«No sé qué habría pasado si hubiera continuado haciendo películas como Cabeza borradora. Simplemente, no sé si hubiera podido continuar haciendo cine.» (12)
Es algo que se le suele preguntar, pero el destino ha respondido a la pregunta y, de todas maneras, Lynch no parece haber tenido la intención de revivir la aventura, sino que más bien estaba dispuesto a continuar en condiciones menos excepcionales, en otras palabras, a convertirse en director.
Si lo consiguió sin tener que esperar diez años fue gracias a un ángel bueno llamado Stuart Cornfeld, un productor ejecutivo que había visto la película en Los Ángeles y se había prendado de ella. Telefoneó a Lynch para decirle que encontraba Cabeza borradora extraordinaria. Lynch se lo agradeció. «¿Qué hace ahora?». «Reparo tejados. La acogida no ha sido muy buena y no tengo ninguna propuesta». Esa entrevista fue el comienzo de una amistad y Cornfeld se propuso ayudar a Lynch para que dirigiera otras películas.
Estimulado por él, Lynch se puso a escribir Ronnie Rocket (hoy por hoy aún no rodado), y Cornfeld y Lynch intentaron sin éxito que el proyecto despegase.
Lynch decidió entonces estudiar guiones que no fueran suyos. Unas semanas después, un productor llamado Jonathan Sanger, que tenía una opción sobre los derechos del guión de Chris de Vore y Eric Bergren, El hombre elefante, se lo enseñó a Stuart Cornfeld, que sugirió a Lynch como director. Sanger se quedó sorprendido por el personaje y seducido por la madurez cinematográfica de Cabeza borradora. The Grandmother, que pidió ver, le demostró que no se trataba de un golpe de suerte.
En aquella época se hablaba mucho de una obra de teatro de Bernard Pomerance titulada Elephant Man, que David Bowie interpretaba y que estaba inspirada en la misma historia real, la de John Merrick, el hombre elefante, explotado como un monstruo antes de acabar en un hospital. La obra, que no tenía nada que ver con el guión de Bergren y De Vore, era objeto de una opción cinematográfica, lo que inquietó a Lynch, Sanger y Cornfeld, que desesperaron de poder montar su propia producción.
Finalmente y tras muchos rechazos, el guión se abrió paso gracias a Mel Brooks. Cornfeld era productor asociado de La loca historia del mundo (History of the World, part I, 1981), la más cara de la serie de películas paródicas de las que Brooks había hecho su especialidad. Dio el guión al director, que decidió hacer con él la primera producción de su nueva compañía. Invitaron a Mel a ver Cabeza borradora. David Lynch temió entonces que todo se echase a perder cuando viera la película. A la salida de la proyección, Mel le abrazó y le dijo, en resumen: «Estás loco, pero te adoro».
«Estaba atónito —dijo más tarde el autor de Máxima ansiedad (High Anxiety, 1978)—. Es muy claro, muy hermoso. Como de Beckett o Ionesco. Y muy emocionante» (1).
Hay que agradecer a Mel Brooks haber sentido emoción allí donde muchos otros, comprendida la mayor parte de los que amaban la película, se obnubilaban con sus detalles repugnantes y se quedaban con una impresión casi fisiológica. El hombre elefante se realizó con un presupuesto de seis millones de dólares en un ambiente del que Lynch afirma que estaba bajo el signo de la confianza y la libertad.
Sin embargo, según la prensa, Mel Brooks, que no se impuso en el plato, estuvo bastante al tanto del montaje. No sabemos en qué medida el director de El joven cito Frankenstein (Young Frankenstein, 1974), una parodia en blanco y negro llena de poesía y que poseía en el tratamiento de la historia del monstruo alguna afinidad con la de Merrick, desempeñó algún papel en la película. No es imposible que diera algunos decisivos toques de humanidad. Pero el resultado está ahí.
John Merrick, el héroe de El hombre elefante, vivió a finales del siglo XIX y las fotos tomadas en la época nos permiten conocer su aspecto. Estaba afectado desde la infancia por una rara enfermedad, la neurofibromatosis, que le producía una piel esponjosa y colgante. Su cráneo gigantesco estaba deformado por protuberancias y, en su rostro, el labio superior girado hacia el exterior evocaba vagamente una trompa, de ahí su apodo; a la vez, su brazo izquierdo y sus miembros inferiores estaban especialmente deformados. Padecía además una enfermedad de la cadera y, por si fuera poco, despedía un olor pestilente.
Durante veinte años (según su protector, el doctor Frederick Treves, cuyo libro fue una de las bases del guión) fue paseado por las ferias, cubierto con un sombrero adecuado a su gigantesca cabeza. Treves lo descubrió en un almacén de Londres en el que se le exhibía por dos peniques. «De pie», ordenó el hombre que le explotaba (ese «de pie» inspiró varias escenas del guión) y Treves descubrió lo que a sus ojos era «el espécimen humano más abominable que haya existido jamás». Indignado, hizo que interviniera la policía para impedir la exhibición, sin otro resultado que el de obligar a Bytes, el propietario, a dejar Inglaterra e intentar en vano mostrar su espectáculo en Francia y en Bélgica. Finalmente, Bytes abandonó a su criatura en un tren donde la policía le detuvo. Se encontró sobre ésta una tarjeta de visita que le había dejado Treves. Una vez contactado, el profesor se las arregló para encontrar en el hospital donde trabajaba dos pequeñas habitaciones para alojar al desdichado.
Para atender a su manutención, alertó a la opinión y los donativos afluyeron. Merrick se convirtió en una celebridad a la que se iba a ver. Incluso la familia real le visitó. Al principio se le había considerado retrasado, porque la timidez le impedía expresarse. En realidad era inteligente y cultivado, adoraba las novelas sentimentales y, según Treves, se enamoraba de todas las chicas guapas que iban a verle y sollozaba debido a los gestos de amistad y amabilidad que le demostraban. Le encontraron muerto en su cama en abril de 1890: su enorme cabeza había roto sus vértebras cervicales. A causa de ella no podía dormir más que sentado, apoyado en cojines y con la cabeza entre las piernas, y lo habría entregado todo por dormir como todo el mundo.
Son imaginables los recursos emocionales de una historia verdadera como ésta, pero también la dificultad del rechazo que podía suscitar a menos de tomarse libertades con el relato de Treves tanto con los hechos como respecto a la cronología, libertad que los autores se concedieron (sin contar con que el relato en cuestión había sido puesto en duda por una biografía posterior, de Michael Howell y Peter Ford, que propugnaba una versión menos negra, en la que se contaba que el Merrick histórico se ganaba la vida exhibiéndose él mismo y que tuvo a su lado a su madre, quien se ocupó de él hasta su muerte prematura).
«El guión de Chris y Eric era muy bueno —cuenta Lynch—, pero tan próximo a la realidad que tan pronto remontaba como se venía abajo. Se reestructuró totalmente. Fue un trabajo de equipo. El principio y el final no estaban en el guión original. Aprendí mucho del trabajo de escritura, que nunca había practicado verdaderamente» (9).
Como veremos más adelante, el guión, a fin de cuentas bastante corto, mejoró cuando hicieron coincidir la mejora de la suerte de John Merrick durante el día con una degradación de su vida por la noche (la idea de los mundos paralelos parece que se debió a Lynch). También se inventaron que Bytes, el propietario, volvía a tomar posesión de su criatura, una vez ésta creía haber escapado de su condición de monstruo. Por último, se utilizaron elementos de misterio hasta el límite de sus recursos para mantener al espectador en vilo: primero, la revelación del físico de Merrick, que el doctor descubre casi al principio, pero el espectador cuarenta minutos después (a través de la mirada de una enfermera); en segundo lugar, su adquisición del habla y con ella la revelación de que Merrick no era un retrasado mental sino un hombre inteligente y aterrorizado.
Sobre el papel, en abstracto, podría haberse producido una especie de exageración de los efectos. En la pantalla, gracias al particular estilo de Lynch, la solemne dramatización de la doble revelación —de un aspecto físico y de una voz— se convierte en un turbador ritual.
Tras su fallido periplo europeo, era la primera vez que Lynch dejaba Estados Unidos durante una larga temporada, ya que el rodaje y la posproducción de El hombre elefante le obligaron a pasar un año en Inglaterra (país de la acción, pero también de la mayor parte de los intérpretes y del equipo), desde la preproducción hasta la copia final.
Después habló del rodaje de El hombre elefante como de su «mejor y peor experiencia», a causa del nerviosismo que le producía su nueva responsabilidad, de la presión —que ignoraba hasta entonces— de un gran equipo y una planificación apretada y, por último, del pánico que le daba fracasar en un proyecto que para él era la última oportunidad. Y, sobre todo, además tenía que dirigir a actores tan curtidos como Anthony Hopkins o John Gielgud. Incluso parece que hubo fricciones entre Lynch y Hopkins, ya entonces un actor excepcional, pero difícil y alcohólico.
Para Lynch, esa tensión era de lo más normal: «Tenía que trabajar con tres grandes actores, sobre una historia victoriana real y en un país desconocido. Primero pensé que no lo conseguiría, que no podría meterme en el ambiente. Ni siquiera encontraba los decorados adecuados. De repente, un día, mientras visitaba un hospital abandonado en el este de Londres, saltó una chispa: todo estaba allí, la atmósfera, las salas, los largos pasillos» (16).
No sólo de grandes actores estaba rodeado Lynch, sino también de profesionales consumados en el equipo técnico.
Freddie Francis (que volvió a trabajar con Lynch en Dune) era uno de los mejores operadores jefe británicos que, además, había ya dirigido él mismo para la Hammer películas fantásticas no desprovistas de atmósfera. Sin duda aportó a Lynch su experiencia del planteamiento de las escenas y de la gran pantalla.
Cuando Lynch leyó el guión lo visualizó en blanco y negro, pero no se atrevió a hablar con Mel Brooks, que, afortunadamente, estaba de su lado. «Era una elección, a causa del ambiente, la industria, el humo, las callejuelas sombrías» (9). Había habido precedentes de películas en blanco y negro realizadas en plena dictadura del color, tales como Manhattan (Manhattan, 1979), de Woody AlLen o, precisamente, El jovencito Frankenstein, citada anteriormente.
Pero el blanco y negro de El hombre elefante no tiene nada de chic, de camp o de retro; al contrario, refleja el humo, la mugre y la miseria. Una multitud de grandes y pequeños detalles introducidos probablemente por Lynch nos recuerdan durante la película cuáles eran en la época las fuentes de energía y las herramientas para la cirugía, la iluminación o la calefacción y qué atmósfera podían crear. Se ve a Treves operando a un obrero abrasado por las máquinas y escarificar una herida con un hierro al rojo vivo; en las calles brumosas, los hombres trabajan con pesadas máquinas que martillean el suelo; la llama de una lámpara de linterna mágica arde durante la conferencia de Treves. También aparece la iluminación de gas de las salas del hospital y la gran caldera del establecimiento. Incluso en las pesadillas, Merrick está obsesionado por imágenes de talleres sombríos en los que trabajan hombres como esclavos…
Pero en la pantalla, la fuerza de las imágenes la da el hecho de que no se trate de toques verosímiles para una reconstrucción, sino que las llamas y los humos existen a los ojos de Lynch y por lo tanto, a los nuestros.
La elección de la pantalla ancha es más inesperada, tratándose de un cineasta que trabajaba por primera vez en condiciones normales de estudio. Lynch la adoptó con entusiasmo y la ha conservado en todas sus películas posteriores, no permitiéndose más que una infidelidad en Fuego, camina conmigo.
El cinemascope le sirvió no tanto para llenar la imagen de detalles decorativos como para aumentar alrededor de los personajes el vacío, la zona inactiva de la imagen, para crear un tiempo espacial. Por eso, cuando Twin Peaks le obligó a volver a la forma rectangular habitual para la televisión, Lynch lo compensó, en los episodios que realizó, haciendo planos muy amplios.
En los créditos de El hombre elefante encontramos también el nombre de Alan Splet para el sound design. Lynch y él no tenían el mismo margen de fantasía que en Cabeza borradora, pero consiguieron introducir, sirviéndose de los detalles en la decoración antes mencionados, algunos momentos de golpes sordos, silbidos y pitidos de vapores e incluso suaves sonidos eólicos de naturaleza cósmica, captados por el oído del espectador mediante el principio, ya adoptado en Cabeza borradora, de corte sincrónico con el cambio de plano (la caída de la noche en la sala del hospital).
Incluso en algunas escenas cuyo decorado no requiere ningún sonido de ese tipo se oye un murmullo cósmico abstracto, pero siempre con un registro concreto, el tan claramente lynchiano que evoca la intimidad, una voz que nos habla al oído: como cuando Treves sale del hospital para ir a ver la exhibición del hombre elefante o cuando, sin conseguir dormir, se interroga sobre su moralidad, con los ojos abiertos en la noche.
Otro de los efectos sonoros notables en la película es la insistencia en la respiración penosa, asmática y aterrorizada de John Merrick cuando aún no se han visto sus rasgos bajo su capucha. Como si hubiese un continuum entre la sensación, ofrecida principalmente por el canal sonoro, de la maquinaria corporal desgastada y sufriente, y las evocaciones industriales de la película.
Por último, la hermosa música de John Morris insiste en el carácter melodramático de la película: está casi únicamente basada en temas con un compás de tres por cuatro (que sugieren el giro sobre el mismo lugar, más que la marcha y, por lo tanto, expresan la idea de fatalidad). Un vals suave y desgarrador como un lamento (tema del hombre elefante), un vals chispeante y mecánico, como gaseoso, para la feria, un scherzo implacable a lo Mahler (el martirio de John Merrick a manos de sus visitantes nocturnos) y, por último, un vals vienés suntuoso y gélido para la representación de la pantomima. También se reconoce, en el contracanto de los créditos un aire a lo Nino Rota (la caída cromática incesante irresistiblemente atraída hacia el bajo) que proclama el gusto del director por Fellini y La Strada (que es, como El hombre elefante, la historia del calvario de una criatura confiada e inerme).
En cuanto a la orquestación, debida a Jack Hayes, integra instrumentos vinculados con la idea de infancia y de caja de música (flauta dulce, metalófonos, etc.). No obstante, John Morris no tuvo el privilegio de acompañar con sus melodías los últimos instantes del héroe. Lynch escogió para ese momento una música neoclásica de Samuel Barber, su Adagio para cuerda, que, afortunadamente, no actúa como una pieza postiza, lo que hace pensar que el director rodó la escena basándose en el ritmo grave y litúrgico de la música.
El estreno de la película en Nueva York tuvo lugar en octubre de 1980. El éxito fue mundial y ha sido hasta la fecha el mayor triunfo público de Lynch en el cine (dejando aparte la serie televisiva Twin Peaks), acompañado por ocho nominaciones a los Oscar y un premio en Avoriaz. Pero fue un éxito esencialmente popular que suscitó la desconfianza de numerosos cinéfilos, incluidos muchos admiradores de Cabeza borradora, ya que El hombre elefante es una película cuya apariencia exterior es clásica (lo que se traduce por convencional) y es sentimental y lacrimógena, lo que no se hubiera esperado de Lynch; todo ello acentuaba la desconfianza. Hubo incluso quien declaró que la película era «abyecta» viendo en ella una apología de los buenos sentimientos burgueses y un odio de clase antipopular; veremos más adelante lo que nosotros pensamos.
En todo caso, Lynch no reniega de su obra: «Pienso que he hecho el mejor trabajo que podía hacer. Y no he hecho componendas, quizá en dos o tres momentos, pero no más» (12).
¿Perdió a Lynch su entrada en el cine comercial?
El hombre elefante empieza, tras los títulos de crédito, con una serie de imágenes y de sonidos oníricos que evocan el nacimiento del pequeño John Merrick: primero, unos ojos inmensos miran al espectador con el sonido de una caja de música. Los ojos, como revela un zoom hacia atrás, son los de una fotografía de mujer enmarcada. El clima se hace dramático con imágenes de elefantes de una textura deformada y confusa; los monstruos, de los que se destaca su piel arrugada, avanzan hacia la cámara. Una mujer tirada en el suelo grita agitando la cabeza de derecha a izquierda y el barritar que se oye podría salir de su boca. Un fundido encadenado sugiere el paso del tiempo. Luego oímos llantos de bebé con la imagen de un pequeño champiñón de humo muy blanco, —idea visual tan extraña como expresiva para designar una vida que nace.
Súbitamente, una explosión de luz y sonido produce un choque brutal: es una fiesta popular por la que se pasea un hombre de buena sociedad. El hombre entra en una galería de monstruos por una entrada prohibida; está interesado por un telón.
La acción ya está en marcha: durante todo el principio de la película nuestra curiosidad acompañará a la del señor Frederick Treves, un cirujano respetado y humanista. ¿Curiosidad morbosa, deseo de impresionar a sus colegas descubriendo un espécimen raro, compasión por el prójimo? No se sabrá nunca y, a decir verdad, la ausencia de una clave psicológica no molesta en absoluto. La interpretación vivida y concentrada de Anthony Hopkins, que juega con el contraste entre su locución rápida y franca y la mirada perpetuamente húmeda y atenta de sus ojos claros, sugiere un motivo suficiente: una ávida curiosidad infantil ante el enigma y el misterio.
Impaciente por ver a un cierto hombre elefante, cuya exhibición parece tan repugnante como su exhibidor, Bytes, que es expulsado de todos los sitios, Treves consigue verlo en una representación privada; y la visión de los rasgos del hombre elefante, hasta ese momento detrás de su telón, hace que una lágrima, de la que apenas parece consciente, se deslice sobre su rostro (pero para el espectador aún no está permitido mirarlo). Treves hace ir a Merrick al hospital para examinarlo, pero no le arranca ninguna palabra. Lo presenta a sus colegas como un caso interesante antes de reenviarlo con Bytes. Todo podía acabar ahí.
Pero Bytes pega cruelmente a su criatura. Treves, advertido, decide salvar a Merrick de su verdugo y darle una habitación en el desván. El director del hospital, Carr Gomm (John Gielgud), aunque lleno de comprensión, teme que haya alguna irregularidad en la admisión de un incurable. Envían a una joven enfermera a llevar un plato de comida al «enfermo del cuarto de arriba»; sube, abre la puerta y grita: por fin un breve plano nos revela por primera vez el rostro de la criatura y que el monstruo tiene el mismo miedo, si no más, que los que le ven.
Con su gran y desproporcionada cabeza que tiene los ojos tristes de John Hurt, de hecho no hemos encontrado un monstruo, sino un niño: tiene miedo como un niño, escucha atentamente lo que le dicen, etc. El guión parece orientarse entonces hacia una resolución prematuramente feliz.
Ahí interviene el portero del hospital, un hombre zafio y cínico, que ve en Merrick una ocasión de aprovecharse cobrando por exhibiciones clandestinas del monstruo. A partir de ese momento, cuanto más se arregla oficialmente la suerte del hombre elefante, más son atormentadas sus noches por las visitas conducidas por el portero, en las que se suceden hombres y mujeres que acuden para degustar sensaciones (comprendidas las sexuales) y que le hunden en su diferencia y fealdad.
Señalemos que Merrick, del que mientras tanto hemos sabido que sabía hablar, no dice nada a Treves de sus desgracias nocturnas, lo que acentúa en el espectador la impresión de que el día y la noche son dos mundos estancos, con sus leyes propias, y de que la noche es el reino del portero, omnipotente con su manojo de llaves, mientras que el día es el de la gente decente. Por otra parte, los guionistas cuidaron de que no hubiera ninguna escena que reuniese a unos y a otros antes del momento en el que el hombre elefante desaparece del hospital.
En el mundo diurno, Merrick se hace querer por todos, muestra sus delicados sentimientos y su conocimiento de la Biblia o es recibido en casa de Treves. Se convierte en una atracción para la buena sociedad londinense y, como broche final, ve cómo se le ofrece una pensión real para toda la vida. En el mundo de la noche, su sueño es pesado y penoso, atravesado por pesadillas, y su tranquilidad hollada por los visitantes. Pero la alternancia no funciona más que porque David Lynch magnificó la aparición del portero de noche en una bella escena muda, teatral y operística a la vez, que sirve de tamiz y nos hace entrar en el juego de ese vaivén infernal.
Finalmente, tras una velada en la que el hombre elefante ha sido tratado por el portero de una manera especialmente horrible, se deja arrastrar por su antiguo amo y desaparece sin decir una palabra. Encontramos a Bytes y Merrick en Ostende, en una feria en la que la sórdida exhibición del hombre elefante enfermo, molido a patadas por un Bytes más ebrio que nunca, no encuentra ningún éxito. Ante tanta crueldad, un enano, un hombre-león y un gigante unen sus esfuerzos para liberar a Merrick y pagarle un billete de vuelta. En la estación de Londres, Merrick, que ha recuperado su uniforme de peregrino (una capa, bajo la que renquea, una capucha agujereada por una sola ventana cuadrada, chuscamente cubierta por una gorra informe, y un bastón) sufre las pullas de una banda de golfillos, es perseguido por la multitud porque en su huida ha arrollado a una niña y en unos lavabos, por fin acorralado, da su primer grito de rebeldía, que nace como un bramido terriblemente emocionante: «I’m not an elephant! I am not an animal! I am a human being…».
Advertido Treves, recupera a su amigo. El hombre elefante está de nuevo en su casa, pero ya no por mucho tiempo, y sus amigos quieren endulzarle sus últimos instantes. Asiste a la representación de una pantomima que le dedica la actriz Madge Kendal, es aplaudido por el gentío y tras una larga conversación con Treves, agotado, decide dormir tumbado por primera vez. Sabemos que morirá así, y al son del Adagio de Barber cumple el ritual de acostarse por última vez.
Así es que el guión está construido de manera muy clásica en tres actos: el descubrimiento del hombre elefante; su estancia en el hospital y su admisión progresiva, no desprovista de ambigüedad, en una sociedad ávida, como ha dicho muy bien Serge Daney (9), de mirarse en sus ojos y, después, tras su último calvario, su fin y su muerte. El via crucis está puntuado por las tres circunstancias en las que se le pide que se levante: primero como monstruo de feria, después como fenómeno médico delante de un anfiteatro de doctores, por último en el teatro para ser aclamado. La más turbadora es la del final, ¡cuando nadie sabe exactamente qué está aplaudiendo!
Entonces, ¿qué se le puede reprochar a la película en el plano moral?
Quizá en principio que Merrick, además de su pasividad constante, en lugar de reivindicar su monstruosidad no aspire más que a una cosa: a la normalidad, una normalidad bienpensante y burguesa. Es la fuente de muchas escenas de un humor especial, por ejemplo, cuando Merrick, al que hasta entonces se le había visto con un camisón de hospital, se pavonea con su elegante traje con chaleco y leontina, recibe piropos de las enfermeras y cuando le dejan solo imita una conversación mundana, con la voluptuosidad de ser respetable.
Sin embargo, la voluntad de ser-como-los-demás, de «dormir como todo el mundo», de «tomar el té como todo el mundo» es conmovedora. Aunque es posible exasperarse por la sumisión de Merrick, no se le puede criticar por no ser un rebelde, o más bien que su único momento de rebeldía sea para reclamar ser como los demás: «a human being», porque precisamente, sobre todo en los países donde se sufre el racismo, ésa es la reivindicación legítima de millones de personas, tener el derecho otorgado a los otros de ser el señor o la señora tal o cual. Es emocionante no porque sea moralmente ejemplar, sino porque es verdad.
Hay quien se molestó por el retrato que la película trazaría de las clases populares, riéndose descomedidamente de la deformidad del héroe, excitándose al verle, etc. Sin embargo, la película no los juzga, sino que los trata a la manera de Dickens: la aspereza y la rudeza que se confiere a algunos personajes es de esa índole. La gente que va a ver al hombre elefante no es especialmente mala, son como nosotros, son nosotros. El guión maneja un constante paralelismo entre la curiosidad distinguida pero morbosa de los bienpensantes y la más directa de los otros, mostrándolas como de la misma naturaleza. En una escena muy bella, que muestra una vez más —a través de la interpretación de Wendy— cómo el cine inglés es el único en Occidente que da una imagen digna, sin insipidez ni demagogia, de las clases populares, la enfermera jefe protesta con todo su sentido común y su compasión ante Treves por el malsano desfile de la gente distinguida ávida de sensaciones. Por otra parte, el personal subalterno femenino del hospital está retratado con humanidad y ternura.
Más tarde, cuando Treves, furioso, busca al portero para pedirle pistas de Merrick, no se nos muestra a un bueno y un malo, sino a dos hombres de dos clases sociales diferentes de los que uno, el cirujano, seguro de estar del lado bueno, rehusa escuchar lo que el otro le dice. Por último, no hay que olvidar que en el consejo de notables figura un desagradable individuo opuesto a la admisión de Merrick.
¿De dónde viene entonces la impresión descrita más arriba, no basada en la letra del guión, y que parecen haber sentido hasta los admiradores? Quizá del hecho de que Lynch se interesa visiblemente por los efectos de contraste y de paralelismo en el ámbito mítico y simbólico que permite su historia, lo que le lleva a utilizar al máximo —y quizá a admitir— la diferencia social como lo que separa e individualiza, aunque al mismo tiempo no enuncia a través de su mirada ninguna condena moral.
Sea como sea, El hombre elefante no hace de John Merrick ni una víctima propiciatoria (tipo Quasimodo), ya que muere en su cama, ni un rebelde prometeico. Quizá sea eso lo que haya podido molestar: la falta de respeto a una tradición, finalmente criticable, que rehúsa al no-como-los-demás el derecho al anonimato de la normalidad.
El hombre elefante es también una gran película hecha en común. Sería injusto no decir lo que debe a sus intérpretes, y a John Hurt en primer lugar. Quienes, semejantes a los personajes de la película, no miran más que a las apariencias, objetarán que un actor que lleva sobre el cráneo varias capas de plástico esculpido con dos agujeros para los ojos y otro para la boca tiene más de efecto especial ambulante que de candidato al Oscar. Es olvidar cuál es el principal vehículo de un actor que habla: ¡la voz! Sin ningún trucaje técnico, John Hurt da a Merrick una asombrosa voz de falsete que combina, en una insólita intersección que aporta mucho a la película, la articulación laboriosa de un discapacitado, las entonaciones llorosas de un niño y, por último, cuando el hombre elefante se hace frívolo, los acentos de la high-society. Además, la naturalidad y el ritmo de sus gestos son impresionantes.
Anthony Hopkins es también un notable Treves, lo suficientemente sencillo y transparente para servir de polo de identificación neutro al espectador. Cuando Freddie Jones le presenta su monstruo, Hopkins expresa muy bien su fascinación infantil, con sus ojos intensos y la lengua bien visible en la boca abierta. Habla con frases cortas y secas a pequeños intervalos, como si reflexionase a menudo, y crea con su ritmo una focalización intensa de la mirada sobre lo que ve: a través de él construimos nuestra mirada sobre el hombre elefante.
Freddie Jones (el actor al que Fellini convirtió poco después en el narrador-exhibidor —¡otro!— de Y la nave va [E la nave va, 1983]) es un Bytes épico, un personaje a lo Micawber: la manera en la que se sostiene de pie cuando está borracho es grandiosa.
Hay un punto común entre los tres personajes, y es que los tres tiemblan sobre el terreno (los otros, como la señora Kendall, Carr Gomm y el portero, son al contrario fríos y serenos). Merrick tiembla de terror, paralizado ante su amo o el portero, Treves de curiosidad morbosa y de interés juvenil, y Bytes de ebriedad y nervios. La agitación interior y reprimida, realzada por una rigurosa sencillez del encuadre y un ritmo ineluctable de la sucesión de escenas, da a la película su toque Lynch, más visible como tal que en Cabeza borradora: el arte de filmar con una gran intensidad a quienquiera que esté allí colocado.
Lo que algunos pueden tomar por rigidez y clasicismo —la simplicidad de los planos— es una manera de preservar una dimensión mítica. Lynch crea en El hombre elefante una atmósfera de teatro ritual en estampas. Por supuesto, es ayudado por el hecho de que, bajo su maquillaje, John Hurt es a pesar de todo una semimarioneta parlante, un personaje de teatro japonés del que Treves y Bytes son los exhibidores.
Gracias a los actores y al espacio que crean por medio de su interpretación y sus cambios de registro en las voces y las pausas entre las réplicas, la película se convierte en una representación teatral por la que nos sentimos fascinados. Freddie Jones es quien da el tono teatralizando todas sus escenas, incluso cuando Merrick es su único público (la escena en la que le recupera y le anuncia con énfasis y pausas dramáticas que tienen que volver a viajar).
Los golpes teatrales en la película están asimismo ofrecidos como tales y realzados por el ritmo de las escenas, que deja al espectador tiempo para reaccionar y tomar conciencia de su reacción, en un ir y venir película/sala que pudo molestar a muchos cinéfilos, como si se tratara de violentar su sensibilidad.
Y es que El hombre elefante pertenece al cine popular y emplea procedimientos que le acercan a la inmediatez del teatro. Especialmente mediante lo que se podría llamar los planos de «desengaño», al insistir en la derrota de un personaje a través de una imagen sostenida de su reacción, que le señala como blanco del público: por ejemplo, la del antipático Broadneck.
La sucesión de imágenes obedece a una literalidad total, sin elipsis. De lo que se habla, se muestra; lo que alguien ve, aparece o está claramente señalado como no mostrado. Todos los procedimientos están a la vista.
Por otra parte, El hombre elefante es una película de timing, de respiración. El efecto patético se mantiene con un recorte en numerosas secuencias breves, concluidas en fundidos en negro, que se producen a menudo en medio de una situación, dejándola interrogativamente en suspenso. Con la continua tensión emocional que mantiene la película (para compensar lo escaso de su guión), los fundidos en negro tratan de coincidir con un aumento de la respuesta emocional de los espectadores, como cuando se busca un rincón oscuro para sollozar.
Por ejemplo, en el curso de la escena en la que Merrick está invitado en casa de su protector, cuya esposa está al borde de las lágrimas (si se considera que incitan ladinamente las del espectador hay que recordar que son adecuadas a la sensibilidad de la época evocada en la película). Cuando Merrick habla de su madre y de la pena que le causó su nacimiento, ella rompe a llorar y Merrick le tiende su pañuelo diciendo «Please». El rápido fundido en negro que cierra la escena sobre esa palabra es un pañuelo con el que se invita al espectador sensible a que seque su propia emoción.
O bien es el rostro de Merrick cuando la actriz le dice con coquetería: «—Es usted un Romeo. —I am?» o el rostro de Treves atravesando una crisis de mala conciencia: «¿Soy bueno o malo?». A cada una de las interrogaciones, el desglose responde con un fundido, que funciona como un espejo negro que envía al espectador la pregunta planteada.
Como numerosos testimonios y nuestra esperanza personal dan fe, El hombre elefante es uno de los más eficaces tearjerkers, como dicen los americanos, un melodrama lacrimógeno, jamás realizado desde la invención del cine y eso nos parece no tanto debido al recurso a medios fáciles (a Merrick le pasan menos calamidades que a muchos personajes de película) como al hecho de que Lynch y sus actores supieron trabajar el cuerpo con algunos ritmos, algunas miradas y algunos tonos de voz que recrean la cruel dulzura de la infancia.
Desde la primera imagen tras los títulos de crédito —dos ojos femeninos que nos alcanzan al corazón—, El hombre elefante es una película de rostros hasta en la materia de su suspense: es la cabeza del hombre elefante lo que estamos impacientes por ver y es en sus ojos donde estamos ansiosos de leer algo. Numerosas secuencias de la película terminan con un rostro interrogativo, asombrado o alterado, y somos entonces, gracias a frecuentes contraplanos, el niño pendiente de los rostros que representan para él todo el poder y toda la sabiduría, y cuya tensión le afecta directamente. Los rostros son retratos de los que la fotografía ha extraído una alteración que nos afecta. Debido al tema mismo hay en la película muchos rostros reaccionando —desamparados, excitados, iluminados, incluso transidos de asombrada fascinación— al espectáculo de Merrick. Cuando Anne Treves, ante el espectáculo del hombre elefante, que la turba, se vuelve hacia su marido como una niña pidiendo socorro, nosotros somos a nuestra vez niños trastornados al ver a nuestros padres descompuestos.
En este sentido, y dado su uso del «plano de reacción», Lynch ignora (más que lo atropelle o transgreda) el código de honor implícito en una cierta modernidad que prohíbe precisamente esos planos, que recurren a una complicidad sala/pantalla que ella no acepta.
Aparentemente, lo paradójico residiría en que hubiera hecho una película tan popular con unos actores extremadamente refinados.
Al ver El hombre elefante y, sobre todo, las obras posteriores de Lynch parece que, más allá de las dificultades de un primer contacto con un estilo de trabajo nuevo para él, Lynch aprendió enormemente con esos artistas, y que su sentido de la gestualidad y la distancia y su trabajo con los registros de voz (los actores ingleses no tienen miedo a utilizar el falsete) aportó a su cine un valioso modelo de interpretación. Le indujo a la búsqueda de un registro no naturalista, shakespeariano, del habla; esa manera de recorrer en la dicción un amplio abanico de articulaciones, de modos de hablar y de tesituras que trabajó en Dune (con la ayuda de la coach Maggie Anderson) y que utilizó hasta en Terciopelo azul.
La particular alquimia de El hombre elefante se basa en la conjunción de un estilo de interpretación sutil y evolucionado y un lenguaje cinematográfico arcaico.
La profunda sabiduría de la puesta en escena (qué importa entonces que Freddie Francis y Mel Brooks hubieran intervenido mucho) habría sido la de dar resonancia a la interpretación, concederle un marco lo suficientemente abierto y flexible para no ahogarla, siendo a la vez lo bastante rígido y tenso como para hacerla resonar de manera que lo enriqueciera y lo llevara a otra dimensión.
Por otra parte, lo que se puede llamar «marco» en la película no se limita al encuadre de la imagen en la pantalla, sino que se extiende a la escena en su conjunto, delimitada por los fundidos ya comentados. Los cortes de sonido, las pausas de los actores entre algunas frases o algunos gestos, todo en la película hace el efecto de estar en un marco tenso, de tal manera que las intenciones interpretativas y las situaciones son como impactos sobre una membrana con una tensión ideal, que crean notas puras.
Con El hombre elefante, película sin ínfulas de autoría, Lynch se confirma también como una auténtico artista, en el sentido en que sus elecciones no están filtradas por el ansia de parecer inteligente y en que tiene la madurez de atender a su tema y a sus instrumentos —los actores— y dejar que actúe su función pasiva de receptividad respecto a él con el fin de permitir que la película surja más allá de sí mismo.
Cabeza borradora, Terciopelo azul, Corazón salvaje o Fuego, camina conmigo son películas que Lynch buscó hacer. El hombre elefante o Dune son fruto de las circunstancias. ¿Y son menos interesantes? No lo vemos así.
El considerable éxito mundial de El hombre elefante popularizó el personaje de Lynch. Los que iban a entrevistarle se quedaban sorprendidos por su aspecto sonrosado y tranquilo y su porte atildado. Se supo que le gustaban los pantalones beige anchos y las camisas blancas sin corbata y con el cuello cerrado (¡en los tiempos de Cabeza borradora se ponía tres corbatas!). El estilo de su indumentaria se enriqueció posteriormente con una gorra de visera alargada —la misma que hizo llevar al niño de Sailor y Lula en Corazón salvaje—, gorra que le proporcionaba el perfil de uno de sus animales fetiche, el pato.
Se propagaron historias sobre sus pasatiempos conocidos y sus inocentes excentricidades: construir cabañas y disecar cadáveres de animales, coleccionar moscas muertas que clavaba sobre planchas, recuperar de los montones de desperdicios cosas como chicles usados con los que hacía esculturas, etc. Una frase de Mel Brooks al respecto («un James Stewart del planeta Marte») tuvo mucho éxito.
Años más tarde apareció otro aspecto de Lynch, el de hermano mayor protector y tranquilizador, benévolo en los rodajes. «Eagle Scout», scout de la patrulla de las águilas, es un título que se divirtió entonces en poner en su biografía al lado de su fecha de nacimiento, de manera que hubo críticos que creyeron que se trataba de su lugar de nacimiento. Sus actores aprecian en él a un director que les da confianza, invierte en ellos y no se aferra a las cuestiones técnicas, sino que les deja desenvolverse. La vinculación recíproca —oficializada por el gusto bergmaniano proclamado por Lynch de volver a emplear a los mismos comediantes hasta constituirse en una compañía— va más allá de los elogios convencionales que los actores y directores se obsequian unos a otros en las páginas de los press-books o en las apariciones promocionales. No deja de tener interés recordar, frente a la imagen mediática de Lynch, la de un cineasta manierista y pirotécnico, lo que hace que se pase de largo por sus películas, y que, sobre todo, ocultó, cuando se estrenó Fuego, camina conmigo, un aspecto apasionante de la obra: el solo bergmaniano sobre un personaje y su intérprete.
Tras el éxito mundial, a la vez de crítica y público, cabe preguntarse por qué Lynch no siguió con Brooksfilm. ¿Quizá Mel Brooks llego a interferir demasiado en el montaje? ¿O bien el fracaso de público de la primera parte de La loca historia del mundo le aconsejó limitar sus proyectos de producción? Sea como sea, fue con George Lucas y con Francis Ford Coppola, ambos también independientes, con quienes comenzó a plantearse diferentes proyectos.
El primero le propuso en 1981 que dirigiera el tercer episodio de la primera trilogía de La guerra de las galaxias, El retorno del Jedi (The Return of the Jedi, 1984). Era un signo de estima y de confianza, si se tiene en cuenta la apuesta considerable, tanto financiera como sentimental, vinculada a esa tercera parte, que tenía que igualar el éxito mundial de las dos primeras. Por otra parte, es posible sorprenderse por la opción de Lucas, dado que el acento se había puesto, tanto en La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977) como en El imperio contraataca (The Empire Strikes Back, 1980), en el brío de los encadenamientos y la ligereza del tono general, dos cualidades inversas a las que, según sus dos primeros largometrajes, había podido manifestar Lynch. Antes de Lucas, las películas de ciencia-ficción —y había habido excelentes en los años cincuenta— eran solemnes en cuanto la acción se desarrollaba en el éter, como si se temiera trivializar el desplazamiento espacial. La guerra de las galaxias transformó tales hábitos e hizo rugir a las naves espaciales como si fueran coches de Fórmula 1. La propuesta de Lucas demuestra que quería dar a la tercera parte, al lado de las dosis de intrepidez obligadas, un tono más grave, de acuerdo con el proceso de madurez de los personajes y las pruebas que atravesaban. Sea por lo que sea, Lynch rehusó, y finalmente fue Christian Marquand quien dirigió el tercer episodio.
Las razones dadas por Lynch son claras y lúcidas: por una parte no quería rodar una «secuela», lo que le obligaría a recuperar y respetar personajes ya definidos y, por otra, no hubiera sido su película, sino en gran parte la de Lucas.
En esa época, Francis Ford Coppola, poderoso tras el éxito de sus dos El padrino (The Goodfather, 1972-1974) y de Apocalypse Now (1979) buscaba en su sociedad Zoetrope tanto revolucionar el proceso de rodaje de las películas como atraer a todos los autores interesantes; era la época inaudita en la que Wim Wenders, Hans-Jürgen Syberberg, Werner Herzog o Dusan Makavejev se reunían en su mansión de Napa Valley, cerca de San Francisco, y Lynch formaba parte de los autores que quería atraer. Lynch le expuso su proyecto Ronnie Rocket: «La historia de un hombrecito de un metro que funciona por corriente alterna y tiene problemas físicos». La quiebra de los estudios Zoetrope en 1981 como consecuencia del fracaso de público de la bella película Corazonada (One from the Heart, 1982) obligó a su director a abandonar todos sus proyectos.
En todo caso, en casa de Coppola fue donde Lynch encontró a Sting, entonces conocido sobre todo como el cantante del grupo Police, aunque ya había intervenido en el cine. Le contrató para el papel de Feyd Rautha en Dune.
Efectivamente, meses más tarde la noticia cayó como una bomba tanto entre los fans de Cabeza borradora y El hombre elefante como entre los amantes de la más célebre y más vendida de las novelas de ciencia-ficción: David Lynch iba a dirigir Dune.
Los proyectos no consumados sobre Dune constituyen en sí mismos una novela y representaron unos gastos que hubieran bastado para hacer tres películas.
Para los no familiarizados con la ciencia-ficción, habrá que recordar lo que cuenta esta novela, de la que se han venido millones de ejemplares en todo el mundo.
Sin duda, su autor, el americano Frank Herbert, no había previsto este destino cuando comenzó una saga con la forma de un relato de tres episodios en la revista de ciencia-ficción Analog, relato que desarrolló y aumentó para su publicación en libro y que la película sigue con bastante fidelidad.
La novela tiene como marco un lejano período del futuro en el que la especie humana se ha dispersado por el espacio. El «emperador del universo conocido», Shaddam IV, debe contar con una potente flota de navegantes. Dune, también llamado Arrakis, es un planeta desierto que representa para la flota y el universo habitado una apuesta importante, ya que sobre su suelo arenoso se encuentra una maravillosa especia cuya utilización otorga poderes adivinatorios… y ojos totalmente azules. Otra de sus atracciones es la presencia de «gusanos de la arena» que pueden medir hasta varios centenares de metros de largo. En Arrakis vive un pueblo valiente e indomable, los fremen, que creen en la venida de un Mesías que se pondrá a su cabeza para restablecer sus derechos y la verdadera fe.
De hecho —y es ahí donde Dune explota y critica a la vez el mito mesiánico— esa creencia ha sido implantada en el planeta con el fin de manipular a los indígenas por el Bene Gesserit, una orden secreta femenina cuyo objetivo último es el de producir por selección genética un individuo varón perfecto, dotado de poderes psíquicos fantásticos, el Kwisatch Haderach.
Cuando comienza la novela, sabemos que Jessica, la esposa de uno de los jefes de clan, ha infringido las órdenes de la reverenda madre de la orden: dar a luz a una niña. Por amor a su marido, el duque Leto, Jessica concibe a un varón (los medios para el control del sexo no se explicitan). Es indudable que Paul, ese joven concebido contra las ordenanzas, que se beneficia de una educación física y psíquica de élite, llegará a ser después de múltiples pruebas el famoso Kwisatch Haderach.
Perseguido por el odio del clan Harkonnen, que mata a su padre gracias a la ayuda de un traidor, Paul se encuentra abandonado con su madre en el planeta de la especia. Allí, ayudado por su entrenamiento especial y los consejos de Jessica, se hace reconocer por los fremen como su Mesías y, a su cabeza, emprende la guerra contra el Imperio saboteando las minas de especia, sobre las que reposa el sistema comercial de la galaxia. Entra finalmente en la mansión imperial y se casa con una hija del emperador, Irulan, que se convertirá en la cronista de la epopeya.
Mientras tanto, Paul, bautizado Muad’dib por sus tropas fremen, ha vivido la experiencia de la especia y desarrolla sus poderes latentes junto a su hermana pequeña que, nacida en la especia (como Obélix, que «se cayó dentro cuando era pequeño»), amenaza con ser mucho más poderosa y sanguinaria que él.
Pero no es sólo la trama heroica lo que produjo el éxito de Dune. Después de todo, el floreciente género de la heroic fantasy (forma de novela heroica que sitúa en un futuro o un pasado remoto o en otros planetas historias legendarias inspiradas en el ciclo de la Mesa Redonda) conocía otros brillantes autores y otros ciclos ambiciosos.
Una primera originalidad de la obra es su obsesión ecológica. Arrakis es un planeta de arena tan desprovisto de lluvia y de agua que este elemento, necesario para la vida, se ha convertido a la vez en una preocupación cotidiana y vital y en un importante tema religioso y simbólico. Para no morir deshidratados en ese desierto, los fremen llevan unos trajes especiales, los «destiltrajes» (stilsuits, en inglés) que contienen un sistema de captadores y tubos que recupera los fluidos del cuerpo, los filtra y los recicla.
Una segunda razón es, sin duda, el eco en el libro de los temas de los años sesenta y setenta: la especia evoca tanto el petróleo, por sus implicaciones económicas, como la droga, especialmente el LSD. Por eso, cuando la película se estrenó en 1984, hubo quien se preguntó ingenuamente si la historia no estaba anticuada, ¡como si la droga y la preocupación ecológica hubieran sido invenciones de los sesenta y no los hubieran sobrevivido!
Una tercera razón, más profunda a nuestro entender, es la magia de la onomástica, que Frank Herbert utiliza magistralmente; esa mezcla de nombres propios, a la vez familiares, ya que están inventados a partir de culturas conocidas (especialmente la musulmana), y diferentes. La idea misma de dar dos nombres diferentes al planeta de la especia, siendo el que da el título al libro el menos utilizado, es un hallazgo genial, que lanza la imaginación muy lejos, ya que para la mente humana la distancia entre dos nombres de una misma cosa o de un mismo individuo es un espacio más grande que todos los años-luz que separan las galaxias.
El éxito de la primera novela, lento en llegar pero pronto mundial, permitió a Frank Herbert escribir varias secuelas: El mesías de Dune, Los hijos de Dune… que, si la película de Lynch hubiera tenido éxito, hubieran dado lugar en la pantalla a un Dune II, un Dune III, etc.
Tras haber fracasado un primer proyecto de adaptación cinematográfica en 1975 Alejandro Jodorowsky, cineasta entonces de moda, preparó otro con el productor francés Michel Seydoux.
Jodorowsky iba a lo grande: quería contratar a Dalí a la vez como decorador y como intérprete del emperador, así como a Orson Welles, Gloria Swanson, Mick Jagger y Alain Delon. Fueron sondeados para el equipo artistas que trabajaron más tarde en Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979) de Ridley Scott, tales como Moebius y el escultor Giger. Para el proyecto era necesario gastar dos millones de dólares, pero Hollywood se desentendió y Dalí se enfadó con Jodorowsky.
En 1978, Dino de Laurentiis compró los derechos de la novela. Para la dirección contactó con Ridley Scott, que impuso en el guión a Rudy Wurlitzer (Carretera asfaltada en dos direcciones [Two-Lane Blacktop, 1971], de Monte Hellman). El rumor dice que la adaptación de Wurlitzer había complicado la historia de Paul con un incesto con su madre. Oficialmente fue porque nunca se terminó el guión por lo que se abandonó este camino, y Ridley Scott se dedicó a Blade Runner (1982).
Rafaella de Laurentiis, la hija del productor, tomó a su cargo el proyecto para la sociedad de su padre. Descubrió El hombre elefante y la emoción que le produjo le dio la idea de hacer un Dune diferente de todas las películas de ciencia-ficción que, tras las huellas del éxito de La guerra de las galaxias, florecían en la época: sería un Dune de personajes y de sentimientos.
Lynch cuenta que cuando le llamaron, ni siquiera sabía el nombre de la novela de Herbert y que la primera vez que le hablaron de ella creyó que se trataba de una mujer llamada Dune.
Negoció un contrato por el que se comprometía a dirigir él mismo tres Dune seguidos, con la condición de que Laurentiis le ayudara a realizar Terciopelo azul y Ronnie Rocket. Por su parte, el productor se sentía optimista, ya que con Kyle MacLachlan, el actor contratado para el papel de Paul, firmó para no menos de cinco películas.
En mayo de 1981, Lynch comenzó la preproducción y se dedicó al guión con sus dos cómplices de El hombre elefante. Se sucedieron varias versiones desechadas, bien porque eran demasiado largas, bien porque Bergren y De Vore no tenían la misma concepción que Lynch. Así pues, Lynch redactó solo los tres draft siguientes, de los cuales el último fue aceptado a finales de 1982.
Mientras tanto, trabajaba paralelamente con el productor Richard Roth en un proyecto en el que no debía participar más que como director y que fue finalmente rodado por Michael Mann: la adaptación del thriller de Thomas Harris El dragón rojo (1986), que presenta la originalidad de hacer aparecer por primera vez al serial-killer de El silencio de los corderos (1991), el psiquiatra caníbal Hannibal Lecter, el mismo al que Anthony Hopkins prestó sus rasgos en la película de Jonathan Demme. Según algunas fuentes, también con Roth tenía Lynch inicialmente que hacer Terciopelo azul.
Puede parecer sorprendente que para un proyecto tan peligroso como la adaptación con gran presupuesto de un best-seller universalmente conocido se dejara a David Lynch, guionista novato y joven director, desenvolverse solo. De hecho, parece que las numerosas tergiversaciones sobre la novela habían creado una especie de hastío y que, por otra parte, el carisma personal de David Lynch indujo a confiar en él. «Hago esta película por David Lynch» es una frase que aparecía con frecuencia en los reportajes de la época.
Lynch siempre ha dicho que había querido concentrar en la película lo esencial de la novela y no decepcionar a los fans. Sin embargo, se puede constatar que un cierto número de elementos importantes del libro ha sido, en su adaptación, bien abordados mucho más alusivamente, bien borrados, bien francamente distorsionados. Y los cambios son significativos de su acercamiento a la historia.
En primera fila de las omisiones se encuentra lo que se puede llamar «la prohibición antimáquina». Dune se desarrolla en una sociedad en la que las máquinas pensantes (los ordenadores) fueron marginadas y destruidas en el curso de una remota guerra santa, lo que justifica la misión del Bene Gesserit: impulsar al hombre a desarrollar algunos de sus poderes para hacer un «ordenador humano».
En la novela también está claro que la religión es utilizada para manipular a las masas. Ahora bien, la idea de la implantación de un mito está oculta en la película, en la que todo hace pensar que Paul y las Bene Gesserit son ellos mismos creyentes, lo que cambia todo. Y cuando Paul, en una réplica extraída del libro, pero que Lynch coloca en un lugar de honor, al final de la película, declara con altivez: «Dios ha creado Arrakis para probar a los fieles. No se puede ir contra la palabra de Dios», la película se lo hace decir como un artículo de fe.
Lo sorprendente es que la cuestión de Dios apenas aparece antes, pero, dada la importancia simbólica de la palabra en la película, el proferir en el último momento el nombre es un golpe teatral e incluso un trueno de inquietantes resonancias. Nos damos cuenta de que estamos tratando con fanáticos, sobre los que el punto de vista de Lynch, e incluso la cuestión de si tiene alguno, no se puede dilucidar.
En todo caso, todo lleva a suponer una cierta sensibilidad religiosa, aunque, que sepamos, nunca la haya profesado explícitamente. La religión está presente de múltiples maneras, directas o indirectas, en Cabeza borradora, El hombre elefante, Dune, Terciopelo azul y Fuego, camina conmigo.
Un tercer aspecto atenuado en la película es el proyecto genético de las Bene Gesserit, con connotaciones racistas evidentes. Las razones de esta omisión se comprenden: si bien una novela puede, al tratar a los personajes actuando según esa perspectiva, exponer a la vez la lógica y la crítica, las inevitables simplificaciones que implica el cine con su mecanismo de identificación directa de los personajes obliga a ser más prudentes. Asimismo, el complejo sistema económico-político imaginado por Herbert fue reducido en la película a su expresión más simple.
En cuanto al tratamiento de los personajes, el mayor cambio es el que afecta a la madre del joven héroe: en el libro es una mujer despiadada y resuelta y dispone de una voz influyente. Es también el segundo personaje en importancia y está presente en buen número de escenas del libro, contadas desde su punto de vista. No duda en reñir a su hijo, en aconsejarlo y en endurecerlo. En la película, en un cambio radical, Jessica se convierte en una mujer dulce, una madre y una esposa llena de encanto y, después, en una dócil y discreta compañera de fuga.
Consciente o inconscientemente, por propia iniciativa o bajo opresión de un género cinematográfico que reclama héroes que estén por encima de los hombres, Lynch minimizó el papel clave de las mujeres. Simétricamente, sobrevaloró el del padre de Paul y dos de sus preceptores masculinos. Por otra parte, todo eso ya está anunciado por la elección de la escena de apertura: en la novela es una conversación de mujeres en la cabecera de Paul, que determinará su destino (de todas maneras, Lynch hizo de ella una hermosa escena, pero colocada más adelante); en la película es una reunión en la cumbre entre el emperador y un navegador-mutante, en la que las mujeres están entre bastidores. Por supuesto, Lynch hizo que la narración fuera a través de una voz, e incluso un rostro de mujer que, como encadenándose con la última imagen de El hombre elefante, es la primera cosa que nos aparece. Pero esa sabia narración obedece al relato, no lo conduce. Y si bien la película concede una gran intensidad a la prueba que la reverenda madre hace sufrir a Paul no es más que para mostrar que es mejor la reanudación en manos masculinas.
Pero en la forma de su guión es donde Lynch se mostró más audaz. Concibió una estructura en espiral en la cual, en lugar de proporcionar progresivamente toda la cantidad de informaciones necesarias para la comprensión dé la historia, nos bombardea desde el principio con nombres propios y hechos (especialmente por medio de la princesa-narradora) y deja que poco a poco los hechos se esclarezcan y los nombres se encarnen. La película es para Lynch —antes de Corazón salvaje y Fuego, camina conmigo— un primer ensayo de narración no lineal a escala de largo-metraje.
Por otro lado, Lynch afronta un punto límite del cine: en Dune las palabras no llegan a encarnarse totalmente porque desde el principio están demasiado cargadas de simbolismo. La palabra «especia», por ejemplo, no llega a incorporarse y fusionarse con la imagen concreta y recurrente de una gota de líquido negro que le corresponde visualmente y que se ha comparado malévolamente con una publicidad de café. Lynch asumió con ello un enorme riesgo —pero un hermoso riesgo— contando con el encuentro entre las palabras y las imágenes-símbolo.
El centro de su concepción circular, tal como exponía en una entrevista tras el estreno de la película, testifica su lectura muy abstracta de la novela, en la cual nadie más hubiera pensado.
«Hay en Dune una interrogación básica: ¿qué es lo que hace funcionar al universo? ¿Cuáles son las relaciones exactas entre la gente y qué les une a Paul? El emperador quiere desembarazarse de Paul. Paul lo sabe. Está rodeado de espías que están en relación con diversas personas. Los espías son la unidad que vincula el conjunto de las partes. Son responsables de la conspiración y también del sueño ascensional de Paul» (10).
La idea de unir es interesante y totalmente lynchiana, pero hay que reconocer que en la película apenas toma cuerpo.
En todo caso, su construcción reposa en una voluntad de empleo literal del cine, mediante imágenes, frases y palabras recurrentes que obsesionan a Paul sin que sepa qué quieren decirle, y de las que descubre el sentido conforme se realiza su destino: una mano abierta (imagen introducida por Lynch), la segunda luna de Arrakis, una gota de especia, y rostros que le suministran frases-misterio (la bella Sean Young que le dice: «Háblame de tu mundo, Uzul», mientras que él no sabe aún que un día se llamará así). El gran riesgo con tal procedimiento —a pesar de todo, bastante bien sobrellevado— es el de tender hacia algo que siempre ha sido peligroso en el cine, por su efecto de «anuncio»: el volver a emplear literalmente y en momentos diferentes de la película una misma imagen o una misma microescena, como si los planos, con la concreción que acarrean, pudieran ser el equivalente de palabras o de notas musicales.
Otra innovación de talla, que prácticamente ningún crítico reseñó tras el estreno de la película, es el frecuente empleo en Dune de la voz interior generalizada. Mientras que en el cine es corriente ver cómo una voz en off se hace cargo de una parte del relato en pasado, para comentar o guiar las imágenes, ya es menos frecuente que la voz interior de un personaje visible en la pantalla y audible sólo por nosotros revele el hilo de sus pensamientos en el momento en que actúa (según la convención del «aparte» teatral), y es casi único que esa voz interior sea compartida por un gran número de personajes, aunque esa convención es corriente en los cómics populares.
¿Por qué precisamente ese modelo no se ha transportado del cómic a la pantalla? Porque en el cine, la voz que habla sobre las imágenes parece siempre un poco que las guía y las genera y, en el límite, las hace aparecer como «subjetivas», por lo que se reserva el privilegio de esa voz a los personajes clave. Ahora bien, a Lynch (y es uno de los rasgos de su arcaico talento cinematográfico, una vez más) le gusta esa ambigüedad de la que otros, al contrario, huyen: la de poder hacer de una escena, un plano o un rostro a la vez algo subjetivo (incluido en el discurso de alguien, generado por su palabra) y objetivo (existente sensorialmente en sí mismo). Le gusta el vértigo de ajuste de los diferentes niveles al que conduce la generalización de las voces narrativas y, en este caso, de las voces pensantes, una generalización que en el cine no tiene la misma resonancia que en el universo homogéneo, puramente verbal, de la novela o el poema, ya que es lo concreto mismo (imágenes, sonidos) lo que despierta a la existencia y destruye.
En la novela de Herbert ya hay frases-pensamientos de los personajes, pero se señalan a la vista porque están en cursiva, mientras que en la película hay un continuum entre las frases dichas en voz alta y las reflexiones interiores, sin código sonoro para distinguirlas. Las voces interiores de la película —muchas veces dichas a media voz— están en el mismo espacio que las voces exteriorizadas y alteran, por lo tanto, nuestra relación con lo real. Lo real mostrado reposa sobre la cima de un discurso que parece pronunciado en sueños. Y hacer una película-sueño era claramente la intención de Lynch.
Eso no quiere decir que consiguiese totalmente su propósito. El inconveniente de toda esa multitud de voces mentales es el de enturbiar el otro discurso en off, el discurso narrativo clásico de la princesa Irulan, de manera que cuando ella vuelve una hora después del comienzo de la película nos hace el efecto de que es una intrusa, de que está desplazada.
La función de las numerosas «voces-in» en Dune es también la de letanía y hechizo, temática más que de guión, voces que no nos dicen nada que no pudiéramos adivinar (del tipo «Va a matarme», «Hay que tener cuidado») e incluso repiten lo que se ve. El efecto de saturación notado por muchos en el audio-visionado de la película no es el de una saturación informativa, ya que las cosas importantes se dicen varias veces, sino una saturación de los niveles de discurso, una saturación de nociones, menos por la cantidad de palabras que por su peso: hay demasiadas palabras importantes.
Todo eso no impide que, una vez más, y más claramente que en El hombre elefante, Lynch demostrara su gusto por la experimentación en el marco de un cine popular, es decir, que aportara al cine algo que le enriquece ampliamente.
Pero tras haber escrito esa adaptación personal hacía falta plasmarla en una pantalla. Fue ahí donde la película tuvo que armonizar las contribuciones de los numerosos especialistas, como suele suceder en este género.
Los efectos especiales eran uno de los aspectos cruciales de la película. Raffaella de Laurentiis tuvo que contratar a reconocidos artistas para la construcción de los gusanos de la arena y las otras criaturas, así como para los vehículos y los decorados. Fueron Carlo Rambaldi, célebre por su trabajo en E.T. (E.T., 1981), Kit West para los efectos mecánicos y el famoso Al Whitlock, veterano de las matte o pinturas sobre vidrio los destinados a formar un decorado gigante (él había trabajado, entre otras películas, en Los pájaros [The Birds, 1963]). En estos aspectos, la película no tuvo grandes problemas.
Por el contrario, los efectos especiales ópticos fueron una fuente de múltiples dificultades. Como el equipo de Industrial Light and Magic estaba absolutamente movilizado para El retorno del Jedi, se contrató a John Dykstra, que tenía estudio propio. Tres meses después de comenzar las tomas dimitió por motivos poco claros. La razón oficial fue que Raffaella quería controlar directamente adonde iba el dinero. Decidió recurrir entonces a la firma Van der Veere y, sobre todo, contra la opinión de muchos de sus colegas, realizar directamente los efectos especiales en México, sede del rodaje.
El resultado final lo sufrió. Una de las debilidades de la película, desde el punto de vista estrictamente técnico, es exactamente esa: las incrustaciones de personajes en los decorados y en las maquetas son a menudo fallidas (fondos granulosos, recortes visibles de los personajes incrustados, como por ejemplo cuando el barón Harkonnen se precipita por la garganta de un gusano de las arenas), lo que debilita la credibilidad de la película y crea una discontinuidad visual molesta con respecto a las secuencias de interior, fotografiadas en claroscuro por Freddie Francis.
Anthony Masters, un decorador inglés, era quien tenía la ingente tarea de dibujar los decorados. Ingente porque la consigna era la de renovar totalmente la imaginería de la ciencia-ficción, evitando el estilo high-tech. Tras diferentes búsquedas y un viaje a Venecia para buscar inspiración, Lynch y Masters decidieron crear lo desconocido a partir de una combinación inédita de elementos conocidos y basándose en cuatro estilos: veneciano, egipcio, germánico antiguo y barroco Victoriano (este último para el planeta Giedi Primero para el que Lynch recuperó sus queridos ambientes industriales humeantes). Los decorados, en general bastante bonitos, fueron, no por su estilo sino por su construcción, fuente de un problema que repercutió mucho, para bien y para mal, en la estética misma de la película.
Cuando Freddie Francis desembarcó en los platos del estudio de Churubusco descubrió horrorizado que los decorados estaban construidos de fábrica y no eran desmontables panel a panel, es decir, que carecían de elementos para poder hacerlos rodar y desplazarse para permitir el emplazamiento de cámaras y luces. Decidió entonces que la solución podría ser el iluminar en las condiciones de rodaje de un decorado real, con menos luz y una mayor apertura de diafragma. Segunda contrariedad: las cámaras que llegaron no lo permitían y había que filmar con luz intensa, lo que, tal como estaban realizados los decorados, planteaba enormes problemas para colocar los proyectores, hacer los movimientos de los aparatos y variar los ángulos de las tomas.
El resultado es patente desde la primera escena de Dune, e intuitivamente sensible para cualquier espectador, incluso no avisado: la gran sala del trono, con todos sus figurantes, está filmada constantemente desde el nivel del suelo y nunca realzados su volumen y extensión.
Ese imprevisto contratiempo no fue enteramente negativo para la originalidad de la película sino para su éxito; exigió en muchas escenas una filmación frontal y estática, que le da una cierta fuerza arcaica, egipcia, incluso aunque su rigidez apenas corresponda a lo que el público podía esperar de la película. David Lynch no pudo aprovechar en beneficio de su visión estos problemas de última hora y es de suponer que hubiera filmado algunas escenas de manera menos monótona si la técnica se lo hubiera permitido.
La opción por la luz a la manera de Rembrandt o Caravaggio también fue criticada como incompatible con una película de gran espectáculo. Sin embargo, hace de Dune, en buena parte gracias al talento de Freddie Francis, una película soberbia de ver, con tonalidades doradas, cálidas y brillantes. La opción pictórica se basa en el empleo de un procedimiento del que Francis era especialista, el Lightflex, que actúa sobre las sombras y las luces bajas, les da un color particular y unifica el conjunto de la imagen como con una especie de barniz. Los rostros en primeros planos son especialmente bellos a causa de este procedimiento, desprovistos de la dureza que les confieren a menudo las técnicas y materiales actuales.
En cuanto al vestuario, fue concebido esencialmente por Bob Ringwood (Excalibur [Excalibur, 1981], de Boorman), según los bocetos de Lynch y mezclando alegremente estilos históricos y militares conocidos. Lynch tomó la responsabilidad de una decisión capital y quizá desafortunada, pero que tiene su lógica: la de privar a los fremen de su noble ropa flotante —tal como Herbert los había imaginado, según el modelo de los pueblos nómadas—, concibiendo los destiltrajes como vestidos ajustados al cuerpo, una especie de segunda piel sombría en la que se dibuja el equivalente de músculos despellejados. Los destiltrajes les dan, en conjunto, un aspecto poco espectacular: parecen gusanitos torpes y desarmados, adelgazados por los tintes oscuros de su atavío, ajeno a las necesidades de los países cálidos. Los destiltrajes son a la vez poco favorecedores para las mujeres, aun adaptándolos para el caso con senos y largas cabelleras.
Todo ocurre como si Lynch hubiera querido virilizar exageradamente a sus guerreros negándoles una falda, como si para él todo lo que fueran capas o telas remitiera forzosamente a lo femenino.
Encontrar un intérprete para Paul que satisficiera a los millones de lectores de Dune era tan decisivo como encontrar una Scarlett para Lo que el viento se llevó (Gone With the Wind, 1939). En eso sorprendió mucho la elección del autor de Cabeza borradora al no decantarse por un punk, un hippie o un héroe musculoso, sino por un joven cuyo rostro, el de un muchacho limpio y barbilampiño cien por cien americano, no se había convertido aún en un emblema con el papel de Dale Cooper.
Kyle MacLachlan había leído el libro a los quince años y lo había adorado, identificándose con el personaje principal. Descubierto por una agencia de casting, fue el único pretendiente al papel traído del Oeste, mientras que el resto de cazatalentos se paseaban entre Nueva York y Chicago. Llevaba seis años haciendo teatro en compañías de repertorio en algunos teatros de provincia y Dune iba a ser su primera película.
La elección fue buena: más allá de su aspecto de «chico formal», Kyle MacLachlan fue un Paul excelente y conciso, juvenil cuando tenía que serlo y después duro e imperativo, sin énfasis y con un gran conocimiento de su cuerpo.
El mismo Lynch parece que lamentó en un momento no verle en el papel que le hacía falta, pero la elección no era incoherente con el relato: Paul no es un rebelde, sino un muchacho que ejecuta un programa para el que ha sido elegido y condicionado. También se ha especulado sobre un cierto parecido físico con Lynch hasta el punto de hablar de alter ego.
El resto del reparto, con sus numerosos personajes, está lleno de actores prestigiosos, ocultos por su mismo número y la brevedad de las escenas en las que intervienen, de manera que parecen no hacer más que cameos, como Max von Sydow o Silvana Mangano. También encontramos, surgidos de El hombre elefante, a Freddie Jones y Jack Nance, también subempleados. A partir de su tercer largometraje Lynch tomó la costumbre de recuperar a los actores en un papel opuesto a su primer trabajo.
Por otra parte era John Hurt, a cara descubierta, quien debía desempeñar el papel del doctor Yueh, el traidor patético y engañado de la historia; pero no estaba disponible y fue sustituido por Dean Stockwell, que reapareció en Terciopelo azul, y así los demás.
El papel más impactante, aparte del héroe, es el del malvado barón Harkonnen (Kennet McMillan), no sólo a causa de los suspensorios que permiten a su obeso cuerpo mantenerse en el aire y, paradójicamente, le dan una ligereza que para sí hubieran querido los demás actores, embutidos en sus trajes, sino también a causa de los horrores que Lynch le hace cometer, sus repugnantes enfermedades de la piel de las que está revestido y sobre todo del registro desmesurado, estruendoso, falstaffiano con el que está interpretado. Es el primero de los malvados simpáticos de Lynch, antes del Bobby Perú de Corazón salvaje, el Bob de Twin Peaks y, en rigor, el Frank Booth (más sombrío y ansioso) de Terciopelo azul. La película juega muy bien con el contraste entre el horror físico y moral del personaje y la vivacidad de su clara y humana mirada. Es el único, o casi, que escapa a la condición de «retrato animado», melancólico y lejano, que es la de los demás personajes de la película, empezando por el padre de Paul.
En marzo de 1983, Frank Herbert en persona, que así bendecía la adaptación de su libro, dio la primera vuelta de manivela de un rodaje que duraría un año.
Para el rodaje se escogió México y los estudios de Churubusco. La ventaja era una mano de obra más barata que en Estados Unidos para la construcción y la figuración, pero también un gran estudio con seis platos que hubiera sido cerrado sin este rodaje y con el que se llevaba en paralelo otra producción De Laurentiis, Conan el destructor (Conan the Destroyer, 1984). Y, por último, el desierto, necesario para las escenas en Arrakis, a una hora y media de carretera de los estudios. Algunas escenas se rodaron en un estadio mexicano y delante de un muro de lava natural. El presupuesto se situaba entre los cuarenta y los cuarenta y cinco millones de dólares, un hito para la época, superado después. Los problemas son los que se pueden adivinar: los problemas locales (práctica del bakchich, extorsión de dinero en la aduana) y la famosa contaminación de una metrópoli situada a más de dos mil metros de altitud, lo que provocó enfermedades durante el rodaje. Lynch, fascinado por el caucho, tuvo la idea de hacer que se hicieran muchos trajes de ese material, pesado de llevar y caluroso, con el resultado de una enorme incomodidad y numerosas indisposiciones. Y también, los problemas clásicos de este tipo de grandes producciones: plan de rodaje complejo, organización del trabajo de diez mil figurantes procedentes del ejército mexicano, etc.
Las relaciones entre la joven Raffaélla de Laurentiis y David Lynch no estuvieron exentas de nubarrones: éste las describió como «un matrimonio de tres o cuatro años con una disputa grave cada tres o cuatro meses» (3). Ella se divertía con la simultaneidad de los rodajes de Conan el destructor y Dune, lo que por el contrario enervaba a sus respectivos directores, el veterano Richard Fleischer y el joven David Lynch. «Para una escena, en la duna de la derecha estaba Arnold Schwarzenegger en su caballo, bárbaros con cuernos y un esqueleto de mamut, y en la de la izquierda, los fremen al completo, con sus destiltrajes, escalando y corriendo por las dunas» (12). Según otros testimonios, como el de MacLachlan, el rodaje simultáneo en el mismo rincón de desierto tuvo aspectos menos pintorescos: «En uno de los rodajes siempre necesitaban los proyectores que estaban utilizando en el otro, cuando no eran las cámaras o ese tipo de cosas. Era un lío tremendo» (2).
«Lo que me planteó más problemas —cuenta Rafaélla, dándonos sobre el hombre David Lynch una mirada menos distante que la habitual— era guardar el equilibrio entre los dos directores, ¡sobre todo con David, que es muy celoso! Si le decía: “Un momento, que tengo que ocuparme de Richard”, se ponía negro…» (12).
Por su parte, Dino de Laurentiis afirmaba en una entrevista a Première (11) que sólo tuvo un conflicto con «su» director a propósito de una escena que quería que volviera a rodar (no decía qué escena). Lynch se habría negado primero y luego habría cedido e incluso ido a buscarle a su despacho para darle las gracias.
Efectivamente, se plantea la cuestión del margen de libertad que tuvo Lynch en toda esta empresa. El afirma que tuvo plena libertad en el casting y también asume la elección para la música del grupo de rock Toto, considerado en la época como una antigualla de los años setenta. Observemos también que esa elección se inscribe en la línea de los heroic fantasy de gran espectáculo producidos por De Laurentiis (el grupo Queen había compuesto la música del divertido y semiparódico Flash Gordon [Flash Gordon, 1980], dirigido por Michael Hodges).
La música de Dune adopta como leitmotiv un tema original «comprado» a Brian Eno, en tono menor, de una tonalidad sombría y legendaria, voluntariamente poco triunfalista. La contribución propia de Toto en Dune, que es desigual y tiende al rock sinfónico pompier, contiene bellas páginas aisladas, pero es de una orquestación plana, no lo suficientemente variada para el conjunto de la película.
Desde el punto de vista de los ruidos y los ambientes sonoros, Dune, a pesar de una nueva participación de Alan Splet, es también una curiosa decepción. Aunque el sonido juega un papel importante en la historia (las trepidaciones que sirven para atraer a los gusanos de las arenas, o bien la voz mágica utilizada para paralizar a los adversarios) no hay nada de notable en los ambientes sonoros que rodean los lugares de la acción. Los ruidos son con frecuencia realistas y concretos, acordes con el look visual de la película (insistencia en los decorados sobre materias concretas y táctiles, como cuero, madera, piedra, cerámica, etc.), pero no se encuentra el magistral envoltorio sonoro de Cabeza borradora y de algunos momentos de El hombre elefante y no hay nada nuevo en su lugar. Afortunadamente, la música y las voces de los actores mantienen un clima grave y reposado. Nos podemos preguntar si también en esto Lynch no fue dominado por presiones externas.
Al estar destinada la película a un público relativamente amplio, tuvo que cortar o atenuar algunas escenas gore, como una en la que el doctor Yueh metía la mano en un cadáver. Entre los horrores que tuvo el derecho de mantener queda la inmolación (homo)sexual en la que el barón Wladimir vampiriza a una temblorosa presa.
Pero sobre todo, la presión de la duración parece que le pesó más que ninguna otra: «Intentamos —declaró— hacer una película de dos horas y media, lo que es largo para una película americana. Me gustan las películas europeas. También me gusta 2001. Me gustan las escenas largas, los silencios, ese tipo de cosas. Para mí fue duro tener que hacer la película que veía en dos horas y media» (2). Efectivamente, Dune lleva la huella de esa presión en la forma de desigualdades de ritmo de una parte a la otra.
Por otra parte, la construcción descompensada fue en lo que insistieron los críticos que, tras el estreno de la película, la declararon magistralmente fallida, desequilibrada en provecho del comienzo de la historia para luego ir acelerándose absurdamente en la parte épica. Lástima que no hubieran recalcado a la vez la originalidad narrativa de la película, al no separar la riqueza de las intenciones del fracaso ocasional de su plasmación. La película, decían también, no tenía las suficientes escenas de acción y la forma era demasiado esotérica, mal conseguida.
El estreno de la película, muy esperado, tuvo lugar en Estados Unidos en las navidades de 1984 y en febrero de 1985 en Francia. Se hizo un gran despliegue de publicidad con el nombre y la imagen de Sting: ahora bien, era una idea comercial peligrosa el poner en los créditos como estrella invitada a una vedette del rock que no hace en la película más que una aparición, a lo que, no obstante, Lynch volverá a jugar en 1992 con la participación relámpago de David Bowie en Fuego, camina conmigo.
Globalmente, Dune fue un fracaso tanto de crítica como de público. Un desastre, dado lo que había costado y lo que se esperaba de ella. Fueron escasas las críticas que la defendieron subrayando su tono único y su belleza.
Sin embargo, en Francia la paradoja es que, inmersos en una oleada interminable de películas de ciencia-ficción (el mismo año se estrenaron Starman, el hombre de las estrellas [Starman, 1984] de John Carpenter, Terminator [Terminator, 1984] de James Cameron, 2010: Odisea dos [2010,1984] de Peter Hyams, Mad Max II: el guerrero de la carretera [Mad Max II: the Road Warrior, 1981] de George Miller, etc.), la película no dejó de ser un gran éxito en taquilla, aun acarreando la reputación de patinazo. Los seiscientos mil espectadores parisienses son un misterio, dado que los lectores de la novela en Francia no son tan numerosos, que la película había sido vapuleada con ferocidad en los medios de comunicación y que la oferta del mismo tipo era muy abundante (en comparación, Terciopelo azul y Corazón salvaje recaudaron mucho menos). Hay que suponer que el encanto de la película actuó por sí mismo.
Después del mazazo, David Lynch se quejó varias veces de la película, a la que nunca defendió como una obra enteramente suya: se lamentó especialmente de no haberla podido hacer más larga y más abstracta, en blanco y negro, y de no haber tenido el control artístico global, control que reivindicó desde entonces sobre sus películas aun a costa de menores presupuestos y salarios.
¿Hubiera sido mejor la película si hubiese tenido libertad para hacerla? Suponerlo a priori, con toda confianza, sería hacerse una concepción muy idealista de la obra de arte. Cada obra juega su propia partida, que no coincide forzosamente con el interés de la obras siguientes ni tampoco con el de su autor. Puede alcanzar lo sublime y lo universal escapando de su creador, quien a menudo la rechaza y no la reconoce, sobre todo si no la ha acogido un inmediato éxito de público. ¿Es el caso de Dune? En cierta medida, se puede afirmar.
Una cosa no puede negarse: la falta de habilidad de Lynch en la conducción de escenas de acción pura, donde hubieran sido más eficaces otros cincuenta cineastas. Esa torpeza es una de las razones evidentes del fracaso de la película en el mundo. Las escenas de grupo son a menudo un poco ridículas y los prestigiosos fremen parecen una pandilla de figurantes reclutados la misma mañana del rodaje que se agrupan delante de la cámara con una sonrisa bobalicona. Su entrada en escena es incluso el único pasaje francamente malo de Dune: mal filmado y rematado por el montaje, nos muestra a los feroces guerreros rindiendo pleitesía a Paul inmediatamente después de un simulacro de oposición.
Asimismo, lo que concierne al planeta Dune y a su mito no funciona. Las hectáreas de arena filmadas no tienen el empaque de un verdadero planeta mítico. El calor y la potencia aplastante del sol, al igual que la sed —temas fundamentales del libro— permanecen abstractos. El colmo es que los famosos destiltrajes, tan molestos en la pantalla, no se utilizan nunca. Hay hermosos planos generales que muestran el marco general de cada planeta, pero enseguida, los decorados de interior a los que somos transportados huelen a plato de rodaje (ya hemos visto las razones).
Cuanto más evidentes son los defectos, más las bellezas ocultas de la película nos dan razones para defenderla calurosamente, tanto más en cuanto son bellezas no muy corrientes. En primer lugar, la película respira una gravedad noble y sin ostentación que no es exactamente el tono del cine medio, de autor o no. Lynch no cayó en la facilidad del guiño guasón para ayudar a soportar el énfasis de su historia, ni en la dimensión autoparódica presente en otras producciones similares (el tono pastiche de película de ciencia-ficción de los años cincuenta para ver atiborrándose de palomitas). Y era consciente de ello:
«Nuestros malvados son muy larger-than-life. Pero aunque se diviertan con su trabajo (sic) no buscan hacer reír. Es fácil obtener la risa con una película de este tipo. Hay gags fáciles que destruyen la atmósfera y la película. Creo que no hay ninguno en la película. Un cierto sentido del humor negro, sí» (3).
El resultado de esta elección es el de contribuir a crear un tono legendario, una inmovilidad sagrada, una extrañeza irreductible. Una calidad de ensueño en vigilia emana de la película a través del contraste entre, por un lado, la inmensidad del espacio mostrado y el bullicio de individuos que lo pueblan y, por otro, el sentimiento de estar, como en Cabeza borradora, en la mente de alguien, gracias a las múltiples voces interiores que son a menudo voces íntimas, medio susurrantes.
El plano que resume esta impresión es en el que Paul arenga a los fremen en una nave gigantesca inspirada en los templos egipcios. Están allí, a millares, salmodiando con una unidad tranquila y terrorífica su nombre de guerra, Muad’Dib, y él se habla en ese momento a media voz, como un niño que se cree el amo del mundo. Se siente frío en la espalda.
En muchos aspectos, la película trata de la fantasía de un varón joven: la de ser el Elegido. Paul es pronto el elegido de las damas, escogido por ellas para la eternidad, y representa su papel con la total seriedad de un lobato en un rito scout. Al mismo tiempo, afortunadamente, no hay nunca en la película un discurso moral o un alegato ni a favor ni en contra de Paul y de lo que representa. El punto de vista de Lynch con relación a su personaje y, por lo tanto, su distancia respecto a él o su identificación no se puede situar, es indescifrable. Se diría que no lo tiene.
En la mente de su director, la película debía seguir el trayecto de una iluminación y, a partir de las imágenes visuales o sonoras que se mezclasen en su cerebro, mostrar cómo el personaje recomponía y tomaba el control del puzzle de su propio destino. El duque Leto, su padre, le había legado una frase de la que no comprenderá el sentido hasta más tarde: «The sleeper must awake». Pero cuando Paul, que ya es huérfano y ha sufrido la prueba de la especia, clama al cielo vacío «¡Padre, el durmiente ha despertado!», nos es imposible sentir más que una diferencia abstracta. Toda la película, de un extremo a otro, es un sueño despierto y estático, está hablada y vivida en sueños (en Terciopelo azul, Frank, el padre fantasmal, lega a Jeffrey, de una manera menos suave, haciéndoselo asimilar a base de golpes en el estómago, un mensaje curiosamente parecido y al mismo tiempo diferente: «Hay que soñar juntos»).
A esta dimensión concurre también, en algunas escenas dialogadas, la dicción de los intérpretes, especialmente en la escena comentada más arriba de las dos mujeres a la cabecera de Paul. Al principio están ante la puerta cerrada del cuarto, lo que no les impide bajar la voz (como Wendy Hiller en El hombre elefante, hablando a Treves de su protegido). Surge un ambiente de conspiración universal: todo gira alrededor del Elegido y él piensa que todo le concierne (¡pero nadie lo sospecha!).
La fuerza de esa escena está en el tono que adoptan las mujeres y que implica la proximidad. Una cierta manera de hablar implica, debido al vínculo fonación/audición, una cierta manera de hacerse oír. Y ese hablar-sabiéndose-escuchado —aun haciendo «como si» no se estuviera— marca la película con una atmósfera mítica, original, que remite quizá a los sonidos tal como los percibe un niño muy pequeño cuando se habla de él en su presencia sin dirigirse a su persona, lo que ocurre muy a menudo.
Hay también en la película un hablar cercano, un hablar-con-voz-suave (diálogo con el padre sacrificado, ante un océano sombrío) y un medio-hablar-medio-susurrar (el plano recurrente de Sean Young, que se dirige a Paul con una especie de tristeza en la voz), demasiado poco señalado y que le da un encanto fabuloso.
Pero si las escenas del principio de la película están entre las más bellas también es porque presentan por única vez en el caso de Lynch un retrato de familia unida: el de la familia de Leto Atreides (retrato que reapareció furtivamente en Twin Peaks, en el momento de la vuelta del alcalde Briggs). Es sabida la importancia en sus películas de la foto de familia, del marco, del retrato (retrato de Mary reconstituido en Cabeza borradora, de las «dos madres» en El hombre elefante, de la pareja Dorothy/Don en Terciopelo azul, de Marietta Pace en Corazón salvaje y, naturalmente, de Laura Palmer en los créditos del final de Twin Peaks). Ahora bien, Dune, más aún que El hombre elefante, es una película de retratos estereotipados a los que no cesa de interrogar. Retratos algo anticuados y envarados que se dirían no del futuro, sino de abuelos o bisabuelos de antaño: las mujeres tienen faldas complicadas que se ensanchan; los hombres están ceñidos por uniformes como los ancestros que combatieron en la Guerra de Secesión y la presencia de perritos domésticos evoca algo a Velázquez y las Meninas.
Pero la inmovilidad de esos retratos es impresionante, especialmente en el viaje a Arrakis, sobre el terreno, lo que debía confirmar Terciopelo azul, sobre la que escribíamos en su estreno:
«La fuerza de este director, más allá de sus excentricidades visibles y de su gabinete teratológico, es que sabe filmar como nadie lo aparentemente contrario al cine, la inmovilidad».
Hacía falta un David Lynch para imaginar, en un país en el que el cine está más que en ningún otro lugar identificado con el movimiento, que los hombres tienden a convertirse en plantas en una maceta o en flores plantadas en un parterre.
Lo que cobija el aparente no-movimiento de un vegetal —nos lo ha mostrado, imagen a imagen— es lo peor, lo más violento: torsiones patéticas, entrelazamientos horribles, crecimientos sin fin.
Así es el hombre según David Lynch; no es nunca más intenso que cuando no hay agitación exterior de su cuerpo que esconda la presencia en él, a velocidad infinitesimal, de un movimiento interno que le anima y le hace crecer o echar raíces. El cine de David Lynch parece poder registrar lo estático, que tanta violencia destila» (17).
Pero a Lynch, para implantar verdaderamente a sus héroes, le hizo falta darles otro suelo que no fuera el de un planeta de arena estéril. Les hizo volver a tierra y crear Lynchtown.