III

Felizmente, de estas abominaciones, producto momentáneo de estados instintivos en que casi se pierde la responsabilidad, arrepentíame yo pronto, conociendo y condenando mi propia infamia. Desde aquel día mi desatino tomó ya proporciones aterradoras. Todas las locuras que yo había hecho antes y que puntualmente quedan referidas, eran razonables en comparación de las que hice después. ¡Qué días aquellos en que Raimundo se me representaba como un modelo de cordura, asiento y respetabilidad! Se me iba la cabeza; se me desvanecía la memoria; olvidábame hasta de las cosas más importantes, y de nombres y cifras que me interesaban grandemente. Unas veces no podía apartar del pensamiento la idea de mi próxima muerte, y la deseaba; otras entrábame un flujo tal de proyectos que me volvía tarumba, dándole vueltas de noche en mi cerebro, mientras mi cuerpo las daba en la cama, sin poder gustar ni un sorbo de sueño. Entre estos proyectos los había financieros y amorosos, todos girando sobre el eje de mi desesperada pasión por Camila. Completamente ebrio, me decía: «la época de las barbaridades ha llegado. La sorprendo, la robo, la amarro, la meto en un coche y me voy a América… Enveneno a Constantino, o le asesino por la espalda o le emparedo… Estos disparates eran los puntos rojizos que estrellaban la negra bóveda de mis insomnios. Por las mañanas el más insignificante suceso me producía fuertes emociones, ora dulces, ora amargas. Ver subir a la criada de los Miquis con la cesta de la compra bien repleta, me hacía cosquillas en el espíritu. Oír desde mi casa el piano del tercero me ponía en estado de echarme a llorar. Por las noches, cuando entraba en casa, observaba si había luz en la de ellos. Si salían, me clavaba en mi balcón hasta que los veía perderse en las sombras de la calle o meterse en el Rippert.

Aunque no los visitaba, ni podía intentarlo después que tan ignominiosamente me echaron de su casa, a mí llegaban noticias suyas por diferentes conductos. El mismo Augusto Miquis, a quien llamé para consultarle como médico, me solía decir cosas que me interesaban profundamente. Ambos consortes estaban furiosos contra mí. Para Constantino era yo un traidor infame, ladrón de ganzúa, no de puñal, que es más noble. Tras horrorosas dudas, el pobrecillo había recobrado la fe ciega en su mujer; pero la acusaba de haber hecho misterio de mis solapados ataques. Camila había callado por prudencia. Conociendo el genio pronto, la brutalidad pueril y las exaltaciones justicieras de su marido, temía el escándalo y los disgustos consiguientes. «Constantino es un inocentón macizo —me dijo Miquis—; no tiene idea del mal; hay que metérselo por los ojos para que lo vea. De niño era ridículo por sus ingenuidades; adolescente, no servía para nada. A golpes se consiguió de él que siguiese una carrera. Se casó cuando su propia candidez le encenagaba en los vicios de la tontería, esos vicios que no dañan el alma y son como la suciedad, que con el agua se limpia. Camila le ha lavado, y hoy es todo oro de ley, mal labrado, pero fino. En su trato hay que evitar los encontronazos, porque tiene unos ángulos que cortan. Es un bloque de honradez y nobleza, con nociones radicalísimas y cardinales del bien y del mal. No entiende de medias tintas, ni de componendas, ni de estira y afloja. Para él, lo que no es superior es ínfimo; moral bárbara si se quiere; pero yo pregunto: ¿no es esta la moral de los tiempos en que los hombres supieron hacer cosas grandes que no se hacen ahora?… Usted era antes para él el mejor de los amigos, ahora es una víbora, un animal venenoso. Mi hermano no transige: su tosquedad le mantiene un tanto alejado de la región de las ideas, y me alegro, porque si se le antojara tenerlas políticas sería o el socialista más fogoso o el carcunda más feroz. Yo procuro traerle a los términos medios; pero es inútil. Es que no sabe, no puede; su inteligencia no percibe sino lo gordo, lo elemental, la pepita nativa de las ideas. Sus sentimientos son lo mismo; siente mucho y fuerte, como los niños y los poetas primitivos.

Por otras conversaciones que con Augusto tuve, comprendí que Camila no había podido quitarle a su asno de la cabeza aquello de darme una pateadura en público. Sí, era preciso que mi traición no quedase sin castigo. Nada de duelo, que es una papa. Bofetada limpia y palos. Yo no merecía ser tratado de otro modo. Y era indudable que Camila estaba disgustada. Aquella contienda sobre si yo debía ser apaleado o no fue la primera desavenencia de su hogar. Severiano también me habló de esto seriamente, recomendándome que tuviese cuidado. Y entonces todo lo varonil resurgía en mí, y hacía yo propósito de enseñar a aquel bruto cómo arreglan los caballeros sus cuentas de honor.

Pero como él era un Hércules y yo me había quedado sin fuerzas para estrangular a un pollo, debía prepararme a resistir su agresión por los medios más adecuados, haciéndome acompañar de un buen revólver. En cuanto le viera venir a mí con ademanes hostiles, le metía seis balas en el cuerpo, y a vivir.

Transcurrían días; yo me le encontraba algunas veces en el portal o en la calle, y pasaba junto a mí sin mirarme. ¿Por qué no me atacaba? Por María Juana supe que no quería ajustarme las cuentas mientras fuera mi inquilino. «¡Qué delicados están los tiempos! —dije—. ¿Y por qué no se muda de una vez?». Era que la casa de Torres estaba aún un poco húmeda, y esperarían a Julio. «Pues si tan largo me lo fías —pensé, metiendo el revólver en un cajón de la mesa—, no quiero llevar más este chisme peligroso». Y no volví a sacarlo.

También entendí (todo se sabe) que la calumnia que pesaba sobre ellos les daba no pocos disgustos. A Camila le hicieron algunos desaires las de Muñoz y Nones. Medina había dicho a su mujer, tratándose de invitarla a una comida, que no quería prójimas en su casa… Por consecuencia de esto, viéronse alguna vez cargados de nubes los cielos de aquella alegría espléndida. La borriquita lloraba a ratos, sola o delante de Constantino, y a este le entraban tales furores de venganza, que Camila se violentaba por restablecer la paz. Eran sin duda menos felices, porque eran menos inocentes; ambos sabían algo más de la malicia humana; sin ser pecadores, habían probado las amarguras de la sospecha, la manzana apetitosa e indigerible, y de buenas a primeras se habían avergonzado de la desnudez de su inocencia. Creyeron que el mundo era esencialmente bueno, y de pronto salíamos con la patochada de que estaba lleno de picardías, de asechanzas, de trampas armadas entre las hojas verdes, de abismos revestidos de flores. Había que andar por él con mucho cuidado, midiendo las acciones, las palabras, y tapándose bien. Los antes descuidados y aturdidos habían de vivir ahora precavidísimos, atentos al más leve rumor, súbditos del inmenso y despótico imperio de la opinión.

Pues bien, todo este mal venía sobre mi propia conciencia. Pensad cuánto me lastimarían peso y dolor tan grandes, añadidos a los de mi pasión loca y al estado de desaliento en que me encontraba. No me preguntéis qué hice, en orden de negocios, en aquella cruel temporada. Fuera del préstamo gordo que hice a Severiano con garantía hipotecaria de su finca las Mezquitillas, ¿en qué me ocupé? Creo que yo mismo lo ignoraba, y a no ser por las consecuencias, seríame muy difícil dar aquí cuenta clara de mis operaciones. Varias veces en la Bolsa pronunciaba los sacramentales doy y tomo, sin saber ni lo que daba ni lo que tomaba. Barragán me dijo que era preciso ponerme curador, y creo que no le faltaba razón. La liquidación de Mayo me había sido favorable, y alentado por el éxito me enfrasqué a mitad de Junio en combinaciones un tanto arriesgadas. Samaniego no pudo publicarlas, porque eran de tal cuantía mis compras, que hubiera tenido que aumentar considerablemente su fianza; mas yo no veía ya los peligros que en otras épocas viera; habíame vuelto temerario y despreocupado como los aventureros y agiotistas más audaces. Que perdía… ¿y qué? De nada me servía ya el dinero si estaba seguro de morirme pronto. Yo no tenía hijos ni herederos directos a quienes dejarlo. Si ganaba, mejor; pero el perder, que tanto me asustaba antaño, érame ya punto menos que indiferente.

Sentíame muy mal, agobiado, decaído, sin fuerzas para nada, la memoria padeciendo horribles eclipses, la inteligencia envuelta en nieblas, la palabra muy torpe. Aquel módulo que me había enseñado Raimundo para ejercitar los músculos de la lengua se me olvidó un día. No sé pintar lo que me atormentaba el no poder recordarlo, y los esfuerzos que hice para traer a mi mente aquellas palabras que se me habían ido, como pájaros escapados de su jaula. Todo inútil; tuve que llamar a Raimundo y rogarle que me lo repitiera.

«¿Qué, hombre?…

—La matraca, hijo, la recetita aquella del triple trapecio.

Y me la dijo, echando chispas, y la escribí para que no se me volviera a olvidar.

Os reiréis; pero bien comprendo que no es para menos. Abría mi correo con indiferencia, y de algunas cartas apenas me enteraba. Gran violencia de atención tuve que hacer para apechugar con una de las Pastoras; pero como en ella me hablaban de intereses, no había más remedio que tomarlo con calma. Decíanme que se les había presentado ocasión de colocar en Sevilla, con sólida garantía y muy buen interés, el dinero que habían depositado en mí para que yo lo incorporara a mis negocios. Alegreme de esto, porque me libraba de una responsabilidad más, y les contesté que dispusieran de ello cuando gustasen. Yo giraría a su orden, a menos que no tuviesen ellas proporción para hacerlo a mi cargo desde Sevilla. Respondieron a vuelta de correo que Tomás de la Calzada se encargaba de darles su dinero, girando a mi cargo. Me pareció muy bien y liquidé con mis ilustres amigas, pasándoles extracto de la cuenta de beneficios para que el banquero de Sevilla los añadiera a la suma por que se había de hacer el giro.

A mi tío le devolví también unas quince mil pesetas que me había entregado con el mismo objeto que las Pastoras. No quería yo hacerme cargo de capitales ajenos. A Morla, de quien tenía diez mil duros, le anuncié también mi propósito de devolvérselos, y él, sintiéndolo mucho, me rogó que se los diese a Trujillo. La soledad horrible de mi vida me iba acorralando cada vez más, poniéndome fosco y encariñándome con la fea muerte. Y, para que se vea qué extensiones y qué horizontes nos ofrece la miseria humana, aún encontré un hombre que parecía más desesperado que yo. Este hombre era mi tío Rafael, que ya no hablaba, ni iba de caza, y sus ojos, más que fuentes, eran una traída de aguas, y había envejecido diez años en tres meses, y estaba como chocho, con manías y mimosidades pueriles. La diátesis de familia se cebaba en él, en aquella evolución postrera. Estaba suspendido todo el día y no se atrevía a salir a la calle, porque el suelo era siempre poco para él. A ratos se le antojaba ser una de esas figuras de yeso que venden los italianos de santi boniti barati, y creía ser llevado por la calle en el borde de una tabla, mirando a dos varas de sus pies el suelo en marcha, y él quieto, siempre en la orilla de la tabla, inclinado para caerse y sin caerse nunca. ¡Qué suplicio! Su mujer le consolaba algunas veces; pero otras le reñía, enfadándose de verle dominado por una tontuna tan contraria a la razón. No hubo desde entonces en el ánimo de mi tío nada secreto para mí, ni pesadumbre que no me confiase. Se vació todo, sintiendo no poco alivio. Entre otros disgustos, el más hondo y atormentador era que aquella loca de Eloísa se había tragado lo poco que él tenía para vivir. Presentósele un día gimoteando, ofreciole buen interés y devolución pronta, y él fue tan simple que… Por fin había logrado arrancarle una parte de la deuda y promesas del resto. «Aquí me tienes —añadió a lágrima viva—, en el fin de mi vida, expuesto a que el día de mañana tenga que pasar por el sonrojo de pedir un asiento en la mesa de cualquiera de mis yernos… Esto después de haber trabajado como un negro durante cuarenta años… ¡Pero es mucho Madrid este!…».

Quería llevar más adelante aún sus pruebas de confianza. Levantose del asiento para atrancar la puerta, y cuando estuvo seguro de que nadie nos oía, me dijo con voz cautelosa:

«Para que lo sepas todo, hijo… La causa de que al fin de la jornada nos encontremos tan desguarnecidos, es que esta pobre Pilar no me ha ayudado maldita cosa. Nunca supo más que gastar y gastar. ¿Ganaba yo mil? Pues ella a darse vida de mil y quinientos. Apretaba yo, y conforme me veía apretando, saltaba ella a los dos mil. De este modo ¿qué quieres que resulte? Miseria, vejez triste, y que le mantengan a uno sus yernos poco menos que de limosna. Me preguntarás que dónde han ido a parar mis ahorros. Derrama, hijo, tu imaginación por los teatros de esta pequeña Babel, por sus tiendas, por sus increíbles y desproporcionados lujos, y encontrarás en todas partes alguna gota de mi sangre. Dirás que me faltó carácter, y te responderé que ahí está el quid. Es el mal madrileño, esta indolencia, esta enervación que nos lleva a ser tolerantes con las infracciones de toda ley, así moral como económica, y a no ocuparnos de nada grave, con tal de que no nos falte el teatrito o la tertulia para pasar el rato de noche, el carruajito para zarandearnos, la buena ropa para pintarla por ahí, los trapitos de novedad para que a nuestras mujeres y a nuestras hijas las llamen elegantes y distinguidas, y aquí paro de contar, porque no acabaría.