfrutado, en el curso de las más bastas galanterías, cuyo recuerdo me hacía suspirar ahora con virtuosa confusión y arrepentimiento. Ninguna verdadera virgen, entonces, al ver el lecho nupcial, podría haberse sonrojado y enrojecido tanto a causa de la inocencia como lo hice yo, al sentirme culpable; amaba a Charles tan sinceramente que no podía menos que creer que no era digna de él.
Mientras yo dudaba, desconcertada por mi dulce preocupación, Charles con cariñosa impaciencia se tomó el trabajo de desvestirme; lo único que recuerdo en medio de la agitación y descompostura de mis sentidos son unas halagadoras exclamaciones de alegría y admiración, especialmente cuando palpó mis pechos, ahora liberados del corpiño, que palpitando y levantándose en tumultuosos latidos, se irguieron bajo sus manos y le dieron el bienvenido placer de hallarlos bien formados y siempre tan firmes.
Pronto me hallé acostada y apenas languidecí un instante por mi adorado compañero antes de que se desvistiera y se metiera entre las sábanas, abrazándome, dándome y tomando con inexpresable placer un beso de bienvenida que mi corazón, alzándose hasta mis labios, marcó con su más cálida impresión, confluyendo con la delicada y voluptuosa emoción que sólo Charles era capaz de excitar y que constituye la verdadera vida, la esencia del placer.
Mientras tanto, dos velas encendidas en una mesilla cerca de nosotros y un alegre fuego, arrojaban luz en la cama, cosa que impidió que un sentido de gran importancia para nuestro goce se quejara de haber sido excluido de él; la visión de mi idolatrado joven, a causa del ardor con que la había deseado, era por sí sola, y sin ningún añadido, una razón para morir de placer.
No obstante, como la acción era una necesidad para deseos tan impacientes como los nuestros, Charles, después de un breve preludio de jugueteos, levantó mi camisa y la suya y apoyó los abundantes tesoros de su pecho varonil contra el mío; ambos balaban con las más tiernas alarmas. Ahora, al sentir su cuerpo espléndidamente desnudo en contacto con el mío, perdí el control de mis pensamientos y entregué todas las facultades de mi alma al más sensible de los goces, goce que me afectaba mucho más por la persona que por el sexo, e hizo que mi corazón participara deliciosamente en el juego; mi corazón que, eternamente fiel a Charles, nunca había tomado parte en mis sacrificios ocasionales, en aras de mi constitución, de la complacencia o el interés.
Pero ¡ay!, ¡qué fue de mí cuando los poderes del sólido placer se acumularon en mí y no pude evitar el sentir esa rígida estaca que había cobrado los trofeos de mi virginidad vencida, presionando, dura e inflexible, contra uno de mis muslos, aún no abiertos debido a la sincera modestia revivida por una pasión demasiado profunda para proponerse los falsos méritos de la dificultad de un poco pertinente y fingido recato!
Creo haber comentado anteriormente que el tacto del trozo favorito de la virilidad tiene, por su propia naturaleza, algo inimitablemente patético. Nada puede ser más querido al tacto, ni puede afectarlo con una sensación tan deliciosa. Pensad, entonces, tal como piensa el amor, cuál debió ser el consumado transporte del más pronto de nuestros sentidos, ¡en su centro! cuando después de una privación tan larga, se sintió nuevamente inflamado por la presión de ese miembro coronado que manda en todas nosotras; ese amado miembro, especialmente elegido por su rigidez, me hizo sentir algo tan avasallador, tan activo, tan sólido y agradable, que no sabía qué nombre dar a su singular impresión. Pero la conciencia de que pertenecía a mi supremamente adorado joven me dio una agitación tan placentera y trabajó con tanta fuerza en mi alma, que envió todos los espíritus sensitivos a ese órgano del deleite que en mí estaba dedicado a recibirlos. Allí, concentrándose en un punto, como rayos de sol en una lente, brillaron y ardieron con el más intenso calor; en una palabra, los resortes del placer estaban tan tensos, jadeaba con tanto apetito por el eminente goce, que me sentía enferma a causa del deseo e incapaz de soportar la combinación de dos ideas diferentes que me distraían de forma deliciosa: sólo era capaz de pensar que ahora estaba en contacto, al mismo tiempo, con el instrumento del placer y con el sello del amor. Ideas que mezclando sus corrientes, vertían un océano de arrobamiento en una débil vasija, demasiado angosta para contenerlo; yo yacía sobrepasada, absorta, perdida en un abismo de alegría y muriendo a causa de un inmoderado deleite.
Entonces Charles me sacó un poco de esa estática perturbación con una queja suavemente murmurada en medio de una multitud de besos, acerca de la posición, no muy favorable a sus deseos en que yo recibía sus urgentes pedidos de admisión; esa insistencia era, por sí sola, un placer tan maravilloso que me hacía soportar la postergación de otro, mucho más grande, pero... ¡qué dulce es corregir una equivocación como ésa! Mis muslos, obedeciendo ahora a las intimaciones del amor y la naturaleza, se abrieron alegremente y con pronta sumisión rindieron el dulce portal para que entrara el placer: veo, siento la deliciosa punta aterciopelada... que entra en mí con toda su potencia... Oh, ¡la pluma cae de mi mano, ante el éxtasis que le presenta mi fiel memoria! La descripción me abandona también y abandona a la imaginación una tarea por encima de sus posibilidades; pero es necesaria una imaginación exaltada por una pasión como la mía, para que pueda hacer justicia a la más dulce, a la más noble de las sensaciones, que saludó y acompañó a la rígida insinuación en todo su ascenso, hasta que llegó al final de su penetración enviando hacia arriba, por medio de mis ojos, las chispas del amor que recorrían todo mi cuerpo y ardían en todas mis venas y todos mis poros... un sistema encarnado de goce total.
Ahora había recibido la flecha del verdadero amor desde la punta hasta las plumas, en esa parte donde sin abrir una nueva vía en los labios de la herida original, que habían respirado por primera vez gracias a ese querido instrumento, se aferraron, como por gratitud, a él, succionando, mientras la parte interna lo abrazaba tiernamente con un cálido apetito, una energía para comprimirlo que le daba, a su modo, la más cálida bienvenida natural; cada fibra de allí se reunía alrededor suyo y se estiraba, ambiciosa, tratando de obtener su parte de ese arrobador contacto.
Después de proporcionar unos momentos de pausa a la delectación de los sentidos, correspondiendo a la enorme fruición de este íntimo punto de reunión y rumiando nuestro disfrute, nuestra impaciencia natural pronto nos impulsó a la acción. Entonces comenzó el tumulto de embestidas suyas y levantamientos míos, que me mantenían a su altura, mientras nuestras voces, mezclándose voluptuosamente, se transformaron en órganos del tacto... y, oh, ese tacto... ¡qué delicioso! ¡Qué conmovedor y lascivo...! ¡Y ahora! ¡Ahora lo sentí, en lo más profundo! Sentí el prodigioso y agudo filo, con el que el amor, que presidía ese acto, señalaba hacia el placer. ¡El amor! que podría ser llamado la sal del placer, ya que, por cierto, sin él, el goce, por grande que sea, sigue siendo vulgar, ya sea el de un rey o de un mendigo, pues, sin duda, es el amor quien lo refina, lo ennoblece y lo exalta.
Así, bienaventurado cualquier poder, aun del pensamiento, que pueda concebir un deleite mayor que aquel de que yo disfrutaba.
Charles, cuyo entero cuerpo estaba convulso por la agitación de su rapto, mientras los fuegos más tiernos temblaban en sus ojos, me aseguraba una perfecta concordia en el gozo, me penetraba tan profundamente, me tocaba de forma tan vital, me arrancaba tanto de mi propio control, mientras él parecía depender del mío, que en un entusiasmo delicioso imaginé una transfusión de corazones y almas uniéndose; siendo un solo cuerpo y una sola alma con él; yo era él y él era yo.
Pero todo este placer tendía, como la vida, a la disolución desde su nacimiento; vivía demasiado rápido para no atraer al delicioso momento de la muerte ya que, ahora, la proximidad de la tierna agonía se anunció con sus signos habituales. Estos fueron prontamente seguidos por la emanación de mi adorado que brotó y se precipitó, llena de sentimiento, por el maravillado conducto, donde la dulce, calmante y perfumada titilación abrió todos los jugos de mi placer, que fluyendo extáticos, ayudaron a calmar el ardiente resplandor y ahogaron nuestro gozo por un rato. Pero pronto estuvo de nuevo a flote, porque Charles, fiel a las leyes de la naturaleza, expirando y eyaculando en un solo aliento, no languideció mucho tiempo en el trance de la disolución, sino que recuperando los ánimos, pronto me hizo sentir que los fuertes resortes de su instrumento de placer, por causa del amor y quizá, de unas largas vacaciones, estaban demasiado comprimidos para soltarse con una sola explosión; su erección seguía siendo mi amiga. Continuando entonces la acción, sin salirse ni causarme el disgusto de separarme de mi dulce inquilino, interpretamos nuevamente la misma ópera con la misma deliciosa armonía y concierto. Nuestros ardores, como nuestro amor, no conocían tregua y nuevamente la marea conmocionó a mi amante, generoso con sus provisiones y ordeñado por el placer, que me desbordó nuevamente desde la plenitud de sus depósitos redondos, mientras por mi lado un asimiento convulsivo en el instante de pagar la contribución líquida me volvió dulcemente útil, al tiempo, para el aumento de su placer y el de sus efusiones, conmoviéndome tanto como para hacer funcionar todos los resortes de la succión con los que los sensibles mecanismos de esa parte extraen y secan, sedientos, el pezón del Amor. Con una ansiedad instinta y apego semejantes a los que, si puedo comparar lo mayor con lo menor, la bondadosa naturaleza aferra al niño al pecho, con boca y mejillas, para que extraiga la corriente de leche preparada para nutrirlo.
Pero su vigor no llegaba todavía a agotarse; su doble descarga había estado tan lejos de extinguir sus deseos que ni siquiera los había calmado y, a esa edad, desear es poder. Entonces procedió, ante mi asombro, a procurar un tercer triunfo, siempre sin abandonar el alojamiento; empero, mi ternura, natural en el verdadero amor, me inspiró la abnegación suficiente para evitar que se agotara; por tanto, rogándole que se diera y me diera cuartel obtuve, finalmente, una breve suspensión de las hostilidades, no sin que antes me demostrara que se rendía con las armas intactas.
El resto de la noche y lo que pedimos prestado al día lo empleamos con infatigable fervor en celebrar así la fiesta de nuestro reencuentro. Nos levantamos bastante tarde, alegres, vivaces y alertas, aunque no habíamos conocido el descanso; los placeres del amor habían sido para nosotros lo que el júbilo de la victoria es para un ejército: descanso, refrigerio, todo.
Como el viaje al campo estaba ahora fuera de cuestión y habíamos dado orden por la noche de volver los caballos hacia Londres, dejamos la posada tan pronto como hubimos desayunado, no sin distribuir con liberalidad pruebas de mi gratitud por la felicidad que había encontrado allí.
Charles y yo estábamos en mi carroza; el capitán y mi compañera en una silla de posta, contratada especialmente para proporcionarnos la comodidad del tête-à-tête.
Aquí, en el camino, con el tumulto de mis sentidos tolerablemente calmado, tuve suficiente dominio sobre mi cabeza para comunicarle de forma apropiada la forma de vida a que me había precipitado nuestra separación; no pudo ser una sorpresa total, ya que se había lamentado tiernamente de haberme abandonado sin recursos.
Después le describí el estado de mi fortuna y, con la sinceridad que me era tan natural cuando me dirigía a él, le rogué que la aceptara en sus propios términos. Quizás os parecería demasiado parcial en mi pasión si intentara hacer justicia a su delicadeza. Me contentaré entonces con aseguraros que después de rehusar categóricamente la donación incondicional y sin reservas con que lo acucié en vano, fue, finalmente, obedeciendo a sus órdenes (porque yo discutía sin afectación hasta que él ejercía la autoridad soberana que le daba mi amor) que di mi consentimiento y abandoné las reconvenciones que no podía dejar de hacerle por degradarse y aparecer, aunque injustamente, como habiendo trocado su honor por infamia y prostitución, haciendo su esposa a quien se hubiese sentido demasiado honrada siendo su amante.
Entonces el argumento del amor venció todas las objeciones y Charles, enteramente ganado por el mérito de mis sentimientos hacia él, cuya sinceridad no podía ignorar, me obligó a recibir su mano, medio por el cual recibí, entre otras innumerables bendiciones, la posibilidad de proporcionar un apellido a esos magníficos niños de la más feliz de las parejas, que conocéis muy bien.
Así, por último, llegué cómodamente a puerto, donde, en el seno de la virtud, coseché los únicos frutos sanos y donde contemplando el camino de vicios que había recorrido y comparando sus infames halagos con las infinitamente superiores alegrías de la inocencia no pude menos que compadecer, hasta en materia de gusto, a aquellos que sumergidos en una basta sensualidad son insensibles a los tan delicados encantos de la virtud, que es la mejor amiga del placer y la mayor enemiga del vicio. La templanza hace a los hombres señores de sus placeres, mientras la intemperancia los transforma en esclavos; la primera es la madre de la salud, el vigor, la fertilidad, la alegría y todos los bienes de la vida; la otra de las enfermedades, la debilidad, la esterilidad, el desprecio por uno mismo y todos los defectos de la naturaleza humana.
Os reiréis, quizás, ante este final moralizador, que la fuerza de la verdad me dicta y que resulta de la comparación de mis experiencias; pensaréis, sin duda, que está fuera de lugar, fuera de carácter; posiblemente lo juzgaréis el mezquino refinamiento de alguien que intenta ocultar su devoción por el Vicio con el harapo de un velo, descaradamente robado del altar de la Virtud, como si se considerara completamente disfrazada en una mascarada sin más cambio de atuendo que la sustitución de los zapatos por babuchas, o como un escritor que pretendiera escudar un traicionero libelo terminándolo con una oración por el Rey. Pero, independientemente de que me lisonjee pensando que tenéis una opinión justa de mi sensatez y mi sinceridad, permitidme manifestar que una suposición tal es aún más injuriosa para la Virtud que para mí, ya que si es consistente con el candor y la bondad no puede basarse más que en el más falso de los temores: el de que sus placeres no se sostengan al compararlos con los del Vicio. Pero dejad que la verdad los ilumine con su luz más brillante y luego observad cuán espúreos, cuán desabridos, cuán inferiores son sus placeres comparados con los que la Virtud autoriza, ya que sus sentimientos son capaces de preparar una salsa para los sentidos, una salsa de gratísimo sabor, mientras los Vicios son las arpías que infectan y ensucian el festín. Los senderos del Vicio están, a veces, cubiertos de rosas, pero son también infames, a causa de las espinas y los gusanos; los de la Virtud están sembrados sólo de rosas que no se marchitan jamás.
Entonces, si me hacéis justicia, consideraréis muy consistente el incienso que quemo en el altar de la Virtud. Y si he pintado al Vicio con los colores más alegres, si lo he ataviado con flores, ha sido sólo para hacer más valioso su solemne sacrificio a la Virtud.
Conocéis al señor C... O...; conocéis su patrimonio, su riqueza y su buen sentido. ¿Lo juzgaríais mal intencionado cuando preocupado por la moral de su hijo y con la intención de volverlo virtuoso e inspirarle un sólido y racional desprecio por el vicio, condescendió a ser su maestro de ceremonias y lo condujo de la mano por los burdeles más notorios de la ciudad, donde se cuidó de que se familiarizara con esas escenas de desenfreno tan apropiadas para causar náuseas al buen gusto? Gritaréis que el experimento es peligroso. Es cierto, si se trata de un tonto. Pero ¿por qué prestar tanta atención a los tontos?
Confío en veros pronto; mientras tanto, pensad en mí con bondad y creed,
Señora,
en vuestra, etc., etc., etc.