1

Lynchtown es una coqueta y pequeña ciudad típicamente americana en medio de un océano de bosques, con toda su comodidad y todo su orden organizados en un entorno de un misterio ilimitado. Una ciudad donde se está a salvo del vacío y del sentimiento de negrura cósmica gracias al pequeño restaurante donde los jóvenes se reúnen para ligar y al bombero que te saluda desde su gran camión rojo.

En Lynchtown hay un colegio lleno de jovencitas maliciosas y cloqueantes en grupos de tres o cuatro que desean a chicos salidos de la serie Happy Days. Hay un police department con una policía servicial y chalés con jardines cercados por una valla blanca bajo un cielo azul.

Pero, también, cuando llega la noche y se agolpa a las puertas de las limpias casas; y cuando los jóvenes cuyo amor se despierta pasean bajo los árboles que bordean las alamedas, se puede oír, no muy lejos de allí, en las afueras, el aullido de los lobos.

Lynchtown es un campamento-base para la aventura de lo imaginario, el sitio donde uno puede ir a reponerse alrededor de una taza de café caliente en un establecimiento familiar.

También es una superficie, pero de una sola cara; no es un sitio que tenga un reverso. Es un pueblo Potemkin que no tiene nada que esconder, ni siquiera la nada.

Se habrá reconocido, claro está, tal como lo hace ella misma en su cartel de bienvenida, a la pequeña ciudad de Twin Peaks y antes de ella, al Lumberton de Terciopelo azul.

2

Tras el fracaso financiero de Dune, muchos proyectos se vinieron abajo para Lynch: no sólo dejaba de rodar la serie prevista en el contrato, sino que su proyecto Ronnie Rocket, demasiado extravagante, tenía menos posibilidades que nunca de llegar a ser realizado. Afortunadamente, se rehizo sin tardanza y volvió a la superficie con una película que, una vez más, no se esperaba de él y de la que dijo haber tenido la idea desde El hombre elefante: un thriller contemporáneo con héroes adolescentes.

Dino de Laurentiis leyó el guión, escrito antes de Dune: el primer guión original de Lynch desde Cabeza borradora. Acordaron condiciones particulares: libertad artística para Lynch, a cambio de un presupuesto reducido que no se podía sobrepasar (cinco millones de dólares) y, para el autor-director, la mitad de un salario que no cobraría en su totalidad a no ser que la película funcionara, como así ocurrió. El rodaje se desarrolló en condiciones estrictas en Wilmington, en Carolina del Norte, en una ciudad parecida a las que había conocido Lynch de niño.

Lynch ha descrito Terciopelo azul como «una historia de amor y de misterio. Trata de un tipo que se encuentra en dos mundos a la vez, uno agradable y el otro muy sombrío y aterrador» (12).

¿Mundos contemporáneos al nuestro? No del todo. El autor se las arregla para mezclar el ambiente de los años cincuenta con el de hoy, de manera que uno no sabe dónde se encuentra. Para él, el personaje principal pertenece a esos años: «El chico es un idealista, actúa como la juventud de los fifties y la pequeña ciudad en la que rodé refleja bien el clima ingenuo que había en la época. La gente de este rincón tiene tendencia a pensar como lo hacía hace treinta años: sus casas, sus coches y su acento han seguido siendo los mismos» (15).

La acción se sitúa en una ciudad imaginaria, Lumberton, situada en una región forestal que vive de la explotación de la madera. El héroe, el joven Jeffrey Beaumont, todavía estudiante, es llamado por su familia: su padre acaba de padecer una crisis cardíaca. Jeffrey vuelve a su pueblo y regenta la tienda familiar. Durante un paseo, descubre una oreja humana cortada abandonada en la hierba que empieza a ser devorada por las hormigas. Cuenta su descubrimiento al sheriff del lugar, el detective Williams, que le dice que no lo comente con nadie. Al salir de su casa, es abordado por la hija única del detective, la rubia Sandy, que le cuenta cosas que ha oído desde su cuarto (¡situado encima del despacho de su padre!) y le pone sobre la pista de una mujer morena vigilada por la policía y que parece estar implicada en una historia de asesinatos: Dorothy Vallens.

Tomándoselo como un juego, y ayudado por una Sandy al principio reticente, se las arregla para introducirse clandestinamente por la noche en casa de Dorothy. Pero ella (que trabaja como cantante en el cabaret Slow Club) vuelve antes de lo previsto y tiene que esconderse en un armario. Desde allí asiste o participa en una serie de escenas extrañas o aterradoras: Dorothy telefonea primero a su marido y a su hijo, secuestrados por un psicópata llamado Frank. Adivina la presencia de Jeffrey, le hace salir y, bajo la amenaza de un cuchillo de cocina, le obliga a desnudarse; luego le acaricia. Frank llama a la puerta. Jeffrey se vuelve a esconder y atisba desde su escondite, despavorido, los movimientos del psicópata, que aterroriza a Dorothy y la obliga a un coito frenético, jalonado de insultos y golpes, en el que juega con las palabras tomando sucesivamente el papel de bebé y el de padre. Todo ello provisto de accesorios insólitos tales como una máscara de oxígeno, que Frank respira con avidez, y un cordón de terciopelo azul. Una vez Frank se ha ido, Dorothy hace salir a Jeffrey y quiere excitarle, le inicia en su cuerpo y luego le pide que le pegue. Él rehúsa (más tarde se prestará a su juego, con visible horror) y se marcha, dejándola desamparada («Help me»). Ella le ha pedido que no diga nada a la policía.

No obstante, Jeffrey se convertirá, según un ritmo misterioso, en el amante secreto de la mujer («Tengo tu mal en mí desde ahora», dice ella enigmáticamente) y se enamorará de Sandy, con un amor recíproco que traba su complicidad sobre el sombrío asunto.

Siguiendo su investigación, Jeffrey descubre un sangriento tráfico de drogas que implica a Frank, a un policía con un traje amarillo y a un tercer hombre al que bautiza como «el hombre elegante». Sorprendido una noche en casa de Dorothy, es llevado a la fuerza por Frank y su banda a una absurda expedición nocturna, primero a casa de Ben, un amigo afeminado cómplice en el tráfico (en cuya casa están encerrados el marido y el niño secuestrados), y después a bordo de un coche lanzado a toda velocidad. Jeffrey, que ha querido intervenir caballerosamente en el juego sadomasoquista de Frank y Dorothy, recibe una buena paliza, pero también es besado en la boca, amenazado de muerte, es objeto de una declaración de amor e invitado a «soñar juntos» por parte de un Frank desatado, después de lo cual es abandonado sangrando en un solar.

Sin embargo, Jeffrey se restablece rápidamente, aunque está trastornado por los acontecimientos. Transmite sus informaciones al detective Williams sin hablar para nada del papel de Sandy. El policía le dice con aire misterioso que tendrá que estar preparado para testificar.

La noche decisiva, Jeffrey y Sandy van juntos a un baile, donde se besan y se declaran su amor. Pero a la vuelta ven fuera, en la noche, a Dorothy, que irrumpe como si saliera de la casa de Jeffrey. Desnuda y cubierta de marcas de golpes (una visión que Lynch afirma que tuvo un día paseándose con su hermano), se aferra con todo su cuerpo a Jeffrey, ante la mirada espantada de Sandy, a la que repite: «He put his disease in me». Pide a Jeffrey que vaya a ayudar a su marido. Jeffrey parte, abofeteado por Sandy, que le perdonará enseguida. En casa de Dorothy encuentra al joven de amarillo ensangrentado y vacilante, pero de pie, y al marido, muerto y atado (única imagen de él que tenemos). Frank vuelve al apartamento disfrazado de hombre elegante (era él). Gracias a una argucia y refugiado una vez más en el armario protector, Jeffrey abate al monstruo de un balazo en medio de la frente.

Lo volvemos a encontrar en un mundo ideal y tranquilo: su padre se ha restablecido, Dorothy ha recuperado a su hijo (¡sin una palabra de dolor para su marido!), y Jeffrey y Sandy están unidos en medio de sus encantados consuegros. En un árbol del jardín hay un petirrojo análogo a los que Sandy describía a Jeffrey en un sueño extático de amor. Pero el petirrojo tiene un abejorro en el pico. «El mundo es extraño», es la conclusión de los dos jóvenes.

Hasta aquí el guión, el mejor conseguido y más denso de Lynch hasta hoy. Pero no conseguido porque sea lógico y regular: si bien es llamativo en su intriga general, lo es aún más en los detalles. Las rarezas materiales y psicológicas se acumulan en su entramado y se podrían descubrir sin cesar otras nuevas. Volveremos más adelante sobre él.

3

Más libre y más experimentado tras la difícil experiencia de Dune, Lynch supo reunir para sus cuatro personajes principales un casting perfecto.

En el papel de Jeffrey, Kyle MacLachlan, siempre notable, consigue hacernos olvidar a Paul Atreides. Subsiste de todas maneras un pequeño fallo: la lógica psicológica de la historia requiere un personaje joven e ingenuo en su experiencia del mundo y en sus reacciones y Kyle no tiene verdaderamente ese físico, su rostro revela demasiada inteligencia. Por el contrario, sabe transmitir unas veces algo de inquietante y perverso y otras de franco y directo.

Lynch se había fijado en Laura Dern, hija de Bruce Dern y de Diane Ladd, que interpreta a Sandy, cuando vio Máscara [Mask, 1985], de Peter Bogdanovich. La coincidencia hace que esta película, la historia de un joven que tiene un rostro monstruoso, deformado por una enfermedad, tenga cierto parentesco con El hombre elefante, que es anterior. Laura Dern encarnaba en ella a una joven ciega que se enamora del héroe, cuyo aspecto físico no puede molestarla. Está perfecta en Terciopelo azul interpretando a una joven colegiala rubia, pero determinada bajo su apariencia tranquila. Parece también que Lynch la eligió porque hacía buena pareja con Kyle (su lado casamentero es importante), lo que resultó tan bien que los dos actores entablaron fuera del plato una relación amorosa. Laura Dern/Sandy está especialmente turbadora cuando cuenta a Jeffrey el sueño que tuvo la noche de su primer encuentro, y en el que los petirrojos, que representan el amor, hacen renacer la luz en un mundo totalmente negro (esta parte secretamente depresiva es su punto en común con Dorothy). En el momento en que está más exaltada tiene ojos de ciega —es cuestión de deslumbramiento, de blinding—, lo que hace pensar que, efectivamente, su aparición en Máscara había llamado la atención de Lynch.

Lynch dice que conoció a Isabella Rossellini… en un restaurante y que no sabía que era actriz. «Lo supe una semana después. Le envié el guión y le gustó mucho» (16). Su trabajo en Terciopelo azul fue el comienzo de una relación que duró unos cuatro años e inspiró a la directora Tina Rathbone a reunirlos… en la pantalla. Se les ve actuar a los dos en una obrita almibarada titulada Zelly and Me, que desgraciadamente no tiene otro interés que el de verlos emparejados.

Modelo y actriz, la hija de Ingrid Bergman y Roberto Rossellini encontró en Terciopelo azul un papel inolvidable y casi traumatizante. Siempre magníficamente bella, aunque excesivamente maquillada, como una flor venenosa, marca la película con su carnal presencia y con una desnudez cruda que deja ver las fatigas y opulencias del cuerpo, una desnudez semejante, de hecho, a la de una mujer madura marcada por la maternidad y no a la de una bella joven de treinta y cinco años. El aspecto descuidado de la bata, algunos detalles del decorado, comportamiento y vestido acentúan la impresión, tan extraña en el cine, de haber sorprendido realmente una intimidad. Se utiliza su italianidad como un elemento de exotismo, no en referencia directa a un acento o a una comunidad de origen sino subrayando su aspecto de cuerpo extraño al pulcro mundo de Lumberton (lo que Isabella Rossellini hubiera debido hacer también en Twin Peaks, en el papel que finalmente, transformado en el de una china, hizo Joan Chen).

Interpretó todo eso con calidez, sin preocuparse por echar a perder su imagen.

Dennis Hopper, como Frank, encontró en Terciopelo azul un papel a su medida para su gran come-back de actor, después de interpretar al padre del Rusty James de Coppola. Había conseguido salir de su período de alcohol y drogas y del estado de deterioro en que se le ve en Apocalypse Now. Gracias a él, el personaje de Frank, exagerado sobre el papel, vive totalmente en la pantalla. Es impresionante en su manera de hablar a base de gritos brutales, de contraer el rostro y de torcer la boca, confiere al personaje una dimensión de ansiedad y desasosiego, aun conservando la estatura bigger than life que deseaba David Lynch.

4

Para Terciopelo azul, cuyo fotógrafo era el de Cabeza borradora, Fred Elmes, David Lynch recuperó la pantalla ancha, por la cual en esos momentos tenía una pasión indiscutible. Como estaba convencido de que el fracaso de Dune se había debido, entre otras cosas, al hecho de que había tenido que rodarla en colores, se planteó la vuelta al blanco y negro, pero cambió de opinión tras unas cuantas pruebas. Dado que la película se ha hecho célebre debido a sus impresiones coloreadas (¡ya implicadas en el título!) se hace difícil de creer, pero parece verdad.

En muchos de los planos de la película se utilizó un nuevo objetivo scope de un campo muy grande y con una ligera curvatura, parece ser que el mismo que utilizó Cimino en Manhattan sur (Year of the Dragon, 1985). Ese objetivo permite tener en la pantalla por entero habitaciones grandes, como la sala de estar de Dorothy o la de los Williams, y refuerza la impresión de que los personajes viven en un decorado previo y se identifica casi con el encuadre de la imagen misma.

Pero, sobre todo, visualmente el autor se arriesgó a presentarnos por primera vez una obra cuyas imágenes se parecían a las de cualquier película americana. Hasta entonces, desde las imágenes violentamente abstractas de The Grandmother, influidas claramente por Bergman, hasta los planos pictóricos y preciosistas de Dune, pasando por el blanco y negro expresionista de Cabeza borradora o El hombre elefante, la rareza del cine de Lynch se expresaba de entrada por un aspecto visual diferente. De ahí nuestra ligera decepción cuando vimos la obra en 1987, que se destaca en el artículo que escribimos entonces en Cahiers du Cinèma: «una obra moderada, desigual, en la que las escenas soberbias y personales alternan con momentos de una factura mucho más manida» (17).

Para nosotros, esos momentos eran las escenas dialogadas entre Sandy y Jeffrey en el coche, en el baile, en el café, etc. Retrospectivamente, nos parece que nos equivocamos y que toda esa trivialidad es necesaria para la historia, enfrentada, claro está, con la dimensión de las escenas en casa de Dorothy. Más tarde, con Twin Peaks, se vio que Lynch podía extraer otra dimensión cultivando la banalidad misma, antes de volver con Corazón salvaje y Fuego, camina conmigo a un estilo visual más particular.

En todo caso, Terciopelo azul es el testimonio de una madurez cinematográfica y de un gran control sobre la duración de las escenas, que ya no muestran remates bruscos, sino experiencia y seguridad sobre lo que se quiere decir y contar.

La película señala también el ingreso en la Lynchband del compositor Angelo Badalamenti, que acomete bellamente los créditos con un soberbio tema de cuerda de una longitud inusitada en el cine, una especie de largo motivo en serpentina en tono menor, situado entre Brahms y Shostakovitch (los temas principales de las películas de Lynch suelen ser en tono menor). Aparte de la música de los créditos, que no es un leitmotiv clásico, ya que en el resto de la película sólo se vuelve a utilizar una vez, el resto de temas musicales que acompañan algunas de las escenas dramáticas (el final en el apartamento de Dorothy) son de un dramatismo más impersonal.

Por otra parte, Lynch integra en la película una compilación de canciones de los años cincuenta o de aires country, como el que da título a la obra.

«Blue Velvet —concreta Lynch— es una canción de Bobby Vinton escrita en los años cincuenta y que yo descubrí —y amé— en los sesenta. Una canción que me inspiró un cierto estado de ánimo. En cuanto al terciopelo, es un material extraordinario, sensual, rico, pesado… casi orgánico» (16).

Las otras canciones que se oyen en la película, Candy Color Clown y Love Letters, están también utilizadas debido a su texto. A veces se diría que Lynch escribió el guión haciendo asociaciones libres con sus letras.

El tándem letrista-compositor Lynch/Badalamenti se confirmó con la canción original Mysteries of Love, que primero, como instrumental, acompaña el relato del sueño de Sandy y luego alcanza su plenitud con la letra escrita por Lynch y la voz de Julee Cruise, en el baile donde se declaran su amor. La canción, una especie de coral con arreglos, es el principio de todo un repertorio original que tuvo un cierto sitio en Twin Peaks y Fuego, camina conmigo, alimentó el espectáculo Industrial Symphony no 1 y dio lugar a un álbum discográfico. Toda la parte sentimental de David Lynch se despliega en él, en las palabras más sencillas teñidas de su lirismo cósmico.

Los efectos sonoros especiales de Alan Splet (gruñidos, deflagraciones, ambientes sordos) son, por el contrario, mucho más escasos y localizados que en los tres primeros largometrajes de Lynch. Acompañan la inmersión en el mundo bullicioso de los insectos al principio y después las secuencias de imágenes-choque en las que Jeffrey revive sus horrorosos descubrimientos. El resto del tiempo, Lynch crea, por el contrario, un mundo normal y apacible, al que no turba ningún ruido del más allá ni ningún viento del intra-mundo. En Corazón salvaje y sobre todo en Fuego, camina conmigo reaparecieron los rumores y los ruidos, pero ya no estaban firmados por Alan Splet.

5

Cuando Terciopelo azul se presentó en el festival de cine fantástico de Avoriaz, donde consiguió un premio (había sido rechazado con escándalo, por pornografía, por el festival de Venecia), algunos puristas cuestionaron la pertenencia de la obra de Lynch al género y su presencia en aquel lugar. En principio tenían razón, ya que la película no recurre a ningún elemento ajeno a lo que se llama las leyes naturales y sería más bien un thriller psicológico. Pero, al mismo tiempo, incluye una serie de peculiaridades de detalle que tampoco dejan fácilmente colocarla en otra parte.

Las más visibles de dichas peculiaridades son las que adoptan una forma inmediatamente visual. Por ejemplo, cuando el hombre del traje amarillo (el yellow man), malherido y sangrante, aparece ante los ojos de Jeffrey obstinadamente… de pie.

Hablando de una manera más abstracta, la lógica de la historia, por muy elaborada que parezca, tiene agujeros: Frank no tiene ningún motivo racional para secuestrar al marido y al hijo de Dorothy, tampoco los tiene el rechazo de ella a que se avise a la policía (hipótesis que la atemoriza) y el malentendido del tercer hombre no lleva a nada. La matanza final es enigmática. Los misterios que el detective Williams indica a Jeffrey no se revelan. Por otra parte, ese personaje está mostrado dejando entrever constantemente que hay algún espantoso secreto (¿incesto con su hija?, ¿conspiración universal?), pero nada queda claro al final. Incluso el motivo de la oreja cortada es lógicamente incomprensible. Lynch nos escamotea hasta el final la imagen del padre y el hijo secuestrados. Al primero no se le ve más que muerto y al segundo furtivamente y de espaldas al final.

Además, las incongruencias de comportamiento de los personajes añaden una capa suplementaria de rareza: Dorothy habla con emoción a su marido y a su hijo por teléfono, pero no dice nada de ellos a Jeffrey, que tampoco le hace preguntas al respecto, y no hace nada por ayudarlos. Y así, más cosas.

Hay cosas sorprendentes hasta en la casa de Jeffrey: su madre, que prácticamente no habla, no manifiesta ningún afecto ni siquiera después del infarto de su marido; no se la muestra a su cabecera, sino que parece normal, salvo que mira interminablemente programas de una televisión cuyo sonido está apagado (imágenes, tan desgarradoras como breves, que anticipan las de Sarah Palmer en Twin Peaks y Fuego, camina conmigo y que adquieren sentido si se ve en ellas la manifestación de un abismo depresivo).

La película es un sueño, pero un sueño estructurado: hay un eje Sandy/Dorothy que incita a ver a las dos mujeres en una. Cuando al principio de la película Sandy aparece ante los ojos de Jeffrey, lo hace desde la sombra inquietante de las hojas y en un golpe de viento. La música es en ese momento especialmente inquietante ¿y a quién vemos salir? A una colegiala ordinaria, que, sin embargo, como ella dice varias veces, estará en el origen del encuentro con la otra mujer. Más tarde, cuando Jeffrey acaba de contar a Sandy —conversan en un café, como dos adolescentes— lo que acaba de descubrir de horrible y de fascinante al introducirse en casa de Dorothy, es a Sandy a quien dice, para nuestra estupefacción, inmediatamente después y en la misma retahila: «Eres un misterio». ¡Y no se lo ha dicho a quien lo merecía más!

Sandy y Dorothy encarnan dos caras de un mismo mundo que lleva de una a otra sin fin, como en una cinta de Moebius (para citar la excelente fórmula que tomo de Patrice Rollet), mundos divididos según un reparto clásico: la rubia, asociada a la vida convencional y al día, y la morena, a la noche y a los personajes equívocos y pavorosos.

Si bien al final Jeffrey se encuentra en el sueño de Sandy, es decir, en un mundo azucarado parecido al paraíso idílico que ella le ha descrito, se puede pensar que está allí bajo siete llaves («In dreams you are mine», dice la canción que Frank hace escuchar a Jeffrey), pero también que encontrará siempre el camino interior (¿por la oreja?) que le permita escapar.

Esta interpretación fantasmagórica se basa también en una colocación entre paréntesis de las referencias normales, es decir, en este caso los padres reales del joven. Aunque nos equivocaríamos considerando secundaria la manera en la que Lynch los lleva a una vía muerta. Beaumont padre es víctima de un ataque que le deja incapacitado para hablar (apenas al final de la película se oye su voz). Por su parte, la madre está sentada en un eterno sofá o delante de una mesa de cocina, consumiendo desayunos y programas televisivos en compañía de una dama de edad que los diálogos identifican como «tía» (probablemente, una hermana de Beaumont padre), pero ella tampoco habla. Y cuando Jeffrey aparece ante las dos damas cubierto por las heridas resultado de su noche de pesadilla y la tía eleva tímidamente la voz para preguntar, ¿qué le dice? Que se calle, simplemente. Los padres de Jeffrey están amordazados por el guión mientras Jeffrey vive una experiencia que le subyugará para dejarle por fin en el mayor de los conformismos. ¿Qué arriesgaría con decírsela? ¿No lo hace por prudencia… o por algo que impediría que sucediera la historia?

También es fácil de comprender que si el padre y la madre de Jeffrey están fuera de circuito durante el tiempo de la película es para hacer surgir de las sombras a los padres fantasmagóricos que son Dorothy y Frank, interpretando ante sus ojos una escena primitiva. Asiste a su coito (¿a su propia concepción?) como una especie de rival fetal del padre, en el armario del que Dorothy habla como si fuera una prolongación de su cuerpo (cuando ella le dice: «Te conservo en mí» y «Te he buscado en mi armario»). ¿Sería entonces la película la fantasía de un muchacho que encuentra a sus padres aburridos de tan buenos (lo que Lynch dejaría entrever de los suyos propios con algunas de sus palabras aquí y allá) y se inventaría unos padres demoníacos con los que vivir más intensamente?

Lynch ha señalado reiteradamente lo que puede inducir a esta interpretación. Por ejemplo, una de las frases que profiere Frank en su ritual sadomasoquista con Dorothy es «Papi vuelve a casa», con un equívoco sobre la penetración sexual. La idea del coming home asociada a la de volver al seno materno (en sus palabras a Dorothy, él se denomina alternativamente Baby —que quiere joder— y Daddy —que vuelve—), refuerza el sentimiento de que se trata de progenitores.

Muchos detalles que asocian a Dorothy con una imagen maternal están sembrados por la película: el vestido ondulante de terciopelo del principio, que se convertirá en el material de su bata y que encarna la gran falda bajo la que se tienen ganas de esconderse; el doble escamoteo simultáneo de los padres reales de Jeffrey y del hijo real de Dorothy, que resurgen a la vez al final, como para cerrar el paréntesis en el que Jeffrey ha vivido su experiencia con Dorothy sustituyendo al hijo secuestrado. Además, las palabras enigmáticas de Dorothy a Jeffrey, «su amante secreto» que guarda «en ella» palabras que pueden referirse al esperma del hombre pero también a un niño que lleva dentro.

Pero al renunciar al final a ser el amante secretamente incestuoso de Dorothy el día en que ella recupera a su hijo, Jeffrey no ha salido sin embargo de la cuna, por así decirlo, ya que la Sandy con la que se empareja tiene todos los rasgos de la mujer idealizada y asexual, lo que remite a la madre: sólo hay castidad entre ambos jóvenes, ni el menor atisbo de sexo.

Es interesante señalar que Lynch filmó después, en Corazón salvaje, a una Laura Dern, al contrario, hipersexuada, loca por su cuerpo y mostrada desnuda. Tampoco es fortuito que en esta segunda película sea doblemente asociada a la maternidad, tanto por la evocación de su aborto como por su embarazo y su hijo. Es curioso el caso de Lynch: la desnudez descubierta —para hablar bíblicamente— es siempre más o menos la desnudez descubierta de la madre.

6

Según Lynch, el significado del desenlace es que Jeffrey ha descubierto el mal, pero que eso no podrá cambiar su vida, y que Lumberton recuperará su existencia normal. «Es todo el tema de Terciopelo azul: se aprenden, las cosas y cuando se intenta saber lo que pasa hay que vivir con ello» (16). Ya en la película, el héroe, entre dos visiones espantosas y dos fantásticas cabalgadas nocturnas, vuelve con fidelidad a su cuarto y a la vieja casa llena de objetos familiares.

Hasta ahí lo que dice Lynch de manera explícita o bien sugiriéndolo con claridad, mientras protege la ambigüedad de su obra. Se puede pensar que el recorrido iniciático es muy vago y, sobre todo, que refleja un descubrimiento del mal bastante sumario, como para darse cuenta de que el mundo es extraño e imperfecto. Pero, después de todo, ¿se aprende algo más complicado en las historias de formación? ¿No reside la sutileza sobre todo en los caminos empleados para llegar a tales conclusiones?

En ese plano, la ventaja de Lynch sobre muchos cineastas es que ya no teme la literalidad y sus héroes pasan por pobres de espíritu, lo que están lejos de ser. Llega entonces más lejos en el plano simbólico.

Ahora bien, en la fascinación que inspira Terciopelo azul hay algo que se resiste a las claves psicológicas habituales, o mejor, que se entiende tan fácilmente con ellas que uno desconfía.

La clave homosexual, por ejemplo: Jeffrey es colocado dos veces en presencia de pulsiones homosexuales pasivas que no puede ignorar. Cuando Dorothy hace que se desnude y le acaricia y cuando Frank le llama su payaso de azúcar, le besa en la boca y le hace a la vez una declaración de amor y una amenaza de muerte («si te metes en mis asuntos, te mandaré una carta de amor, o sea, una bala entre los ojos»).

Si entramos en el juego de ver a estos tentadores como los padres simbólicos de Jeffrey (y Lynch hizo todo lo posible para que se pensase así), ¿nos podemos contentar con hablar de la escena de la seducción de los padres y quedarnos ahí? ¿Quedarnos satisfechos con ese incesto y ese Edipo ofrecidos en bandeja? Si no queremos quedarnos atrapados en los clichés tendremos que rehacer el camino de la película, preguntarnos si la hemos visto y entendido bien y mirarla y oírla en su superficie, literalmente.

Especialmente, la escena central del coito entre Frank y Dorothy espiado por Jeffrey. Lo que la escena tiene de insólito es su teatralidad. Hay que preguntarse si los personajes no entran, hablan, andan o actúan sino para complacer al mirón, conscientes de que están ofreciendo un espectáculo. Como cuando Isabella Rossellini en sujetador y bragas anda a cuatro patas gimiendo y se levanta sin otra razón que la de ser vista por Jeffrey y por el espectador.

Inmediatamente después, el mirón mismo es obligado a estar presente y ser exhibido en escena, y cuando se esconde ante la llegada de Frank ya no puede ser como antes. En cuanto a la escena, quizá fantástica, que sigue deja un malestar que no se debe solamente a la violencia explícita que expresa (a fin de cuentas, hemos visto muchas otras en el cine).

En primer lugar, parece nacida de una impresión acústica atávica y mantiene la inquietante vaguedad que inspira las más pintorescas teorías. Un niño que espiase un coito de adultos a través de una pared podría imaginarse, por ejemplo, que cuando la voz del hombre suena como ahogada no es porque hable pegado a la boca o al cuerpo de la mujer, sino porque tiene algo de tela metido en la boca, lo que muestra la escena de Terciopelo azul, que en esto recupera el surrealismo de las teorías sexuales infantiles.

También, por su carácter intemporal. Las frases repetidas textualmente por Frank con pequeños intervalos («Dont’ fuck look at me») repercuten como si estuvieran en la memoria. No hay diferencia entre la escena en su continuidad tal como asiste Jeffrey en directo y los planos en que se rememora. La escena es la rememoración misma, el desarrollo de algo ya inscrito.

Y, por último, ya lo hemos dicho, porque parece un ritual celebrado para alguien. ¿Para Jeffrey? Lo hemos dado por supuesto. ¿Pero no sería más bien para Dorothy?

Se podría pensar que Frank se comporta como si fuera el protagonista de una puesta en escena destinada a excitar sexualmente a la mujer. La manera en la que repite algunas frases, que se pueden tomar como la jaculatoria de un maníaco, ¿no es como la repetición mecánica de una frase convenida destinada a provocar una cierta emoción? Con el aspecto clínico de un estímulo que busca su efecto. Como si el núcleo del esquema sexual fuera ése: el modelo acción/reacción.

Hemos visto cómo Dorothy decía las mismas palabras a Jeffrey y le preguntaba luego tímidamente: «¿Te gusta que te hable así?», como si estuviera probando sobre otro los mismos estímulos que ella recibe.

Es uno de los aspectos turbadores de Terciopelo azul, corriente en la vida real, pero que el cine, incorregible embellecedor de la existencia, nos expone muy raras veces; el de los personajes inseguros de sus deseos, es decir, que no saben lo que quieren. Personajes como nosotros.

Después, cuando Frank llega a casa y pide su bourbon, hace una escena de marido alcohólico y brutal que recuerda a un mal actor interpretando un drama realista. ¿Para quién es esa representación y esos «Can’t you fuck remember anything?»? ¿Para Dorothy, quizá, para hacerla gozar? Seguramente, ya que queda bien claro que goza y que pide a Jeffrey lo mismo.

Pero aún no estamos satisfechos sin saber qué es lo que nos falta. Repasemos la escena y esperemos que algún detalle concreto nos hable. Puesto que hay algo que se debe tener en cuenta y a lo que hemos tardado en prestar atención, aunque esté desde el principio y con todas las letras.

Y es el momento en el que Frank deja a Dorothy tirada en el suelo y, ante los ojos del Jeffrey escondido, le grita: «No te mueras, piensa en Van Gogh» («Be still alive, Baby, do it for Van Gogh»). O sea, con lo de Van Gogh nos está diciendo que el hombre de la oreja cortada es el marido de Dorothy. ¿Pero por qué querría ella morir y no luchar?

Jeffrey lo entiende mejor que nosotros, y cuando cuenta a Sandy lo que ha visto, demuestra que ha comprendido lo que nosotros no encontrábamos. Si Frank Booth, dice, ha cortado una oreja al marido secuestrado es para impedir que Dorothy, que está al borde del suicidio, se hunda. («Dorothy Vallens is married to a man named Dan. They have a son. I think that son and husband have been kidnapped by a man named Frank. Frank is doing this, to force Dorothy to do things for him. I think she wants to die. I think Frank cut the ear I found to her husband as a warning to stay alive»). Extraña lógica, por la cual Frank es el que impide a la madre que se deprima y se deje caer al vacío («Caigo, caigo», dice ella en la ambulancia) a base de golpes, de secuestrar a su marido y a su hijo y de un trozo de oreja desechado (pero encontrado por Jeffrey).

Se tarda mucho tiempo en notar que —como más tarde Laura Palmer en Fuego, camina conmigo, cuando siente que se hunde cada vez más deprisa, o como su madre postrada y fumando cigarrillo tras cigarrillo desde antes de la muerte de su hija, y también como la mujer abandonada de Industrial Symphony nol, o Marietta Pace en Corazón salvaje, que se cubre el rostro con pintalabios en el cuarto de baño y pierde los estribos (lo que se interpreta como un medio para hacerla espantosa al espectador, pero es de hecho una petición de socorro), y como Mary X en Cabeza borradora («¡Me vuelvo a casa de mi madre!»)— Dorothy se encuentra en una profunda depresión. Y sin embargo, los signos están ahí y ella lo dice. Pero cada vez se piensa en la depresión como resultado de una situación concreta: Marietta Pace estaría deprimida porque su hija se va con un hombre que ella desea; Mary porque tiene un bebé monstruoso; la mujer del corazón roto porque ha sido abandonada; y Dorothy porque tienen como rehenes a su marido y a su hijo. Después de todo, ¿no es normal que alguien esté abatido si le han robado a su hijo? ¿No le hará eso ser más combativo? Por eso lo hace Frank.

En ese momento —a partir de la idea de que en la lógica extravagante del relato todo se articula para impedir que Dorothy se suicide, a golpe de electrochoques, sensaciones y chantajes, lo que es una metáfora del conjunto del cine de Lynch— la película toma un sentido explícito más interesante y más hermoso, que se adapta mejor a la turbación que nos transmite.

La súplica con voz ahogada de Dorothy, inclinada sobre la taza del lavabo cuando Jeffrey la ha dejado, ese «Help me» conmovedor no es el de una mujer que pide: ayúdame a recuperar a mi hijo y a mi marido (no le pide nunca nada de ese tipo), ni ayúdame en mi frustración sexual. Estamos ante una mujer hundida, que cae al vacío, ante una depresión profunda.

7

En cuanto al marido, al que sólo se ve en la película con un aspecto informe, atado, a partir de un primer plano sobre la oreja arrancada para identificarle, parece quizá un bebé prematuro, algo que no ha nacido completamente, todavía cubierto de sustancia placentaria.

Ese marido insignificante no ha existido para nosotros más que como una oreja cortada en primer plano (por eso se oye a Dorothy hablarle… por teléfono). Y lo que muestra la imagen de la escena final son los restos, el residuo, aunque esos restos sean un cuerpo.

La réplica en la que Jeffrey oye hablar de Van Gogh, por así decirlo, recoge los trozos, ya que para él identifica al poseedor del órgano y lo refiere a la mujer cuya intimidad espía.

A la madre, pero también al otro, al padre, a Frank.

La evocación de Van Gogh, un hombre desgarrado, pero también una hermosa figura y un gran pintor, es simbólica. Lynch quería ser pintor y acabó siendo cineasta. Y llegó a ello, nos cuenta, a través del sonido —de la oreja.

Frank ha cortado la oreja y Jeffrey la encuentra. Es un mensaje del uno al otro.

Otro eje de comunicación en la película entre ambos hombres es el de las cartas. En el vapuleo de Jeffrey a manos de Frank, que a algunos parece grotesco y desprovisto de sentido, no sólo se cometen actos violentos, sino que se dicen palabras. Frank hace una declaración de amor a Jeffrey y le dice que si continúa metiéndose en sus asuntos, es decir, si sigue haciendo lo que hace con Dorothy (que ha dado un grito en el coche cuando Jeffrey se ha opuesto a la brutalidad de Frank, un grito que puede interpretarse como de frustración), le va a enviar una love letter, es decir, una bala en la frente. Ahora bien, es él quien la recibirá en el apartamento de Dorothy y por mano de Jeffrey, cuando acaba de escuchar en ese lugar una canción country titulada Love letters.

Y Frank sigue su discurso repitiendo la letra de la canción que oyen en el radiocassete del coche, como si fuera un mensaje, para que le entre bien en la cabeza:

«In dreams I walk with you/ In dreams I talk with you/ In dreams you’re mine».

Se puede entender al pie de la letra si se interpreta así: «Yo, el padre, estaré siempre contigo, hablando contigo». Es a la vez aterrador («Me perteneces, te pareces a mí, somos iguales») y paternal («Pase lo que pase, te quiero y no te dejaré»). Dice eso como padre simbólico, y si bien hay homosexualidad es una homosexualidad atávica, distinta de la estructura homosexual que se forma después. Es cierto que lo que hace Frank con Dorothy es lastimoso, pero es un asunto de adultos entre ambos y Frank está en su papel de padre al prohibir la madre al hijo. Le dice que tenga cuidado en tanto que padre.

Pero al mismo tiempo le dice que le ama, no con un amor homosexual, sino como un padre ama a su hijo. Al igual que Jeffrey ha sido seducido por Dorothy en tanto que hijo. Y, como hijo, Jeffrey enviará a su padre, con una bala entre los ojos, su carta de amor.

La oreja es el don legado por el padre a Jeffrey. Más que un orificio femenino que lleva a un interior cerrado, es aquí un lugar de tránsito, el símbolo de la comunicación entre mundos. Se transmite con ella el don de pasar a través de la superficie y viajar entre los mundos y después el de poder volver a encontrar el mundo normal (aparición, al final de la película, de la oreja de Jeffrey). Frank da así a Jeffrey un secreto para vivir y el don de la imaginación.

En resumen, en Terciopelo azul todo tiene un sentido dinámico de vida, realmente hay amor por todos los lados, y es eso lo que resulta espantoso.

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En todos los aspectos, Terciopelo azul es hoy por hoy lo más clásico de Lynch que conocemos. No es una primera película prototipo, como Cabeza borradora, ni un hallazgo más o menos colectivo al que el autor ha dado su toque particular, como El hombre elefante, sino una obra enteramente suya, controlada y cerrada, lo que ya no intentó hacer en las películas siguientes, mucho más dislocadas y asimétricas.

También es la película en la que se asienta su universo y crea una receta que podría servir para todas sus películas posteriores (pero que intentará renovar), un marco (Lynchtown), un esquema estructural y un nuevo tipo de romanticismo.

Es, especialmente, la obra en la que Lynch, por primera vez, con el relato de Sandy y el baile, fija su expresión del amor y lo eterniza como algo muy bello (ésa es su dimensión profundamente popular) situado entre el baile del sábado por la noche y los cánticos del domingo por la mañana.

También en esta película Lynch inventa lo que se podría llamar su escena eterna, con la delirante velada en casa de Ben. La escena eterna es una velada de grupo, empapada de una música sin fin, en la que todo lo que se dice de trivial o estúpido, visto a través del prisma del alcohol, toma un valor fascinante o hilarante. Como cuando Frank reclama su cerveza con una impaciencia frenética, o cuando un individuo de plantón proclama ferozmente su identidad («Yo soy Paul», en Terciopelo azul) o los personajes se ríen de sus propios chistes (The Cowboy and the Frenchtnan, Corazón salvaje). En Terciopelo azul, la escena de payasos entre Frank, en el papel del lobo malvado, rabioso y malhablado que enseña las fauces y un Ben supercool, maquillado de homosexual convencional y que se expresa con la mímica, las tardanzas y los parones repentinos, como si fuera un augusto, con el cuello ancho y los accesorios desmesurados (la boquilla), es de un humor maravilloso, que no alcanzaron después las escenas cómicas de Twin Peaks en los episodios que Lynch dirigió.

Por último, Terciopelo azul es la primera película en la que Lynch hace una demostración de cómo hacer extraño lo cotidiano. El carácter liso y anónimo de su encadenado, comentado más arriba, otorga su pleno valor a imágenes muy sencillas, pero montadas de una manera insólita, como la que muestra al padre de Sandy apareciendo en el umbral de la puerta ante los ojos de los dos jóvenes. El montaje se contenta con tomar el plano del padre que sale de su despacho un poco antes de lo que se haría normalmente, es decir, con mostrar durante un segundo de más el decorado sin el padre. La elección de ese punto de corte basta para cambiar la imagen de trivial a aterradora —tanto más cuanto que del rostro del padre se desprende una total vacuidad.

También hay en la película un plano inquietante en el que simplemente, por la noche, abre la puerta de su cuarto y baja la escalera hacia la sala de estar para darse una vuelta. Pero ese plano trivial comienza por el negro absoluto y luego se ilumina gracias a la apertura de la puerta de la habitación iluminada, que parece un agujero hacia otro mundo. ¿Cómo consigue Lynch, al revés que todo el cine, que nos dé miedo una escalera por la que se baja?

En el artículo citado antes, atribuíamos la trivialidad de algunas escenas al poco tiempo del que Lynch habría dispuesto para rodar, y soñábamos con que pudiera rodar como los cineastas rusos en un sistema hoy obsoleto: durante varios meses o incluso durante varios años, tal como Tarkovski o Kurosawa cuando rodó Dersu Uzala (Dersu Uzala, 1975) en la URSS.

Era una interpretación limitada de la película, pero tampoco estábamos completamente equivocados: ya que el tiempo que necesitaba, Lynch se lo concedió, no al nivel de las condiciones de rodaje, sino en cuanto a la duración del relato mismo, al entrar en el proyecto de Twin Peaks.

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The Cowboy and the Frenchman es un cortometraje rodado en vídeo que le pidieron a Lynch en circunstancias algo especiales. Para festejar su décimo aniversario, el semanario Fígaro Magazine (antiguo submarino de las ideas de la nouvelle droite, lo que Lynch no estaba obligado a saber) había decidido producir, siguiendo la sugerencia de su colaborador Daniel Toscan du Plantier, entonces presidente de Erato-Films, una serie de cortometrajes realizados por directores extranjeros sobre el tema La France vue par… La inspiración de esta fórmula colectiva era evidentemente la película de episodios París vu par…, que en 1965 contribuyó a dar a conocer a la Nouvelle Vague francesa. Quizá a causa de los vínculos que Toscan du Plantier y Lynch tenían en común con la familia Rossellini, David Lynch resultó ser el único americano que participó en la serie, junto con Werner Herzog, Andrzej Wajda, Jean-Luc Godard y Luigi Comencini.

Lynch escribió un pequeño guión cómico situado en un Far-West convencional en el que el ranchero Slim (Harry Dean Stanton, en su primera aparición en el universo de Lynch), sordo desde que siendo adolescente una bala de gran calibre le hizo estallar el tímpano, captura con sus amigos cowboys e indios —entre los que está Michael Horse, el futuro sheriff adjunto Hawk, de Twin Peaks— a un extraño energúmeno que lleva una boina y habla en una lengua extraña. Como si fuera un representante, el individuo llegado de Francia lleva en su maleta cosas tan insólitas como un camembert envejecido y maloliente, que ofende la nariz de Slim, una baguette o torres Eiffel en miniatura. Los clichés turísticos sobre Fracia son repasados y ridiculizados y el encuentro franco-americano termina con un fuego de campamento en el que se asocia el cancan con las canciones country, lo que da lugar a visiones escandalosas y oníricas.

Se encuentran en el corto obsesiones lynchianas, como el sonido —a través del tema de la sordera— o la alimentación. Visiblemente, Lynch buscó un tono original, con actores filmados de manera estática y agrupados de pie, de dos en dos o de tres en tres, en cuadros fijos y frontales, como en los viejos sketches cómicos filmados. A pesar de su corta duración, el tiempo de esta película da la sensación de eternizarse en una fiesta, pero The Cowboy and the Frenchman tiene un defecto importante para una obra humorística: no hace reír, y no consigue a cambio un discurso personal. Al menos, se puede ver en esta obrita un tanto lánguida de un admirador de Tati un ensayo en la perspectiva de crear una nueva comicidad (Lynch ha mostrado en Cabeza borrador a y Twin Peaks y más tarde en la serie televisiva On the Air, así como en muchos proyectos aún no rodados, sus ambiciones al respecto). Por otra parte es un ensayo coherente con su trayectoria y su universo (en particular con el humor a base de lugares comunes en el cómic The Angriest Dog in The World). Pero tampoco hay que situar la obra en unos niveles de ambición en los que Lynch jamás quiso ponerla. Le esperaba una empresa mucho más vasta.

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«Estábamos en Du Par’s, un coffee-shop en la esquina de Laurel Canyon y Ventura [el coffee-shop de la esquina es importante en la simbología de Lynch] Mark Frost y yo. Y de repente tuvimos la imagen de un cuerpo envuelto en plástico, arrojado a la orilla de un lago» (23).

Según Lynch, Twin Peaks es el resultado de los apremios de su agente, Tony Krantz, que le animaba ardientemente para que hiciera televisión. Fue Tony Krantz quien le presentó, antes de Terciopelo azul, a Mark Frost, un guionista de televisión, ya célebre por haber participado en una innovadora serie, Canción triste de Hill Street (Hill Steet Blues). Este último se convirtió en amigo e importante colaborador de Lynch y ambos fundaron la sociedad productora Lynch-Frost, que produjo Twin Peaks, así como la (muy decepcionante) serie de documentales sobre la América profunda American Chronicles y, recientemente, la telecomedia On the Air.

Los primeros contactos entre Lynch y Frost datan de 1986, cuando trabajaron durante bastante tiempo en un proyecto sobre los últimos meses de la vida de Marylin, Goddes —una vez más, una suicida (Lynch poseía, como si fuera una reliquia de santo, un trozo de la tela sobre la que Marylin posó para el famoso calendario, y no es imposible que ese objeto fuera una fuente de inspiración para Terciopelo azul).

«La idea de una historia por episodios que continuara durante mucho tiempo me gustaba» (5). Ese era uno de los motivos principales que Lynch señala para explicar su inesperado paso a la pequeña pantalla, él, que veía su sitio en un gueto de películas calificadas «R» (Restricted) para adolescentes y adultos.

A partir de la idea central de Twin Peaks (el concepto de la ciudad y de la serie), Tony Krantz llevó a Lynch y a Frost a la ABC, que les pidió un guión (escrito en ocho o nueve días) y la realización de un programa piloto. De repente, Lynch se vio rodando ciento veinte minutos de película en los alrededores de Seattle, «en veintiún días de rodaje rápido y con un tiempo glacial». El presupuesto del piloto era de cuatro millones de dólares. Hay que decir que estaba filmado en película de 35 mm, con una bella fotografía de Ron García, con tonos profundos y cálidos que realzaban las montañas y los colores del atardecer.

Las proyecciones para la prensa suscitaron artículos entusiastas, en los que la prensa americana saludaba la novedad y la originalidad de un serial distinto al resto. Se hizo un gran despliegue de publicidad con el eslogan «¿Quién mató a Laura Palmer?». Cuando el 8 de abril de 1990 a las 21 horas, la ABC difundió el primer episodio, Twin Peaks partió para convertirse en un fenómeno mundial, suscitando tanto el interés de los intelectuales como el del gran público —especialmente en Japón, país puntero de la twinpeaksmanía.

No obstante, la audiencia de la serie en Estados Unidos cayó tras la revelación del asesino de Laura Palmer, pero también porque influyeron otras circunstancias: tanto la ocupación de la antena y de las mentes por la guerra del Golfo como las irregularidades en los horarios de emisión. Los autores se valieron de los fans para reclamar la difusión de la serie, interrumpida, cuya intriga se iba haciendo cada vez más irracional y extravagante.

El fenómeno Twin Peaks se tradujo también en el merchandising. venta de tartas de cerezas con la inscripción «KR» (el café-restaurante de la ciudad en el que se reunían a menudo los personajes) o tazas de café Twin Peaks (la bebida preferida del agente del FBI Dale Cooper). También se editaron varios libros originales que sacaron a la luz el pasado de dos personajes clave: las memorias de Dale Cooper, que se remontaban hasta su infancia (memorias dictadas, como tenía que ser, a su legendario dictáfono, Diane, con el que hacía con más o menos regularidad su informe recapitulador) y el Diario secreto de Laura Palmer, que revelaba sus bajezas y desdichas precoces, entre ellas su convicción de que estaba habitada por un espíritu llamado Bob.

El Diario tiene la particularidad de que fue redactado, y en parte imaginado, a partir del planteamiento de la serie, por la hija mayor de David Lynch, Jennifer, nacida de su primer matrimonio. En el momento en que terminamos la primera edición de este libro, Jennifer comenzaba Boxing Helena, que escribió y dirigió, sobre una joven con los cuatro miembros amputados y preservada en un trono de vidrio por un hombre muy enamorado de ella. El papel principal fue para Sherilyn Fenn, alias Audrey Horne, la chica más sexy de Twin Peaks.

Naturalmente, Lynch no estaba solo en la aventura. Realizó primero el episodio piloto de la primera serie más un desenlace rápido de la historia destinado a la distribución en vídeo por Europa. El desenlace, muy corto y completamente inesperado, es muy importante, ya que sirvió de matriz para la continuación de la serie, especialmente aportando la idea de la Red Room, el cuarto de la eterna espera, delimitado por cortinajes rojos y en el que no existen ni el tiempo ni el espacio. Lynch también dirigió los episodios primero, segundo, octavo, noveno, decimocuarto y último (el más insólito visual y dramáticamente). Cada episodio tenía un presupuesto de unos novecientos mil dólares. El resto de directores fueron Caleb Deschanel, Duwayne Dunham (el montador de la serie), Tim Hunter, Leslie Linka Glatter, el mismo Mark Frost, Todd Holland, Tina Rathbone (la amiga directora de Zelly and Me), Graeme Clifford (el director de Frances [Frances, 1982], con Jessica Lange) y James Foley, así como la actriz y directora Diane Keaton. Lynch se limitó a supervisar con Frost la evolución del guión, para que se mantuviera el hilo en los episodios a cargo de diversas manos y a intervenir algo en el acabado de la mezcla palabras/música, pero permitiendo a cada director una cierta autonomía. Por otra parte, se constatan de un episodio a otro ligeras diferencias de estilo que no llegan a romper la unidad, sino que la renuevan.

Por ejemplo, el episodio 24, dirigido por James Foley, tiene una luz mucho más en claroscuro que los demás, mientras que otros, dirigidos respectivamente por Diane Keaton y Caleb Deschanel tienen encuadres más audaces (primerísimos planos de rostros en el vigésimo segundo) o movimientos de cámara más complejos que crean un suspense puramente cinematográfico (Lucy paseándose por la comisaría, en el capítulo 21). No hay que creer que esas variaciones son solamente la expresión de la personalidad de cada director: uno de ellos podía muy bien haber introducido planos insólitos para nutrir el espíritu experimental de la serie ¡y Lynch, por su parte, haber filmado secuencias anónimas en campo/contracampo para fundir mejor su participación en el estilo general!

Sin embargo, Lynch se atrevió, en algunos momentos de los episodios que realizó, a hacer algunas trampas al estilo televisivo habitual: principalmente planos generales más amplios y más profundos, que no se suelen permitir en cine y mucho menos en televisión y que relegan a los personajes a la condición de un guisante en pleno campo. Por ejemplo, en el episodio piloto, el primer encuentro Cooper/Truman y la conferencia de Ben Home con los noruegos; o la escena del banco en el último episodio. Pone también su firma visual en los «planos de desproporción» al utilizar el objetivo gran angular en contrapicado bajo algunos ejes, de manera que acuse las desproporciones de talla entre los personajes (escena en el Great Northern con los hermanos Horne) o para crear un efecto de embriaguez espacial que le es muy particular, siempre en relación con el placer de andar (especialmente con el muy tónico personaje del hermano de Jerry Horne). Evidentemente, las escenas de la Red Room le pertenecen por completo, cuando describe una especie de teatro perpetuo a la manera de Robert Wilson, paralizado en una duración psicótica. Especialmente al final del vigésimo noveno episodio, con la serie interminable y fascinante de repeticiones de actos y frases y de apariciones interpretadas por actores utilizados como muñecos o marionetas, y que es una de las cosas más experimentales que haya acometido.

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Clasificado en Estados Unidos como un director artístico a la europea, David Lynch sorprendió mucho al comprometerse en la escritura, la dirección y la producción de una serie de televisión para el gran público. Una entrevista concedida a Arnaud Viviant para Libération en junio de 1992, coincidiendo con el estreno francés de Fuego, camina conmigo fue la ocasión para que situara su postura sobre la supuesta diferencia entre cine y televisión:

A la pregunta: «¿Qué diferencia ve usted exactamente?», respondió: «Hasta su difusión, ninguna. Después de ella, la televisión, al contrario que el cine, tiene una imagen y un sonido malos y poco atractivos. Pero los procesos de fabricación son los mismos. Hemos filmado, montado y mezclado de igual manera la película y la serie» (41).

Veía también en la serie televisiva algunas ventajas muy reveladoras de sus propios deseos:

— La larga duración del relato que permite la fórmula de la serie («La idea de continuidad en la televisión es formidable. No tener que decir nunca adiós…»).

En Twin Peaks despliega dimensiones insólitas con más naturalidad que en algunas de sus películas para el cine, debido a la posibilidad que una serie ofrece para hacer entrar gradualmente al espectador en un mundo diferente. De Dune a Fuego, camina conmigo, pasando por Corazón salvaje, Lynch siempre ha notado como estrechos los límites de duración del largometraje comercial, que ha intentado ampliar. Dune, El hombre elefante, Corazón salvaje y Fuego, camina conmigo duran sistemáticamente más de dos horas y cada vez está claro que el autor hubiera preferido una versión más larga.

La televisión sería para él algo así como un médium doméstico cuya limitación en amplitud y polifonía estaría compensada por un tiempo de duración más amplio: «La televisión es el teleobjetivo, mientras que el cine es el gran angular. En cine se puede interpretar una sinfonía, pero en la tele se está limitado a un chirrido. Única ventaja: el chirrido puede ser continuo» (41).

— De manera inesperada, la fórmula por episodios representó para Lynch un modelo de libertad estructural: la de poder dejar los personajes y encontrar otros (lo que, comprimido en la duración de una película para el cine como Fuego, camina conmigo, dio al filme una estructura desconcertante y nueva). Le permite también una gran licencia narrativa —la posibilidad de no terminar nunca Twin Peaks, por ejemplo, y no revelar jamás el autor del asesinato de Laura Palmer parece que fascinó a Lynch— que recuerda a los finales abiertos o eternizantes de Cabeza borradora o The Grandmother. Licencia narrativa no quiere decir indiferencia por la historia, tratada como un pretexto para decir otra cosa, sino una confianza tal en la historia que, como si fuera un niño, se la quiere llevar tan lejos y desarrollarla tan literalmente como sea posible.

— Las condiciones psicológicas de recepción: «Me gusta la accesibilidad de la televisión. La gente está en su sofá, nadie le molesta y está en las mejores condiciones para entrar en un sueño» (41).

Lo que, en cambio, fue penoso para Lynch fue la imposibilidad de seguir el producto paso a paso, y cuenta que se deprimía a causa de la obligación de delegar la dirección.

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Como toda serie televisiva, Twin Peaks, partía, claro está, de un concepto, es decir, de una definición previa en lo referente al género: «El proyecto era mezclar una investigación policial con un serial. Dibujamos el mapa de la ciudad. Sabíamos dónde estaba cada cosa, lo que nos ayudó a determinar la atmósfera que reinaba allí y la que podía producirse» (5). Dana Ashbrook, el intérprete de Bobby en Twin Peaks, dice que es una mezcla de Peyton Place (célebre culebrón melodramático llevado varias veces a la pantalla, tanto grande como pequeña) y de Happy Days (serie humorística sobre unos jóvenes ambientada en los años cincuenta), todo ello «pasado por vitriolo». Y Mark Frost, como es natural, intentaba reivindicar su parteen la empresa —ciertamente más grande de lo que dijeron los periódicos, predispuestos a ver en Twin Peaks una obra únicamente de Lynch— cuando afirmaba: «Intentamos renovar el serial nocturno de la misma manera que Canción triste de Hill Street había hecho con el género policíaco hacía diez años. David añadió un toque de surrealismo» (6).

Pero aunque se trate de un simple toque, las consecuencias de ese toque, del que no se puede saber la extensión, ¿no son considerables?

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Twin Peaks —Picos Gemelos— es, concretamente, una pequeña ciudad imaginaria de 51.201 habitantes (como dice en la placa de entrada, adornada con un dibujo en forma de M), situada en la región boscosa del noroeste, a algunas millas de la frontera canadiense (el primer título que se planteó fue el de Northwest Passage) y que contiene especialmente: un sheriff department, en el que trabaja el sheriff Harry S. Truman, sus adjuntos Andy y Hawk y la recepcionista Lucy; un colegio (del que conocemos a los alumnos: la difunta Laura, Donna, James, Bobby, Mike, pero apenas a los profesores); un hospital, en el que ejerce un chiflado psiquiatra, Jakoby; un gran hotel, el Great Northern, propiedad de un playboy ambicioso y sin escrúpulos, Ben Horne; una cascada y un tío, cuya energía hidráulica ha permitido el establecimiento de la serrería Packard, serrería que la hermana de su difunto fundador disputa a su viuda y cuyos terrenos son objeto de las ambiciones inmobiliarias de Ben. ¿Qué más? Un café restaurante, el RR o «Doble R», regentado por Norma Jennings, lugar de encuentro de la mayor parte de los personajes, en el que hay una tartas de cereza que hacen las delicias del agente Dale Cooper; un bar-dancing verdoso e improbable, el Roadhouse, no muy diferente del Slow Club de Terciopelo azul; y más lejos, nada más pasar la frontera canadiense, se ilumina la enseña maléfica de un garito-burdel clandestino propiedad de Horne, el Jack el Tuerto (One Eyed Jack). ¿Qué más? Ah, sí, no podemos olvidarlo: la naturaleza y el bosque, un gigantesco bosque sin fin que, en lugar de permanecer como decorado de fondo, no deja de recordar su existencia por medio de sus ruidos, sus animales y sus misterios. Aunque ya había habido seriales con nombres de ciudad: Peyton Place, Dallas, Santa Bárbara… y Chateuvallon, en ninguno de ellos el lugar adquirió una importancia tan grande como en Twin Peaks, de la que se han mitificado alguno de sus decorados: el RR o el Great Northern, situados cerca de Seattle, se han convertido hoy en día en lugares de visita.

También se ha descrito Twin Peaks como una especie de vergel de personajes, de harén en el que todo el mundo (según Serge Daney en el número uno de Trafic) estaba «atrapado». En resumen, Twin Peaks es ante todo un marco abierto a todos, un cuerno de la abundancia de situaciones y personajes que, de todas maneras, es anterior a ellos.

La acción de Twin Peaks, en el episodio piloto dirigido por Lynch, comienza en el momento en que se descubre un cadáver que flota envuelto en un plástico: es el de la reina del colegio, la rubia Laura Palmer.

La investigación sobre el asesinato (que revela que la guapa Laura, querida por todos, se drogaba, se prostituía, tenía relaciones sexuales sadomasoquistas con varios hombres, etc.), conducida por Truman y un agente del FBI llamado Dale Cooper (un tipo original, que confía en sus sueños, en sus intuiciones y en la filosofía tibetana) nos da a conocer a un cierto número de habitantes de la pequeña ciudad, estudiantes y padres, el mecánico y el alcalde… No se sabe el nombre del asesino de Laura hasta el decimosexto capítulo: se trata de su padre, Leland Palmer, poseído por un individuo diabólico y quizás imaginario llamado Bob. Leland también mató en las mismas condiciones a una prima de Laura a la que se parecía como dos gotas de agua, Madeleine Ferguson (interpretada por la misma actriz que Laura, Sheryl Lee).

Pero la acción prosigue más allá de la solución del enigma policíaco, gracias especialmente a las fechorías de un ex agente del FBI que se ha vuelto loco y que persigue a Dale Cooper por las tierras de Twin Peaks, Windom Earle, y a las manifestaciones cada vez más frecuentes de fuerzas surgidas de un universo paralelo, la Black Lodge, el acceso a la cual abriría las puertas del poder sobre el mundo. Las pistas que llevan a ella son las de toda historia de tesoros que se precie, frases enigmáticas, planos en clave en la pared de una cueva, etc.

Cuando, al final de la serie, en el vigésimo noveno episodio, Dale Cooper encuentra la entrada de la intraducibie Black Lodge, llega a un espacio que de hecho ya había visto en sus sueños, no una habitación negra, sino roja, donde parecen estar para toda la eternidad un enano enigmático, un gigante tutelar (que ya se le había manifestado en sus sueños), la misma Laura, más algunas personas del mundo real (a menos que sean sus dobles). Dale ha penetrado allí para salvar de las fuerzas de las tinieblas a la mujer que ama, Annie Blackburne. Sale vivo, pero transformado, quizá poseído a su vez por Bob, ¿o será su doble malvado? La interrupción de la serie, en principio definitiva, nos deja el misterio.

Antes, si hemos tenido tiempo de seguir el conjunto de la serie (lo que permite su edición completa en videocassetes), nos habremos introducido en un mundo fabuloso y casi nos habremos convertido en uno de sus numerosos personajes, a los que debe su reputación, pero sobre los cuales, después de muchos artículos, quizá no se haya acabado de decir todo.

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Aparte del núcleo central mínimo necesario para la intriga principal, esto es, la víctima, sus allegados, el culpable y la policía, las numerosas intrigas paralelas ponen en escena especialmente a:

— El ex pretendiente y la mejor amiga de Laura, James y Donna, que anudan un amor mutuo teñido por el sentimiento de culpabilidad al hacerlo, por así decirlo, sobre la tumba de la muerta, gracias a su desaparición (una culpabilidad fundada).

— Un ex novio de Laura, Bobby, pequeño traficante de droga y amante de la camarera Shelly Johnson, a su vez casada con un camionero brutal, Leo Johnson, que participa en el tráfico y que aparecerá como implicado en los últimos momentos de Laura.

— Ed Hurley, dueño de un garaje, un hombre honrado atrapado entre su mujer tuerta y loca, Nadine, y su amante, la bella rubia Norma, que regenta el RR y espera y teme a la vez el regreso de la cárcel de su marido, Hank.

— Benjamín Horne y Katherine Partell, amantes secretos, que intentan recuperar la serrería mediante todo tipo de villanías contra su bestia negra Josie Packard, la viuda del fundador, una bella china de pasado turbio llegada de Hong Kong y amante del sheriff Truman (que ignora sus secretos).

— Audrey Horne, la hija de Ben, quien, investigando por su cuenta la muerte de Laura, descubre las actividades de su padre, es introducida y secuestrada en el burdel clandestino, ama a Dale Cooper y se ofrece a él sin éxito y encuentra al final a su príncipe azul.

Como se ve, hay sitio para todas las identificaciones y todas las proyecciones. ¿Pero qué hay de nuevo en todo esto?

En general, cuando se habla de Twin Peaks y se intenta describir ese mundo y se lo califica de extraño, la referencia suelen ser sus personajes, a cuál más loco. Es cierto que su variedad tiene algo demencial, pero tomados separadamente, están lejos de tener todos ellos, como se ha dicho, un doble o triple fondo. Al contrario.

En general se podrían distinguir tres categorías (relativamente impregnada cada una por las otras):

1. Los personajes típicos de serial o de serie policíaca, fieles a un cierto papel. Pueden, como Ben Horne, padecer un arrebato de locura y escapar durante un tiempo a la realidad, pero la locura temporal no anula su definición básica: el intrigante, la mejor amiga, etc. Por otra parte, no tienen categoría de fetiche.

Citemos entre ellos al sheriff de Twin Peaks Harry S. Truman, un hombre sencillo y leal; al doctor Hayward, paternal y comprensivo; al ayudante indio del sheriff, Hawk; a Ed Hurley, Norma, Madeleine Ferguson, Annie Blackburne, etc. Entre los protagonistas, la bonita Donna Hayward, aunque durante unos momentos está poseída por Laura (¡lo que se traduce en que chupa sensualmente el dedo de un chico!) no deja nunca de ser la good girl, incapaz de ninguna maldad, y su amante, el guapo James, el inocente sospechoso. Víctima de sus amoríos y perseguido, James adquiere una dimensión romántica gracias a su moto, que no le deja nunca y que es el equivalente del caballo sobre el que primero llega y después se aleja el lonesome cowboy.

¿Hablamos también de Catherine la zorra y de Pete, su marido perruno, de Leo el bruto y Shelley la víctima? Esas parejas sadomasoquistas permanecen también fieles a su definición inicial y a su papel en la estructura. No tienen doble fondo en absoluto y, pese a lo que se haya dicho, son quienes forman la base de ese universo y permiten acceder a él. Lejos de ser una concesión al gusto convencional, establecen la verosimilitud de la historia y permiten la identificación.

Es importante subrayar el hecho de que, en tanto que serial nocturno, Twin Peaks garantiza y juega sin ridiculizarlo (al contrario) el juego de las historias de amores e intrigas de territorio y poder. Su belleza viene de eso, y no de un barniz informe de segundo grado.

2. La segunda categoría sería la de los personajes marcados como exóticos, tipificados por una característica física de comportamiento, vestuario o de accesorio-fetiche que se les asocia sistemáticamente, pero que —ahí está la locura— no parece extrañar ni molestar a los personajes de la primera categoría. La audacia de Twin Peaks es la de introducir con ellos una lógica no psicológica, un sistema de tipos, vestidos y posturas en el que el hábito hace al monje.

Así, Josie Packard es la bella exótica en sí misma, definida por su exotismo y prácticamente por nada más. Aunque se la pone de relieve al principio del episodio piloto, con un bello plano retrato firmado por Lynch que hace pensar en que será una de las figuras clave de la historia, permanece durante mucho tiempo a la espera. Se desaprovecha su dimensión de mujer fatal, pero el encanto triste de Joan Chen, su intérprete, es tan fuerte que se agradece que esté allí. La segunda serie le encuentra un papel más definido cuando es humillada por los Partell y obligada a hacerles de criada.

Otro personaje sexy, Audrey Horne, está asociado desde el principio a una cierta postura provocadora, una cierta manera de moverse, de estar de pie de manera que se realce su figura y su busto, de bailar sin moverse del sitio, de contonearse o andar de manera sensual, que normalmente sería juzgada como extravagante o ridícula, pero en Twin Peaks no lo es. Pero después de todo es buena chica (a pesar de su comportamiento de buscona insoportable en el episodio piloto) que pone sin cesar poses provocativas porque es virgen y quiere que la desvirguen, y, como no lo puede conseguir con su padre, no lo logrará salvo al final, cuando encuentra a su príncipe azul.

Al contrario que Donna, que no tiene ninguna característica, Audrey Horne es fetichizada de entrada por su insistencia en los zapatos rojos y en los calcetines. El fetichismo del pie es reemplazado por un detalle que no aparece hasta el sexto episodio, pero marca de tal manera al personaje que se cita implacablemente en todo artículo de periódico dedicado a la serie, como ejemplo de un excepcional talento sensual: sabe hacer un nudo con un rabo de cereza sirviéndose sólo de la lengua.

A otros personajes se les vincula sistemáticamente a una enfermedad, una excentricidad o una fobia, o a veces a las tres cosas: Harold Smith a la agorafobia que le impide salir de casa y a las orquídeas que cultiva; Eileen Hayward, la madre paralítica de Donna, a su silla de ruedas; Nadine Hurley a su banda de tuerta en el ojo y a su obsesión por la cortina silenciosa. Por otra parte, ésta es una de las grandes depresivas suicidas del universo lynchiano, que no se salva más que mediante la inmersión temporal en la locura, que le hace creerse una colegiala romántica, pero le insufla a la vez la fuerza muscular de Terminator.

Y así, más: Dennis/Denise, del FBI, es identificado por su doble identidad sexual. Mike el manco… por el brazo que le falta; Gordon Cole, el jefe medio sordo de Dale Cooper (interpretado por el mismo David Lynch) por su sonotone, que hace que salga un cable de su oreja pero no le impide que hable gritando. Leland Palmer, el padre, por los cabellos que le encanecen totalmente una noche, poco después de la muerte de su hija. El psiquiatra Lawrence Jacoby por su pinta extravagante (gafas de sol con cristales de colores diferentes, tapones en las orejas la primera vez que le vemos).

El mismo Dale Cooper —sobre el que volveremos más adelante— por la grabadora, a la que llama Diane y a la que hace más o menos regularmente su informe, y por su cabello negro, peinado hacia atrás y engominado.

Queda una pareja, tipificada como el tándem cómico habitual, que pertenece a esta segunda categoría pero también se distingue de los demás porque precisamente funcionan en pareja y llegan a crear su propia burbuja, como Sailor y Lula en Corazón salvaje: son Lucy y Andy.

Lucy Moran es en principio una voz aguda, aflautada, prolija, que reina en los interfonos y en las líneas telefónicas de la centralita de la comisaría de Twin Peaks, donde trabaja, y que protagoniza la primera ruptura de tono de la serie.

Andy Brennan es el adjunto de policía que, en cuanto ve un cadáver o se entera de alguna desgracia, llora con muecas a la manera de Stan Laurel, cómico que parece haber servido de referencia concreta a su intérprete, el excelente Harry Goaz, para componer el personaje.

Juntos, el adjunto y la recepcionista, que tardan 29 episodios en unirse para siempre, son la pareja cómica de turno, como los campesinos de Moliere o los bufones de Shakespeare. En el seno de la desmesurada intriga en la que luchan las fuerzas de la luz y de las tinieblas, tienen el papel de Papagena y Papageno en La flauta mágica: encarnar a la humanidad viva, modesta y que se reproduce a sí misma. Es una jerarquización de los personajes, una lógica no psicológica y no naturalista del reparto de papeles que estaba abandonada desde hacía mucho tiempo y que, misteriosamente, se reaviva.

En torno a ellos se plantea a la vez la cuestión de la paternidad. Lucy descubre que está embarazada, pero no sabe de quién. Dos hombres pretenden ser el padre: un ridículo lechuguino llamado Richard Tremayne y el bravo Andy, que después de ser ridiculizado ante los ojos de su amada, le demuestra su valentía y es escogido como progenitor…

Al principio del último episodio dirigido por Lynch, Andy (que en la versión original tiene una voz tan dulce como cómico es su físico) y Lucy entonan un tierno dúo inesperado en el que se prometen amor eterno, y que hace de ellos la única pareja bendecida por la felicidad.

3. Colocaremos por último en una tercera categoría a los personajes de Twin Peaks que poseen de entrada o adquieren en el transcurso de la serie una categoría mítica. Por supuesto, es el caso de los que pertenecen a dimensiones paralelas, aparecen en las fantasías o en los sueños, surgen de los agujeros del tejido de la realidad o están en comunicación con otras fuerzas.

Por supuesto, Bob, esa extraña encarnación del Mal que, como ha dicho un crítico asombrado, parece un «hippy envejecido»; pero también el enano que vive en la habitación roja, el gigante que dicta a Dale Cooper pistas en sus sueños, el portero chocho del hotel Great Northern, el tándem del niño mago y la vieja dama (que vuelve a aparecer en Fuego, camina conmigo) y, por supuesto, la Log Lady, la dama del tronco, que no deja nunca el leño que lleva como si fuera un niño, al que presta el don de la visión y del que transporta el mensaje.

Quizá también —aunque nos extrañemos por encontrarlo ahí— se podría colocar en esta familia al general Briggs, con su indeterminada misión, que no se quita nunca el uniforme ni las condecoraciones (lo que le haría pertenecer al segundo grupo) pero que alardea de su oscura misión de contacto con los extraterrestres. De parecer un zopenco sermoneador al principio, que nos hacía reír como lo hace su hijo Bobby, se convierte después en un paladín heroico y mítico en la lucha contra el Mal, especialmente cuando tiene un sueño místico de felicidad familiar en el que quiere poner a salvo a su mujer y a su hijo, ya que él ha sido secuestrado y liberado en una dimensión paralela, la White Lodge… Desaparecido y reaparecido, torturado por el malvado Windom Earle, heroico y crístico, el general Briggs acaba por encarnar al padre, en tanto que es el-que-se-va-y-vuelve.

En cuanto a Dale Cooper, para acabar con el más célebre, también empieza en la segunda categoría y pasa a la tercera. Al principio es un tipo original un tanto perverso; sólo poco a poco alcanza la dimensión de un ángel del Bien.

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Cuando Dale Cooper, engominado y encorbatado (Kyle Mac-Lachlan, perfecto y británico), llega a la comarca de Twin Peaks y dicta mientras conduce su primer informe a Diane («Nunca había visto tantos árboles») parece que, según todas las apariencias, nos aproximamos al enésimo refrito de fish out the water, es decir, del personaje, tan caro al cine norteamericano reciente, que descubre un mundo en el que está desfasado y al que aporta a la vez su frescura y sus prejuicios (tipo Cocodrilo Dundee [Crocodile Dundee, 1986], pero en sentido opuesto: un niño bonito del FBI entre leñadores). Pues no hay nada de eso y no existe ningún conflicto entre él y las autoridades locales.

Limpio, educado, elegante, con un entusiasmo juvenil e ingenuo, Cooper ama por el contrario los platos simples, no sofisticados (¿autoparodia de Lynch y de sus gustos culinarios basados en el Mac Donald?). Inasequible al desaliento, perfecto, se convierte poco a poco en un mito.

En el episodio piloto (rodado, recordémoslo, sin que hubiera un compromiso de la ABC sobre la continuación de la serie), Dale Cooper tiene todavía inquietantes potencialidades. Su forma ligeramente sádica de interrogar, con el objetivo de desestabilizar, o la manera que tiene de extraer las letras de las uñas de las víctimas, con un rictus de sabio loco y bajo una iluminación estroboscópica, indica que los autores se habían planteado llevar al personaje en otra dirección. Pero, por el contrario, en la continuación (y esa decantación progresiva de un personaje hacia su depuración, que se produce como por sí misma, es fuente de un placer específico, inmenso), Cooper se hará cada vez más transparente y luminoso.

Asimismo, el carácter obsesivo con que se le dotó al principio (sus anotaciones sobre las sumas exactas gastadas en la misión) se diluyó y el personaje fue cada vez más sencillo y arquetípico, incluso angelical.

Por lo tanto, quizá el primer extraterrestre de Twin Peaks sea el mismo Dale Cooper (por otra parte es curioso que el actor hubiera interpretado, poco tiempo antes, en Hidden: lo oculto [The Hidden, 1988], de Jack Sholder, el papel de un extraterrestre exiliado revestido con un cuerpo humano). El aspecto irreal de Cooper es subrayado mediante un maquillaje exagerado y un comportamiento enigmático. Desembarca en Twin Peaks como si lo hiciera sobre la Tierra, descubriendo los olores y los sabores; prueba el azúcar como si sus papilas funcionaran por primera vez y bebe un café caliente con la admiración de un ángel caído del cielo y reencarnado (¡como Bruno Ganz en Cielo sobre Berlín [Der Himmel über Berlín, 1987]!). Dale Cooper es Lynch, un «James Stewart llegado de Marte», pero también es Tintín, una figura plana en un mundo de arquetipos.

¿Y quién es esa Diane (nombre mitológico) a la que hace sus informes haciéndola pasar por un dictáfono portátil? Una Diana que no existe en la tierra, en todo caso, ya que existe solamente para él, y ningún otro de sus numerosos colegas del FBI hace la menor alusión a ella como un personaje real.

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Por otra parte, lo característico de Twin Peaks, como hemos dicho, no es que todo el mundo esté loco, sino que los cuerdos no encuentran excéntricos a los excéntricos, y que la Log Lady esté entre los normales, entre los Ed y las Donna.

Twin Peaks no es un mundo psicológico. Cuando alguien se vuelve loco y pasa a otro estado, que le deja fuera de la realidad y del que vuelve, dicho cambio de estado es admitido y no interpretado psicológicamente por el resto de personajes.

La estructura de Twin Peaks es una locura, pero Twin Peaks es también —sumando todos los niveles sin fundirlos uno en otro y definiéndose por esa misma suma— mítico y épico. ¿Epico? Sí, a causa de la insistencia en la comodidad.

La concepción que se tiene de la localidad es que se trata de una ciudad agradable: los árboles le sientan bien. Hay un café cuya encargada es siempre amable con los clientes. Cuando los policías han terminado su trabajo tarde por la noche, se encuentra una mesa llena de buñuelos. Por otra parte, es uno de los papeles de Dale Cooper: muestra Twin Peaks como una ciudad en la que todo es agradable, las autoridades son afables y la policía es respetuosa con los derechos de los ciudadanos.

Twin Peaks es también la primera serie televisiva en la que los personajes interrumpen la acción y sus discusiones para regocijarse por el buen olor del aire, el aroma de un buen café o una tarta de manzana o incluso del divino placer de orinar en el bosque (decimoséptimo episodio).

Esta idea de recreo, tan nueva en el mundo crispado de las series, tiene algo que nos remite al universo del poema épico. En la Ilíada y sobre todo en la Odisea —que una teoría fascinante y demasiado poco conocida sostiene que fue escrita por una mujer—, se le otorga un papel importante: se nos cuenta con placer comunicativo que los convidados sacian su apetito, que toman un buen baño después del cual se sienten bien y se visten con una bella túnica, etc. Los oyentes de aquellos poemas estaban sin duda tan encantados por las evocaciones del bienestar como por las hazañas de los héroes, las criaturas fantásticas y las apariciones de fantasmas. Y Twin Peaks conecta con el placer de seguir a los personajes que gozan con la comodidad en la que viven y que lo dicen.

Por supuesto, se trata de un bienestar simple y nada sofisticado. Sin duda, Lynch puso de su parte, ya que los restaurantes ocupan un lugar considerable en su vida, sus anécdotas y sus películas. Y el éxito del culto a la serie en Estados Unidos, aunque quizá también en otros países, parece estar estrechamente asociado a la importancia regresiva que adquiere en ella la alimentación. No una alimentación sabia, sino una alimentación recalentada y azucarada: café, tarta de cerezas, buñuelos. Como para domesticar el salvajismo primitivo del acto de comer y retroceder a él mediante la igualación en lo sweet.

La cultura anglosajona, y en especial la cultura americana, asimila lo dulce y lo azucarado con una connotación sexual. Twin Peaks, al principio, es un universo de azúcar. Pero desde esa enternecedora amabilidad, haciéndonos deslizar suavemente hacia viejos recuerdos aparentemente inofensivos, surge el horror.

La apacibilidad del principio es la de una superficie, una superficie de un mundo que está agrietado.

Twin Peaks es un mundo horadado, una placa sobre la que hay un nombre y un número de habitantes. Su nombre ya hace referencia al doble. Es una especie de triángulo de las Bermudas en el que todo puede aparecer y desaparecer.

Twin Peaks no sólo se abre sobre las cavernas y los mundos de luz y tinieblas, sino también sobre el pasado, como cuando Ben Horne se cree un general de la Guerra de Secesión, de la que reconstruye una batalla en provecho del Sur; o cuando el general Briggs, abducido a una dimensión paralela, es arrojado de ella con un uniforme de aviador de los años cincuenta.

Sin duda, el territorio de Twin Peaks es ante todo un nido, una charca de naturaleza nutritiva en la que hay agua, fuego, energía, espacio, bosque y comida. Es la imagen magnificada de un par de senos nutricios inagotables (los dos picos) de los que manan en abundancia los personajes, la música y la acción.

Pero al mismo tiempo es lo primitivo, las fuerzas no domesticadas, representadas por los planos de encadenamiento entre las escenas, en las que se nos muestra un semáforo rojo automático en la noche sobre las calles vacías y negras, ramas de árboles tupidos agitadas por un viento huracanado, una ladera montañosa sobre la que corre la niebla.

Es extraordinaria la televisión: basta con que todos los planos intermedios de edificios o de granjas sean reemplazados por imágenes del bosque, de la luna en sus diferentes fases, de una cascada espumosa o del cielo cubierto por nubarrones, y es como si comenzara un movimiento sin fin de afluencia de las fuerzas naturales.

Y con él, el vacío y la noche que rodean a los personajes de ese mundo, que son aún más espantosos precisamente porque Twin Peaks es un lugar simpático y pequeño.

Desde el episodio piloto, en cada casa y en cada apartamento donde se seguían los capítulos, Twin Peaks recreó la noche; la verdadera noche y no una noche de decorados, una noche con una duración que persiste y con una profunda oscuridad, que sitúa cada pantalla de televisión en lo que es: una ventanita de luz excesivamente coloreada que brilla en un océano de noche.

Está claro que eso se debe a Lynch: lo que hay de primitivo y de sentido del vacío en su imaginación impregnó, como por contagio, los episodios en los cuales él menos participó. O mejor, como si hubiese hecho surgir en cada uno —actor o director— su propio núcleo primitivo, de manera que le permitiera alimentar el mito colectivo en que se convirtió Twin Peaks.

El conjunto de Twin Peaks sobrepasa a sus autores, Lynch incluido, y, mediante un efecto de superposición de capas e intenciones, adquiere la extraña fuerza del poema épico o del libro religioso, que, como se sabe, es una creación colectiva. Twin Peaks es a la vez delirio personal y locura universal, mito y nido para adormecer nuestros sufrimientos, en el que cada uno aporta su ramita.

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También se ha hablado mucho de las citas y los guiños en Twin Peaks, atribuyéndoles a nuestro entender una importancia excesiva. Algunos guiños a la Laura (Laura, 1944), de Preminger (un tipo llamado Waldo y un veterinario llamado Lydecker, que forman el nombre del Pygmalión de Laura) y a Vértigo (De entre los muertos) (Vértigo, 1958) de Hitchcock (la prima sosias de Laura llamada Madeleine) no son en nuestra opinión apenas otra cosa que la manifestación de una deuda para con películas míticas que abastecen de situaciones básicas, situaciones que se reintegran y reinterpretan con un sentido diferente.

La única parte de Twin Peaks que imita claramente al cine negro es, de hecho, la menos buena: es la historia de amor de James Hurley, en la segunda serie, con un personaje desvaído de mujer fatal escapado de los años cuarenta.

Está claro que el nombre de pila de Laura no se escogió al azar, pero aun así, la semejanza de las situaciones no tiene que hacer olvidar las diferencias. Laura Hunt, la que tenía los rasgos de Gene Tierney, era objeto de dos tentativas de asesinato por parte de Waldo, pero escapaba a las dos, la primera al precio de la muerte de otra; la segunda, por la del asesino. Laura Palmer tuvo menos suerte: fue asesinada… dos veces, primero en persona y después a través de su prima Madeleine Ferguson.

Laura Hunt es al principio un retrato, como Laura Palmer, pero en Twin Peaks es una foto simpática y no un retrato mitificado. Pero lo importante (como se aprecia mejor en Fuego, camina conmigo) es que Laura Palmer no es una criatura sofisticada, sino una joven colegiala de pueblo a la que no le van bien las cosas.

Pero combinando las situaciones del cine negro y del folletín sentimental y añadiéndoles una dimensión fantástica, Frost y Lynch (y los principales coguionistas, Harley Peyton y Robert Engels) recrearon nada menos que el drama romántico. Tan sólo sumando tonos y dimensiones que se había tomado la costumbre de tratar en marcos separados.

Hasta hace poco tiempo, lo irracional tenía sus géneros cinematográficos, en los que no había tiempo para amar o para llorar, sino que había que mantenerse firme contra el mal, con el rostro duro y determinado (no hay love affair en El exorcista [The exorcist, 1973] o en Alien, el octavo pasajero). Los maestros contemporáneos del cine fantástico, como John Carpenter, son más bien secos, admiran a Hawks, huyen del sentimentalismo y tratan el género como si fuera incompatible con las lágrimas y las grandes promesas. Por otro lado, el nuevo melodrama (La fuerza del cariño [Terms of Endearment, 1983], de James Brooks, Hijos de un dios menor [Children of a Lesser God, 1986], de Randa Haines) había llegado a ser contemporáneo y burgués: no había espacio para tener otra cosa que sentimientos. Al unir lo fantástico cósmico y el ardor emocional, Twin Peaks vinculó un tiempo y un espacio privados durante mucho tiempo uno de otro.

En otros tiempos, el romanticismo era todo a la vez: lo irracional más los sentimientos; las hadas, los demonios y los besos.

En su aspecto de carnaval de géneros (donde tampoco falta un toque erótico, pero de buen tono, de un erotismo para jovencitas bien educadas), Twin Peaks combina fuerzas que, en contacto una con otras, se multiplican vertiginosamente (seamos justos: el primer reencuentro reciente de esas fuerzas, aunque de un modo más aséptico, fueron los melodramas de fantasmas como Ghost, más allá del amor [Ghost, 1990], de Jerry Zucker, y Para siempre [Always, 1989], de Steven Spielberg).

Pero Twin Peaks también es Twin Peaks porque en el equipo alguien creía en el aspecto más sentimental y lacrimógeno de la historia, lo que permitió que los demás creyeran también, les dio autorización para creer. Y ese alguien nos parece que era David Lynch.

Atribuir el éxito de la serie a un cinismo calculador es una tontería, ya que si no hubiera tenido éxito se le hubiera recriminado su audacia y sus errores.

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Lo que también hizo hablar de burla es la utilización de las lágrimas en el serial, especialmente al principio del episodio piloto, cuyas escenas de llanto chocaron a todo el mundo.

De Cabeza borradora a Fuego, camina conmigo, en todas las películas de Lynch se llora copiosamente, de una manera hasta entonces sólo permitida en la ópera.

A Lynch parece fascinarle todo en el fenómeno de las lágrimas. Incluso se puede decir que ha renovado su utilización en la pantalla: especialmente, muestra cómo su llegada, parecida a una lenta opresión, altera y convulsiona el rostro sin implicar al cuerpo en ella (es una conmoción sobre el terreno). Tampoco duda en mostrar en el rostro de alguien que llora lo que se considera como fealdad. ¿Por eso el público japonés se volvió loco con Twin Peaks, dado que, como demuestra su cine, no tiene miedo de una expresión física exacerbada y crispada de los sentimientos?

Habitualmente, el llanto en el cine consiste en una preciosa lágrima que rueda y que recoge una cámara llena de tacto. En el caso de Lynch, al contrario, se ve cómo se deforma y se afea todo el rostro (nada de la imagen de la humedad) y se anquilosa el resto del cuerpo.

Después de haber hecho verter al público de El hombre elefante los ríos de lágrimas que se tragaban sus personajes (la discreta «lágrima que rueda» en el rostro de Anthony Hopkins), Lynch se atrevió a hacer sollozar a sus actores, corriendo el riesgo de reprimir simétricamente el efecto lacrimógeno entre el público. Mientras que las lágrimas contenidas de la mujer de Treves ante John Merrick, en la más bella tradición del cine de emociones, dan la señal para el desencadenamiento de las nuestras, las feas muecas de niño llorón de Laura Dern engañada por Jeffrey, los gritos de Grace Zabriskie al perder a su hija o el llanto de Andy Brennan ante el cadáver de Laura Palmer impiden el nuestro aun provocando una extraña y turbadora emoción. Es una de las cosas que induce a hablar de cine gélido. Nada de eso: simplemente, Lynch plantea otra dimensión de la emoción.

Recordemos también la importancia de una película que admira mucho y de la que ya hemos hablado: Lolita. En ella está el actor que ha llorado mejor en toda la historia del cine, y que le inspiró algunas escenas con Leland Palmer: James Mason.

Sin embargo, el hecho de estirar las escenas lacrimógenas en una serie destinada a la televisión tiene otra dimensión: la del voyeurismo mediático. Pensamos en particular en la famosa escena del episodio piloto en la que Sarah Palmer grita su dolor a un extremo del hilo telefónico mientras su marido ha dejado ya el otro.

Esa escena, en la que el espectador es consciente de antemano y a su pesar de lo que va a ocurrir (sabe que Laura está muerta y ve cómo se enteran sus padres) recuerda toda ella a la captación de un acontecimiento en tiempo real, a su retransmisión, y, al devolver al espectador al voyeurismo, traduce el cambio de mirada introducido por los reality-shows, por lo que produce una confusión que, evidentemente, no impide la fascinación.

Además, en ese momento, en plena situación dramática, dos rupturas de tono ya han roto la superficie de lo convencional: el llanto inesperado de Andy ante el cuerpo de Laura y las embrolladas explicaciones de Lucy al sheriff Truman.

A pocos minutos de empezar, Lynch jugaba en la cuerda floja de los cambios de tono y ganaba. La serie tenía que esforzarse por mantener tal nivel de audacia.

Para eso se deslizaron detalles extemporáneos o burlescos en las escenas más dramáticas, aun haciéndolas penosas: gag del reparto de asientos a la cabecera de la pobre Ronnette Pulawski, violada y traumatizada; Leland Palmer extendido sobre el ataúd de su hija en el entierro y bajado con ella a la fosa, etc.

Pero a partir del momento en que se cree absolutamente en la historia y se la trata literalmente —como es el caso— todo sirve para gozar y todo el mundo saca provecho: los cínicos y los sentimentales. A éstos no les molestan los pasajes estrambóticos, mientras que los primeros soportan la abundancia de escenas ñoñas. Cada uno se lo permite y se lo permite al otro y Twin Peaks se convierte en la botica donde hay de todo y se agradece la generosidad de sus dueños.

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Para un proyecto tan extraño y complejo hacía falta un elemento unificador. Aquí, indudablemente, fue la música de Angelo Badalamenti la que desempeñó ese papel. Poco importa que desvinculada de la serie tenga o no tenga un valor intrínseco, como se ha dicho, el hecho es que en la serie es genial, dando fuerza y continuidad a todo el conjunto.

¿De qué se compone? En primer lugar, de un tema de entrada, que llama la atención desde la primera vez que se oye. Hay al principio un bajo con timbre de guitarra sintética, con una sonoridad dulzona, pero que no se puede dejar de escuchar, ya que los bajos dan un ritmo arrullador. Después, en un registro grave intermedio, que suena a algo así como a una confidencia a media voz, se inserta un tema ingenuo, del tipo de los que se escriben para los productos rosa. El tema parece como transmitido de boca a oreja en las chácharas de colegialas (el núcleo inicial de Twin Peaks parece de hecho que es un conciliábulo nocturno de jovencitas formales que, en una sala o un dormitorio, juegan a inventarse horrores).

El tono sordo e íntimo de las notas que se desgranan sobre los títulos de crédito es el mismo que da a la serie su tonalidad tan particular, y su intervención es especialmente llamativa en el principio del episodio piloto dirigido por el mismo Lynch, es decir, el principio de toda la saga.

Twin Peaks comienza con un tono de leyenda, con el extraño y hermoso plano de la bella china en su tocador, que gira la cabeza hacia algo impreciso (¿ha oído algo?) y murmura para sí misma algo indistinto en el mismo registro que la música. Y cuando Pete Martell sale inmediatamente después para ir a pescar, también musita para sí: «Otro día que sopla la brisa de tierra», y la música es sustituida por sonidos suaves y sordos, como de sirenas de niebla. El chapoteo de las olas es atenuado, arrullador. No hay ningún estrépito, y en ese ambiente silencioso, justo después del descubrimiento del cuerpo de Laura, estalla la voz estridente de Lucy, la telefonista, introduciendo la primera ruptura de tono.

Ya que estamos comentando los títulos de crédito de cada episodio de Twin Peaks, las imágenes que el espectador está obligado a ver una y otra vez, hay que subrayar la importancia en ellos de planos mudos, asociados al fuego y al agua. Primer plano de una máquina antigua que produce chispas por frotamiento, pero no se oye el chirrido agudo que sugiere; plano general de la cascada de Twin Peaks, pero no oye su fragor. En cambio, precisamente porque se oye en su lugar una música agradable, se es sensible a lo que tiene a la vez de suave y de implacable, en la imagen, el movimiento repetitivo de la máquina, que hace girar los dientes del tronzador y los hace rozarse, y lo que tiene de suave e inevitable la caída de la pesada masa de agua.

Pero sigamos el recorrido musical de los créditos.

Del tema confidencial y murmurante que acompaña las imágenes de la máquina y la cascada surge una melodía ascendente y lírica que se despliega como un canto y se eleva en la vertical del agudo, como la cascada cae en la vertical del grave. No obstante, hay un contracanto periódico, que imita a las aguas que se ven y que cae suavemente con una cadencia regular y notas unidas. Ese contracanto incansable y regular parece que fue inspirado por una palabra concreta de las frases que escribió David Lynch para esa melodía: la palabra falling, extraída de la expresión falling in love (¿no decimos nosotros caer enamorado?), se toma aquí al pie de la letra. Una palabra fundamental para Lynch, que utiliza tanto en las letras de canciones como en sus películas: «I’m falling», gritaba Dorothy Vallens. Y la hora del reloj parlante de la radio local de Lumberton se da con el sonido de un árbol que cae, «the sound of a falling tree».

La conciencia del eje vertical es fundamental para él (asociada a la idea de postración o resurgimiento corporal), y la música y la letra de la canción encuentran su respuesta en las imágenes de columnas de humos ascendentes (la serrería en acción) y del agua que cae.

El segundo motivo, el de Laura Palmer, aparece más tarde. Se oye constantemente, no en los créditos, sino en el interior de los episodios, y se encuentra estrechamente ligado a la atmósfera de toda la serie: es una especie de balanceo sombrío y grave con un intervalo de tercera, en un ámbito opresivo. Es siniestro como un tañido fúnebre, rubrica el drama y el duelo y a la vez nos acuna suavemente en un lamento infinito. En algún momento, como en el tema de los créditos pero en un movimiento más amplio y de armonías más tensas, surge de él, como una planta que creciera, otro canto ascendente, lírico y dramático, que alcanza el agudo en un grito. El canto se eleva en particular en los momentos de efusión y de lágrimas. Sorprende y es innovador en la televisión, por su carácter excepcionalmente lírico y su registro muy extenso. Cada vez que en un episodio se le oye subir y crecer, a semejanza de las formas oblongas en los primeros cortos de Lynch, uno se pregunta hasta dónde va a poder llegar aún.

El tercer tema principal, titulado Audrey’s Dance, ilustra, en cambio, el tono humorístico y sexy de la serie: es una música jazzy con pizz de contrabajo y chasquidos de dedos, utilizada tanto en las escenas policiales como en contextos erotizados (especialmente en relación con Audrey Horne, el personaje más urbano entre las chicas de Twin Peaks). El humor que aporta el tema procede de que está desfasado en ese decorado forestal, donde las convenciones nos harían esperar más bien una balada country.

Esa música pertenece también a la tradición de la serie televisiva: crea una especie de distancia urbana, sofisticada e hipnótica, y podría haber estado firmada por Henry Mancini (uno de los compositores de cine favoritos de Lynch) para una comedia de Blake Edwards.

La constante en la atmósfera musical es, en lo que concierne a la elección de los timbres y la escritura de los temas, el mantenimiento de un registro que evoca el murmullo. El registro en música es, como se sabe, la zona de la tesitura en la que se ataca: medio, medio-grave, etc.

También se puede hablar de registros del habla: susurrado, murmurado, hablado, vociferado. Ahora bien, la idea de registró, en sus diversos sentidos, es fundamental en Lynch, quien, como hemos visto, es uno de los cineastas en cuya obra están más abiertos, del muy grave al superagudo, de la carcajada al grito y de lo cotidiano a lo místico.

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Y todo eso reposa, a fin de cuentas, sobre el recuerdo de una muerta de la que se habla y se habla y que habría sido todo —al principio, todo lo maravilloso e idealizado que se pensaba de ella, y después todo lo que evoca de desvergonzado e infame.

A Laura Palmer los oídos le deben de silbar en el más allá, ya que es de quien no se deja de hablar en tanto que muerta (hasta el punto que Donna, en un bello monólogo ante su tumba, en el quinto episodio, le reprocha que monopolice la atención), pero que, en tanto que muerta (y eso no desagrada a su mejor amiga) parece más bien que autorice y permita que todo pulule con generosidad sobre su cuerpo, convertido en paisaje.

Recordemos que El crepúsculo de los dioses (una historia contada por su héroe muerto, al que se muestra al principio flotando en una piscina, como Laura Palmer en el río) es una de las películas preferidas de Lynch, y que pone en escena un muerto que habla y reina sobre las imágenes. Muerto que habla y muerta de la que se habla.

«El/la de quien se habla» es también un muerto que oye.

Y, vigilando a la muerta de la que se habla y que resucita la efervescencia de la vida, se halla también la viva a la que se olvida y de la que no se habla, que la serie mete en un discreto armario, no sacándola más que de vez en cuando para mostrarla inconsolable: su madre, la depresiva, la sombría, la oscura Sarah Palmer.

Y, como con Dorothy Vallens, se le hace de todo, pegarle, pero también hablarle suavemente, someterla a choques sensoriales y emocionales, a películas electrochoque para que no se hunda, todo, incluido el cuerpo a cuerpo incestuoso y la medicación de doble filo, con la que se quema a sí misma.

Lynch es quien, primero a través de la pintura y después del cine, se ha dedicado con inocencia, y aparentemente sin pena alguna, a ello.