Desde hace algunos años, David Lynch vive en Los Ángeles. Así como fijó un decorado, también parece haberse fijado un marco de trabajo:
«Para mí, dos horas y media es el tiempo que estoy en el Big Boy’s Bob. Puedo pensar allí, dibujar en el mantel y tomarme un batido. A veces tomo una taza de café y a veces una Coca-Cola. Las dos cosas van muy bien con el batido» (18).
Es sabido lo importante que es para Lynch reflexionar sentado, y no importa dónde, con los ojos errando por la superficie de la mesa. El marco para que surjan las ideas no es indiferente; su primera obra de film-painting, Six figures, ¿no era una pantalla —una superficie plana— de la que salían cabezas en relieve?
Al describir los cafés y los restaurantes a los que es tan aficionado, Lynch describe también el universo de confort banal y referencias familiares, fáciles de encontrar, del que parece tener necesidad para sumergirse en las zonas oscuras: «Me gustan los dinners. No me gustan los sitios oscuros. Me gustan los sitios claros, con fórmica, metal, acero brillante, tazas, vasos y una buena máquina de Coca-Cola» (18).
Ése es el tipo de revelaciones que a Lynch le gusta hacer en sus entrevistas con la prensa (o que a los periodistas les gusta poner de relieve); en todo caso, forma una barrera ante la revelación de sus intenciones profundas. Sobre este tema, desde hace tiempo ha adoptado una cierta filosofía:
«Lo que yo pueda decir sobre lo que he querido contar en mis películas no tiene ninguna importancia. Es como si desenterraras a un tipo muerto hace cuatrocientos años para pedirle que te hable de su libro» (16).
En cambio, Lynch nunca ha dejado de comentar —como si fuera una lección provechosa para todo el mundo— la manera en que deja venir y capta sus ideas:
«Siempre hay que estar a la escucha de lo que pasa en la vida de todos los días» (40).
«A las ideas basta con dejarlas, de alguna manera, que naden. No tienes nada que ver con la gente que va a juzgarlas. No tienes que preocuparte de ellos. No hay más que sentimientos y sabes intuitivamente que la cosa marcha. Y puede salir algo bueno si te mantienes en ese nivel y dejas a las ideas nadar libremente en un rincón donde puedas pescarlas y sacarlas del agua» (1).
Estas ideas son de naturaleza concreta, no verbales, ni abstractas:
«No hay que preocuparse por expresarlas con palabras, lo que hace falta es traducirlas al lenguaje cinematográfico. Traducirlas a un “plop” en la banda sonora y a un plano en una secuencia. Encontrar el sentimiento que corresponde a la idea que has tenido. El guión escrito llega a matar muchas películas que podrían haber sido abstractas o diferentes» (12).
Cada idea es también una pequeña bomba o una pequeña pila, una reserva de potencia: «Cuando se tiene una idea por primera vez, contiene una potencia intrínseca. Hay que intentar no olvidar el sentimiento que se experimentaba al tener la idea y permanecer fiel a él» (12).
La idea tal como Lynch la concibe procede no de la noche, sino del día —lo que se expresa en inglés como daydream.
«Son los sueños que tienes despierto los que son importantes, los que llegan cuando estoy tranquilamente sentado en una silla y hacen viajar con suavidad mí mente» (25).
A partir de la suma de un cierto número de ideas agrupadas en torno a un tema puede comenzar a esbozarse un proyecto:
«La mayor parte de mis ideas son perfectamente espontáneas. Y luego, hago la selección en superficie para ver cómo una idea puede suceder a otra y formar un todo con ella. Lo mismo con las escenas: ¿cómo, en nombre de qué lógica, se encadenan? Se combinan entre ellas y se comienza a entrever algo de donde puede surgir un montón de nuevas ideas. Pero a partir del momento en que un cierto número de ideas se han encadenado, el molde está vacío y el resto de ideas tiene que adaptarse a él» (16).
De ahí procede una concepción del autor de cine como una especie de tamiz, que permanece abierto y disponible para las ideas, incluidas las que aportan los demás:
«Un director opera de la misma manera que un filtro: todo pasa a través tuyo y todo toma forma gracias a ti. Los colaboradores de Dune tenían ideas geniales, pero hacía falta que pasaran por la criba del director» (18).
Tampoco durante el rodaje duda Lynch en integrar ideas nacidas de un accesorio, de un detalle del decorado o de una circunstancia: «El guión es sólo un proyecto. Nada es definitivo hasta que la película está terminada» (18).
Hemos visto que escogía a sus actores por su propia personalidad, intuitivamente, sin hacerles una prueba, y que trabaja a menudo con ellos combinándolos, como un casamentero, lo mismo que hace al ocuparse muy de cerca del sonido:
«El cine, para mí, es un deseo muy fuerte de casar imagen y sonido. Cuando lo consigo, tengo un verdadero escalofrío. Y la verdad es que no estoy seguro de buscar otra cosa que ese escalofrío» (40).
El restablecimiento de la reputación de Lynch como director gracias a Terciopelo azul, después del fracaso de Dune, le dio una nueva confianza que le animó a reanudar las audacias formales utilizadas en sus comienzos, de lo que resultarán películas insólitas y agitadas como Corazón salvaje y Fuego, camina conmigo, que pueden ser criticadas como arrogantes y estridentes, pero que también, si bien se mira, recuperan el barroquismo de sus primeras películas.
Con ellas, Lynch parece estar en busca de un cine no psicológico que combine texturas y temas en un tono más amplio y épico y con una construcción libre e imprevisible. Se puede llamar «cine sinfónico» el género que se plantea y que se caracteriza por un cierto número de rasgos: la utilización de contrastes más potentes de los que se permitían hasta entonces; la puesta en evidencia (en lugar de ocultarla) de la discontinuidad de la estructura general; una movilización amplia del sonido Dolby y de sus recursos de contraste, espacio y potencia sonora; y una mezcla más audaz de tonos y atmósferas. Por supuesto, el desafío consiste en lograr una unidad expresiva y organizada a partir de elementos que acusan su disparidad.
Corazón salvaje, una película que dividió mucho más a los críticos que Terciopelo azul, fue la primera tentativa en ese sentido.
El origen de la obra es conocido y muy simple.
El productor y director amigo de Lynch, Monty Montgomery, había comprando los derechos de varias obras, entre ellas las del escritor Barry Gifford. En abril de 1989, éste le envió el manuscrito de una nueva novela aún inédita, Wild at Heart: the Story of Lula and Sailor. Montgomery la leyó y adquirió una opción sobre los derechos. Su primera intención era dirigirla él mismo con Lynch como productor, pero éste se implicó a fondo. ¿Se enamoró del libro? En todo caso, Montgomery aceptó que fuera Lynch quien la realizara.
Como testifican sus numerosas realizaciones —anuncios publicitarios, videoclips, exposiciones de su pintura, producción de un álbum de discos y un espectáculo musical con Badalamenti—, Lynch atravesaba en esos momentos un período de bulimia. Había sufrido mucho por no haber podido trabajar entre 1984 y 1987 y se precipitó sobre el tema Corazón salvaje con un sentimiento de urgencia.
En esa época, Lynch trabajaba en un guión basado en una novela negra de los años cuarenta para la firma Propaganda Films, cuyos animadores (Steve Golin y el islandés Sigurjon Sighvatsson), procedían del videoclip y querían ampliar sus actividades al largometraje de ficción. Le permitieron abandonar el trabajo en curso y dedicarse a Corazón salvaje, con la condición de que empezara la película enseguida. La producción se planificó para que se comenzara dos meses después de la adquisición de los derechos.
Lynch se las arregló entonces para escribir una primera versión del guión en un tiempo récord: una semana. Cuatro meses más tarde, el 9 de agosto de 1989, empezó el rodaje (Corazón salvaje es una película de verano, mientras que fuego, camina conmigo es esencialmente una película de otoño). Los decorados naturales se encontraron cerca de Los Ángeles, sobre todo en el desierto, a media hora de carretera desde la ciudad. Otra parte de la película se rodó en Nueva Orleans (barrio francés) y en sus alrededores.
El presupuesto era sensiblemente más elevado que el de Terciopelo azul, pero todavía lejos del de las grandes películas norteamericanas del momento: nueve millones de dólares. Se reconstituyó el equipo de la película anterior: Fred Elmes en la fotografía, Patricia Norris para la dirección artística, Duwayne Dunham en el montaje, y en el reparto, de nuevo Isabella Rossellini y Laura Dern.
A propósito de la adaptación de su libro, el novelista reaccionó diciendo que el director había cogido todo lo que de sombrío tenía el libro para hacerlo aún más perverso. Según éste, se había limitado a hacer «todo lo que era luminoso un poco más luminoso y lo que era negro un poco más negro». Siempre el gusto por el contraste.
Como la obra que le sirvió de modelo es bastante interesante, no es gratuito conocer los matices, dado que revelan, a través de las modificaciones que introdujo Lynch, su visión personal, más claramente aún que en Dune, en la que estaba constreñido por un tema conocido por millones de personas.
La novela de Gifford es una road-novel (como hay road-movies) romántica y pintoresca entre dos jóvenes: Sailor ama a Lula y Lula ama a Sailor. Sailor no es un chico verdaderamente malo, pero sí con ramalazos violentos. Ha matado en legítima defensa a un truhán llamado Bob Ray Lemon y al principio de la acción sale en libertad condicional tras pasar dos años en un campo de trabajo. Lula y él, siempre enamorados, se reencuentran y hacen el amor en habitaciones de hotel. Después, transgrediendo la libertad condicional, que impide a Sailor salir del estado, cogen la carretera de Californa. Marietta Pace, la madre de Lula, furiosa al ver a su hija en las garras de un «asesino» pide a su amante, el detective Johnnie Farragut, que mate a Sailor. Farragut se niega, pero acepta seguir la pista de los amantes para intentar que Lula se avenga a razones. Marietta se plantea entonces meter en el asunto a un asesino a sueldo que conoce, Santos, pero no lleva a cabo su amenaza.
Sabemos, a través de las conversaciones entre Lula y Sailor, que él perdió joven a sus padres y que el padre de Lula murió regándose con gasolina a consecuencia de un desvarío mental producido por vapores de plomo.
De camino a California, Sailor y Lula pasan por Nueva Orleans, donde Johnnie encuentra su pista. Sailor y Lula, sin recursos, hacen un alto en una pequeña localidad de Texas llamada absurdamente Big Tuna (el gran atún), en la que Sailor intenta que le contraten como mecánico. Allí conocen a un antiguo marine y ex presidiario, Bobby Perú, sospechoso de haber participado en matanzas de civiles en Vietnam. Lula se deprime ante la idea de vegetar en aquel agujero perdido, sobre todo desde que ha descubierto que está embarazada (cuando era muy joven la traumatizó un aborto como consecuencia de una violación). Perú propone a Sailor que participe en un atraco en el que garantiza que no habrá violencia.
Sólo que el atraco acaba mal para Bobby Perú (que muere) y para Sailor, que es arrestado. Marietta y Johnnie recuperan a Lula, que tiene un niño. Varios años después y con la conformidad de una Marietta más calmada, se reúne con el recién liberado Sailor, al que sigue amando. Pero Sailor encuentra más sensato dejar a Lula, «que se las arregla muy bien sin él». Lula le deja partir.
La intriga dramática no está tratada sobre un modelo de suspense: la novela de Barry Gifford tiene más bien la forma de una balada desestructurada —lo que pudo seducir a Lynch— en la que la acción, reducida a pocos elementos, progresa con indolencia o no progresa en absoluto. Consiste, esencialmente, en escenas dialogadas en las que Sailor y Lula, charlatanes fanáticos («Es bueno hablar —dice Lula— tanto tiempo como sea con la persona adecuada») habían de todo lo que se les pasa por la cabeza, en coche por la carretera, entre dos sesiones de sexo en cuartos de hotel húmedos, tomando una consumición en las terrazas. Impresiones inmediatas sobre los lugares que atraviesan y la gente, noticias idiotas encontradas en los periódicos sensacionalistas, historias que les han contado o que han oído contar, todo les sirve para comunicarse, y es siempre vivo, divertido, insólito o fresco.
El carácter fragmentario del libro acentúa esta idea. Es un desgranamiento de numerosos capítulos, a veces muy cortos, desvinculados unos de otros, no numerados, pero titulados como cuadros autónomos: «Cháchara de chicas», «Ola de calor», «Mosquitos». La poesía de la novela nace, por una parte, de sus diálogos y, por otra, de una colección de encuentros extraños y hechos singulares, como coleccionados.
El Sailor y la Lula de Gifford son a la vez originales (inconscientemente) y apacibles. Es lo que expresa la frase que inspira el título y que pronuncia Lula en las primeras páginas: «El mundo (el mundo y no nosotros dos) verdaderamente tiene el corazón salvaje y la cabeza extraña» (wild at heart and weird at head).
Personajes humanos en un mundo anormal y sórdido fue la idea (una inversión de la estructura, a lo Bonnie and Clyde) que gustó a Lynch y que respetó al llevar el libro a la pantalla.
En cambio, sobre otros puntos se tomó libertades considerables, haciendo explícito o incluso interpretando y exagerando lo que la novela dejaba la libertad de imaginar. Cargó a Marietta, la madre, con un crimen, e inventó en torno a Sailor una conspiración que suponía la complicidad entre varios personajes del relato, independientes, según Gifford (estructura paranoica que ya se encontraba en Dune, pero que aquí tiene la ventaja de adecuarse a la forma concentrada de la película). Mariettta es quien mató al padre de Lula, en un incendio y con la complicidad de Santos (en la película sólo una palabra). Lynch inventa también que ella le llama de nuevo para matar a Sailor y que Santos, enamorado de ella, tiene la intención de eliminar a su rival Farragut aprovechando la ocasión. Ella rechaza la idea enérgicamente, se reúne con Farragut y quiere advertirle, pero cuando es secuestrado y asesinado por orden de Santos, ella pone cara de creer que ha huido y, como una niña olvidadiza y obediente, deja que Santos se convierta en su nuevo compañero.
Lynch también añade un nuevo personaje, el señor Reindeer, una especie de «padrino de opereta», como le ha llamado un crítico, que tiene un burdel en Nueva Orleans y anuda los hilos dispersos de la intriga al centralizar los contratos de asesinato: el de Farragut y el de Sailor, en el que incluye a Bobby Perú, quien urde el atraco para cazar a Sailor.
Por último, Lynch da a entender que si Marietta quiere que maten a Sailor es porque él ha rechazado sus insinuaciones. También hace de Marietta un personaje desmesurado. Mientras que en la novela está meramente excitada, en la película vomita, grita y se cubre el rostro de carmín a los sones de una música atronadora. A través de la interpretación de Diane Ladd y en la concepción de Lynch, esa Clitemnestra, además de Fedra y de bruja, contiene también a una mujer-niña de ingenuidad desconcertante.
Sin embargo, Lynch no se preocupó por remodelar psicológicamente a los dos jóvenes héroes para ponerlos en consonancia con su intriga de asesinatos: cuando Lula es puesta al corriente del asesinato de su padre no se convierte en una Electra. La idea de venganza no aflora a su mente. Resulta de ello una impresión general de impotencia y absurdo. La intriga está como punteada de forma caprichosa. En ese sentido, Pascal Pernod no se equivoca cuando dice que «los temas visuales y sonoros de la película y su sistema de intrigas alternadas hacen albergar la expectativa de una sustancia que nunca llega» (5).
Aunque también se puede pensar que el tema de la película —como, por otra parte, el de la novela— está ahí, en el vacío dejado por la expectativa creada.
Estas modificaciones se hicieron en detrimento del lugar otorgado a Johnnie Farragut, que es el personaje principal tras Lula y Sailor en el libro, donde es mostrado como un individuo original, que escribe guiones y cuentos. En la película sólo existe —pero de manera conmovedora— como el amante-víctima-perro faldero de Marietta. Su asesinato, en un ritual vudú con implicaciones sexuales, es una invención morbosa de Lynch.
La novela incluye también muchos relatos y detalles curiosos, de los que Lynch se sirvió libremente, centrándolos en Sailor y Lula, manteniendo o desplazando los que le interesaban y añadiendo otros de su cosecha, pero manteniendo el mismo sentido que los de Gifford: ¡el mundo no va bien ni en su cabeza ni en su corazón!
Por ejemplo, una escena de amor obsceno entre Perdita Durango (una bella mexicana a la que Gifford convirtió en personaje principal de la continuación de la novela, que escribió después) y Bobby Perú, se convierte en la película en la famosa secuencia de la violación verbal entre el mismo Perú y una Lula coaccionada, a la vez molesta y excitada.
En el libro, se cuenta a los héroes un horrible accidente. En la película, se encuentran realmente por la noche con un accidente al que llegan demasiado tarde para ayudar a una joven a la que, ven morir impotentes sin que llegue a darse cuenta de que está herida y que, inconsciente de que sus padres yacen cerca de ella, tiene pánico de haber perdido su bolso («My purse is gone!»). Es una escena terrible y poética, muy notable para los espectadores de la película, de la que condensa el espíritu: una violencia que no desemboca en nada, que no se acumula en una progresión catártica, que no se re-cicla como carburante de la acción, de manera que se ha hablado de efectismos y de electrochoques, lo que no es falso, pero constituye precisamente el sentido de la película: su estructura rapsódica es parecida a la de Fuego, camina conmigo —es una trayectoria rectilínea, en forma de huida hacia delante (la de Sailor y Lula, y luego la de Laura Palmer), jalonada por encuentros, apariciones y visiones…
Por último, en las relaciones (que ya eran felices) de la pareja Sailor/Lula, Lynch introdujo una nota suplementaria de apacibilidad, que armonizaba e idealizaba su unión.
En el libro de Gifford está discretamente presente un cierto contencioso entre los sexos, así como tensión y agresividad. Por ejemplo, Lula lanza una botella de cerveza contra Sailor, a quien ha sorprendido bailando con una rubia teñida. Ese gesto de celos desaparece de la película, lo mismo que algunas observaciones sobre el egoísmo de los hombres. Sin embargo, crear tensiones o malentendidos en el interior de la pareja protagonista es el abecé del guión clásico, y que Lynch no utilizara esa posibilidad (especialmente haciendo que Lula tuviera celos de Perdita), muestra bien a las claras su manera de pensar: Sailor y Lula son para él una imagen que se sueña, un pensamiento.
En cambio, introdujo completamente otra escena en una boîte en la que Sailor, caballerosamente, da una lección a un tipo que apretaba un poco demasiado a Lula mientras bailaban y luego canta una romanza para ella. Homenaje a las películas de Elvis Presley que le emocionaron de adolescente.
Lynch nos da también una imagen de la joven heroína más conforme a la sensibilidad de los años cincuenta. A su Lula le gusta expresarse como un carretero, pero sigue siendo una modistilla loca por su cuerpo y menos vehemente y reivindicativa de sus derechos y su independencia de mujer que en el libro.
Además, de haber dudado mucho sobre si mantener el final triste del libro, Lynch se resolvió a añadir un happy end… con calzador. Nos muestra a Sailor dejando a Lula y luego añade, como una coda, un episodio en el que Sailor, caído por tierra después de que unos gamberros le hayan dado una paliza, tiene la visión de un hada buena (inspirada en la de El mago de Oz [Wizard of Oz, 1939]) que le dice que ha de creer en el amor de Lula y tener confianza en el porvenir. Sailor se levanta, da las gracias a los gamberros por la lección que le han dado, grita «¡Lula!», se une con ella corriendo en medio de una explosión de entusiasmo y, ante su embelesado hijo, le ofrece lo que considera como la más hermosa de las peticiones de mano: le canta Love Me Tender a la manera de Elvis.
El happy end, voluntariamente, no está preparado de manera que lime aristas y ofrezca una impresión tranquilizadora al término de una historia repleta de dramas y de horrores. Lynch, por el contrario, subraya lo que tiene de irreal, al enrarecer la agresión de la que es víctima Sailor (filmada como un duelo de western) y hacer intervenir a un hada improbable. De ahí, la impresión, compartida por muchos, de que se trataba de una conclusión ridícula en la que Lynch estaría parodiando el sentimentalismo barato de sus héroes. Por el contrario, Lynch cree tanto en este final, o mejor, tiene tantas ganas de él, que no puede más que tener algo de insoportable.
Sin embargo, Lynch no se liberó: con ocasión de la versión videoclip de su espectáculo musical Industrial Symphony no 1, recuperó a los dos actores y les hizo rodar como prólogo una escena de adiós por teléfono, filmada con absoluta simplicidad, en la que Sailor dice a una Lula desgarrada que no puede más y que debe partir, sin saber explicarse: «No eres tú, somos nosotros lo que no puedo soportar».
Para interpretar a Lula, y ante el asombro de todos, Lynch eligió repetir con Laura Dern, en un papel mucho más tórrido.
«Para mí —contaba—, era ella al cien por cien, aunque era inconcebible para muchas personas. La conocían y respetaban su trabajo, pero no la llegaban a ver haciendo de Lula» (5).
La elección era verdaderamente original: el periodista americano que asistió al rodaje de la escena en la que ella escucha con avidez el relato de Sailor sobre su primera experiencia sexual, escribe divertido cómo, para decir «Todo ese camino sólo para encontrar a una gatita», arrastra la voz y tuerce los hombros y arquea el busto como una pin-up de cómic, hasta que el director le hace ir a su lado y le habla con una atención paternal, recordándole palabras clave como «chicle» o «cigarrillo» que le permitan volver a encontrar el personaje.
Lynch explica ese método así: «Cada personaje está hecho de muchas pequeñas sutilezas, opciones extrañas, maneras especiales de decir una palabra. Lula es un personaje difícil de hacer y el chicle es una gran idea clave para mantener al personaje en sus raíles» (18). El periodista que recoge sus palabras escribía también que, en Corazón salvaje, Lynch impulsaba a los actores a que se atrevieran a hacer montones de cosas inauditas, sin temor a la exageración o al amaneramiento.
En todo caso, la técnica tuvo éxito con Laura Dern, que en la película está sobreexcitada y a la vez es adorable, sin trazas de histeria, encarnando a una mujer que se encuentra locamente sexy porque lo es para el hombre al que ama. Muchas escenas estarían en el límite de lo grotesco (cuando ella se acaricia o se estira sobre el terreno —es cierto que el personaje tiene mucho de pin-up animada) si no fuera por la frescura que, finalmente, nos proporciona uno de los personajes de mujer joven menos convencionales del cine reciente.
Nicolas Cage ya había interpretado a perdedores simpáticos, cosa que es una vez más en Corazón salvaje, donde Lynch le permitió dar al personaje que le resultaba tan familiar una dimensión más patética y cómica a la vez, más emocional y tierna.
Un accesorio de vestuario importante para el papel era la vistosa chaqueta de piel de serpiente de la que Sailor hace un símbolo de individualidad y de creencia en la libertad personal, profesión de fe que mantiene con total convicción. De hecho, la famosa chaqueta participa en la definición de un personaje que tiene en la cabeza una cierta mitología rock, y que con sus gestos y su comportamiento intenta una ingenua identificación con sus ídolos.
David Lynch cuenta que cuando presentó a Laura Dern y a Nicolas Cage en un restaurante (otro más) de Los Ángeles, a escasos metros de allí se estaba quemando un cine: «¡El fuego tiene tanta importancia en la película que aquello me pareció una señal!». Tras ese primer encuentro, tuvo la idea de meterlos en un coche y mandarlos a Las Vegas durante un fin de semana, para ver «qué efecto causaba no ser más que uno después de haber sido dos». Laura Dern y Nicolas Cage llevaron a cabo una vez más las intenciones de su director, entablando una relación amorosa, que siguió a la que Laura había tenido con Kyle durante el rodaje de Terciopelo azul.
Sobre todo, como han señalado muchos, la pareja funcionaba admirablemente bien en la pantalla, incluso si (o porque) los dos personajes no resultan conformes al estereotipo del tándem brillante y sexy, pero son formidablemente simpáticos y vivos —imágenes de unos padres jóvenes y tiernos que se querría tener.
En el papel de Marietta, Diane Ladd, la propia madre de Laura Dern, interpreta con valentía el juego de exageración y ciclotimia al que le invita el director, pero al personaje le falta algo para convencernos en todas las escenas en las que aparece. Nos distanciamos de ella y no vemos más que una caricatura, mientras que en realidad es una mujer enloquecida y desorientada. Sin embargo, expresa muy bien la dimensión «niñita» de su personaje.
Como veremos más adelante la película tropieza en Marietta, y no llegamos a efectuar la suma de sus diferentes imágenes.
Harry Dean Stanton se reencontró con el director tras su papel en The Cowboy and the Frenchman: su composición de Johnnie Farragut, aunque el personaje estuviera definido muy sumariamente, fue un éxito. Es bonito ver sobre su rostro una ternura de sexagenario enamorado, que se transforma en el abatimiento de un hombre deshecho. No se puede evitar encontrarle un cierto parecido con el padre X en Cabeza borradora: el personaje de un hombre sencillo con un enjuto rostro de viejo cowboy.
Willem Dafoe, maquillado como una imitación repugnante y pervertida de Clark Gable, con un delgado bigote y cabellos engominados, que desentonan con su dentadura podrida y sus labios abultados, tiene, en el papel de Bobby Perú, una presencia muy intensa. Para él, el personaje es «una especie de huevo podrido que no se plantea ninguna cuestión (…) lo que es apasionante en su caso es la especie de inconmovible alegría de vivir que mantiene» (24). Encontramos el mismo júbilo de vivir del malvado que en Dune, donde el personaje del barón Harkonnen decía, emocionado tras haber escapado a un atentado: «I am alive!».
En la película, y especialmente en la escena del atraco, con las medias en la cabeza, todo el interés se centra en su cabeza —dickhead [capullo], como dicen los americanos— y hasta el momento en el que un personaje se la salta, la cabeza da la curiosa imagen de un pene abyecto y en erección.
El papel, muy esperado desde Terciopelo azul, de Perdita Durango, confiado a Isabella Rossellini es, de hecho, corto y secundarlo, pero muy realzado. Tiene sobre todo la fuerza de una visión: Perdita Durango, en la versión de David Lynch, es la mujer en el umbral de la puerta que, desde Cabeza bañadora, representa todas las tentaciones. La actriz declaró que utilizó su experiencia como modelo para hacer existir a ese personaje de una sola aparición (30). Su presencia testifica el gusto creciente de Lynch por los papeles episódicos y significativos a la vez, que frustran al espectador por no ver más al personaje y le crean un sentimiento de desequilibrio: no se trata de papeles de caracteres secundarios, o pintorescos, ni de papeles utilitarios que sirvan para hacer funcionar el guión, sino de personajes dotados de una verdadera presencia en igualdad con los otros en el escaso tiempo en el que ocupan la pantalla.
El estilo de interpretación en Corazón salvaje es voluntariamente heterogéneo. Lynch diferencia y contrasta al máximo los ritmos de los diferentes actores.
En toda la parte en montaje paralelo del principio, opone por ejemplo la interpretación ligeramente paródica, pero de ritmo normal, de Nicolas Cage y Laura Dern, que charlan en el coche, con la interpretación recargada, exageradamente lenta y llena de silencios, de Diane Ladd y J. E. Freeman, que habla lentamente y con una especie de delectación, como saboreando las palabras (sobre cómo matará a un hombre), mientras que Diane Ladd oscila enfáticamente de lo hablado a lo susurrado.
Lo extraño de la escena reside también en el hecho de que se desarrolla a pleno sol en un jardín frondoso (las sombras de las hojas de los árboles bailan sobre la cara de los actores) y que ellos, aunque permanecen tranquilos y en solitario, hablan reteniendo la voz, como sí fuera de noche y estuvieran en una oscuridad a la vez completa y amenazadora, como sí alguien los escuchara.
Transcurrió mucho tiempo entre el comienzo de la producción y el término de Corazón salvaje. La incorporación de las referencias a El mago de Oz, de las que ya hemos hablado, se hizo durante el rodaje, en el que se escribieron las escenas de réplica. En el curso del montaje, Lynch decidió estructurar las escenas entre Sailor y Lula en tomo a tres primeros planos de cerillas. «Se convirtieron en un elemento que les unía, pero también que destruía su relación» (5).
La primera versión de la película resultó muy larga, por lo que el montador, Dwayne Dunham tuvo que reestructurarla de arriba abajo, ya que los numerosos flask-back poéticos, a veces muy cortos, amenazaban continuamente con dispersar la atención. «Hubiera sido sencillo eliminarlos —cuenta Lynch—, pero no quería perderlos. Trabajamos mucho para resolver el problema, para ir de un extremo al otro por regiones extrañas y sin perder el eje central» (5).
En medio del montaje, Dunham tuvo la idea de empezar la película con el personaje de Bob Ray Lennon (del que Lynch había hecho un negro, sin razones visibles) y su asesinato —en principio, en legítima defensa— por Sailor Ripley. La escena crea un extraño malestar, ya que, por una parte, nos muestra torpemente la amenaza y la agresión de las que Sailor es, en principio, objeto (el primer plano del cuchillo desenvainado por el matón parece insertado artificialmente y está iluminado de forma demasiado elegante), y por otra parte, la manera irreal con la que Sailor tumba a un hombre mucho más grande y fornido que él deja perplejo. Recuerda más a Popeye (the sailor!) dando una lección a Brutus que a dos personajes de carne y hueso. Surge de ella un sentimiento falso como de historieta cínica, que nada confirma posteriormente. Para nosotros es meramente una escena fallida y aislada, no muy bien filmada y moralmente confusa, debido a la manera de mostrar tanto el asesinato de un negro como el presunto goce de Marietta frente al espectáculo de un Sailor desencadenado (con la ambigüedad que hay en Lynch en la idea de reacción a… pero hablaremos de eso en el Lynch-kit).
Fue esta escena, entre otras, la que hizo que la película tuviera problemas de clasificación con la censura y estuviese amenazada con una X en EE.UU. Para no recibir más que una R (restringida), Lynch tuvo que trampear especialmente, en la versión estrenada en Estados Unidos, con la secuencia de la muerte de Bobby Perú, para que no se viera cuando la cabeza se separa del cuerpo. Contrariamente a lo comentado anteriormente, la violencia de esta célebre imagen nos parece muy motivada, significativa y acorde con el tono de la película y con un personaje más grande que la vida.
También se ha hablado de la presencia en la primera versión de una escena de tortura y violación de Johnnie Farragut que habría «trastornado hasta a los más próximos a Lynch» (24) y que no figura en la versión proyectada en Cannes. Pero el carácter perturbador de las escenas se sobreestima a veces en las reseñas. La turbación que producen no siempre es debida a la representación explícita de un horror particular en una imagen concreta, que resulta ser a menudo anodina, sino en un malestar difuso que se intenta localizar. De hecho, las escenas de violencia en Corazón salvaje son extremadamente rápidas y puntuales, de manera que se asimilan menos bien que cuando están repartidas, como en el caso de muchos otros directores, en todo el curso de la película. Esta poética del electrochoque, tan característica de Lynch y comprendida de diversas maneras (con frecuencia como una agresión inútil), hemos comentado ya lo que puede explicar.
La fotografía de Frederick Elmes, de colores saturados con preferencia por el rojo y el amarillo, da la réplica a los tintes atractivos y matizados de Terciopelo azul: acentúa el sol, la luminosidad despiadada del aire, el negro profundo de la noche. Es la película más de «grandes espacios» de Lynch, mucho más que Dune.
Tampoco es imposible que su llamativo estilo fotográfico y su tono más truculento y coloreado se deban a un deseo —que no vemos en absoluto criticable— de llegar a un público más amplio. En ese caso se equivocó, puesto que la reputación de obra malsana y violenta que la película se ganó enseguida, retrajo de ir a verla a muchos espectadores y enmascaró su seducción y su belleza (en Francia, a pesar de la Palma de oro, no tuvo gran éxito).
También se ha criticado el estilo videoclip de la película, a causa del empleo de imágenes muy marcadas como tales, destacables como fotos; de contrastes fuertes de una escena a otra; del estilo de montaje apretado y abrupto y, por último, del retorno periódico de cortas visiones mentales (o, mejor, de bloques sonido/imagen) que desaparecían tan deprisa como irrumpían. Ahora bien, hemos visto que en Lynch la discontinuidad y los contrastes están presentes desde su primer cortometraje, y repercuten en todos los niveles de la historia y de la forma y están en la base de su poética, a la que llamamos romántica.
El diseño de sonido de la película, firmado esta vez no por Alan Splet sino por Randy Thom, también suscitó controversias. Las fanfarrias llamaron la atención, ya desde los títulos de crédito del título, cuyas tres palabras, Wild at heart, están acompañadas por efectos sonoros a plena potencia. Exactamente es la cuestión de la potencia sonora la que fue controvertida. A partir del momento en que se convierte físicamente, gracias al Dolby, en uno de los posibles registros del nuevo instrumento que hoy es el cine, ¿en nombre de qué es inoportuno utilizarla? Negar a priori y en todos los casos el derecho a utilizar el sonido con fuerza, a no ser que se trate de películas consideradas equívocas es hacer «sonidismo», si podemos entretenemos en llamar así al racismo que aún se manifiesta respecto al sonido, considerado por algunos, sesenta años después de su llegada, como un inmigrado en el campo puro y cerrado del cine.
Por el contrario, en el caso de Corazón salvaje la potencia —potencia vital de amor, buena y no destructiva— forma parte del discurso y el papel de esos créditos arrebolados es el de plantearla de entrada, así como al principio de una sinfonía se señala una tonalidad.
También a Randy Thom y a Don Power, se debe la realización de las numerosas cópulas sonoras de la película —las prolongaciones graves y siniestras que, en una parte de la película, unen los diferentes universos durante el montaje paralelo— y también las deflagraciones sonoras que acompañan a los encendidos de cigarrillo en primerísimos planos y a las evocaciones de incendio.
Pero los efectos adquieren su sentido en la película por contrastar con otros más sordos y sutiles, casi inaudibles. El Dolby, no nos olvidemos, no sólo agranda el campo sonoro del cine por el lado de lo muy grande, sino también por el de lo muy pequeño, permitiendo introducir en la trama efectos próximos al silencio: por ejemplo, la música de viejo casino ruinoso (violín y piano) que se oye en la casa de Reindeer cada vez que el montaje paralelo nos traslada allí, y que suena como impalpable. O también la escena en la que los dos amantes ruedan sin fin en la noche: las guitarras de acompañamiento de la balada de Chris Isaak Wicked Games (que la película de Lynch relanzó y convirtió en éxito) suenan en la penumbra sonora amortiguada y fantasmal que sólo permite el Dolby. Por otra parte, el fragmento, en la película, está filtrado electrónicamente de manera que se oculta casi por entero la voz del cantante de la que sólo subsiste un murmullo.
En toda la sección que muestra en escenas cortas y alternadas tan pronto a los dos jóvenes circulando con despreocupación con el sonido de un piano jazz como a Marietta y Santos, tramando el asesinato de Sailor, a Farragut rodando hacia Nueva Orleans, a Santos telefoneando a Reindeer, la casa de Perdita Durango cerca de un vertedero de basuras, etc. con una tonalidad diferente en cada una de las microescenas o planos, Lynch utiliza los cortes de sonido con una particular fuerza emocional. Las variedades alternantes de ritmo, color y ambiente sonoro entre los elementos reunidos crean una penetrante sensación de fatalidad y de inevitabilidad porque juegan alternativamente con la separación y el retomo: dejamos una atmósfera sonora, la recuperamos, la perdemos, etc,, como si fuera algo con lo que no podemos tener más que una relación fugitiva.
La colaboración de Badalamenti en Corazón salvaje es más discreta que en Terciopelo azul (no obstante, incluye una nueva canción original del tándem, Up in Flames, una de las más bellas y fantásticas, que se vuelve a oír en Industrial Symphony no 1). El director utiliza la mayor parte del tiempo un mosaico contrastado de temas de rock duro, de música clásica, de jazz retro y de repertorio de crooner. La novela, llena de alusiones a la música radiofónica o de bar que acompaña a los protagonistas, ya incitaba a ese tratamiento musical, característico de la road-movie.
Pero la música más contundente de toda la obra —como resumiendo la potencia incandescente del amor, un amor de dimensiones cósmicas— es la introducción orquesta del lied Im Abendrot, de Richard Strauss, extraordinaria fluorescencia de notas, formada esencialmente por un largo tema de notas unidas que, tras una tentativa de subir, inclina inevitablemente su curva hacia abajo, acompañado por un fabuloso contrapunto de contracantos surgidos de él como ramas de un mismo tronco (siempre el simbolismo vertical). Escrita en 1947, como un renacimiento inesperado del romanticismo en pleno siglo XX (Lynch acababa de nacer), esa música es la que se oye en los pasajes clave: el crédito sobre fondo de una hoguera, el coito enloquecido de Sailor y Lula cuando se paran a la puesta del sol en un paisaje infinito; y el ensueño de Lula, abandonada en su cuarto de motel.
Es característico que, tras el plano de la puesta de sol, de un romanticismo perfecto, Lynch encadene súbitamente el brutal y maquinal Slaughterhouse del grupo Powermad: entre el rock duro y la orquesta clásica no hay un contraste culturalmente codificado. Son como dos expresiones del mismo poder del amor, con el acento puesto en la palabra poder. ¿No es Strauss el compositor más nietzscheano, y no sólo por haber extraído del Zaratustra un poema sinfónico?
Corazón salvaje fue presentada en primicia en el Festival de Cannes (recordemos que Lynch había querido presentar allí Cabeza borradora) y, contra todo pronóstico, la película ganó la Palma de oro —pronto discutida— de manos de un jurado presidido por Bernardo Bertolucci. Hubo quien afirmó en aquella ocasión su repugnancia respecto a un cineasta al que siempre habían considerado ambiguo y cuya película confirmaba su estética falsa y tramposa (dos años después, Godard hablaba en Libération de las «abyectas reglas “palmadoradas” de Lynch»). Otros, a quienes les habían gustado las películas precedentes, expresaban la irritación que les producía esta obra nueva, en la que veían una concesión a los gustos del momento; incluso la explotación cínica por parte de Lynch de un tono comercial con el que ya no tenía una relación sincera. Corazón salvaje, a causa de su extraño humor y de sus contrastes violentos y ostensibles (entre velocidad y lentitud, violencia y ternura) creó la imagen de un David Lynch «manipulador», «sin principios», «calculador», «frío», etc. Una imagen que, desde entonces, propagada por sus enemigos pero también por más de unos de sus defensores, se le adherido a la piel, pero no parece que haya traspasado a lo esencial.
Sí hay una distancia en el caso de Lynch, pero esa distancia es la manera en la que está presente en el mundo, al que está atento y abierto. Pero también es una distancia prudencial con temas candentes, que, al mismo tiempo, le permite abordarlos de una manera más personal y radical que otros.
Lynch tampoco es alguien que trabaje a partir de sus códigos, lo que supondría que para él las cosas y los géneros tendrían un sentido cerrado y determinado, y no es el caso.
En esta ocasión, se puede percibir que la obra de Lynch produce un efecto de desorientación y amnesia en algunos críticos, a los que parece molestar el considerar en su totalidad más de dos de sus películas. La reputada obra 50 ans de cinema américain, que elogia Cabeza bañadora como una película «de una impresionante riqueza temática bajo la aparente arbitrariedad de su imaginería», estima, unas líneas después, que las obsesiones sadomasoquistas en Terciopelo azul son «gratuitas», «grotescas» y «llevadas demasiado lejos». El rechazo a buscar en su obra la honestidad de una coherencia es significativo —¡siempre «el hombre de una sola película»!— y parece formar parte del efecto Lynch.
Pero también encontró periodistas y espectadores en el estreno de la película que la adoraban, entre los que estaba el actor Jean-Hughes Anglade, que la defendió en Studio y que cuenta maravillosamente cómo la película es de las que dilatan el sentimiento de vivir, tomando la existencia en la totalidad que es, con sus altos y sus bajos, su más y sus menos, como si para Lynch, visto desde un cierto ángulo, nada de lo que existe fuera negativo, y todo expresión de una misma locura de vivir.
La reputación de Corazón salvaje se hizo también a partir de escenas consideradas como especialmente «calientes». Sin embargo, las secuencias de cama entre Sailor y Lula, son rápidas y estilizadas. Aunque estén acompañadas de rock, incluso de rock duro, sirven sobre todo para reforzar la idea de la armonía sexual entre ambos héroes. La celebridad de la película en la materia se basa más que nada en la secuencia con Bobby Perú. Es una escena que desazona precisamente porque no va basta el final.
¿En qué consiste? El horrible Bobby, con sus gruesos labios y sus dientes estropeados, se introduce en el cuarto de hotel de Lula con el pretexto de ir a orinar. Turba a Lula cuando adivina que está embarazada (la huella de vómito seco en el suelo), y luego se acerca a ella, le habla groseramente, la toca y la induce insidiosamente, acercándole la boca con un aliento que se adivina pútrido, a que le diga «Fuck me». Ella acaba por decirlo casi inconscientemente, como en eco, y él, como si hubiera acabado de hacer una buena broma, se aleja de ella diciendo que le gustaría, pero que tiene cosas que hacer. Pero Lynch nos ha mostrado a Lula extendiendo la mano con los dedos separados, signo en la película de goce sexual, y cuando Bobby Perú sale, tenemos el desagradable sentimiento de haber asistido y como participado, por medio de la proyección de nuestro deseo, en una especie de violación verbal, casi más grave que la real.
Lo que de hecho es turbador es precisamente que no haya pasado nada: nos podemos imaginar que Bobby es un impotente que se escabulle y no goza más que amenazando. Por otra parte, Lula se recupera y además, la escena no tiene ni continuación ni eco posteriores en la película (lo que refuerza su cariz perturbador). El análisis que hace la actriz de la escena es particularmente interesante:
«Era una escena muy extraña, pero al mismo tiempo, tenía la situación completamente controlada. En un sentido, Lula piensa: “Dios mío, esta escena es tan asquerosa, y yo soy la víctima”. Pero luego piensa: “No tan rápido, no sólo tengo una satisfacción sexual sino que a la vez no me he ofrecido”. Toma la decisión de dejar que la excite la situación, pero no ir demasiado lejos» (18). Ese «not too far», perverso si se quiere, es, paradójicamente, una de las claves del cine de Lynch.
Por otra parte, y sabiendo de la importancia en su caso de las escenas de seducción parental, en este momento de Corazón salvaje, que por otra parte no es más que una escena, una apariencia (aunque esconde una experiencia mucho más primitiva, casi fetal, de intercambios de energía) se puede ver una seducción a la inversa: después de todo, es Lula la que expone sus olores íntimos como una invitación, mediante el vómito seco que no desaparece (y que está en el libro, ¿lo tomó Lynch como punto de partida para la escena?). Quizá en principio Bobby no necesitaba otra cosa que lo que dice al entrar; y quizá la situación tome sentido para Lynch al llevar a cabo un deseo de Lula, el de hacerse cargo de la violencia por parte del hombre, que, a pesar de todo, se retira después de haber hecho gozar y sin gozar él mismo, a no ser cerebralmente (recordemos también que en esta secuencia Lynch filma frontalmente, como en la escena primitiva de Terciopelo azul: es algo que se representa para alguien).
La película también desconcertó por la mezcla de violencia destructiva y cursilería.
Corazón salvaje es también un idilio cuyos personajes se aman al principio y se aman al final, son tiernos, conmovedores y un poco pueriles (el detalle del collar de caramelos que Sailor ofrece a Lula). Sin embargo, la interpretación que ve a los héroes como dos cretinos de los que el director es el primero en reírse no nos parece que refleja ni la verdad del libro, ni la de la película. A pesar del humor de la interpretación de Nicolas Cage y sus efectos de voz a lo Presley, y a pesar de los contoneos de groupie excitada de Lula, no son imbéciles, sino dos personajes con su ritmo, sus referencias y su personalidad, dos seres vivos y emocionantes, llenos de delicadeza en sus relaciones mutuas, listos y de palabra fácil. Es agradable verlos y oírlos, interrumpiéndose mutuamente, en un coloquio permanente guiado por el mero placer de estar juntos y comunicarse.
Asimismo, como otros héroes lynchianos, Sailor y Lula no son unos desesperados que vayan dejando un reguero de atracos por donde pasan. A pesar de las tonterías de Sailor, no hay en ellos ningún tipo de desafío a la ley o la sociedad, y aún menos respecto a la familia. El crimen, la transgresión, la violación, la seducción incestuosas y el atentado a los valores familiares son en la parte de los adultos y los padres donde hay que ir a buscarlos; los niños no aspiran más que a mantener un amor puro, bendecido con un nacimiento.
De hecho, Corazón salvaje es un afectuoso ensueño sobre unos padres a los que se entendería bien y que, al mismo tiempo, no serían aburridos. Padres que nos reconciliasen con el placer de estar vivo.
Por eso Lynch colocó el final de su película bajo la mirada del hijo de Sailor y Lula, al que dio su propia gorra fetiche de visera alargada, como para decirle: me gustaría ser el que tú eres, con esos dos.
Corazón salvaje es una película de infancia, una película de un niño que lo ve todo grande y contrastado, y las referencias a El mago de Oz van en este sentido.
Durante sus dudas respecto al guión, Lynch tuvo la idea de vertebrar el relato mediante las referencias a ese clásico que conoce todo americano desde su más tierna infancia por haberlo visto cada año en televisión. La verdad es que las citas explícitas de la obra de Fleming no son muy numerosas: en un momento dado, Lula tiene una visión fantasmagórica de su madre como una bruja inspirada en la «malvada bruja del oeste», la que quiere coger a Dorothy/Judy Garland y a sus amigos. En la coda, el hada buena interpretada por Sheryl Lee también es una cita. Una referencia más indirecta y sexual es la imagen en la que Lula taconea varías veces después de la escena con Perú, que es una cita del plano en el que Dorothy hace lo mismo con sus ruby slippers, sus zapatos rojos, ya que es el medio que le han indicado para dejar el país imaginario de Oz y volver a su granja en Kansas. La alusión significa que ya puede mover Lula sus zapatos tanto como quiera, que no podrá dejar el infierno de Big Tuna y, por otra parte, el movimiento sobre el terreno, que Lynch da a menudo a sus personajes femeninos, tiene algo de autoerótico.
Los planos fetichistas referentes a zapatos de mujer, que se encuentran en Cabeza borradora o en Twin Peaks (Audrey Horne) pueden proceder, por otra parte, de una emoción sexual nacida de esa película, de la que tantos directores anglosajones han introducido ecos en sus propias creaciones (Scorsese, dos veces al menos: en Boxcar Bertha [1972] y en Alicia ya no vive aquí [Alice Doesn’t Live Here Anymore, 1975]; Lucas en La guerra de las galaxias; John Boorman en Zardoz [Zardoz, 1973], etc.).
Por último, el diálogo está sembrado de alusiones codificadas al yellow brick road (camino de ladrillos amarillos que en El mago de Oz simboliza la ruta encantada hacia la esperanza, el color y el éxito), al perro Toto de Dorothy, etc.
A un nivel más profundo que el de las imágenes o el de las réplicas-guiño, El mago de Oz parece simbolizar para Lynch, o al menos en el empleo que hace de la película, dos temas importantes y asociados: el de los mundos múltiples (Oz y Kansas) y el de la madre separada (las dos brujas).
Pero la traducción de esos temas en Corazón salvaje sigue siendo confusa.
Todo lleva a creer que Lynch dudó entre varias opciones para tratar el personaje de Marietta, que llevó por una dirección exagerada y grotesca, trágica y cómica. Quizás era a Marietta a quien quería mostrar dividida, yendo de un extremo de inocencia infantil y conmovedora (cuando llora como Judy Garland, que precisamente vertía torrentes de lágrimas a mitad de la película), a otro de crueldad destructiva. O quizá fuera entre Marietta y Lula entre quienes hubiera querido hacer la separación. Pero no quedó nada claro ese tema.
A grandes rasgos, en la película Marietta no «funciona», aunque visto en detalle su personaje sea rico en sus diferentes capas superpuestas. Lo curioso es que cumple todos los papeles salvo el de madre: por supuesto, mujer y niña, que juega a la seducción y a la inocencia de la mujer-niña, y con relación a su Lula, a la rivalidad. A fin de cuentas, Lula es mucho más madre que ella, pero una madre extremadamente sexuada, (según la imaginería lynchiana para la que la madre está loca por su cuerpo, se toca, se exhibe, etc.).
No obstante, el personaje da lugar a bellas escenas de pareja, como si Lynch distinguiera radicalmente entre una Marietta sola (que no llega a hacer que exista) y una Marietta emparejada. Quiere a su hombre, aunque luego se rehaga rápidamente de su muerte y se empareje con su asesino. Las escenas Johnnie/Marietta son interesantes e insólitas. Lynch muestra de una manera emocionante la ternura y el amor en el rostro de un hombre no especialmente guapo, pero conmovido. Y cuando Marietta se pone a cuatro patas y finge ser pantera, se tapa los ojos y sonríe como fascinado y asustado, encantado de tener miedo. Tiene su cabeza entre las manos de Marietta y la abandona como un niño —cabeza que perderá por culpa de una loca.
¿Qué es lo que hace mantenerse a las parejas y al mundo? La pregunta está inscrita en la forma de la película. En el plano de la forma y de la combinación de los elementos dispares y contrastados de los que se compone (grotescos, coloreados, sentimentales, sangrantes, poéticos, abruptos, dulces, etc.), Corazón salvaje es una película de relaciones y de rasgos de unión: por ejemplo, la relación entre los píes de Lula saltando sobre la cama —como para hundir algo— y los pies de los bailarines en la boîte rock; la que hay entre Sailor en la cama haciendo girar como dueño y señor el cuerpo de una Lula feliz y colmada, con un pequeño juguete erótico que hace lo mismo con una figurita. Hay también relaciones de palabra a imagen (Lula preguntándose qué han ido a hacer a aquel agujero de Big Tuna y el plano siguiente que muestra un graffiti en el que está escrito: «Fuck You»), de imagen a imagen (Johnnie Farragut muerto y un cartel de metal al borde de la carretera, agitándose, como si fuera su último estremecimiento). La visibilidad de todos estos efectos choca como si se tratara precisamente de un efecto más, que fuera contra la decencia, que habitualmente quiere que se oculten las relaciones.
Pero aquí, en el caso de Lynch, se trata de un procedimiento estructural, que señala la relación como distinta de los elementos que une y refuerza la impresión de una estructura horadada, poéticamente oscilante. Esas relaciones también son signo, por supuesto, del placer ingenuo de juntar y ensamblar la obra como una especie de «cabaña» en el bosque, expuesta a los ataques del viento. Son, por último, una pregunta planteada al mundo sobre qué es lo que no le hace caer instantáneamente hecho añicos.
El sentimiento trágico y de precariedad que la película desprende procede también de los efectos de «bocanadas» que pueblan su primera parte —las veloces apariciones de imágenes de incendios acompañados por un potente rugido o una risa diabólica, los mini-flashbacks (¿se trata exactamente de flashbacks?) que se refieren a la muerte del padre, que irrumpen en la realidad de Sailor y Lula para disolverse en un fundido si llevar a ninguna parte y sin construir tampoco paso a paso una amnesia liberadora.
La forma de la bocanada (como una oleada de calor o el aliento de un escupidor de fuego) es obsesiva, especialmente en la escena en montaje paralelo comentada más arriba: en dos minutos la vemos encarnarse físicamente una y otra vez en el paso de los coches con los que se cruzan los héroes y que hacen el efecto de un soplo de viento en la piel; después en las cópulas sonoras debidas a Randy Thom que ambientan amenazadoramente la conspiración mortal de Santos y Marietta; más tarde es Johnnie Farragut que avanza en su coche hacía un destino trágico, el que emite con la boca —como hastiado— un resoplido breve y fatigado.
Las bocanadas expresan hasta qué punto está minado para Sailor y Lula su presente de felicidad y libertad, y no a causa de la malevolencia de los que les desean el mal —que, por otra parte, fracasarán—, sino porque la fragilidad está definitivamente inscrita en ellos mismos, en sus cuerpos y en sus mentes debido a su historia (afortunadamente para ellos Marietta asumirá una gran parte de ella).
También se puede sentirlas a la inversa, como sí fueran el resquicio que deja una puerta entreabierta a una especie de potencia eterna y fantástica.
Lo característico de esas bocanadas es, por lo tanto, su ambigüedad respecto a lo que expresan según la manera en que se hagan: bien una recarga de energía, bien un aliento que pesa sobre el destino, bien un agujero de desesperanza que se abre al paso de los personajes.
Hay otros flash-backs en la película que son más ásperos y cortantes en su manera de aparecer y desaparecer (la evocación de la violación y el aborto de Lula, por ejemplo), pero que, por muy sórdido que sea lo que muestran, tienen algo de latigazo tónico, de provocación.
En definitiva, la idea de la fragilidad del momento y de la felicidad es lo que emerge con más fuerza de Corazón salvaje y lo que, con El hombre elefante, hace de ella la película de Lynch más directamente emocional, especialmente en las secuencias nocturnas de confidencias.
Corazón salvaje, romántica y cercana a Victor Hugo por su amor por los contrastes, y repleta de estridencias y estallidos, es la más hermosa de las baladas amorosas que el cine haya murmurado en la noche.
El 10 de noviembre de 1989 David Lynch presentó en la Brooklyn Academy of Music, en el marco del festival New Music America, un espectáculo musical firmado conjuntamente con Angelo Badalamenti, IndustrialSymphony no 1, con Julee Cruise como protagonista. A partir de la filmación en vídeo del espectáculo, Lynch realizó una versión destinada a la distribución en videocasete. Aunque no se trate de una película de ficción propiamente dicha, ese espectáculo filmado tiene en el conjunto de la obra de Lynch un lugar particular y especialmente atractivo.
Básicamente, Industrial Symphony no 1 es un recital de canciones escritas por el tándem Lynch (letrista) y Badalamenti (compositor). Casi todas las canciones son de ritmo lento, sus letras hablan de amor y su estilo musical es —como ya lo era la canción Mysteries of Love en Terciopelo azul— una especie de sublimación y de espiritualización del slow de los años cincuenta, al que se le da una dimensión religiosa mediante el alargamiento de las melodías y de los valores rítmicos, de una orquestación plena y rica en graves (una sección de saxos) y una armonización cercana a la que se utiliza para los cánticos. Un carácter suplementario de extrañeza y hechizo se añade a la ambientación general por medio de la regularidad robótica de la ejecución y por los efectos sonoros adicionales y cósmicos de tempestad, viento, sirenas, sepulcrales voces masculinas en off, etc.
El estilo vocal de Julee Cruise, que interpreta las canciones, es muy específico. Concertado y objetivo, no deja ningún resquicio para la improvisación y para los desbordamientos expresivos, ya que de lo que se trata es de dejar que la emoción surja a partir de la atmósfera global creada por el texto, la música, la voz y las luces, y no se centra en el intérprete… La voz de la cantante es directa, con muy poco trémolo, voluntariamente moderada, de timbre delicado y fino, con una aplicación infantil, pero sin efectos de seducción o sensualidad «lolitesca» en la voz.
Las más de las veces, la cantante aparece en el espectáculo suspendida en el aire, con los pies en el vacío —eso cuando no está regresivamente acurrucada en el maletero de un coche, con el look que describió muy bien Colette Godard: «Desfigurada por una peluca platino que le sirve de casco, transformada en pantalla por medio de un vestido enorme que se abre desde más arriba de la cintura y la envara, muestra sus piernas que se balancean en el vacío» (34).
El subtítulo del espectáculo, que explica su sentido, es «El sueño de una mujer con el corazón roto». Incluye un prólogo rodado en película cinematográfica que vuelve a poner en escena a Sailor y a Lula, lejos uno de otra y hablándose por teléfono. Sobre un fondo desnudo, con una exposición en primeros planos de una sencillez bergmaniana, Nicolas Cage anuncia a una Laura Dern desolada que debe partir. Tanto uno como otra parecen deshechos y la angustiosa soledad que se desprende de la escena invita a ver en la continuación el sueño y las visiones de esa mujer sola. Su yo abandonado se proyecta en el personaje de la muñeca sabia suspendida por un hilo en el vacío y el caos, que canta canciones con una voz blanca, alucinada, en la que el dolor ha sido apartado y que no refleja más que una desnuda atonía.
El espectacular decorado concebido por Lynch, medio portuario, medio industrial y barrido por los faros de DCA, recuerda a una fábrica abandonada o a un cementerio de automóviles, pero también la guerra. En lo alto de la escena unos tubos horizontales y paralelos que atraviesan el espacio en toda su amplitud forman una especie de pentagrama gigante, tras el que se ve pasearse a Julee Cruise, como una nota musical humana. Los tubos nos dan también una especie de indicación de la altura en la que se encuentra la moral del personaje, según el simbolismo vertical que empezamos a conocer bien. Por otro lado, en un momento dado se produce una seudocatástrofe en la que, con un sonido estridente, Julee Cruise cae y se estrella sobre el escenario, como un acróbata que cae, pero también como una mujer que se suicida.
Entre el resto de participantes, reconocemos a Michael J. Anderson, el enano de la Red Room, al que se ve serrando con regularidad pero sin éxito un tronco sobre un caballete y después volver a interpretar, imitando ambas voces, el diálogo de la separación de los dos amantes.
Intervienen también una bailarina con los senos desnudos, con zapatos de tacón y bragas negras, que se pasea como un animal entre los tubos y el coche y encarna a un alter ego erótico e incluso autoerótico; una compañía de bailarinas vestidas como las asistentes a una fiesta; obreros con casco de obras que hacen ocasionalmente de enfermeros y un hombre-ciervo gigantesco, desollado y subido a unos zancos que parece salido de un espectáculo de Robert Wilson.
La realización en vídeo de Lynch, sencilla y bien conseguida, trata de preservar y recrear en la pequeña pantalla la impresión de un espectáculo en continuidad. Mediante numerosos fundidos-encadenados, encadena y reúne todo tipo de detalles fugitivos entrevistos en la penumbra horadada por luces violentas que es la atmósfera visual dominante del espectáculo.
El interés de Industrial Symphony no 1, aparte de su atmósfera maléfica de nana fantasmagórica y de sus logros plásticos, coreográficos y musicales, es el de mostrarnos los elementos fundamentales del universo de Lynch fuera de su contexto cinematográfico, y abstraídos en un cierto número de elementos: los cuerpos que caen en el vacío, la verticalidad como dimensión simbólica (de la que, paradójicamente, los tubos horizontales, enfrentados a la actitud rígida e inerte de la mujer suspendida, acentúan la importancia), y la reproducción: al final, una lluvia de bañistas en celuloide materializa una pérdida corporal, una depresión posparto de una mujer embarazada vaciada de su fuerza. Todo concluye con una especie de apaciguamiento frío y de lluvia de un polvo luminoso.
Cuando Francis Bouygues, magnate de la construcción y propietario de TFI, quiso lanzarse a la producción cinematográfica creando Ciby 2000, encargó a la filial norteamericana de la sociedad que estableciera acuerdos con directores-autores independientes. David Lynch, en alza debido a la reputación de Twin Peaks y a la Palma de oro de Cannes, fue contactado y aceptó firmar para cuatro películas. Le ofrecieron algo que no había tenido hasta entonces: libertad artística para cuatro películas consecutivas. La única obligación, que no le molestaba, era la de trabajar con presupuestos reducidos o moderados.
Propuso entonces una vuelta a Twin Peaks, no para una continuación, sino para lo que se llama una «precuela», una vuelta atrás, dedicada a los últimos días de Laura Palmer antes de su asesinato.
«Se lo sugerí a Ciby. Nos dieron su conformidad enseguida y nos pusimos manos a la obra. Del acuerdo a la proyección en Cannes, pasando por la escritura, el rodaje, el montaje, el mezclado y los acabados, pasó menos de un año», dice Lynch, una vez más extrañado por esa rapidez, a la que daba mucha importancia desde Corazón salvaje,
¿Por qué volver a esa historia, corriendo el riesgo de destrozar un mito? David Lynch se atiene a una explicación personal que no hay porqué poner en duda: «Al terminar el serial, sentí una especie de tristeza, no me resignaba a dejar el mundo de Twin Peaks. Estaba enamorado del personaje de Laura Palmer y de sus contradicciones: radiante en la superficie y atormentada en el interior. Tenía ganas de verla vivir, moverse, hablar» (41).
El rodaje comenzó el 4 de septiembre de 1991 cerca de Seattle, «en el mismo sitio que la serie, en el norte, donde sopla el mismo viento…», y después de cuatro semanas en el Northwest, prosiguió en estudio en Los Ángeles, sobre todo para los interiores.
El guión fue escrito en colaboración con Robert Engels, productor y guionista de la serie. La idea de resucitar a Laura Palmer era seductora, pero arriesgada, ya que privaba a la película de los numerosos personajes a los que movilizaba su muerte: la policía, es decir, la banda familiar de los Harry, Andy, Lucy, pero también la camal Audrey Horne (a quien en el episodio piloto se nos muestra como ajena al grupo de amigos de Laura) y, por supuesto, Dale Cooper, a quien se reintroduce con el pretexto de un prólogo situado un año antes y en el que no juega más que un papel episódico. Es decir, que el concepto de Fuego, camina conmigo era complicado.
A imagen de su heroína, Fuego, camina conmigo es un poco tramposa: tiene un final obligatorio, cuyo decorado y protagonistas ya son conocidos. Desde el principio, y a través del camino tortuoso que lleva a él, Lynch intentó sorprendemos y sorprenderse.
La película está dividida en un prólogo que lleva el subtítulo «Teresa Banks» —es la investigación sobre una primera víctima de Bob, descubierta muerta la principio de la película—, y una segunda parte mucho más larga, que describe los últimos siete días de Laura Palmer.
De la tal Teresa Banks, asesinada un año antes, ya se habla en el episodio piloto de Twin Peaks para justificar la investigación del FBI, ya que se deja entender la intervención de un asesino en serie. Es la primera víctima a la que se ve cómo Dale Cooper extrae una letra del asesino escondida en la uña del anular. El guión de Lynch y Engels introduce un vínculo directo entre ella y Laura, convirtiéndola en una amante oculta de Leland Palmer. También será objeto de una escena en la película el asesinato de un hombre por Bobby en el curso de sus tráficos, que había sido comentado en la serie, así como el último encuentro entre James y Laura y la escena en la que Laura confía su diario al agoráfobo Harold Smith.
En otras palabras, una gran parte de Fuego, camina conmigo cumple su promesa, y nos hace asistir a momentos decisivos en la vida de Laura que en la serie eran objeto de suposiciones y relatos, y de los que el espectador apasionado por la serie tendría en principio que morirse de ganas por saber cómo ocurrieron. La mayor parte de las escenas de «vuelta atrás» están filmadas de manera simple, romántica y directa. Pero la complejidad de los elementos nuevos añadidos por los guionistas y la asimetría de la construcción general bastó para hacer olvidar ese aspecto de la película, al menos a algunos críticos apremiados por el estreno en Cannes, quienes tajantemente trazaron un retrato apocalíptico de confusión y de arbitrariedad generalizada. Quizá los autores, Lynch y Engels, se equivocaron al suponer que sobre esa simple base —responder a la curiosidad de los fans sobre el pasado de Laura— tenían una ventaja, una espina dorsal fuerte, un interés a priori sobre el que podían construir un proyecto más complejo y formalmente más sutil. Y si se equivocaron en algo fue en el interés que podía inspirar al público Laura Palmer en sí misma.
En ese sentido, Fuego, camina conmigo es verdaderamente un proyecto generoso, ya que en él se examina a un personaje que, una vez muerto, sirve a todos los demás de soporte para sus proyecciones y fantasmas, para decirnos: ese personaje existió, sufrió, interesaos por esa mujer.
Fuego, camina conmigo es el largometraje de Lynch con una construcción más insólita: hasta Cabeza borradora es más lineal. La articulación entre el prólogo (la investigación inconclusa sobre la muerte de Teresa Banks) y el cuerpo de la película, aun teniendo su justificación lógica, revela voluntariamente su arbitrariedad, ya que está sobre-significada como una premonición.
El prólogo comienza evocando el asesinato de Teresa Banks mediante la imagen de una pantalla de televisión que implosiona con un grito. Se encuentra su cuerpo a la deriva en el agua, como un año después el de Laura. Gordon Cole, el inspector del FBI (el mismo David Lynch, en su papel de duro de oído que habla demasiado alto), envía al agente Chet Desmond (Chris Isaak) para que investigue, tras haberle transmitido informaciones codificadas a través de una forma original: la pantomima de una mujer con un vestido rojo. Las informaciones están destinadas a prevenir a Desmond y a su acompañante, el forense Sam Stanley (Kiefer Sutherland), de que les esperan dificultades con la policía local. Saben también que se trata de un asunto muy especial clasificado como «Blue Rose», misteriosa y poética acotación que fascina a Desmond. El examen del cuerpo de la víctima, una camarera sin amigos, revela como único indicio una «T» en sus uñas. El registro de la caravana en la que vivía, en un aparcamiento desastrado regentado por un viejo cansado (Harry Dean Stanton) no revela… nada, salvo el paso por el campo de una misteriosa pareja, una abuela y su nieto, los Chalmont. Bajo la caravana que éstos han abandonado, Desmond encuentra un anillo misterioso; en el momento en el que lo recoge, un fundido en negro nos escamotea al agente del FBI, que desde entonces desaparece misteriosamente.
La acción se traslada a Filadelfia, a la oficina de Gordon, para una de las escenas más originales de la película: se ve primero a Dale Cooper entrar en el despacho de Cole, hablar con él de la desaparición de Gordon, y después hacer una maniobra singular que le lleva a ver en los monitores del vídeo de vigilancia de la sede del FBI su propio paso por los pasillos. Enseguida, de un ascensor sale… David Bowie, que es presentado como un agente desaparecido y fantasma, Philip Jeffries, que entra titubeante en el despacho de Cole ante la sorpresa general, mientras se produce un curioso fenómeno cinematográfico: el parasitismo de esa escena por otra sobreimpresionada (sobreimpresión de imágenes «y de diálogos»): en un chalet se tiene la visión del enano Michael J. Anderson, de un niño enmascarado, de un mono con una máscara parecida y del manco Gerard, que intercambian misteriosas palabras: el enano habla desde una mesa de formica, pronuncia la palabra «garmonbozia» (sufrimiento y desolación) y se ríe de la sortija simbólica del matrimonio. El niño pide una víctima. Una voz indeterminable dice: «Vivimos en el interior de un sueño»). Paralelamente, la mayor confusión reina en el FBI, donde los agentes se llaman y se gritan frases como si estuvieran perdidos en la oscuridad (aunque estamos en pleno día). Una vez que el parasitismo se ha disipado, comprobamos que Jeffries ha vuelto a desaparecer.
A su vez, Cooper va al aparcamiento de caravanas y no encuentra más que el coche de Chet e indicios de la familia Chalmont. Confía a Diane su intuición de que el asunto «Blue Rose» se cobrará otra víctima.
Fin del prólogo, tema musical de Twin Peaks y cita de uno de los planos fetiche de la serie: la entrada de la ciudad con el cartel. El público que esperaba una copia conforme a la versión televisada cree que por fin puede respirar, pero sus penas no han acabado. Un año más tarde, una gentil colegiala llamada Laura anda por las calles de Twin Peaks, va al colegio con su amiga Donna (que ya no tiene los hermosos y altivos rasgos de Lara Flynn Boyle sino los más tímidos y débiles de Moïra Kelly), se la muestra esnifando en los lavabos del colegio y después se enfrenta sucesivamente a un James Hurley transido y platónico (que no quiere tocarla, aunque ella, desamparada y depresiva, se le ofrece) y a un Bobby Briggs enamorado y celoso. Por ultimo, de nuevo a Donna, a quien en una conversación de amigas íntimas confiesa su sensación de estar cayendo en el vacío.
Al darse cuenta de que le han robado páginas de su diario íntimo, Laura manifiesta un enorme pánico y confía el precioso diario al frágil Harold Smith. Cree también comprender que Bob, su poseedor imaginario, no es en la realidad más que uno con su padre. Más tarde, al prepararse para ir a llevar comida a un domicilio, tiene una visión de la abuela y el nieto Chalmont, que le dejan, con unas palabras enigmáticas, un cuadro que representa una puerta abierta en una pared. En su casa, por la noche, en la cena, en un ambiente triste de familia deshecha y ante una Sarah Palmer impotente y postrada, recibe una reprimenda de su padre, Leland, como si fuera una niña, por un asunto de manos no lavadas. Por la noche, sueña, con ayuda del cuadro-pasaje, con la Red Room, donde le esperan especialmente el enano (que le tiende un anillo) y Dale Cooper como ángel guardián (que le suplica que no lo coja) en un enmarañamiento de los niveles de realidad.
Vemos después a Laura, maquillada y vestida de manera provocativa, dirigiéndose a uno de sus lugares de perdición seguida por Donna, que quiere imitarla a toda costa. De hecho, ese lugar, una boîte nocturna verdosa en la que encuentra a Ronnette Pulaski es, por el momento, un infierno más bien bonachón, ya que las chicas se hacen pagar para conceder favores eróticos a hombres frustrados, pero respetuosos. El ambiente está mostrado con el humor (el gag impagable de las botellas de cerveza con las que no sabe qué hacer una Donna abrumada) que Lynch gusta de introducir en las escenas que eterniza. Laura se las arregla para salvar a Donna y llevar a la oveja descarriada a casa.
Al día siguiente, Laura y Leland van juntos en coche cuando en un cruce son interpelados por un misterioso manco que conduce una camioneta, se coloca a su lado en un embotellamiento y les grita e insulta en un ambiente de pánico repentino que afecta primero a Leland: rememora mentalmente sus relaciones con Teresa Banks y el asesinato que ha cometido (ha sido él). Laura interroga a su padre, que supone que es Bob.
Laura acompaña a Bobby Briggs una noche, borracha y otra vez contenta, a una entrega de drogas que acaba mal y en el que un Bobby enloquecido mata al camello que iba a atacarle. Otra noche, en su cama de jovencita, es poseída por su demonio Bob (por otra parte, un íncubo bastante guasón) en quien reconoce horrorizada las facciones de su propio padre, a quien hemos visto suministrar un somnífero a Sarah.
La última tarde, Laura, hundida por completo, acepta una cita nocturna con James en el bosque. Allí, frente a su pretendiente, inamovible en su certidumbre de amarla para siempre, pero impotente para ayudarla, pasa por todas las etapas, se desmorona, le grita su amor sin ninguna convicción, le pide después que se pierda con ella, parodia malévolamente sus aires de perro mojado (pero quizá sea para protegerlo y que no la siga en su desdicha) y le deja irse por fin en la noche sobre su estruendosa moto. Después va a una cita erótica con Leo y Jacques Renault donde, para su sorpresa, es atada a la fuerza (en contradicción con la serie, en la que el que la aten se presenta como uno de sus placeres); después, junto a Ronnette, es abandonada a la locura asesina de Bob, su padre. Las lleva a un vagón abandonado, donde ejecuta a Laura. La ejecución es a la vez una especie de apoteosis compleja: la Red Room se desdobla en dos lugares idénticos, una especie de infierno en el que las potencias maléficas hacen comparecer a Bob y a Leland, extirpando del cuerpo del segundo una especie de líquido creado por el sufrimiento, y en un paraíso en el que una Laura que se ríe entre lágrimas, maquillada y vestida por primera vez como una mujer madura y ya no como una colegiala o una chiquilla de mala vida, está sentada como para toda la eternidad, teniendo de píe a su lado, petrificado en una postura tutelar (se diría que es una foto) a un Dale Cooper mudo y protector. Todo eso en una erupción de imágenes y sonidos que puede dejar desarmado y perplejo al espectador que lo ve por primera vez.
Hay que solventar de una vez por todas la cuestión de la correspondencia entre Twin Peaks, la película, y Twin Peaks, la serie, para que no siga atormentándonos y nos impida ver la nueva obra con su carácter propio.
De hecho, la serie está en la película, pero —y en eso consiste el humor especial y la lógica particular de los autores— del revés. Especialmente en la primera parte del prólogo, que es una inversión de todo lo que pasaba en Twin Peaks.
¿La muerte de Laura suscitaba una efervescencia de sentimientos y de testimonios? La de Teresa no permite siquiera trazar el más mínimo retrato de la desaparecida: no la conocía nadie y ha muerto ante la indiferencia de todos; ella no era nada. Incluso el agente Chet es el anti-Cooper: exento de pintoresquismo y reservado, él mismo desaparece como una sombra.
Además, la localidad de Deer Meadow, donde se realiza la investigación —otro pueblo del noroeste, que tiene también su café, su comisaría y su cadáver— está, como un agujero de antimateria, situado en algún lugar del Universo, es un anti-Twin Peaks absoluto y negativo. Tan poco hospitalario, para empezar, como acogedor era el modelo.
¿En Twin Peaks Dale Cooper se preocupaba, como Ulises en la obra de Homero, por encontrar un hotel confortable y una habitación y terminaba en una buena cama su primera jornada? Chet Desmond y Sam Stanley, en Deer Meadow, no duermen.
¿Hay en Twin Peaks un restaurante donde se hacen tartas deliciosas? En Deer Meadow, el siniestro establecimiento de Irene no tiene especialidades que ofrecer. ¿En Twin Peaks hay un gran hotel con cálidas habitaciones? En Deer Meadow hay un aparcamiento de caravanas inhospitalarias e infectas.
Y así todo lo demás: el sheriff Traman es simpático y coopera con el agente del FBI, mientras que en Deer Meadow, es hostil. El sheriff department de Twin Peaks funciona día y noche, mientras que en Deer Meadow cierra a las 16’30. Por otra parte, la escena en la que Desmond y Stanley llegan allí es una inversión literal de la de Twin Peaks: la recepcionista que no levanta los ojos de su libro y ríe burlonamente es evidentemente lo contrario de la parlanchina y pintoresca Lucy Moran.
Esta inversión, fuente de una comicidad abstracta, está por supuesto construida sobre la dicotomía lynchiana agradable/desagradable, cordial/grosero, cómodo/incómodo.
En cuanto a las obsesivas indicaciones de día y hora, proporcionadas en todo el prólogo, crean un efecto de precisión ridículo (de hecho, no se sabe nada del asesino y no hay el menor indicio válido) e introducen el vértigo de la hora que vuelve.
Pero después, cuando el prólogo termina, ¿qué descubrimos? Un Twin Peaks abandonado. Un Twin Peaks en el que no sólo faltan la mayor parte de los habitantes, sino también las imágenes más emblemáticas: la serrería Packard, la cascada, el gran hotel Northern o el sheriff department han desaparecido. Quedan el café RR (fugazmente), el colegio y la casa de los Johnson con el camión de Leo y, en cuanto al domicilio de Laura, apenas si se encuentra en él el ambiente de la serie, ya que no está iluminado y filmado de la misma manera. Twin Peaks ya no está en Twin Peaks, y no es una cuestión solamente de personajes ausentes; es cuestión del marco.
De hecho, es como si David Lynch hubiese querido reapropiarse de Twin Peaks, que se le escapaba y seguía su propio camino, dinamitándolo.
Desde su punto de vista, hay que darle la razón. La serie tenía que terminar y había que librarse de ella. ¿Es imaginable utilizar por centésima vez los chistes sobre los donuts, mostrar a Dale Cooper hablar por milésima vez a Diane, volver a pedir a Andy y a Lucy una nueva escena cómica?
Tal como dinamitó el planeta de Cabeza borradora y rompió la burbuja de Sailor y Lula, Lynch rompió el juguete Twin Peaks, en todo caso, por su cuenta. Quedan un episodio piloto y veintinueve episodios que suman varias horas y que continúan siendo una de las sagas más abracadabrantes y turbadoras de la historia de la televisión.
Pero en el Twin Peaks II abandonado de la película subsiste, no obstante, una de las obsesiones de la serie: la comida.
Teresa Banks y Laura Palmer, las dos víctimas, tienen un punto en común: son camareras. El ángel guardián en el cuadro naif que adorna la habitación de Laura como un resto de su infancia es un ángel camarero que lleva comida. Laura, después de la noche de pesadilla en la que se ha persuadido de haber sido violada por su padre, permanece postrada, sin apetito, ante su plato de cornflakes. Y al final de la película, en medio del la apoteosis de luz y sonido con la que termina, se cuela un plano trivial y enigmático, un primer plano de una tarta de frutas.
El niño anoréxico de The Grandmother estaba de vuelta.
Por supuesto no era cuestión de no proporcionar en la película un mínimo de referencias y de fetiches twinpeaksianos. Y dado que, evidentemente, Dale Cooper formaba parte de una manera indisoluble de la mitología de la serie y su presencia era el principal argumento comercial, Lynch —que sabía que asumía muchos riesgos con la película— tuvo que discutir en serio con Kyle MacLachlan para convencerle de que volviese a un papel en el que el actor temía quedarse encerrado, como le ocurrió a Peter Falk con el de Colombo.
Las apremiantes discusiones entre MacLachlan y Lynch, de las que el segundo dio cuenta en Cannes, dejaron alguna huella, ya que, ante el asombro de la prensa internacional, Kyle/Dale estuvo ausente en Cannes el día del estreno mundial de Fuego, camina conmigo. Podemos suponer que su ausencia en la Croisette (mientras que iría poco después a defender otra película) formaba parte de las condiciones que exigió para aceptar volver a interpretar al agente Cooper, evitando una molesta identificación que —como sabemos por multitud de ejemplos— es algo que puede bloquear para siempre la carrera de un actor.
En el prólogo de la película, Dale Cooper era quien, de manera precognitiva, presentía la muerte de Laura y reemplazaba después a su fugado ángel guardián. Más cerúleo y engominado que nunca, tenía una presencia mítica totalmente imprescindible.
El único personaje que cambió de intérprete entre la serie y la película fue el de Donna, ya que Lara Flynn Boyle, su titular en la pequeña pantalla, se negó a hacerlo a causa de las escenas de desnudo, por lo demás muy comedidas. Otros personajes y sus actores desaparecieron en el montaje, ya que, como explicaba Lynch, «tuvimos que cortar un buen número de escenas que habíamos rodado y que se incorporaban mal a la historia. Me dio pena no poder utilizar a todo el mundo, pero hay que reconocer que muchos de los habitantes de Twin Peaks no tienen relación directa con la muerte de Laura Palmer» (42).
En Fuego, camina conmigo, Lynch participó en el sonido mucho más que nunca. Por un lado, firmó en solitario el diseño de sonido, y por otro, participó en el mezclado de la película y figura en los créditos como uno de los tres re-recorders (hay que saber que en EE.UU., al contrario que en Europa, tres ingenieros de sonido son simultáneamente los mezcladores y cada uno tiene a su cargo una categoría de sonidos —palabras, efectos y ruidos, música— y prepara los efectos y los niveles durante los ensayos previos).
Además, Lynch inaugura con este filme un sistema de mezclas por ordenador que permite tomas más rápidas, lecturas al revés y vueltas atrás, etc., y lo utiliza mucho en la película.
En Fuego, camina conmigo hay un uso abundante de efectos sonoros estresantes análogos a remolinos, así como de «sonidos al revés» precedidos de su reverberación y que estallan como pequeñas pompas —prolongaciones sonoras graves, sonidos derrapantes que producen vértigo, etc. Esa constante actividad sonora, cuya fuente o naturaleza es indescifrable a menudo, es uno de los elementos más originales de la obra, al crear la sensación de que la pantalla es una membrana frágil tras la cual presionan múltiples corrientes.
Uno de los efectos sonoros importantes de la película es el zumbido rítmico del ventilador del techo, situado encima de la escalera que lleva al primer piso en la casa de los Palmer, un ventilador que gruñe como un avión maléfico cerca de la puerta de las habitaciones. Leland Palmer lo pone en marcha cuando va a buscar a su hija para poseerla y también se le oye, desgajado de su fuente, en las escenas finales de la cabaña y del asesinato de Laura. Forma parte de los sonidos de máquinas con regularidad implacable que son recurrentes en la obra de Lynch y cuyo sentido no es especialmente erótico ni sexual, ni se puede reducir a una función primaria. Son la vida misma, la potencia de la vida, absurda y siempre ahí.
Siempre firmada por Badalamenti, la música de Fuego, camina conmigo renovó completamente el material temático, apenas reutilizando, a manera de citas deformadas u ocasionales, los temas fetiche de la serie, lo que prueba claramente el deseo del autor de que se distinguiera la película de esta última. En su lugar, con una forma fragmentada y rapsódica, coherente con el espíritu del proyecto, propone, otros nuevos, especialmente una melodía en los créditos con la trompeta en sordina, grave y desconsolada, como un suave réquiem para Laura. También encontramos varias canciones originales, entre las que hay una especie de scat hablado por el mismo Badalamenti; una bella música mística para recibir a Laura en el cielo y, por último, varios fragmentos de estilo jazzy que se ejecutan como estándares con un estilo voluntariamente libre e inseguro. Las sonoridades frías y tintineantes (vibráfonos, piano) desempeñan un gran papel en la orquestación, conforme con la importancia que en la película se da a lo nocturno y lo azulado.
Por otra parte, Lynch no dudó en firmar unas cuantas secuencias musicales. Las que se deben a él son de un estilo más bien sumario, pero eficaz en el marco de la película; el famoso slow-rock, despiadadamente martilleado en la boîte a la que Donna sigue a su amiga, y que cubre los diálogos hasta el punto de que deben ser subtitulados (un efecto creado por la relación de los niveles sonoros en el mezclado y no por la potencia de los sonidos en sí mismos) tiene como compositor a David Lynch.
La imagen de Ron García, el operador jefe del piloto era deliberadamente menos cálida y acogedora, menos «historia contada al amor de la lumbre» que la de la serie. El prólogo, con sus numerosos exteriores y especialmente la secuencia del aparcamiento de caravanas, está bañado con una luz otoñal o invernal, fría y cortante, mientras que la continuación enfrenta diferentes atmósferas de acuerdo con los diferentes niveles de realidad que se atraviesan. Sin embargo, el aspecto más original y más chocante de la película en el ámbito visual son los ángulos de las tomas y sus encuadres sutilmente inquietantes, generadores de una sensación de pérdida de equilibrio: ahora bien, como veremos más adelante, la idea de la marcha y de la posición vertical, con el vértigo que puede implicar, es determinante en Fuego, camina conmigo («Bajo los ojos y veo mis zapatos muy lejos de mí», se dice en una frase —debida a Lynch— que se oye mientras Bobby, loco de alegría por la sonrisa que le ha ofrecido Laura, anda a zancadas y hacia atrás, embriagado de espacio).
La película era muy esperada en Cannes, pero también se estaba al acecho, Lynch subió la escalera del palacio del festival sin su intérprete principal, Sheryl Lee (que estaba trabajando en el teatro), pero con su nueva compañera, la montadora de la película, Mary Sweeney, embarazada de un pequeño Riley que nacería días después.
La acogida otorgada por la crítica francesa a Fuego, camina conmigo al día siguiente de la proyección fue, con dos o tres excepciones, violentamente negativa, incluso por parte de habituales partidarios de Lynch, algunos de los cuales expresaban su consternación.
Fue la peor acogida recibida por el autor en Francia desde Dune, pero por motivos inversos. En Dune se recriminaba la situación de un joven autor atado por las cortapisas del sistema y de una enorme producción; en Fuego, camina conmigo, por el contrario, se acusaba a Lynch de jugar al autor maldito y de creer que todo le estaba permitido, cuando no de despreciar a su público.
También se planteó por algunos críticos el problema de las relaciones entre la película y la serie: ¿valía más la pena haber visto esta última (aunque entonces el riesgo consistía en quedar decepcionado al no encontrar en la pantalla grande todo lo que se apreciaba) o, por el contrario, ser virgen y perder entonces todas las alusiones que hace Fuego, camina conmigo?
A nuestro entender, la mejor posición sería la de un espectador que conociera bien la serie y le gustara y, a la vez aceptara encontrarla en la pantalla distorsionada y deformada, anamorfoseada, jugando un juego nuevo a partir de elementos ya conocidos. No es un juego imposible y, contrariamente a la predicción de Gérard Lefort en Liberation al día siguiente de la proyección, la película tuvo sus admiradores, entre los que nos encontramos, entre los fans de la serie. Pero reconozcamos que no es un juego sencillo.
Si se quiere criticar la relación de la película con el público sin entrar en juicios de intenciones, se puede señalar un simple hecho: la película no cumple totalmente el contrato con el público al que le gusta… su título. Ese título tan bello se queda en letra muerta en la pantalla y el papel del elemento fuego en la película, incluso en el ámbito simbólico, es mínimo. ¿Tuvo miedo Lynch de repetir Corazón salvaje, en la que las llamas tenían gran importancia? Es lo más probable. Pero entonces no tenía por qué prometernos un fuego que anda.
Asimismo, hay que reconocer que la forma de la película no alcanza a conseguir una unidad de todos sus elementos: especialmente, los insertos de naturaleza y de bosque, bellos y aterradores en la serie, hacen en la película, paradójicamente, un efecto de cuerpo extraño, añadido. Quizá porque remiten a la idea de profundidad (de la naturaleza) y la verdad de la película estriba en su relación con la superficie.
Tampoco se puede negar el estancamiento en algunos detalles, un exceso de vaivén mostrando a Leland Palmer en Bob y a Bob bajo Leland Palmer. Y por último, el desenlace (es decir, la muerte anunciada) da la impresión de no hacer honor al ritual de inmolación prometido (no más morboso, después de todo, que las representaciones de mártires cristianos de las que la pintura occidental ha hecho sus delicias), y queda algo escamoteado por el montaje, con una precipitación ligeramente vergonzante, de manera que el espectador primerizo —posición que insistimos en conservar— se lleva el recuerdo de una ópera sin final, lo que desequilibra el conjunto de la película.
Al mismo tiempo, la película contiene algunas de las escenas más fuertes de Lynch y del cine actual, en particular aquellas en las que se describen, con frescura y violencia, sensaciones vitales elementales: impresión de confusión urbana y de pánico en plena calle (el encuentro en el cruce con el manco) o el sentimiento de tener alas cuando una chica te ha sonreído.
En el título Pire Walk With Me hay al menos una palabra que inspiró especialmente a Lynch, que es walk. La primera aparición de Laura tras el prólogo nos la muestra andando por una alameda, conmovedora y joven, acompañada por una cámara walking with. Es la idea de la película, la de ir con Laura hasta el fin (lo que no hace ninguno de los personajes), hasta el fin de su noche.
La escena de la salida del colegio, que enfrenta a Laura con Bobby es una de las más sorprendentes escenas de paseo del cine; si a Lynch le gustan los personajes fijos sobre un sitio o representados como troncos soldados por su parte inferior es porque el acto que consiste en poner un pie delante del otro, si bien es la mejor manera de andar, no se queda en eso, sino que desencadena una euforia teñida de pánico. La intrusión en su obra del acto de caminar en cuanto tal es, naturalmente, espectacular.
Laura acaba de sugerir a su enamorado, celoso y huraño, que sonría, y ella le da ejemplo, lo que provoca una sonrisa radiante en el chico (siempre la acción/reacción). Retrocede hacia la entrada del colegio, mientras que en varios planos se ve a otros jóvenes andando. No tiene más complicación, pero gracias al ángulo de las tomas y los ritmos (para el rodaje de la escena, Lynch hizo que se oyera la música, para dar una cierta cadencia a la marcha de los figurantes), Lynch nos hace sentir como puede sentirse un bebé cuando es para él la primera vez, algo grandioso, una especie de toma de posesión algo pavorosa del espacio.
Dana Ashbrook, el intérprete de Bobby Briggs —que en el episodio piloto filmado por Lynch ya era una especie de payaso agitado, que andaba a zancadas— fue vestido para la película con una camisa suelta sobre las piernas que hacía las veces de vestido y acentuaba su larga silueta y su andar gesticulante. ¡Qué lejos están los fremen, apretados y envarados en sus destiltrajes!
La otra escena importante en la que se anda, que da una impresión parecida, está situada antes y es la de la reaparición del agente del FBI, en la que David Bowie camina con determinación, pero también vacilante, hacia la cámara. Antes hemos visto a Dale Cooper avanzando a grandes pasos hacia un Gordon Cole sentado y luego en dirección a una cámara de vigilancia.
Andar hacia la cámara: esa figura nos remite a otras veces en el mismo decorado, especialmente en el transcurso de la primera escena, donde, por dos veces, una secretaria que acaba de recibir órdenes de Cole sale por delante del campo.
Si nos fijamos que detrás de Cole se encuentra una decoración mural constituida por una gran foto de un bosque en dos dimensiones, una decoración plana sobre cuyo fondo avanza la secretaria, nos podemos preguntar si no se trata de la idea de surgimiento, que fue importante en los inicios de Lynch en el cine (Six Figures).
Las apariciones, primero de Cooper y después de Jeffries, andando en la oficina o en un pasillo, parecen representar algo que se estremece y se pone en movimiento, en una continua repetición, como para buscar una sensación primitiva, la de que al avanzar por el espacio se le horada y se le añade otra dimensión.
Fuego, camina conmigo es, respecto al motivo de la marcha en particular, una película muy cercana a las sensaciones, muy física, al menos en escenas concretas, ya que no consigue siempre conducir todas las escenas según el hilo del guión. Al mismo tiempo, es bonito que allí donde directores más experimentados y en principio más grandes (nunca se sabe) que Lynch, como Kurosawa en Los sueños de Akira Kurosawa (Akira Kurosawa’s Dreams, 1990) o Fellini en sus fabulosas crónicas, renunciaron a entregar en una narración toda su riqueza de impresiones, Lynch persista en colocar esos momentos en la historia de Laura Palmer, como si fuera una historia que se lo permitiera todo y en la que se pudiera introducir de todo. Fracasó, por supuesto, y perdió especialmente la atención de muchos espectadores respecto al drama de Laura. Fracaso glorioso al mismo tiempo, en el que mediante los hallazgos y la originalidad de numerosas escenas, Lynch dilata y extiende el cine desde el interior mismo de su estructura narrativa.
Todo eso le hizo remontarse a sus orígenes, especialmente a The Grandmother, en dos puntos:
— La serie de planos que en la película engloban la totalidad de un espacio, de un lugar, asimilando el encuadre de la imagen al marco vital: el café Hap’s de Irene, el RR, la Red Room o la lamentable casa de Leo y Shelly son mostrados como cuadros en los que los personajes están encerrados.
— La mezcla de técnicas y de texturas de imágenes, que dan un efecto bidimensional.
El efecto bidimensional no tiene nada que ver con los cómics, al menos en la medida en que se identifica a éstos con un mundo para reír y una diversión sin consecuencias (aunque puedan ser un gran vehículo de mitos). Ahora bien, Lynch trabaja en el nivel del mito, en el mundo arcaico de la representación.
En este sentido también nos parece inoportuna la recriminación por la definición psicológica sumaria de los personajes que rodean a Laura, especialmente su padre.
En realidad, sí hay entre personajes tan diversos una dominante afectiva, que refleja el estado del personaje principal: el de la soledad, el desasosiego. Fuego, camina conmigo es una película de rostros deshechos, descompuestos, perdidos: el de Laura, el de su madre, el de Harry Dean Stanton en su aparcamiento de caravanas. Todos ellos, Sarah Palmer, Leland, Donna, James o Bobby, están solos y son devueltos a su soledad. Pero, al mismo tiempo, están atrapados en su mundo de dos dimensiones.
Y sin embargo, en ese mundo de tipos, hay un personaje que hubiera tenido que ser tratado como una estampa y que Lynch quiso que tuviera volumen, el de Laura Palmer.
No quería para ello emplear el tratamiento convencional de la hija descarriada: no es una criatura mitificada y diáfana, ni tampoco una imagen helada. Tampoco una Lulú o una criatura que quedara para la posteridad, sino una chica guapa pero en absoluto sublime, de carne y hueso, a quien no resulta fácil, cuando se prepara para una noche de desenfreno, encontrar la compostura sexy.
Y Laura Palmer es todo menos una zorra. Intenta proteger todo lo posible a sus enamorados y a su mejor amiga. Sus momentos de perversidad (cuando ríe al ver cómo Bobby se ha metido en un mal asunto) corresponden a momentos en los que está claramente bajo la influencia del alcohol o de la droga.
¿Timidez del director? A Laura sólo se la muestra una vez poseída por Bob y enseñando los dientes (en la escena en casa de Harold Smith), pero no es convincente.
Ni siquiera entonces hay desdoblamiento, Laura no es la mujer doble, ángel y demonio, tal como aparece en películas muy conocidas. Lynch no sabe, o no quiere, tratarla así. Su Laura Palmer es una y real.
Es extraña esa aparente incapacidad para mitificar a una mujer. Sin embargo, contribuye a la belleza de la película —o a su fracaso, si se rechaza el proyecto—, lo que llevó a algunos críticos a ironizar sobre esa Laura, putita con calcetines, que no era evidentemente ni Marilyn ni Gene Tierney.
¿Pero qué nos dice que Lynch la hubiera querido mujer fatal? Parece evidente que no. Jovencita, atractiva y desconcertada, Laura no es fatal más que para sí misma. Sólo muere ella.
También es una chica maternal y compasiva, una hermana mayor que besa en la frente a los jóvenes frágiles y que se preocupa por su seguridad. No es gratuito que cuando Dale Cooper tenga de ella la visión premonitoria como futura víctima se la imagina «preparando un montón de comida» («She’s preparing a great abundance of food»), ya que ella trabaja como repartidora de comida a domicilio, Laura Palmer es una madre nutricia y protectora.
El papel de Sheryl Lee era agotador, ya que tenía que hacer por turno de todas-las-mujeres-en-una: la mujer-mujer, pero también la mujer niña, la joven colegiala, la puta y la buena amiga, la madre, la jovencita con la que se sueña bailar un lento, la hermana bromista o gruñona, la mujer camal y la idealizada.
Hay numerosos momentos en los que la interpretación de Sheryl Lee es muy notable: Laura Palmer con la mandíbula colgante, desconcertada y trastornada por el acceso de locura maníaca de su padre; Laura borracha diciendo tonterías sobre el cuerpo del hombre que Bobby acaba de matar, con una risa fría; Laura rompedora, exigente o imperativa y al día siguiente deshecha, conmovedora ante James, cuando ella está hundida y como prematuramente envejecida y se frota contra su jersey. Aunque sólo sea por la actriz merece la pena volver a ver la película.
Como El espejo (Zerkalo, 1974) en la obra de Tarkovski o Thelma y Louise (Thelma & Louise, 1991) en la de Ridley Scott, Fuego, camina conmigo es una película sobre la imagen movediza de la madre. Cuando un cineasta emplea todos esos matices, como varios retratos de diferente épocas un uno, ¿no es a la imagen de la madre a la que interroga? «Ella no va bien, va mejor. ¿Qué la preocupa?».
En otro sentido, Laura es la Dorothy y la Sandy de Terciopelo azul en una sola persona.
La madre por primera vez en una persona, no dividida.
En Fuego, camina conmigo, ya no hay dos mujeres a la vez que se le ofrecen al hombre, como para el niño de The Grandmother o para Henry Spencer —que tiene a dos en su cama— o como para John Merrick, con sus dos retratos en la cabecera; o como para Jeffrey, con sus amantes alternativas. Tampoco hay un hada buena y una bruja, como en Corazón salvaje. No hay más que una mujer. Donna no cuenta, salvo cuando se empareja con Laura a los ojos de un Leland Palmer que actúa como un viejo verde.
De hecho, Twin Peaks: Fuego, camina conmigo es la película imposible, porque es la película sobre todas-las-mujeres-en-una, una compilación de todas las imágenes de la madre. Más un ensayo sobre la esquizofrenia, más una visita a universos paralelos. Ambición monstruosa e ingenua, la de querer hacer a la vez El resplandor, Giulietta de los espíritus, La hora del lobo y Buscando al señor Goodbar (Looking for Mr. Goodbar, 1977) con más de cuarenta personajes y no, como Kubrick o Bergman, con dos o tres.
Como por azar, Fuego, camina conmigo, la película sobre las mujeres-en-una, es al mismo tiempo la película en la que la coexistencia de los mundos deja de ser pacífica y relativamente posible y tienden a no ser más que uno solo, oscilando peligrosamente de uno a otro, parasitándose mutuamente.
El choque entre los mundos —choque cuyo signo es en Lynch un efecto de luz estroboscópica y que normalmente está localizado por él en una escena concreta— en Fuego, camina conmigo se enloquece y se sistematiza. Los mundos se cubren y se confunden, están cada vez más cerca (como en la escena de la reaparición de Jeffries), se rozan y se destruyen en dos superficies paralelas.
El prólogo de la película, con sus indicios sin salida y sus imágenes del aparcamiento de caravanas abandonado ya es eso: se rasca la superficie y no aparece nada. No hay nada abierto dentro, de entrada.
Superficie es también la pantalla con nieve del televisor que forma la materia visual de los créditos y que reaparece, fugazmente, en diferentes momentos de la película. Y cuando Laura, desamparada, anda por las calles de la ciudad al final de la película, mira hacia el cielo, donde hay nubes que se deshilachan. Para ella, en ese momento el cielo no es más que una superficie sin profundidad en la que se atropellan regueros de nubes.
Fuego, camina conmigo trabaja en más de un momento, a través de las miradas, especialmente de los investigadores, sobre la superficie impenetrable, indescifrable, de un retrato, de un decorado, de una impresión, de una cámara de vigilancia —luego se oye un timbre, un ascensor de un edificio de oficinas expulsa a un hombre como si saliese de otro mundo. Una tercera dimensión, jubilosa, se abre como un agujero vertiginoso y embriagador, se avanza, se vive, se anda— y después, de nuevo, la tercera dimensión se cierra. O bien, todo se mezcla y se superpone y no existe más que confusión.
La dimensión de lo imposible en la que se sitúa la película (alrededor del motivo: las-mujeres-en-una) adquiere todo, su valor al final, y alcanza su paroxismo cuando, con la ejecución de Laura y su ascensión al cielo, le resulta imposible a la película distinguir uno y otro de los mundos y dar significado a su separación, tanto como al espectador reencontrarse en su interferencia. La Red Room representa esa imposibilidad en sí misma, por medio de la decoración de su suelo, a rayas, como ya lo era el vestíbulo del edificio de Henry en Cabeza borradora. A rayas o, más concretamente, en zig-zags alternativamente blancos y negros. Como en el viejo chiste de las cebras: ¿el suelo es blanco con rayas negras o negro con rayas blancas? No se puede decir, porque la Red Room es exactamente el lugar doble del choque. Infierno y paraíso según los momentos, y no sabemos cuáles son.
Tal es la dimensión muy abstracta en la que, al proseguir su exploración de los mundos como en una cinta de Moebius e intentando transgredir para acortar el camino por la cinta agujereándola o mirándola en transparencia, Lynch quiso colocar su película. Lo asombroso es que a la vez —como testimonia la bella y pura escena entre James y Laura— eso no le hizo renunciar a hacer una película humana, emocional y directa.
La sinfonía cinematográfica, la electrosinfonía de Lynch no renuncia a hacer que suenen juntos (symphonein) el máximo de registros y de dimensiones. Es lo que nosotros hemos calificado, queriendo desplegar también el máximo de sentidos incluidos en la palabra, de manera romántica.
David Lynch es el cineasta romántico de nuestra época, comprendida la forma en la que busca romper las barreras entre los géneros y entre los públicos, en cuyos dos extremos están el telespectador medio del mundo entero y el público más particular de ciertas experiencias, sin que desprecie a ninguno de los dos. ¿A quién sino le debemos que hubiera hecho ininterrumpidamente Twin Peaks el episodio piloto y Twin Peaks: Fuego, camina conmigo, dos investigaciones en las que cree de igual manera?
Cineasta sin ningún a priori sobre lo que es el cine, un a priori que intentará respetar o contra el que determinará sus elecciones.
Cineasta de película a película, que intenta renovarse en cada una y redescubrir lo que está haciendo ampliando su ámbito y sus experiencias, como un niño que salta para atrapar una fruta porque está en una rama más alta.
Intenta cubrir toda la gama, mientras que otros cineastas se contentan con dos o tres octavas. Que la recorra siempre infaliblemente ya es otra cosa: lo importante es que en la historia del cine, Lynch forma parte de los que aumentan y enriquecen su gama de expresión.
Es un cineasta que nos hace respirar el aire de la noche, sentir la fuerza del viento, que toca lo mítico y lo arcaico directamente. Celebra la belleza y la inmensidad del mundo, en su disparidad, sus rupturas de tono y lo que tiene de sublime y de ridículo. Nos habla de nosotros en la totalidad y del desamparo de nuestra experiencia humana. Y mientras, el mundo tiende a la abstracción y a la repetición, reanudando el libre vínculo entre el hombre, sus emociones íntimas y el infinito del cosmos.
Por todo eso, no hay mejor palabra que romántico.
Romántico en primer lugar en el sentido de los artistas que ya han existido: en el sentido de E. T. A. Hoffmann, Achim von Arnim y Edgar Poe, mezclando lo grotesco y lo terrible, lo sobrenatural y lo familiar. En el sentido de Liszt o Berlioz, buscando formas nuevas, en busca de otras técnicas y otro espacio.
Romántico incluso en el sentido de Victor Hugo, manejando los temas y los géneros populares y mezclando allí sus más negros elixires; estructurando todo a partir del contraste y la antítesis. Pero no el barbudo de los libros de texto, sino el Hugo tal como se le veía en su época, en especial en el momento de sus éxitos teatrales: morboso y lacrimoso, amante de las trivialidades y de sorprendentes excentricidades.
Y, por último, romántico en el sentido más tópico: como amante de la efusión amorosa, que da como teatro a sus sentimientos el vasto mundo y la naturaleza, poblándolos de figuras coloreadas y contrastadas hasta el infinito.
Pero asimismo cineasta romántico en un período también romántico del cine, es decir, impuro, mezclado, renovado, reanudando la alianza con sus bases populares.
Lynch descubre el cine a cada paso porque es curioso, pero lo exterioriza, es decir, que lo pone al servicio de un relato (hace un cine que no se toma por sujeto), aun intentando renovarlo en sus formas.
Con Lynch y algunos otros, el cine avanza y se renueva, no solamente por los bordes y los extremos, sino a la vez por los bordes y por el interior, sorprendiendo y desmintiendo la profecía de los actuales cinecrófilos (si se puede bromear bautizando así a aquellos para quienes el cine, respecto al que creen estar bien situados para acechar sus últimos espasmos, «no será más el que era» y por lo tanto verá su fin).
Que el cine no será más el que era es, sin embargo, una prueba: la prueba de que está vivo.