III

Quedéme solo con Ramón, en la mayor ansiedad, rumiando mi desdicha. ¡Si al menos fuera un hombre, si al menos me obedeciera esta máquina estúpida! —pensaba—. ¿Pero qué ha de hacer una bestia más que cocear, dar bramidos, comer el pienso y morder a alguien si la dejan? Por más vueltas que le diera, no podría dominar el conflicto en que me hallaba, y en caso de que no encontrara un prestamista, las letras de las Pastoras se quedarían sin pagar, y yo deshonrado a los ojos de aquellas hidalgas personas. La aflicción que esto me produjo superaba al sentimiento y pesadumbre hondísima de mi enfermedad. Habría dado yo el lado derecho que aún tenía vivo por poder cumplir en aquel caso con lo que exigían mi honor y la altísima consideración que a las amigas de mi madre debía. «¡Pobres señoras, qué pensarán de mí! Dirán, y con razón, que me he comido su fortuna… No, esto no será, aunque tenga que vender la camisa. Aún puedo negociar los créditos a mi favor, aunque sea con pérdida en un cincuenta por ciento. Me quedaré sin un real y en situación de pedir limosna como esos infelices lisiados que se arrastran por los caminos; pero las Pastoras cobrarán… ¡pues no han de cobrar!…»

Y la maliciosa ironía de mi destino saltaba dentro de mí apuntándome la negativa: «No cobrarán; las dejarás en la miseria, y ambas serán los fantasmas que te persigan y te atormenten en tus últimos días. Porque Nefas no te pagará; de los Roldanes no verás un cuarto, y como no pleitees con Severiano, despídete de la hipoteca de las Mezquitillas… ¡Pobres inglesas! ¡Caer en la miseria al fin de su vida, sin más culpa que haberse fiado de ti, creyéndote persona formal…! En esta horrible situación de animalidad en que te han puesto tus vicios, mal hombre, te revolcarás impotente sin hallar consuelo en ninguna postura, y cuando te vuelvas de este lado, verás a la Morris dando lecciones de inglés para ganar la vida, ¡infeliz señora, anciana, medio ciega! y cuando te vuelvas del otro lado, verás a la Pastor pintando un cuadrito bucólico moral para rifarlo entre la colonia jerezana y malagueña de Madrid, a fin de sacar algunos reales con que atender al sustento. Y se llegarán a ti y te rascarán con la punta del palo de la sombrilla, porque tendrán lástima de tu padecer… Y aun te lavarán la jeta que tendrás sucia de hocicar en la artesa en que se te echa la comida, porque no podrás ni sabrás comer con las manos como los hombres… Y aun te aflojarán la cuerda que se te ponga al pescuezo para que no te escapes; porque sábete que vas a ser animal dañino que correrás tras las mujeres y los niños para morderles… Y cortarán hojas verdes y frescas para ponértelas en el lomo y defenderte de las moscas… Porque ellas, en su pobreza, seguirán siendo las personas más cristianas del mundo, y vencerán su asco para compadecerte, y se impondrán el sacrificio de mirarte, como una penitencia de la falta enorme de haber confiado en ti».

Así pensaba yo, y sudores de angustia me corrían por la cara abajo. Entró Camila a darme de comer, y aunque yo no tenía tranquilidad para nada mientras no viniese Severiano con buenas noticias, consagreme a la función aquella con verdadero gusto, no sólo por ser mi prima quien me auxiliaba, sino porque de todo mi organismo sensorio el único apetito que permanecía vivo era el que preside a la asimilación de los alimentos.

Y había que ver el cuidado con que mi borriquita, después de ponerme una servilleta por babero, me llevaba la cuchara a la boca o el tenedor con los pedazos de carne, haciendo con sus morros por instinto imitativo, contracciones iguales a las que yo hacía. A pesar del esmero que ella ponía en esta operación, yo, he de decirlo claramente, no comía con limpieza. Faltábame flexibilidad en los labios, y por mucho cuidado que tuviera para no dejar caer nada de la boca, algo se me caía siempre. Érame forzoso poner mucha pausa en aquel acto para estar en él lo menos desagradable a la vista que me fuera posible. ¡Qué lástima tan profunda se pintaba en el rostro de ella! Yo quería que mis ojos expresasen lo contrario de lo que se desprendía de aquella bestialidad grosera, y no sé si lo pude conseguir. Creo que no. Mis ojos no podían expresar más que el estupor del idiota y los anhelos de una gula repugnante. «Acuérdate, Camila —le decía yo con el pensamiento—, de cómo te quiso este cerdo cuando era hombre».

No había yo concluido de devorar, cuando entró Severiano. En la cara le conocí que me traía buenas noticias. «Si Medina no quiere arreglarlo —me dijo—, otro lo hará. Es un buen negocio… Tu casa vale más del millón. A Medina le he encontrado indeciso, con ganas de servirte; mas con poco dinero disponible por el momento; y como la cosa urge… Pero descuida, que ya se arreglará. ¿Y lo que falta luego para pagar las letras de Sevilla?… Hay que tener confianza en la Providencia, que no es tan perra como dicen».

Observé con inquietud que Camila se daba aire, como sofocada, que palidecía y cerraba los ojos. ¿Acaso estaba enferma? De repente salió; la sentí en mi alcoba. Hice señas a Severiano, que pensando como yo, dijo: «¿Se habrá puesto mala?». Mi amigo fue tras ella, y a poco rato volvió a decirme: «Camila está… vomitando».

«Es que le he dado asco —pensé sintiendo un nudo horrible en mi pecho—. No tiene valor de sentidos como Constantino, y le falta estómago para cuidar animales enfermos.

No tardó en aparecer la borriquita, limpiándose las lágrimas y riendo. Con mis ojos alelados le pregunté como pude lo que tenía, y no quiso contestar. Pero no debía de ser lo que yo me figuraba, porque siguió riendo y mirándome con piedad; y en un momento en que Severiano no estaba conmigo, me dijo, llevándose ambas manos a su esbeltísimo talle: «Es que estoy…».

Cogí el lápiz, y con cierto énfasis que no vacilo en llamar inspiración, escribí: «¿Belisario?».

Y ella decía que sí con la cabeza y con el júbilo que iluminó su rostro gitano, que a mí me hacía el efecto de tener la propia cara del sol dentro de mi gabinete. Yo escribí: «Me alegro». Pero no sé si me alegraba verdaderamente o si sentía una pena cosquillosa. Camila, que era muy comunicativa por naturaleza, gritó «tres meses» sacando del puño cerrado tres dedos para expresármelo mejor.

Retiróse al anochecer, con lo que para mí anochecía dos veces. Absolutamente privado de toda facultad sensoria que no fuera el placer de comer, pensaba en lo ideal que se había vuelto mi amor. Por esto, gracias a Dios, yo no era completamente bestia. Si aquello me faltara, hubiera andado a cuatro pies, siempre que el izquierdo y la mano del mismo lado lo consintieran. Pero conservaba mi alma, aunque desquiciada, y en mi alma aquella chispa divina, por la cual me creía con derecho a reclamar un sitio en el mundo espiritual, cuando la bestia cayese por entero en el inorgánico. La conciencia de aquella chispa me consolaba de tener cara de idiota, voz como un ladrido, cuerpo de palo, y de sentir caer las babas de mi boca. Pero ya lo he dicho: depuración mayor de un sentimiento no era posible. El delicado Petrarca era un sátiro ante Laura, y el espiritado Quijote un verdadero mico ante Dulcinea, en comparación de lo que yo era ante Camila. No cabía más pureza que la que mi incapacidad me daba. Vedme aquí hecho un santo, de esos que aman por lo divino y sutil, sin ningún interés de la carne ni cosa que lo valga, siendo un montón de ceniza corporal que guarda los encendidos hornos del alma. Ya veis cómo aquel puerco de que os hablo, no era todo escoria; yo reconocía en mí el conjunto extraño de bestia y ángel que caracteriza a los niños; pero nada de lo que constituye el hombre.

Por la noche fue María Juana, que de buenas a primeras me dijo: «Cuenta con el préstamo sobre la casa. Medina vacilaba, no por falta de voluntad, sino por no tener en el momento fondos disponibles. Pero yo le he dado tal carga, que es cosa hecha. Mañana mismo hará Muñoz y Nones la escritura. ¿Puedes firmar? Sí… Pues no te apures. Cristóbal hablará mañana con los del Crédito Lionés, encargándose de recoger las letras protestadas».

Yo le expresaba mi agradecimiento con gestos y miradas. Y el favor era completo y redondo, porque según me dijo mi ilustre y sapientísima prima, su marido me hacía el préstamo en las mejores condiciones posibles, por un año, con el módico interés de cinco por ciento… Hícele saber que para salir de mi atolladero necesitaba aún treinta mil duros, a lo que contestó que arañando en sus economías y dando otro tiento a Cristóbal podía facilitarme seis u ocho mil duros; pero pasar de aquí érale punto menos que imposible. «No hay que soñar —añadió—, con que mi marido se corra más. Ya sabes que él es generoso; pero lo es una sola vez en cada caso. Medina no repite… mil veces te lo he dicho. Si ahora saliera yo pidiéndole más dinero, puede que se le quitaran las ganas de hacerte el préstamo gordo. Él es así; aceptémosle reconociendo que es muy bueno, y no le perdamos por querer hacerle mejor».

Parecióme esto tan discreto y prudente, que nada tuve que objetar a ello. Poco después vino Cristóbal, y se me mostró tan afable, tan bondadoso que a poco más se me saltan las lágrimas. Declaraba que lo que hacía por mí no era digno de reconocimiento; rogábame que no hablase de ello y que no le sacara los colores a la cara con mis importunas gratitudes. Diome esperanzas de obtener algo en el asunto de Torres, que no dejaba de la mano. Por fin se sabía que el fugitivo estaba en Pau. Su abogado, uno de los más famosos de España, le había escrito que no se encargaría de su defensa si no se presentaba en Madrid. Era, pues, posible que viniese, ingresando desde luego en el Saladero, en virtud de providencia judicial ya dictada.

Con estas noticias me animé un poco; pero aún me amargaban el espíritu las dificultades para salir del compromiso de las letras, si algún inesperado suceso no venía a favorecerme por donde menos lo pensara. Dije a Severiano que tantease a mi tío, que también fue aquella noche, y que, después de haberse retirado Cristóbal con su mujer, se puso a jugar al tresillo con Miquis en mi gabinete. Pero ¡ay! que mi buen tío estaba en situación de que le pusieran niñera y no servía absolutamente para nada. Entre él y yo la diferencia no era grande, pues si disponía de sus cuatro remos, en cambio arrastraba los pies al andar, y ya se había caído dos veces en la calle. A lo mejor se quedaba como dormido y costaba trabajo despertarle. Su conversación era ya enteramente difusa, incoherente, sin sentido, y a lo mejor se salía con unas sandeces tan primitivas que ningún oyente sabía tener la risa. Yo le miraba desde mi sillón o desde mi lecho y me decía: «¡Si tendré yo el mismo aspecto de niño bobo!… Debo de tenerlo».