VI

Todo lo que hablamos aquel día Medina, Llorente y yo, subsiste en mis recuerdos de un modo caótico. Imposible determinarlo ahora. Sólo puedo sacar de aquella nebulosa jirones sueltos, palabras e ideas desgarradas, con las cuales me sería difícil componer un inteligible discurso… Samaniego, la fianza de Samaniego… ¿En dónde estaba Samaniego?… ¿Huido también?… Acción judicial… unas operaciones publicadas y otras no… la casa de la Ronda… Si Torres se presentaba, esperanzas de arreglo, aunque todos renunciáramos a la mitad de nuestro crédito; si no… ¡Ah! Gonzalete no podía acabar en bien… Y vuelta a la casa de la Ronda, a la fianza de Samaniego… a la honradez de Samaniego que se tenía por indudable.

Lo que sí recuerdo bien es que, como yo dijera que al día siguiente vendería mis Obligaciones de Osuna, ambos me miraron, quedándose pasmados y con la boca abierta.

«¿Pero no vendió usted sus Osunas? —gritó Medina persignándose—. Hijo mío, ahora sí que ha hecho usted un pan como unas hostias.

Volví a sentir el frío aquel por el espinazo.

—Pero usted está ido, amigo mío —observó Llorente—; permítame que se lo diga.

—Esta es la más negra —murmuró Medina rascándose la oreja—. ¿Pero no le dije a usted…?

—Perdone usted; a mí nadie me ha dicho nada.

—Perdone usted…

—Hombre, que no.

—¡Dale! Se lo dije a usted el mes pasado, yendo juntos a la Bolsa en mi coche. Se lo volví a decir el jueves por la noche cuando me lo encontré en la calle del Arenal en compañía de mi suegro y su hermano Serafín. Le llamé a usted aparte y le dije: «Venda sin perder un momento las Osunas… corren malos vientos».

En efecto, vino a mi memoria el hecho que Medina afirmaba. Me lo había dicho, sí; pero yo, completamente ido, según ellos, y con el cerebro como una jaula, de la cual se me escapaban las ideas en figura de mosquitos, no había vuelto a pensar en semejante cosa.

«¿Pero qué hay con las Osunas?… —pregunté ansioso.

—Ahí es nada; un bajón horrible.

—Ayer las ofrecían a 55, y nadie las quería.

—Mañana las darán a 30, y será lo mismo.

—¿Pero qué hay?

—Un lío de mil demonios. Que ha desaparecido de la noche a la mañana la garantía territorial. ¡Ay Jesús, qué hombre este! Hace días se empezó a susurrar; pero hoy lo sabe todo el mundo. ¿No ha ido usted esta semana al escritorio de Trujillo?

—No.

—¿Ni al Bolsín?

—Tampoco.

—¿Ni al Círculo de la Unión Mercantil?

—Tampoco.

—Pues entonces, ¿adónde ha ido usted, hombre de Dios, y qué ha sido de su vida?

Diome vergüenza de contestar la verdad, que era esta: «He estado en la Casa de Fieras del Retiro, en el relevo de la guardia de Palacio y por las calles viendo subir sillares a las casas en construcción». El maldito amor habíame trastornado el seso, sembrando en mi cerebro un berenjenal. Las berzas del idiotismo, no las flores de la exaltación poética, eran lo que en mi caletre nacía. Cuando me retiré de allí, deseando la soledad para entregarme a la meditación de mi desgracia, para chocar alguna idea con otra y sacar un poco de luz, María Juana salió a despedirme, y me secreteó esto, cariñosamente consternada: «Pero tú estás sorbido… ¿no te acuerdas? El viernes, cuando nos vimos, ¿sabes?… te dije que vendieras las Osunas si las tenías… Yo había oído ciertas conversaciones. ¿Es posible que no te hicieras cargo? ¿Qué grillera tienes dentro de esa cabeza?».

—No sé… déjame… creo que estoy loco.

—¿Pero no lo recuerdas?

—Sí, me acuerdo y no me acuerdo… No sé… déjame… ¡Lo que a mí me sucede…!

Salí de aquella casa como alma que lleva el Diablo, y me metí en la mía, zambulléndome de golpe en mi soledad, lago turbio de tristeza, miedo y desesperación. Tiempo hacía que yo apenas dormía; pero aquella noche, cosa en verdad muy extraña, apenas me arrojé sobre mi cama, vestido, quedeme dormido como un borracho. Ello debió de durar una hora nada más; fue sueño estúpido, sedación repentina y enérgica de los encabritados nervios. Luego desperté como quien no había de volver a dormir en toda su vida. ¡Despierto para siempre! Tal fue la sensación de mi cerebro y mis párpados. Y era temprano; las diez apenas. Oí el piano de Camila, que sin duda tenía tertulia de parientes ¡Oh, qué atroz envidia me inspiró aquella casa!… Cuánto habría dado por poder subir, penetrar y decirles: «¡Aquí vengo a que me queráis, a que seamos buenos amigos! Estoy arruinado, solo, triste, y necesito calor de amistad. No os haré daño alguno, no turbaré vuestra paz; seré juicioso, con tal de que me dejéis sentarme en una silla a vuestro lado y miraros…». Porque me pasaba una cosa muy extraña. Desde que me entraron las chocheces, les quería a los dos, a Camila, como siempre, con exaltado amor, a Constantino con no sé qué singular cariño entre amistoso y fraternal. Los dos me interesaban… Deseaba con toda mi alma hacer las paces con ellos, y arrimarme al fuego de su sencillo hogar, lo más digno de admiración que hasta entonces había visto yo en el mundo.

Lo mismo fue cesar el piano que ponerme yo a hacer la liquidación de mi fortuna, paseo arriba, paseo abajo. Al separarme de Eloísa, mis nueve millones de reales habían quedado reducidos a menos de siete. Las ganancias de Enero y Febrero me habían redondeado los siete, y un poco más. Pero luego la quiebra de Nefas me dejaba en los seis y medio. Por fin la catástrofe de fin de Junio hacíame perder, por la mala fe de un truhán, cuatro millones de ganancia; y como yo tenía que dar, por mis diferencias, ciento cuarenta mil duros, si Torres no me pagaba, esta suma era mi pérdida efectiva. Porque yo no había de tomar las de Villadiego, como el otro, dejando a mis acreedores con un palmo de narices. La depreciación de las Osunas, que tomé al tipo de 97,50 y habían descendido de golpe a 38, acababa de anonadarme. Mi activo quedaría pronto reducido exclusivamente a la casa, los créditos de Jerez y lo que había colocado tres meses antes en la hipoteca de mi amigo para cancelar sus ruinosos empréstitos.

Por la mañana, después de pasarme toda la noche sin pegar los ojos, mandé un recado a Severiano para que fuese a verme. No tardó en acudir a mi cita. Yo tenía un humor endemoniado, y le recibí con aspereza. Mas era él de tan buena pasta, que me soportó con paciencia. Pintele mi situación, de la cual él alguna noticia tenía ya, y concluí conminándole de este modo: «Vas a reunir todo el dinero que puedas y a traérmelo. No te pido imposibles; no te pido que me devuelvas en tres días los ochenta mil duros que te presté sobre las Mezquitillas. Pero búscame y facilítame lo que puedas en esta semana. Echando mano de cuanto tengo disponible, no me basta para saldar mi liquidación. He de pagar además dos letras de Tomás de la Calzada, que acepté el viernes, y que me vencen a los quince días. Es el dinero de las Pastoras… ¿Con que has oído? ¿Cuánto me puedes dar?».

—Nada —replicó con lacónica serenidad, sin inmutarse.

—¡Y lo dices con esa calma! Severiano, tú tomas esto como cosa de juego. ¿No me ves con el agua al cuello?

—A mí me llega a la coronilla —díjome con la misma pachorra, señalando lo más alto de su cabeza.

—¿No tienes quien te preste?

—¡Yo! —exclamó con el acento que se da a lo inverosímil—. ¡Yo quien me preste!…

—Pues nada, como quiera que sea, tienes que buscarme dinero. Empeña la camisa.

—La tengo empeñada —replicome con cierto estoicismo de buena sombra.

—Vamos, no bromees… mira que… Vende tus caballos.

—Los he vendido… Hace tres días que estoy saliendo en los de Villamejor.

—Pues vende las Mezquitillas… Véndelas. Yo necesito mi dinero.

—Estarás turulato. Tratamos por cinco años.

—Es verdad; pero tú, viéndome como me ves, debes sacarme de este atolladero, poniendo en venta la finca. Villamejor te la compra.

—Pero no me da sino cuatro millones de reales y vale siete… No pienses por ahora en eso.

—Pues tú verás lo que tienes que hacer —chillé exaltándome—. Es forzoso que vengas en mi auxilio. ¿No tienes siquiera medio de reunir doce, quince, diez y ocho mil duros?

Echose a reír. Yo estaba volado, con gana de darle de bofetones, y echarle a puntapiés.

«Pero ven acá, perdido, ladrón —le dije cogiéndole por las solapas—. ¿Qué has hecho de tu patrimonio?… ¿En qué gastas tú el dinero? ¿Es lo que lo tiras a puñados a la calle, o qué haces?»

Enardecíame la sangre su estoicismo que no era estudiado sino muy natural, aquella calma filosófica y sonriente con que oía hablar de mi ruina y de la suya. Le vi sentarse, cruzar una pierna sobre otra, encender un cigarro. Y entonces se explayó y me hizo la pintura de su catástrofe y de las causas de ella, concretando y detallando los hechos con un análisis sereno y flemático que me dejó pasmado. Y la causa madre no necesitaba él declararla para que yo la supiese. Era la señora, aquel voraz apetito que estaba dispuesto a tragarse todas las fortunas que se le pusieran delante y a digerirlas, quedándose dispuesto para una nueva merienda. ¡Ay, qué señora aquella! Su colección de piedras preciosas era hermosísima. Los brillantes sirviéronle de aperitivo para comerle a Severiano seis casas de Sevilla y Jerez, y su participación en la mina Excelsa de Linares. Para que se vea el extremo de ignominia a que hubo de llegar mi amigo con su ceguera estúpida, su vanidad y su lascivia, diré que no sólo sostenía la casa aquella en su organización pública y regular, sino que tenía que atender a los despilfarros del marido. Cuando este necesitaba dinero, poníase tan pesado que su mujer se veía en el caso de pedir billetes a Severiano y dárselos al otro para que fuera a gastárselos con mozas del partido en el Cielo de Andalucía. «¿Pero es posible —le dije clamando como si tuviera en mí la autoridad de la religión y la justicia—, que hayas sido tan imbécil…? ¿Qué hay dentro de esa cabeza, sesos o serrín?»

—¡Y tú me predicas… tú!… —objetó echándose a reír.

—Hombre —repliqué algo desconcertado—, yo he hecho tonterías… pero no tantas…

—Has hecho más, más; y lo verás prácticamente, porque yo me he salvado y tú no.

—¿Qué quieres decir?

—Que yo, al verme en medio de la mar salada, ahogándome, he tropezado con una tabla y me he agarrado a ella, mientras que tú…

No comprendí al pronto qué tabla podía ser aquélla.

«No tengas cuidado ninguno por la hipoteca de las Mezquitillas. Dentro de unos meses, te daré tu dinero, duro sobre duro…»

—¡Ah, pillo!… te casas con alguna rica.

Echose a reír y me dijo:

«Es un secreto. No me hagas preguntas».

—Y la otra ¿lleva con paciencia tu esquinazo?

—¿Y qué remedio tiene?… —me dijo alzando los hombros y riéndose tanto, tanto, que yo también me reí un poco.

—La verdad es —observé con sinceridad que me salía de lo mejor del alma—, la verdad es que somos unos grandes majaderos.

—Lo somos tanto —afirmó él entusiasmándose—, que nos debían vestir con roponcito y chichonera, ponernos en la mano un sonajero y echarnos a paseo llevados de la mano por una niñera… Es lo que nos cuadra. Los bebés tienen más sentido que nosotros. Pero ¡ay! yo aprendí ya; tú eres el que no quiere abrir los ojos.