V

Pero en la soledad de mi gabinete, paseándome de un ángulo a otro, con las manos en los bolsillos, la cabeza sobre el pecho, no podía apartar de mí la idea de que en el tercero pasaba o iba a pasar algo…

Y como mi espíritu adestrado en el imaginar no se paraba en barras, ved aquí las historias que me forjé en menos tiempo del que empleo en contarlas: «María Juana es la que ha echado a volar la especie de que yo tengo relaciones con Camila. Ella ha sido; me lo dice el corazón. Lo ha hecho por espíritu de hipocresía, por evitar que se sospeche de ella. Tal vez lo crea, en cuyo caso… Pero no, ¡qué disparate digo! Esto es un delirio; María no es capaz… Lo que hay es que se ha corrido esa voz, como se corren otras muchas, y Eloísa… ¡Ah! ya sé quién ha llevado el cuento a Eloísa. Ha sido Manolo Trujillo, ese bendito ciego… Y la prójima se ha puesto fuera de sí, ha sentido celos… ¡celos de hermana, que son los peores! Pero quia… imposible… Subiré a cerciorarme… No, no subo; allá se entiendan. Si no fuera por Camila, me importaría poco que la prójima armara cuantos escándalos quisiera… ¿Subiré? No, no subo. Tal vez sea todo figuración mía.

Mi inquietud creció de tal modo, que creí oír voces que se transmitían por el patio. Escuché… nada. Llamé a mi criado y le dije: «Mira, Ramón, te vas al cuarto tercero y dices que me he dejado allí un cuadro… Ya sabes, el que trajeron de la estación esta mañana en esa caja. Te lo bajas… Oye, oye; de paso observas si ocurre algo en la casa… Anda, anda.

A poco volvió Ramón, y me dijo:

«Señor, que se ha armado arriba una gresca de doscientos mil diablos.

—¿Qué dices?

—Lo que oye. La señorita Camila y la señorita Eloísa están hablando como rabaneras, y el señorito Constantino también hipa por su lado. No he podido traer el cuadro. Les hablaba y no me respondían, sino dale que te dale a las lenguas los tres a un tiempo… Desde la ventana del patio se oye. La vecindad está escandalizada.

Fui y oí. La voz de Camila descollaba; mas no entendí si era llanto o gritos de furor lo que hasta mí llegaba. «Me parece que se ha armado una buena, pero buena». Y volví a mi gabinete, donde intenté desgastar mi inquietud nerviosa paseándome. Esperaba y temía que alguna racha de aquel temporal del tercer piso bajara hasta mí. ¿Qué hacer? ¿Evitarla echándome a la calle y no pareciendo hasta la noche? No; mejor era esperar a pie firme la nube. Quizás mi presencia sería pararrayos que evitase una catástrofe… ¿Subiría? No, subir no, porque pudiera mi intervención ser perjudicial a la inocente Camila. Conveníame adoptar también una actitud de inocencia e ignorancia del asunto.

La racha que juzgué inevitable no tardó en venir. Fuerte campanillazo anunciome la cólera de Eloísa, que entró en mi casa y en mi gabinete en un estado de agitación que me puso medroso. Dejose caer en un sillón, como quien se desmaya, y era que le faltaba el aliento, a causa de la ira, y de la prisa con que había bajado.

Yo ni la miré siquiera. Oía su respiración como el mugido de un fuelle. Esperé a que resollara por la herida y a que su resuello se condensara en palabras. Podéis creérmelo; los pelos se me ponían de punta. Viendo que a ella todo se le volvía respirar fuerte y oprimirse el pecho con las manos, me planté delante y le dije:

«Vamos a ver, ¿qué es esto, qué ha pasado allá arriba?…

—Déjame, déjame… que tome aliento. Me estoy ahogando… he hablado mucho, he gritado… he sido una leona… ¡pero buena la he puesto a esa hipócrita, a esa…! me ha irritado tanto que la lengua se me fue… Si me oyes, te espantas… Luego esa hipócrita se desvergonzó… es una verdulera, yo otra… dos verduleras… Y el bruto allí, queriendo poner paz… ese ciervo estúpido… Estoy volada… deja que me serene… dame aire, aunque sea con… un periódico.

—No entiendo un palabra de lo que estás hablando —le dije abanicándola con el papel—. ¿En qué ha podido ofenderte la pobre Camila, que es un ángel?

Nunca dijera esto. Por la primera vez de mi vida vi a Eloísa en un arrebato de furor. Allí sí que se llevó la trampa a la señora española y lo que en finura, discreción y modales le había concedido Naturaleza. No quedó más que la prójima bien vestida. Puesta en pie, manoteando como si me quisiera sacar los ojos con sus dedos, el volcán de su alma reventó así:

«¡Hipócrita tú también!… Que te enredaras con otra… pase; ¡pero con mi hermana, con la hermana que más quiero…! Y ella es peor que tú, mil veces peor, porque se hace la tonta, la virtuosita. ¡Huf! qué serpentón debajo de aquella capita de tontunas. No hay santurronería más infame que la de estas que se hacen las graciosas, las aturdidas… Y tú, grandísimo apunte, no dirás ahora que has tenido buen gusto… Vas bajando, bajando; concluirás por las fregonas… ¡Ah! ¡qué cosas le dije… cómo la puse! Confieso que se me escapó la lengua; pero el furor me cegaba, por ser mi hermana… y a otra se lo paso, aunque me duela, pero a mi hermana no, ¡a mi hermana no, porque me duele horriblemente…! No te disculpes, no niegues… Si te conozco… ¡Ah! Camila te conviene porque es barata… ¡Y como nos hace el papel de la niña honradita, y a todos engaña con la comedia de estar enamorada de su pollino!… ¡Como si esto fuera posible…! Dios mío, qué criaturas tan farsantes has echado al mundo… ¡Que me haya jugado esta trastada mi hermana, la hermana que más quiero, la que tengo metida en el corazón!… ¡Y que me haya puesto en el caso de decirle las perrerías, las atrocidades que le he dicho!… ¡Oh! ¡Dios mío, qué desgraciada soy!…

Rompió a llorar afligida, con estrépito, cual si su indignación se resolviera bruscamente en arrepentimiento por las ignominias injustas que había dicho a su hermana. Viéndola yo en aquel camino, creí posible una solución pacífica, y en tono de prudencia le dije:

«Veo que al fin conoces que has dado una campanada. La cólera te cegó. Lo mejor es que subamos los dos, y pidas perdón a tu hermana por el escándalo que le has dado, haciéndote eco de una calumnia vil; porque sí, hija, sí, por el Dios que está en el Cielo te juro que Camila es tan querida mía como del Papa.

Esto la irritó de nuevo, destruyendo sentimientos de piedad que empezaban a obrar en ella como un bálsamo reparador, y echando lumbre por los inundados ojos y crispando los dedos, encarose conmigo y me echó esta rociada: «No sé cómo tienes alma para decirme lo que me has dicho, y como me mientes a mí, que he tenido siempre la debilidad de creerte. Hace tiempo que te estoy observando y que vengo diciendo: «ese se ha encaprichado por Camila». Pero después la exploraba a ella, y nada podía descubir… ¡Claro, hace tan bien sus comedias!… Mas ya no me engañáis los dos. Sois buen par de zorros… Pero, créelo, me he vengado bien. ¡Las cosas que le he dicho…! ¿Pues y a él? Le he calentado las orejas a ese venado, y le he puesto ante el espejo para que vea aquella cornamenta que le llega al techo…

Me pasó una nube por los ojos. Llamé todas las fuerzas de mi prudencia, porque de seguro iba a hacer un disparate. Y ella continuaba procaz, de esta manera:

«Y el muy animal, con todo su ramaje en la cabeza, negaba y te defendía, diciendo que eres ¡su amigo!… Este es un colmo, chico, el colmo… de la amistad, de la…

Cortó la frase, quedándose como perpleja, los ojos fijos con pensadora atención en el busto de Shakespeare que estaba sobre mi chimenea. Era el bronce que había pertenecido a Carrillo, y sin duda la vista de aquel objeto llevó su mente, por la filiación de las ideas, a cosas y sucesos de otros días. A mí me pasó lo mismo.

«Sí… claro… ya sé que los maridos te quieren… ¡Absurdo, asqueroso!… Como tienes ese ángel… parece que les embrujas y les das algún filtro…

Juzgad de mi paciencia, y ved qué dosis tan grande de esta virtud acumulé en mi alma, cuando no cogí el busto y se lo tiré a la cabeza a aquella mujer. Pero aunque no hice esto, la cólera se desató en mí, y con palabras cortadas por el veneno que me salía de dentro le dije:

«Constantino es mi amigo, y no tiene por qué avergonzarse, porque ni es ridículo ni cosa que lo valga, y el que diga lo contrario es un miserable.

—Pues yo lo digo —gritó ella con brío.

—Pues aplícate el cuento.

—Explícame eso, hombre… Da razones.

—No doy razones —exclamé ya fuera de mí, sin ver ni oír nada, más que el fulgor y el estallido de mi rabia—; ni tengo que añadir una palabra más, ni me importa que te convenzas o no, porque ahora mismo te pones en la calle.

—No me da la gana. Se va usted a donde quiera —vociferó ronca, mugiente—. ¿Me echarás tú?

—Lo vas a ver —dije cogiéndola enérgicamente por un brazo y llevándola hacia fuera, no sin tener que tirar fuerte.

En aquella lucha, cuyo recuerdo me espeluzna siempre, no oí más que estas tres palabras dichas en un aliento de agonía: «Eres un tío».

Creo que le respondí: «y tú una tal…». No estoy seguro de haberlo dicho. Ciego, con pegajosa y amarga espuma en la boca, abrí la puerta de la escalera y la eché fuera. Cuando di el golpe a la puerta, haciendo retumbar toda mi casa, cual si mi corazón estuviera unido a aquellas paredes, sentí penetrante frío en mi alma. La idea de mi brutalidad vino al punto a mortificarme. Pero me rehíce y me metí para adentro. La campanilla sonó con estruendo. Me pareció que tocaba más fuerte que todas las campanas de todas las iglesias de la cristiandad juntas. Eloísa llamaba con rabia, golpeando además la puerta con las manos. Aplicó sus labios a la rejilla de cobre, para gritar por allí otra vez: «¡tío, más que tío, canalla!».

«¿Abro? —me dijo Ramón alarmado.

No supe qué determinar.

«Abre, sí —respondí al fin—. Peor es que dé un escándalo en la escalera.

—La señorita María Juana —añadió mi criado—, ha subido hace un rato.

—Esta casa es hoy un infierno… ¡Maldita suerte mía! Abre, abre de una vez.

Retireme a la sala, y desde allí vi entrar a Eloísa. Dio algunos pasos, y cayó como un cuerpo muerto sobre el banco de recibimiento.

«Ramón… llévale un vaso de agua, si quiere, y tú, Juliana, auxíliala también. Puede que tenga un síncope. Le pasará… Y si no pasa que no pase… Allá se las componga.

Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Pareciome que Eloísa no tenía síncope; conservaba el sentido y lo que hacía era llorar, llorar mucho.

«Ramón… entérate de si la señorita tiene ahí su coche. Si no lo trajo, manda enganchar ahora el mío, y que la lleven a su casa.

—La señorita tiene abajo su coche.

—Bueno. Cierra la puerta para que no se enteren de estos escándalos los que suben y bajan.

Eloísa bebió un poco de agua. Sin duda se iba serenando. No podía ser menos. Estas iras pasan, y dejan en el espíritu un amargo y desapacible sabor, el recuerdo vergonzoso de las tonterías que se han dicho y de las brutalidades que se han hecho. Tras la cortina de la sala, espié yo los movimientos de mi prima, y lo que hacía y hasta lo que pensaba. La vi levantarse del duro banco, suspirar fuerte palpándose y oprimiéndose el pecho como si el corazón se le hubiera salido de su sitio y quisiera ponérselo donde debe estar. Vaciló entre pasar a la sala y marcharse; pero se decidió al fin por esto. ¡Qué alivio noté cuando la sentí bajar, apoyándose en el barandal y mirando mucho los pasos que daba! «La lección ha sido un poco fuerte —pensé—, pero es preciso, es preciso…».

¡Gracias a Dios que estaba solo! ¡qué día! No había tenido tiempo de saborear aquel descanso, cuando… ¡Jesús mío! la campanilla. La oía sonar, agujereándome el cerebro, y decidí arrancarla de su sitio, hacerla mil pedazos para que no repicara más. «¿Apostamos a que es María Juana?». Porque sí, la campanilla sonaba con todo el estudio y la convicción de una campanilla ilustrada que sabe a quién anuncia. Era ella, no podía ser otra.

Entró en mi gabinete, y ¡qué cara traía, qué golpe de quevedos, qué mirar justiciero! Era una sibila de aquellas que pintó Miguel Ángel para expresar lo feas que se ponen las mujeres guapas cuando se enfadan y hacen profecías. En verdad, señores, lo extremadamente serio de aquel rostro prodújome efectos contrarios a los que él quería producir… Por poco suelto la risa. «¿Qué hay? —le pregunté afectando calma.

—¿Qué ha de haber? Pues nada que digamos. Vengo de arriba. Un zafarrancho espantoso. Las consecuencias de tu carácter, de tu temperamento… ¡Y ha habido una persona tan inocente que creyó posible curarte, enmendar lo que tiene sus raíces en el fondo de la naturaleza, y hacer de un demonio un hombre…! La que tal pensó es más digna de lástima que las otras dos infelices, y por lo mismo que puso sus miras más arriba es la que ha caído más bajo… Estoy tan avergonzada por mí como por ti… Yo al menos tengo conciencia y veo mi bochorno; pero tú, ¿qué ves?… Eres un depravado, un monstruo, un condenado en vida. Daría… no sé qué por ver en ti un rasgo de nobleza. Pero no, no lo veré, porque no puedes dar sino frutos amargos… Has prostituido a la tontuela de Camila, quitándole lo único que tenía, que era su inocencia; has cubierto de ignominia al pobre Constantino, que es un alma de Dios, el ángel de los topos… ¡y tú tan fresco!… Responde, hombre, discúlpate, da a entender siquiera que hay en ti un resto de pudor, de dignidad, de cristianismo…

Hubiera podido contestarle muchas cosas y volver por la honra de su hermana; ¿pero a qué decir lo que no había de ser creído? Hallábame tan irritado, que no sabía resolver aquellas cuestiones sino cortando por lo sano. Me incomodó la sibila con su áspero sermoneo, tanto o más que Eloísa con sus procacidades. Ante ella me sentí igualmente brutal que ante la otra, y ciego la cogí por un brazo lo mismo que había cogido a la prójima, diciendo con la ronquera de mi sofocante ira:

«¿Sabes que no tengo ganas de música, de filosofías ni de estupideces? ¿Sabes que te voy a poner ahora mismo en la calle, porque no puedo aguantar más, porque estoy hasta la corona de ti y de tu hermana?

Y haciéndolo como lo decía, tiré de aquella gallarda mole, que se dejó llevar aterrada, trémula, balbuciendo no sé qué conceptos trágicos, muy propicios del caso y de su austera moral. Hícela salir, y cerré de golpe. María Juana no gritó en la escalera como su hermana. Con decoro aceptaba la expulsión y se vengaba con su dignidad. Era muy sabia y muy prudente para proceder de otra manera. Marchose callada, haciéndose la víctima grandiosa y buscando lo sublime, que no sé si encontraría. Bajó las escaleras pausada y gravemente, como si fuera ella la razón desterrada y yo el error triunfante… «¡Ramón!

—¿Qué, señor?

—Te nombro mastín —dije, delirando—, ponte en la puerta, y al primer Bueno de Guzmán que entre, me lo destrozas a mordidas.

Nada, que aquel día me había yo de volver loco. Bien caro pagaba mis enormes culpas. Sonó la fatídica campana otra vez… Ramón entró en mi gabinete, y me dijo muy apurado: «Señor, D. Constantino es el que llama. ¿Le abro?

—Sí, hombre… ábrele… en canal… Quiero decir, ábrele la puerta. Que entre; veremos por dónde tira.

Y cuando Miquis llegó a mi presencia estaba yo tan fuera de mí, que si me dice algo ofensivo, caigo sobre él y me mata o le mato.

«¡Hola! ¿Qué hay? —le pregunté, resuelto a afrontar la situación, cualquiera que fuese.

Constantino estaba pálido y muy agitado. Parecía rebuscar en su mente las palabras con que debía empezar.

«Tú traes algo —le dije—. Vomita esa bilis… franqueza, amigo. Luego me tocará hablar a mí.

Sus labios rompieron tras un esfuerzo grande. De la confusión de su mente y de las arrugas de su entrecejo brotaron estas cláusulas amargas:

«Pues… horrores en casa… Eloísa… Me han vuelto loco… ¡Que mi mujer me engaña! ¡qué tú…! Camila se defiende. Yo no sé lo que me pasa; tengo un infierno en mi cabeza… porque si creo la que me dicen de mi mujer, la mato, y si creo lo que ella me dice, mato a sus hermanas…

—No mates a nadie, no mates, hijo, y aguarda un poco.

—Porque yo vengo aquí —gritó como un energúmeno, poniéndose rojo y manoteando fuerte—, yo vengo aquí para decirte que, ya sea mentira, ya sea verdad, no hay más remedio sino que o tú me rompes a mí la cabeza o yo te la rompo a ti.

Sentí al oír esto ¿qué creéis? ¿indignación? no; ¿despecho? tampoco. Sentí entusiasmo, ardiente anhelo de soluciones grandes y justicieras; y aquello de pegarnos los dos tan sin ton ni son no me pareció un disparate. Yo también quería sacudirle de firme o que él me sacudiera a mí. Gesticulando como un insensato y no menos energúmeno que él, me puse a gritar:

«Tú eres un hombre, Constantino… Eso, eso; o romperte el bautismo o que me lo rompas tú a mí. Te tengo ganas, ¿sabes? eres lo que más me carga en el mundo… para que lo sepas.

—Pues cuanto más pronto mejor —gritó él haciéndome el dúo con furia igual a la mía.

—Eso, eso… Ha llegado la ocasión que yo quería. Ahora nos ajustaremos las cuentas, y déjate de armas blancas… pistola limpia y a la suerte.

—Como quieras.

—Y no es por poner en claro la honra de tu esposa. ¡Estaría bueno que dependiera de nuestra puntería! Tu mujer, para que lo sepas, bruto, es la gran mujer. Ni tú ni yo la merecemos… Nos pegamos porque te tengo ganas, ¿sabes? Tu conciencia te dirá quizás que no me has ofendido. ¡Ah! tonto, ¿ves estas magulladuras que tengo en la cara? ¿Lo ves, lo ves? Pues esto, pedazo de bárbaro, es la impresión de las suelas de tus botas. Tu mujer me ha abofeteado, no con las manos, que esto habría sido un favor, sino con tus herraduras, animal… Y ahora, tú, tú me lo has de pagar.