II

Otra noche, Camila junto a la mesa donde habían estado sus botas (no sé si os acordaréis de esto) y a su lado Constantino. Ella cosía y él leía un periódico. Cuando me sintieron mover, ambos me miraron. Camila vino hacia mí, dejando la costura y me dijo: «¿Qué tal?». En mi sensibilidad fuertemente perturbada hizo aquel qué tal el efecto de un intenso olor de sales súbitamente aplicado a mi nariz. A punto estuve de hablar… ¡Desdichado de mí si lo hubiera hecho! El silencio había venido a ser en mí como una coquetería. Tuve serenidad bastante para dominarme, y sacando una mano le tomé la suya y la llevé pausadamente a mis labios. Cuando le daba aquel respetuoso beso que fue como el homenaje que a los reyes haría el monárquico más sincero y leal, vi allí enfrente la mirada de Constantino, abrillantada por la próxima luz. No debía de ser mirada de celos, y si lo fue ¿qué culpa tenía yo en aquel momento? La absoluta muerte de las facultades más características del hombre me garantizaba una virtud perfecta. Yo podía ya ser hasta santo a poco que lo intentara. La borriquita, entendiendo mi homenaje o no retiró su mano. Pensé que debía de ser muy grande mi mal, cuando aquellos dos enemigos míos me perdonaban y aun venían a asistirme. «Sólo se perdona de este modo a los moribundos o a los locos» —pensé.

Y a la mañana siguiente llegaron María y su marido, ambos obsequiándome al entrar con sendos suspiros. Medina no pudo contener los pruritos dogmáticos que se le vinieron de la mente a los labios, y dándome un apretón de manos, me dijo: «Esto no es nada. Se restablecerá usted pronto, pero sírvale de lección este arrechucho». Y bajando la voz, inclinado ante mí, añadió lo siguiente: «Mi mujer tiene razón. Eso es el resultado de dejarse dominar por las pasiones y apetitos, en vez de vencerlos, como hace toda persona que merece el nombre de varón. Con que cuidado, y no echar la enseñanza en saco roto». Mientras tal oía yo, vi a María Juana poniendo orden en varias cosillas que sobre la mesa estaban… Retiró a su esposo de mi lado, como reprendiéndole tácitamente por sus inoportunas observaciones, y se fueron. Por la tarde vino ella sola, se sentó frente a mí al costado de la cama, y me estuvo mirando como una hora seguida. Yo también la miraba. «¿Por qué no hablas?» —me dijo al fin, estrechándome con amorosa fuerza la mano. Dile a entender que no podía, y entonces me trajo lápiz, papel y un libro para que escribiera sobre él. «Soy Nabucodonosor», escribí, no sin trabajo. Y ella consternada: «¡Qué cosas tienes!… Verás cómo te curamos». «Soy un animal, ladro…» escribí. Iba a decir que entre las tres me habían puesto así, la una por no quererme, y las otras dos por quererme demasiado; pero me faltó el pulso, y sólo pude escribir en un garabato: «Tú… culpa…». Leyolo un tanto indignada y rompió el papel, guardándose los pedazos.

¡Cómo podría yo pintar aquel inmenso tedio mío, y la pena de verme medio muerto, inmóvil, y de considerar que nunca más volvería a ser el hombre que fui! En tal extremidad la esperanza de la muerte venía a ser el único consuelo, y por fomentarla en mí resistime a tomar las medicinas que recetaba Miquis. Administrábame revulsivos y enérgicos derivativos; y para que mi semejanza con un perro fuera mayor, dábame la estricnina (15). Pensé decirle por escrito que me diera de una vez la morcilla, para hacerme reventar. ¡Terrible trance verme en tanta miseria, rodeado de todas las prosas de la vida humana, no pudiendo valerme sin ajeno auxilio! Ramón y Constantino me movían de aquí para allí, cargándome como a un leño, y haciendo conmigo lo que las madres de más abnegación hacen con un pobre niño sucio, incapacitado e irresponsable. Admiraba yo la caridad de entrambos, y mayormente la de Constantino, que no tenía obligación de hacerlo y lo hacía por pura lástima de mí. Dios se lo pagaría. Yo vivía, si vivir era aquello, en plena inmundicia, sintiendo un asco de mí mismo que no es comparable a nada. Era la conciencia física que me acusaba en aquella forma tan grosera como expresiva. Y aquel noble mancebo a quien yo había ofendido gravemente, hiriéndole en su opinión si no en su honor, era quien con más gallardía cuidaba de mí, afrontando aquellas repugnancias con ese valor de sentidos, que no es menos meritorio que el nervioso valor llamado bravura o heroísmo. ¿Por qué lo hizo? Porque le salía de dentro sin duda, y era vengativo a estilo de Jesucristo. Su mujer le incitaba también a ello con cristiano entusiasmo. Ya no podían temer que yo les deshonrara; yo era un cosa, más bien que una persona, un pobre animal moribundo que ladraba, pero que ya no podía morder. Poco más viviría, a juicio de ellos. Su compasión, por tal motivo, me daba el golpe de gracia.

¡Y cómo me acordé, al verme en tales podredumbres, hecho una plasta asquerosa, de la enfermedad de Eloísa, de su horror a la fealdad y de sus esfuerzos por buscar postura bonita en su muladar! ¿Qué discurriría yo para hacerme el interesante en tan prosaico estado? ¿Qué arbitrios de coquetería morbosa y fúnebre inventaría para dar poético giro a mi situación, como cuando a ella se le ocurrió aquello del tul, que referido en su lugar queda? Nada, nada; mi calamidad pedestre e inmunda no tenía compostura posible. Para mayor desgracia se me había torcido la boca, y esto me causaba tal horror, que no me atreví a pedir un espejo para mirarme. La lengua no funcionaba; érame difícil pegar la punta de ella a la arcada dentaria superior, y de aquí que no pudiera pronunciar algunas consonantes. La deglución érame también algo difícil, y por esto… me repugna decirlo; pero violentándome lo diré para que lo sepáis todo: ¡se me caía la baba!

Mandó Augusto que me levantaran y me pusieran en un sillón, donde estaría mejor que en la cama. Entre Constantino y mi criado me vistieron como se viste a un muerto, y me sentaron, rodeado de mantas y almohadas. Debía de asemejarme, en mi inmovilidad, a una de esas figuras egipcias que parecen estar esperando la conclusión de lo infinito por la rígida paciencia con que sentadas están. A veces de mi boca caían hilos gelatinosos sobre mis manos cruzadas sobre el vientre. Entonces Constantino, ¡oh angelón incomparable! daba algunos pasos hacia mí, y con un pañuelo me limpiaba.

Si en esto de la asistencia tenía yo tanto que agradecer al marido de Camila, en otra clase de auxilios Severiano era mi hombre. Sin él no sé qué habría sido de mí, porque se constituyó en guardián de mis intereses, y tomó muy a pechos todo lo concerniente a los negocios míos, que habían quedado en suspenso el día de mi enfermedad. Él y Medina llevaban adelante con la mayor energía la acción judical contra Torres y Samaniego. Ignorábase el paradero de Torres. El agente daba la cara, ofreciéndose también como víctima, y se prestaba a remediar el daño hasta donde alcanzaran sus fuerzas. Halleme en las peores condiciones para alcanzar justicia, pues antes que yo habían de cobrar los que, como Cristóbal, tenían la garantía legal de la publicación. Severiano consiguió que el Juzgado embargase la casa de la Ronda; pero he aquí que el contratista de la obra se echó encima de la finca, probando que no se le había pagado más que uno de los plazos de la construcción. En fin, que primero cobraría el contratista, después Medina y luego Llorente, yo y los demás, si algo quedaba. De todo esto me informaba Severiano, atenuando lo desagradable, y dándome esperanzas que yo no podía tener. Todo iba mal, muy mal para mí, como veréis por lo que sigue.

A los cinco días del ataque noté alguna mejoría en el uso de la preciosa facultad de hablar. Emitía las vocales sin dificultad, y algunas consonantes no me costaban trabajo. Otras, como la te y la erre, se resistían. Nacía en mí, pues, la palabra, siguiendo el proceso o desarrollo fonético de los niños. Educaba mi lengua como la educan ellos; mas hacíalo a solas, temeroso de parecer ridículo a los que me oyeran. Tal era mi estado, cuando Severiano vino a manifestarme que las letras que giré a cargo de mis arrendatarios de Jerez habían sido protestadas, y venían contra mí, con la añadidura de los gastos de resaca. Él hubiera querido ocultármelo y recogerlas del banquero que las tenía; pero sus tentativas para reunir el dinero eran infructuosas, y no tenía más remedio que decírmelo para que yo determinara.

«¡Bonito porvenir! —pensé—. Hállome convertido en animal, y con tres pleitos sobre mí: uno contra Torres, otro contra los Hijos de Nefas y el tercero contra mis arrendatarios Manuel Roldán y su hermano. Daré poder mañana mismo para exigirles el pago. Les embargaré, les venderé hasta la última bota de vino».

«No será difícil encontrar el dinero que necesitas, hipotecando esta casa —me dijo Severiano—. Ten presente otra cosa, y es que el día 12 te vencen las letras de Tomás de la Calzada».

Estas palabras fueron como un martillazo en mi cerebro. ¿Qué tal estaría mi cabeza que se me habían borrado de ellas las letras de Sevilla y hasta toda idea de que las Pastoras existiesen en el mundo? ¡Cuánto padecía en aquel momento al considerar que ni aun encontrando quien me prestase cincuenta mil duros con garantía de mi finca, podía yo conjurar la tormenta que sobre mí venía! Para pagar las letras de las Pastoras y recoger las devueltas de Jerez, necesitaba más de ochenta mil duros, y esto sin pérdida de tiempo, pues la casa tenedora de estas últimas era el Crédito Lionés, y no teniendo amistad con el gerente ni con ningún consejero de ella, no podía esperar que me diesen la prórroga o respiro que habría sido tal vez mi salvación. En estos casos las determinaciones acudían pronto a mi mente, aun hallándose, como se hallaba, enteramente desquiciada.

«Vete corriendo a ver a Medina —dije a Severiano parte por señas, parte escribiendo y algo también con ladridos—. Es el único que puede… Veamos si quiere darme… cincuenta mil duros… hipoteco esta casa…