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Quería darse la vuelta y salir corriendo, pero Alec permanecía inmóvil en el lugar, con el arma apuntando hacia abajo al hombre del fósforo.

—No vinimos a lastimarte —dijo pausadamente—. Solo estamos buscando a unas amigas. ¿Hay alguien más ahí abajo?

En apariencia, el extraño no había escuchado nada de lo que el soldado acababa de decir.

Seguía allí temblando y chorreando combustible.

—Ellos le temen al fuego. Todos le tienen miedo, incluso los que han perdido la razón. No bajan a molestarme porque tengo fósforos y gasolina.

—¡Trina! —gritó Mark—. ¡Lana! ¿Están ahí?

Nadie respondió y el hombre del fósforo no se inmutó ante el arrebato.

—Queridos amigos, ustedes deciden. Pueden dar un paso hacia mí y encenderé las llamas que me llevarán de aquí para siempre. O pueden seguir su alegre camino y dejarme vivir un día más.

Alec movía la cabeza lentamente. Por fin, comenzó a alejarse de los peldaños arrastrando a Mark consigo hasta que estuvieron otra vez en el pasillo. Sin decir una palabra, estiró la mano y cerró la puerta despacio. Después, se volvió hacia Mark.

—¿En qué se ha convertido el mundo?

—En algo verdaderamente enfermo —respondió el muchacho, que sentía lo mismo que su viejo amigo. Ese hombre rociado de combustible sosteniendo un fósforo pareció resumir la situación—. Y dudo que tenga un final feliz para nosotros. Lo único que podemos hacer es encontrar a nuestras amigas y tratar de morir bajo nuestras propias reglas.

—Muy bien dicho, hijo. Muy bien dicho.

Sin hacer ruido, dejaron la primera casa y se encaminaron a la siguiente.

Los sonidos eran cada vez más fuertes. Agachados, cruzaron la calle a toda carrera para llegar a la vivienda de enfrente, tratando de seguir una ruta serpenteante. Algunos rezagados notaron su presencia y los señalaron, pero ellos se movieron muy rápidamente. Mark esperaba que la suerte siguiera acompañándolos y nadie les prestara mucha atención. Sin embargo, no cabía duda de que las armas brillantes echarían por tierra sus esperanzas.

Acababan de subir al porche de la segunda casa cuando dos niñitos cruzaron la puerta corriendo. El dedo de Mark tembló sobre el gatillo, pero se calmó al descubrir que estaban solos.

Sucios y con una expresión distante y extraña en los ojos, se echaron a reír y se marcharon.

Apenas desaparecieron, una mujer robusta salió dando zancadas mientras gritaba algo sobre los mocosos y amenazaba con darles una buena paliza.

Después de vociferar durante unos cuantos segundos más, pareció notar la presencia de los dos desconocidos y les echó una mirada de desaprobación.

—En esta casa no estamos locos —exclamó, con el rostro repentinamente rojo de ira—. Al menos, no todavía. No es necesario que se lleven a mis hijos. Ellos son lo único que mantiene alejados a los monstruos —su mirada vacía le provocó escalofríos.

Alec estaba visiblemente enojado.

—Mire, señora, no nos importan sus hijos y no vinimos acá para llevárnoslos. Solo queremos dar un rápido vistazo a su casa para asegurarnos de que nuestras amigas no estén ahí.

—¿Amigas? —repitió la mujer—. ¿Entonces ustedes son amigos de los monstruos? ¿Los que quieren comerse a mis hijos? —el vacío de su mirada fue reemplazado de golpe por un terror genuino, que oscureció sus ojos—. Por favor… por favor no me lastimen. Puedo entregarles uno de ellos. Solo uno. Por favor.

—No conocemos a ningún monstruo. Solo… mire, hágase a un lado y déjenos entrar. No tenemos tiempo que perder —dijo Alec con un suspiro.

Con los músculos tensos y listos para usar la fuerza de ser necesario, el soldado avanzó unos pasos, pero la mujer se alejó con tanta rapidez que casi tropieza con la maleza reseca del jardín. Mark la miró con tristeza: había supuesto que los monstruos serían las personas infectadas que se encontraban calle abajo, pero en ese instante descubrió que estaba equivocado. Esa señora estaba tan desquiciada como el último tipo que habían encontrado, y era muy probable que realmente pensara que había monstruos viviendo debajo de las camas.

Dejó a la mujer en el jardín delantero y, al entrar en la casa detrás de Alec, se quedó perplejo ante lo que vio. El interior se parecía mucho más a un callejón de alguno de los peores barrios de Nueva York que a una vivienda en las afueras. Las paredes estaban cubiertas de dibujos pintados con crayones negros y tiza. Imágenes oscuras y aterradoras de monstruos, criaturas con garras, dientes filosos y ojos despiadados. Parecían haber sido realizados con mucha prisa, pero algunos tenían detalles muy gráficos que le erizaron la piel.

Con mirada sombría y las armas alertas, caminaron hasta la escalera que conducía al sótano y descendieron por ella.

Abajo encontraron a por lo menos quince niños en medio de la suciedad. La mayoría de los chicos se apiñaban en grupos y encogidos de miedo, como si esperaran recibir algún castigo terrible de los recién llegados. Estaban mugrientos y mal vestidos y, aparentemente, muertos de hambre. Mark olvidó la razón por la que se hallaban allí.

—No… no podemos dejarlos aquí —dijo. Había bajado el arma, que ahora colgaba de la correa. Estaba atónito—. De ninguna manera.

Alec percibió que no sería fácil hacerle cambiar de idea. Se acercó a él y le habló con gravedad.

—Comprendo lo que dices, hijo. Pero escúchame. ¿Qué podemos hacer por estos niños?

—En este infierno, todos están enfermos y no tenemos los recursos para sacarlos de aquí. Al menos ellos son… No sé qué decir.

—Sobrevivientes —agregó Mark en voz baja—. Pensé que sobrevivir era lo único que importaba, pero me equivoqué. No podemos dejar a estos chicos acá.

Alec suspiró profundamente.

—Mírame —exclamó y como Mark no reaccionaba, chasqueó los dedos y le gritó—. ¡Mírame!

Entonces el chico desvió la vista hacia él.

—Vayamos a buscar a las mujeres. Después podemos regresar. Pero si los llevamos ahora, no tendremos ninguna posibilidad de lograrlo. ¿Me oíste? Ninguna.

Hizo un gesto de aprobación: sabía que el viejo estaba en lo cierto. Pero al ver a esos niños, algo se había desgarrado dentro de su corazón, provocándole un gran dolor. Pensó que ya nunca sanaría.

Se dio la vuelta para calmarse y pensar. Todo lo que pudo hacer fue concentrarse en Trina: debía salvarla. A ella y a Deedee.

—Muy bien —pronunció finalmente—. Vámonos.

Recorrieron las viviendas una por una y las registraron de arriba a abajo.

Para Mark, todo se había vuelto una gran nebulosa. Cuanto más veía, más insensible se volvía ante este nuevo mundo tan desconcertante, con esa enfermedad desparramada deliberadamente. En cada casa, en cada manzana, contempló imágenes que superaban todo lo imaginable. Vio a una mujer arrojarse desde el techo de su casa y quedar destrozada en los escalones. Vio a tres hombres dibujar círculos en la tierra y luego entrar y salir de ellos saltando, como si se tratara de un juego de niños. Algo los fue irritando cada vez más hasta que finalmente estallaron en una pelea delirante. En una de las residencias había una habitación donde veinte o treinta personas se hallaban amontonadas en completo silencio. Vivas, pero inmóviles.

Una mujer se estaba comiendo un gato. En un rincón de la sala, un hombre masticaba la alfombra. Dos niños se lanzaban piedras mutuamente con todas sus fuerzas hasta que sus cuerpos quedaron cubiertos de sangre y de moretones… sin dejar de reír. Vio personas en los jardines mirando estáticas hacia el cielo. Otras, cabeza abajo, hablando solas a viva voz. Vio a un hombre golpearse una y otra vez contra el tronco de un árbol, como si pensara que tarde o temprano lograría derribarlo.

Continuaron la marcha revisando cada una de las casas mientras se iban acercando cada vez más hacia donde Alec había dicho que estaba la «fiesta». Lo más raro de todo era que, hasta el momento, nadie los había atacado. La mayoría de la gente parecía tenerles un miedo mortal.

Se aproximaban a la siguiente morada cuando un aullido surcó el aire, un poco más fuerte que todos los demás ruidos juntos. Salvaje y desgarrador, atravesó la calle como si fuera un ser vivo.

Alec se detuvo en seco y Mark lo imitó. Ambos miraron en la dirección de donde provenía el ruido.

Unas cinco casas más adelante, dos hombres arrastraban de los pies a una mujer de cabello negro a través de la puerta de entrada. Al descender hacia el jardín, su cabeza golpeó cada uno de los peldaños de piedra.

—Por todos los santos… —murmuró Alec—. Es Lana.