Al intentar clasificar los numerosos episodios de Twin Peaks copiados en vídeos dispersos conforme se iban emitiendo por televisión, se bloqueó la cinta de uno de ellos. Tuvimos que abrir la cassete VHS para intentar desbloquearla y vimos por primera vez lo que hay en el interior de esos objetos que proliferan a millones con el mismo modelo por el mundo y cuántas piececitas regulan su funcionamiento, que no supimos cómo volver a poner en su sitio.
Es un poco como este Lynch-kit.
Un *kit, una reconstrucción de una totalidad imposible, inspirado por la misma temática de Lynch y que no es un inventario o un índice, ni tampoco un repertorio de todos los *insectos, todos los *flujos, todas las *tijeras o todos los *troncos que hay en las películas de Lynch. Simplemente, hemos escogido y puesto en relación un cierto número de escenas y de significantes centrales en la obra del cineasta. El desafío consistía en organizarlos en un doble orden, alfabético y razonado a la vez.
Caja de elementos para el kit verbal, el alfabeto, —esa lista cerrada y tranquilizadora cuya enumeración no colmará jamás el abismo que la separa de la menor *palabra formada al extraer y combinar sus elementos— no es por casualidad el tema de la primera película de Lynch.
Alfabeto es el título —y el tema— del primer cortometraje de Lynch, un inventario dramático de todas las letras, de la A a la Z en el que dan unas vueltas y surgen en todos los sentidos, pero sin poder salir de la implacable lista. Se asocian imágenes de letras aisladas que se pasean en el espacio con *cuerpos de mujeres agredidos y desarticulados como peleles.
En The Alphabet, el gesto del índice que designa o del brazo que se separa se asocia a la letra fragmentada. Las letras del alfabeto, locas, remiten a la fragmentación del cuerpo.
El mismo gesto divide (cortar el cuerpo en partes).
¿En el principio fue, pues, la palabra? ¿Y sólo después la letra, resto de la palabra desmembrada?
En Twin Peaks y Fuego, camina conmigo, Dale Cooper extrae del cuerpo de las víctimas femeninas minúsculos trozos de papel con letras aisladas del alfabeto —R, T— que han sido disimulados bajo las uñas. El asesino Bob (Robert) estaría sembrando las letras de su nombre.
Dado que David Lynch describió The Alphabet como una película sobre el exceso pedagógico, podríamos estar tentados de ver en Bob a un profesor que pone demasiado celo en que sus pequeñas alumnas asimilen el alfabeto y se lo incorpora, en sentido literal.
O bien, Lynch —quien entre sus trabajos para la escuela de arte había imaginado a «mujeres que se transforman en máquinas de escribir»— ¿vio de pequeño unas manos de mujer sobre las teclas de una máquina de escribir y creyó que las letras sobre las que golpeaban los dedos se les quedaban pegadas?
En inglés existe el equívoco sobre la palabra letter: letra del alfabeto, carta y letra en el sentido de literalidad.
Se podría decir en el caso de Lynch que la letra (letter) mata, en una interpretación literal de las palabras del apóstol Pablo. ¿Por qué Frank, en Terciopelo azul, dice a Jeffrey que le va a enviar «una carta (letter) de amor» —una bala entre los ojos— si continúa interfiriendo en lo que él hace con Dorothy?
La letra es también la parte abstracta y neutra de una totalidad que no tiene nada que ver con ella y que se llama palabra.
La palabra escrita es, para el niño a quien se ha hecho aprender separadamente las letras, el símbolo mismo que se obtiene con las partes separables y universales que lo componen en una relación misteriosa, incomprensible, arbitraria, inconmensurable.
Hay huellas de un sistema alfabético en el cine de Lynch, cuando practica (en Dune especialmente y en Fuego, camina conmigo) la repetición literal de planos breves que contienen una información (la imagen de un único objeto: mano, rosa, llama, etc.), manejados entonces como letras susceptibles de crear configuraciones diferentes a partir del montaje con otras.
En The Grandmother, en el interior, la posición sentada es la postura preferida de toda la familia. Y en la Red Room de Twin Peaks y Fuego, camina conmigo, un enano, un gigante, Dale Cooper y Laura Palmer están sentados como divinidades.
A la madre y la tía de Jeffrey en Terciopelo azul prácticamente sólo se las ve sentadas, mudas delante del televisor.
Los personajes de Lynch, cuando están sentados, tienen el aire de colosos, de estatuas egipcias. El cine de Lynch es un instrumento que filma su inmovilidad y los microdesplazamientos que se producen cuando nada parece moverse.
Pero quizá no sean simplemente más que gente esperando.
«Viajar sin moverse»: es la reflexión que se hace Paul para sí mismo cuando él y sus padres parten hacia el planeta Dune, en un navío espacial de misterioso funcionamiento: no se mueve, pero «dobla el espacio».
Vale la pena echar un vistazo a la familia Atreides de viaje por el espacio: papá (de uniforme), mamá, el chico mayor y el perrito, todos sentados, mudos, sin moverse… Petrificados como estatuas sobre una tumba… No es una foto, ni tampoco la simple imitación de una pintura de Bacon o de Edward Hopper (por citar dos de los pintores preferidos de Lynch), es cine, pero cine cronográfico, que fija el tiempo —y que lo hace de la manera más contundente cuando es el tiempo de la inmovilidad.
En la escena del episodio piloto de Twin Peaks en la que el director del colegio hace un largo discurso en el micrófono para anunciar ampliamente la muerte de Laura Palmer, es decir, el colmo de lo dramático, ¡todos los personajes están sentados!
También se puede estar sentado sobre la *superficie de una mesa.
La boca de la mujer que se abre y que no se sabe si es para emitir o tragar, es el signo de su goce. A veces, emergen de ella sonidos de fiera, rugidos y gorgoteos de poseída (El hombre elefante, Fuego, camina conmigo).
Boca abierta femenina marcada en tanto que labios abiertos: pero también orificio que emite, boca fálica que eyacula, que escupe algo.
Tal como la boca de Bobby Perú, obscena, o la del bebé de Cabeza borradora. Fálica, pero al mismo tiempo penetrable. El bebé de Cabeza borradora tiene una boca, una garganta, en forma de conducto, sin labios. Se simboliza con frecuencia el falo como perforador, duro y largo; en el caso de Lynch, lo que lo hace penetrable es evidente (en relación con la naturaleza tubular de todo lo que es alargado).
Henry pone la mano sobre la boca de su bebé-monstruo, que llora sin parar. En Terciopelo azul, Jeffrey tiene un padre que ha perdido la voz… e impide a su tía que la eleve. Frank se sirve del cordón de terciopelo para obturar la palabra. Y Johnnie Farragut, en Corazón salvaje, muere amordazado.
Hay algo que prohíbe *hablar en el cine de Lynch.
En una entrevista concedida a Michel Denisot para Canal+ en 1992, con ocasión del estreno de Fuego, camina conmigo, David Lynch fue preguntado sobre su gusto por las texturas y materias consideradas como repugnantes, como las series de moscas muertas con las que hace composiciones. Afirmó en esa ocasión que, de hecho, es el nombre que se les da, la *palabra asociada con ellas («mosca muerta») lo que impide verlas bellas, pero que basta con borrarla (erase) para verlo de otra manera.
Nosotros nos habíamos torturado para intentar saber por qué Cabeza borradora se llamaba así y el porqué de la escena del lápiz y Lynch nos proporcionaba una clave con su impagable lógica.
No importa, pues, que se hubiera dicho que lo que impide ver hermosos los órganos disecados de un gato es el recuerdo de que es o de que era un gato. El dice que es el hecho de que a eso se le llama gato, que tiene la *palabra escrita encima.
Todos hemos intentado, más o menos, descubrir lo que significaba, en Cabeza borradora, el borrado de un trazo escrito por con un extremo y eliminado con el otro, lo que nos hizo acudir a Derrida en auxilio, y, como de costumbre, lo esencial se nos escapaba.
Una vez el trazo ha sido dibujado y borrado, ¿qué queda? ¿El blanco, el vacío? No: la *superficie de la página como piel, como textura.
Las palabras se escriben sobre la piel del mundo, como los nombres escritos sobre la superficie terrestre en los mapas.
Queda saber si es tan fácil borrar el nombre, o sí es incluso posible. Por otra parte, Lynch no lo puede hacer por sí solo, pero a diferencia de todo el mudo, es peligrosamente consciente de la superficie. Es el extravagante que piensa en el continuum indefinido de la superficie del papel.
«Entre Cabeza, herradora y El hombre elefante pasé unos años construyendo cabañas. Distribuía el Wall Street Journal y me encontraba a menudo con trozos de madera en el camino con los que construía cabañas muy elaboradas. Algunas tenían electricidad, paredes revocadas de yeso, un techo de cristal, unas ventanas pequeñas y todo lo que hacía falta. No hay nada que pueda hacerme más feliz que construir cosas y serrar madera» (12).
David Lynch es un cineasta muy constructor; aunque deje llegar las ideas libremente, sus películas están estructuradas. Son sólidas y pueden ser habitadas.
Dos cuerpos que se acercan uno al otro o dos bocas de las que una echa el fétido aliento a la otra bastan a Lynch para crear una escena. La proximidad, en su caso, es dramática, turbadora, teatral, sexualizada. Con ella se despiertan fobias irracionales: contaminación, violación oral, asesinato (el duque Leto matando con su boca al que se le acerca demasiado), vampirización (la madre de Mary acercándose a su yerno al que le sangra la nariz) y, por supuesto, la seducción real o imaginada de los hijos por los padres (en The Grandmother, los toques ambiguos de la madre al hijo, a quien hace un inquietante gesto con el índice para decirle «Acércate un poco»).
La proximidad corporal, incandescente, evoca también la idea de un riesgo de contacto eléctrico y de abrasamiento.
La palabra pool es intraducible. En este Lynch-kit lo ideal hubiera sido dejarla en inglés, pero charco es una traducción posible, que puede irnos bien.
El pool es un espacio que se ilumina en el vacío negro —un espacio de aparición, espacial o temporal, que aísla y enmarca estrechamente un personaje, un detalle o un objeto e instantáneamente se presiente a su alrededor la noche primitiva, el infinito, el continuum del *vacío.
En términos visuales, el pool se crea mediante el estilo de iluminación tan particular e irreal de algunas escenas de The Grandmother, pero sobre todo de Cabeza borradora, que procede a base de charcos de luz que caen de no se sabe donde y destacan en la oscuridad de la noche una porción de pared, el espacio de la cama, la cabeza de Henry, el bebé en su sitio sobre la mesa…
O también esos charcos de claridad que rodean a la bombilla de una lámpara en un salón, como si la lámpara no llegara a arrancar a la *noche más que una reducida porción de espacio.
Esa iluminación, que aísla una zona de la imagen y realza la sombra ambiental, también hace pensar en el círculo de luz que crea sobre un escenario de teatro o de circo un proyector de seguimiento.
En las películas posteriores de Lynch, en las que la iluminación se hace menos agresivamente irreal, los charcos siempre están ahí pero se hacen más discretos visualmente y están siempre justificados por el decorado (el descansillo escasamente iluminado del apartamento de Dorothy Vallens). Al mismo tiempo, se desplazan y sistematizan bajo la forma de charcos de tiempo, momentos breves de aparición de una imagen o de un sonido cuyos contornos temporales se han esfumado, es decir, que no surgen cut, sino por fundido rápido, y desaparecen igual. Por ejemplo, en Corazón salvaje, en la que imágenes y sonidos (llamas, visiones reminiscencias) afloran y surgen bruscamente, como escupidos por una boca ardiendo.
El pool, que tiene como efecto hacer sentir el vacío a su alrededor, tiene también por función la de inscribir en el mismo espació, como solidarios y condicionándose mutuamente, un contenido y un continente, un dentro (el del pool) y su fuera.
El pool es también una especie de nido, fácilmente sucio u orgánico, que mantiene caliente a un personaje, un detalle o una situación.
Es Jehová el que habla a la Serpiente: «Pondré enemistad entre tú y la mujer, entre tu posteridad y la suya: te aplastará la cabeza y tú herirás su talón».
¿Es en referencia a este pasaje del. Génesis —situado justo después del pecado original— por lo que se ve cómo la pequeña dama del radiador, en Cabeza bañadora, aplasta con el tacón, con un ruido repugnante, a una especie de serpientes que caen sobre la escena?
Las serpientes son, de hecho, auténticos cordones umbilicales recuperados en un hospital; como los que ve Henry salir de debajo de las sábanas del lecho conyugal abortados por su mujer y que lanza contra la pared.
En Lynch siempre aparece por alguna parte el final de un cordón umbilical. Hasta, ridícula y horriblemente, en el extremo de la cabeza de Bobby Perú, cuando deja su ''cuerpo, salta por los aires y se aplasta contra una pared, por el efecto de una descarga de escopeta a quemarropa: de hecho, es una pierna del panty de mujer que se ha puesto en la cabeza para su chapucero atraco. La novela de Barry Gifford ya lo menciona: «Es mejor que una media. Te pones una de las piernas en la cara y dejas la otra que te caiga por la cabeza».
¿O incluso bajo la forma del lazo informe de terciopelo azul recortado en la bata de Dorothy —la gran ropa olorosa de la *noche— del que Frank se sirve para unirse bucalmente a ella, que guarda sobre él como objeto de transición para escucharla cantar en el Slow Club, que después mete en la boca del torturado marido de Dorothy (el cordón se enrolla entonces en un serpenteo vegetal) y que por último recupera del cadáver y tiene en las manos cuando le matan?
Es también el cable eléctrico de la radio con el que juega Sailor, tumbado en una habitación de hotel, haciendo un complejo montaje eléctrico entre sus pies, la radio, el sonido, la cama y Lula…
Y por último, por supuesto, el cable de teléfono en la escena del episodio piloto de Twin Peaks en la que Sarah Palmer adivina por teléfono la muerte de su hija. El padre, a quien ella telefoneaba para tener noticias, ya ha comprendido al ver acercársele al sheriff Truman. Sin cuidarse de su mujer deja el teléfono, cuyo cable cuelga y se balancea, tensado por el auricular, que transmite el llanto de Sarah que el padre no oye, mientras se acerca, *de pie y titubeante al uniforme de Truman.
Todo esto —todo este montaje descoyuntado— puede parecer completamente idiota o, al contrario, poético, si se lo asocia, por ejemplo, a imágenes vegetales de plantas trepadoras: la rama, las hojas.
Al mismo tiempo, el cordón es el resto —resto inerte y colgante de lo que hacía pasar el flujo vital— cuya presencia señala que el nacimiento-separación no ha acabado aún, y que el cuerpo no está completamente formado.
Al final de Cabeza borradora, el padre coge unas tijeras para cortar las vendas que protegen la parte inferior del cuerpo del bebé. ¿Gesto de infanticida o de partero (que responde al del «hombre en el planeta» accionando una palanca, después de lo cual se desliza el feto)? Lo que hace Henry es monstruoso, pero a la vez es una imagen de liberación. Incluso perforándolo, Henry hace nacer al prematuro (la madre se ha ido) y libera su cuerpo de algo que no le deja *crecer.
(De igual manera, el horrible Frank, manejador de tijeras, juega entre Dorothy y su hijo un papel de separador, conforme al papel paternal simbólico).
Sin duda, Henry se acuerda de que durante la comida en casa de los X, el padre le adjudicó la tarea de trinchar el pollo y liberar así lo que contiene, un fluido sangrante, pero capaz de poner a la madre en trance.
Tela de terciopelo azul que ondea como una cortina en los créditos de Terciopelo azul, cortinas rojas y plisadas que separan la Red Room de la Black Lodge; cortina del teatro en el radiador de Cabeza borradora.
Cortina pintada delante de la barraca en la que se exhibe al hombre elefante; la misma capucha que lleva, como si fuera una cortina de teatro, de la que esperamos durante tres cuartos de hora, con una deliciosa aprensión, que se levante.
Y el plano breve y magnífico, en el episodio piloto de Twin Peaks, en el que vemos al caer el día una mujer que corre y descorre alternativamente las cortinas que se deslizan en la ventana de su sala de estar.
La mujer es Nadine Hurley, la loca con un parche en el ojo, que prueba una vez más las silenciosas barras de las cortinas, cuya puesta a punto le obsesiona y que tienen que estar preparadas, dice, «antes de la noche».
El plano precede a la asamblea general de los habitantes de Twin Peaks en el curso de la que Dale Cooper anuncia a la comunidad que va a ser preciso tener cuidado y que los padres deberán impedir a sus hijos que salgan, para protegerlos, ya que todos los asesinatos, que el FBI está investigando, se han cometido por la noche. La noche empieza entonces, como un acto de ópera, llena de música y misterio, de confidencias, de brujería y de escalofríos.
Y las cortinas de Nadine son, gracias a un raccord, el telón que se alza en el teatro de la *noche.
Nada parece más inmóvil que una planta en un interior, sin viento que la agite, pero nada es tan dramático y horriblemente agitado y gesticulante como el crecimiento de una planta trepadora, filmado imagen por imagen durante un período largo.
«It’s prematured, but it’s a baby», asegura la abuela del innoble fruto de los actos de Mary y Henry: es prematuro pero es un bebé.
¿Acabará creciendo el bebé recién nacido? Por más que se le alimente y se le deje en el mismo sitio en la mesa, no crece; iba a decir.
Pero la planta sobre la mesita de noche de Henry crece, al mismo tiempo que el bebé no lo hace. ¿Qué es lo que la hace crecer, ya que no se ve que se la riegue (al contrario que la semilla con la que el niño de The Grandmother intentaba fabricarse un padre simpático y amante)? Sea por una especie de solidaridad con el bebé, del que sería el doble, o bien se diría que es el tiempo mismo, el *flujo del tiempo, el flow, al que Lynch regula y organiza con tanto cuidado, lo que la hace crecer.
El tiempo es como un derrame que hace madurar las cosas. El tiempo a *escala vegetal se identifica con el crecimiento. Se podría creer que es el tiempo el que hace crecer.
El cuerpo humano, en Lynch, tiende a presentarse bajo la forma de una masa principal —en la que los miembros inferiores están soldados al tronco en una sola columna de forma oblonga, rígida y algo vacilante— y, secundariamente, de extremidades expuestas y separables —cabeza y brazos—, que se destacan como apéndices. Esa característica forma corporal, en la que el cuerpo no está escindido por abajo, se ve en las secuencias de animación de The Grandmother y en algunas telas de Lynch.
La característica dramática y, en algunos momentos (Fuego, camina conmigo), embriagadora y jubilosa de la marcha a grandes zancadas está vinculada en Lynch a la escisión que impone a la parte inferior y a ambas piernas, funcionando como *tijeras.
Hasta entonces, en sus películas era frecuente que se anduviera separando poco las piernas o de una manera rígida, como para preservar la unidad fálica del cuerpo. Por ejemplo, Henry Spencer, en Cabeza borradora, avanza con pasos medidos, como si quisiera arrastrar la totalidad de su cuerpo a la vez, sin exponer una parte. Incluso retrae la cabeza, como para soldarla al cuerpo, lo que no impide que la pierda en uno de sus sueños.
En ese momento, todo pasa como si el tronco ignorara lo que le sucede a la cabeza. El cuerpo decapitado permanece un momento *de pie y derecho, y sólo las manos-extremidades traducen el pánico triturando nerviosamente una barra de metal.
El cuerpo herido del hombre de amarillo, en Terciopelo azul, también permanece de pie y de una pieza, aunque sangrante, y hace falta un nuevo disparo para abatirlo de una pieza, como si fuera un bolo.
Cuando una parte del cuerpo lynchiano se individualiza y se destaca del tronco, realza su carácter de parte, de excrecencia: brazo que se extiende rígido y aislado (Sailor en su gestualidad extravagante), mano que se petrifica (Lula).
El brazo terminado en una mano con dedos separados es a menudo el de la mujer cuando se desmadeja o cuando tiende hacia el niño su seudópodo captor.
El brazo que apunta y que designa es el de la mujer y el brazo del apoyo y la autoridad, el del hombre.
En Cabeza borradora, el gesto del brazo del padre X para retener a la madre X en el umbral de la cocina es, incluso aunque no sea suficiente para impedirle que entre, importante como único contacto físico entre él (incluso paralizado) y ella.
En el final apoteósico de Fuego, camina conmigo, Dale Cooper está *de pie cerca de Laura, sentada en una * silla, y alarga hacia ella su brazo protector.
Lynch ha dirigido dos películas cuyos títulos remiten a partes del cuerpo (entendidas simbólicamente): la cabeza con Cabeza borradora y el corazón con Corazón salvaje, e hizo de una oreja el punto de partida de Terciopelo azul.
En El hombre elefante trata la monstruosidad de John Merrick insistiendo —por la elección del encuadre y la selección de secuencias— en la hipertrofia de su cabeza, allí donde otro hubiera acentuado la forma de caminar y otros los ojos.
Observemos que los niños pequeños son normalmente macrocéfalos y que la desproporción de la cabeza con el resto del cuerpo no deja de disminuir conforme crecen.
El cuerpo humano, soldado y concentrado en una masa totémica que emite seudópodos, cuando es objeto de una presión interna o una agresión externa, no reacciona como haría un todo flexible, con miembros a la vez desligados, desplegados en el espacio y coordinados.
Cuando hay una emoción en Lynch es frecuente que una parte del cuerpo y sólo una la manifieste con mucha expresividad, mientras que el resto no lo hace. Por ejemplo, la cabeza se crispa y se convulsiona, mientras el cuerpo permanece rígido. La soledad de la cabeza es particularmente clara en las escenas de llanto.
Lo de *dentro del cuerpo parece a veces, en Lynch, hecho de una única materia, de una especie de puré o fluido que, si se pinchase, se escaparía.
Al igual que la abuela parece que se muere como un balón, perdiendo por la boca el aire que contiene, las víctimas del barón Harkonnen, el monstruoso obeso flotante, son asesinadas de la misma manera que se desinfla una colchoneta neumática o un pato de plástico —abriendo una pequeña válvula a la altura del seno, que deja escapar la sustancia vital. Como es justo, el monstruo morirá de la misma manera: agujereado por el puñal de la pequeña Alia, se desvanece girando sobre sí mismo, como un balón pinchado.
A Lynch le gusta mostrar la verticalidad ambiguamente, bien demasiado rígida y algo inquietante, arcaica, mítica (la de Dale Cooper en su impermeable ceñido, recto como la justicia), bien como temblorosa y poco segura, como por ejemplo la de los viejos o los enfermos (el hombre que atraviesa el pasaje claveteado de Fuego, camina conmigo apoyado en un aparato para tullidos).
Necesita a veces de un rodrigón, como se dice para las plantas: para mantenerse de píe hace falta un apoyo vertical.
Así ocurre cuando Leland Palmer se aferra a un botón del uniforme de Truman o cuando Dorothy Vallens, desnuda y con los brazos caídos, cubierta de cardenales, se agarra a Jeffrey como una planta trepadora, ante la mirada estupefacta de Sandy.
Para la mujer a la que se ve de pie apoyada en una puerta, el quicio de ésta también es un rodrigón de verticalidad. Una imagen de «mujer en la puerta» atraviesa el cine de Lynch, desde Cabeza borradora, con el curioso plano de Mary X detrás de un cristal. Parece que es la ventana de su casa y, de hecho, cuando abre a Henry, vemos que la ventana era a la vez la puerta de entrada.
En Corazón salvaje hay una visión de Perdita Durango, apoyándose contra la puerta de su casa, que dura más tiempo del necesario y que se fija en nuestra memoria. Y también, al final de Twin Peaks, la escena en la que Audrey Horne, para manifestar su compromiso ecológico, se encadena en una agencia bancaria, en la gigantesca puerta de la sala de las cajas fuertes.
También es una imagen de la mujer-que-pasa: como la vieja dama y la Log Lady de Twin Peaks que se quedan cerca de la puerta que el calvario de Laura Palmer obliga a franquear.
En Lynch, el estar de pie, especialmente en *grupo, es a menudo un estar de pie en el mismo sitio. Se permanece plantado donde se está, como para arraigar, oscilando ligeramente, balanceándose. O bien, se baila sobre el terreno, como la colegiala Audrey en Twin Peaks. El ser humano, de pie, entre otras personas diversamente inclinadas, forma cuadros vivientes, en este caso mal denominados, como fuera del tiempo.
Cuadros vivientes licenciosos y a veces *jardines de niñas en flor, imaginería ingenua de burdel: en Corazón salvaje, un viejo rico y distinguido ordena, sentado, asesinatos por teléfono y detrás de él dos camareras en topless permanecen de pie y parlotean.
En los primeros años, cuando el personaje de David Lynch no le era todavía familiar al público, toda entrevista o testimonio a su respecto por parte de un periodista que tomaba contacto con él incluía invariablemente la confesión de una sorpresa: la sorpresa de que ese hombre no tuviera el físico de sus películas. El responsable de la malsana pesadilla que se llamaba Cabeza borradora, con el bebé-monstruo más repugnante de la historia del cine, ese tipo del que se decía que disecaba gatos era un joven decente, educado y limpio, acaso marcado por un discreto dandysmo.
Al no parecerse al aspecto exterior de sus películas, David Lynch era una demostración de que lo de fuera no refleja lo de dentro, ni la *superficie lo que cubre.
David Lynch es también descrito con frecuencia como un hombre cerrado. La cerrazón, que reaviva la cuestión de lo interior, se traduce de manera literal en la vestimenta: lleva a menudo camisas cerradas sin corbata. Añadámosle gorras con visera muy larga sobre los ojos.
Cuando dirigió El hombre elefante, lo hizo con su imagen invertida. El aspecto exterior del hombre elefante es repugnante y siniestro; su alma, en el interior, pura e ingenua.
Pero si no hubiera diferencia entre el aspecto exterior y el interior no se experimentaría lo que es entrar.
«Mis películas —dice Lynch, quien afirma que se puso a hacer cine para entrar en sus pinturas— hablan todas de “mundos extraños” en los que no puedes entrar a menos de construirlos y filmarlos. Eso es lo que es tan importante para mí en el cine» (18).
Eso no impide que en su primera tentativa, Six Figures, hiciese lo contrario: a partir de una superficie (pantalla) hacía emerger hacia el espectador cabezas y brazos en relieve.
Por supuesto, la mujer es para Lynch la imagen misma del continente, encarna el misterio del «dentro». «Te guardo en mí», dice Dorothy a Jeffrey, después de encontrarse. Él estaba, de hecho, en su armario, pero el armario, ¿no era una prolongación de ella misma?
Cuando Henry Spencer abre a su bebé con las tijeras, es también como un niño que quiere ver lo que hay dentro. Y cuando el «dentro» del bebé se expande en forma de un puré que no se acaba, se produce un giro del espacio, una paradoja con relación a la escala. El dentro es más grande que el afuera.
Los elementos del cine de Lynch —el reparto de escenas, la luz, el marco y especialmente el sonido ambiental— tienden a crear y mantener en todo momento la sensación de que una escena está siempre en el interior de algo más grande, y que contiene cosas más pequeñas que ella… ¿o más grandes?
Tomemos El hombre elefante: los sonidos del viento, los rumores, el humo, sitúan permanentemente para nosotros, no abstracta sino físicamente, el universo que vemos en el interior de un mundo más vasto. Pero el mismo hombre-elefante es, con su capa y el saco agujereado que le cubre la cabeza, la excitante encamación de un continente. La cámara no se resiste a entrar varias veces por la ventana agujereada en su capucha.
La cuestión en el cine de Lynch es la de controlar la relación de las diferentes *escalas entre sí —no dejarlas creer que están solas y se traguen lo que se ha hecho. Sí no se quiere correr el riesgo de caer en el *sueño del otro, uno mismo tiene que organizar la imbricación entre las diferentes escalas, organizar los pasos entre los mundos, que de todas maneras son múltiples, y localizar los pasadizos y los filtros.
Los cercanos a Lynch saben que cada vez que menciona su proyecto-guadiana Ronnie Rocket, no omite decir que el personaje principal, un hombre de tres pies de alto con cabellos rojos, funciona con «comente alternativa» (altemative current) de sesenta períodos.
Corriente eléctrica se dice también en inglés «power» (que se puede traducir por *potencia).
«Alternativo» es una singular precisión, que no es gratuita, ya que la realidad, para David Lynch, es alternativa, sujeta a eclipses y a retornos.
Eclipses por deslumbramiento, blinding, cuando la intensidad excesiva de una sensación hace desaparecer todo en lo blanco (Cabeza borradora) o en lo amarillo (Corazón salvaje).
Pero también hay eclipses de personajes; desapariciones prolongadas y misteriosas (Twin Peaks, Fuego, camina conmigo) y, a veces, sólo de uno o dos segundos, simple efecto óptico por el que el personaje se desvanece del lugar en que se encuentra, dejando que aparezca detrás de él el campo vacío.
En Terciopelo azul, al final de la velada en casa de Ben, cuando Frank, filmado en un plano cercano, grita con el entusiasmo de un jefe de scouts exaltado: «Let’s fuck!», es escamoteado repentina y mágicamente del campo, desde el sitio que ocupa, y deja el decorado vacío dos segundos (un efecto visible, pero breve, que el espectador en la sala raramente nota de manera consciente). Pero está de nuevo allí en la secuencia siguiente (¿ha sido abducido dos segundos por otra dimensión, como los dos agentes del FBI en Fuego, camina conmigo?).
También en la larga escena de la Red Room, en el vigésimo noveno episodio de Twin Peaks, Dale Cooper se desvanece repentinamente, durante unos segundos, del fondo ante el que está.
Tal como el niño observado por Freud, que se emociona por hacer desaparecer y reaparecer un objeto y de controlar su desaparición por medio del lenguaje, de ya no ser la víctima, David Lynch juega con la presencia del personaje —la ausencia ya no es un corte. Controla los saltos de un mundo al otro.
Pero el eclipse es también el padre, en tanto que figura discontinua que se va y vuelve, como el general Briggs en Twin Peaks.
«Papá vuelve a casa», es una de las frases que Frank eructa en su terapia sexual con Dorothy, y por otra parte, él es constantemente el que pasa, se va y vuelve del apartamento de ella.
Las intermitencias de luz, en la obra de David Lynch, juegan un papel importante en el mismo sentido: discontinuidad chisporroteante de la iluminación eléctrica, lámparas que crepitan y parpadean antes de fundirse, a menudo en los momentos extremos, como para traducir una tensión demasiado fuerte, mediante la alusión a una posible disyuntiva (¿o como señal de alerta cuando los mundos distintos se acercan demasiado?).
De la electricidad discontinua, estroboscópica, no sólo David Lynch hizo el motivo visual de la sociedad de producción que fundó con Mark Frost, sino también le hizo presidir las escenas de clímax de tres de sus realizaciones: la muerte y transfiguración del bebé en Cabeza borradora, la llegada de Dale Cooper a la Red Room (episodio vigésimo noveno de Twin Peaks) y el asesinato de Laura Palmer en Fuego, camina conmigo, donde se diría que finalmente, en la última apoteosis, el impacto luminoso se regula y se armoniza para volver a formar un ritmo estable, una nueva continuidad.
Durante el rodaje de Dune alguien preguntó a Lynch si era vegetariano… «Como pescado y pollo —respondió—. Animales pequeños» (3). Nadie, señala el periodista que cuenta la historia, supo si bromeaba o no.
A lo que parece hacer alusión Lynch en su joke es a la manera clásica en que se presenta el ciclo de la depredación, y que, por otra parte, no es conforme a la realidad: la de que los más grandes se comen a los más pequeños y así sucesivamente en cada cambio de escala. Como si hubiese en su caso relación entre variaciones de escala y depredación.
En el caso de Lynch, el paso de un mundo a otro se produce a veces mediante el cambio de escala (entrar en lo microscópico) y muestra a la vez que hay una unidad del universo, pero también que el microcosmos no reproduce exactamente el macrocosmos y a la inversa.
Un avión que pasa ronroneando por la inmensidad de los cielos, las pequeñas hormigas en la hierba: en la manera en que Lynch cuenta sus impresiones infantiles, como un pequeño hombre situado entre el cielo y la tierra, se halla el vértigo de las escalas extremas entre las que nos situamos.
De ahí la opción del contraste —más chocante que nunca en Corazón salvaje— entre planos amplios con un campo muy grande y primerísimos planos macroscópicos.
Corazón salvaje es la película en la que se ve una línea de horizonte cósmico en el límite de la cual relucen los últimos rayos del sol poniente —beso del cielo y de la tierra— y la macrofotografía de la llama de una cerilla.
Afirmar el contraste, en suma, como lo hace Lynch en todos los planos, lo que le acerca a Hugo (contraste de personajes, de tonos, de escalas, de ritmo, de mundos y de tallas, del enano al gigante), es funcionar como separador del mundo. Es poner la separación en el continuum natural (que es percibido simbólicamente sin contraste, ya que todo está en estados intermedios: «Natura non fecit saltus»). Es crear.
Si la vida te impone la obligación inquietante de viajar entre varios mundos —y si es posible, sobrevivir controlando esos viajes—, el teatro es para Lynch uno de esos mundos, colocado bajo el signo encantado de la noche y que se puede controlar.
Teatro privado de Henry con la cantante del radiador, improbable café retro en el que se exhibe Dorothy Vallens ante un gran micrófono tipo años treinta, la roadhouse de Twin Peaks en la que canta Julee Cruise; ése es el tipo de espectáculo que David Lynch gusta de ofrecerse y ofrecernos: un lugar en el que se puede caer en éxtasis ante una mujer que canta en un escenario con un frágil hilillo de voz. Pero no podemos contentamos con permanecer como espectadores y, tarde o temprano, hay que subir.
Cuando se coló de noche en casa de Dorothy Vallens, Jeffrey no sabía todavía que estaba subiendo a un escenario ¡y que iba a convertirse en un actor de la obra!
El apartamento de Dorothy Vallens está concebido como un decorado de teatro, filmado frontalmente. Imaginémonos las indicaciones escénicas: a la derecha la puerta corrediza; al fondo, se entrevé el cuarto de baño; ante la pared, un sofá; unas plantas y una gran lámpara de pie.
Se levanta el telón: la mujer entra, se desnuda, se queda un momento en bragas y sujetador y se pone una bata. Teléfono: conversación patética en la que no se oye la voz del otro extremo del hilo. Un poco más tarde Jeffrey es descubierto y es obligado a exhibirse sobre el escenario fantasma. De repente: ¡Bum, bum!
¡Abre, maldita sea! —Cielos, es Frank, Corre, escóndete en el armario, etc. Las entradas, las salidas y las voces entre bastidores, estamos en un teatro.
Y el decorado lynchiano en las escenas de interior reclama imperativamente sillones y sofás.
La eternidad te acecha por todas partes. Incluso en un momento gris de la jornada, cuando no haces otra cosa que esperar en un edificio sórdido que un ascensor se ponga en marcha, basta con que esperes unos segundos de más, de pie o sentado, y la impresión de eternidad está allí: uno de los aspectos del genio de Lynch es el de dar una sensación de eternidad en cuanto se espera un poco. Y no es casual que tratara la Red Room de Twin Peaks como si fuera una sala de espera.
En la comisaría de Deer Meadow (Fuego, camina conmigo) en la que esperan Chris Isaak y Kiefer Sutherland, hace falta exactamente un segundo para damos la sensación de haber estado allí aguardando por toda la eternidad.
Oyes cantar I shall love you forever mientras bailas un slow con tu amiga, te pones a susurrarle algo y no sabes dónde te has metido.
«Forever» es una palabra que se oye mucho en las canciones de amor, pero que también puede resonar bajo la bóveda de una iglesia. La asimilación entre la eternidad del paraíso que prometen las religiones y aquella de la que nos hablan las canciones empalagosas es manifiesta en Terciopelo azul; la misma melodía con aires de cántico se oye cuando Sandy y Jeffrey han parado el coche ante la casa de los Williams (que parece un templo), y que impregna el relato que hace Sandy de su sueño extático y después, cuando es interpretada en el lento que los acerca.
Hay un baile en Lumberton. Jeffrey y Sandy van allí y bailan con la música del sueño de Sandy. Ella le dice: «I love you Jeffrey», Él responde: «I love you too» (¿Están seguros de que quieren ir tan lejos?). En la canción que oyen, Julee Cruise canta: «I kissed you forever». Se besan. Ya está hecho. El baile que sella su pareja para la eternidad no ha durado mucho.
El de Nadine y Ed, en Twin Peaks, del que Ed no logra librarse a pesar de sus salidas de tono y sus despistes, representa la faceta diabólica, infernal, de la pareja que se ha comprometido ante la iglesia para siempre. (El anillo fatal de Fuego, camina conmigo, que hace desaparecer al agente Desmond y une a Laura Palmer con Bob representa, según el enano, la sortija de la promesa conyugal).
Es como la palabra «paraíso» (heaven): procede de la religión y es muy usada en los slows dulzones. Del baile a más allá de la vida, la palabra te precipita a lo desconocido.
El happy end de Cabeza borradora es una entrada al paraíso. El paraíso al que la pequeña dama del radiador hace alusión en una canción cuyo carácter irrisorio no debe encubrir su gravedad: «En el paraíso, todo es estupendo, tú tienes las cosas que te gustan y yo tengo las mías».
Promesa de un paraíso en pareja —aquí no unidos y confundidos, sino unidos y separados, separados-unidos. Si la promesa se convierte después en parodia infernal, violada, mancillada y maltratada (en Twin Peaks, el vals del asesinato de Madeleine), eso no quiere decir que no se crea en ella, sino todo lo contrario.
La nostalgia incurable por una promesa de paraíso en la que se ha creído con toda el alma es lo que da a las películas de David Lynch su autenticidad sentimental absoluta, más allá de cualquier segunda intención.
La única eternidad apacible en la obra de Lynch se encuentra en el admirable final de El hombre elefante.
Vemos a John Merrick deslizarse hacia una muerte asumida, consciente. Está en paz con su vida, ha dado las gracias a su benefactor, ha recibido sus excusas y le ha dicho dos veces: «Buenas *noches» —una primera vez cuando se va y una segunda más bajo, para sí mismo, cuando está solo. Se da cuenta con sorpresa de que su maqueta de catedral está terminada y pone encima su firma. Ha puesto en orden sus asuntos, expresado su reconocimiento y se va sin pena. Mira el grabado que ha puesto en la pared, muy sencillo, de una mujer en la cama.
Con gesto calmado, retira de su cama las diferentes almohadas que sirven para mantenerle el torso erguido cuando duerme. Prepara su lecho de muerte. Tiene un gesto para alisar la sábana que acaba de descubrir. Se coloca frente a nosotros antes de entrar a la cama. Se deja ir lentamente hacia atrás. Se tumba en el lecho con un ligero gemido. Las cortinas de la ventana entreabierta sobre la noche son agitadas por una suave brisa. Recorrido macroscópico de la cámara que detalla la catedral en miniatura, delante de las cortinas. La cabeza del hombre elefante es pesada. El retrato de Miss Kendall, en su cabecera. El pequeño retrato de la madre. Las estrellas al principio están fijas, después se tiene la sensación de estar penetrando suavemente en el firmamento. Una voz de mujer habla de la eternidad de las cosas. «Nothing will die, never» (el rostro femenino que se ve y que no se mueve es el del principio, algo inquieto. «The wind blows» —de la eternidad de las cosas y de las fuerzas. El rostro desaparece en une especie, de penacho y reaparece, siempre inquieto (*eclipse, pero felicidad al volverlo a encontrar, sensación de que estará siempre allí). «Nothing will die». Fundido en blanco muy suave.
El rótulo de fin con su música dispersa, que flota sobre un rumor de viento cósmico.
El encadenamiento es una cuestión de final, en el sentido de extremidad —end en inglés.
Las extremidades son importantes en Lynch en dos sentidos:
— como huellas del corte en el continuum, en el *todo del que han sido extraídas,
— como polos de contactos (¿no se dice que los extremos se tocan?).
El contacto, en Lynch, produce energía —y de ahí el carácter dramático, intenso, de lo *cercano, de la proximidad— cuando los extremos se tocan. Con una pregunta implícita: ¿qué extremo enciende al otro?
El leitmotiv visual de Corazón salvaje es, como sabemos, el primerísimo plano de una cabeza de cerilla que enciende un cigarrillo y que marca cada una de las escenas de intimidad entre los dos héroes (y, decididamente, cuando en su sueño Henry toca con la extremidad de la mano a la pequeña dama del radiador, lo que se produce es un incendio de la imagen, en el que desaparece todo).
El fuego parece existir por sí mismo y por toda la eternidad. Lo que arde y lo propaga no sería más que el conducto.
Las partes del *kit que se corresponden con el *cuerpo humano que se encuentran más especialmente aisladas y realzadas en las películas de Lynch —a saber: la cabeza (sustituto del falo), la mano, el brazo, los pies, la nariz y las orejas— han sido escogidas concretamente por su carácter de fin, de extremidad (leitmotiv visual de la mano en Dune, Corazón salvaje, Fuego, camina conmigo).
El goce sexual de Lula, por ejemplo, se aprecia en una tirantez de las manos hasta las extremidades —que también son garras.
Lo que sobresale del cuerpo es lo que le hace vulnerable: el ayudante maleducado del sheriff de Dear Meadow, en Fuego, camina conmigo, está dominado por la punta de su nariz.
Cabeza borradora es sobre todo una película de extremidades. La cabeza de Henry es, verdaderamente, el fin de su cuerpo (a imagen de la del bebé), señalada expresamente como susceptible de ser cortada y que acaba por saltar como un tapón por efecto de la presión interna y es recuperada después por un niño que la lleva a una fábrica. Allí se le extrae una sustancia que constituye el material para una goma en la extremidad de un lápiz.
De un lápiz de esos modelos con punta por una extremidad y provistos de una goma en la otra, destinada, como se ve en la misma escena, a *borrar lo que la primera ha escrito, en un círculo perfecto.
Pero un lápiz, en principio, no es un objeto cerrado en sí mismo. La máquina de Cabeza borradora que sirve para reproducirlos por docenas de unidades alineadas como en un desfile nos recuerda que, en su origen, cada lápiz surgió de la fragmentación de un continuum con dos finales aún intercambiables. Sólo después de haber sido afilado y provisto de una goma, se encierra como objeto: objeto que sería en principio un log, un * tronco, cortado del continuum natural, pero cuyos dos extremos se han convertido en no intercambiables y susceptibles de responder como el más y el menos (¿el polo positivo y el negativo del *flujo eléctrico?).
Sin embargo, no nos deja olvidar su carácter de tronco, ya que, si bien la punta se afila en la materia misma del lápiz, y por lo tanto ha surgido del continuum natural, la goma es una pieza añadida, ya que en la escena citada, una vez que el obrero de la fábrica ha borrado con un extremo lo que ha trazado con el otro y sentenciado «O.K.», la desaparición no es absoluta, queda algo sobre el papel, un poco de polvo que el hombre barre con el reverso de la mano.
Una sustancia pulverizada de goma y de lápiz que se dispersa en el *vacío, pero que parece una semilla, polen lanzado al *viento, una simiente.
Flotar es el estado anterior al nacimiento y a la gravedad (al principio de Cabeza borradora, Henry flotando en horizontal, acostado) o posterior a la muerte (Laura en su saco, mecida por el agua), pero es un flotar en el que el * cuerpo, en lugar de estar ovillado sobre sí mismo en posición fetal, adopta una forma estirada y alargada.
A Donna y Laura estiradas en los sofás en Fuego, camina conmigo se las ve desde lo alto, como si fueran peces flotando en un acuario. Hablan precisamente de la sensación de caer en el vacío.
Las ideas que le llegan y a partir de las que construye sus películas son descritas por Lynch como peces a los que deja flotar libremente. Simplemente, en uno u otro momento, hará falta que dejen de flotar y sean transportadas al aire libre, instaladas en un marco rígido.
Entonces forzosamente habrá algo que tirar —como se tira la placenta después del nacimiento—, y dejar que desaparezca por una cloaca por efecto de la gravedad.
El chorro uretral desempeña un cierto papel, no desdeñable, en Terciopelo azul. Da lugar incluso a un paralelismo entre Jeffrey y su padre real, significativo, dado que el último está entre paréntesis durante el curso de la acción.
Tras su accidente cardíaco, producido cuando la manguera con la que regaba el jardín acababa de enmarañarse y atascarse (¿metáfora de las arterias?), el padre, caído por tierra con la manguera a la altura del sexo, parece orinar un chorro de agua consistente y derecho. Y Jeffrey, cuando se ha colado de noche en casa de Dorothy, se retrasa para aliviarse, porque ha bebido demasiado de su cerveza favorita («Heineken? Fuck that shit!», como dice Frank).
Es precisamente porque se retrasa y el ruido de la cisterna ahoga las advertencias de Sandy por lo que no puede *eclipsarse a tiempo y todo continúa.
Con el mismo pretexto de satisfacer una necesidad entra Bobby Perú en la habitación de hotel de Lula. Incluso hace allí mismo un chiste de mal gusto sobre el ruido; «Vas a oír el sonido profundo de Bobby Perú. Lo que es a la vez irritante y bonito» (Lynch no puede evitar magnificar lo que toca).
El tiempo en Lynch está como vinculado al flujo de un chorro uretral —tiene modalidades, problemas, sufrimientos… y placer. ¿Nos arriesgaríamos a hablar en su caso de tiempo uretral?
A veces (The Grandmother) es un tiempo sacudido, discontinuo, como un escupitajo intermitente y espasmódico. Más a menudo aún es interrumpido, controlado y regulado por numerosos cortes. En Twin Peaks el flujo del tiempo es, por el contrarío, suave, continuo, armonioso, a imagen del fluir del río que se ve en los créditos de cada episodio. Eso es porque Lynch tenía todo el tiempo que le hiciera falta, un enorme espacio de tiempo de varias horas ante él.
El tiempo no corre solo en la obra de Lynch. Bien se eterniza y se pone frecuentemente en posición de «pausa» o bien fluye a sacudidas. En su caso hay una especie de ineptitud para estilizar el tiempo, para hacerlo pasar en la duración estandarizada media que ha creado el cine y que permite una alternancia normal de la acción y el diálogo. O dura y se petrifica o se precipita. La conquista de la armonía temporal de El hombre elefante es aún más emocionante al ser una conquista de altos vuelos y no construida sobre una duración cinematográfica convencional y homogeneizada.
En Dune, con algunas partes de la acción se cubre el expediente a toda velocidad —el idilio entre Chanee y Paul— y otras se enquistan. Como si no hubiera otra cosa que eternizarse o pasar muy deprisa.
Que el flujo, temporal o de otro tipo, es a menudo un todo o nada para Lynch, difícil o inagotable, se comprueba también en el desahogo de los humores: personajes pétreos que luego lloran sin parar. Retención de palabra en el caso del hombre elefante y luego el cántico de acción de gracias que surge de él a borbotones.
Para regular el flujo, Lynch recurre a las *tijeras y fragmenta, se detiene cuando quiere y controla el flujo; quizá gracias a lo cual se puede atravesarlo sin ser arrastrado por él.
El flujo —representado como derramándose por los múltiples pasillos y tuberías de The Grandmother— es una de las formas del continuum natural, del *todo que se sustenta en círculo y que atraviesa todas las cosas. Los *kits que fabrica el artista están más o menos constituidos por cortes en ese flujo, cortes que no cesan de reafirmarle como alguien que atraviesa los límites que le asigna el arte humano. La obra es a la vez ejercicio de control y de corte, y reafirmación del todo, más allá de los límites del marco creado por el artista.
Estaban todos sentados en un *asiento y de repente están todos *de píe: así se conducen frecuentemente los grupos en la obra de David Lynch, blandamente solidarios y seguidistas. Bien se trate de una banda de canallas (la velada en casa de Ben en Terciopelo azul), de colegiales en clase, de bebedores en un bar clandestino (Fuego, camina conmigo) o de invitados a una fiesta (Corazón salvaje), los grupos lynchíanos son entidades inertes y viscosas, parterres de individuos diferenciados pero soldados en una relación de mimetismo.
A menudo, situaciones de un grupo de juerga ya han sido vistas en las comedias de teenagers, pero Lynch es uno de los pocos que respetan su verdad —que no es la imagen convencional de una actividad frenética (histerias y escándalos de alcoba o de vestuario, reacciones en cadena, tal como el cine gusta de mostrarlas para contar sus momentos brillantes), sino una no-actividad gregaria y viscosa, sobre el terreno. Entre los retratos de grupo de hombres y mujeres, podemos citar las fiestas sin sentido en la pradera de The Cowboy and the Frenchman; la velada en casa de Ben en Terciopelo azul; la borrachera ociosa que se eterniza en el motel de Big Tuna (Corazón salvaje), las fiestas informales en el gran salón del hotel Great Northern de Twin Peaks, e incluso la espera indefinida de Dale Cooper en la Red Room. En cada ocasión no se mueven, permanecen sentados y tranquilos o bien están de pie y se contonean, se retuercen sobre el terreno, beben en abundancia y acumulan material para la orina; también acumulan tiempo al son de una música pegadiza y lenta.
También Fellini (según propia confesión, Los inútiles influyeron en Lynch) cantó a esas borracheras tristes, a esas tardes que no terminan nunca y a esas caminatas sin destino por las calles que se han quedado desiertas por la noche, pero lo que muestra Lynch más específicamente es la soledad del individuo diferenciado en el seno de esa masa solidaria y también la relación vertical del grupo y de su lugar provisional de implantación. La gran sala de estar de Ben, el enorme comedor del Great Northern e incluso la inútil sala del trono de Dune se convierten entonces en verdaderos *jardines de personajes.
Pero en los grupos se habla. Bien es verdad que discusiones pastosas y llenas de frases absurdas lanzadas al vado, islotes de frases disociadas del *flujo de una conversación organizada, aforismos enigmáticos que se repiten y de los que se ríe sin saber porqué, pero se habla y las palabras se destacan. Palabras aisladas de las que se tiene tiempo de sentir el impacto, a las que se puede dejar moviéndose. Incluso cuando alguien se contenta con identificarse, con definirse («I am the Great Went», «I am the Muffin», en la «disco» de Fuego, camina conmigo) sin esperar ninguna respuesta.
Lynch tenía, según un testimonio, la costumbre de mascullar solo, y llegó a prestársela a sus personajes: las voces interiores de Dune son una de esas transposiciones, que renuevan las convenciones del cine. También, en uno o dos momentos, Merrick o Treves en El hombre elefante son mostrados hablándose a sí mismos. Algo de primitivismo teatral pasa con ello al discurso cinematográfico, que ya no está forzosamente inscrito en un diálogo psicológico o en una interpelación a otro personaje, sino que existe en sí mismo, directamente comunicado al espectador.
Es una de las numerosas maneras con las que Lynch ha refrescado (mejor que renovado) el cine.
En Cabeza borradora los diálogos son poco abundantes, pero están ahí, y las palabras, que resuenan en una especie de vacío, intermitentes, separadas por tiempos en blanco, determinan lo que las rodea y crean un silencio. El tiempo y el silencio crecen entre las palabras como hierba entre dos losas mal ajustadas. El habla, en Cabeza borradora, suena como en alguna de las primeras películas sonoras, en las que se dejaba todavía sitio a los ruidos y se sentían los huecos entre las frases. Asimismo, el ruido industrial permanente de la película recuerda el ruido de fondo de las primeras películas habladas —esa pasta primitiva de la que debían emerger los sonidos. Las frases pronunciadas están rodeadas de vacío, también son *charcos.
Lynch ha mantenido siempre el gusto por el monólogo y el soliloquio, por las réplicas desvinculadas una de otra y cada uno hablando por su cuenta. El habla no se trivializa en sus películas.
Los registros del habla, en su caso, son mucho más abiertos y variados que en la mayor parte de los cineastas: la gama de variaciones y de matices entre el más delgado hilo de voz y el grito más estruendoso es mucho más amplia. Especialmente a partir de El hombre elefante y, sobre todo, de Dune es cuando aparecen las modulaciones de voz, los cambios de tono —el cuchicheo que está al borde de la frase y la frase que está al borde de la exclamación— que dan la sensación de vivir en un sueño.
Es una locura hacer funcionar de una manera flexible y abierta los diferentes registros del habla, unidos en un solo continuum, hacemos oír medio gritos o tres-cuartos-de-susurro, recordarnos que no hay compartimentos discontinuos en la voz, tal como son empleados convencionalmente en el cine habitual, una locura que amplifica el espacio y lo carga de maravillas y amenazas.
Especialmente, cuando se habla con el tono de alguien que corre el peligro de ser oído: lo que se justifica cuando las mujeres están a la cabecera de Paul, en Dune, pero algo menos cuando la enfermera jefe crítica ante Treves la manera en la que su protegido es exhibido (nada índica que el hombre elefante esté en las proximidades), y es absolutamente extraño cuando Santos, a pleno sol y en un vasto jardín, discute con Marietta la manera de matar a Sailor como sí estuvieran los dos por la noche a la cabecera de una cuna.
El tono mítico que busca Lynch nace de cosas parecidas. Bastan para situar a la palabra —y a la película— como perpetuamente acechadas por un testigo primitivo, que reuniese medíante sus orejas migajas de algo de lo que se imaginara ser el centro.
Un habla que crea a su alrededor un gigantesco espacio circundante, atento a su escucha.
Humos convulsos en Cabeza borradora, humos envolventes y poderosos en El hombre elefante, humos (desgraciadamente demasiado intermitentes y decorativos) del planeta Giedi Primero en Dune. Penachos de humos en columnas bien rectas, como los que salen de la serrería cuando está en actividad (créditos de la serie Twin Peaks) o un pequeño champiñón atómico que señala el comienzo de la existencia de John Merrick y después su vuelta al Gran Todo (El hombre elefante): el humo es la vida, es la vida oscura y confusa. Cuando Merrick asiste a una pantomima del gato con botas, lo que vemos a través de sus ojos son imágenes de una textura blancuzca, lechosa y luminosa, que se componen y recomponen en penachos blancos y redondos.
«He sido educado según principios profundamente ecológicos y he encontrado en las fábricas, símbolos de creación, el mismo proceso orgánico que en la naturaleza. Amo el hollín, el humo y el polvo» (10).
El humo de las fábricas es para Lynch un símbolo fálico de producción. Lejos de ser solamente infernales, los humos convulsos de Cabeza borradora son indicios de la actividad productiva de las máquinas. Las fábricas son buenas y quizá por eso sea por lo que al principio de Twin Peaks Lynch decidiera parar las maquinas, que cerrase la serrería y que otras fuerzas se despertaran y todo comenzara a descarrilar.
Animal gregario por naturaleza, el insecto —quizá por influencia de Kafka— jugó un papel importante en el proyecto no realizado sobre el que Lynch trabajó antes de Cabeza borradora. Representaba entonces lo que circula entre una joven a la que miras y tú.
Más tarde, el insecto volvió en Terciopelo azul, en la que juega un papel importante.
Al principio de la película está el infernal bullicio en pantalla de los escarabajos que pululan por la hierba de un coqueto jardín bien cuidado, mientras que el padre de Jeffrey aparece caído en tierra, con la oreja a nivel del suelo. Poco después, al volver de visitar a su padre del hospital, Jeffrey encuentra en la hierba una *oreja humana cortada. Hay hormigas instaladas en ella que están empezando a roerla.
Precisamente disfrazado de bugman (exterminador de insectos) es como Jeffrey Beaumont planea introducirse en casa de Dorothy Vallens (pero Lynch no hace el primer plano de su destrucción).
Pero el insecto, al que Lynch ha mostrado paseándose insolentemente por un trozo de oreja de una especie mucho mayor que la suya, es también, en el ciclo de la depredación, la presa inminente de la especie situada en el escalón directamente superior al suyo. Y es en ese sentido en el que se ve a un abejorro debatirse, al final, en el pico del encantador petirrojo predicho en el *sueño de Sandy.
El sueño paradisíaco en el que Jeffrey está prisionero pero no lucha.
El insecto encarna la animalidad bruta, anónima, bulliciosa de la especie —el horror al animal bajo su forma más incomprensible, más contradictoria con nuestra noción existencial de lo vivo: cuando se limita a reproducirse y a moverse mecánicamente.
Si Lynch no estuviera tan afectado por el virus del narrador, sus películas estaría a punto de convertirse en jardines de personajes.
Un jardinero de personajes no busca forzosamente que todas sus flores sean las mismas. Ama la variedad de las especies y cada especie por sí misma, incluso si los malvados tienen tendencia a hacer plantas más coloreadas.
Más especialmente en Terciopelo azul, colocado por su prólogo bajo el signo del arriate floral y francamente vegetal por la gama de colores escogidos, malvas, amarillos o venenosos. También por sus personajes: Dorothy Vallens, una especie de orquídea olorosa, y el yellow man, el gángster con chaqueta amarilla brillante, el mismo que permanece de pie y sangrando, como un árbol herido.
Las jóvenes diferenciadas de Twin Peaks forman macizos o parterres. Como diría Gordon Cole (es decir, el mismo director, que hace su papel), no se sabe cuál escoger.
Cuando se reúne a los hombres de la comisaría o del FBI se les pone en línea, de pie, como para las fotos de grupo, pero también como hileras de plantas.
Diferenciación e individualización, proliferación del jardín, con el riesgo conscientemente vivido, sobre todo en Fuego, camina conmigo, de hacer estallar la unidad de la película.
Lynch tuvo, como es sabido, la curiosa práctica de disecar animales para recomponerlos una vez disociados, meterlos en botellas, extender la piel y los órganos sobre planchas y bautizarlos después «mouse kit» o «cat kit». Lo que quería decir que para él el gato, una vez diseccionado en partes que ya no tienen la forma platónica del animal, permanecía, sin embargo, como kit de gato.
Al mismo tiempo, lo que descubría en cada parte le apasionaba: detalles y texturas, como él dice, normalmente invisibles, que aparecen a poco que se juegue a *borrar su nombre.
A propósito de algo totalmente distinto —el infierno de la vida en Filadelfia, pero que se aplica también a sus kits de animales— David Lynch decía: «Más a menudo, cuando no veo más que la parte, es aún peor que ver el todo. El todo quizá tenga una lógica, pero fuera de su contexto, el fragmento adquiere un temible valor de abstracción, lo que puede llevar a la obsesión» (5).
De buen o mal grado, un artista se preocupa por lograr la unidad; cualquier creación un poco ambiciosa nos habla del Uno —eventualmente, a través de su contrario, la multiplicidad. La obra de Lynch nos invita a ello a su manera, que es la reflexión activa y audaz sobre la relación entre el todo y las partes, especialmente cuando replantea la unidad de la obra a diferentes niveles: unidad de acción, unidad de curva dramática, incluso unidad de técnica (alternancia heterogénea de secuencias de animación y secuencias de toma real en The Grandmother), y también por el interés especial que manifiesta por la desproporción.
Especialmente, David Lynch parece buscar, aun planteándose la recreación de la unidad, que la parte subsista como tal —inconmensurable con el todo, es decir, a otro nivel que él—, aunque la parte, destacándose del todo, lo acabaría.
Es un animal el que inspira curiosidad a David Lynch, fascinado por las relaciones a la vez desproporcionadas y armoniosas que mantienen los componentes y el todo: es el pato, del que ha hablado en numerosas ocasiones, y especialmente en la película rodada sobre él por Guy Girard en 1988 para Cinéma de notre temps. Para él, el ojo del pato, algo pequeño y brillante en su cabeza —esa cabeza desequilibrada por culpa de su pico oblongo— llama la atención tal como una «joya» y, a partir de una desproporción y una asimetría, da sentido al todo y lo acaba.
Lynch dice, cuando trabaja en una obra, que eso es lo que hay que encontrar: el ojo del pato.
El pato aparece también en la confesión que Lynch hacía a un periodista en el momento de acabar Dune: «Dune está constituida por una infinidad de elementos distintos y aún hoy no estoy seguro si alguno de ellos se destacará sobre el fondo como un patito feo en una nidada» (12).
La creación para Lynch consistiría en llevar a cabo kits que no están en la naturaleza, aun extrayendo de ella sus elementos, y cuyo ideal sería que estuviesen conformes a la ley de la inconmensurabilidad de la parte y el todo, condición para que la primera confiera al segundo su peso auténtico y particular, no sin correr el riesgo, evidentemente, de desligarse.
«Me gusta ver en una escena —dice Lynch— algo que en sí no es nada, pero que en el contexto y en la relación con las cosas que le rodean se destaca y brilla y hace funcionar de manera diferente al resto» (2).
Ejemplo de un detalle, citado por Godwin en su trabajo sobre el making-of de Cabeza borradora: cuando Henry busca en su cajón el retrato rasgado de Mary, se ve en ese cajón, sin una razón concreta, una cacerola llena de agua a la que Henry lanza un pequeño objeto que hace «plop» (como un eco de las diferentes caídas en el agua de la película y del riego que inunda y fecunda The Grandmotber). A Godwin, que le hablaba del impacto particular de ese detalle, Lynch le respondía:
«No sé por qué puse eso ahí, no puedo siquiera reivindicar la paternidad de esas cosas. No es como sentarse y decir: “Voy a hacer algo matemáticamente correcto”. Te viene una idea y la haces y es más tarde cuando te das cuenta de que las proporciones eran correctas» (2).
Quizá también las obras sucesivas de Lynch funcionan unas en relación con otras de la misma manera. Habría la misma relación entre un fragmento de Corazón salvaje y la totalidad de la película que de la película con el conjunto del resto de películas de David Lynch, admitiendo que tal conjunto existiera.
La cuestión del kit —la composición que deja subsistir la parte en su presencia opaca y enigmática— está estrechamente vinculada para Lynch con la de la *escala.
En la medida en que, para Lynch, cada cosa se da como contenida en un conjunto más grande de escala superior y como continente de algo más pequeño de escala inferior, muestra que lo pequeño no se contenta con reflejar lo grande o ser un componente neutro. Hay inconmensurabilidad entre parte y todo, continente y contenido (¿es una manera de afirmar que el pequeño ser no es una duplicación de sus progenitores, como el bebé monstruo de Cabeza borradora no era previsible por la herencia?), y esa inconmensurabilidad es una de las facetas del estimulante enigma de la vida.
No hace falta ser muy observador para reconocer en el universo de Lynch una proliferación de formas alargadas, tan pronto rígidas como blandas. ¿La más visible y la más oculta a la vez no es la misma pantalla cinemascope que Lynch emplea sistemáticamente de El hombre elefante a Corazón salvaje y que le permite también ampliar el vacío alrededor de los personajes?
El perro del cómic, deformado por la cólera, es una imagen de la deformación y la anamorfosis de la erección. El cómic minimalista del que es el centro está repleto de formas alargadas: ¡chimeneas, penachos de humo enhiesto que salen de ellas, ramas, árbol, correa, postes de la valla!
En The Alphabet y The Grandmother, las numerosas formas tubulares, dibujadas y animadas o integradas en el decorado.
En Cabeza borradora, en primer lugar el bebé, fundamentalmente alargado. El padre de Mary ha ejercido el trabajo de fontanero y habla con vehemencia de los numerosos tubos que ha instalado en su vida y que, recuerda, «no crecen en los agujeros» (¿reivindicación de la función procreadora del hombre?). Las lámparas de pie de salón —accesorio obligado de los decorados de Lynch— ya están allí, en la decoración del salón de los X. Los cordones umbilicales, el pequeño gusano animado que se pasea en su miniteatro y, por último, en la secuencia matriz de la película, ¡los lápices!
En Dune, los gusanos gigantes, por supuesto inspirados por la novela, y también los navegadores mutantes, seres oblongos y arrugados que hablan. También los destiltrajes, concebidos según las indicaciones de Lynch, y que acentúan la longitud y la desnudez casi obscena de la línea del cuerpo.
En Terciopelo azul, la manguera de riego, el chorro y el cordón; el bastón del ciego negro, las lámparas y las plantas delgadas y rectas en el apartamento de Dorothy Vallens; los troncos que transportan los camiones.
En Corazón salvajey las cerillas y cigarrillos en primer plano, los cordones mencionados más arriba; ¡la silueta de Laura Dern!
En Twin Peaks, los penachos de humo de la fábrica, el tronco de la Log Lady y el cordón de teléfono en la escena de la noticia de la muerte de Lura.
En Fuego, camina conmigo, la sierra en la comisaría de Deer Meadow, los cadáveres, los hilos telefónicos y las antenas.
En todas las películas el estilo de la interpretación y el estilo del vestuario acentúan la longitud y la rigidez fálica del cuerpo.
Ahora bien, muchas de esas formas alargadas, lazos o hilos presentan una característica común: la de estar cortados de un continuum en el que hacen pensar, por lo que en definitiva son una muestra. Los cordones umbilicales de Cabeza borradora son parte de un continuum madre-hijo; las tuberías del padre fontanero y la manguera de riego del padre de Jeffrey se cortan y aíslan en una longitud indeterminada; el chorro de agua uretral de Beaumont padre se corta en un flujo de líquido; el tronco de la Log Lady es un fragmento de la rama y de tronco de árbol. Y, por último, la cinta de la bata, en Terciopelo azul, utilizada de múltiples maneras, es un trozo robado al vestido de la naturaleza, al abrigo de la noche.
¡El falo se corta de la misma naturaleza! Lo que quiere decir que no accede completamente al estado simbólico sino que continúa formando parte del cuerpo del mundo y se traduce como una herida, una violencia hecha a la naturaleza.
Segunda característica de los elementos alargados, muy evidente en los dibujos animados de The Grandmother en los que sus formas pululan: su naturaleza hueca, tubular, conductora de una energía cósmica de la que no es el origen, y que se contenta con transportar.
En tercer lugar, lo que se podría llamar la tubería se confirma en una función de cópula, de rasgo de unión en el sentido en que Lacan (Escritos) dice que el significante falo se «escoge porque es lo más saliente que se puede encontrar en la realidad de la copulación sexual y también como lo más simbólico en el sentido literal (tipográfico) del término, ya que equivale a la cópula (lógica). También se puede decir que debido a su turgencia es la imagen del flujo vital en tanto que necesario para la generación».
La tubería es eslabón, lazo.
También hay que señalar en las películas de Lynch otras cópulas, inmateriales, pero no menos importantes, que generalizan la forma vermicular tubular y alargada.
Las prolongaciones sonoras de Cabeza borradora, El hombre elefante o Corazón salvaje, a la vez alargadas y seccionadas, funcionan como cópulas auditivas.
Algunos movimientos de cámara como movimientos de avanzada penetrante en un decorado, en el interior de un mundo.
El raccord mismo, el efecto de raccord tan del gusto de Lynch (paralelismo entre el fin de un plano y el principio del siguiente, como encontramos en Corazón salvaje).
El plano mismo, como fragmento intermedio que une otros dos planos, es el fragmento de un continuum al que remite.
Continuidad de las generaciones, chorro, hilo del tiempo, correa, flujo, corriente de energía —se trata de algo que une y transporta, que vincula el universo microscópico animal con el cosmos, los espacios y los mundos, une y separa lo interno y lo externo del cuerpo—, pero no está individualizado más que separado del continuum de la energía y la materia «naturales», un continuum en el que participa sin embargo debido a su sustancia. La cópula continúa siendo un objetivo de la naturaleza.
Por fin, cuando se individualiza y accede a lo simbólico, a lo que aspira es a anular y a borrar —incluido el borrarse a sí misma—, a retirarse de la ciega proliferación de la vida.
Al principio de Cabeza borradora, Henry Spencer (a quien sólo se le ve la cabeza) parece tumbado en el aire, como transportado por un ligero viento, en ingravidez. Flota horizontalmente, acostado en el * vacío.
Sólo cuando el hombre sentado con la cara quemada acciona una palanca que «libera» el cordón, encontramos a Henry *de pie.
Nacimiento, gravedad y verticalidad están, como es natural, estrechamente asociados.
Pero Henry y los héroes posteriores de David Lynch vuelven más de una vez a la posición horizontal, no sólo para dormir y hacer el amor, sino también para reflexionar, soñar, discutir (los conciliábulos en habitaciones de hotel de Sailor y Lula o entre amigas de Laura y Donna). Como cuando, acostado sobre el vientre a través de su cama con armadura metálica, Henry se fija en el radiador del que saldrá la visión consoladora de la dama.
Desde The Alphabet, desde el primer cortometraje, hay una cama y en esa cama con sábanas blancas, una mujer: su cuerpo se dibuja, emerge de la superficie de la cama y la llena de relieves, como si naciera literalmente (recordemos la pantalla con formas corporales en relieve de Six Figures).
Aunque ya era central en los dos cortometrajes, la cama de dos plazas es el lugar más importante de Cabeza borradora: las noches infernales se desarrollan allí, transcurridas oyendo los rumores de máquinas llegados de un entorno incierto, sufriendo el llanto del bebé, y también viendo cómo tu mitad se transforma por medio del sueño en una criatura extraña agitada por horribles sobresaltos: los cónyuges duermen totalmente extraños uno del otro, a kilómetros de distancia en términos de intimidad física.
Cerca de la cama, afortunadamente, está la mesita, un lugar de esperanza, una especia de altar sobre el que brilla, venida de no se sabe dónde y parecida a un rayo divino y fecundante, una luz especial.
Sobre la de Henry Spencer, por ejemplo, hay una planta que crece misteriosamente de un montículo de tierra, y sobre la de Lula, en su sórdida habitación de motel, un aparato de radio sobre el que, en lo más intenso de la angustia de la heroína embarazada, Lynch hace caer un rayo.
«Cada película es diferente», dice Lynch. Sea cual sea su genero, en el momento en que empiezas una película, estás en el interior de un marco en el que tienes que quedarte» (9).
Parece que hable de la Black Lodge —el mundo creado con ocasión de Twin Peaks y que parece estar hecho para durar por toda la eternidad.
El héroe de cada obra de Lynch vive en un marco, en una totalidad, en un mundo que es su burbuja y el medio en el que ha nacido, que lo alberga y lo encierra, aprisionándole. El mundo está expresado al comienzo de la película.
Marco cuadrado en The Grandmother que se crea alrededor de los personajes.
Para Cabeza borradora es un planeta y… en ese planeta una zona industrial. La habitación de Henry, donde se confina la acción a partir de un cierto momento, está constantemente situada por los sonidos de las máquinas que le rodean dentro de ese mundo, como en un cuerpo con pulso y en funcionamiento.
El hombre elefante multiplica las alusiones visuales y sonoras en un entorno orgánico, de máquinas y humo, que también envuelve la acción.
Dune transcurre visualmente desde sus primeros momentos en un solo plano, los cuatro planetas en los que va a desarrollarse la acción, pero la película fracasa en hacernos sentir el cosmos en el que los planetas flotan.
Terciopelo azul y Twin Peaks crean Lynchtown, la ciudad en la que se encuentra todo lo necesario: la energía, la comida, etc.
Aparentemente, Corazón salvaje, en tanto que road-movie, parece ser la única excepción a ese sistema. Es la película más agoráfila de Lynch, con la imagen inolvidable, sobre la música de Richard Strauss, del horizonte terrestre con el sol poniente lo bastante grande para contener todo el amor de Sailor y Lula. Pero, al mismo tiempo, el objetivo utilizado por Lynch para este plano hace resaltar la curvatura del horizonte, recordándonos que esa totalidad está encerrada en sí misma, remitiéndonos al marco dentro del cual se desplazan los personajes: la bola de cristal de la bruja que les observa, la madre de Lula.
El amor de Sailor y Lula es suficiente ya para encerrarlos en una burbuja, que es la relación que tienen el uno con el otro, una relación de respeto y ternura en el seno de un mundo hostil.
«La gente es diferente según los sitios» (37), decía enigmáticamente Lynch cuando Paul Grave le interrogaba sobre sus padres. Su padre, un hombre de los bosques; su madre, originaria de Brooklyn. ¿Qué puede querer decir eso? ¿Que su marco original formó y condicionó a cada uno de ellos, haciéndoles seres incurablemente diferentes? ¿Que la gente cambia desplazándose de un marco a otro?
Lo que de todas maneras confirma esa observación es lo que podemos sentir en las películas de Lynch de solidaridad misteriosa (no psicológica, no social) del individuo con su marco.
«It’s a strange world», dice Jeffrey a Sandy en Terciopelo azul. ¿Por qué habla de este mundo? ¿Hay otro?
Hay varios mundos, de hecho, y como no podemos mantenernos constantemente en el mismo, tenemos que arreglárnoslas para vivir la pluralidad. Es la única constante de todo el cine de Lynch: la existencia de más de un mundo. Desde The Grandmother, en la que el muchacho lleva una vida en dos pisos diferentes, a los que une una escalera que sólo él franquea.
La separación de los mundos-marco está unida en Lynch a la separación de la madre. Donde hay dos mujeres, en tanto que dos aspectos de la misma mujer, hay dos mundos.
Lo que lo prueba es que Fuego, camina conmigo, película sobre una mujer, es también la película en la que los mundos están trenzados de una manera tan estrecha que no hay más que uno, pero inestable, volátil.
Lynch describe Terciopelo azul como «una historia en la que un tipo se encuentra en dos mundos a la vez, uno agradable y el otro muy sombrío y aterrador». Es el mismo esquema de Twin Peaks.
«Agradable»; atención a esta palabra. Lynch hubiera podido decir «bueno» en oposición a «malo», «claro» con relación a «sombrío», «humano» en oposición a «inhumano» —y el mundo del encanto que se plantea con insistencia como tal parece condicionar el mundo terrorífico.
El problema es que no se puede permanecer nunca en uno solo de los dos: hay que pasar del uno al otro, con sus riesgos y peligros.
Una observación de David Lynch sobre el rodaje de la fiesta en casa de Ben, en Terciopelo azul, revela en él una singular sinestesia iluminación/audición:
«Curiosamente, cuanto más oscuro estaba el apartamento de Dean Stockwell en Terciopelo azul, menos oía yo (la canción). Bastaba con que estuviese más iluminado para que el sonido fuera perfecto» (21). Stockwell, en esa escena, de una inenarrable comicidad, interpreta en play-back la canción A Candy Color Clown para lo que utiliza un gran micrófono digno de los años cincuenta que está provisto de una luz que le ilumina por debajo.
«Now it’s dark!», está oscuro ahora, exclama sordamente Frank, en casa de Ben, después de que se ha empapado de alcohol. Es lo mismo que grita a Dorothy durante su rito sexual: «No me veo». ¿Observación de un gran ansioso, para quien la oscuridad es refrescante y protectora? ¿O bien, cuando la mujer abandonada de Industrial Symphony no 1 lo pronuncia y canta su soledad es una manera de decir: «Ahora se puede empezar»?
Rodada casi enteramente de noche, Cabeza borradora se desarrolla principalmente por la noche. Desde entonces, la noche es, como sabemos, la región central del reino de David Lynch, allí donde todo converge, se anuda o se dispersa. En El hombre elefante, está al principio, en medio y al final. Incluso Dune es, contra todo pronóstico, ampliamente nocturna: desembarco de Paul y de Jessica en Dune, noche de prueba de Paul, y sobre todo, noche de las revelaciones sobre su destino.
La noche central de Terciopelo azul —esa noche en la que no se comete ningún crimen, de la que Jeffrey sale verdaderamente herido y humillado, pero vivo— no hace otra cosa más que durar. La noche es cuando se puede atrapar al tiempo y mientras dura se puede hacer que pase cualquier cosa. Pero también la noche son las confidencias sobre la almohada y las palabras intercambiadas en la sombra. Noches negras y profundas de Corazón salvaje, en las que se viaja por una carretera sin fin con el *vacío absoluto a los lados; en las que se mata el tiempo en un motel perdido; en las que amenazan cosas espantosas.
Teatralización de la noche, en la manera de recibirla, encendiendo las luces o corriendo las cortinas: la cama del hospital en El hombre elefante, las *cortinas de Nadine Hurley en Twin Peaks.
La noche, agujero negativo del día: los encadenamientos día/noche en Fuego, camina conmigo se perciben a veces como sí el uno estuviera presente en el otro.
La noche es femenina: Dorothy Vallens es esencialmente una mujer de la noche. Incluso durante el día, cuando Jeffrey la ve por primera vez, su rellano está en la penumbra a causa de una avería eléctrica.
¿Por qué la noche? Quizá porque con su capa de oscuridad difumina los contornos de los objetos distintos y reconstituye el todo perdido. La oscuridad une y fusiona lo que la luz separa. La noche suelda lo que el día ha deshecho.
Y también crea el escenario para el teatro primitivo, el teatro de los sonidos.
«I’ve heard things», he oído cosas: lo que dice Sandy a Jeffrey, cuya habitación se halla encima del despacho de su padre, podría aplicarse a muchos otros personajes de las películas de Lynch.
«La gente dice que soy un director, pero yo me considero más bien un ingeniero de sonido» («People call me a director but I really think of myself as a soundman») (3).
Es difícil no haber observado que la oreja y la escucha están en el centro del cine de Lynch. Desde Dale Cooper confiándose a una grabadora llamada Diane, en la que graba incluso cuando está en peligro de muerte, hasta el mismo Lynch, que lleva en sus rodajes un casco para oír la voz del intérprete, pasando por la oreja cortada de Terciopelo azul, el perro enfadado que escucha, y, evidentemente, por la atmósfera sonora tan personal de todas sus películas, sería difícil escapar a dicha constatación. Pero eso sería anecdótico si sólo quisiera decir que Lynch añade una «banda sonora» (¡qué horrible término!, que por otra parte nunca ha sido adecuado a lo que es en realidad el cine sonoro) «de calidad» u «original» (otro horrible invento) a un cine concebido como los demás.
Hay que entender, por el contrario, que desde el interior —del interior del relato, de la misma imagen— es desde donde el cine de Lynch se ve transformado por el papel central dado a la oreja, al paso por la oreja. De manera que si sus películas fueran mudas y no hicieran ninguna alusión a la escucha, seguirán siendo auditivas.
Lo que quiere decir que el sonido está en el nacimiento de algunas imágenes —se escucha algo y eso dirige las miradas. Los planos llegan con frecuencia como imágenes requeridas por una narración, hasta cuando no está explícitamente allí; incluso como el equivalente visual de una palabra concreta (los planos-palabra de Lynch). Otras veces su carácter extraño y como difuso, deformado, evoca las representaciones confusas que desencadena en la imaginación la evocación verbal o acústica de algo que nunca se ha visto verdaderamente.
Sin duda, la escucha tiene una relación con el escenario primitivo, comúnmente considerado como el escenario (sobre todo oído, adivinado) en el que el niño asiste al coito de sus padres, redefinido por Françoise Dolto como la escena para el sujeto de su propia concepción, en la que figura como un tercero activo y deseoso de encamarse. Y, por otra parte, cuando el ojo ha asumido su papel como órgano de separación (sólo se empieza a ver después del nacimiento, al separarse), la oreja mantiene el contacto con el estado fetal y conserva una relación estrecha con el cordón umbilical.
La escena sexual primitiva de Terciopelo azul entre Frank y Dorothy Vallens, aparentemente ha sido espiada por un Jeffrey escondido en un armario, pero de hecho, parece que fuera algo fabricado a partir de indicios acústicos. David Lynch ha soñado con crear un personaje que vería lo que solamente ha oído. Pero, como es fiel a la verdad de su impresión, nos hace contemplar una escena que, visualmente, no añade mucho a lo que la mera escucha permite imaginar. La escena es contada desde el punto de vista de alguien que ha reconstruido una fantasía incompleta a partir de lo que ha entrado por su oreja. Lo que se ve no responde a las preguntas planteadas por el sonido. El acto sexual queda difuso a escala genital, no se ve qué órganos están en juego.
El autor habría podido fantasear que el acto sólo ocurriera de manera verbal, ya que, efectivamente, se oyen voces alternativamente apagadas y claras (el tipo de cosas que uno no toma en cuenta cuando está mirando a la vez) y de ahí, quizás, viene la idea del cordón que se meten mutuamente en la boca y explica las voces obturadas (y de ahí también lo difuso de los planos del acto sexual en Corazón salvaje, vaguedad que no es artística o hipócrita sino que se debe a la voluntad de permanecer cercano a una impresión primera fuerte e imborrable, creada por la oreja).
Sigamos escuchando las películas de Lynch: escuchémoslas con los ojos —seamos sensibles a lo que pasa en la imagen y en sus ritmos de modulaciones y vibraciones. ¿No reconocemos variaciones, ondas o movimientos que no son sensibles más que sin mirarlos?
Algunas modificaciones del timbre de voz, algunos altos y bajos de la entonación, algunos matices de la presencia sonora no pueden percibirse y no adquieren su peso más que en situación acusmática (de oír sin ver) y debemos saber reconocer en los gritos de las películas de Lynch o en sus efectos de timbre súbitamente apagado la fuerza de una impresión transmitida por la oreja y tan fuerte que invade todo lo real y los reconstruye a partir de ella.
Por la oreja llega el cuchicheo, la amenaza y el susurro, lo hablado a media voz y lo gritado, y lo cercano al murmullo que da a algunas escenas de Dune su tono legendario, Pero también llega por la oreja la dulzura y la suavidad de las palabras íntimas, la delicadeza y la sutileza de las comunicaciones impalpables. Se habla mucho de la violencia y las brusquedades de Lynch; hay que decir también que en su obra hay muchas escenas en voz baja, como el diálogo de Paul con su padre ante el mar en Dune, o los coloquios amorosos de James y Donna o de Andy y Lucy en medio de la noche (Twin Peaks).
Vayamos aún más lejos: ¿no hay en la percepción trastornos completos de lo que se ve que pueden crearse por la fuerza de la impresión acústica, análogos a las interferencias sobre una pantalla de televisión en la que la imagen está deformada por el sonido? ¿No serían, en el caso de Lynch, algunas deformaciones y convulsiones visuales un efecto del mismo tipo? Es sorprendente como una voz que sale de una misma garganta puede cambiar de aspecto. El rostro que está en la voz se modifica constantemente, mucho más que el que se puede ver con los ojos.
Imaginémonos que los rostros fueran tan plásticos, deformables e imprevisibles como las voces que salen de ellos. Los dibujos animados representan a veces esa distorsión estructurada por lo auditivo, pero lo hacen según las conveniencias cómicas. David Lynch la representa también, no para hace reír, sino por fidelidad a la verdad de su sensación de las cosas.
La palabra es una cosa física que sale de la boca y puede herir: «Mi nombre es una palabra que mata», se maravilla Paul en Dune. Jack Nance plantea como un enigma a Lula: «Mi perro ladra a veces». Poco después, eructa súbitamente la palabra but («pero») como si ladrara, y Lula *reacciona y se estremece acusando el impacto de la palabra.
La única palabra que se oye en The Grandmother (que, sin embargo, es una película sonora) es una especie de breve ladrido proferido agresivamente por los padres del niño cuando le llaman o le regañan: creemos reconocer el nombre «Mike».
En Terciopelo azul llega solemnemente al cine de Lynch el lenguaje descarnado, con un personaje que habla a golpe de fuck y de shit y que está especializado en él, Frank Booth. Los rasgos de este lenguaje son otros tantos pequeños espasmos, descargas, palabras-proyectil, palabras-golpe, que esperan una reacción.
Un marco, en sentido estricto, es, por ejemplo, una viñeta de cómic, como el que Lynch publicó varios años en Los Ángeles Reader, The Angriest Dog in the World.
El mundo de ese perro, totalmente quieto en la viñeta, se da de una vez por todas y es inmutable. Se compone más o menos de una casa, un jardín, una *valla de madera, un árbol y, más allá de la barrera, chimeneas de las que salen penachos de humo inclinados, y el cielo en el que se suceden el día y la noche. Y por último, de las palabras que oye el perro y que le ponen en ese estado.
Aunque esto último no es seguro y sería demasiado afirmar que entre su rigidez y las palabras que aparecen en los bocadillos hay una relación de causa a efecto, de tipo acción / *reacción: El texto introductorio, también inmutable, se contenta con decir:
«The dog is so angry he cannot move
He cannot eat
He cannot sleep
He can just barely growl
Bound so tighly by tension and anger, he approaches the state of rigor mortis»
(El perro está tan enfadado que no puede moverse/ni comer/ni dormir/apenas gruñir un poco/tan preso por la tensión y la cólera, que está cerca de la rigidez cadavérica).
Alusión a la cólera negra que Lynch tenía a veces, según cuenta él mismo, dirigidas contra sus allegados y de las que se curó gracias a la meditación.
El perro es negro y parece un pez. Tiene una forma claramente oblonga y apenas sí se diferencian sus miembros. La cólera le endurece en una erección permanente que le atenaza, ahogado por su correa.
¿Es sufrir la trivialidad de las palabras que salen de la casa lo que le paraliza así? (Pensamos en David Lynch cuando dice que de pequeño estaba desolado porque no oía pelearse nunca a sus padres).
Pero la palabra importante es oír. El perro oye, mantenido fuera/dentro porque el escenario es acústico.
Estirando de su correa hasta el árbol en primer plano, ¿quería el perro unir la casa con el árbol? ¿O más trivialmente ir, como hacen los perros, a dejar allí un *flujo de orina?
Pero la correa, que le estrangula —como a Lynch le estrangulan los cuellos de sus camisas— le impide alcanzarlo y no puede orinar ni allí, ni sobre el terreno, rígido como está en su cólera.
(Pensamos en lo que relata Françoise Dolto sobre el cruel descubrimiento que espera al niño entre los 18 y los 24 meses: hasta entonces podía orinar en erección y un día, a causa del desarrollo de un órgano denominado veru montanum, ya no puede.
Desde ese momento hay incompatibilidad entre la erección y el gozoso derrame de un largo chorro de orina).
En el Lynch-kit en miniatura que es The Angriest Dog in the World hay que hacer notar también que muchas cosas aparecen oblicuas: el perro, la correa del perro, las ramas del árbol, la arista del techo de la casa, pero también, más enigmáticamente, los penachos de humo que salen de las chimeneas de la fábrica.
Cano materialización de un *flujo de energía, ¿la inclinación de los penachos no se debería a la fuerza cósmica del *viento?
Lo oblicuo, en esta estructura rígida, indica una trayectoria, y, por o tanto, una intención o una atracción, rompe la rigidez. Podría ser también el clinamen del que Lucrecio hacía el principio de encuentro de los átomos.
La potencia para Lynch no es sólo un medio de acción y de efecto, sino que intenta expresar una de las dimensiones de la vida y está situada para él allí donde se ha perdido la costumbre de verla.
Por ejemplo, tanto o más que placer, el sexo para Lynch es potencia. Sus películas expresan la idea de una fuerza gigantesca que se desprende del contacto entre dos seres humanos atraídos mutuamente. El rock duro de Corazón salvaje (del grupo Powermad) es una expresión de esa energía.
La potencia es también potencia de choque, de la que se espera que sacuda e impida hundirse a la madre depresiva… ya que, aunque es peligrosa, es buena cuando lo que se intenta es hacer reaccionar.
En varias ocasiones en las películas de Lynch se ve que alguien acusa mediante un sobresalto corporal o un movimiento de la cabeza hacia atrás el impacto de una visión o una palabra brutal (Merrick en el teatro; Cooper delante de Earle en la Black Lodge), lo que es una manera directa, física, de mostrar la reacción interna. Además, esta última es entonces el objeto de un plano distinto —de un reaction shot, dicen los americanos— encadenado al precedente de tal manera que el corte afirma y ahonda a la vez el vínculo y la separación entre causa y efecto, acción y reacción, en un efecto típicamente lynchiano de «vínculo débil», que recuerda al de un cable eléctrico.
Queremos decir con eso que el reaction shot está tan individualizado y desvinculado de la causa que adquiere una especie de autonomía y de ambigüedad.
El plano de reacción se refiere a menudo a una mujer golpeada, en sentido literal o figurado, por un hombre, y que extrae de ello un goce intenso (la reverenda madre dominada por Paul al final de Dune, Dorothy dolida tras su petición a Jeffrey, Marietta gozando al ver cómo Sailor mata salvajemente a su agresor). También puede sollozar, como Sandy al ver a la mujer desnuda que quiere robarle a su amante —y en la escena en cuestión de Terciopelo azul, los dos planos que muestran la reacción son insólitos, e incluso hacen reír a los espectadores, que, sin embargo, están sorprendidos: no sólo porque el rostro de Laura Dern se deforma desagradablemente, sino también porque el raccord que une los planos con la visión que es su causa es abrupto, no amortiguado, sino, al contrario, duro.
La extrañeza del efecto en la pantalla viene además por una contradicción entre la franqueza del procedimiento técnico (un raccord claramente expuesto como tal) y la ambigüedad de la relación que establece (pero, ¿qué quiere decir?).
Si hay perversidad en el cine de Lynch, como cine del efecto, especialmente a partir de Terciopelo azul, está basada en el hecho de emplear medios muy evidentes y agresivos —de ahí la acusación que se le ha hecho frecuentemente de manipulación— para exponer cosas, por el contrario, ambiguas y confusas.
La reacción no es un simple contragolpe. Y la idea misma de acción/reacción (que Lynch expresa mediante el montaje, renovando su uso debido a la misma insistencia que emplea en significarlo tan ostensiblemente) continúa siendo un misterio y una fuente de sorpresas.
Los reaction shots dejan en evidencia a la relación causa/efecto como oscilante y desarticulada; la correa, la palanca de transmisión de la causa al efecto no funciona de manera fluida y se olvida.
Lo testifican varios ejemplos de la insistencia en la acción/reacción, que convierte en enigmáticas las situaciones más simples:
— El tono absurdo de la cena en casa de los X, en Cabeza borradora, está logrado por medio de relaciones causa/efecto, acción/consecuencia extravagantes, debido a la desconexión en el diálogo entre las preguntas y las respuestas o a la lentitud exagerada del intervalo que las separa.
— Las reacciones del hombre elefante: tiene miedo del miedo que provoca. Ese miedo amplifica el suyo y, por contaminación, aumenta el del otro. El espectador, situado en la posición de tercer testigo del mecanismo, a través de planos muy disociados de la causa y del efecto, no sabe dónde situarse, y de ahí su desazón e incluso, en el caso de algunos críticos o simples espectadores, un confuso rechazo hacia la película.
— Dorothy Vallens, en Terciopelo azul, comienza agrediendo a Jeffrey con palabras bajo la amenaza de un gran cuchillo y después, para nuestra sorpresa, se pregunta por el efecto que le hace.
— En Cabeza Borradora, la puesta en movimiento de la palanca y la expulsión de un feto de la boca de Henry están puestos en relación mediante un encadenamiento por montaje, pero la relación causa/efecto entre ambos hechos es enigmática: es a la vez expresada y dejada sin explicación por el mismo raccord.
En otro pasaje de la misma película, Henry corta, invitado por el padre de su novia, un pollo enano, que escupe una especie de materia sangrante, mientras la dueña de la casa entra en trance.
A través de estos últimos ejemplos, uno se pregunta si el paradigma de toda cuestión causa/efecto no es la interrogación fundamental: ¿para qué sirve el padre? ¿Cuál es la relación entre lo que los hombres hacen con las mujeres y los hijos que tienen? O, por otro lado: el goce de la mujer, ¿tiene o no su causa en el hombre?
El vínculo blando de la acción/reacción está quizá también para hacer efecto en lo que hay que salvar, aun guardándose de un cuerpo a cuerpo demasiado peligroso.
«Cuando duermes, no controlas tu sueño. Me gusta sumergirme en un mundo onírico, pero fabricado por mí, un mundo que yo haya escogido y sobre el que tenga control…» (16).
El sueño que no se controla, ¿no sería el sueño del otro, aquel en cuya trampa corres el riesgo de caer?
Al principio del episodio piloto de Twin Peaks, el empalagoso Bobby Briggs dice a Norma, irónicamente, antes de irse a divertir con Shelly: «Te encuentro en mis sueños». Y Norma le responde en los mismos términos: «Salvo si yo te veo primero».
Alusión a la canción que se oye en Terciopelo azul y que Frank silabea a Jeffrey para que capte bien el mensaje:
«In dreams you walk with me. / In dreams you are mine.»
Entonces, ¿en el sueño de quién estoy? Es la pregunta que un héroe de Lynch evita plantearse demasiado claramente.
En Dune, Paul, que guía su acción por la frase que le legó su padre: «The sleeper must awake», «el durmiente debe despertar», no hace de hecho más que llevar a acabo el sueño de dos mujeres hablando en su cabecera. Su despertar vuelve a hundirle más profundamente en ese sueño.
La historia de Terciopelo azul muestra que Jeffrey cae realmente al final en el mundo paradisíaco que Sandy había soñado, el mismo que había descrito con exaltación. Sueño de jovencita, fomentado en su cuarto maravillosamente cursi, trampa de felicidad.
Pero en la escena final, en la que todo está conforme a ese sueño, el único detalle del que Sandy no había hablado y que ensucia la armonía es el abejorro que se debate en la boca del pájaro.
Sandy había dejado de lado que el petirrojo es un depredador.
¿El mundo inhumano de los insectos es la escapatoria de un mundo saturado de amabilidad? ¿No es ir de Escila a Caribdis? ¿Como Laura Palmer, en el infierno porque quiso huir de la simpatía azucarada del mundo de Twin Peaks, tan parecido a un sueño empalagoso?
Una anécdota típica del rodaje de Cabeza borradora, contada por Frederick Elmes, uno de los dos operadores jefe de la película:
«Estábamos haciendo un primer plano del bebé, y estaba todo preparado para rodar. Voy hacía la mesa y desplazo un pequeño accesorio para que otro no lo esconda. Y Catherine (Coulson) se vuelve hacia mí y me dice: “Fred, no movamos los objetos de esta mesa”. Respondo: “Es que esto estaba oculto y quería verlo mejor”. Y ella me responde: “David no ha movido nunca nada de esta mesa”. Y entonces yo me vuelvo a mi sitio, riéndome y diciendo: “Dios quiera que David no me haya visto”» (2).
Hay dos mesas en Cabeza borradora: la de la comida en casa de los X… en la que finalmente no se comen los horribles pollitos que escupen cuando se les trincha, y la mesa en casa de Henry en la que ha instalado en un lugar inmutable al repulsivo bebé-monstruo al que Mary intenta en vano hacer comer. El bebé que, por supuesto, le desafía a que se lo coma él mismo, a que le trate como alimento.
La mesa de restaurante o de café es, en la actividad creativa de Lynch, la superficie principal de sus sueños, en la que, entre las migas y los platillos, parecen surgir ideas y formas. Y la superficie de la mesa le proporciona ideas de surgimiento.
El cineasta que habla de entrar en la superficie, inventa formas que salen de ella.
La primera película de Lynch estaba hecha para ser proyectada en una superficie de pantalla de la que sobresalían formas en relieve. La segunda, The Alphabet, mostraba una cama como una superficie blanca sobre la que emergía el cuerpo de una mujer acostada entre las sábanas.
Pero para entrar en la superficie y animarla, nada reemplaza al sonido. El sonido es el que aporta la tercera dimensión, sea cual sea ésta. Pero la superficie, incluso animada por el sonido, es siempre la que cuestiona y vigila, a través de su *textura.
Una vez, Lynch —que ya había afeitado el pelo de una rata— disecó un gato con la esperanza de utilizar el resultado en Cabeza borradora:
«Examiné todas sus partes. Las membranas, los pelos, la piel… y hay tantas texturas que, por un lado, el efecto general es confuso, pero aisladas de una manera abstracta, son totalmente bellas» (1).
La noción de textura está revestida de un sentido muy personal para Lynch, casi universal también, dado que la invoca en los contextos más diversos.
Llama textura a la superposición de diferentes capas, de niveles de significaciones múltiples, como intenta realizar en sus películas.
Pero también, en un sentido más amplio, es el aspecto de una *superficie o de una piel, sus motivos, su granulación, sus micro-relieves, que aparecen como tales cuando se *borran las palabras. En ese segundo sentido, la textura remite a la idea de un fragmento del continuum natural, de un primer plano sobre el vestido de la naturaleza.
Muy pronto Lynch cogió la costumbre de abrir sus películas —con los créditos o inmediatamente después— con texturas movedizas, que ponían a la película bajo el signo de una cierta materia o de una sustancia.
En El hombre elefante fueron los champiñones blancos de humo, y la película se planteó en ese ambiente teatral y orgánico a la vez del humo que sale en chorros densos, o que se dispersa, esconde y muestra.
En Dune, en los créditos, son evidentemente las dunas del desierto donde el viento levanta cortinas de arena, pero, curiosamente, esa textura no juega un papel significativo en la continuación de la película, en la que Lynch se interesa sobre todo por la madera, el metal y el cuero de los decorados de interior.
La cortina de terciopelo azul ondeando lentamente en, por supuesto, los créditos de Terciopelo azul, de la que aún no se sabe que se la volverá a ver, cortada como una bata, sobre el cuerpo de Dorothy Vallens (es decir, la madre), y que anuncia con pompa y nobleza la dominante nocturna y sensual de la película, el estremecimiento del follaje en las alamedas sombrías, los olores y los pliegues del *cuerpo.
Si hay una textura en los créditos de Twin Peaks, mostrados veintinueve veces en la pequeña pantalla, es sin duda la del agua —agua que primero cae en cascada y luego forma una superficie suavemente ondulante, que se desliza con una dulzura insidiosa y que cubre mil amenazas. Da el tono y el ritmo a la serie.
Las volutas de llamas de los créditos de Corazón salvaje, grandiosas y teatrales, sobre la pieza orquestal de Richard Strauss, anuncian el leitmotiv de la película, el fuego asociado a la potencia del sexo.
Por último, en los créditos de Fuego, camina conmigo hay una agitación corpuscular de color azulado que, como se verá más tarde al final de un lento zoom hacia atrás, es la nieve de una pantalla de televisión tras el final de la programación. La dimensión abstracta y solitaria de la película —calvario de una persona sola que se siente caer al *vacío— está anunciada de entrada.
Humo, terciopelo, agua, fuego y nieve están animados por movimientos ondulantes, espejeantes, estremecidos, intermitentes y tentaculares, y desbordan infinitamente el campo visual. Nos sitúan frente a la inmensidad aplastante de la naturaleza —la naturaleza, es decir, no sólo una buena divinidad nutricia, sino algo de inhumano en donde el hombre ha de hacerse un sitio. El *Todo.
Recordemos las antiguas películas cuyo título aparecía sobre un soporte, una materia, un pergamino, un terciopelo. Como las olas del mar que ondulan en los créditos del final de Dune.
El Todo es, en suma, cuando la superficie se pliega y ondula: es el agua, la ropa, la ondulación.
Los créditos de Terciopelo azul nos muestran una imagen del Todo: un tejido que se mueve con un suave contacto y en el que apetecería desaparecer y esconderse. Es también el vestido centelleante de Koko Taylor, la cantante de blues de Corazón salvaje.
El vestido rojo de una pieza de Lili la bailarina al principio de Fuego, camina conmigo, pero en este vestido se ha hecho un zurcido con hilo de otro color.
El Todo preexiste de cualquier manera, independientemente de nosotros, sin nosotros, pero nosotros le hemos hecho cortes y le hemos arrancado trozos.
El tronco son dos extremos que señalan dónde ha sido cortado y separado del continuum. El fragmento cortado está marcado por sus dos extremidades que exponen el interior de la madera, su corazón.
En Terciopelo azul, el paso de los camiones que transportan leña nos recuerda que la pequeña ciudad vive de expoliar la naturaleza.
La divertida cuña radiofónica de la emisora de radio local («cuando cae el árbol») nos los recuerda también. Corta el tiempo como se cortan los troncos. Se corta mucho en Lumberton y no es extraño que también se corten orejas.
Ese corte podría no ser más que el que obra el lenguaje sobre el continuum y el *cuerpo.
La Log Lady de Twin Peaks transporta como un bebé a su tronco, al que no deja nunca y al que debe su nombre. Por otra parte, tiene la misma forma oblonga que el bebé de Cabeza borradora. El «tronco», afirma, ha oído cosas.
El niño, en el seno de la familia, es el oyente privilegiado. Apenas puede hacer otra cosa, y apenas ni siquiera ve, pero su *oreja funciona.
El vacío recorrido por el viento es también para el depresivo un espacio de caída en perpetua repetición.
Es el espacio que despliega Industrial Symphony no 1, y en el que suena, frágil pero clara como una línea trazada con regla, la voz —que parecer mecerse a sí misma— de la mujer con el corazón roto. El sonido y la música son lo que queda en el vacío de la noche. Notas que tiritan y centellean, la canción es el hilo de música que permite sobrevivir al tararearla.
Tal como la presencia murmurada de la canción de Chris Isaak en Corazón salvaje, cuando los dos amantes huidos recorren por la noche kilómetros y kilómetros de carretera, una cinta iluminada por sus faros entre dos inmensidades de vacío de una negrura absoluta.
A través de esa película o de Twin Peaks, David Lynch es uno de los únicos directores (¿el único?) en el que se siente el territorio de Estados Unidos tal como es y como el cine no lo muestra nunca; algunos asentamientos humanos implantados recientemente, desparramados en el horror de un desierto. Pero el desierto, desierto de humanos, es tanto un bosque lujurioso y primitivo como una naturaleza vacía.
Vacío en el que se pierden los grandes gritos de angustia, cámara de resonancia para la soledad del pequeño ser irrisorio.
Pero también vacío que, por los contrastes exacerbados de dimensiones que permite, separado y aislado, defiende contra la disolución mediante lo lleno, lo que fusiona.
El vacío que permite continuar viviendo.
El árbol al que parece querer ir el perro está en el recinto del *jardín, delimitado por su valla.
La valla, imagen recurrente de los primeros recuerdos de Lynch, es representada en sus dos cortometrajes como un *marco dibujado en el marco, y está presente concretamente en las primeras imágenes de Terciopelo azul, cuando Jeffrey, voyeur y aventurero como es, siente su necesidad.
Al principio de la película, justo después de que un forense nos haya dicho que la oreja humana encontrada por Jeffrey ha sido desgajada del cuerpo de su propietario con un par de *tijeras, vemos —y oímos— a otras tijeras que cortan un trozo de cinta que debe servir para tender un *cordón protector alrededor del lugar del hallazgo, para hacer un perímetro, un *marco cerrado.
Fuerza cósmica de naturaleza divina, el viento no se identifica con el Todo, es el que lo acciona y emite.
Como en Fuego, camina conmigo, donde está presente en una especie de torbellino permanente de fuerzas audibles —tempestades, ráfagas, alientos, viento giratorio del ventilador de encima de la escalera.
El viento es la corriente de aire inter-mundos que se oye en las películas de Lynch a partir de Cabeza borradora y que franquea todos los pasos, despierta las energías y quizá empuja al uno hacia el otro a los que deben amarse.
«El viento sopla/y tú y yo/flotamos/Y los dulces misterios del amor/se hacen claros», canta a Jeffrey y a Sandy la letra de la balada Sweet Mysteries of Love. Para Lynch la música —ese soplo que recorre el espacio— tiene una relación con el viento.
«Cada nota de música —dice—, posee un soplo que te lleva y, como director, simplemente debes hacer que sople el buen viento en el momento adecuado» (44).