II

Y aún ocurrió algo más que merece contarse. Otro día, en mi casa, observé en María Juana una jovialidad que no se armonizaba con aquel tupé suyo ni con la postura académica y teológica que había adoptado como se adopta un color o un perfume. Noté en ella flexibilidad de espíritu, cierto prurito de hacer extravagancias. Dime a pensar en este fenómeno, y me ocurrió que la vida es un constante trabajo de asimilación en todos los órdenes; que en el moral vivimos porque nos apropiamos constantemente ideas, sentimientos, modos de ser que se producen a nuestro lado, y que al paso que de las disgregaciones nuestras se nutren otros, nosotros nos nutrimos de los infinitos productos del vivir ajeno. La facultad de asimilación varía según la edad y las circunstancias; en las épocas críticas y en las crisis de pasiones adquiere gran desarrollo. Raimundo hablaba también de esto, y lo expresaba de una manera gráfica diciendo: «El alma es porosa, y lo que llamamos entusiasmo no es más que la absorción de las ideas que nadan en la atmósfera». Pues bien, a mí se me figuraba ver a María Juana en una crisis de ánimo y propendiendo a asimilarse, en la medida de lo posible, las formas del carácter singularísimo de su hermana Camila. ¿En qué me fundaba yo para suponer esto? En que la vi como buscando ocasiones de hacer alguna travesura y queriendo ser jovial con inocencia y maliciosa con aturdimiento. Pero era forzoso confesar que los resultados no correspondían al esfuerzo de la tentativa, y que el plagio no alcanzaba ni con mucho las alturas del insigne original. Sin embargo, vais a ver un hecho y a juzgarlo por vosotros mismos.

Habíamos charlado de varias cosas. Entre otras, me dijo: «La gente de arriba está más calmada. Pero aunque el pobre chico parece no dudar de su mujer, tiene la centella en el cuerpo, y se ha vuelto suspicaz, escamón. En una palabra, hijo, que han perdido la inocencia, la confianza absoluta el uno en el otro, y se observan, se discuten y se temen». Tuve que salir a la sala a recibir a Samaniego con quien hablé como un cuarto de hora. Cuando volví a mi gabinete, poniéndome a firmar varias cartas-compromisos, sentí a María Juana trasteando en mi alcoba, haciendo algo que no pude comprender de pronto. Ello debía de ser alguna humorada, porque la sentí reír. Atento a mis asuntos, no hice caso. De pronto la vi salir, y se despidió de mí conteniendo la risa que jugaba en sus labios. ¿Qué había hecho? También me sonreí y nos dijimos adiós.

¿Qué creéis que hizo? En cuanto fui a mi alcoba me enteré de la travesura. ¡Se había puesto las botas de Camila, mis dulces prendas, y había dejado las suyas en el mismo sitio que ocupaban aquéllas y del propio modo que estaban colocadas! Confieso que me reí, pues el golpe tenía gracia.

Desde el día de la trapisonda no había yo vuelto a ver a Camila ni a su marido. Pero supe por casualidad que pensaban mudarse de casa. Acostumbraba yo, al salir de la mía a pie, pararme ante la obra de la finca de Torres en la Ronda de Recoletos, porque allí solía estar mi amigo vigilando los trabajos. Unas veces me le veía en la puerta; otras me saludaba desde un balcón. Ya el edificio, casi concluido, estaba en poder de estuquistas y papelistas. Un día me invitó a subir, enseñome su principal, que era magnífico, y me dijo que lo pensaba decorar regiamente. Nunca vi a Torres tan entusiasmado, tan fatuo, ni con tan retumbantes proyectos de grandeza, lujo y representación. Su casa iba a ser la primera de Madrid; las cocheras eran cosa no vista; en muebles y alfombras no gastaría menos de veinte mil duros; pondría espejos en las mesetas de su escalera particular; grifos de agua en todas las alcobas; gas, por entendido, en todos los pasillos; el comedor se abría a una soberbia estufa, sostenida sobre pilares de hierro en el patio grande; la cocina era lo mismo que la del palacio de Portugalete; le mandarían de París unos tapices, que ni los de Palacio; en fin, que aquello era casa, lo demás… basura.

Hablamos también de inquilinos y entonces fue cuando me dijo que los Miquis le habían pedido uno de los terceros. «Se conoce que no quieren más cuentas con usted. ¿Y qué tal? ¿Estos pájaros pagan? Porque si no, les diré con buen modo que aniden en otra parte».

En un rapto de generosidad impremeditada, le contesté:

«Sí pagan, y si no pagan aquí estoy yo para responder por ellos.

—Es verdad, hombre; no me acordaba de que es usted el caballo blanco… Pero se me ocurre otra cosa. ¿El Sr. de Miquis con su armadura de cabeza no me destrozará el techo de la casa?

Y rompió en una risa estúpida.

—No sea usted grosero —le dije sin disimular la cólera, y decidido a pegarle.

Recogió velas al momento, diciendo:

«No se enfade usted, amigo; es una broma; cosas que dice la gente… y que podrán no ser verdad; pero yo tengo una mala maña; y es que siempre las creo.

—Pues cree usted mil desatinos.

—Nada, si usted lo toma a mal, me desdigo.

No hablamos más del asunto. Desde aquel día se apoderó de mí la idea de romper el silencio con mis interesantes vecinos y dirigirme a ellos con ánimo grande y decirles: «Vengo, queridos amigos de mi alma, a pediros perdón del daño que os he hecho». No pude resistir mucho este deseo, y anuncieles mi visita; pero siempre me traía Ramón la mala noticia de que los señores no estaban. Comprendí que no querían recibirme, y por fin, subí resuelto a todo, a entrar atropelladamente o a que me despidiesen.

Una criada desconocida salió a abrirme; no quería dejarme pasar; pero vi a Constantino en la puerta de la sala o comedor, y me colé diciendo: «No sé a qué vienen estas comedias conmigo… Constantino, vengo a lo que quieras, a ser tu amigo o a rompernos la crisma, como gustes. Pero no puedo vivir sin vosotros». Él, desconcertado, no sabía cómo recibirme. No había dado yo cuatro pasos dentro del comedor, cuando vi aparecer a Camila por la puerta del gabinete, diciendo: «¡Ah! ¿está aquí el tísico?… Maldita la falta que hacía…

—Vengo a pediros excusas… —les dije, turbado como no lo estuve en mi vida—. Y otra cosa: Me han dicho que pensáis mudaros. No lo consiento… ea, que no lo consiento. Desde este mes tenéis la casa de balde.

Camila estaba seria; mirábame con ojos de enfado. Por fin se dejó decir con ironía:

«Sí, porque nos hace falta tu casa… Este tipo también nos quiere hacer gorrones. Constantino, dile lo que te dije… No; pegar no. ¡A dónde iría a parar el tísico si tú me le echaras la zarpa!…

—Este señor y yo —repliqué sentándome y buscando el sendero de las bromas para salir de aquella situación—, tenemos concertado un lance. Déjanos a nosotros, que nos entenderemos.

—¡Un lance!… Eso querrías tú para darte más lustre. Mi marido no se bate con momias, ¿verdad, hijo? Quería darte una soba en público… Decía que de este modo… ya entiendes; pero yo se lo he quitado de la cabeza.

—¿Es verdad esto, Constantino?

—Es verdad —replicó él con su sincera honradez.

La firmeza con que lo decía era un insulto; pero yo tenía que tragármelo, porque mi situación era muy delicada. Salir con susceptibilidades cuando iba a solicitar perdón y amistad, no podía ser. Quise que las inspiraciones de mi corazón me guiaran para salir de aquel atolladero, y mirándoles a entrambos, el alma en mis ojos, les dije:

«Queridos amigos, no he venido a reñir, sino a hacer paces con vosotros. Si para esto es preciso que me humille, me humillaré.

—No queremos amistades —aseguró Miquis con brutal energía.

—¿Pues qué queréis?

—Que nos deje usted en paz y se plante de la puerta afuera.

Lo dijo con insolencia, y me puse en guardia. Pero la justicia de su ira se me representaba con tanta claridad, que me entró no sé qué cobardía…

«Eso, eso —clamó mi prima con fiereza—. Que se plante de la puerta afuera.

—¿Pero sin oírme me condenáis?… ¿Tú también, Camila?

—Yo la primera.

—Usted no puede ser nunca mi amigo —declaró el manchego, como se dice una frase aprendida—, ni aunque se me ponga de rodillas delante y me pida perdón…

Al decirlo miraba a su mujer como para recibir de ella la aprobación de la frase. Ella se la había enseñado.

—¡Qué atrocidades dices! —exclamé con afán.

—Ni aunque me pidiese usted perdón de rodillas.

—¿Y si lo hiciera…?

—Creería que me engañaba usted otra vez, como cuando se fingía mi amigo para poner varas a mi mujer.

—Bien, bien —gritó Camila, dando palmas.

Aquello de las varas era improvisado, y por eso tenía ante el criterio de la esposa maestra un mérito mayor.

—¿De modo que no os dais a partido?

—Ni mi mujer ni yo queremos ninguna clase de relaciones con usted. Me parece que hablo castellano.

—¡Y tan castellano!

—Nada, hombre, que te quites de enmedio —decía la ingrata, señalándome la puerta—. Que aquí estás demás.

Cuando la vi que me arrojaba de aquella manera, mi dolor fue horrible, porque, creédmelo, nunca la quise más, nunca la vi tan hermosa y adorable como en aquel lance, defendiendo de mí su hogar y su paz. Sentí mi boca más amarga que la hiel. Una de dos, o fajarme allí mismo con el bruto, que de seguro, en tal caso, me aniquilaría de un zarpazo, u obedecer a aquel látigo de la honradez susceptible y marcharme huido, avergonzado, en la situación más triste, ridícula y poco airosa del mundo. Pero bien ganado me lo tenía. Decir cómo bajé las escaleras, me sería imposible. Al promedio de ellas me sentí acometido de uno de esos impulsos de maldad de que no se libran, en momentos críticos, ni las naturalezas más delicadas y bondadosas; vínome a la boca no sé qué espuma de sangre; me sentí ruin, villano y con ganas de hacer todo el daño posible. Mi amor propio, ultrajado y escupido, sugeríame venganzas soeces, de esas que se consuman a las puertas de las tabernas y de los garitos; y en aquel rato de frenesí me puse al nivel de los cobardes o de las procaces mujeres de las plazuelas. Como el calamar a quien sacan del agua escupe su tinta negra, así yo, encarándome hacia arriba, solté el chorretazo de mi rabia estúpida en estas palabras, que no sé si fueron dichas a media voz o sólo pensadas: «¡Si estáis deshonrados…! ¡Si aunque queráis, no podéis quitaros de encima la piedra que os ha caído, pobres idiotas…!».