El año 1992, en el que deteníamos la primera versión de esta obra, no fue un año feliz para Lynch: Twin Peaks: Fuego, camina conmigo recibió una severa acogida crítica al mismo tiempo que un mediocre éxito de público. Sin embargo, varias producciones ya contratadas y en curso y un contrato para realizar tres películas con Ciby 2000 parecía que podrían permitir a Lynch recuperarse rápidamente.
Un mes después de Cannes empezaba en la ABC la nueva serie televisiva de Lynch-Frost, esperada con mucha curiosidad, On the Air («en las ondas», «en antena»). El equipo era básicamente el mismo que el de Twin Peaks, con Angelo Badalamenti en la música y Lynch y Frost como coautores, pero el concepto era diferente: no una historia por capítulos, sino una comedia de situación que mostrase cada vez una historia completa a partir de un punto de partida único y en un marco fijo: una emisora de televisión imaginaria de los años cincuenta, situada en Nueva York, la Zlobotnick Broadcasting Company, la ZBC, en la época gloriosa en la que, antes de que existiera el magnetoscopio, se trabajaba en directo.
Se realizaron siete episodios. Lynch no dirigió más que el primero, y también coescribió el quinto, dirigido por su amigo Jack Fisk; otros allegados de Twin Peaks, como Lesli Linka-Glatter o Jonathan Sanger, dirigieron los otros. Pero la escasa audiencia hizo que la cadena anulara el show en septiembre.
Al estar constituida On the Air por historias completas, no comentaremos más que el primer episodio, el «piloto», el único del que se puede decir que Lynch era el autor. Con su humor «estúpido» que a menudo no hace gracia, es de una poesía sorprendente, pero que crea a veces un cierto malestar.
Los créditos de On the Air presentan una imagen dibujada de un edificio que emite potentes y bonitas ondas radioeléctricas, alternando con imágenes reales de la Nueva York de los años cincuenta, y con símbolos que representan para la América profunda la década de los happy days: publicidad de un hermoso coche rojo o una chiquilla bailando con el hula-hoop. Sin embargo, la concepción musical de los créditos de On the Air es francamente más antigua: oímos un jazz de los años cuarenta, que comienza con un lánguido tema de saxo roto por unos gallos lamentables.
El pequeño mundo de la ZBC mezcla así los años treinta y cuarenta con los años cincuenta y es difícil situarte. El estilo de humor y de tomas procede a menudo de los hermanos Marx o de Hellzapoppin (1941), pero también de grupos populares americanos, como The Three Stooges.
La acción del episodio piloto tiene lugar el primer día de emisión de la Zlobotnick, cuyo gran patrón, muy clásicamente, no aparece nunca. Zlobotnick ha colocado como director del show a su sobrino, Vlajda Gottschalk, al que su cerrado acento de Europa central le hace incomprensible, y que parece no tener ninguna experiencia.
La vedette del show es una estrella de la gran pantalla, con acento inglés, Lester Guy. Volvemos a encontrar a Ian Buchanan, el Dick Tremayne de Twin Peaks, excelente como un presumido engominado y fatuo, pero cuyo papel no está muy bien escrito. La referencia paródica de su personaje es bastante confusa: así, Lester Guy repite, para ponerse en condiciones, una mezcla extraña de taichi chino y danza a lo Gene Kelly (se cuelga de una farola, como en Cantando bajo la lluvia [Singing in the Rain, 1952], pero la hace caer). Su compañera en el serial que debe interpretar en antena con él, Betty Hudson, parece una boba que lo interpreta todo literalmente y de inmediato. Su voz ratonil y su carácter de muñeca extraña hacen entrar a Betty en la galería lynchiana, inaugurada por la dama en el radiador de Cabeza borradora, de pequeñas mujeres remilgadas y extáticas.
Ruth, llamada «Ruthie», es una ayudante de producción que, con inagotable buena voluntad, intenta incansablemente poner orden, traduciendo al americano «normal» las frases incomprensibles de Gottschalk y explicando pacientemente a Betty las situaciones. En resumen, confía en el poder que una explicación clara y lógica tendría para remediar una comprensión embarullada y una situación absurda. Por supuesto; es en vano, y el carácter «autista» de todos los personajes de On the Air (cada uno con su lógica, su acento, su ritmo, su atención o su ensimismamiento) es el recurso cómico principal.
En el pequeño equipo que les rodea, son especialmente notables los sounds effects men, encargados de producir los efectos sonoros: un tándem fraternal constituido por un gran negro muy protector respecto a su compañero, y un extraño hombrecito llamado Blinky Watts, que está afectado, según nos dice una voz en off doctoral que interviene en ese momento, por el «simplejo de Bozman», o lo que es lo mismo, «ve 25’62 veces más que nosotros». Y la película nos da una breve visión de su mundo interior, en el que se arremolinan y giran en todos los sentidos objetos infantiles: en líneas generales, está desfasado en el tiempo, lo que le lleva a lanzar a menudo (con enormes palancas) sus efectos sonoros prerregistrados a destiempo o a equivocarse de efecto. Blinky encarna el demonio de asociación libre de Lynch, así como en su tipo, Betty Hudson es menos idiota (en el sentido en que se quiso hacer de Jayne Mansfield o Marilyn Monroe unas descerebradas) que una persona dotada de una percepción muy especial, una lógica que funciona fuera del tiempo de los demás.
La trama del episodio piloto de On the Air es extremadamente simple: preparación y ensayo, ya particularmente calamitosos, del primer show en directo que habrá de salir por antena la misma tarde. El show consiste en la lamentable intriga dramática a la que hemos aludido, en la que un marido se las arregla para sorprender a su mujer en la cocina con su amante y la mata. Después, por la noche, transmisión en directo del show, aún más catastrófica y surrealista, pero que, contra todo pronóstico y gracias sobre todo a la presencia del espíritu poético de Betty, conquista al público y convence a Zlobotnick de que ha conseguido un éxito.
El piloto de On the Air no es una obra maestra: algunos gags, referentes a los avatares del directo, se habían visto mil veces. Afortunadamente, la esperada secuencia del show-catástrofe en directo (en la tradición de Una noche en la ópera [A Night at the Opera, 1935]) es de una gran poesía. Al estar equivocadas todas las entradas y salidas de sus partenaires masculinos, Betty tiene que llenar el tiempo vacío en directo y, agarrada a su plancha de ama de casa, tal como le dicta el guión, improvisar. Se adentra entonces en su propia vida, habla a los telespectadores de su querida mamá y saca del bolsillo una caja de música con la que se acompaña para cantar una canción idiota y conmovedora, Love-bird on a tree. Uno de los accidentes bufonescos que están destrozando el show consiste en que la cámara que la filma se ha puesto en horizontal, así que los telespectadores deben poner su televisor vertical para verla de pie. El tiempo parece suspendido. Lester Guy hace su prevista entrada de amante por la ventana pero en lugar de hacer de Romeo, es grotescamente suspendido por los pies a una cuerda y se queda balanceándose boca abajo como un péndulo, recitando animosamente su texto, mientras que el actor que hace de marido que encuentra in fraganti al amante se limita a disparar sobre su rival un número indefinido de tiros, que resuenan en total silencio, ya que Blinky Watts no ha accionado las palancas adecuadas. Este pasaje, que evoca la comicidad lunar de Bob Wilson, es un soberbio momento de absurdo visualmente muy conseguido.
Hay que señalar también que la escena del adulterio sorprendido in fraganti es una versión grotesca de las escenas de vodevil interpretadas con exageración en Terciopelo azul (Dennis Hopper impostando la voz en el apartamento de Dorothy, tratado como un teatro) con el mismo estilo impostado de representación.
Difundida por antena de manera mucho más minoritaria y cercana a las condiciones de televisión de cámara, la serie Hotel Room no fue, a decir verdad, más allá de su episodio piloto, ya que las tres historias cortas de una media hora que se rodaron (sólo la primera y la tercera por Lynch) constituyen por sí mismas el supuesto piloto con forma de tríptico.
La idea —extremadamente simple— procede de Lynch y de su amigo Monty Montgomery, por entonces director de Propaganda Films. Es la idea del lugar mágico, una habitación de hotel, en este caso la habitación 603 del Railroad Hotel en Nueva York City, cuya concepción decorativa evita, por otra parte, que se pueda situar con mucha precisión en una época concreta. Por otro lado, la misma forma dramática de Hotel Room —los episodios 1 y 3 fueron escritos por Barry Gifford, el autor de Corazón salvaje, en un preludio de lo que sería la colaboración Lynch/ Gifford en Carretera perdida— emparenta a la serie con el género clásico de la pieza de cámara escrita para la pequeña pantalla.
Los créditos de cada episodio muestran siluetas humanas que crecen sobre un fondo blanco y breves imágenes de archivo que representan la edificación del hotel, mientras una voz en off nos informa que «sometimes in passing through, [los ocupantes] found themselves brushing up against the secret names of truth» (aveces, durante una estancia, los ocupantes de la habitación se encuentran con que tienen que enfrentarse con los nombres secretos de la verdad).
Hotel Room fue producida por Propaganda Films y por la nueva compañía de Lynch, Asymetrical Productions, para la cadena de pago HBO (Home Box Office). El episodio piloto se rodó durante el verano de 1992. La parte central, Getting Rid of Robert, con Griffin Dunne como protagonista, fue escrita por Jay McInermey y dirigida por James Signorelli, el director de Elvira (Elvira, Mistress of the Dark, 1988). Es una comedia de humor negro situada en nuestros días, mientras que Tricks, escrita por Gifford y dirigida por Lynch, se situaba en 1969 y Blackout, del mismo tándem, en 1936.
Tricks (trucos, bromas) es una obra con tres personajes, difícil de resumir, con Freddie Jones (el grandioso Bytes de El hombre elefante, que hacía una aparición-cameo en Corazón salvaje), Harry Dean Stanton y Genne Hedaly en el papel de una prostituta, Darlene.
Un cierto Lou, un viejo con barba blanca (Freddie Jones), entra en la habitación 603, donde encuentra a su «amigo» Mo con una prostituta que ha traído de la calle. Advierte a Mo que tenga cuidado con su corazón, y luego concreta cada vez más y habla a Mo de hechos íntimos o particulares de la vida de éste, hechos que sólo Mo podría conocer. Finalmente es Lou quien se acuesta con Darlene y, de alguna manera, ocupa su lugar. Después, Mo, furioso, reivindica todo lo que Lou había contado de él: Felicia era su mujer. Lou monta en cólera, lo que hace huir a Darlene: vemos cómo, antes de irse, birla la cartera de entre las ropas de Mo. Este se queda solo en la habitación y es despertado por unos policías, que le detienen por el asesinato de una mujer llamada Felicia, identificándole por su tarjeta de crédito, su permiso de conducir y su carnet de identidad. «No comprendo», dice Mo. El espectador tiene que decidir si Lou existe realmente y ha tendido una trampa a Mo o sí es una parte de su personalidad que se ha impuesto a la otra.
En Blackout, al sorprendente Crispin Glover se le atribuye un papel importante, haciendo pareja con Alicia Witt. La escena se desarrolla durante una avería eléctrica que afecta a toda la ciudad, lo que hace que la habitación sólo esté iluminada, a la manera puntual de Cabeza borradora, por algunas velas y por una lámpara de petróleo. Como señala Riccardo Caccia, «los dos protagonistas hablan incesantemente, como para llenar la oscuridad con sus palabras».
Glover encarna a Danny, un joven llegado de Tulsa, centro petrolero y agrícola de Oklahoma, que se encuentra en la habitación con su mujer, Diana («Di»), Sentada y con los ojos cerrados o tapados con la mano, Diana mantiene un discurso delirante y poético (dice que tiene la impresión de estar en la ciudad como en el interior de un árbol de Navidad lleno de adornos), dando a entender que la cita que tienen al día siguiente con un tal doctor Herschel Smith podría concernir a su tratamiento psiquiátrico. Tampoco se sabe, cuando hablan de su hijo Danny-bug (Dan-bicho) desaparecido en el sea of red (el mar de lo rojo), a menos que esté, corrige Danny, «en un lago de Oklahoma», si hacen alusión a un acontecimiento real o a un hecho imaginario, sí Danny entra parcial o enteramente en su juego y sí todo lo que está evocando de su pasado tiene la más mínima realidad. Ayudados por la voz suave, ausente, como en hipnosis, de Alicia Witt, volvemos a encontrar la magia de la escena del episodio piloto de Twin Peaks, en la que la hermana pequeña de Donna fantasea en la habitación donde está confinada en un ensueño sin final. Aquí, Diana (tocaya de la confidente imaginaria e invisible a la que habla Dale Cooper en su dictáfono) evoca también a sus cinco hijos, a los que identifica con los nombres de sus dedos.
Fuera hay relámpagos del calor, que les recuerdan las tempestades de Oklahoma. Cuando la luz vuelve a la ciudad, la pareja reunida mira por la ventana apretándose uno contra otro: «la ciudad está toda iluminada», constata Diana, mientras una sonrisa anima de nuevo su rostro.
La economía de los diálogos, el vacío que esos diálogos dejan entre ellos, la primacía del plano fijo y del rodaje con dos cámaras, leva a un sentimiento de espera, de riesgo, que recuerda los más bellos momentos de aprensión de Twin Peaks y prepara, de un modo menos lúgubre, la magnífica primera parte de Carretera perdida.
Publicado en 1994 por la editorial neoyorkina Hyperion, Images es un libro anunciado desde hacía tiempo por Lynch bajo diferentes formas: en él se informa de la existencia de una película de 1974 en soporte vídeo del que Lynch no había hablado hasta entonces: The Amputee.
Como cuenta el director a Chris Rodley, el American Film Institute probaba, en 1974, dos diferentes marcas de cintas de vídeo en blanco y negro y pidió a Fred Elmes que hiciera unas pruebas para saber cuál comprar. Lynch propuso escribir sobre la marcha una pequeña historia que sería filmada en una tarde con los dos tipos de cinta. Pidió a Catherine Coulson que interpretase el papel de una mujer amputada. Ese vídeo de cinco minutos, que no hemos visto, es resumido así por Rodley:
«Una mujer está sentada, leyendo y componiendo una carta en su cabeza (…) que se refiere aparentemente a una compleja red de relaciones y malentendidos diversos. Un doctor (interpretado por Lynch) entra, se sienta delante de ella, y cuida y arregla los muñones de sus piernas, cortadas ambas a la altura de las rodillas. La mujer continúa su carta, sin notar la presencia del doctor y del tratamiento».
Según Lynch, la chispa de la que nadó la película Carretera perdida (Lost Highway), primer largometraje de Lynch después de Fuego, camina conmigo, procede de su mismo título, extraído de un libro de Barry Gifford, a quien propuso que escribiera la película con él.
La carretera del título está presente en los créditos y en las últimas imágenes: es una imagen sencilla de esa cinta espaciotemporal que se enrosca perpetuamente sobre sí misma como un «anillo de Moebius» y que el cine, más que ningún arte anterior, es apto para representar. Soberbios créditos, por otra parte —admirablemente adaptados a la canción de David Bowie I’m deranged, y a su pulsación frenética y desajustada— filmados desde un coche que rueda por la noche a tumba abierta, con la línea amarilla que se devana bajo sus ruedas.
El director comentaba que le gusta trabajar —con asociación libre de ideas, sin racionalizar— con Barry Gifford, porque es un escritor más bien sparse (disperso), lo que deja al director mucho espacio. Releyendo la novela de Gifford Corazón salvaje, uno se sorprende, efectivamente, al comprobar que vigila, incluso cuando escribe diálogos abundantes, que haya en ellos un misterio, un hueco. Uno de los procedimientos de escritura que emplea es, contrariamente a muchos escritores, no dar nunca indicaciones sobre la manera en la que el diálogo de sus héroes es vocalizado y pronunciado por ellos: nada de «gime» o «ruge», nada de «con voz clara» o «con una ligera ironía», etc.
Varias veces en Carretera perdida uno se sorprende a causa del carácter abierto, ambiguo o indeciso de los diálogos, que le permite al realizador añadir, mediante un ligero desfase, una ambigüedad suplementaria. Así, al principio, Renee Madison dice a su marido que se va a quedar en casa para leer. «¿Leer, qué?» («Read what?»), replica Fred, y ella no responde. Es absolutamente imposible al oír el diálogo saber qué «sobrentiende» él, y la manera en la que Lynch se lo hace decir a Bill Pullman añade un tono oscuro que no es el sobrentendido habitual, que no es exactamente nada…
Se escribió una primera versión de Carretera perdida para Ciby 2000 pero, según Lynch, tardaron mucho tiempo en dar su aprobación. Lynch conservaba el final cut, como hacía siempre desde Dune, pero eso implicaba un salario menos elevado y un presupuesto más apretado.
La idea decisiva llegó a la mente de Lynch la última noche del rodaje de Fuego, camina conmigo. El guión tomó entonces una nueva dirección. Era la idea de una pareja que vive en una casa y les llega por correo una cinta de vídeo. Cuando la miran, es la lachada de su casa.
Otra fuente fue una escena contada por Lynch como vivida realmente por él: se despierta una mañana, oye sonar su interfono y una voz de hombre que le llama «Dave»: «Yo digo “¡sí!”, y el hombre dice “Dick Laurant (con a) ha muerto”. Y yo digo “¿qué?” y ya no contesta nadie. No podía ver la entrada de la casa, a menos que fuera a la otra punta a mirar por el ventanal y allí no había nadie. Y no sé quién es Dick Laurant. (…) Juro que es una historia auténtica», añadía Lynch sin hacer ninguna alusión al hecho de que el nombre, real o imaginado, tiene las mismas iniciales que el suyo.
Al estar escrita directamente para la pantalla, Carretera perdida difícilmente puede ser contada de otra manera que como se desarrolla, esto es, sin racionalizarla.
Después de los créditos comentados más arriba, vemos a un hombre (Bill Pullman, excelente en su sobriedad) en su casa, mal afeitado, al alba. Suena el interfono y una voz de hombre pronuncia la frase fatídica. El interior es de un diseño minimalista, subrayado por los encuadres y la pantalla scope. Señalemos que Lynch vuelve a su formato favorito, abandonado en Fuego, camina conmigo en beneficio del 1’85 estándar. La belleza de los encuadres y la utilización magistral de la horizontalidad en Carretera perdida hacen de ella quizá la película visualmente más deslumbrante de Lynch.
Un poco más tarde, el hombre se prepara para salir; lleva un saxo. Su mujer, Renee, una morena en camisón, le dice que no le acompañará al club y se quedará en casa. Interpretada por Patricia Arquette, es el arquetipo de la housewife lynchiana. Entre Fred y Renee planea algo denso…
En el club Luna Lounge, Fred toca un free jazz frenético, desquiciado. Telefonea del club a la casa. Renee no está.
Al día siguiente, delante de su casa, Renee encuentra al pie de la escalera una cassette en un sobre, sin remite. La ven juntos: sólo muestra brevemente la fachada de su propia casa. Por la noche hacen el amor en un ambiente lúgubre, sin palabras. Fred le cuenta después un sueño en el que ella le llamaba y él no podía encontrarla. Cuando acaba su relato, tiene una visión fugaz de Renee en su cama con otro rostro, un rostro de hombre.
De nuevo otra mañana y una nueva casete. En ella, cuando la ven juntos, una cámara recorre el interior de su casa y muestra a la pareja acostada en la cama. Dos policías a los que llama Renee, Al y Ed, van y no descubren nada extraño en la casa.
Nos encontramos en una velada en casa de un amigo de Renee, Andy, en la que reina un difuso ambiente de borrachera. Mientras Renee flirtea no se sabe muy bien con quién, Fred va al bar. Un hombre de negro se presenta ante él. Tiene el rostro que ha entrevisto enmarcado por el cabello de Renee. «Usted me conoce. Estoy en su casa en este momento», le dice tendiéndole un móvil: «Llámeme». Frank marca su propio número y descuelgan enseguida: «Ya le he dicho que estaba allí…». La risa del hombre se repite, como en un eco ligeramente desfasado, en la risa idéntica y sincrónica que se escucha por el auricular. El hombre de negro se aleja. Frank pregunta a Andy sobre su identidad: un amigo de Dick Laurent. «Pero Dick Laurent ha muerto, ¿no?», dice Fred. Reacción turbada de Andy: «¿Ha muerto? ¿Tú conoces a Dick Laurent?».
Más tarde llega una nueva casete que muestra una horrible carnicería, pero es la realidad. Renee ha sido asesinada y Fred es detenido como su asesino aunque no se acuerda de nada. Es condenado a la silla eléctrica y en el corredor de la muerte sufre atroces migrañas en la que se repiten imágenes-misterio de lugares y gente que no conoce y que son el preludio de su «transformación» en otro.
Una mañana, el carcelero se sorprende al ver en la celda de Fred a otro, un joven llamado Pete Dayton (Balthazar Getty), al que se identifica como un tipo inofensivo, que no se acuerda de nada de lo que ha hecho durante los dos últimos días y que es obligado a volver con sus padres, aunque bajo la vigilancia de una pareja de policías.
Pete —un muchacho sencillo, de un medio más modesto que Fred— vuelve al garaje donde trabaja, donde sus amigos le reciben con alegría. También su novia, Sheila (Natasha Gregson-Wagner), quien visiblemente no le inspira ninguna pasión.
Todo se tuerce el día en que aparece en su gran Mercedes una especie de potentado ostentoso con dos matones: el señor Eddy (Robert Loggia, un habitual de los papeles de ese tipo, en quien ya se había pensado para interpretar a Frank en Terciopelo azul). Habla afectuosamente a Pete —a quien quiere pedir una pequeña reparación— como habla un protector mafioso. Le lleva «to take a ride» (a dar una vuelta) en su hermoso coche, obliga a detenerse a un conductor que le seguía demasiado de cerca y, a base de violentos puñetazos, asesta a este último una sangrante lección, en sentido propio y figurado.
Otro día, el señor Eddy llega con su amante, una bella joven, Alice Wakefield, en quien reconocemos rasgo a rasgo a Renee, pero una Renee rubia (por supuesto, interpretada por la misma actriz). Ella se vuelve a presentar un día, sola, en el garaje y liga directamente con Pete, quien, seducido, cede a sus peligrosos avances y se acuesta con ella en un motel —siempre seguido por los dos policías que animan su vigilancia con frases salaces.
Alice se presenta como una mujer prisionera del señor Eddy. Propone a Pete un «golpe» fácil y sin violencia en casa de un director de películas porno, Andy. Cuenta que una vez tuvo que desnudarse bajo amenazas en su casa delante del señor Eddy y otros hombres.
Toda esta parte, tras el flechazo Pete/Alice es a nuestro parecer la menos inspirada. La película recupera su fuerza cuando Pete recibe por teléfono amenazas del señor Eddy y del hombre de negro, que le habla de la situación de los condenados a muerte, a los que se deja esperando «en un lugar del que no se puede escapar». Más tarde, Pete se cuela en la casa de Andy, donde ve proyectada una película porno en la que actúa Alice, que parece que consiente a ello. Andy sorprende a Pete y en su lucha, cae y da con la cabeza en una mesa de cristal, que le traspasa la frente. Alice reacciona cínicamente a la muerte de Andy y recoge tranquilamente el dinero y las joyas. Luego dice a un Pete cada vez más suspicaz y alucinado que le lleve a casa de alguien que les ocultará, cuya cabaña se encuentra en pleno desierto. Cuando llegan es de noche, no hay nadie y hacen el amor al aíre libre, a la luz de los faros. Pete repite: «Te quiero», y ella le dice fríamente al oído: «Nunca me tendrás», y después se aleja desnuda hacia la cabaña. Cuando Pete se incorpora tiene los rasgos de Bill Pullman. Vuelve a encontrarse con el hombre-misterio, que tiene una cámara de vídeo y le filma. Fred huye en coche y para en un misterioso Lost Highway Hotel, donde coge una habitación, mientras que, paralelamente, los inspectores investigan sobre la muerte de Andy. Fred descubre que Renee está en la habitación contigua a la suya con Dick Laurent/señor Eddy, que son la misma persona. Deja partir a Renee y se lleva al señor Eddy, a quien golpea hasta que sangra, acompañado por el hombre-misterio, que se encarga de matar al bandido. Pero después vemos a Fred solo, como si el hombre-misterio hubiese sido un producto de su mente.
Antes, Dick Laurent, en pleno desierto, desangrándose y a punto de ser asesinado, ha tenido tiempo de dar un último «mensaje», de alguna manera su testamento, el legado de la palabra: «Todavía se puede enseñar algo asqueroso a esos imbéciles». Fred rueda por el desierto, se para delante de su propia casa, dice delante del interfono la frase del principio: «Dick Laurent is dead» y huye. Las últimas imágenes le muestran en su huida fantástica, con el rostro deformado, a punto de ser atrapado por la policía antes de conseguir acceder a la carretera sin fin.
Carretera perdida fue acogida por una buena parte de la crítica francesa tan cálidamente como fríamente lo había sido Twin Peaks: Fuego, camina conmigo. Es cierto que Carretera perdida es una película magnífica, que incluye momentos asombrosos, llenos de misterio y poesía, pero Fuego, camina conmigo ya era una obra única y profundamente original. La diferencia estriba en que incluía una importante dosis de sentimentalismo y melodrama, mientras que Carretera perdida, quizá por primera vez en Lynch, no incluye escenas de lágrimas o de amor místico. Ahora bien, para una crítica que parece que no acogía bien el estilo de emoción propio de Lynch y que tenía del director una imagen de esteta distante y algo cínico, Carretera perdida es una película que «pega más».
Fuego, camina conmigo pregonaba su discontinuidad a través del uso de títulos referidos a las dos víctimas femeninas, Teresa Banks y Laura Palmer, pero el espectador podía desconcertarse por la abundancia de escenas con personajes de paso. A este respecto, Carretera perdida expone más claramente su construcción. Aquí, Pete Dayton prosigue donde lo deja Fred Madison, pero el relato reposa sobre esa transferencia, sobre la separación misma, y la «sobre-significa», lo que hace a la película mucho más legible.
Eso no impide que se pueda preferir la parte Fred-Renee, admirable en su marcado ritmo a base de numerosos silencios, numerosos fundidos en negro, con su atmósfera de miedo retenido bañado por sordos rumores, a la parte Pete-Alice, más coloreada y pintoresca, marcada musicalmente por el cobre de Barry Adamson y los rugidos del grupo Rammstein. Al mismo tiempo hay que relativizar esas reservas aun otorgándose el derecho de formularlas. Y, finalmente, por qué no, intentar oír lo que en la película, que aparentemente no tiene nada que decir (como la pareja del principio, en su casa vacía, no tiene nada que decirse), nos habla.
El único punto en común, en Carretera perdida, entre el saxofonista de jazz Fred Madison, un adulto que vive con su bella esposa y su… ¿doble?, ¿máscara?, ¿alter ego?, Pete Dayton, un joven mecánico que vive con sus padres es que se sirven activamente de su oído: el primero, como músico, el segundo como experto en el arte de detectar que no va en el motor de un coche. Como dice el señor Eddy, cuando le pide que encuentre la solución a un ruido misterioso que hace su hermoso automóvil: «la mejor oreja de esta jodida ciudad».
El problema, con estas historias que entran por las orejas, es que no se sale nunca.
«Dick Laurent is dead», la frase proferida por una voz de hombre en el interfono de Fred Madison es como uno de esos sonidos que se han oído una vez y que se retienen para siempre. La frase, que suena en inglés como una especie de repique seco, de entrechocamiento, se oye en el otro extremo de la película y la historia se sitúa en ese intervalo, que no es uno: «Dick Laurent is dead».
Todo parte de un muerto que no es uno. Como hemos visto, con Lynch es difícil morirse verdaderamente.
La serie televisiva Twin Peaks parte de la noticia comunicada al teléfono por Pete Martell: «She’s dead, Laura Palmer is dead». No solo toda una comunidad revive desde ese momento, sino que también Laura Palmer debe revivir: en su prima y en la película para el cine que Lynch se decidió a hacer sobre sus últimos días, concluidos en una especie de apoteosis…
Hay en Lynch otro discurso, el del padre, o del personaje que se convierte para el héroe, en el intervalo que representa el tiempo de la película, en una figura paterna. Es Frank en Terciopelo azul y es el señor Eddy en Carretera perdida. Ambos tienen una escena similar, en la que juegan uno de los papeles simbólicos del padre, dar constancia de lo prohibido, de la ley, pero en la que se acompañan de violencia física y de comportamientos extravagantes, como si las palabras no pudieran «entrar» de otro modo, o como si hiciera falta que las palabras fueran negadas, ridiculizadas a causa del contexto en que se pronuncian. Al igual que en Terciopelo azul el público ríe mucho, divertido y desconcertado, cuando Frank da «una lección» —la de no intervenir en su pareja con Dorothy— y declara su amor a Jeffrey mientras le agrede, también ríe cuando el señor Eddy sermonea, gritándole y asustándole con su arma, al conductor que iba demasiado cerca de su coche sin respetar la distancia de seguridad. La razón que da para tratarle así es que quiere enseñarle las reglas de seguridad y de respeto por la vida, esas «fucking rules»: y con ello adquiere a la vez una especie de vitalidad exuberante que le falta al resto de los personajes.
Al otro extremo de la película, la larga y prodigiosa espera en una casa de diseño vacía, es todo lo contrario: personajes como abrumados y desvitalizados, sin salida, en caída libre, atraídos por el vacío.
La película está enmarcada por dos actos sexuales: el primero, entre Fred y Renee, en una atmósfera siniestra; el segundo, entre Alice y Pete, iluminado por los faros de los coches.
En el primero, entre una pareja sin hijos, es como si no hubiera palabras posibles, pero como si eso, a la vez que pesaba sobre la pareja, hiciera nacer otra cosa. En el del final, al contrario, el joven y la puta fatal hablan y el «Te quiero», literal de Pete lleva a una respuesta literal de Alice: «Nunca me tendrás». Y eso es todo.
Lynch siempre ha rehusado decir cómo realizó técnicamente el niño-monstruo de Cabeza borradora. Es decir, literalmente, como hizo al niño.
Todo eso, por supuesto, se sostiene. Y sólo se sostiene si hay alguien que haga de puente.
En las entrevistas con Rodley, el artista, al que hay que leer una vez más al pie de la letra, dice que el Jeffrey de Terciopelo azul es el único puente, el bridge entre los dos mundos entre los que va y viene la película.
Puente entre los mundos, entre las escalas, entre la violencia y una apatía que es peor, entre las palabras y los silencios, entre partes desmembradas ante las que se desespera de ver integradas en un todo. Nos gusta pensar que el rasgo bajo cuya forma el artista Lynch se piensa y se dibuja, cordón, cópula, lazo, fin, tronco es también el rasgo que forma un puente.
«I’d like to finish it my own way» (Querría terminar esto a mi manera). La frase con la que contesta sonriendo el viejo Alvin Straight, el héroe de Una historia verdadera (The Straight Story, 1999) a su bienintencionado huésped ocasional, que le propone llevarle más rápido hasta su objetivo, Lynch podría aplicársela a sí mismo; parece, de obra en obra y de proyectos inacabados a películas que se estrenan a un ritmo irregular, que traza él mismo su camino, sin dejarse influir por los demás, ni siquiera por una imagen acabada que él se haría de sí mismo.
Para muchos de sus admiradores y para los medios de comunicación, Lynch continuaba estando asociado a un universo de sexualidad aberrante, de violencia urbana desencadenada, de líneas narrativas entrecruzadas y de humor absurdo. No hay nada de todo eso en Una historia verdadera, historia verídica y llena de buenos sentimientos. Sin embargo, el autor de la película es el mismo que hizo Cabeza borradora o Carretera perdida.
El proyecto de la película procede de Mary Sweeney, que se interesó por la historia de un jubilado de 73 años, inepto para la conducción y desprovisto de recursos financieros, Alvin Straight. Straight partió en el otoño de 1994 del pueblecito de Laurens, en Iowa, en su cortadora de césped, recorriendo cinco millas por hora y con un pobre remolque detrás hasta llegar a Mount Zion, en Wisconsin, para reunirse con su hermano mayor Lyle, víctima de un ataque. Unas desavenencias separaban a Alvin y Lyle desde hacía diez años y les habían impedido incluso telefonearse. El hermano pequeño quería reconciliarse con su hermano mayor antes de su muerte.
Mary Sweeney obtuvo en 1998 los derechos de la historia y se asoció con John Roach para reunir documentación y escribir un guión que dio a leer a Lynch, eventualmente, para que lo produjera. Lynch se apasionó con el tema, decidió dirigirlo y, finalmente, encontró dinero en Francia (Alan Sarde, Le studio Canal +). Una vez rodada, la película gustó en Estados Unidos, donde fue distribuida por Walt Disney. En Francia fue seleccionada oficialmente para el Festival de Cannes de 1999, donde recibió una calurosa acogida. Su carrera comercial fue incluso honorable si se tiene en cuenta que es una película no sólo sin acción espectacular ni suspense, sino también desprovista de estrellas. El único nombre conocido del casting, Sissy Spacek, no interviene más que unos diez minutos en el papel de Rose, la hija retrasada mental de Alvin.
El guión de Sweeney y Roach era bastante fiel a los hechos y dramatizaba discretamente una historia sin peripecias. ¿Sobre qué se mantenía entonces el mínimo de construcción narrativa? Sobre todo, en la revelación progresiva del pasado y de los sentimientos de Alvin conforme iba viajando. Todos los personajes con los que se encuentra, o casi, tienen la ocasión de sumergirse en el pasado del viejo, de hablar de su infancia pobre, de su vida laboriosa, de los traumas que le dejó su participación en la Segunda Guerra Mundial y, por último, de los sentimientos que le inspira su vejez.
Y, por supuesto, de su pelea con un hermano mayor a quien había estado muy cercano durante mucho tiempo. Lyle y Alvin, de niños, trabajaban en la granja familiar de Minnesota. Sufrían juntos el frío, dormían en verano bajo el cielo, hablaban de las estrellas que miraban juntos y de la vida en el universo. Pero no sabemos nunca cuál fue el motivo o el pretexto de esa separación de diez años.
La película también está estructurada, muy discretamente, por la progresión del otoño (la acción se sitúa de septiembre a octubre de 1994) y por el cambio en los paisajes que atraviesa: de las llanuras cultivadas de Iowa se pasa a colinas más boscosas y accidentadas, y de un espacio abierto a un espacio cerrado y limitado, la humilde casa de Lyle, escondida en los bosques sobre una pendiente, que parece que sea la estación final de una vida, sólo con el cíelo estrellado arriba como única escapatoria visual.
Para la película, Lynch reunió a algunos de sus colaboradores habituales, especialmente a Patricia Norris para el vestuario y Angelo Badalamenti para la música, muy bella, que consiguió permanecer fiel a la vena religiosa y mística de películas como Terciopelo azul, pero utilizando instrumentos y sonoridades country. El viejo amigo de Lynch, Jack Fisk (esposo de Sissy Spacek, como ya hemos dicho) se ocupó de los decorados, y el que había sido el operador jefe de El hombre elefante y de Dune, Freddie Francis, mayor entonces que el mismo Alvin Straight, fue desde Gran Bretaña para dirigir una fotografía en la que se rendía homenaje a la belleza serena y otoñal.
Después de los créditos sobre un fondo de cielo estrellado, el primer plano nos muestra, como es habitual en Lynch, una textura informal, representación de una superficie en la que es imposible definir la escala y si en ella figura algo visto de cerca o de lejos. En este caso es una textura estriada, que parece ser los surcos de un campo filmados desde un helicóptero. Algunas imágenes sitúan el marco: una pequeña aldea, Laurens (se puede leer el nombre en un depósito de agua), silos y maquinaría agrícola, en el período de la cosecha.
Un plano que baja con grúa nos muestra, desde arriba, dos pequeñas casas vecinas y una masa sombría de árboles entre ambas. Una mujer gorda sale de la casa de la derecha y se instala en una tumbona al sol, con unas gafas protectoras que la hacen parecer ciega. De la casa de la izquierda sale Rose (Sissy Spaceck), que saluda a la vecina llamándola Dorothy. La cámara, que continúa bajando, parece que se va a hundir en la masa sombría de los árboles, pero finalmente se decanta hacia la casa de la izquierda y oímos desde el interior el mido de algo que cae. Dorothy no se ha dado cuenta de nada y es un amigo de Alvin el que le descubre tendido en el suelo de su casa: acaba de tener un ataque. El descubrimiento de Alvin tumbado, que ha mantenido toda su lucidez, rodeado de allegados enloquecidos, pero que no hacen nada, da ocasión a una escena que oscila entre lo cómico y lo trágico y que amenaza con eternizarse, como a Lynch le gusta.
Rose, que llega poco después, insiste para que su padre consulte con el médico de la localidad, quien le advierte de los riesgos que corre.
Poco después, Alvin y Rose miran juntos una tormenta al abrigo de su casa, suena el teléfono y Rose coge la llamada: uno de sus hermanos le comunica que Lyle también ha tenido un ataque. Alvin no manifiesta nada, pero poco después anuncia su decisión de ir a verle.
Por informaciones que se van dando a lo largo de la película en el curso de diversas conversaciones, nos enteramos de que Alvin es viudo de Frances y tuvo catorce hijos, de los que han sobrevivido siete. Rose, que pasa por retrasada mental pero de quien su padre elogia su memoria para los hechos, se ha quedado a vivir con él y vive fabricando refugios para los pájaros.
Sabremos también, en el transcurso del viaje, que la misma Rose tuvo cuatro hijos, pero que tras un accidente que sufrió uno de ellos y del que ella no tuvo la culpa, el Estado le retiró la custodia. Al principio de la película, Lynch sugiere su sufrimiento en una admirable escena muda (añadida en el rodaje) en la que Rose, de la que aún no sabemos el drama, mira la tarde a través de la ventana. Un discreto chorro de agua riega el césped y el resto es oscuridad. Un balón entra rodando en el campo y detrás aparece un niño, como salido también él de las sombras, que lo recupera. Se vuelve por donde había venido hasta salir del campo, pero se detiene un momento, sin razón aparente y con el balón entre las manos (está filmado de perfil y parece un personaje de Schultz en los Peanuts), antes de desaparecer definitivamente.
Rose intenta en vano convencer a su padre de que es peligroso para él irse solo en su cortadora de césped, único vehículo que puede conducir. En algunas escenas cómicas, que sirven también para mostrar el pequeño mundo de Laurens (un nuevo «Lynch-town», pero real), vemos la preparación del viaje, los ensayos con la cortadora y su remolque, la compra de las provisiones y de una especie de gran horquilla para «atrapar» todo, ante la perplejidad o la inquietud de los amigos de Alvin. Alvin asume cada vez su obstinación con malicia y calma.
Finalmente, Alvin parte con su insólito equipaje. A partir de ahí, las escenas a ras de tierra de su periplo alternan con los planos filmados desde un helicóptero. Los planos, a la vez que describen los paisajes que atraviesa, parece que dupliquen su viaje por tierra con otro viaje en el cielo, dibujando una trayectoria imaginaria más sinuosa por encima y alrededor del lento y lineal avance de Alvin en su cortadora. Como si otro personaje o un ángel guardián acompañara a Alvin.
Al contrario que el lunar Death Valley de Carretera perdida o a las tierras semidesérticas que atraviesan Sailor y Lula en Corazón salvaje, los paisajes que encontramos en el curso de este viaje están todos cultivados y humanizados, y como domados pacíficamente por enormes cosechadoras que trabajan con luces oblicuas y cálidas.
El primer incidente del viaje de Alvin es simplemente que se le estropea su cortadora. Alvin vuelve a Laurens y, sin desanimarse, compra a uno de sus amigos una máquina de ocasión, una cortadora de marca John Deere y del modelo de 1966 (damos estas informaciones ya que los personajes las repiten con visible delectación, un poco como en una película francesa se daría el nombre de la etiqueta y la añada de un vino).
Alvin vuelve a empezar su viaje desde el principio. Vemos cómo pasa los días, descendiendo penosamente del vehículo con sus dos bastones, parándose cada noche, recogiendo leña con su horquilla para atrapar —su grabber—, haciéndose una hoguera para asar los embutidos que constituyen su comida y durmiendo en su remolque.
El primer encuentro que tiene es con una adolescente arisca, de aspecto desagradable, que no consigue que la lleven en autostop y que consiente en comer, algo a regañadientes, la modesta cena que le ofrece Alvin. Está embarazada, y el viejo adivina enseguida que se ha fugado porque teme la reacción de sus padres. Después de haberle contado la historia de su propia hija, Alvin le enseña un juego que hacía con sus hijos: las daba a cada uno un palito (stick) que no tenían ninguna dificultad en romper. Después, les decía que juntasen unos cuantos en un haz (bundle) e intentasen romperlo: no podían. El bundle, concluía Alvin, es la familia, A la mañana siguiente, la chica se ha ido, pero ha dejado un bundle de palitos, como dejando entender que ha comprendido la parábola y que vuelve al hogar.
Por otra parte, toda la película transcurre en un clima bíblico (la historia de Caín y Abel se recuerda al final), aunque fiel a los personajes y a su cultura.
Siguiendo su viaje, Alvin se protege en una granja de una enorme tormenta, de la que se convierte en espectador, como sí la estuviera viendo al lado de su hija o de su hermano.
Más tarde, es adelantado por una extraña pandilla de ciclistas, con atuendos extraños y abigarrados. Los vuelve a encontrar al fin de la etapa y tienen una breve conversación sobre la vejez. Vemos a los jóvenes, con cuerpos vigorosos y activos, que preguntan al viejo si hay «algo para envejecer bien». Nada, dice en sustancia Alvin, sólo aprender a escoger lo esencial y rechazar lo accesorio. ¿Y qué es lo peor? Acordarse de cuando uno era joven.
Antes, el paso del pelotón por la carretera por la que avanza el pequeño vehículo de Alvin ha dado ocasión a una escena casi muda de una fuerza extraña: aunque ruedan a una velocidad normal, las bicis parece que van a la velocidad del rayo (con ayuda de un empleo sutil del tiempo de exposición de la película, que las recoge como estelas visuales) y que zumban como abejas. Es una escena emblemática en una película que no deja de confrontar, con los medios más sencillos, escalas diferentes.
En primer lugar, escalas de tamaño, cuando la pequeña cortadora es adelantada por camiones inmensos o circula por en medio de enormes máquinas agrícolas. Después, las escalas de velocidad, con coches y ciclistas que adelantan a Alvin. Pero, a la vez, basta con un plano tomado desde el helicóptero para volver a situar a los ciclistas y a Alvin en una escala de velocidad relativamente comparable, o es suficiente con hacer ver la similitud entre una hoguera y el cielo estrellado para reconciliar las variaciones de escala en una unidad cósmica.
El encuentro siguiente es con una joven agotada que acaba de dejar su coche deportivo: ha atropellado a un ciervo que atravesaba la carretera y ha matado treinta en siete semanas. El espacio, que para todos los demás es benevolente y abierto, parece para ella cerrado y hostil, más aún porque «ama a los ciervos».
Alvin utiliza el cuerpo del animal para variar su dieta y para hacerse un trofeo para adornar su vehículo, y un grupo de ciervos vivos, como si fueran fantasmas, rodea su campamento aquella noche.
Vemos imágenes de llamas que recuerdan vivamente las fogatas de Alvin, pero dos cambios de escala nos revelan de qué se trata. El primero muestra que es una casa ardiendo, rodeada por lenguas de fuego; el segundo, que es una casa en un paisaje de colinas soleado y apacible, en el que, ante un grupo de residentes divertidos instalados en sillas plegables, unos bomberos plácidos y mudos trabajan sobre una casa condenada. La escena, basada en un simbolismo claramente «uretral», podía durar eternamente, ya que las llamas no son alcanzadas en absoluto por el agua, ni el agua renuncia a dirigirse hacia las llamas.
En ese momento, Alvin se sale de la carretera con su vehículo por una pendiente de la colina más cercana. Su cortadora, con la correa rota se para justo delante del grupo de espectadores del simulacro de incendio. Él está indemne, pero su John Deere 1966 necesita una reparación que amenaza con ser cara. Un hombre servicial, llamado Danny Riordan, ofrece a Alvin hospitalidad en su jardín.
Allí se sitúan dos breves escenas de exterior muy apreciadas por los espectadores de la película cuando se estrenó y en las que las palabras de Alvin y de sus anfitriones, filmados en plano general pero, sin embargo, bastante próximo, nos llegan de lejos, como oídas por una oreja inmaterial. ¿Qué se dicen los personajes? Frases amables y familiares, del tipo: «Mi mujer hace los mejores bizcochos del condado…». El hecho de oírlas de lejos, como si fuéramos un niño que se ha quedado en su cuarto mientras se habla en el jardín, tiene resonancias múltiples. Por una parte, parecen extraídas de una conversación eterna y calmada. Por otra, nos ponen tanto en el lugar de un niño (que capta a distancia las conversaciones de los adultos) como de un viejo que «ha oído» mucho en su vida y que escucha la palabra humana de otra manera, como filtrada por su experiencia.
Alvin pregunta si puede telefonear a su hija, que está feliz de tener noticias suyas y la escena de teléfono con un montaje alterno (cross-cutting) está también encajada muy hábilmente en un segundo montaje alterno con una conversación entre Danny Riordan y su mujer en la que ambos hablan de Alvin. Ese extraño y sencillo entrecruzamiento (que también se encuentra en un notable pasaje de Corazón salvaje) da la impresión de que el discurso que se mantiene sobre él crea a Alvin en la pantalla.
Uno de los viejos que han acogido a Alvin le propone ir a tomar una copa a la ciudad. Allí se sitúa una de las escenas clave de la película, en la que cada uno, por tumo, cuenta su experiencia de la guerra en Francia (y, para Alvin, el que mató involuntariamente a un compañero de armas), el gusto por el alcohol que les dio esa experiencia a su regreso, para intentar olvidar, y la imposibilidad que tienen para borrar los jóvenes rostros de amigos y enemigos a los que han sobrevivido. Toda la escena está filmada con primeros planos, con los dos viejos juntos en la barra del bar. Lynch no visualiza en ningún momento el relato y se contenta con breves alusiones sonoras a los bombardeos o a ruidos de armas que sustituyen episódicamente a la canción que suena en el bar. La escena, muy sobria, termina cuando cada uno ha contado su historia.
Antes de reemprender la marcha, Alvin regatea con los mecánicos que han arreglado su ingenio, los gemelos Olsen. Obtiene un descuento, entre otras cosas porque deja claro que los gemelos, que están siempre peleándose, han pasado más tiempo riñendo que trabajando. Este apólogo tratado en tono humorístico remite al tema principal de la película.
Cerca ya de su objetivo, encontramos a Alvin que acampa por la noche cerca de un cementerio de tramperos franceses. Un sacerdote le ofrece comida y Alvin confía a ese hombre sincero y abierto, si no el motivo exacto de su pelea con Lyle, sí al menos la lección que ha aprendido.
El último encuentro es con un barman que indica a Alvin el itinerario hacia la casa de Lyle. La cortadora baja por un camino. El espacio se estrecha y se oscurece (los planos filmados desde el cielo han cesado tras la travesía del Mississipi y también ha cesado la presencia sosegada de la música de Badalamenti). Alvin se para en un camino, no sabe si es su vehículo el que falla o si es él el que está al borde del desfallecimiento. Afortunadamente, pasa un gran tractor que, como un gigante amigo, arrastra a Alvin, no mediante el vínculo material de una cadena, sino por el inmaterial de la generosidad. El conductor del tractor le indica un lugar a la derecha. Es allí.
Una casa miserable en las colinas y nadie fuera ni ningún sonido en el interior. Alvin baja de su máquina. Llama, ansioso, a Lyle. Una voz acaba por responderle: «Alvin». Lyle (Harry Dean Stanton) sale, caminando con la ayuda de un andador. Mira la máquina con la que su hermano ha ido a buscarle y, tras un momento en el que parece tentado por el sarcasmo, deja que surja su emoción. Después levanta los ojos al cielo y Alvin, que ha vuelto a ser su hermano pequeño, hace lo mismo. Es de día, pero inmediatamente después lo que vemos es el cielo estrellado, el de los créditos del principio, tal como los hermanos lo guardaban desde su infancia.
El título The Straight Story contiene un juego de palabras intraducibie, facilitado por el uso de la mayúscula en los títulos ingleses: es la historia de alguien llamado Straight y una historia directa (straight: en línea recta, derecho, sincero). Con ello, se ha pretendido que quería decir que se trataba que la película era lineal, por lo tanto antilynchiana.
Ahora bien, no se toma en cuenta que una película que reivindica en su título que es straight tiene todas las probabilidades de no serlo tanto. Cuanto más recta es una línea —y se considera como tal— más es lo que no emerge: la mujer de los ciervos, los relámpagos insólitos, todo lo que en la película es irrupción del sufrimiento y del drama, deformación de los rostros, adquiere valor significante.
En realidad, David Lynch ya había dirigido una película entera basada en la misma simplicidad de emociones, con la misma manera de ir directo al objetivo y la misma insistencia en los «buenos sentimientos»: El hombre elefante. Que en la obra más antigua se trate de un monstruo y en la última película de un viejo original, no cambia nada. Las semejanzas entre ambas son muy numerosas. En los dos casos es la historia auténtica, conservando los nombres, de un personaje con el cuerpo enfermo y al que le es difícil desplazarse, de alma sencilla y corazón generoso, la que sirve de base a un guión relativamente lineal y sin muchas peripecias. En ambos casos asistimos a un elogio no disimulado de la normalidad, de la armonía con el cosmos y de la vida en paz con los demás.
Sin embargo, hay una gran diferencia: Alvin se defiende allí donde Merrick sufría.
Lo que también sorprende en Una historia verdadera y que no se ve con mucha frecuencia en el cine, es el carácter amable y servicial, a la vez que el habla educada y formal de la mayor parte de personajes con los que se encuentra Alvin. Quien haya viajado un poco por el interior de Estados Unidos sabe que esos personajes existen, en todo caso, que se puede ver y oír que hablan y se comportan así. Lynch los filma con fidelidad y, en su caso, un personaje es lo que hace y dice. Si tiene un mundo interior, es un mundo concreto, cósmico y real, que se puede filmar (como el planeta en la cabeza de Henry en Cabeza borradora) y no un laberinto de contradicciones psicológicas.
Los personajes de Una historia verdadera tampoco son arquetipos o símbolos. Son lo que son, fijos y encerrados en su cuerpo, incluso cuando lo mueven (lo que subraya su gestualidad austera y prudente).
Ejemplar a este respecto es la bella y sencilla secuencia del final, en la que Alvin se da valor bebiendo una cerveza fresca. El barman que le sirve (Russ Reed) tiene unas arrugas que son como un movimiento fijado en su rostro, sus gestos son contenidos y están relegados a un estrecho círculo y de su boca salen unas palabras tan claras y serenas que se tiene tiempo para percibirlas y verlas dibujarse como imágenes sonoras. Tiene la presencia de un personaje pintado por Edward Hopper: vive, se mueve y habla, pero en un marco a la vez sensible e invisible. Simplemente, está.
Mulholland Drive es el nombre de una carretera de montaña al norte de Los Ángeles, que serpentea por lo que se llama con un eufemismo las «colinas» —de hecho, gigantescas— que dominan la ciudad, y desde donde se tiene de ella una vista fantástica por la noche. Es también un título familiar para los seguidores de Lynch, que hablaba de él como un proyecto de serie para la televisión, que debía escribir con Robert Engels. Se rodó un episodio piloto para la cadena ABC, pero fue rechazado. Los esfuerzos de productores franceses permitieron que se rodasen nuevos elementos (esencialmente situados en el tercer tercio de la película) y que se utilizaran las escenas del episodio piloto para hacer una película para el cine, de la que Lynch está acreditado como único guionista.
Hay que aceptar la regla de juego de la película, que es que algunas intrigas secundarias (especialmente todo lo que concierne al asesino a sueldo, al que se ve al principio de la película matar a tres personas más un aspirador).
Aparte de Ann Miller, célebre bailarina de tap-dance de los años cuarenta y cincuenta, casi todos los intérpretes de la película son nuevas figuras tanto en el cine (proceden de la televisión) como en el mundo de Lynch —salvo, evidentemente, Michael J. Anderson, que encarna aquí, con el nombre del señor Roque, a un maestro oculto en un antro. Sin embargo, detrás de la cámara encontramos muchos conocidos: Mary Sweeney en el montaje y la producción, Angelo Badalamenti en la parte principal de la música original y Peter Deming (después de Carretera perdida) en la fotografía.
Mulholland Drive es una arteria de Los Ángeles no muy alejada de Sunset Boulevard, calle que cruza al principio uno de los personajes. No se podría hacer un homenaje más directo a la película de Billy Wilder de la que Lynch está tan prendado, pero es evidente que desde su punto de partida —una pintura autosatírica del ambiente del cine en Los Ángeles— la película remite a muchas otras y se inscribe en una concurrida línea por la que han transitado de manera notable en los últimos años Robert Altman (El juego de Hollywood [The Player, 1992]), los hermanos Coen (Barton Fink [Barton Fink, 1991]), Tim Burton (Ed Wood [Ed Wood, 1994]), etc. Pero también se puede pensar en la inspiración morbosa de Aldrich y especialmente en La leyenda de Lylah Clare (The Legend of Lylah Clare, 1968), que ya abordaba el tema del doble en Hollywood.
Al principio de la película, en la entradilla, asistimos a un endiablado torneo de jitterburg (danza acrobática de moda en los años cuarenta —ver 1941 [1941, 1979], de Spielberg—) que parece girar eternamente en círculos. En sobreimpresión, los rostros extáticos y sobreexpuestos de una joven rubia (Naomi Watts) y una pareja de risueños jubilados.
Los créditos se desarrollan sobre imágenes de un coche que circula de noche por Mulholland Drive. El coche para, una mujer morena (Laura Elena Harring) en el asiento trasero se inquieta («no es ahí») y el hombre que conduce blande una pistola hacia ella, pero antes de que dispare, otro coche lleno de jóvenes achispados choca con ellos. El coche arde, y sólo la mujer sale indemne, pero despavorida. Baja hacía Los Ángeles en medio de la noche y encuentra de madrugada una casa vacía donde se cuela y se acurruca. Mientras, unos policías han empezado una investigación sobre el coche incendiado, de la que nunca vemos la conclusión.
Es de día. Dos hombres, uno de ellos con aire aterrorizado, se encuentran en un Diner de la cadena Winkie. El hombre asustado cuenta a su amigo que le ha hecho venir a ese sitio aparentemente anodino porque el lugar es el decorado de un sueño recurrente que tiene a menudo y en él aparece el amigo en cuestión. La escena, inquietante, está filmada en un sencillo campo/contracampo, por una cámara que oscila de una manera extraña, diferente a como lo hace una cámara que se lleva en la mano, lo que muestra el arte que posee Lynch para renovar las figuras cinematográficas más sencillas. El hombre asustado lleva a su amigo a la parte de atrás del edificio, donde surge —como el Bob de Twin Peaks— un hombre con rostro negro y peludo.
Un avión aterriza en el aeropuerto de Los Ángeles. Entre los pasajeros, la rubia de antes. Pictórica de un entusiasmo ingenuo, Betty Elms —es su nombre— se despide de sus compañeros de viaje, los dos risueños jubilados, a quienes ha confiado durante el viaje procedente de Ontario sus ambiciones cinematográficas. Se alojará en casa de su tía, que está viaje, espera ir a audiciones y confía en convertirse en una movie star. Al llegar a la casa en la que hemos visto entrar a la morena, se presenta a Coco (Ann Miller) la propietaria de los apartamentos. En el inmueble, que creía deshabitado, se encuentra en la ducha a la mujer morena, amedrentada, que se presenta como una tal Rita (nombre sugerido por un póster de Rita Hayworth en el cuarto de baño) y como una amiga de la tía. Pero Betty no se deja engañar por mucho tiempo y Rita debe confesar que está totalmente amnésica, que ni siquiera sabe quién es y que sólo se acuerda del accidente.
En el bolso de Rita, Betty encuentra una importante suma de dinero y una extraña llave que corresponde a una cajita azul. No tocan el dinero, pero lo esconden. A partir de ese momento, Betty toma a Rita bajo su protección, la aloja y se dispone a ayudarla para que recobre su identidad y su historia con la misma energía positiva que emplea para llevar a cabo sus propios sueños.
Es imposible entonces no pensar en una de las películas que Lynch siempre cita entre sus preferidas, Persona. La obra de Bergman, ya comentada, presenta a dos mujeres de las que una, actriz, está afectada de mutismo (aquí, de amnesia), mientras que la otra, su enfermera, es tan dinámica, conversadora y expansiva como su paciente es secreta y reservada. Sus identidades se intercambian, se completan y a veces se confunden e incluso si, en el caso de Bergman, no se acuestan juntas (lo que sí hacen en la película de Lynch), forman un dúo muy peculiar. La enfermera interpretada por Bibi Andersson, en Bergman, con su entusiasmo y su sobreexcitación cercana a la histeria, perpetuamente renovados debido a la pasividad de la otra mujer, anuncia de manera asombrosa la Betty de Naomi Watts en Lynch.
Alternando con la investigación de las dos mujeres, entre las que nace una amistad amorosa, la película nos hace seguir los sinsabores de un joven director, Adam, que no se cruza con las heroínas hasta el final. Adam ha rehusado someterse a los dictados de un mafioso, que le presionaba para que contratase a una tal Camilla Rhodes para el papel principal de su nueva película, y se encuentra arruinado de la noche a la mañana, expulsado de su casa y cornudo. Está obligado a refugiarse en un sórdido hotel y acude a una convocatoria nocturna de un misterioso cowboy, que surge de la oscuridad y está efectivamente vestido como un cowboy de fantasía. El hombre, de ojos pequeños y penetrantes, le hace comprender mediante frases lapidarias que debe someterse y contratar a la chica. En primer lugar, le imparte una lección sobre cómo comportarse bien en la vida. Excelentemente interpretado por Justin Theroux, Adam atraviesa todo tipo de situaciones extravagantes y a menudo cómicas sin que deje que le afecten, a menudo con un distanciamiento divertido, lo que precisamente le reprocha el cowboy. Estamos lejos de los héroes fervientes e idealistas interpretados por Kyle MacLachlan. De una manera general, y a excepción del hombre aterrorizado del que hemos hablado más arriba, los personajes masculinos de la película (frecuentemente presentados en tándems) son caricaturas o personajes excéntricos y a menudo burlones, en posición de observadores.
No es el caso, por el contrario, de Betty, a la que encontramos con Rita mientras ensaya con vehemencia «su» escena de casting (un enfrentamiento dramático de una mujer con su amante), sobreinterpretando sus réplicas. Lo que asusta de ella es que es imposible saber si está interpretando o «se lo cree», como si no supiera frenarse y pusiera en juego toda su identidad en el menor de sus actos. Se tiene la misma impresión cuando tiene lugar por fin su audición ante una galería de profesionales ridículos, con un partenaire con aires de viejo coqueto de dentadura resplandeciente salido de la serie Dinastía. Sin embargo, hay una gran diferencia: en vez de interpretar su texto con violencia, Betty, aunque respeta las palabras, le da otro sentido, profiriéndolas con entonaciones eróticas y susurradas acompañadas de gestos sugestivos. Es como si, de alguna manera, Lula (para hacer alusión a Corazón salvaje) estuviera devolviendo la pelota a Bobby Perú, haciéndole un gran número de «fuck me». La audición, increíblemente molesta y desconcertante, es el gran momento de la película, debido, entre otras cosas, a la decisión del autor de no hacer en esos momentos ningún plano de corte sobre los profesionales asistentes al ensayo, dejando la cámara fijada en un plano cercano a Betty y su viejo partenaire. A nosotros nos corresponde decidir si la escena es ridícula o sublime.
Antes de que Betty interprete su escena de casting, se pronuncian dos frases que, para nosotros, tienen gran importancia: el maduro director de la película para la que Betty hace la prueba ha dicho al partenaire: «Don’t play for real, until it gets real» (literalmente: no interpretes de verdad, hasta que no llegue a ser de verdad). Y el actor ha añadido, para dejar clara la manera en la que interpretará la escena (abrazando a Betty y aprovechándose de la situación): «I just react». Esta última frase ha podido, según nos parece, hacer saltar la chispa, ya que en el juego de acción, reacción entre un hombre y una mujer (véase el Lynch-Kit), cuando uno de los dos impulsa la acción primitiva, ¿dónde se puede parar el feedback, la reacción en cadena una vez comenzada? Por otra parte, vemos que Betty, al contrario que el hombre, parece interpretar for red una escena que, debido a su diferencia de edad, toma un cariz incestuoso. Mientras tanto, las dos mujeres han continuado su investigación y Rita ha tenido, al ver la chapa de una camarera del Winkie, llamada Diane, un flash de memoria que le ha hecho recordar el nombre de una persona, Diane Slewyn, y su dirección, en un bloque de viviendas llamado Sierra Bonita. ¿Es ella esa mujer? Van las dos y se encuentran con otra mujer, que no reconoce a Rita, y les índica el nuevo apartamento en el que se suponía iba a vivir la misteriosa Diane: está vacío, pero en la cama yace una forma extraña, algo como un cuerpo putrefacto con largos cabellos. Rita y Betty están aterradas.
Las vemos también ir de noche —Rita con una peluca rubia— a un misterioso teatro que lleva un nombre que Rita ha pronunciado dormida: Silencio, En escena, un mago presenta un número en playback, en el que el sonido registrado, desmaterializado, se celebra como si fuera un fenómeno mágico: «No hay una banda», dice en varias lenguas de manera aproximativa. Una mujer morena y corpulenta llega y canta con una voz magnífica una canción de Roy Orbison en inglés; luego se desploma y la voz continúa: también era un playback.
De vuelta a casa de Betty, abren la cajita azul y desaparecen literalmente una detrás de otra: el apartamento queda como si ellas no hubieran estado nunca ahí y la tía no se hubiera ido nunca. Más tarde se vuelve a ver a Naomi Watts, pero es Diane Selwyn, una camarera que vive en el apartamento de Sierra Bonita. Es una mujer sola, abandonada por su compañera de habitación y prematuramente ajada, que alucina a veces con la presencia en el sofá de una joven morena desnuda, la Rita de antes, y que a veces se encuentra sola y se masturba en silencio. Diane está en un plato de cine donde cruza la mirada con Adam, quien está emparejado con Camilla Rhodes, a quien ha contratado y que tiene los rasgos de Laura Elena Harring. Una tarde, se llevan a Diane/Betty en un coche: vemos las imágenes del principio, de Mulholland Drive, pero el coche para en otro sitio, en el que Camilla/Rita la recoge. Suben a través de los bosques y llegan a una villa elegante con piscina donde se celebra una fiesta: Adam anuncia su compromiso con Camilla ante los ojos de Diane, mientras que nos cruzamos con gran parte de los personajes ya conocidos.
Más tarde, en el Winkie, Diane pide al asesino a sueldo que hemos visto al principio de la película que asesine a Camilla, pero en su casa es perseguida por alucinaciones, especialmente la de la pareja de jubilados que llegan a su apartamento aislado y se divierten profiriendo «uuuh, uuuh» mientras se ríen infernalmente. Todo el mundo grita y de nuevo no sabemos si es un juego o si de verdad da miedo y tiene miedo. Diane se dispara un tiro en la cabeza. En el teatro, una mujer con pelo azul, que habíamos visto que asistía al número de playback desde un palco privado, vuelve a decir la que es la última palabra de la película, como una especie de pórtico ante el misterio: «Silencio». La película termina así, dejando sin resolver muchas intrigas. Todo en un clima de desastre simbólico, de pérdida completa de la identificación en el caso de los dos personajes femeninos y, hay que escribir la palabra, desgraciadamente demasiado devaluada, de locura.
La locura: nunca Lynch ha tocado el tema tan de cerca, a través de dos mujeres que mezclan sus aventuras, como sí la Sandy y la Dorothy de Terciopelo azul hubiesen decidido vivir una historia juntas, dejando a los hombres o al hombre de lado. El hombre-puente ha sido suprimido, Adam ya no es el nexo que era Jeffrey entre dos mujeres y dos mundos, y las mujeres derivan hacia una azarosa identificación con la otra.
Dos mujeres en conciliábulo, escribíamos en 1992 a propósito de Twin Peaks, «que estarían jugando a inventarse horrores». Aquí están las dos mujeres, una concreta y normal, pero expansiva y exaltada, y la otra pasiva, novelesca y misteriosa. Pero aquí, la primera (gracias al talento de Naomi Watts, impresionante tanto como rubia positiva y deseosa de éxito como mujer sola, endurecida y corroída por los celos) aparece como la verdadera loca, la que da miedo cuando «juega un papel», con toda la ambigüedad del término. Da miedo porque su demencia procede de lo más normal y vivo, es decir, del don que posee la mente infantil para exaltarse e inventarse en el mundo juegos de pistas, de contraseñas, de aventuras, de rayuela, de «si detrás del sofá hubiera alguien además de mí», de «si en este apartamento hubiese un cadáver». Pero, en la realidad, siempre hay una voz que te devuelve al lugar y al momento.
El éxito de Mulholland Drive proviene también de una cierta adecuación entre el tema y la forma: aquí, quizá más que en ninguna otra parte, Lynch juega «con» el cine (y no «al» cine) como con un juego infantil del que probase, con una ávida curiosidad, los poderes, para encontrarlos intactos, siempre disponibles y pudiendo siempre caer en el «for real». Por ejemplo, parece decir la película, ¿y si moviese la cámara para sugerir la presencia de alguien? Ya está, exactamente, hay alguien. ¿Y si jugase con el recorte de las escenas al «Cucú, ¿quién es?»? Pero el «cucú» del adulto funciona demasiado bien y el niño que quería jugar, grita. O bien: ¿y si jugara a hacer desaparecer un personaje en cuanto sale de campo? Abracadabra, ¡hop!, ya no está, pero verdaderamente ya no está. Por último, ¿y si sugiriera un ambiente terrible en un lugar normal, bien por gruñidos, bien por un silencio perfecto en el que no se destacase más que un ruido minúsculo? También funciona, y lo familiar se convierte en lo más inquietante del mundo. Rara vez una película habrá estado tan cercana a lo infantil y a esos momentos en los que te gustaría que hubiera alguien para darte la mano y volverte a decir que estás ahí.
M. C., 1 de noviembre de 2001