Con la inmensa dote que le llevó Esperancita, desempeñó Severiano su propiedad inmueble, y me entregó religiosamente los ochenta mil duros que le presté en Mayo con hipoteca de las Mezquitillas. De los Hijos de Nefas y de los Hermanos Roldán logré en virtud de un arreglo la mitad del valor de mis créditos, con lo cual pagué a Medina, a Eloísa, a María Juana y otros picos. En el reparto de los despojos de Torres Medina no salió mal, y mi excelsa prima vio entrar por la puerta de su casa el famoso espejo biselado. ¡En él se miraría!… A mí tocáronme sólo unos diez y siete mil duros. Reuní, amasé y consolidé estos míseros restos de mi fortuna, y con ellos y la casa quedome un capital limpio y sano de tres millones de reales, de los cuales, por testamento que otorgué en Madrid en Septiembre de 1884 ante el notario D. Francisco Muñoz y Nones, serían únicos herederos Camila y Constantino. Nombré albaceas a Severiano, a Trujillo, a Arnáiz y al general Morla, y me quedé tranquilo, diciendo: «gracias a Dios que he hecho una cosa buena en mi vida».
Aún me bullían en la conciencia los escrúpulos de herir la delicadeza de mis queridos amigos transmitiéndoles mis bienes. Consulté el caso con la propia Camila, quien, con noble sinceridad me dijo: «No hables de morirte; yo no quiero que te mueras. Pero si te empeñas en ello y me nombras tu heredera, no haremos la gazmoñería de rechazarlo por una papa o calumnia de más o de menos. Nuestra conciencia está en paz. ¿Qué nos importa lo demás? Si algún estúpido sinvergüenza cree que me dejas tu fortuna por haber sido tu querida, Dios, tú y yo sabemos que me la dejas por haberme portado bien».
Me entusiasmó. Le cogí la cara por la barba y le di un beso, el primero que le había dado en mi vida, tan casto y puro que no lo sería más si hubiera sido ella mi nieta, es decir, dos veces hija. Y lo parecía. Yo estaba viejo, caduco, sin vislumbres de nada varonil en mí; no tenía en mi ser sino la discreción, la gravedad senil, y un desmedido apetito de aplaudir sin tasa los actos de virtud. En esto iba cada día más lejos, y a todo el que me parecía honrado y prudente en cualquier respecto, le manifestaba mi admiración, le aplaudía y le alentaba con aires patriarcales a seguir por aquel saludable camino, único que a la Bienaventuranza eterna conduce.
Cuando Camila y yo hablamos lo que expresado queda, estaba ya ella en meses mayores. Pero conservaba su agilidad, y atendía a mis cosas con tanta solicitud como siempre. Había yo puesto en sus manos todos mis asuntos domésticos; era mi administradora, mi ama de gobierno y mi hermana de la Caridad. A principios de Noviembre la eché muy de menos, pero tuve que resignarme por la ley de la Naturaleza a la soledad en que me tuvo durante quince días. El 6 de Noviembre muy de mañana me dijo Ramón que la señorita estaba de parto. ¡Qué afán el mío y qué mal rato pasé, temiendo que no estuviese tan expeditiva como su complexión firme daba derecho a esperar! Pero fue obra de poco tiempo, y aquella sin par hembra, destinada a ennoblecer el linaje humano y a fundar una dinastía de gloriosos borriquitos, se portó como quien era. El mismo Constantino bajó desalado a darme la noticia.
«¿Con que ya tenemos a Belisario? —le dije, abrazándole, sin esperar a que contara el caso.
—Sí; pero no sabes lo mejor…
—¿Qué?
—Que cuando la comadre recogió a Belisario, creyendo el lance concluido, oímos a Camila gritar: «queda otro».
—¿Otro?
—Sí, y salió César más pronto que la vista, y tan listillo y con tan mal genio como su hermano.
—¡Dos! Pues, hijo, si seguís así, vais a llegar a la Z…