V

Mis inquietudes con respecto al pago de las letras no se calmaban con las seguridades que me daba Severiano de arreglar este asunto. «¿Pero cómo, pero cómo?»… Díjome que había conseguido arrancar a Villalonga unos tres mil duros y que él, por sí, había reunido cinco. ¿Y qué hacíamos con tal miseria? Mirándome flemático, me declaró lo que sigue:

«No te lo quería decir. Pero es preciso que lo sepas. La cantidad está completa. ¿A que no aciertas de dónde ha venido este socorro salvador?… No habrá más remedio que cantar claro… De tu prima Eloísa.

La impresión recibida por mí, al oír esto, fue de tal modo fuerte que, valiéndome de las extremidades de un solo lado, me eché de la cama. Con gritos y gestos expresaba yo mi terror, mi vergüenza y la resolución de no admitir aquella ofrenda. Hizo mi amigo esfuerzos por calmarme. Ramón y él me vistieron. Pusiéronme luego en mi sillón como un muñeco, y allí aguanté la rociada de palabras y razonamientos que me echó Severiano. «Tu situación no es para esos humos ni para que nos andemos con escrúpulos tontos. Estás en el caso de aceptar lo que venga sin mirarle la cara… Después pagarás y pax Christi… Cuando vi la cosa fea, me fui a casa de Eloísa. Encontrémela muy afligida, pensando en ti, en tu ruina corporal más que en tu pobreza, y me obsequió con la mar de lágrimas y suspiros. «Venderé todo lo que tengo, por sacarle de su compromiso». —«Pues empiece usted». La verdad, chico, lo que en la casa vi más me revelaba propósitos de engrandecimiento que de liquidación. Enseñome un cuadrángulo grande que había comprado el día anterior y otras preciosidades… «¿Y cuánto hace falta? me preguntó con aquella vocecita cristalina… Quedamos por fin en que si me buscaba diez mil duros, tu firma quedaría en salvo. Miró un rato al suelo, el ceño fruncido. «¡Mucho es! —dijo suspirando, y echando miradas de amor a sus cachivaches—. En fin, chico, ¿para qué andar con rodeos?… ¿te lo digo?… Pues allá va. Sin vender ni un alfiler, me trajo ayer los diez mil duros. Se los ha dado Sánchez Botín.»

Empecé a echar sangre por la boca, porque me mordí la lengua. No puedo pintar la turbación que me causaba aquel socorro que me venía de la prostitución elegante, aquel rechazo de mis vicios de antaño. Toda la saliva que yo había escupido a la faz de la sociedad y de la ley me caía ahora en la cara, causándome indecible repugnancia. No fue preciso que Rodríguez me diera más explicaciones, pues el caso se me presentó en todo su horror elocuente. La prójima se había vendido por una suma destinada a salvarme del conflicto. Parecíame que los tres, Eloísa, Botín y yo éramos igualmente despreciables, odiosos y viles, y que formábamos una sociedad de envilecimiento comandatario para socorrernos por turno. Porque yo sabía muy bien cuánto repugnaba a Eloísa el tal Sánchez Botín y el asco que ante él sentía, y la oí decir más de una vez: «Si me ponen en la alternativa de querer a todos los soldados de un regimiento uno tras otro, o vivir dos horas con ese orangután, opto por lo primero». Y para que se vean las raíces que la pasión del lujo tenía en su alma: Puesta en el caso de vender sus últimas adquisiciones de trapos y arte decorativo, no tuvo valor para ello, y apechugó con el aborrecible, asqueroso e inmundo estafermo que la perseguía. Creédmelo, si me hubieran dado una bofetada en la calle, no lo habría sentido como sentí aquello. No hay ultraje que se compare al de un favor que no se puede agradecer.

Y Severiano no se mordió la lengua para darme detalles: «Por debajo de cuerda he sabido que Botín no le dio más que seis mil duros. ¡Siempre miserable! Está por la carne barata. Este hombre se me ha parecido siempre a una chinche. Es para cogerle con un papel y tirarle, dando a otra persona el encargo de matarle. La idea de verle reventar delante de mí me pone nervioso… Pues sí, seis mil duros nada más. El resto lo juntó como pudo, con ayuda de su prendera, y llevando al Monte y a las casas de préstamos algunas cosillas… ¡Cuando me lo trajo estaba más contenta…! Pero se le conocía en la cara la repugnancia de la pócima… ¡Pobre mujer! Su trabajo le ha costado… Y no consintió por ningún caso en que le diera recibo, ni quiere interés. «No es préstamo —me dijo lo menos veinte veces—, es regalo, es restitución»… Pero me dio a entender que no deseaba se te ocultase que a ella debías tu salvación. Tiene el orgullo de su rasgo.

Nada, nada, yo no podía aceptar aquel injurioso, infame favor. Mi conciencia se sublevaba; se me venían a la boca expresiones airadas y terribles. Mi honor, mi honor antiguo, superior a las contingencias y asechanzas que le tendían mis vicios, quería mandar en jefe en mis acciones. Antes todos los males que aquel arrimo o protección indecorosa de una mujer que pagaba mis deudas con el dinero de sus queridos. Creo que en aquel trance me expresé sin dificultad, al menos yo dije a Severiano todo lo que quería decirle. «Por Dios y por tu vida y por lo que más ames, hazme el favor de devolver el dinero a esa mujer, y le dices de mi parte… No, no le digas nada, no hay más que devolvérselo diciéndole que no se necesita. Búscalo por otra parte, vende o empeña hoy todos mis muebles. Mira que esto es una deshonra que no puedo soportar. Prefiero el protesto de las letras, hacer un arreglo y pagarlas después a plazos o como se pueda. Severiano, amigo querido, líbrame de este bochorno; por Dios te lo pido… Saca ese dinero de mi mesa y echa a correr. Llévaselo; Dios nos recompensará esta delicadeza… Me considero el primer desgraciado del mundo y el número uno entre todos los miserables habidos y por haber.

En la cara le conocí que no quería contrariarme. Sus palabras conciliadoras diéronme esperanzas de que haría lo que le mandaba. «Bueno, hombre, no te apures. Si lo tomas así… A mí, en tu lugar, no me daría tan fuerte… Creo muy difícil que hoy se pueda reunir lo que necesitas. La opinión exagera siempre, y a ti te tiene hoy todo el mundo por más tronado de lo que estás. Yo pongo mi cabeza en un tajo a que no hay en Madrid quien te preste dos reales, teniendo ya hipotecada la casa… En cuanto a tus muebles, ¿qué quieres? ¿que traiga a los prenderos? Pues vendrán, y verás cómo no te dan arriba de dos o tres mil duros… por lo que vale siete u ocho mil. No hay solución por ese lado… Pero pues tú lo quieres, devolveré los diez mil a Eloísa, con tal de que te sosiegues, que no te excites… Mira que te vas a poner peor.

Demasiado lo conocí. Sentime bastante mal aquel día; y después de lo que hablé atropellada y dificultosamente, la lengua me hacía cosquillas y se declaraba en huelga completa, negándome hasta los monosílabos. Pasé una tarde cruel, observando lo que hacía Severiano, deseando verle abrir el cajón de la mesa y salir con el nefando dinero. Tuve muchas visitas al anochecer. Todos me encontraron peor, aunque no me lo decían. En torno mío no había más que caras lúgubres, en que se pintaba el presagio de mi fin desgraciado.

Y al siguiente día vi a mi amigo sacar manojos de billetes y pasar al despacho. «¿Qué has hecho? —le pregunté cuando volvió a mi lado.

—¿Qué había de hacer? Pagar las letras —me respondió, mostrándomelas—. Aquí las tienes, con el recibí de Lafitte… Y no me preguntes más, ni hagas el puritano. No están los tiempos para boberías de azul celeste. Hay que tomar las cosas de la vida como vienen, como resultan del fatalismo social y de nuestros propios actos. Todo lo demás es música, chico, viento y echarse a volar por las regiones etéreas.

Sentí que estos argumentos me anonadaban, y no expresé ninguna opinión. Yo temblaba al pensar que Eloísa iría a verme como en solicitud de mis gratitudes; y por lo mismo que lo temía tanto, ocurrió este desagradable caso. Aquella noche recibí su visita cuando no había ninguna otra, y aunque mi primera intención fue rechazarla, mi conciencia, turbada por angustiosas perplejidades, no lo pudo hacer. Habiendo aceptado el favor, no tenía derecho a arrojar sobre él la ignominia. Yo lo merecía; me lo había ganado, y si me mostrara desagradecido, resultaba más vil de lo que realmente era. Calleme ante la prójima. No hacía más que mirar al suelo, sin duda por ver dónde estaba mi cara, que debió caérseme de vergüenza. Tuve, pues, que dejarme estrechar la mano y estrechar también un poco la suya, y aunque me vinieron ganas de empujar su frente y su busto lejos de mí, no pude hacerlo. ¡Ay! me olió a estafermo sucio y perfumado con ingredientes innobles; oliome a baratería, a barbas mal pintadas, a dinero amasado con sangre de negros esclavos, a infamia y grosería, a sordidez y a ojos de carnero agonizante. Pero tal como resultaban, transfiguradas por mi mente, las caricias de la prójima, tuve que tragármelas. ¡Qué había de hacer sino beberme aquello y lo demás que saliese, si era la lógica, y contra la lógica que viene en forma de hiel dentro del cáliz de nuestras vicisitudes, no se puede nada ni hay más solución que cerrar los ojos, abrir bien las tragaderas… cuatro muecas, y adentro!… Algunos revientan, otros no.