1

Al comienzo no había un autor, sólo una película: Cabeza borradora (Eraserhead, 1976). Negra y atroz, rotunda sobre la condición humana, una de esas películas de las que uno no se recupera. Y al lado de la película, apropiándosela, un nombre al que aún no se tenía en cuenta, aunque se le hubiera visto varias veces en el cine Waverly de Nueva York o en el Escurial de París.

En suma, la película era perfecta, ya que pertenecía completamente a su público, y la silueta de un autor no le hacía todavía sombra. Después vino otra firmada con el mismo nombre y, más tarde, varias más —incluso demasiadas para los puristas, que ya aparecían— y Cabeza borradora acabó siendo una más entre las obras del autor David Lynch.

Y es verdad que desde un cierto punto de vista, la autoría es algo así como la decadencia de la obra. Pero como el realizador del que hablamos es fiel a sí mismo, continúa dejando a sus películas —a algunas de ellas, al menos— la oportunidad de que se liberen de él, lo que, paradójicamente, no pueden hacer más que si él se reafirma aún más.

Hoy por hoy, no hay nada más frecuente que el autor. Las películas-autoras, que crean a su autor, son mucho más raras. Felizmente, Lynch ha realizado dos o tres. Su particular y temible estatus es que se espera de él que no ejerza de Lynch. Un cinéfilo, defraudado por Corazón salvaje (Wild at Heart, 1990) y entrevistado por Starfix (21), no ocultaba su cólera: ¡Lynch hace de Lynch! ¡Nos cuenta lo mismo cada año!

Casi es un honor decepcionar así a la gente, aunque la obra en cuestión no sea, a nuestro entender, una película receta, un plato que se pueda volver a cocinar a voluntad.

En un instante de fatuidad, Lynch llegó a decir que Cabeza borradora era una película «perfecta» y que podría verla indefinidamente, como si se tratara de un cuadro de Hopper. Es disculpable: no se puede hablar razonablemente de una película que se ha incubado durante años. Y además, de esa poética y horrible película también a él le ha costado mucho recobrarse.

2

¿Quién es David Lynch, y cómo es el hombre que tiene semejantes visiones? La pregunta se empezó a plantear a causa del éxito de su segundo largometraje, El hombre elefante. ¿Un inglés, como parecían indicar su porte austero y su reserva? ¿Un joven vanguardista neoyorkino? ¿Un urbanita, en todo caso, nacido en alguna ciudad llena de ruido y de humo, cuyos paisajes transfiguraba en sus películas? Nada de todo ello.

«Soy originario de Montana, ¡en la verdadera América profunda! Pero es verdad que muchos en Estados Unidos piensan que soy europeo» (5).

Montana es un estado boscoso del noroeste, en la frontera de Canadá, que da cabida a una parte de las Montañas Rocosas. La explotación de la madera (coníferas) es uno de sus recursos más importantes. En una de sus pequeñas ciudades, Missoula, de 30.000 habitantes, situada en un valle y rodeada de montañas, de lagos y de una reserva india, nació David Lynch el 20 de enero de 1946, bajo el signo de Capricornio.

Fue el mayor de tres hermanos: tenía un hermano, John, que nació en Sandpoint, Idaho, cuya presencia evoca en alguno de sus recuerdos, y una hermana pequeña, Margaret, nacida en Spokane, que «tenía miedo de los guisantes porque eran duros por fuera y blandos por dentro» (3). La familia paterna de Lynch era originaria del estado de Montana y su padre había pasado allí su infancia, en un rancho en medio de los trigales. La profesión que había escogido reflejaba sus orígenes, ya que era un científico, investigador del Ministerio de Agricultura, frecuentemente trasladado, que «hacía experimentos sobre las enfermedades de la madera y sobre los insectos. Tenía a su disposición bosques inmensos para sus experimentos» (5).

Lynch cuenta que acompañaba a su padre cuando se iba al bosque a trabajar. «Adoraba su oficio —añade en otra entrevista—, le había interesado desde muy joven. Como digo siempre, si le cortasen las cadenas a mi padre, iría al bosque y no volvería» (37).

Es sabido que la madera como material y el bosque tienen un considerable lugar en la obra de Lynch.

En las entrevistas que concede Lynch es mucho más parco al hablar de su madre. Era, dice, un ama de casa, originaria de Brooklyn y daba clases de lengua a domicilio (una relación privilegiada entre la mujer y la escritura y el alfabeto está claramente presente en sus películas). El padre de ella, conductor de tranvías, había dejado la escuela muy pronto para trabajar como estibador. «Vivía con montones de diccionarios» (37), dice Lynch, que se confiesa impresionado por este abuelo, lo que no deja de ser revelador, viniendo de un realizador que ha expresado en multitud de ocasiones su rechazo a la escuela y concibió su primer cortometraje, The Alphabet (1965), como una «sátira de la educación».

Por el contrario, a Lynch le gusta rememorar cómo se encontraron sus padres por primera vez, o, en otras palabras, qué circunstancias llevaron a su concepción. «Era en un curso al aire libre de ciencias naturales, cuando ambos eran estudiantes en Duke University» (5). ¡Nacido bajo el signo del aire libre y de la biología!

Sus padres no discutían nunca, dice, no fumaban ni bebían, lo que le hubiera molestado. Se entendía bien con su hermano y con su hermana; sus abuelos también se llevaban bien (lo que parodió en el desenlace de Terciopelo azul [Blue Velvet, 1986]) y cuando venían a verlos en su flamante Buick les traían regalos.

Su primer encuentro con la gran ciudad, para ir a visitar a su abuela materna a Brooklyn, fue memorable para el pequeño Lynch: el metro, el viento, el olor y el sonido le produjeron una formidable impresión. Curiosamente, en otras entrevistas asocia Brooklyn con las visitas a su madre (a menos que el periodista transcribiera mal sus palabras). ¿Hay que deducir que sus padres se separaron? En todo caso, de las impresiones surgidas de una comparación entre su confortable marco infantil y las ruidosas ciudades, Lynch extrajo el paradigma de cualquier diferenciación: «El contraste cuando la visitaba me llevó a la fascinación por las grandes ciudades industriales» (10). Lynch se estructura a partir del contraste. «Es el contraste lo que hace funcionar las cosas», dice para hablar de la manera en que concibe sus películas.

Y hay una curiosa respuesta cuando se le pide que hable de sus padres: «La gente es diferente según los lugares» (37). ¿Es la naturaleza el mundo del padre y la ciudad-máquina el de la madre?

3

En una fecha no precisada la familia de Lynch se trasladó a Boise, Idaho, donde vivió hasta los catorce años, y después a Spokane, en el estado de Washington, a Durham (Carolina del Sur) y a Alexandria (Virginia), donde prosiguió sus estudios en el college. Siempre estados agrícolas y forestales.

Lynch dice que fue el ambiente de Spokane el que quiso evocar en el comienzo de Terciopelo azul, un mundo idílico y protegido, algo irreal, que se complace en describir siempre de la misma manera, modificando sólo pequeños detalles. Por ejemplo: «En mi cabeza de niño, todo parecía serenamente hermoso. Los aviones pasaban lentamente por el cielo, los juguetes de goma flotaban en el agua, las comidas parecían durar cinco años y la siesta resultaba infinita» (5).

El cielo, el agua (las ideas de superficie y de flotación), los contrastes extremos (aviones y juguetes), la mesa de comer y la cama: ¡Lynch ha aludido a casi todo lo que le obsesiona en sus películas!

Otra versión: «Era un mundo de ensueño: el cielo azul, los aviones que pasaban rugiendo por encima, las vallas, la hierba verde, los cerezos… pero en los cerezos había una especie de resina negro-amarillenta que supuraba» (18). También habla de «cielos azules, flores rojas, hierba verde, empalizadas blancas con pájaros gorjeando en los árboles y un avión rugiendo por encima de la cabeza». Los drones (rugidos o zumbidos prolongados) que representan una «envoltura del sonido» han estado presentes en sus películas desde su segundo cortometraje, The Grandmother (1970).

Pero la irreal precisión de estas evocaciones sugiere que hubieran podido ser recompuestas a partir de imágenes librescas. Además, Lynch hace alusión a un manual con el que los escolares americanos aprendían a leer, Good Times on Our Streets: «Hablaba de felicidad, del entorno, de la buena vecindad… aprendíamos a leer con ese libro siguiendo las aventuras de Dick, Jane y su perro Spot» (5).

También cuenta a menudo su infancia como si se tratase de un guión de película o de cómic, a partir de planos muy contrastados:

«Veía la vida en primerísimos planos —en uno, por ejemplo, la saliva se mezclaba con la sangre— o en grandes planos generales de ambiente apacible» (5). «Tenía un montón de amigos, pero prefería quedarme solo contemplando los insectos que hormigueaban en el jardín» (21). Siempre el contraste, aquí entre la masa humana de los amigos y los bichitos del suelo.

Si creemos a David Lynch, de joven no leía —salvo a Kafka—, miraba poco la televisión, dibujaba, nadaba, jugaba al béisbol, pero sobre todo soñaba despierto muchísimo.

También tenía una resistencia precoz contra la escuela y contra las palabras, de las que tenía dificultades para servirse. Especialmente cuando, interesado desde siempre por el dibujo, empezó a asistir a cursos de pintura los domingos: «Para mí, en esos momentos, la escuela era un crimen que se cometía contra la juventud. Allí se destruían los gérmenes de libertad; no se estimulaba ni el conocimiento ni una actitud positiva. La gente que me interesaba no iba a clase» (37).

En la lógica de Lynch y en su manera muy personal de emplear algunos términos —la palabra «abstracto», por ejemplo— hay algo de autodidacta o, en todo caso, de alguien que se ha construido un lenguaje distinto y codificado.

El cine también forma parte de los primeros recuerdos de Lynch, pero es un cine de barrio. La primera película que vio, en un drive-in con sus padres, fue Wait Till the Sun Shines, Nellie, un melodrama de Henry King de 1952, en el que se cuenta la vida de un barbero de una pequeña ciudad, desde su matrimonio hasta su jubilación, salpicada por algunas tragedias familiares: «Había una escena que me pareció muy fuerte en la que un botón se encajaba en la garganta de una niñita. Estoy seguro de que era muy corta y que no se veía gran cosa, pero todavía me acuerdo de la impresión que tuve ante ese botón metido en el esófago de la niña» (5).

Cuando vivía en Boise, en Idaho, había al final de la calle un cine de barriada que se llamaba The Vista Theatre (nombre que recupera en Terciopelo azul). Ponían películas de ciencia-ficción o fantásticas (El enigma de otro mundo [The Thing from Another World, 1951], de Christian Nyby y Howard Hawks, La mujer y el monstruo [Creature from the Black Lagoon, 1954], de Jack Arnold, La mosca [The Fly, 1958], de Kurt Neumann) y las películas de Elvis Presley, que Lynch parodia con ternura en Corazón salvaje. Allí vio también En una isla tranquila al sur (A Summer Place, 1959) de Delmer Daves, con Sandra Dee y Troy Donahue, aventuras románticas y veraniegas de teenagers en una isla. «Era fantástico ver ese tipo de soap opera con una amiga. ¡Nos hacía soñar!» (5). Gustos de adolescente, de los que se servirá para Twin Peaks.

Pero tuvo que ser reconocido y más seguro de sí para confesar sus recuerdos de teenager. Hasta entonces había ofrecido a los entrevistadores un palmarés cinéfilo de joven estudiante mucho más respetable, referido sobre todo a las películas europeas que descubrió en Filadelfia durante sus estudios de artes plásticas.

4

Es sabido que David Lynch estaba destinado inicialmente a la pintura. Un deseo infantil que en principio no sabía cómo llevar a cabo, ya que creía, dice, que los pintores eran cosa de siglos pasados, lo que da a entender que sus padres no le habían puesto al corriente y que, al menos al principio, no estimularon y propiciaron sus ambiciones artísticas.

Un día, uno de sus compañeros de clase, Toby Keeler, le presentó a su padre, Bushnell Keeler, que se convirtió en uno de sus pintores favoritos, y de repente se dio cuenta de que se podía ser artista.

¿Qué pintaba Lynch? «Escenas de la calle, de estilo burgués», si hay que creer lo que dijo a Paul Grave para Cinéphage. Quizá estaba bajo la influencia de un pintor por el que ha seguido manteniendo una gran admiración: Edward Hopper.

Otro amigo del colegio igualmente determinante, que se convirtió después en un conocido decorador cinematográfico y realizador ocasional (lo fue del bonito filme Raggedy Man [1981], en el que dirigió a su esposa, Sissy Spacek, quien contribuyó en la producción de Cabeza borradora), era Jack Fisk, que siempre es citado por Lynch como su mejor amigo del instituto, junto con otro joven fallecido en un accidente automovilístico (el carácter dramático de los accidentes de tráfico en Corazón salvaje alude quizá a aquella penosa experiencia).

Lynch comenzó a frecuentar la Corcoran School of Art en Washington DC y alquiló un estudio en Alexandria con Jack Fisk para pintar. «Estábamos siempre compitiendo», recuerda Fisk al comentar que él se pasó al arte abstracto porque Lynch dibujaba por entonces escenas realistas.

Tras su bachillerato, Lynch dejó el regazo familiar para ir a la Boston Museum School, donde no estuvo más que un año. Decepcionados por el nivel de sus estudios y encontrando a sus condiscípulos poco interesantes, Lynch y Fisk planificaron entonces un gigantesco viaje de estudios por Europa que debía durar tres años y durante el que contaban con encontrarse con el pintor austríaco Oskar Kokoschka (fallecido en 1980).

Salzburgo fue su primera etapa y resultó una decepción para un Lynch desorientado. «Más que nada pensaba en que estaba a 7.000 millas del MacDonald más cercano» es la fórmula que ha convertido en proverbial, con la que describe su estupefacción y nutre su personaje de americano al cien por cien. Fisk y Lynch volvieron entonces a París, por donde habían desembarcado en Europa y echaron a suertes si visitaban Portugal (deseo del primero) o Atenas (como quería el segundo, que ganó). Los dos muchachos tomaron el Orient Express, pero no les gustó la ciudad y tras varios días y noches de tren, volvieron a París y cogieron el avión para volver a su hogar americano.

Su familia le pagaba los estudios a regañadientes y Lynch trabajó entonces en una tienda de pintura y marcos, de la que le echaron porque llegaba tarde por las mañanas; luego hizo pequeños trabajos, como el de conserje.

Fisk habló a Lynch de la Pennsylvania Academy of Fine Arts, en Filadelfia, cerca de la costa este. Fueron allí y ambos se inscribieron en 1965.

Lynch no buscó más: había encontrado el lugar para estudiar que había soñado. «Las escuelas tienen altos y bajos, y yo coincidí con un período excepcional» (1). Especialmente, trabó conocimiento con los trabajos de los actions-painters, como Jackson Pollock, Franz Kline y Jack Tworkov (más tarde también admirará a Francis Bacon, Edward Hopper y Henry Rousseau, el Aduanero). También en los bancos de esa escuela conoció a quien se convertiría en su primera mujer, Peggy.

5

Lynch recuperó en sus creaciones posteriores restos de todos los períodos pictóricos por los que pasó a lo largo de sus estudios. Después de las escenas callejeras se dedicó a una serie a la que llamó «sinfonías industriales», título que posteriormente dio a su espectáculo musical de 1989 con Angelo Badalamenti. En este caso se trataba de mosaicos de complejas formas geométricas. «También hice series de “mujeres mecánicas”, mujeres que se transformaban en máquinas de escribir» (7). Otra vez una idea lynchiana: recordemos que a las víctimas del asesino loco en Twin Peaks se las encuentra con letras del alfabeto insertadas bajo las uñas, como si el autor alimentase un fantasma sobre las mecanógrafas (¿no tienen ellas letras al final de los dedos?).

Por otra parte, la mujer es un tema que el Lynch pintor y escultor, ya aficionado a los electrochoques, se complace enseguida en manipular y hacer reaccionar:

«Un año hice una especie de billar eléctrico, sobre el que se dejaba caer una bola que bajaba por una rampa accionando una serie de contactos, de los que uno hacía frotar una cerilla en un rascador, que encendía un petardo, mientras que otros hacían que se abriese la boca de la mujer, encendían una bombilla roja y la hacían gritar cuando el petardo estallaba» (12).

Luego llegaron las siluetas que salían de la oscuridad…

Y un día saltó la chispa, aunque sin duda él no sabía aún que iba a ser la definitiva, y decidió hacer films paintings, pinturas animadas. «Lo que me faltaba cuando miraba los cuadros era el sonido; esperaba que saliera un sonido, quizá el del viento. También quería que desaparecieran los bordes, quería entrar en el interior. Era espacial…» (21).

Y en un momento dado se concretó la posibilidad de una penetración en el cuadro, justo cuando miraba un cuadro recién terminado: «Al mirar lo que había hecho, oí un ruido. Como un soplo de viento. Y llegó todo de golpe. Imaginé un mundo en el que la pintura estaría en movimiento perpetuo. Estaba muy excitado y empecé a hacer películas de animación que eran ni más ni menos que cuadros en movimiento» (25).

Es importante señalar que fue el cruce de un cuadro con un sonido (sonido típicamente lynchiano, de torbellino y de viento) lo que dio el impulso definitivo y puso algo en movimiento, como si la imagen no pudiera animarse por sí misma.

El segundo año de sus estudios en Filadelfia, Lynch realizó su primer filme, que duraba un minuto y aparece en su filmografía con el título de Six figures (1967).

De hecho, ese filme —el único que no hemos visto— estaba concebido para ser expuesto en una pantalla-escultura especial, cuya superficie incluía en lugares concretos relieves en forma de cabezas (modelados sobre la del autor) y brazos en tres dimensiones. El filme (¡y también las cabezas y los brazos!) se proyectaba sobre la pantalla de tal manera que una parte de las cabezas proyectadas coincidían con las que estaban en relieve y se deformaban. «Durante la proyección, las cabezas se transformaban en estómagos, y se hubiera dicho que los estómagos ardían. Todo empezaba a removerse, a contraerse y a vomitar. Y volvía a empezar. Como banda sonora puse una sirena» (12).

Fue el mismo Lynch quien rodó el rollo de película, imagen por imagen, con una cámara no-réflex comprada de ocasión, lo que le hizo cometer instructivos errores (por ejemplo, la colocaba demasiado lejos y filmaba un campo más amplio que sus dibujos). Mostró su obra en una exposición de la escuela en 1966 y obtuvo un premio.

En aquella época, David Lynch se ganaba la vida como graphics printer (oficio que prestó a su héroe en Cabeza borradora) en casa de un pintor amigo llamado Roger La Pelle y trabajando junto a su madrastra, también pintora. Esta mujer, llamada Dorothy McGinnis, de físico robusto y tranquilizador, parece haber contado mucho para él: le dio el papel principal en The Grandmother.

6

En abril de 1968 nació el primer hijo de David Lynch, la pequeña Jennifer (ha tenido otros dos hijos con otras dos mujeres: Austin, de su matrimonio con la hermana de Jack Fisk, y Rilev, en 1992, de Mary Sweeney). En esa época, Peggy y David Lynch vivían bastante modestamente. Lynch hizo más tarde un verdadero mito del período filadelfiano, hasta llegar a describir Cabeza borradora como la expresión de los miedos y las tensiones sufridas en esa ciudad durante los cinco años que pasó allí.

«Lo digo y lo repito: Filadelfia es la más violenta, la más degradada, la más enferma, la más decadente, la más sucia y la más oscura de las ciudades americanas. Entrar en esta ciudad es penetrar en un océano de miedo. Su divisa es “La ciudad del amor fraterno”» (37).

Evidentemente, ya que la divisa es una simple traducción de la etimología griega del nombre. Una etimología que Lynch parece ignorar, lo que hace que lo insólito del contraste le sorprenda y seduzca.

La cuestión del amor fraterno sigue resultando bastante oscura en la obra de Lynch. Hay que recordar que es el mayor de tres hermanos y, por lo tanto, vivió el drama de todo primogénito al que un intruso desaloja del amor exclusivo de sus padres. El horrible bebé de Cabeza borradora, al que se tienen ganas de matar y suprimir, representa lo que puede sentir un niño o una niña primogénitos a la vista de una cosa arrugada y chillona que llega a su familia y le roba su sitio.

No hay nada más banal, pero justamente lo propio de Lynch es el acercarse a algunas experiencias muy arcaicas, compartidas por todo el mundo pero sobre las que apenas nos referimos habitualmente.

David Lynch vivía por entonces en una zona industrial poco habitada del sur de Filadelfia, cerca del depósito de cadáveres. Muy pronto se crearon leyendas sobre ese edificio como fuente de inspiración de su obra. Años después tuvo que señalar que no había entrado más que una vez por curiosidad, aunque pasaba por delante todas las noches para ir a comer. Fuera se tendían a secar los sacos que transportaban a los muertos, dejándolos abiertos, detalle que inspiró los «sacos sonrientes» de Twin Peaks (fórmula enigmática que forma parte de los indicios revelados en sueños a Dave Cooper por un gigante).

Como necesitaba espacio para su trabajo de pintor, David y Peggy alquilaron una casa de doce habitaciones en un barrio mísero. Las tensiones raciales, el miedo y los atracos estaban a la orden del día. «Dije un día a la gente: todo lo que me protege del exterior es esta pared de ladrillos. Se rieron y me dijeron: “¿Y qué más te hace falta?”. Pero aquella pared de ladrillos era como de papel» (2).

Al caer la tarde, el área industrial, llena de calles estrechas y grandes construcciones abandonadas y negras, estaba prácticamente vacía y no se oían más que pasos aislados y algunos coches.

Como estudiante, Lynch llevaba una vida de hippy y el pelo largo, tal como se le ve cuatro años más tarde en las fotos del rodaje de Cabeza borradora, lo que le valió un día las amenazas de un hombre que iba en bicicleta: «La banda de la calle 24 te va a patear el culo».

Podemos pensar que todo eso no es tan importante, pero la violencia existe y si consideramos que ha marcado a los que han vivido con ella cotidianamente desde su infancia, como Scorsese, ¿qué pasa con quienes, educados en un mundo protegido, la han descubierto súbitamente al tiempo que dejaban la seguridad familiar?

7

Tras su primera obra maestra de «pintura animada», que le costó doscientos dólares, lo que le pareció caro, Lynch no se planteó continuar, pero un millonario que había visto su trabajo, H. Barton Wassermann, se ofreció a adquirir uno de sus film paintings y le encargó otro al precio de mil dólares.

Con esa milagrosa suma, David se compró una cámara nueva sin saber que tenía un defecto en el enfoque y se aplicó a una nueva pieza basada en el mismo principio, una pantalla esculpida sobre la que se proyecta un filme de animación. Pasó dos meses haciendo la animación imagen a imagen, pero cuando el filme volvió del laboratorio todo resultaba confuso.

Cuando Lynch llamó a su mecenas para explicarle la situación, éste le respondió que se quedase con el dinero e hiciera lo que quisiera. Lynch pidió entonces ayuda a su padre. Fue su primera película verdadera, un cortometraje de cuatro minutos en color.

«A film by David Lynch, Production H.B. Wassermann», se afirmaba orgullosamente en los cortísimos títulos de crédito de The Alphabet (1968), que era, según el autor, «una pequeña pesadilla sobre el miedo vinculado al aprendizaje, muy abstracto, o mejor, denso» (1).

Denso y abstracto, y también desconcertante.

La primera imagen era la de una mujer tumbada en una cama con una gran almohada blanca, sobre un fondo negro. Después hay un rostro femenino en primer plano, frío y escondido tras unas gafas oscuras, al que un trazo abstracto une, como un hilo, con el lado izquierdo del encuadre. El sonido: un obsesivo coro infantil que martillea: ¡A, B, C!

Aparece un mundo estilizado en dibujos animados: un suelo desnudo dibujado en perspectiva y un cielo presidido por un sol inscrito en un marco como si fuera una bandera. El astro del día y el canto vigoroso de una voz varonil que sube y baja la escala musical con las letras del alfabeto parece que sean la misma fuerza generadora que hace aparecer en el suelo formas y trazos variados; entre otros, tubos de los que salen letras en desorden a la vez que una nube crece alrededor del sol. Una alegre arbitrariedad creadora reina en la aparición de las letras (entre las que hay una K que cae del cielo) hasta que se ven dos filas alineadas de «l» a «t» y de «u» a «y». Sin embargo, falta la Z.

Plano abstracto: el rostro de la mujer detrás de un círculo cruzado por una reja. Un pequeño círculo avanza por un corredor vertical. Una gran «A» con raíces (parece un jeroglífico, e incluso es posible que la forma del jeroglífico haya inspirado la película) emite, acompañada de un fragor de viento, un seudópodo oblongo que se convierte en tubular y expectora en el suelo dos pequeñas «aes» gimoteantes.

Luego se ve a una mujer sentada al borde de una cama en una habitación abstracta y también unida a un cordón. Su rostro y su cuerpo están constantemente remodelados y redibujados en una mezcla inextricable de formas geométricas y orgánicas. Su rostro se estabiliza como una máscara asimétrica. Cerca de él, también unida al suelo por un cordón, una superficie roja rectangular engulle el espacio vacío como un comecocos de videojuego. Del rectángulo sale un corazón que se llena de vello. El corazón envía primero puntos y después pequeños « a, b, c », que se derraman por el cráneo abierto de la mujer sentada. El rostro-máscara abre la boca. También una mujer real en camisón. La mujer dibujada se agita, su cuerpo y sus órganos se disgregan. Un rostro grotesco en primer plano profiere amenazante con sonido sincronizado: «Please, remember you are dealing with the human form» (no olvides que juegas con la forma humana). «¡A, B, C!» vuelven a canturrear enérgicamente los niños sobre una imagen de partículas en movimiento. Las partículas rojas caen como lluvia sobre la mujer acostada y ensangrentada, y sobre las sábanas. Por último —y es la parte más seductora de la película—, hay una serie de planos rápidos y casi fijos en los que la mujer del camisón, acostada en diferentes posturas, tiende la mano hacia las letras del alfabeto que surgen en diferentes puntos del espacio, como si fueran animales a los que quisiera atrapar o, al contrario, agresores de los que quisiera defenderse, no se sabe bien.

Paralelamente, una voz de mujer suave y sumisa recita el alfabeto con el tono de una canción infantil y termina: «Ahora que ya he dicho el abecedario, dime qué hay que hacer». Vemos que se retuerce en la cama como dolorida y se cubre el rostro con la mano. Fin. Y todo eso no ha durado más que cuatro minutos.

La característica más sorprendente de The Alphabet es su cariz imprevisible y desestructurado. Es una mezcla de técnicas, formas y ritmos, lo que desconcierta y hace difícil una asimilación rápida de la película a una idea o a un concepto. El sonido tiene algo de apremiante e intenso, lo que es raro en los filmes de animación «artística», donde en general es sencillo y enrarecido. Es paradójico si pensamos en el ejercicio formal que el tema hacía esperar, en el que las letras se apresuran a proliferar en el tiempo y en el espacio con un aparente desorden.

Tras muchos visionados se puede reconstituir una especie de guión simbólico. A la voz del hombre que canta sin esfuerzo todo el alfabeto (¡salvo la Z!) de una tirada está opuesta la mujer, que absorbe laboriosamente las tres primeras letras, se enfrenta después con las demás, discontinuas y fragmentadas, y acaba recitándolas como una cantilena aprendida a la fuerza. También se enfrentan una potencia celeste genésica y una fuerza de alumbramiento partenogenético (la A pariendo). La mujer es objeto de una violencia pedagógica; a la vez, está situada en la parte del discontinuo troceado y su relación con las letras es más que ambigua (¿han salido de ella?). Veremos más adelante, especialmente en el capítulo «Lynch-Kit», el desarrollo que ha hecho Lynch de este motivo.

8

The Alphabet despertó un cierto interés en el entorno de Lynch, y su amigo Toby Keeler le habló del American Film Institute.

Lynch obtuvo del AFI una beca para hacer otro cortometraje. Esta vez Lynch había pasado a un nivel superior: tenía un guión, varios actores, imágenes en tomas reales y sobre todo una duración adecuada para un cortometraje, treinta y cuatro minutos. El reparto de The Grandmother estuvo constituido por amigos: en el papel del padre, un mecánico que ya había registrado los efectos vocales para The Alphabet; una amiga pintora para interpretar a la madre; un vecinito para el papel del niño (Lynch se quedó muy satisfecho con su interpretación), y sobre todo, en el papel de la abuela, Dorothy McGinnis.

La técnica de la película fue muy compleja y contrastada, uniendo dibujos animados, tomas en pixilation (técnica de imagen a imagen sobre motivos reales utilizada por McLaren en Vecinos [1952]) y tomas reales a velocidad normal. No parece que hubiera sonido directo en el rodaje: incluso algunos aullidos proferidos por los padres parecen postsincronizados. Todos los ruidos sincrónicos fueron rehechos de manera irreal y elegante, en un estilo en ocasiones cercano al de Jacques Tati.

Por otra parte, gracias al sonido de esta película, Lynch descubrió a quien sería un importante colaborador en sus primeros largometrajes, Alan Splet. Este técnico e inventor de sonidos trabajaba en una pequeña sociedad de posproducción en la que mezclaba películas de empresa y había sido recomendado a Lynch por el ingeniero de sonido de The Alphabet. La elaboración del sonido, con la colaboración de Bob Chadwick y Margaret Lynch para la creación de los efectos sonoros, le requirió dos meses, trabajando siete días a la semana a jornada completa.

Nos permitiremos describir The Grandmother con detalle por tres razones: en primer lugar porque es una especie de condensado ultracompacto muy sugerente y espontáneo de la problemática lynchiana, en el que nada parece aún ordenado o censurado, una mina, un verdadero compendio; también porque la película no está disponible en vídeo y se proyecta muy raras veces, por lo que el lector no tendrá fácilmente la ocasión de verla; y, por último, porque las reseñas desperdigadas que se pueden leer a su respecto apenas permiten hacerse una idea de ella, ya que su complejidad y rapidez hacen a menudo que se obvie lo más significativo.

La película comienza con una especie de pintura simbólica animada del mundo en sección de una forma estilizada; una especie de capa freática subterránea y un manto de tierra encima. Tres bolsas hundidas en la tierra parecen reposar sobre la superficie de la capa de agua: la de la izquierda y la de en medio continúan por un pasadizo vertical que se abre al aire libre, mientras que la de la derecha está cerrada. Desde debajo de la capa surge y se forma, haciendo un desvío por la bolsa de la derecha y después curvándose hacia la de en medio, una especie de periscopio submarino por el que asciende una boca roja y fálica: la bocatubo escupe un grano en la bolsa de en medio y luego un chorro de sustancia blanca que la llena. De esa sustancia emerge un cuerpo humano —dibujado como una forma alargada con largos brazos y cuyas piernas no están separadas— que, impulsado hacia el exterior por la sustancia que sube con él, se remonta hasta la superficie de la tierra por un pasadizo, aun permaneciendo unido al subsuelo por un cordón. Toma real: un forzudo en camiseta aparece en el campo, sobre una tierra cubierta de hojas. Es el Adán de esta creación.

Dibujos animados: de la bolsa central macho emerge un tubo-pasadizo que se conecta con la bolsa hembra de la izquierda, que también se llena (detalle interesante del que volveremos a hablar: el tubo-pasadizo que une la bolsa-matriz del hombre y la de la mujer no es atravesada por la sustancia, sino que expresa más bien un contacto abstracto). Otro cuerpo, femenino, sale de la bolsa de la izquierda. Al llegar al aire libre, Adán y Eva (completamente vestidos) extienden los brazos horizontalmente, como si fueran alas, y luego los dejan caer a la vez. Un decorado-casa se dibuja a su alrededor dominado por un firmamento estrellado. El hombre y la mujer se unen por la cabeza y por los brazos contorsionándose, siempre unidos a la capa subterránea por la sustancia blanca.

Toma real: la mujer, con un vestido estampado bastante feo, y el hombre en camiseta, que salen del suelo por el torso, se abrazan vibrando eléctricamente como dos insectos en celo.

Vuelta a la representación en «dibujos animados»: dos granos parecidos a gotas se escapan de las bolsas subterráneas henchidas de sustancia. Son de forma y tamaño similares, pero el del hombre es rojo y el de la mujer, blanco (los dos colores dominantes en la película). Se esconden en una nueva bolsa subterránea en la que ambos forman un huevo blanco al que el grano macho da su núcleo rojo.

Toma real: el rostro en primer plano del hombre se mueve, como alertado, mientras que el de la mujer permanece inmóvil.

Del núcleo rojo, que se ha convertido en negro, surge una sustancia oscura que da nacimiento a un niño con cuello filiforme que es lanzado brutalmente al exterior por la sustancia blanca. Se le ve en una toma real emerger a la superficie: primero la cabeza y luego el cuerpo, que yace como desprovisto de vida. El padre enloquece y aúlla, la madre quiere contenerlo, en vano, y se desespera sola (¿no quería ella un niño?, ¿hubiera preferido una niña?), pero se arrastra hacia el niño, que rueda por tierra sobre sí mismo.

Lynch vuelve a la pintura animada para describir lo siguiente: el padre se estira hasta el infinito y crece como una planta a una velocidad vertiginosa pasar por encima de la madre, coge al niño, le pega, lo que hace que éste grite dos veces, y lo levanta por encima de su cabeza. Abajo, la madre agita sus brazos-alas. Los tres siguen estando unidos a la sustancia blanca.

No hay contacto físico entre el niño y la madre en ningún momento de la generación y del nacimiento. Parece la reconstrucción de un drama vivido en el que se evocaría, bajo una forma casi polémica y vindicativa (para con la madre), el papel del padre como protagonista del parto y el rechazo por parte de una madre víctima de la depresión posparto.

Pero todo pasa tan vertiginosamente que es imposible advertirlo si no se ve la película varias veces a cámara lenta; tal es así que algunos críticos, de una honestidad y precisión maníacas, no han visto este momento primordial incluso después de varios visionados. Es imposible no pensar que Lynch haya querido mostrar aquí algo importante, aun escondiéndolo: ¿una especie de negación colérica de la fatalidad de haber nacido de una madre y haber estado unido orgánicamente a ella?

Vuelta a la toma real en un interior: el niño tiene el aspecto de una especie de Pee-Wee diminuto, con maquillaje muy blanco, labios rojos y esmoquin con pajarita. El guapo niño es un precedente del pequeño mago de Twin Peaks, pero sobre todo del impecable Dale Cooper, el brillante agente especial. Descubrimos su entorno vital: una habitación cuyas paredes están representadas de manera sobria, con una cama cubierta por una sábana y una almohada blancas y una cómoda. Camina hacia la cama y se sienta, como decepcionado. Luego, coge una maceta con una planta de la mesita de noche y la examina.

En el exterior, los padres están a cuatro patas sobre la tierra y rastrean agitados. A primera vista, se diría que buscan a su hijo desaparecido, pero, de hecho, la madre da vueltas sobre sí misma dando grititos de angustia, mientras que el padre camina hacia ella, expectante.

Dibujos animados: la sempiterna sustancia blanca, que se extiende como espuma de afeitar, propulsa a los dos seres al aire y por primera vez se separan de la materia original de la que han surgido.

Toma real: la vida sórdida de los padres en su interior estilizado. El padre bebe despatarrado en su silla mientras la madre se peina con gestos tan pronto lentos como nerviosos.

El transcurso del día se representa por un breve dibujo animado en el que un bello sol amarillo se levanta rápidamente en un cuadro. Al oír el sonido de un arroyo gorgoteante, el niño, acostado y con pijama, mira bajo sus sábanas. En el plano siguiente, está levantado, con esmoquin, y la sábana blanca de su cama, abierta, desvela un gran círculo rojo-amarillento que la mancha, ¡como si el niño hubiera meado un bello sol! Cuando lo descubre el padre, aúlla, coge al niño, al que lleva como un animal que se debate, y le restriega la nariz en su polución. El niño, con la cara en la mancha, se paraliza al sonido de un grito (varias detenciones parecidas de la imagen puntúan la película).

La madre, con una bata sucia y el escote abierto, tiene una actitud más ambigua: con el dedo señalando a su pecho desnudo, hace al niño un gesto para que se aproxime y cuando está cerca de él, le acaricia, le pone las manos en los hombros como para abrazarle, le zarandea, adelanta los labios con una mueca lúbrica, acerca la boca al cuello del niño, que se retrae (como hace la madre X a Henry en Cabeza borradora), frota su propio rostro con la mano derecha con los dedos separados (motivo, obsesivo en Lynch, de un arcaico autoerotismo femenino), etc. Todo eso, una vez más, extremadamente deprisa, de manera que en un primer visionado no queda conscientemente más que la impresión de un niño al que riñen. Pero se comprende porqué los críticos han pasado por alto la ambigüedad sexual de la secuencia: no porque muestre la seducción parental, sino porque la evocación es tan fea, informe y brutal, que molesta sólo pensar en ella.

El niño vuelve a su cuarto y se sienta en el borde de la cama (como hará más tarde Henry Spencer). Un plano dibujado representa su pensamiento, como en tiempos del cine mudo: la sustancia blanca de la que está separado.

Le llama un silbido con tres tonos y sube una escalera que desemboca en un desván donde hay otra cama, ésta con estructura metálica. También en este caso, los críticos que han descrito con detalle la película confunden el desván y el cuarto como una misma habitación y las dos camas como una sola, lo que demuestra claramente que, consciente o inconscientemente, la película está hecha de tal manera que la confusión se produce, lo que no impide que el desván sea la primera figuración de un mundo paralelo en la obra de Lynch, representación de la que la Red Room de Twin Peaks será el apogeo. Tras haber intentado recuperar la idea del desván como espacio mental en un guión no concluido, Garden-back, Lynch encontró después medios diferentes para hacernos entrar en otros mundos, además del simbolismo vertical que organiza todo el mundo de The Grandmother, construido, como hemos visto, por capas superpuestas.

9

En el desván, el niño encuentra junto a la cama un gran saco en el que está escrito en grandes letras: Seeds (semillas). Las va sacando una a una y las hace sonar en su oreja, sacudiéndolas. Rechaza las que hacen un ruido como de serpiente de cascabel y cuando una emite el silbido con tres notas que le ha atraído, sonríe y la deja sobre la almohada. Después vierte cubos de tierra sobre la sábana hasta formar un montículo en el que horada un cráter en su cima donde deposita la semilla, a la que riega en abundancia (pero Lynch no lo ha mostrado sacando y trayendo el agua y la tierra).

En ese momento, los sonidos que se oyen se convierten en evocaciones de la naturaleza: grillos y truenos, encadenados en el montaje, instauran en el decorado abstracto de la escena un tiempo cósmico, como si la naturaleza cooperase en la obra en curso.

Primero aparece en la cima del montículo una forma alargada parecida a un champiñón. La forma, regada, se convierte en una gran cepa velluda de la que se alzan ramas y con una abertura abajo, que el niño acaricia larga e impúdicamente (tiene mucho contacto táctil con la planta, mientras que rehuía el contacto con la madre). También se le ve acostado de espaldas junto a ella, agitando la cabeza como una mujer en el éxtasis sexual.

Nuevo amanecer del sol dibujado, plano rápido en tomas reales de la madre que friega el suelo con la mano (una imagen que se repetirá en la evocación rápida de la pareja Leo/Sally en Twin Peaks: Fuego, camina conmigo [Twin Peaks: Fire Walk with Me, 1992]), nueva cólera del padre que lleva al niño encima de la mancha de su cuarto y nuevo grito coagulado del niño. No es una repetición literal de la escena anterior, sino una variación, con tomas desde otros ángulos, variación que sugiere, puesto que está asociada con la salida del sol, una relación entre la sucesión de los días y la repetición de la mancha circular (señalemos que la sábana sucia nunca se cambia ni se lava).

El niño, desde su cuarto, oye un gorgoteo, sube la escalera y asiste, en medio de una oleada de líquidos y de sonidos repugnantes, a una especie de parto de un gran cuerpo del que primero emerge la cabeza… y lo último los zapatos. Aparece el rostro gigantesco de una mujer, la abuela del título, sentada en tierra, como una muñeca enorme e inexpresiva. El niño le ofrece su planta. La hace sonreír con su regalo y él sonríe a su vez al verla sonreír (véase la escena del smile en el espejo en Twin Peaks: Fuego, camina conmigo entre Laura Palmer y Bobby Briggs y la canción que le acompaña). Un ruido de desmoronamiento les hace volverse al unísono: la planta-placenta, vacía de su contenido, se ha desmoronado.

Nueva escena familiar: el padre y la madre engullen sin hablar y el niño no tiene hambre. Cuando el niño tiende la mano hacia una botella, el padre reacciona con un arrebato de cólera. Dedo apuntando de la madre que se agita hacia el niño con gritos (no se ve su cabeza). El niño huye, sus padres aúllan como animales y arriba encuentra a la abuela dormida en la cama. Encuentra comida en una mesa y come con apetito.

Por la noche (representada por una imagen dibujada de la luna), la madre, instalada en una mecedora, hace una llamada como en un juego de indios. El niño se viste para subir a reunirse con ella. Los padres, al pie de la escalera que lleva al desván, parecen querer retener al niño quien, en una extraña y fugaz imagen trucada, proyecta por la boca una especie de espaguetis rojos.

Se vuelve a los dibujos animados para un simulacro de ejecución: en un teatrillo, la figurita-niño tira de un cordón que hace entrar en escena un cuerpo-padre tumbado en una cama. Un sombrero triangular cae sobre la cabeza del niño y lo cubre. Cuando tira otra vez del cordón con un ruido de cisterna, un triángulo con la punta hacia abajo cae sobre el cuerpo-padre y lo decapita. El mismo juego se realiza con un cuerpo-madre, sobre el que el cordón hace caer una cadena que lo parte en dos.

Más tarde, un hombre y una mujer dibujados son como hinchados por unos tubos que ascienden hacia ellos. El padre dibujado aparece por una vez con las piernas separadas, mientras que la mujer está sobre un montículo rojo triangular en forma de vestido. El padre se extiende a lo ancho por el busto y la madre a lo largo por las piernas. Una forma tubular en forma de Y sale de la tierra entre los dos personajes y los agarra con sus dos brazos. En cuanto están atenazados por la Y, el busto del uno y las piernas de la otra ¡se disgregan en dos puzzles cuyas partículas salen volando!

Sigue una larga silueta muda con tomas reales, entre el niño y la abuela en el desván con el sonido de una voz femenina a capella que vocaliza con un estilo poético que recuerda a los años setenta: la abuela ve al chiquillo hundirse en la cama, donde yace la planta (¿está de duelo?), y le serena sonriéndole y hablándole con suavidad. Se tocan con la punta de los dedos y se hacen mutuamente el gesto que en el caso de la madre era de violencia y división: el de señalar con el índice diferentes partes del cuerpo del otro. Se diría que es la escena de un documental sobre la reeducación en el contacto corporal de niños traumatizados. Esto y un beso en la boca, de lo más incestuoso, en «imagen parada» cierra su intercambio.

La abuela, plantada por el niño e ignorada por los padres reales, parece representar otra madre, una madre caritativa, con la que se humanizaría la relación de corazón, de cuerpo y de lenguaje. También, físicamente, es una masa unida y redondeada, mientras que los padres están dislocados en una agitación desordenada. Es la representación de un cuerpo pleno, sin seudópodos captantes o amenazadores, mientras que los padres tienen brazos palpadores y agresivos.

De nuevo dibujos animados de simbolismo oscuro y complejidad enloquecedora: una forma-abuela volante (cuerpo de pelvis ancha, con la parte inferior articulada) se incorpora sobre una calle bajo el sol y hace que la calle ruede como una pompa. Le surge una prolongación oblonga. Un niño pequeño con los brazos en cruz cae del cielo a la tierra: un árbol gigante se alza de la tierra en el sitio donde ha caído el niño y emite una boca parecida a un altavoz o un cáliz floral y una prolongación en forma de tubo de ducha de la que caen partículas que dibujan un pequeño montón. Del montón sube una forma blanca oblonga que vuela y entra en la flor-boca, de la que poco después sale un ser volador que sube al cielo. Noche. Bajo tierra una planta muerta emite una prolongación hacia otra que disemina polen. En resumen, una serie de cambios ecológicos, a no ser que se vea como niveles que se comunican y concluyen en un sistema cerrado.

Por último aparece el golpe de efecto decisivo: la abuela tiene un espasmo en las manos. Intenta llamar con un silbido y se le estrecha el cuello, como si se ahogase en su esfuerzo por llamar. El niño, que duerme en su cama sucia, la oye y sube. Al ver cómo se ahoga y se vacía a la vez (dos interpretaciones contradictorias, sugeridas por el sonido, la imagen y las posturas) la sacude por los hombros, como le había hecho su padre. Mientras baja las escaleras para ir a buscar ayuda, su abuela se levanta. En planos muy impresionantes en «pixilation», gira de manera desordenada, como una peonza enloquecida, empujando todos los muebles de la habitación, al son de un silbido estridente que sugiere la fuga de la sustancia vital. El niño, abajo, intenta en vano tirar de su padre para hacerle subir. El padre y la madre se burlan de él de forma aviesa. Cuando vuelve a subir todo parece haber terminado, aunque no se haya mostrado la desaparición de la abuela.

Volvemos al decorado exterior de campo que albergaba las primeras escenas en toma real: el chico, que avanza triste y pensativo, entra en una especie de cementerio entre la hierba; encuentra a la abuela sentada, con las manos en las rodillas y de huevo «masa corporal». Se inclina, niega con la cabeza y de repente se echa hacia atrás, paralizada y con la boca abierta. El niño se paraliza también con expresión de desesperación.

Las últimas imágenes son las del niño en su cuarto sobre la cama: da varias vueltas sobre sí mismo y la película se detiene cuando cae, mientras en segundo plano una confusa forma-árbol continúa creciendo.

El desenlace desconcierta tanto como el resto: la abuela del cementerio ¿era la verdadera o su fantasma? De todas maneras, lo que es importante es que ahora está implantada, ya no en el decorado sobrio y abstracto del desván, sino puesta en medio de la tierra, entre las plantas, localizada. Se ha vuelto a unir a la tierra/agua de la que han nacido los demás personajes, mientras que el niño la había hecho nacer en el espacio artificial de una cama en el desván, en el mismo sitio que sobre la «cama paralela» de su cuarto había inseminado su orina.

En Cabeza borradora también se lleva tierra a los espacios artificiales de una mesita y un escenario de teatro. ¿Cómo la tierra desterrada, desplazada, guarda su virtud creadora? Es una de las muchas preguntas que plantea la película, que no se comprende más que así; como una serie de interrogantes planteados en sonidos e imágenes.

No hay que verla como un «Así pasan las cosas», sino como un «¿He entendido bien? ¿Es de verdad así? Dime qué falta», como preguntas que se haría un niño sobre el misterio de la vida a partir de fragmentos de respuestas de los padres, como una teoría fabulosa pero que sabe que es incompleta.

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Al asociar al lector a nuestro intento de relatar con todo detalle una película no narrable, que es en principio un encadenamiento de imágenes, sonidos, gestos, cuerpos y acciones que piden no ser interpretados apresuradamente sino ser constatados literalmente, hemos querido, a las puertas de un análisis del cine de David Lynch, ilustrar en qué se apoya su desconcertante mundo: en una lógica muy particular, que exige la renuncia a las interpretaciones a priori de comportamientos y hechos, considerados uno a uno o en su sucesión.

Aisladamente, los gestos y las imágenes en The Grandmother tienen un significado más confuso que el de su apariencia inmediata. La rareza del cortometraje consiste además en una diferencia entre la lógica agresivamente maniquea de su guión (en el que los padres son visiblemente descritos como «sucios y malos» y la abuela como «buena») y un tratamiento mucho menos simplista, que carga cada imagen con una multitud de significados contradictorios. Por eso, si se quiere resumir la película se corre fácilmente el peligro de falsearla: cuando la madre parece molestar a su hijo, al mismo tiempo lo atrae. Cuando el niño zarandea a la abuela para que salga de su dolor, la agrede y la ahoga. La desagradable y vulgar madre, que hace muecas groseras comiendo o peinándose, también acaricia a su hijo, mientras que la simpática abuelita (no tan vieja, arrugada y «asexuada» para su edad) da al pequeño un beso en la boca considerablemente incestuoso.

Por otra parte, en su sucesión, las acciones e imágenes de The Grandmother forman una singular cadena de causas y efectos, que desconoce el primer principio de termodinámica, el de «nada se crea ni se destruye», interiorizado por cada uno desde que comprende el ciclo de la alimentación y la excreción, del crecimiento, de la muerte, de los cambios interior/exterior, etc. En el caso de Lynch no parece haber vínculo alguno, por ejemplo, entre la alimentación y el crecimiento. Como si se pudiera crecer en volumen y densidad sin alimentarse de la sustancia de otras cosas. Los tubos salen de la tierra, crecen, se desarrollan y se dividen sin que parezca que extraigan la sustancia y la energía de su desarrollo de algo que no sea ellos mismos o el movimiento desde la nada del artista que los dibuja, crea y borra.

Una buena parte de los encadenamientos causa/efecto de la película son, asimismo, presentados como misteriosos: ¿por qué, cuando se tira de un cordón, cae del techo una masa triangular? ¿Por qué, cuando dos seres humanos se frotan entre sí, un tercero surge de la tierra? De hecho, se diría que todo se encadena mediante una conducción mágica, a imagen de un interrogante infantil sobre la electricidad: ¿por qué, cuando se aprieta un botón en la pared, se apaga la luz del techo? El mundo de The Grandmother más de una vez parece funcionar, en sus aspectos más orgánicos y cósmicos, según una lógica «eléctrico-mágica», la de un niño del siglo XX al que se le hubiera explicado de manera sumaria la energía eléctrica y hubiera deducido de allí el funcionamiento del mundo. En esa lógica todo se produce por transmisión abstracta. Los cuerpos no son en sí mismos cosas plenas de materia perecedera (materia modelada a partir de otros cuerpos absorbidos y transmutados), sino hilos, transmisores, conductores de esa inexplicable y abstracta energía. De ahí el cariz casi demostrativo y estilizado de muchas de las imágenes de la película realizadas en animación.

En resumen, en la teoría abstracta del mundo de la que The Grandmother nos proporciona el esquema, la vida es según Lynch un montaje eléctrico.

Pero esta teoría no explica, vincula ni sublima todo. No lo hace ni con lo orgánico, ni con la materia pululante, ni con el contacto físico ni con el resultado final de los intercambios de energía. Es engañosa, pero The Grandmother es, en su condición de reconstitución meticulosa de una lógica infantil, una película sorprendente que tiene la honestidad de confesar literalmente sus mismas trampas, visibles a poco que se esté atento: al principio, el tubo vacío que une la bolsa-padre con la bolsa-madre, llena la segunda con la sustancia que contiene la primera sin que sea atravesado por esa sustancia. Lo que es una manera de no escoger entre una teoría eléctrica (transmisión abstracta de la energía) y la teoría sustancial (el mundo como una serie de vasos comunicantes en el que una sustancia total busca expandirse).

The Grandmother no es sólo, sin embargo, la obra abstracta que hemos querido sacar a la luz y que explica una tentativa reciente y poco reconocida del cineasta, Fuego, camina conmigo, sino que también traduce una especie de lirismo cósmico que se desarrolló en las películas posteriores de Lynch, relacionando sin ninguna vacilación lo pequeño y lo inmenso, lo repugnante y lo grandioso: el charco amarillo-rojizo que campea sobre la sábana inmaculada es a la vez una mancha de orina y el sol. Este lirismo, influido por la atmósfera de los años setenta (la música de Tractor) transfigura esta obra sombría, confusa y brutal, como hecha en desorden, a la vez loca y generosa.

Técnicamente ya se encuentran en The Grandmother, en medio de un desorden dinámico y divertido, los rasgos estilísticos del futuro Lynch: iluminación y puntos de luz muy localizados, rostros muy destacados de la sombra (Cabeza borradora) y, sobre todo, en cuanto al sonido, la utilización de fragmentos sonoros creadores de duración, que a veces son tajantemente cortados en medio del plano.

Parece que otros detalles revelan la influencia de cineastas admirados por Lynch: los primeros planos del rostro de la abuela, con la sensación del miedo y de la máscara, parecen salidos de Persona (1966) o de La hora del lobo (Vargtimmen, 1968). Los efectos sonoros sincrónicos están, como hemos dicho, cercanos a Tati. Muchas de las escenas de esta película sonora son mudas: por ejemplo, los pasos en la escalera no están sonorizados. La abuela sonriente profiere palabras que no se oyen, como en el cine mudo, mientras que los padres aúllan un solo monosílabo: «¿Mike? ¿Mike?».

También es característico de la película una manera de filmar vivaz y rápida: la cámara se mueve mucho, los ángulos de las tomas varían constantemente y el cambio de escena está mucho más fragmentado de lo que es habitual en una película tan estilizada. Se diría que es una película muda sonorizada de finales de los años veinte, como las de Kirsanoff, muy agitada y sin reposo. The Grandmother no hace presentir aún la sensación estática que se desprende de Cabeza borradora, pero expresa la efervescencia subyacente.

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Para terminar su película, Lynch tuvo que pedir una ayuda financiera complementaria al AFI y conoció en esa ocasión a uno de sus empleados, Tony Vellani, que se desplazó a Filadelfia, vio la copia casi terminada y dio su aprobación. Una vez terminada The Grandmother (que obtuvo varios premios en los festivales de Atlanta, Belleview y San Francisco y fue proyectada en Europa, en Oberhausen), Lynch fue a ver a George Stevens júnior, el hijo del realizador de Gigante (Giant, 1956), quien le dijo que tenían la costumbre de clasificar las películas por categorías —ficción, animación…—, pero que esa película representaba una categoría por sí misma. Stevens y Vellani confirmaron su ferviente interés al sugerir a Lynch que solicitara una beca para acceder a los Advanced Film Studies, una escuela de cine que el AFI acababa de abrir en Beverly Hills, Los Ángeles.

Así es que en 1979, Lynch se fue a California con Peggy y la pequeña Jennifer. Le marcaron especialmente los cursos de un profesor checoslovaco, Frank Daniel, que le sensibilizó sobre todo en la importancia de la estructura del guión y en el papel del tempo en el cine, dos lecciones de las que sabrá sacar provecho. También allí conoció a Terrence Malick, el excepcional autor de Malas tierras (Badlands, 1973) y de Días del cielo (Days of Heaven, 1978), a quien presentó a Jack Fisk, que fue contratado por Malick como decorador.

Al empezar sus estudios en el AFI, Lynch dejó de ser un estudiante de pintura para sumergirse completamente por primera vez en el cine.

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David Lynch siempre ha mantenido que él no era cinéfilo y conocía mal la historia del cine y sus clásicos, lo que no le impedía tener sus películas favoritas, cuya lista, que ofrecía a menudo en sus entrevistas en la época de El hombre elefante y Dune, no variaba apenas: hay varios Fellini —Los inútiles (I Vitelloni, 1953), La Strada (La strada, 1954), Fellini 8 1/2 (Otto e mezzo, 1962)— Lolita (Lolita, 1962), de Kubrick, El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), de Billy Wilder, la obra de Tati, Persona, de Bergman y, en el ámbito americano contemporáneo, Scorsese. Más tarde añadió La ventana indiscreta (Rear Window, 1954) y principalmente cine europeo, mucho en blanco y negro.

Una ausencia: las obras surrealistas, a las que se ha aproximado muchas veces. Afirma que no había visto Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929) hasta después de haber hecho Cabeza borradora y que no conocía nada de Buñuel. Y protesta ante la idea de ser calificado él mismo de surrealista: «¿Por qué preocuparse de los términos, de las clasificaciones? Si el “surrealismo” llega de manera natural, del interior de ti mismo, si permaneces “inocente”, está bien; un surrealismo buscado o fabricado sería horroroso» (16).

Otra cosa que les separa es su gusto por la narración: «Los surrealistas no se interesan más que por el soporte, por la textura» (19).

Por el contrario, hay que hacer notar el lugar de honor concedido a Fellini. Además, tuvo ocasión de encontrarse con su ídolo en 1986-1987: «Admiro profundamente a Fellini. Me siento muy cercano a él, aunque él sea muy italiano… pero su obra hubiera podido ser concebida en cualquier país» (25). Una señal clandestina los une: ambos nacieron el mismo día, un 20 de enero. Otro vínculo creado por el destino entre los dos cineastas es Dino de Laurentiis, productor de La Strada, que le enriqueció, y de Dune, cuyo fracaso contribuyó a su quiebra. De Laurentiis declaraba cuando apareció la película de Lynch: «Cuando hice La Strada con Fellini (sic), los críticos italianos dijeron: “Bah, Fellini”, pero la crítica francesa dijo que era una de las películas más grandes jamás rodada En el caso de David Lynch era parecido. Primero había hecho una pequeña película bastante tonta (Cabeza borradora), y poco después una verdadera película, El hombre elefante. Lo he escogido para Dune. He inventado un nuevo director» (11).

Cojamos estas películas y estos directores uno por uno para ver lo que Lynch ha podido sacar de ellos directa o indirectamente. Es decir, lo que le han podido revelar de sí mismo y de lo que ambicionaba hacer.

En principio, Persona y Fellini 8 1/2 no son por casualidad las películas más experimentales de sus autores, las más característicamente compuestas por estilo, estructura y ritmo; lo que suele olvidarse, ya que su celebridad ha nivelado lo que en otros tiempos sorprendía al público.

En Persona, Lynch pudo apreciar su gusto por las rupturas, por un ritmo a veces solapado y lento y otras brusco y áspero, y también el gusto por los monólogos y las frases que resuenan en el vacío (la película de Bergman, que gira en tomo a la mudez de una de las dos protagonistas, no contiene prácticamente más que monólogos). La breve entradilla experimental, con su conglomerado de imágenes confusas y traumatizantes, en la que se mezclan dibujos animados, primeros planos de película, entrañas de animales y una mano humana clavada, no debió dejar indiferente a Lynch. Persona contiene también rupturas de los niveles de realidad y fracturas como la que será recordada en Fuego, camina conmigo y que, en pleno corazón del filme, simula un incendio de la película y hace reaparecer imágenes erráticas escapadas de otra dimensión.

El niño en la cama de The Grandmother, que «cultiva una abuela», puede haberse inspirado en el niño enclenque y con gafas que, en el prólogo de Persona, echado en la cama como él y también inscrito en un decorado sobrio, pasea la mano por una superficie en la que parece formar la imagen de un gigantesco rostro femenino.

Por otra parte, Persona es una película primordial para Lynch debido a su tema, ya que es el problema de un niño y dos mujeres (la madre escindida), de las que una es depresiva. Es sin duda significativo que, tanto en uno como en otro cineasta, el mismo tema lleve, en su punto incandescente, a una especie de dislocación de la realidad. No obstante —osemos blasfemar—, si bien Persona es una película admirable, es en este registro poco voluntarista y exterior, y menos espontánea que las de Lynch.

Las tres obras fellinianas preferidas por Lynch son también significativas tomadas una a una:

Los inútiles son las veladas que se eternizan y los grupos que pasan la noche dando paseos interminables, como en Terciopelo azul; es la atmósfera provinciana y las pequeñas historias familiares, entre vecinos; es la inmovilidad y el carácter viscoso del tiempo.

La Strada es el sentimentalismo, pero también el sentido oculto de lo raro y la poesía cósmica de la discusión nocturna entre Gelsomina e Il Matto. La insistencia en la película sobre la «cabeza de alcachofa» de Giulietta Masina, esa cabeza peinada tan singularmente y en el interior de la cual hay todo un mundo no formulado, y que se muestra a menudo en el centro de la pantalla como un astro o un sol, pudo impresionar al futuro director de Cabeza borradora. Y la muerte súbita e inesperada de Il Matto al borde de una carretera reaparece en algunos detalles del accidente nocturno de Corazón salvaje. Por último, en La Strada se trata de una mujer desdichada que busca razones para vivir y sostenerse y que, al perderlas, se extingue como en sí misma, se consume… Veremos la forma que adopta el tema en el universo de David Lynch.

— En Fellini 8 1/2 está, como en Cabeza borradora, la obsesión por el adulterio, la oposición entre la esposa amargada y reivindicativa y la amante sensual. El harén de Fellini 8 1/2 se convierte, en el caso de Lynch, en un pequeño teatro dentro de un radiador, a la medida del tímido personaje de Harry Spencer. En Fellini 8 1/2 también hay que recalcar el vaivén entre un mundo «real» (¿lo es verdaderamente?) y un mundo de fantasía. Por otra parte, el blanco y negro exageradamente contrastado de la película pudo animar a Lynch a acentuar en el mismo sentido la fotografía de Cabeza borradora, aunque la referencia explícita fuera El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder, cuya fotografía estaba firmada por John Seitz.

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Lolita, de Kubrick, se presta también al juego de las comparaciones: la atmósfera de la pequeña ciudad de provincias en la que se instala Humbert Humbert para estar cerca de su Lolita, con sus veladas mortecinas y sus bailes cursis, hace pensar en Terciopelo azul y en Twin Peaks. Es a la vez kubrickiana y pre-lynchiana la manera de aislar a cada personaje de los demás y hacer acusadas las rupturas de tono y de medio entre ellos. El personaje fríamente inquietante del escritor Quilby, interpretado por Peter Sellers, el emprendedor e histérico de la madre de Lolita (Shelley Winters) y, por último, el de un James Masón observador y sarcástico ante una Winters desenfrenada están diferenciándose constantemente unos en relación con los otros, como algunas figuras de Corazón salvaje y de Twin Peaks. Las relaciones entre Lolita y su madre anuncian las de Lula y Marietta en Corazón salvaje (la parte más floja de la película de Lynch). La crisis de llanto de James Mason al final de la película, cuando comprende que no vivirá más con la joven, pudo emocionar a Lynch hasta en la manera indefiniblemente distante con que Kubrick la filmó (Lynch será un gran filmador de sollozos). Por otra parte, Lolita nos parece una de las referencias constantes de Fuego, camina conmigo, donde Ray Wise, en el papel de Leland Palmer, interpreta igual que James Masón cuando habla a Sue Lyon: el mismo tono de voz, las mismas lágrimas y en algunos momentos la misma expresión, incluso un cierto parecido físico.

También se puede considerar que los «defectos» de la película de Kubrick —su ritmo inseguro, sin pulsación— hallaron una nueva juventud recuperados por Lynch, ya que los defectos pueden convertirse en cualidades cuando son reflejados por otro temperamento.

Hay que hacer notar que Shelley Winters había interpretado antes en su carrera un papel muy parecido al que tiene en el caso de Kubrick, el de una madre seducida por un hombre que, de hecho, quiere a sus hijos. Naturalmente, aludimos a La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955), película de la que hemos estado convencidos durante mucho tiempo que formaba parte de las obras de culto de Lynch, hasta el punto de ver a cada paso reminiscencias en su obra. Ahora bien, no hemos llegado a encontrar la fuente —probablemente la hemos soñado— del pasaje en el que Lynch haya podido mencionar esta película. ¿Es entonces una casualidad la aparición múltiple en el caso de Lynch de un rostro femenino parlante sobre un fondo de cielo (El hombre elefante-el retrato; Dune-la princesa Irulan; Corazón salvaje-el hada buena) como el de Lillian Gish al comienzo de la obra maestra de Laughton? ¿Y Frank Booth rugiendo en la caza por la noche, en Terciopelo azul, como Robert Mitchum en el caso de Laughton, sería también una casualidad, igual que la noche llena de animales y el ambiente mágico de Twin Peaks? Habría que resolverlo.

Hay otra película de Kubrick que Lynch también admira, 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odissey, 1968). ¿No se podría describir Cabeza borradora, con sus lentas penetraciones en ciertos microuniversos, como un 2001 de alcoba? Las estaciones espaciales están reemplazadas por un radiador o, en el caso de Terciopelo azul, por una oreja humana que se arrastra por la hierba, donde la cámara se implica con la misma solemnidad que en las astronaves kubrickianas. Al feto astral del final de la película de Kubrick, como un planeta enorme, respondería el prematuro de Lynch. Pero lo importante es que ambos cineastas están preocupados por las mismas cosas: lo arcaico, el lugar del hombre en el vacío y la estructura fragmentada de un mundo que ambos expresan con cortes «a navaja».

Como hemos visto, Tati es citado con frecuencia por nuestro autor como uno de sus cineastas fetiche y, por otra parte, algunos planos de los episodios de Twin Peaks que dirigió él son directamente tatianos: los gags respecto a la delegación noruega en el hotel y, en el curso del vigésimo noveno episodio, la escena de la banca Mibler, con su guardián minúsculo en un decorado desproporcionado. Los dos autores tienen el oído atento a los ritmos secretos susceptibles de venir del cosmos o de flotar en el aire (Fuego, camina conmigo es en su prólogo una película tatiana, con sus personajes y su manera de interrogar al cielo y a la superficie del plano).

Hagamos notar que Lynch no es el único admirador americano del autor de Mi tío (Mon oncle, 1956). Se puede poner a su lado a Blake Edwards, uno de los escasos directores americanos susceptibles de ser comparados con el autor de Terciopelo azul en el plano de lo «inconveniente» y de lo extraño, con su tan particular sentido del ritmo y del casting, su mal gusto metafísico y su sentido de la muerte (véase S.O.B.: Sois honrados bandidos [S.O.B., 1981]).

¿La ventana indiscreta? Por supuesto, el voyeurismo de Jeffrey Beaumont recuerda al de L. B. Jeffries en la película de Hitchcock, pero también la misma estructura de la película, muy poco clásica bajo la linealidad de la intriga principal, debió de interesar al joven Lynch. Hay en la película de Hitchcock una gran abundancia de personajes autónomos y de detalles secundarios que viven su destino y constituyen diversos mundos paralelos. El patio del inmueble en el que vive James Stewart es como un marco de serial reducido y se podrían hacer varias películas con él, sobre la vida de la señorita solitaria de la planta baja o la de la joven pareja que acaba de instalarse enfrente.

Hay también puntos de intersección entre La ventana indiscreta y las películas de Tati que nos remiten a Lynch: la visión en planos generales de muchos personajes, todos ellos singulares, como encerrados en su silueta, de los que sólo se saben pocas cosas y cuyas palabras se oyen a distancia. Y, por último, La ventana indiscreta es también, con sus rumores del patio, de música de radio y de sonidos urbanos, una de las muy escasas películas acústicas de los años cincuenta, realizada en un período en el que el sonido se reducía en general a los diálogos en primer plano y a un acompañamiento musical. Ahora bien, hemos visto que el ruido, el rumor, el drone está presente desde el principio en las películas de Lynch como un elemento sin el cual no se sabe ni siquiera si habría una película.

Por el contrario, no estamos con quienes han intentado establecer una filiación más general Hitchcock/Lynch, especialmente respecto a Twin Peaks: las reminiscencias hitchcockianas de la serie, sobre las que volveremos, nos parece que tienen más que ver con la cita consciente de un autor que pertenece a la cultura general común que con el homenaje a un director con el que habría una afinidad profunda.

Por último, Lynch ha declarado con frecuencia su culto a El crepúsculo de los dioses, por su expresionista blanco y negro y por su atmósfera mórbida. En la película de Wilder, el héroe se hace cargo de una actriz en decadencia que podría ser su madre: todo el tema lynchiano subyacente de la ayuda a la madre depresiva se encuentra allí. Por otra parte, se ha subrayado con frecuencia que en el caso de Lynch se tiene una impresión como de cine mudo hasta en el estilo de la interpretación de algunos actores; quizá el autor de Fuego, camina conmigo haya podido recibir la impronta a través de la evocación que se hace en El crepúsculo de los dioses, especialmente a través de la interpretación soberbia y bigger than life de Gloria Swanson.

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Durante sus estudios en el AFI, en Beverly Hills, Lynch trabajó en un nuevo proyecto de mediometraje titulado Garden-back (de nuevo una historia vegetal). Así resumía después el tema, visiblemente inspirado por Kafka: «Cuando miras a una chica, alguna cosa pasa de ella a ti. Y en esta historia, esa cosa era un insecto que crecía en el desván del hombre, un desván que era como su mente» (2).

Recordemos que el niño de The Grandmother tenía ya fantasmas que subían a su desván y que aún veremos a Henry Spencer, en Cabeza borradora, vivir en su antro y al hombre elefante habitar en una especie de buhardilla, a lo Quasimodo, cerca de un campanario cuyos sonidos resuenan como en el interior mismo de su cabeza.

Finalmente, Lynch abandonó el proyecto, que no llegó a desarrollarse de manera satisfactoria y, con la beca de cinco mil dólares que la ofreció el AFI, se dedicó a otro proyecto a partir del que tenía la declarada ambición de hacer un largometraje: Cabeza borradora.

El problema era que el AFI había hecho ya tentativas de producción de películas largas y no estaba dispuesto a repetir la experiencia. Como el guión escrito por Lynch, muy sintético y sin apenas diálogos, no ocupaba más que veintiuna páginas, el AFI le autorizó a hacer una película de veintiún minutos. «Quizá sea un poco más largo», aventuró Lynch. «Entonces, cuarenta y dos minutos».

The Grandmother había sido rodada en 16 milímetros y en color. Para Cabeza borradora Lynch quería rodar en 35 milímetros y obtuvo la conformidad de los dirigentes del AFI con la condición, que ya le iba bien, de que lo hiciera en blanco y negro.

Los primeros preparativos se hicieron a principios de 1972. Lynch se planteaba por entonces un rodaje de seis semanas. El trabajo sobre Cabeza borradora duró cinco años.

Sólo pudo hacerlo gracias a que los locales del AFI guardaban un tesoro: un gran número de habitaciones y terrenos baldíos. El American Film Institute había comprado en Beverly Hills un palacete veraniego abandonado con varias docenas de habitaciones que había pertenecido al millonario Donehy, uno de los fundadores de la ciudad de Los Ángeles. Lynch acondicionó cinco o seis habitaciones de las dependencias —garajes, cuartos de los criados, salas— e instaló un despacho, un estudio y un pequeño estudio de grabación. Durante tres o cuatro años tuvo aquella maravilla, un pequeño complejo de rodaje sólo para él.

Con la ayuda de su hermano John y de Alan Splet (que se había convertido en el responsable del departamento de sonido del AFI), la construcción del decorado empezó enseguida: ya no se trataba, como en The Grandmother, de decoraciones abstractas o geométricas o de muebles sobre un fondo negro o dibujado. Aunque estuvieran realizadas en cartónpiedra, las paredes tenían que tener un aire concreto y sólido.

El mismo local sirvió para varios decorados como la fábrica de lápices, el desván del inmueble en el que vive Henry, etc. El mismo David Lynch puso manos a la obra, como aficionado al bricolaje y constructor de cabañas que era.

Durante ese período también se creó la gran atracción de la futura película, un bebé-monstruo constituido por una masa-tronco envuelta en vendas (siempre puesta en una mesa) de la que emerge un largo cuello delgado que lleva a una cabeza de animal desollado, parecido a un conejo. Bebé que, en la pantalla, con la credibilidad que le dan los gritos y gemidos sincronizados con sus movimientos, posee una vida totalmente convincente. Lynch rehusó siempre, incluso ante preguntas apremiantes, revelar el secreto de su fabricación y animación y sus colaboradores más próximos fueron cómplices de este blackout, lo que contribuyó a la leyenda de la película.

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Cabeza borradora ya es, al menos en algunas de sus partes, más narrable que The Grandmother, pero en lo esencial, es todavía una película a la que no se puede más que describir y en la que la honestidad exige no contar de ella más que lo que se ve y se oye, sin modificar o extrapolar su significado.

Especialmente, el significado psicológico: ¿se puede decir, por ejemplo y como hacen algunos extractos de la película, que el héroe, Henry Spencer, es la cima de la miseria humana? No, sólo lo vemos, incluso frente a su monstruoso bebé y a su destino aparentemente sórdido, meramente molesto y preocupado. Para ser fiel a la historia que cuenta la película no hay que añadir nada.

La película se abre con un prólogo cósmico, como The Grandmother, pero con tomas reales y con un ritmo lento y ceremonial: se ve al héroe (su cabeza, al menos) flotando horizontalmente en ingravidez, y una esfera en forma de planeta sobreimpresionada en su cráneo sugiere que el mundo de la película es un mundo mental (para ser honrados, ¡hay que ayudarse de las declaraciones del cineasta para comprender que esa masa con superficie granulosa es un planeta y que es la sede de la acción!). La esfera se aproxima y se recorre su accidentada superficie. Después aparece la imagen de un hombre con el rostro marcado por horrendas quemaduras, sentado tras una ventana en un ambiente infernal. Una especie de cordón con una cabeza se sobreimpresiona en la cabeza del héroe. El hombre sentado acciona dos o tres veces una gran palanca; el cordón se estira y luego cae a una charca. Nos zambullimos en el líquido, en lo negro. Aparece un punto de luz que se agranda hasta las dimensiones de un resplandor que invade toda la pantalla.

El fundido en blanco se abre sobre el héroe, solo, en un vasto decorado urbano. Aparte de por su cabello erizado, es una especie de pobre empleado kafkiano, con tres bolígrafos en el bolsillo del pecho de su chaqueta. Lleva un saco de papel de embalaje y con un ligero contoneo cómico se aleja hacia el fondo de la imagen. Con él descubrimos el mundo gigantesco y desierto de un barrio medio industrial, medio portuario (sonidos de máquinas y de bocinas de niebla), de edificios abandonados, de solares y calles sórdidas. Una histriónica música de órgano resuena irreal en el aire.

Esa inspiración bleak (sombría, siniestra) prosigue cuando entramos en el siniestro edificio en el que vive Henry Spencer: en un descansillo con el suelo pavimentado con motivos de rayas (como la futura «Red Room» de Twin Peaks) parece esperar una eternidad que tarda en llegar y luego en volver a ponerse en marcha; hay problemas eléctricos en la cabina del ascensor, etc. Todos estos planos, célebres por su ambiente irrisorio y destroy y trivializados después en versiones o imitaciones más o menos conseguidas, confiesan por sí mismas algunas influencias provechosamente asimiladas; las de Kubrick, Fellini (que es, no se olvide, un gran amante de las zonas y solares baldíos) y, por supuesto, Tati.

Su vecina de descansillo, una guapa morena, informa a Henry que una tal Mary está en casa de sus padres y le ha llamado para convidarle a cenar. Una vez ha entrado en su pequeño cuarto, todo él vibrante de rumores (que se sitúan, según el momento, entre el silbido del gas, el ruido del radiador, el estrépito de una fábrica y la tempestad cósmica) y amueblado con una gran cama de estructura metálica que estamos empezando a conocer bien, Henry se dedica a pequeñas actividades domésticas, tales como poner un disco en el tocadiscos, colocar sus calcetines a secar sobre el radiador y rebuscar en una cómoda donde encuentra una foto rota de Mary.

Va a casa de ella, en un sitio infestado de ruidos y humo. Mary X (así se llama) es una joven sumisa y temerosa, su madre una mujer dura e inquisitorial y su padre un antiguo fontanero solitario y pusilánime, del que se mofan ya sea por la degradación y la sordidez de su barrio, su antiguo oficio de fontanero o su brazo paralizado.

La larga secuencia de la cena en casa de los X provoca siempre, en su proyección en salas, grandes carcajadas debido a su acumulación de detalles infectos o pintorescos: hay una abuela paralizada en la cocina, reducida a un estado vegetal y, en el menú, pollos pequeños y muy secos (más bien pichones) que expelen una sangre espesa cuando Henry intenta cortarlos. Por otra parte, justo en ese momento la madre de Mary entra en trance y huye a la cocina, donde la sigue su hija; de vuelta, interroga al joven, mientras que el padre, que se ha quedado a la mesa, se ha petrificado de una vez por todas con una sonrisa hierática: ¿ha tenido o no relaciones sexuales con Mary? Porque ha parido un bebé, aunque Mary no esté segura de que esa criatura prematura lo sea. Ante la noticia, Henry sangra por la nariz y la madre se le aproxima, entre vampira e inquisidora, para examinarle de cerca.

Más tarde encontramos a la pequeña familia en el cuarto de Henry: el padre, ocioso y plácido; la madre, intentando en vano dar de comer con una cuchara a la cosa llorosa puesta en una mesa. Atormentada por el llanto del bebé no tarda en deprimirse y coge la maleta para ir a casa de su madre a conseguir una «buena noche de sueño». El bebé, ya monstruoso, coge una horrenda enfermedad que lo cubre de pústulas, lo que impide a Henry salir a ver si hay correo (entre otras rarezas de su cuarto, señalemos una especie de armario-tabernáculo en el que guarda precavidamente una semilla).

Por la noche (las atmósferas nocturnas, interminables, ocupan buena parte de la película) Henry tiene un sueño en el que el radiador de la calefacción central de su habitación se ilumina y muestra que contiene un teatro en miniatura cuya artista es una pequeña mujercita de mejillas extrañamente hinchadas, que danza a pasitos y rompe con el tacón, muy sonriente, cordones umbilicales que caen sobre la escena.

Harry se despierta en la cama con Mary, de vuelta a su lado (sin que el espectador haya sido avisado). Tal como las mujeres de The Alphabet y de The Grandmother, se agita y se frota, hace ruidos rascándose y pare inagotablemente bajo la manta una serie de cordones que Henry saca para lanzarlos contra una pared en la que se estrellan.

La puerta del armario-tabernáculo se abre y se ilumina, como una segunda escena en la que un apéndice en forma de lombriz se contorsiona y gime y luego se abre hacia la cámara como si fuera un tubo digestivo que se tragara al espectador.

Henry se encuentra de nuevo solo con el bebé. La vecina llama: no puede entrar en su casa y pregunta si puede pasar allí la noche. Se asusta a causa del monstruo, al que Henry intenta hacer callar. En un ambiente sacro y mágico, los dos hacen el amor en la cama, transformada en una bañera de leche, en la que la cabeza de la mujer desaparece sin que sobrenaden nada más que sus cabellos.

Reaparición del sueño de la dama del radiador, que canta un cántico sobre el paraíso. Henry sube al pequeño escenario y se acerca a ella. Cuando la toca furtivamente hay una sobreintensidad de emoción, luz y sonido. Una gran planta sobre ruedas entra en escena. Henry se refugia detrás de una barandilla de tribunal (¿Kafka?), que manosea nerviosamente. Su cabeza es arrancada bruscamente de su cuerpo por una cosa oblonga. La planta exuda un líquido sanguinolento en una especie de solidaridad entre los seres vivos, ya evocada en The Grandmother. La cabeza del bebé emerge del cuello decapitado de Henry y exhala un largo grito de angustia cósmica. La de Henry, que yace en el suelo en el piso del escenario, desaparece como engullida en el charco de sangre que le rodea y, por último, cae en un decorado exterior de solar vacío, donde un niño con una boina la recoge y se la lleva como si fuera un balón de rugby. Entonces tiene lugar la secuencia matriz de la película, a la que da título y sobre la que volveremos más en detalle en el «Lynch-kit», aquella en la que la cabeza de Henry, vendida por el niño a una fábrica, sirve para hacer una sustancia con la que se fabrica la goma que tienen los lápices en la punta.

Henry se despierta (ha soñado, por tanto) y se encuentra solo, cada vez más enervado por el bebé, que parece reírse de sus desdichas. En el descansillo ve a la vecina en compañía de otro hombre, feúcho. Coge entonces unas tijeras, corta el vendaje, quita los pañales y agujerea el cuerpo del pequeño monstruo, cuya cabeza se agita con una mezcla de gritos de dolor y de estertores rítmicos francamente sexuales. De manera inagotable sale materia del cuerpo, una especie de espeso puré. La lámpara que «ilumina» la habitación crepita y magnifica lo que sigue merced a sus estallidos estroboscópicos.

La cabeza del bebé, primero cubierta por el puré, se desgaja del final de un cordón y flota en el aire. Se la ve hacerse enorme, como un balón que se hincha (parecida a una cabeza de pescado) y volar hacia la lámpara que lanza destellos ante los ojos de un impotente Henry. El planeta, que es la sede de la historia, se rompe como un huevo. El hombre sentado en la palanca intenta en vano impedirlo y el sonido, estridente, se eleva a un paroxismo místico, en el que se ve a la chica del radiador y a Henry con los ojos cerrados y apretados uno contra otro en un resplandor de luz blanca. Todo se interrumpe, imagen y sonido, y ya no hay más que unos créditos sobre fondo negro mientras resuena la elegante música de Fats Waller.

La sala puede iluminarse ahora, con los espectadores estremecidos y mudos: muchos, tras haber visto esta película, no volverán nunca.

Pero para que Lynch llegase hasta aquí, tuvo que pasar por muchas etapas.

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El equipo básico de Cabeza borradora se constituyó enseguida: el primer director de fotografía fue Herbert Cardwell, al que Lynch había conocido en Filadelfia. Tuvo que dejar la película durante su interminable rodaje y fue sustituido por Frederick Elmes, un joven cámara acostumbrado a los documentales. La directora de producción y también atrezzista de la película (lo que reclamaba, como hemos visto, encontrar los objetos y las sustancias más extraños) era Doreen Small; y, sobre todo, durante toda la duración de la película, trabajó una mujer importante para Lynch, que era en esos momentos la esposa del actor John Nance, que no había cambiado todavía su nombre de pila por el de Jack. Esa mujer es Catherine Coulson, que millones de telespectadores conocieron después como la «Log Lady» de Twin Peaks.

En esa época, era ya una actriz (debía haber tenido un pequeño papel en Cabeza borra dora, el de una niñera que odia al bebé, pero la escena no llegó a rodarse por razones económicas), pero se convirtió en un fichaje impagable y activo, que combinaba los papeles de ayudante de cámara, de ayudante a secas, de script y hasta de cocinera. También de peluquera, ya que fue ella quien creó, conforme a las indicaciones de Lynch, pero yendo aún más lejos de lo que éste había previsto, otra atracción de Cabeza borradora: el famoso peinado de Henry, con los cabellos rapados a los lados y en punta encima de la cabeza, los cuales prolongan y alargan la masa, tal como la goma al final del lápiz prolonga su forma (Eraserhead quiere decir poco más o menos, ya se ha visto por qué, «cabeza de goma»).

Señalemos también que, al contrario de lo que pasa en otras películas del AFI, David Lynch consiguió que cada uno cobrase al menos un módico salario y, cuando ya no fue posible, un porcentaje sobre los ingresos futuros.

Todo el mundo trabajaba duro; los participantes prestaban accesorios, trapos o elementos de maquillaje, mientras que Lynch y Splet instalaban un aislamiento sonoro muy eficaz. La colaboración, en el aspecto más material entre el director y su soundrnan fue una de las bases inapreciables de la experiencia de Lynch. A partir de ella, el sonido se convirtió para él, no en el objeto de una problemática abstracta, como es demasiado a menudo el caso de la mayoría de los directores, sino una cosa concreta, con la que se mantiene una relación estrecha y familiar.

Los actores contratados fueron los primeros contactados para el papel.

Judith Anna Roberts (la bella dama), Alien Joseph y Jeanne Bates (los padres de Mary) eran miembros de un taller teatral.

Charlotte Stewart (Mary) era una amiga de la directora de producción. No está muy cuidada físicamente en la película, en la que llora sin parar y es mostrada tal como es una mujer en la intimidad del lecho, sin maquillaje. Se comprende que no quedara muy encantada de la experiencia (sin embargo, se reencontró con Lynch en Twin Peaks para interpretar el papel —discreto— de la mujer del alcalde Briggs).

John Nance fue el gran descubrimiento de la película. Era un tejano de origen irlandés que había empezado como actor de teatro en Dallas y había hecho cine en papeles secundarios de películas de acción. Era un hombre reservado e irónico, que hablaba con voz lenta y cansina, lo que pudo seducir a Lynch, para quien el ritmo del habla era fundamental. Nance ha reaparecido prácticamente en todas las películas de Lynch y en la serie Twin Peaks, pero, aparte de un papel en El hombre de Chinatown (Hammett, 1982) de Wenders, este buen actor no ha intentado hacer una carrera de primera fila.

En Cabeza borradora su aportación es fundamental: a veces desconfiado, a veces furibundo o inquieto, compuso con precisión un personaje extremadamente acorralado y humano, que recuerda en algunos momentos, incluso físicamente, al excelente Jack Lemmon (¿un recuerdo a Billy Wilder, del que Lemmon fue el mejor intérprete?).

Para la fotografía, el blanco y negro fue una elección inmediata, en referencia especialmente a El crepúsculo de los dioses, de la que Lynch ama la unidad entre la atmósfera y la historia. Fue la única película que hizo ver al equipo antes del rodaje. Lynch dice con razón que el blanco y negro le permitía crear una imagen más esquemática, que distrajera menos y con enlaces más fáciles entre interiores y exteriores; también le permitía entrar con más facilidad en otro mundo (ya en The Grandmother el color estaba utilizado de manera enrarecida y opresiva).

En cuanto a la fotografía, Lynch sabía lo que quería y con Cardwell (y después con Elmes) lo preparó todo con cuidado. No obstante tuvo que hacer admitir a los laboratorios sus decisiones radicales: «La gente de los laboratorios decía “Debéis rodar esto con una bombilla en un túnel” y David les devolvía las pruebas diciendo “Todavía más oscuro”» (2). Lynch se atrevía con luces que no iluminaban más que por haces, dejando toda una parte del decorado en la sombra o en el negro absoluto.

Elmes y Lynch pidieron consejo a los especialistas de efectos especiales de los grandes estudios, que les indicaron trucos económicos para realizarlos y practicaron abundantemente el método de «ensayo y error». Por razones de economía y control, las sobreimpresiones y los fundidos en negro o en blanco no se realizaron prácticamente nunca en laboratorio, como suele ser habitual, sino a simple vista, lo que explica su belleza. Naturalmente, eso exigía más tiempo de rodaje, pero el tiempo (tiempo de preparación, de prueba y de rodaje) era el enorme lujo que el equipo había decidido concederse, al precio, claro está, de un trabajo personal mucho más duro.

Como hemos visto, las relaciones con los laboratorios eran problemáticas: por una parte, éstos no trabajaban más que escasamente con el blanco y negro y no poseían ya forzosamente las técnicas y la maquinaria adecuadas (en los últimos años, las películas cada vez más numerosas y sobre todo los videoclips y la publicidad las han reactivado espectacularmente). Por suerte, durante el primer año los laboratorios con los que trabajaban trataban paralelalemente la comedia retro de Peter Bogdanovich Luna de papel (Paper Moon, 1973), que fue uno de las primeras películas en «neo blanco y negro» de los años setenta, así que tuvieron máquinas que funcionaban.

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El trabajo con los actores en Cabeza borradora fue meticuloso, pero no intelectualizado, sin analizar los porqués y los cómo de algunas elecciones. Hay que señalar que ese tipo de papel, casi mudo, en el que a veces simplemente hay que andar, abrir una puerta, sentarse, pronunciar una palabra aislada o dirigir miradas, es quizá el más difícil en el cine, mucho más que esas largas escenas dialogadas que ofrecen al menos un marco, un impulso o una indicación.

La primera escena rodada fue la de la cena en casa de los X: Henry está sentado tímidamente en un sofá al lado de Mary (en la misma posición encogida y temerosa que adoptará Kiefer Sutherland en Fuego, camina conmigo) y tiene una conversación con la señora X: «¿Qué hace usted?». «Estoy de vacaciones».

Lynch pidió para la escena un tempo particularmente artificial, de manera que la respuesta pareciera desconectada de la pregunta. Bastó con una sola toma. En aquella época, Lynch era un fanático de las repeticiones largas y las tomas poco numerosas, opción que quizá estaba motivada por el deseo de abaratar los costes de la película.

A partir de ahí y durante casi un año, el rodaje adquirió un ritmo estable, con la conformidad de los dirigentes del AFI, que tenían la impresión de que todo estaba en buenas manos. Los lugares de rodaje estaban utilizándose o eran ruidosos durante el día y el equipo se acostumbró cada vez más a trabajar por la noche, lo que permitía a sus miembros llevar una vida profesional paralela, pero también les imponía un empleo saturado del tiempo. Cabeza borradora es una película nocturna rodada por la noche, lo que fue verdaderamente determinante en la verosimilitud de su atmósfera y su ritmo.

Lynch dejó evolucionar tranquilamente el concepto y, como tenía confianza en la coherencia interna de su guión, incorporó las ideas que surgían sobre la marcha. El cambio más importante aportado al guión original fue la transformación en un ensueño de lo que al principio era una pesadilla integral.

En su origen la película debía terminarse con el asesinato del bebé y la desintegración del mundo de Henry. Por entonces, Lynch estaba inquieto, nervioso, y fumaba y bebía mucho. «Todo me iba bien —ha dicho—, se supone que estaba haciendo lo que quería hacer por encima de todo, dirigir películas, pero no era verdaderamente feliz.» (2).

Aprendió técnicas de meditación y un día llegó la imagen de la mujercita en el radiador con los fetos que caen sobre ella (una idea que desplazó posteriormente a la esposa de Henry). «La idea llegó antes del principio del rodaje, cuando ya había filmado el radiador, aunque la idea ya me rondaba en la cabeza, creo, porque un día me precipité al cuarto de Henry y miré el radiador con atención. Vi entonces un sitio perfecto, un rinconcito, como un escenario en miniatura que parecía hecho para ella. Nació allí.» (16).

Pero aparecieron las dificultades: faltaba dinero. Para conseguirlo, Lynch y Splet montaron y sonorizaron una escena ya rodada que enseñaron a un productor: la velada en casa de los padres. El productor se enfureció: «¡La gente no habla así! ¡No se comportan así! ¡Estáis chiflados!» (2). Fue un fiasco.

Aparte de a su equipo más próximo, Lynch rehusaba enseñar su trabajo, no quería que lo juzgasen antes de que estuviera terminado. Sin embargo, un día, el AFI, que veía cómo el filme se deslizaba hacia el largometraje, decidió parar la provisión de dinero y de película suplementaria, no consintiendo más que una ayuda en equipamiento. En la primavera de 1973 la producción tuvo que detenerse y empezó un año difícil para Lynch. Incluso se comenzó a desmontar una parte de su instalación.

Para terminar a pesar de todo Cabeza borradora se llegó a plantear la construcción de una pequeña marioneta de Henry y realizar imagen a imagen las partes que aún no habían sido rodadas.

El equipo continuó en contacto y Lynch se dedicó a trabajos esporádicos, como vender periódicos. Mientras esperaban, Splet y Lynch montaron el metraje ya filmado, ayudados por Catherine Coulson y Jack Nance. Durante el parón, Elmes dirigió la fotografía (muy audaz en el movimiento y el grano) de The Killing of a Chinese Bookie (1976) para John Cassavetes, con Catherine Coulson como ayudante. Pero Cabeza borradora continuaba uniendo al grupo, que se reunía para plantearse soluciones diversas, dibujar los diagramas y preparar planos y efectos especiales en previsión de la reanudación del rodaje.

Afortunadamente, se combinaron una serie de buenas voluntades: intervención de George Stevens junior para que los laboratorios aceptaran al menos revelar el negativo y ayudas financieras de parientes y amigos. El rodaje se reanudó en mayo de 1974, pero en unas condiciones más duras, en períodos muy cortos y alejados en el tiempo. Por aquella época Lynch, divorciado y sin hogar, vivió sin autorización en el cuarto de Henry; una vez encontró un medio para camuflar las huellas de su presencia ilegal fuera de las horas de trabajo.

La escena de la dama del radiador abre el segundo período de rodaje (siempre nocturno) que Lynch tuvo a menudo que interrumpir a medianoche para ir a vender el Wall Street Journal. Por último, el AFI anunció a Lynch que ya no podía mantener la instalación en sus locales. Los sindicatos habían presionado para que no produjera más cortometrajes non-Unions (fuera de las reglas sindicales) y se había instaurado un nuevo reglamento que limitaría en lo sucesivo su realización y explotación. Lynch tuvo la suerte de librarse de él y (enorme regalo) de conservar sus derechos, pero sin embargo vio cómo se le imponía un plazo extremadamente apretado para terminar lo que quedaba. En la sala de estar de Fred Elmes se rodaron varias secuencias imagen por imagen y de miniaturas, y necesitaron alquilar una moviola de animación.

Ejemplo: la escena del gusano que sube gimiendo por la superficie del planeta, se hunde y vuelve a salir. Hizo falta un día entero para instalar la maqueta y el decorado, otro para probar la animación y un tercero para rodar la escena.

Lynch guardó un excelente recuerdo de ese tipo de trabajo y a partir de entonces siempre intentaría, cuando tuviera más dinero y equipos verdaderamente buenos, trabajar artesanalmente (para Fuego, camina conmigo, en 1992, manejó él mismo los potenciómetros para el mezclado musical).

Cuando Alan Splet se volvió a reunir con Lynch en el garaje-estudio en el que se habían instalado, trabajaron juntos durante una buena temporada sobre los efectos sonoros de la película y también allí el director participó de cerca en su creación. El material que utilizaron era bastante corriente y muchos de los sonidos de la película se crearon con medios acústicos (tubos, instrumentos tradicionales) trabajados detenidamente según las mismas técnicas que la música concreta francesa.

Como es sabido, la película está inmersa en una ambientación sonora ininterrumpida, con continuos soplidos de calderas, remolinos permanentes, acordes electrónicos de órgano, etc. Su gran originalidad es el empleo de cortes cut (brutales e instantáneos) en las partes sonoras, cortes que coinciden a menudo con cambios de plano y que tienen una potencia asombrosa: son como tensores de imágenes, aíslan unos planos de otros al conectarlos y extienden el tiempo del plano en relación con sus dos extremidades, que son los dos cortes que lo encierran. Esta fase del trabajo, que combinaba el montaje de imagen de Lynch y el montaje de sonido de Splet, duró desde el verano de 1975 hasta la primavera de 1976. Los últimos días Splet y Lynch apretaron la marcha con la esperanza de ser seleccionados para Cannes, durmiendo y trabajando en la misma habitación. La mezcla (hecha por el mismo Splet) requirió por el contrario muy poco tiempo, ya que había sido cuidadosamente preparada. Lynch llegó a Nueva York con un montaje de la película aún no totalmente pulido, pero fracasó con los seleccionadores de Cannes, que ya habían terminado su labor. La película también fue rechazada por el New York Festival, pero la segunda esposa de Lynch, Mary (hermana de Jack Fisk), le aconsejó que lo intentase en el Filmex de Los Ángeles, que la aceptó.

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Se celebró una proyección en el AFI para los actores, el equipo y los amigos. La película duraba entonces una hora cincuenta. Cuando se encendió la luz nadie aplaudió ni dijo una palabra, como si no supieran qué pensar.

El estreno público mundial tuvo lugar el 19 de marzo de 1977 en Los Ángeles y suscitó la misma estupefacción, aunque también, según recuerda Jack Nance, una oleada de aplausos. Sin embargo, Variety publicó una opinión negativa:

«Un descorazonador ejercicio de mal gusto. Situada aparentemente en un futuro apocalíptico indeterminado, Cabeza borradora muestra sobre todo a un hombre sentado en una habitación que intenta imaginarse lo que puede hacer con su bebé, horriblemente mutilado. Como muchas de las producciones del AFI, la película tiene cualidades técnicas (en especial, la imaginativa mezcla sonora) pero poca sustancia o sutileza… Lynch parece querer ir tras los pasos de Herschell Gordon Lewis, el rey del gore de bajo presupuesto.» (citado en 1). (La crítica se refería al director marginal de 2000 maníacos [Two Thousand Maniacs!, 1964] y A Taste of Blood [1967], considerado a menudo como uno de los precursores en los años sesenta de la reciente tendencia gore).

A partir de esta experiencia, Lynch, desamparado, llegó a la conclusión de que si quería conservar la atención del público tenía que cortar buena parte de la película: no menos de veinte minutos fueron a parar a la papelera.

Evidentemente, sería muy excitante ver, reintegradas en la película o por separado, las escenas inéditas, las cuales —que sepamos— nunca han vuelto a mostrarse. Gracias al testimonio de Coulson y de Lynch conocemos al menos su contenido. Entre ellas, las secuencias en las que los X vuelven del hospital con Mary y el bebé, una llamada telefónica que recibe Henry o una crisis de nervios de Mary en el apartamento de Henry.

En otra de las escenas cortadas, Henry oye ruidos extraños en el piso inferior, baja, abre la puerta de un apartamento y tiene brevemente, antes de volverla a cerrar, la singular visión de una escena «sexual» en la que intervienen dos mujeres atadas a una cama de hierro con un cable eléctrico y un hombre con una lata negra que se acerca a ellas.

El corte más largo afecta a una escena que se desarrolla en el exterior, de día, bajo la ventana de Henry. Mientras resopla una tormenta de polvo, un niño ve algo que brilla en la tierra, se agacha y, al excavar, encuentra unas monedas. Henry quiere bajar, sin tener en cuenta el llanto del bebé, pero el ascensor está bloqueado, porque la propietaria, que está haciendo la limpieza, ha atrancado la puerta con la escoba. El llanto del niño, procedente de la puerta abierta, invade el hueco del ascensor. Henry, furioso, da una patada a un sillón en el vestíbulo y se gana una reprimenda del propietario (es una de las escasas manifestaciones de la agresividad del personaje antes del asesinato del final). Henry vuelve a subir a su casa y ve por la ventana a gente excavando, y por la noche presencia una riña, plano del que queda un fragmento en la película.

Los cortes efectuados conciernen principalmente a las escenas de exteriores y preservan —afortunadamente— la unidad de lugar, una unidad que no estaba forzosamente tan recalcada en el proyecto inicial y que redunda en beneficio de la concentración y hechizo de la película. La presencia en los títulos de crédito de actores y personajes de los que no se ven trazas en la obra conocida se explica por el hecho de que los cortes se hicieron sobre la copia final.

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La proyección de la Filmex tuvo fecundas secuelas: suscitó el entusiasmo y el interés del distribuidor Ben Barenholz, el mismo que había inventado, con películas como El topo (1971), de Jodorowsky, el fenómeno de la película de culto para sesiones de medianoche. Su táctica consistía en proyectar una temporada, y sin una inversión promocional que amenazaría con matar el fenómeno, películas que el público debe descubrir lentamente durante meses. En 1977, Lynch fue a Nueva York con Mary y pasó dos meses agotadores vigilando el revelado de una buena copia (operación que siempre ha sido su pesadilla; más tarde criticó violentamente las que se hicieron de El hombre elefante).

En esta ocasión Barenholtz descubrió para su sorpresa a un muchacho sensato y muy poco neoyorkino, incapaz de tener una discusión intelectual, que se acostaba a las diez de la noche (pero quizá era para reponerse de la fatiga acumulada durante las noches que pasaba trabajando en la película) y que no comía más que en los MacDonald.

La película se estrenó en Nueva York, en el Cinema Village, en el otoño de 1977. Tuvo veinticinco espectadores la primera noche y veinticuatro la segunda. Lo que había previsto Ben Barenholtz acabó por ocurrir: se proyectaba cada sábado a medianoche y la película encontró un público y una leyenda. «I saw it», decía el lema de su club de fans. El cineasta John Waters ayudó a Lynch al declarar antes de una proyección de una de sus propias obras que Cabeza borradora era su película preferida.

Después, Cabeza borradora emigró a otro cine de Greenwich Village, el Waverly, en el que se proyectó hasta mediados de septiembre de 1981. En 1982, Ben Barenholtz tenía treinta y dos copias en circulación por el mundo.

Cuando se presentó en Avoriaz en 1980, la película obtuvo una Antena de oro y el premio del jurado (presidido por William Friedkin). Los críticos franceses, seducidos y trastornados, o bien simplemente trastornados, se vieron juzgando la película como un pesado ejercicio vanguardista que relacionaban con la vanguardia neoyorkina o con el teatro del absurdo. La película se convirtió en un objeto único, incluso para los que no la habían visto pero habían oído hablar de ella con asombro y estupefacción (nuestra primera aproximación a la película, antes de descubrirla en el Waverly fueron los relatos de amigos que describían detalladamente su ambiente sórdido). Un rumor dice que Kubrick, que en su retiro de Inglaterra se la hizo proyectar numerosas veces, intentó resolver el misterio de la fabricación del bebé y declaró que era la única película que le hubiera gustado dirigir.

Régis Jauffret, en un artículo de Art-Press, resumía el sentimiento de un cierto número de los adeptos: «Me gustaría acabar mis días en el interior de esta película, saltar como una pulga eternamente del principio al fin y, en definitiva, hacerme un ataúd con la última escena» (citado en 22).

Puede parecer paradójico, teniendo en cuenta la incomodidad en la que viven los personajes, pero Jauffret tiene razón, ya que los olores, las texturas enmarañadas y las suciedades orgánicas, unidas a la idea de calor y de humos, componen una perfecta película-seno materno o película-nido, en la que no falta la leche materna, en la que Henry y la bella vecina hacen el amor.

Es interesante hacer notar que la tentativa de un estreno clásico de la película (varias sesiones al día, etc.), intentado después del éxito de El hombre elefante, ha fracasado siempre.

En 1981 los Cahiers du Cinema preguntaron a Lynch: «¿Piensa volver a hacer algún día una película en las mismas condiciones que Cabeza borradora?». «No. No se puede volver atrás. Ya no podría hacer una película empleando cinco años y sin dinero. No, ya no podría» (13).

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Para alguien que no esté excesivamente a la defensiva, el primer visionado de Cabeza borradora es una experiencia inolvidable, incluido el ámbito formal. Sin embargo, la película no tiene la pretensión de revolucionar el lenguaje cinematográfico, ni es eso lo que hace; es una película narrativa y dialogada con un héroe principal y una historia lineal, a pesar de sus agujeros e inconsecuencias, y su sintaxis (encuadres, montaje) es relativamente clásica. Los tránsitos a dimensiones diferentes no son más numerosos que en los casos de Fellini (Giulietta de los espíritus [Giulietta degli spiriti, 1965]) o Kubrick (El resplandor [The Shining, 1980]). El lenguaje visual de Lynch no es otra cosa que una aplicación personal de un lenguaje común. Pero el cine es un sistema tan fuerte que basta con relajar una u otra de sus dimensiones para darle un aspecto totalmente diferente y encontrar una expresividad y una elocuencia sorprendentes.

Con relación a The Grandmother, Lynch no enfrentó tan violentamente los universos que la componen con diferentes técnicas ostensibles (dibujos animados, tomas en un decorado abstracto y sobrio, tomas en un exterior natural real y concreto). Por el contrario, intentó relacionarlos y unificarlos e introdujo diálogos audibles; en resumen, fue claramente hacia un cine más clásico.

Sin embargo, hay una extrañeza cinematográfica real en Cabeza borradora que salta a la vista, pero que no es fácil de caracterizar ni se limita al empleo de procedimientos técnicos concretos. Lo que ocurre es que en nuestros días es tan fuerte el cliché que hace depender la originalidad en el cine del empleo de figuras visuales específicas (en una especie de simplificación de la relación fondo/forma) que hay quien ha intentado asociar la de Cabeza borradora con figuras «diferentes» al sistema corriente, hasta fabricar una película imaginaria que no se corresponde con la realidad. Así, resulta que un atento y a menudo pertinente defensor de David Lynch en una revista francesa quiere hacernos creer —y hacerse creer— que Cabeza borradora estaría «constituida por largos planos fijos casi autónomos» (16). En realidad, no son todos fijos, sino que se mueven enseguida y, además, si algo no son es autónomos. Están relacionados de una manera concreta y en general, convencional: campo/contracampo, conjunto/detalle, etc.

Es cierto que en el caso de Lynch el plano tiene algo de nuevo, que asombra, como si estuviera fuera de la continuidad del tiempo y del espacio y que aún así viviera. Y sin embargo está claramente articulado con los que le enmarcan y con todos los demás. Es exactamente este carácter ostensible, visible y demostrativo, una vez más «muy nuevo» de las relaciones entre los diferentes planos, lo que constituye la fuerza del cine de Lynch.

Su estilo cinematográfico muestra a partir de Cabeza borradora un cierto carácter arcaico, rígido, frontal, cercano al cine mudo primitivo, que el autor parece no conocer, el cine de los años diez, despierto con frescura mediante el montaje. Cineasta literal, Lynch renueva fórmulas arcaicas tales como el montaje paralelo o los «planos-pensamiento» y encadena a menudo las imágenes como en tiempos del mudo, con la misma libertad de montaje.

Por ejemplo, en Cabeza borradora, Henry, encerrado en su cuarto, espera un mensaje en su buzón a la entrada del edificio. El pensamiento está expresado mediante un plano del buzón, sin que sea posible discernir si se trata de un plano mental o de un plano objetivo del buzón en ese mismo momento. El inserto vale para una idea o un pensamiento pero a la vez es objetivo.

Otra manera típica de montar: en El hombre elefante, durante la reunión solemne para debatir la entrada de Merrick en el hospital, un plano inesperado de éste, inserto en la continuidad de la escena nos muestra a aquel de quien se habla trabajando (¿al mismo tiempo?) en su maqueta de catedral y diciéndose a sí mismo: «Be careful». Momento típicamente lynchiano y cercano a la vez al cine mudo, en el que era corriente que una persona evocada verbalmente en una escena se inscribiese físicamente en la imagen, el tiempo de un inserto que no rompiese la continuidad (de ahí la impresión mágica, en dichas películas, de comunicación a distancia entre los seres). Cercano en todo caso al cine anterior a la linealidad teatral, linealidad consagrada por el cine sonoro pero ya ampliamente planteada antes de su llegada.

Por otra parte, no se encuentra en el caso de Lynch una retórica preexistente, es decir, referencias a un lenguaje cinematográfico en el sentido codificado y cerrado, ni consideraciones apriorísticas vinculadas a tal o cual manera de filmar («plano fijo», «plano secuencia», etc.), considerada como una figura sobre la que construir una secuencia. Si aprovecha las formas del reparto clásico en escenas es de una manera funcional, utilitaria, como medios, pero sin atribuirles el valor de un lenguaje. Cada plano en él parece un caso especial.

Señalaremos por último que Lynch, contrariamente a muchos cineastas actuales, no utiliza movimientos continuos de la cámara en el espacio, en tanto que arabesco libre, desvinculado de la mirada sobre los personajes. Es su lado clásico.

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También en Cabeza borradora, con la música agridulce del órgano Hammond de Fats Waller y el canto tembloroso de la dama del radiador, nació un concepto musical específicamente lynchiano que no podrá hacer suyo y marcar definitivamente con su firma hasta mucho más tarde: se trata de la sensación del instrumento o del solo de voz como desnudos, frágiles, tiritando en el vacío. Es el mismo sonido que con la ayuda de Angelo Badalamenti, su futuro Nino Rota, había de encontrar en Terciopelo azul y aún más claramente en Corazón salvaje y en el álbum Floating Into the Night, en el que creó su particular atmósfera musical, a través especialmente del hilo de voz de la cantante Julee Cruise. Otro aspecto interesante y específico de la música en el caso de Lynch, desde Cabeza borradora, es la confusión de lo religioso y lo profano: la música alegremente swing de Fats Waller evoca también, debido a sus sonoridades de órgano, las bóvedas de una iglesia y guarda algunas semejanzas con el cántico de la dama del radiador.

Pero la fuerza del concepto sonoro de la película es que no hay solución de continuidad entre ambientes y música. Se pasa con toda naturalidad de un rumor encrespado, que recuerda a una tempestad o a una máquina a un tenue musical en trémolo, de naturaleza melodramática o extática, como por ejemplo cuando Henry descubre que el bebé está enfermo y en uno de los raccords más traumatizantes de la película se nos muestra su cabeza recubierta súbitamente por pústulas y ampollas: un acorde de órgano estalla entonces brutalmente sucediendo a un fragor de caldera con el que se encadena sin ninguna ruptura estética.

Se puede decir que Lynch ha renovado el cine mediante el sonido: si bien su reparto de escenas visual es clásico y transparente —aunque con una especie de retorcimiento, que demuestra una vez más la fuerza del cine, en el que el más mínimo desfase respecto a las reglas es tan rico en efectos— su troquelado sonoro es de entrada personal. El sonido tiene una función concreta, que es la de propulsarnos en la película, catapultarnos a su interior, rodeados por su duración. La pulsación perpetua que anima a este sonido del interior, la microactividad particular de ese rumor de máquinas, nos introduce en un interior acogedor, como en una maquinaria corporal, en el cuerpo arcaico que el niño de The Grandmother intentaba reconstruir en vano.

Pero, como hemos visto, ese continuum está curiosamente repleto de discontinuidad.

David Lynch asimiló tan bien que para unir (construir) hay primero que separar, que no ha cesado de crear, cada vez con más claridad, lo continuo a partir de lo discontinuo, y de reunir mediante la separación. Como muchos directores, lo hace con la imagen, pero sobre todo, y de manera más original, con el sonido, el cual, debido a su naturaleza fundamentalmente temporal, es por lo común más asimilado que la imagen a un continuum, a un flujo, y manejado en ese sentido.

En el caso de Lynch, la pulsación de los ambientes sonoros no es un flujo continuo que desborde los cortes. Al contrario, está perpetuamente detenida y reanudada por las tijeras separadoras-unificadoras en frecuente sincronización con el corte visual. El autor la controla, como si fuera un flujo que interrumpe para distribuirlo y regularlo a borbotones.

(Por eso quizá Lynch se defiende de confundir creación y sueño. Los sueños no se controlan, dice, lo que quiere decir que su esencia, su flow no se puede cortar y pegar). De ahí el paradójico estilo de montaje de sonido que, desde Cabeza borradora y hasta las películas más recientes, reafirma la continuidad mediante la interrupción.

A la inversa de Godard, por ejemplo, para quien los cortes de sonido, por el hecho de que se aplican al sonido de la misma manera que a la imagen o al texto, intentan hacerle escapar de su especificidad temporal, en el caso de Lynch, las interrupciones de sonido abruptas y a menudo audaces, tienen el sentido inverso, el de una inscripción en el tiempo, de una creación del tiempo por parte del director, que reproduce el gesto del demiurgo.

Una escena al principio de Cabeza borradora es emblemática de dicha actitud. Es en la que Henry Spencer, en su casa, pone en marcha el tocadiscos: coloca la aguja en diferentes surcos de un disco de jazz, aislando pequeños fragmentos de música de swing separados por silencios. ¡Como alter ego del director, Henry nos enseña el montaje del sonido directo! Sin tijeras, con la mano, crea islotes de tiempo de sonido. En el caso de Lynch se está constantemente con los sonidos en el interior de alguna cosa. Y para empezar, en el interior del plano: los cortes de sonido sincrónicos con los cortes visuales nos instalan dentro del plano como en un nido.

En Corazón salvaje escenas cortas en sí mismas adquieren una duración dilatada porque están troceadas en segmentos unidos en un montaje paralelo. Lo que separa reúne perpetuamente y no se puede escapar de ello. Cada fragmento (de sonido, de escena), debido al tajo que lo divide en dos pedazos, se hace sentir como el fragmento de un todo que se reafirma incansablemente.

Las tijeras no son, en el caso de Lynch, destructoras (que cortan la vida), ni abstractas (que aíslan un fragmento que extraen de su contexto y del tiempo), sino creadoras de una vida renovada y más monstruosa que nunca: ése es el sentido del imposible asesinato del final.

¿Se plantea en Cabeza borradora la pregunta de una muerte imposible?

Entre los comentarios que inspiró Cabeza borradora podemos citar el muy interesante de George Godwin en CinéFantastique (2). Para él, toda la película está situada bajo el signo de la fobia al sexo. El bebé sería el símbolo del pene, un pene que, al individualizarse respecto a su poseedor, se convierte en una entidad separada y exigente que escapa del control consciente de la cabeza. Al destruirlo, Henry comete una especie de autocastración que destruye al mismo tiempo el medio para la continuidad de la especie, y de ahí la explosión del planeta.

Que el bebé sea un objeto parcial de Henry, una parte de sí mismo relacionada con el falo y que se opone a la cabeza como el lugar del control consciente, es absolutamente cierto. Sin embargo, se puede ver en ello otra cosa y proseguir la exégesis refiriéndose a la película que la precedió, The Grandmother, con la que tiene relaciones concretas.

De The Grandmother a Cabeza borradora se encuentra en primer lugar la idea de mancha, de inscripción, sobre una superficie inmaculada: al gesto del niño que marca con su orina y después con tierra y agua el blanco virginal de las dos camas, corresponde en Cabeza borradora a la página marcada con un trazo de lápiz.

Hay también entre las dos películas otra correspondencia: el personaje de la dama del radiador, quien junto con el bebé es el fruto —mental— nacido de Henry.

Hemos visto cómo la idea del personaje se le ocurrió a Lynch cuando el rodaje de la película estaba muy avanzado. La joven nació sola en el vacío de un rincón de radiador de calefacción central, nacida de la espera de Henry, y no, como la abuela, de un trabajo activo de jardinero. Tiene, como ella, un cuerpo encerrado en sí mismo, pero en lugar de estar sentada en una silla con la que parece confundirse, está de pie y con las manos juntas.

La «Lady in the radiator» es una reaparición de la abuela, como si fuera una salida aparente al infierno sin esperanza de aquí abajo. Por otra parte, es notable que Lynch hubiera empezado a construir un universo en el que ella no estaba prevista y que, a pesar de todo, se impusiera a él, así como, mucho más tarde, tras haber previsto para Corazón salvaje un final triste, introdujo a última hora la aparición salvadora de un hada buena.

La «Lady in the radiator» tiene una relación con el amor perfecto, con el sueño de la fusión incestuosa. La intensidad insostenible que se desencadena en el momento en que Henry, subido al escenario de su fantasma, la toca con la punta de los dedos, y que se traduce en un blanco cegador y un arrebato del sonido, intensidad que evoca de una manera penetrante lo que Françoise Dolto dice sobre la naturaleza incendiaria de los contactos físicos incestuosos. Incluso en ese momento la dama entona un cántico sobre un paraíso en el que, precisamente, no hay fusión («Tú haces lo que te gusta y yo lo que me gusta»).

Lo que es hermoso en ese momento es su gesto hacia Henry: ella tiene las manos juntas sobre el corazón, las abre y las vuelve hacia ella, en un gesto ambiguo entre la ofrenda, el don y la llamada —y atraerlo a sí, apropiárselo— a no ser que sea una petición.

Por último y sobre todo, el héroe se encuentra en ambos casos con algo que ha hecho nacer y que muere o se transfigura al final.

En la primera película, la abuela se ahoga ella misma en su propio movimiento de llamada y de comunicación (llamadas de socorro, como las que lanzará Laura Palmer). En el segundo caso, el bebé es acuchillado por las tijeras de Henry. Cada vez está la idea de un cuerpo que se vacía. A la abuela se la reencuentra en el cementerio, siempre sentada en su silla, mientras que el bebé toma proporciones cósmicas, pero no muere.

El «borrado» al que hace referencia el título del primer largometraje de Lynch no remite solamente a la escena en la que un hombre escribe en la superficie de una página un trazo que borra con el otro extremo del lápiz, sino también a la tentativa de Henry de eliminar el bebé que ha hecho nacer, tal como un creador todopoderoso que borrase el cuadro de su creación. En su lugar, asistimos a una especie de apoteosis, de metamorfosis, como más tarde la del final de Fuego, camina conmigo.

Hasta hoy, cuatro películas de Lynch terminan con la muerte de un personaje principal: The Grandmother, Cabeza borradora, El hombre elefante y Fuego, camina conmigo. Y ninguna de las cuatro muertes nos deja un cadáver al que se entierre, sino que nos llevan a un más allá del que se dice claramente —tanto peor si parece una perogrullada— que en principio es el lugar en el que no se muere nunca. ¿Perspectiva exaltante o, al contrario, terrible?

Toda la fuerza de Lynch en su primera e indeleble película reside en que no nos permite decidirnos.