IV

No sé qué vértigo me acometió al ver a Camila. Púsose a fregar la loza, diciendo: «Esa jirafa me dejó todo como ves, sin fregar… ¡qué tías!». Y yo miraba embebecido, miraba sus manos coloradas y frescas en el agua, el movimiento rítmico que hacían los dos picos de la chambra al compás de los ajetreos de las manos, y sobre todo contemplaba su cara risueña, de una lozanía y placidez que no se pueden expresar con palabras. Entrome fiebre, delirio; la cuerda de mi espíritu vibró como si quisiera romperse. No pude contenerme, ni se me ocurría emplear como otras veces rodeos e hipocresías de lenguaje. Llegueme a ella, llevándome mi silla en la mano izquierda; me senté junto al fregadero, todo esto rapidísimo… cogile un brazo y lo oprimí contra mi frente que ardía. La frescura de aquella carne y la dureza del codo, que fue lo que vino a caer sobre mi frente, producíanme sensación deliciosa. Todo pasó en menos tiempo del que empleo en contarlo, y mis palabras fueron estas: «Quiéreme, Camila, quiéreme o me muero. ¿No ves que me muero?

Apartose de mí, y con mucho alboroto de brazos y de palabras, me obligó a retirarme. «¡Miren el tísico este! Y si te mueres, ¿qué culpa tengo yo? ¡Ea! déjame trabajar. Si te pones pesadito, tendré que darte un tenazazo.

Después rompió a reír, y alargando el pie como si quisiera darme una puntera, se puso en jarras y me dijo: «Pero ven acá, grandísimo soso. ¿No se te quita la ilusión viéndome así? ¿O es que con esta lámina estoy a propósito para sorberle los sesos a un príncipe? Claro… ¿quién que vea este piececito de bailarina no se volverá tonto por mí? ¿Pues este talle de sílfide…? ¿y estas manos? Yo pensé que podría hacerle tilín al aguador; ¡pero a ti…! ¡Si creí que al verme ibas a salir escapado gritando que te habían engañado! ¡Y ahora te descuelgas otra vez con que me quieres! Tú estás chiflado de veras. Caballero, soy una mujer casada, y usted es un libertino; quite usted allá, so adúltero, que quiere adulterarme. Vaya usted noramala… ¡Que te estés quieto!

Esto lo dijo blandiendo las tenazas, cuando yo volví sobre ella a expresarle lo más de cerca posible la admiración que me producía.

«Descalábrame… Te diré siempre que te quiero, que te adoro, que estoy ya enteramente loco, y que me moriré pronto, rabiando de cariño por ti… —exclamé defendiéndome como podía de las tenazas—. Ya que no otra cosa, dame la satisfacción de decírtelo, y de decirte también que me entusiasmas, porque eres la mujer sublime, la mujer grande, Camililla. Mereces ser puesta en los altares; mereces que se te eche incienso, que los hombres se den golpes de pecho delante de ti, borrica del Cielo, con toda el alma y toda la sal de Dios.

Creo que me arrojé al suelo, que quise besarle aquellas desproporcionadas sandalias medio rotas, que me golpeó la cara con ellas sin hacerme daño, que le besé la orla de su falda, que la abracé vigorosamente por las rodillas, que la hice caer sobre mí, que nos levantamos ambos dando tumbos y apoyándonos en lo primero que encontrábamos. Tan transtornado estaba yo, que no me di cuenta de lo que hacía. Ella volvió a coger las tenazas y me amenazó tan de veras, que llegué a temer formalmente que me las metiera por los ojos.

Pausa, silencio. Yo en mi silla, recostándome con indolencia sobre la inmediata; ella destapando calderos, arrimando carbones, probando guisotes. Como si nada hubiera pasado, se puso a cantar en voz alta. Después me miró. «¿Qué todavía estás ahí? Pues sí; a mí no me pescas tú. Soy para mi idolatrado Cacaseno.

Y variando súbitamente de tono: «Si vieras qué sorpresa le tengo preparada hoy… ¡Porque yo le doy sorpresas; y me divierto más…! El mes pasado le di una… Voy a contártela. Tenía él un reloj muy malo, de plata, una cebolla que le regaló su tío el de Quintanar. Siempre andaba para atrás… en fin que no nos daba nunca la hora. Era preciso comprar otro reloj, y Constantino se desvivía por tener un remontoir bonito, ligero… Yo le decía que más adelante; pero él no tenía paciencia, ¡pobrecito! Todos los días me traía un cuento. «Camila, hoy los he visto a doce duros, muy lindos, en los Diamantes Americanos…». —«¿Pero hijo, y dónde están los doce duros?». Pues nos poníamos a juntar, peseta por aquí, dos perros por allá. Yo le quitaba a él y él me quitaba a mí, y poco a poco se iba reuniendo el dinero. Yo soy siempre la cajera. «Marcolfa, ¿cuánto tienes ya?». —«¡No me marees, ya se completará!…». Por fin le digo un día: «Ya pasa de diez duros; la semana que entra te compro el remontoir». Pero aquí viene lo bueno. Verás cómo juego con él. Es un chiquillo. Reunidos los doce duros, le digo una mañana: «Chiquito, ¿no sabes lo que me pasa? que mi vestido azul está muy indecente. Me da vergüenza de sacarlo a la calle. No he tenido más remedio que comprarme once varas de merino para arreglarlo, y como no había de qué, he tenido que echar mano de los duros aquellos. Despídete por ahora de ese capricho. Dentro de tres o cuatro meses se verá». Él refunfuña un poco, arruga el entrecejo; pero enseguida se le pasa el enojo, y me dice que primero soy yo. ¡Pobretín! a la noche ya no se acuerda del dichoso remontoir sino cuando saca la cebolla para ver la hora, ¡y entonces echa un suspiro…! Y yo entre tanto, ¿qué crees que he hecho? He salido por la tarde, y más pronto que la vista, me he ido a la tienda y he comprado el reloj. Me lo traigo a casa, y mientras cenamos, le doy a mi marido bromas con el viejo, diciéndole: «Hijo, no tienes más remedio que apencar con tu patata». Cenamos, nos acostamos. Yo no sé cómo aguantar la risa, porque he cogido el reloj, y envuelto en un papel lo he metido bajo nuestras almohadas. Apenas recostamos la cabeza los dos… tin, tin, tin, tin. Me tapo bien la cara, mordiendo las sábanas para no reírme. Me hago la dormida, y le siento a él inquieto. «Camila, Camila, yo oigo un ruido…». Y yo callada, respirando fuerte, casi roncando… «Camila, Camila, ¿qué anda por ahí?». De repente hago como que me despierto sobresaltada y me pongo a gritar. «¡Ratones, ratones!… Mira, mira, uno me ha mordido la oreja…». Él se levanta… enciende la luz. Pero yo, no pudiendo ya tener la risa, le digo: «Por aquí, por aquí, entre las almohadas… ¡Ay, qué miedo!». Él, que empieza a conocer la guasa, mete la mano, y… «Chica, chica, ¿qué es esto?»… ¡Qué fiesta! ¡cómo gozo viendo su sorpresa, su alegría y los extremos de cariño que me hace! Volvemos a apagar la luz… y a dormir hasta por la mañana.

Yo, medio ahogado por el culebrón que se enroscaba en mí, no podía reír con ella. Por fórmula debí preguntarle si aquel día tenía dispuesta una nueva sorpresa, porque siguió su cuento de este modo: «Hoy le preparo una de órdago. Verás: hace tiempo que está deseando tener un barómetro aneroide. Desde que lee y se ha metido a sabio, le da por enterarse de cuándo va a llover. Yo le digo: «eso es muy caro. No pienses en ello. Que se te quite eso de la cabeza. ¡Ni que fuéramos príncipes!». Pero aguárdate. Hoy le he comprado ese chisme. Tiene dos termómetros por los lados, uno de agua encarnada, otro de agua plateada. Me costó seiscientos veinte reales, y lo tengo escondido para que no lo vea. ¡Cómo me voy a reír esta noche! Mira lo que he inventado. Pongo en el gabinete que está al lado de nuestra alcoba tres o cuatro sillas unas sobre otras, ato una cuerda a la de enmedio, la cual cuerda pasa por un agujerito de la puerta, y va a parar a la cabecera de nuestra cama. Cacaseno se acuesta; yo también. Apago la luz. De repente tiro de la cuerda, ¡cataplum! Figúrate qué estrépito. Yo me pongo a gritar: ¡ladrones, ladrones! Incorpórase él hecho un demonio, enciende la luz… ¡Jesús qué miedo! Salta de la cama, va a coger el revólver, y yo digo: «Ahí, ahí, en el gabinete están».

—Pero no veo la sorpresa.

—Es que la puerta del gabinete estará cerrada y en el pomo del picaporte habré colgado el barómetro; de modo que no tiene más remedio que verlo al querer entrar… Entonces suelto el trapo a reír; él comprende la broma y suelta el trapo también; y aquí paz y después gloria. Nos dormiremos como unos benditos, y hasta otra. No te creas; él también me da sorpresas a mí; pero no tiene ingenio para inventar cositas chuscas como yo. Cuando me regala algo lo trae escondido; pero en la cara le conozco que hay sorpresa. Frunce las cejas, alarga la jeta y dice con mucha mala sombra: «¡Vaya unas horas de comer! Esto no se puede aguantar». Yo, que leo en él, me hago también la enfadada, y me pongo a chillar: «Bertoldo, Cacaseno de mil demonios, si no te callas… Pero tú me traes algo, dámelo y no me tengas en ascuas». Entonces saca lo que esconde y me dice riendo: «Si es sorpresa…». Yo, de una manotada, ¡pim!… se lo arrebato…

No la dejé concluir. El deseo de estrecharla contra mí, de comérmela a caricias era tan fuerte, que no estaba en mi flaca voluntad el contenerlo; deseo casto por el pronto, aunque no lo pareciera, nacido de los sentimientos más puros del corazón; deseo que si con algo innoble se mezclaba era con la maleza de la envidia, por ver yo en poder de otro hombre tesoro como aquel. Y la cogí antes de que se me pudiera escapar, haciendo presa en ella con un furor nervioso que me dio momentáneo poder. «¡Quiéreme o te mato —le dije con desazón epiléptica, fuera de mí, atenazándola con mis brazos y dando hocicadas sobre cuantas partes suyas me cayeran delante de la cara—; quiéreme o te mato! Que todo no sea para él; algo para mí. Te estoy queriendo como un niño, y tú nada…

Habíais de ver la gran contienda entre los dos. Mi fuerza nerviosa se extinguía. Pronto pudo ella más que yo. Era mujer sana, dura, templada en el ejercicio y en la vida regular. Sus brazos no sólo se desprendieron de los míos sino que los dominaron. El aliento me faltaba por instantes; el pecho se me oprimía, más que con el poder de los brazos de ella, con la dilatación de no sé qué angustia interior, que era el sentimiento de mi fracaso. Por fin vencido, campeó ella sobre mí, y empujándome de un lado, me dejó caer sobre la otra silla. Las dos formaban como un sofá. Sus manos aprisionaron mis muñecas como argollas de hierro. ¡Una mujer tenía más fuerzas que yo, y me acogotaba como a un cordero! «¿Ves cómo te meto en un puño, tísico? ¡Si eres un muñeco; si no tienes sangre en las venas; si los vicios te tienen desainado! No sirves para una mujer de verdad, sino para esas tías tan tísicas, tan fulastres como tú… perdido».

La vi encenderse en verdadera cólera. Aquel manojo de gracias, aquel ramillete de chistes nunca se había presentado a mis ojos en la transformación fisiológica de la ira. En tal instante miréla por primera vez airada, y me acobardé cual no me he acobardado nunca. La vi palidecer, dar una fuerte patada; le oí tartamudear dos o tres palabras; levantó la pierna derecha, quitose con rápido movimiento una de aquellas enormes botas, la esgrimió en la mano derecha, y me sentó la suela en la cara una, dos, tres veces, la primera vez un poco fuerte, la segunda y la tercera más suave… Yo cerré los ojos y aguanté. Tan quemado estaba por dentro que me dolió poco… «¡Ay —exclamé—, si me mataras a zapatazos como se mata una cucaracha, qué favor me harías!»…

La vi volverse a calzar, sustentándose en un solo pie con extremada gallardía. Después se arregló el pelo y la chambra. Respiraba fuerte y se había puesto encarnada. Poco a poco aquella terrible y nunca vista cólera se iba disipando y Camila volvía a ser Camila. Una sonrisa le desfloró los labios, dándome a conocer que sentía cierto temor de haber pegado demasiado fuerte. Mirome con atención a punto que yo me llevaba las manos a la cara. «¿Qué tal, escuece? —me dijo—. Tú te tienes la culpa por pesado. Yo las gasto así. ¿Qué es eso? sangre. Me alegro; vuelve por otra. Así, así, quiero que lleves estampadas en tu hocico las suelas de mi marido.

Creédmelo, cuando no me eché a llorar en aquel instante como un ternero, es seguro que las fuentes del llanto estaban agotadas en mí. Y más me afligí viendo a Camila salir y volver con un vaso de agua y un trapo de hilo, el cual humedeció para lavarme la cara. Y se reía curándome. «No es nada, hijo, un pedacito de piel levantado. Otras te han sacado todo el cuero y no te has quejado… ¿A que no vuelves a atreverte conmigo? ¿Te das por vencido?».

—No; te quiero más cuanto más me pegues, y concluiré loco, saliendo a gritar por las calles que eres la mujer más sublime que he conocido…

—¡Claro!… como que me van a poner en la Biblia… ¡Ea! se acabaron las papas. Ahora me haces el favor de marcharte a tu casa. Tengo mucho que hacer y no estoy para espantajos.

—No me voy, Camila, sin una esperanza siquiera… promesa al menos…

—¿Promesa de qué? ¿Habrase visto tonto igual? Que me vuelvo a quitar la bota… Eres tan sin vergüenza, que por verme una pierna te ha de gustar que te pegue. Estos tísicos son así. Pues no, no te pego más; no me da la gana. Únicamente te desprecio… Con que ve despejando el terreno, si no quieres que se lo cuente a Constantino. Hasta aquí he sido prudente; pero me pones en el caso de no serlo. Si él sabe lo que me has dicho… ¡Jesús de mi alma, la que arma! Ya te estoy viendo volar hasta el techo.

—Pues díselo… cuéntale todo. En mi estado, deseo cualquier disparate…

—¿Sí? No lo digas dos veces. Mira que canto…

Estaba destapando pucheros. De pronto la vi atendiendo con cara de Pascua a cierto ruido en la escalera.

«Ya viene… es él… Le conozco en el modo de trotar. Sube los escalones de tres en tres… Compara, hombre, compara contigo, que cuando subes llegas aquí ahogándote, medio muerto. Lo que yo digo, la vida alegre…

Fuerte campanillazo anunció al amo de la casa que venía de la oficina. Corrió Camila a abrirle, y oí como una docena de besos fuertemente estampados, ósculos de devoción y fe, como los que dan las beatas, echando toda el alma, a las reliquias de un santo que hace muchos milagros. El burro entró en la cocina. «Hola, chico. ¿Tú por aquí?

«¿Qué me traes? —le dijo Camila.

—Nada más que estos jacintos.

—¡Qué bonitos y qué bien huelen! Ponlos en este jarro, por el pronto. Oye, dale uno a este estafermo, que bien se lo merece. Me estaba ayudando a poner los trastos en el vasar de arriba, y se le vino encima el caldero grande; mira la contusión que tiene en la mejilla… ¿Sabes de lo que hablábamos ahora?…

Otro campanillazo cortó el concepto de mi prima. «¿Qué iría a decir? —pensé yo, y ella dijo: «¿Quién será?».

Constantino fue a abrir, y oímos esta exclamación: «¡Oh, señora doña Eloísa!… ¿Usted por aquí?».

No sé por qué me dio mala espina la tal visita. Y mi corazonada se acentuó más cuando vi a Eloísa. Había recobrado su hermosura, y fuera de la palidez y demacración, no quedaban rastros en su cara del pasado arrechucho. Pero venía tan cejijunta, nos saludó a todos con tanta sequedad, me miraba de un modo tan extraño, que barrunté algo desusado, serio y muy desagradable. «Esta prójima, que muy rara vez viene aquí —pensé—, trae hoy alguna historia… Me las guillo».

A lo que le preguntamos sobre su salud, contestó Eloísa de mala gana y con impertinencia. Quería hablar de otra cosa. Pasó al comedor con Miquis y conmigo. Camila quedose en la cocina trasteando. «¿Qué hay de nuevo? —preguntó el manchego a su cuñada.

—¿Qué ha de haber? Que son ciertos los toros… —replicó mirándole con sorna.

Después se puso a decir chuscadas, que aparentemente no tenían malicia. Creí que me había equivocado y que Eloísa no llevaba el escándalo en su intención. No obstante, pareciome notar cierto dejo irónico en su alegría. Pero como pasaba tiempo sin que la conversación tomara mal sesgo, dije para mí: «Vaya; es manía. No hay nada de lo que sospechaba». Poco después, despedime de todos y me retiré.